Capítulo XXI

CON LA LUZ DEL DÍA se levantó un viento cálido; podía oírse el rumor de la nieve derritiéndose en las ramas de los árboles y el pesado golpe de su caída. Era una mañana de finales de primavera. Con la primera bocanada de aire que respiró Jordan se dio cuenta de que había sido una tormenta pasajera de la montaña de la que no quedaría ni el recuerdo para el mediodía. En ese momento oyó el trote de un caballo que se acercaba y el ruido de los cascos amortiguado por la nieve. Oyó el golpeteo de la funda de la carabina y el crujido del cuero de la silla.

—María —dijo en voz baja, sacudiendo a la muchacha por los hombros para despertarla—, métete debajo de la manta.

Se abrochó la camisa con una mano, mientras empuñaba con la otra la pistola automática, a la que había descorrido el seguro con el pulgar. Vio que la rapada cabeza de la muchacha desaparecía debajo de la manta con una ligera sacudida. En ese momento apareció el jinete por entre los árboles. Robert Jordan se acurrucó debajo de la manta y con la pistola sujeta con ambas manos apuntó al hombre que se acercaba. No le había visto nunca.

El jinete estaba casi frente a él. Montaba un gran caballo tordo y llevaba una gorra de color caqui, un capote parecido a un poncho y pesadas botas negras. A la derecha de la montura, saliendo de la funda, se veían la culata y el largo cerrojo de un pequeño fusil automático. Tenía un rostro juvenil de rasgos duros, y en ese instante vio a Robert Jordan.

El jinete echó mano a la carabina, y al inclinarse hacia un costado, mientras tiraba de la culata, Jordan vio la mancha escarlata de la insignia que llevaba en el lado izquierdo del pecho, sobre el capote. Apuntando al centro del pecho, un poco más abajo de la insignia, disparó.

El pistoletazo retumbó entre los árboles nevados.

El caballo dio un salto, como si le hubieran clavado las espuelas, y el jinete, asido todavía a la carabina, se deslizó hacia el suelo, con el pie derecho enganchado en el estribo. El caballo tordo comenzó a galopar por entre los árboles, arrastrando al jinete boca abajo, dando tumbos. Robert Jordan se incorporó empuñando la pistola con una sola mano.

El gran caballo gris galopaba entre los pinos. Había una ancha huella en la nieve, por donde el cuerpo del jinete había sido arrastrado, con un hilo rojo corriendo paralelo a uno de los lados. La gente empezó a salir de la cueva. Robert Jordan se inclinó, desenrolló el pantalón, que le había servido de almohada, y comenzó a ponérselo.

—Vístete —le dijo a María.

Sobre su cabeza oyó el ruido de un avión que volaba muy alto. Entre los árboles distinguió el caballo gris, parado, y el jinete, pendiente siempre del estribo, colgando boca abajo.

—Ve y atrapa a ese caballo —gritó a Primitivo, que se dirigía hacia él. Luego preguntó—: ¿Quién estaba de guardia arriba?

—Rafael —dijo Pilar desde la entrada de la cueva. Se había quedado parada allí, con el cabello peinado en trenzas que le colgaba por la espalda.

—Ha salido la caballería —dijo Robert Jordan—. Sacad esa maldita ametralladora, en seguida.

Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Luego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.

—Suba con ellos —dijo Jordan a Anselmo—. Échese al lado del fusil y sujete las patas.

Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.

El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.

«Alguien te estrangulará un día con esa correa —se dijo—. Bueno, menos mal que la tenías a mano». Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.

Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos.

—Vamos —gritó Jordan—. Trae ese caballo.

Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida.

«Ese jinete no esperaba nada malo —pensó—. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla».

—Sería mejor que fueses abajo —le dijo a Pablo.

Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras». Al salir de la cueva le dijo a Pablo:

—Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil?

—Sí —respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas—: Mira qué caballo.

El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas.

—Le llevaré con los otros —dijo Pablo.

—No —replicó Jordan—. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso.

—Es verdad —asintió Pablo—. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés.

—Manda a alguno que vigile abajo —dijo Robert Jordan—. Nosotros tenemos que ir allá arriba.

—No hace falta —dijo Pablo—. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar.

—Para largarte y emborracharte —repuso Pilar—. Toma, coge esto en cambio —y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos.

—¡Qué va, emborracharme! —exclamó Pablo—; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola.

Levantó los brazos, tomó las riendas y saltó a la silla. Sonrió acariciando al nervioso caballo. Jordan vio cómo frotaba las piernas contra los flancos del caballo.

—¡Qué caballo más bonito! —dijo, y volvió a acariciar al gran tordillo—. ¡Qué caballo más hermoso! Vamos; cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.

Se inclinó, sacó de su funda el pequeño fusil automático, que era realmente una ametralladora que podía cargarse con munición de nueve milímetros, y la examinó:

—Mira cómo van armados —dijo—. Fíjate lo que es la caballería moderna.

—Ahí está la caballería moderna, de bruces contra el suelo —replicó Robert Jordan—. Vámonos. Tú, Andrés, ensilla los caballos y tenlos dispuestos. Si oyes disparos, llévalos al bosque, detrás del claro, y ve a buscarnos con las armas, mientras las mujeres guardan los caballos. Fernando, cuídese de que me suban también los sacos; sobre todo, de que los lleven con precaución. Y tú, cuida de mis mochilas —le dijo a Pilar, tuteándola—. Asegúrate de que vienen también con los caballos. Vámonos —dijo—. Vamos.

—María y yo vamos a preparar la marcha —dijo Pilar. Luego susurró a Robert Jordan—: Mírale —señalando a Pablo, que montaba el caballo a la manera de los vaqueros; las narices del caballo se dilataron cuando Pablo reemplazó el cargador de la ametralladora—. Mira el efecto que ha producido en él ese caballo.

—Si yo pudiera tener dos caballos —dijo Jordan con vehemencia.

—Ya tienes bastante caballo con lo que te gusta el peligro.

Entonces, me conformo con un mulo —dijo Robert Jordan sonriendo—. Desnúdeme a ese —le dijo a Pilar, señalando con un movimiento de cabeza al hombre tendido de bruces, sobre la nieve— y coja todo lo que encuentre, cartas, papeles, todo. Métalos en el bolsillo exterior de mi mochila. ¿Me ha entendido?

—Sí.

—Vámonos.

Pablo iba delante y los dos hombres le seguían, uno detrás de otro, atentos a no dejar huellas en la nieve. Jordan llevaba su ametralladora en la empuñadura, con el cañón hacia abajo. «Me gustaría que se la pudiera cargar con las mismas municiones que esa arma de caballería. Pero no hay ni que pensarlo. Esta es una arma alemana. Era el arma del bueno de Kashkin».

El sol brillaba ya sobre los picos de las montañas. Soplaba un viento tibio y la nieve se iba derritiendo. Era una hermosa mañana de finales de primavera.

Jordan volvió la vista atrás y vio a María parada junto a Pilar. Luego empezó a correr hacia él por el sendero. Jordan se inclinó por detrás de Primitivo, para hablarle.

—Tú —gritó María—, ¿puedo ir contigo?

—No, ayuda a Pilar.

Corría detrás de él, y cuando llegó a su alcance le puso la mano en el brazo.

—Voy contigo.

—No. De ninguna manera.

Ella siguió caminando a su lado.

—Podría sujetar las patas de la ametralladora, como le has dicho tú a Anselmo que hiciese.

—No vas a sujetar nada, ni la ametralladora ni ninguna otra cosa.

Insistió en seguir andando a su lado, se adelantó ligeramente y metió su mano en el bolsillo de Robert Jordan.

—No —dijo él—; pero cuida bien de tu camisón de boda.

—Bésame —dijo ella—, si te vas.

—Eres una desvergonzada —dijo él.

—Sí; por completo.

—Vuelve ahora mismo. Hay muchas cosas que hacer. Podríamos vernos forzados a combatir aquí mismo si siguen las huellas de este caballo.

—Tú —dijo ella—, ¿no viste lo que llevaba en el pecho?

—Sí, ¿cómo no? Era el Sagrado Corazón.

—Sí, todos los navarros lo llevan. ¿Y le has matado por eso?

—No, disparé más abajo. Vuélvete ahora mismo.

—Tú —insistió ella—, lo he visto todo.

—No has visto nada. No has visto más que a un hombre. A un hombre a caballo. Vete. Vuélvete ahora mismo.

—Dime que me quieres.

—No. Ahora no.

—¿Ya no me quieres?

—Déjame. Vuélvete. Este no es el momento.

—Quiero sujetar las patas de la ametralladora, y mientras disparas, quererte.

—Estás loca. Vete.

—No estoy loca —dijo ella—; te quiero.

—Entonces, vuélvete.

—Bueno, me voy. Y si tú no me quieres, yo te quiero a ti lo suficiente para los dos.

Él la miró y le sonrió, sin dejar de pensar en lo que le preocupaba.

—Cuando oigas tiros, ven con los caballos, y ayuda a Pilar con mis mochilas. Puede que no suceda nada. Así lo espero.

—Me voy —dijo ella—. Mira qué caballo lleva Pablo.

El tordillo avanzaba por el sendero.

—Sí, ya lo veo. Pero vete.

—Me voy.

El puño de la muchacha, aferrado fuertemente dentro del bolsillo de Robert Jordan, le golpeó en la cadera. Él la miró y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó ella la mano del bolsillo, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó.

—Me voy —dijo—; me voy, me voy.

Él volvió la cabeza y la vio parada allí, con el primer sol de la mañana brillándole en la cara morena y en la cabellera, corta y dorada. Ella levantó el puño, en señal de despedida, y dando media vuelta descendió por el sendero con la cabeza baja.

Primitivo volvió la cara para mirarla.

—Si no tuviese cortado el pelo de ese modo, sería muy bonita.

—Sí —contestó Robert Jordan—. Estaba pensando en otra cosa.

—¿Cómo es en la cama? —preguntó Primitivo.

—¿Qué?

—En la cama.

—Cállate la boca.

—Uno no tiene por qué enfadarse si…

—Calla —dijo Robert Jordan. Estaba estudiando las posiciones.