Capítulo XX

ESTABA TUMBADO EN LA OSCURIDAD esperando que llegase la muchacha. No soplaba el viento y los pinos estaban inmóviles en la noche. Los troncos oscuros surgían de la nieve que cubría el suelo y él estaba allí, tendido en el saco de dormir, sintiendo bajo su cuerpo la elasticidad del lecho que se había fabricado, con las piernas estiradas para gozar de todo el calor del saco, el aire vivo y frío acariciándole la cabeza y penetrando por las narices. Bajo la cabeza, tumbado como estaba de costado, tenía el envoltorio hecho con su pantalón y su chaqueta enrollados alrededor de sus zapatos, a guisa de almohada, y, junto a la cadera, el contacto frío y metálico de la pistola, que había sacado de su funda al desnudarse y había atado con una correa a su muñeca derecha. Apartó la pistola y se dejó caer más adentro en el saco, con los ojos fijos más allá de la nieve en la hendidura negra que marcaba la entrada de la cueva. El cielo estaba claro y la nieve reflejaba la suficiente luz como para poder distinguir los troncos de los árboles y las masas de las rocas en el lugar donde se abría la cueva.

Poco antes de acostarse había cogido un hacha, había salido de la cueva y, pisando la nieve recién caída, había ido hasta la linde del claro y derribado un pequeño abeto. Había arrastrado el abeto en la oscuridad hasta la pared del muro rocoso. Allí lo había puesto de pie, y, sosteniendo con una mano el tronco, le había ido despojando de todas las ramas. Luego, dejando estas amontonadas, depositó el tronco desnudo sobre la nieve y volvió a la cueva para coger una tabla que había visto apoyada contra la pared. Con esa tabla había escarbado en la nieve al pie de la muralla rocosa y, sacudiendo las ramas para despojarlas de la nieve, las había dispuesto en filas, como si fueran las plumas de un colchón, unas encima de otras, hasta formar un lecho. Colocó luego el tronco a los pies de ese lecho de ramas, para mantenerlas en su sitio, y lo sujetó con dos cuñas puntiagudas, cortadas de la misma tabla.

Luego volvió a la cueva, inclinándose bajo la manta para pasar y dejó el hacha y la tabla contra la pared.

—¿Qué estabas haciendo afuera? —preguntó Pilar.

—Estaba haciéndome una cama.

—No cortes pedazos de mi alacena para hacerte una cama.

—Siento haberlo hecho.

—No tiene importancia; hay más tablones en el aserradero. ¿Qué clase de cama te has hecho?

—Al estilo de mi país.

—Entonces, que duermas bien —dijo ella.

Robert Jordan había abierto una de las mochilas, había sacado el saco de dormir, había puesto en su sitio los objetos que estaban envueltos en el saco y salió de la cueva con el envoltorio en la mano, agachándose luego para pasar por debajo de la manta. Extendió el saco sobre las ramas de manera que los pies estuviesen contra el tronco y la cabeza descansara sobre la muralla rocosa. Luego volvió a entrar en la cueva para recoger sus mochilas; pero Pilar le dijo:

—Esas pueden dormir conmigo como anoche.

—¿No se van a poner centinelas? —preguntó Jordan—. La noche está clara y la tormenta ha pasado.

—Irá Fernando —había dicho Pilar.

María estaba en el fondo de la cueva y Robert Jordan no podía verla.

—Buenas noches a todo el mundo —había dicho—. Voy a dormir.

De los que estaban ocupados extendiendo las mantas y los bultos en el suelo, frente al hogar, echando atrás mesas y asientos de cuero, para dejar espacio y acomodarse, sólo Primitivo y Andrés levantaron la cabeza para decir:

—Buenas noches.

Anselmo estaba ya dormido en un rincón, tan bien envuelto en su capa y en su manta, que ni siquiera se le veía la punta de la nariz. Pablo dormía en su sitio.

—¿Quieres una piel de cordero para tu cama? —preguntó Pilar en voz baja a Robert Jordan.

—No. Muchas gracias. No me hace falta.

—Que duermas a gusto —dijo ella—. Yo respondo de tu material.

Fernando había salido con él. Se había detenido un instante en el lugar donde Jordan había extendido el saco de dormir.

—¡Qué idea más rara la de dormir al sereno, don Roberto! —había dicho, de pie, en la oscuridad, envuelto en su capote hasta las cejas y con la carabina sobresaliendo por detrás de la espalda.

—Tengo costumbre de hacerlo así. Buenas noches.

—Desde el momento en que tiene usted la costumbre…

—¿Cuándo es el relevo?

—A las cuatro.

—Va a pasar usted mucho frío de aquí a entonces.

—Tengo costumbre —dijo Fernando.

—Desde el momento en que tiene usted costumbre… —había respondido cortésmente Robert Jordan.

—Sí —había dicho Fernando—, y ahora tengo que irme allá arriba. Buenas noches, don Roberto.

—Buenas noches, Fernando.

Luego Robert Jordan se hizo una almohada con la ropa que se había quitado, se metió en el saco y, allí tumbado, se puso a esperar. Sentía la elasticidad de las ramas bajo la cálida suavidad del saco acolchado, y con el corazón palpitándole y los ojos fijos en la entrada de la cueva, más allá de la nieve, esperaba.

La noche era clara y su cabeza estaba tan fría y tan clara como el aire. Respiraba el olor de las ramas de pino bajo su cuerpo, de las agujas de pino aplastadas y el olor más vivo de la resina que rezumaba de las ramas cortadas. Y pensó: «Pilar y el olor de la muerte. A mí, el olor que me agrada es este. Este y el del trébol recién cortado y el de la salvia con las hojas aplastadas por mi caballo cuando cabalga detrás del ganado, y el olor del humo de la leña y de las hojas que se queman en el otoño. Ese olor, el de las humaredas que se levantan de los montones de hojas alineados a lo largo de las calles de Missoula, en el otoño, debe ser el olor de la nostalgia. ¿Cuál es el que tú prefieres? ¿El de las hierbas tiernas con que los indios tejen sus cestos? ¿El del cuero ahumado? ¿El olor de la tierra en primavera, después de un chubasco? ¿El del mar que se percibe cuando caminas entre los tojos en Galicia? ¿O el del viento que sopla de tierra al acercarse a Cuba en medio de la noche? Ese olor es el de los cactus en flor, el de las mimosas y el de las algas. ¿O preferirías el del tocino, friéndose para el desayuno, por las mañanas, cuando estás hambriento? ¿O el del café? ¿O el de una manzana Jonathan, cuando hincas los dientes en ella? ¿O el de la sidra en el trapiche? ¿O el del pan sacado del horno? Debes de tener hambre». Así pensó y se tumbó de costado y observó la entrada de la cueva a la luz de las estrellas, que se reflejaban en la nieve.

Alguien salió por debajo de la manta y Jordan pudo ver una silueta que permanecía de pie junto a la entrada de la cueva. Oyó deslizarse a alguien sobre la nieve y pudo ver que la silueta volvía a agacharse y entraba en la cueva.

«Supongo que no vendrá antes que estén todos dormidos. Es una pérdida de tiempo. La mitad de la noche ha pasado ya. ¡Oh, María! Ven pronto, María; nos queda poco tiempo». Oyó el ruido sordo de la nieve que caía de una rama. Soplaba un viento ligero. Lo sentía sobre su rostro. Una angustia súbita le acometió ante la idea de que pudiera no llegar. El viento que se iba levantando, le recordaba que pronto llegaría la madrugada. Continuaba cayendo nieve de las ramas al mover el viento las copas de los árboles.

«Ven ahora, María. Ven, te lo ruego; ven en seguida. Ven ahora. No esperes. Ya no vale la pena que esperes a que se duerman los demás».

Entonces la vio llegar, saliendo de debajo de la manta que cubría la entrada de la cueva. Se quedó parada un instante, y aunque estaba seguro de que era la muchacha, no podía ver lo que estaba haciendo. Silbó suavemente. Seguía casi escondida junto a la entrada de la cueva, entre las sombras que proyectaba la roca. Por fin se acercó corriendo, con sus largas piernas sobre la nieve. Y un instante después estaba allí, de rodillas, junto al saco, con la cabeza apretada contra la suya quitándose la nieve de los pies. Le besó y le tendió un paquete.

—Ponlo con tu almohada —le dijo—; me he quitado la ropa para ganar tiempo.

—¿Has venido descalza por la nieve?

—Sí —dijo ella—; sólo con mi camisón de boda.

La apretó entre sus brazos y ella restregó su cabeza contra su barbilla.

—Aparta los pies; los míos están muy fríos, Roberto.

—Ponlos aquí y se te calentarán.

—No, no —dijo ella—. Ya se calentarán solos. Pero ahora dime en seguida que me quieres.

—Te quiero.

—¡Qué bonito! Dímelo otra vez.

—Te quiero, conejito.

—¿Te gusta mi camisón de boda?

—Es el mismo de siempre.

—Sí. El de anoche. Es mi camisón de boda.

—Pon tus pies aquí.

—No. Eso sería abusar. Ya se calentarán solos. No tengo frío. La nieve los ha enfriado y tú los sentirás fríos. Dímelo otra vez.

—Te quiero, conejito.

—Yo también te quiero y soy tu mujer.

—¿Están dormidos?

—No —respondió ella—; pero no pude aguantar más. Y además, ¿qué importa?

—Nada —dijo él. Y sintiendo la proximidad de su cuerpo, esbelto, cálido y largo, añadió—: Nada tiene importancia.

—Ponme las manos sobre la cabeza —dijo ella— y déjame ver si sé besarte.

Preguntó luego:

—¿Lo he hecho bien?

—Sí —dijo él—; quítate el camisón.

—¿Crees que tengo que hacerlo?

—Sí, si no vas a sentir frío.

—¡Qué va! Estoy ardiendo.

—Yo también; pero después puedes sentir frío.

—No. Después seremos como un animalito en el bosque, y tan cerca el uno del otro, que ninguno podrá decir quién es quién. ¿Sientes mi corazón latiendo contra el tuyo?

—Sí. Es uno sólo.

—Ahora, siente. Yo soy tú y tú eres yo, y todo lo del uno es del otro. Y yo te quiero; sí, te quiero mucho. ¿No es verdad que no somos más que uno? ¿Te das cuenta?

—Sí —dijo él—. Así es.

—Y ahora, siente. No tienes más corazón que el mío.

—Ni piernas ni pies ni cuerpo que no sean los tuyos.

—Pero somos diferentes —dijo ella—. Quisiera que fuésemos enteramente iguales.

—No digas eso.

—Sí. Lo digo. Era una cosa que quería decirte.

—No has querido decirlo.

—Quizá no —dijo ella, hablando quedamente, con la boca pegada a su hombro—. Pero quizá sí. Ya que somos diferentes, me alegro de que tú seas Roberto y yo María. Pero si tuviera que cambiar alguna vez, a mí me gustaría cambiarme por ti. Quisiera ser tú; porque te quiero mucho.

—Pero yo no quiero cambiar. Es mejor que cada uno sea quien es.

—Pero ahora no seremos más que uno, y nunca existirá el uno separado del otro. —Luego añadió—: Yo seré tú cuando no estés aquí. ¡Ay, cuánto te quiero… y tengo que cuidar de ti!

—María…

—Sí.

—María…

—Sí.

—María…

—Sí, por favor.

—¿No tienes frío?

—No. Tápate los hombros con la manta.

—María…

—No puedo hablar.

—Oh, María, María, María.

Volvieron a encontrarse más tarde, uno junto al otro, con la noche fría a su alrededor, sumergidos en el calor del saco y la cabeza de María rozando la mejilla de Robert Jordan. La muchacha yacía tranquila, dichosa, apretada contra él. Entonces ella le dijo suavemente:

—¿Y tú?

—Como tú —dijo él.

—Sí —convino ella—; pero no ha sido como esta tarde.

—No.

—Pero me gustó más. No hace falta morir.

—Ojalá —dijo él—. Confío en que no.

—No quise decir eso.

—Lo sé. Sé lo que quisiste decir. Los dos queremos decir lo mismo.

—Entonces, ¿por qué has dicho eso en vez de lo que yo decía?

—Porque para un hombre es distinto.

—Entonces me alegro mucho de que seamos diferentes.

—Y yo también —dijo él—; pero he entendido lo que querías decir con eso de morirse. Hablé como hombre por la costumbre. He sentido lo mismo que tú.

—Hables como hables y seas como seas, es así como te quiero.

—Y yo te quiero a ti y adoro tu nombre, María.

—Es un nombre vulgar.

—No —dijo él—. No es vulgar.

—¿Dormimos ahora? —preguntó ella—. Yo me dormiría en seguida.

—Durmamos —dijo él sintiendo la cercanía del cuerpo esbelto y cálido junto a sí, reconfortante, sintiendo que desaparecía la soledad mágicamente, por el simple contacto de costados, espaldas y pies, como si todo aquello fuese una alianza contra la muerte. Y susurró—: Duerme a gusto, conejito.

Y ella:

—Ya estoy dormida.

—Yo también voy a dormirme —dijo él—. Duerme a gusto, cariño.

Luego se quedó dormido, feliz en su sueño.

Pero se despertó durante la noche y la apretó contra sí como si ella fuera toda la vida y se la estuviesen arrebatando. La abrazaba y sentía que ella era toda la vida y que era verdad. Pero ella dormía tan plácida y profundamente, que no se despertó. Así es que él se volvió de costado y le cubrió la cabeza con la manta, besándola en el cuello. Tiró de la correa que sujetaba la pistola en la muñeca, de modo que pudiera alcanzarla fácilmente, y se quedó allí pensando en la quietud de la noche.