«ESTO ES COMO UN TIOVIVO —pensó Robert Jordan—. No es un tiovivo como esos que giran alegremente a los sones de un organillo, con los chicos montados sobre vacas de cuernos dorados, donde hay sortijas que se ensartan con bastones al pasar, a la luz vacilante del gas, en las primeras sombras que caen sobre la Avenida del Maine; uno de esos tiovivos instalados entre un puesto de pescado frito y una barraca en la que gira la Rueda de la Fortuna, con las tiras de cuero golpeando los compartimientos numerados y las pirámides de terrones de azúcar, que sirven como premio. No, no es esa clase de tiovivo, aunque haya gente esperando aquí, igual que esperan allí los hombres con las gorras caladas y las mujeres con sus chaquetas de punto, descubierta la cabeza y brillando el cabello a la luz del gas, mientras contemplan fascinadas la Rueda de la Fortuna que da vueltas. Esta es otra clase de rueda y gira en sentido vertical. Esta rueda ha dado ya dos vueltas. Es una rueda muy grande, sujeta por un compás, y cada vez que gira vuelve al punto de partida. Uno de sus lados es más alto que el otro, y cuando vuelve a descender os encontráis en el lugar de partida. No tiene premios de ninguna clase, y nadie montaría en ella por gusto. Se encuentra uno arriba y tiene que dar la vuelta sin haber abrigado la menor intención de subirse a ella. No hay más que una sola vuelta, grande, elíptica, que nos eleva y nos deja caer después, volviendo al lugar de donde partimos. Henos aquí de vuelta otra vez sin que nada se haya solucionado».
Hacía calor en la cueva y fuera el viento había amainado. Jordan estaba sentado a la mesa, con su cuaderno ante él, calculando la parte técnica de la explosión del puente. Hizo tres dibujos, calculó las fórmulas y señaló el método de explosión en dos dibujos tan sencillos como los dibujos de las escuelas de párvulos, para que Anselmo pudiese terminar el trabajo en el caso en que a él le ocurriera algún accidente durante el proceso de la demolición. Acabó los dibujos y los estudió.
María, sentada junto a él, le miraba por encima del hombro. Jordan se daba cuenta de la presencia de Pablo al otro lado de la mesa y de la presencia de los otros, que charlaban y jugaban a las cartas. Vio asimismo que los olores de la cueva habían cambiado; ya no eran los de la comida y la cocina, sino que estaban hechos de humo, tabaco, vino tinto y el olor agrio y descarado de los cuerpos. Cuando María, que le miraba mientras concluía su dibujo, puso su mano sobre la mesa, Jordan la cogió, la levantó hasta la altura de su rostro y respiró el olor de agua y jabón basto que había usado la muchacha para fregar la vajilla. Volvió a dejar la mano en la mesa, sin mirarla, y como siguió trabajando no vio que la muchacha se sonrojaba. María dejó la mano en el mismo sitio, cerca de la de él, pero Jordan no volvió a cogerla.
Había terminado el plan de la demolición y pasó a otra página para redactar las instrucciones. Pensaba fácilmente y con claridad, y lo que estaba escribiendo le complacía. Llenó dos páginas del cuaderno y las releyó atentamente.
«Creo que eso es todo —se dijo—. Está muy claro y no creo que haya dejado lagunas. Los dos puestos serán destruidos y el puente volará conforme a las instrucciones de Golz; y hasta ahí llega mi responsabilidad. Nunca debiera haberme embarcado en esta historia de Pablo. Eso se arreglará de una manera o de otra. Tendremos a Pablo, o no tendremos a Pablo. En todo caso, no me importa nada. Pero lo que no haré será volver a subirme al tiovivo. Me he subido dos veces y dos veces, después de dar la vuelta, me he encontrado en el punto de partida. No me subiré más».
Cerró el cuaderno y miró a María.
—Hola, guapa —le dijo—. ¿Has comprendido algo de esto?
—No, Roberto —dijo la muchacha, y puso su mano sobre la de él, que aún tenía el lápiz entre sus dedos—. ¿Has acabado?
—Sí, ahora todo queda explicado y organizado.
—¿Qué es lo que haces, inglés? —preguntó Pablo al otro lado de la mesa. Sus ojos estaban de nuevo turbios.
Jordan le miró atentamente. «No te subas a la rueda. No te subas a la rueda, porque creo que va a comenzar a dar la vuelta».
—Estaba estudiando el asunto del puente —respondió con amabilidad.
—¿Y cómo va eso? —preguntó Pablo.
—Muy bien —contestó Jordan—. Todo marcha muy bien.
—Yo he estado estudiando la cuestión de la retirada —dijo Pablo, y Robert Jordan escrutó sus ojos de cerdo borracho y luego miró el cuenco de vino. Estaba casi vacío.
«Mantente lejos de la rueda; está empezando a beber. Claro, pero yo no volveré a subirme a esa rueda. ¿No se dice que Grant estuvo borracho la mayor parte del tiempo que duró la guerra civil? Por supuesto, estaba borracho. Pero Grant se sentiría furioso con la comparación si pudiera ver a Pablo. Además, Grant fumaba habanos. Sería conveniente encontrar un habano para Pablo. Era lo que hacía falta para completar su rostro: un habano a medio masticar. ¿Podría encontrarse un habano para Pablo?».
—¿Y qué tal marcha eso? —preguntó cortésmente Robert.
—Muy bien —contestó Pablo sesudamente, moviendo la cabeza con dificultad—. Muy bien.
—¿Has pensado algo? —preguntó Agustín, desde el rincón en que se encontraba jugando a las cartas.
—Sí —contestó Pablo—. He pensado algunas cosas.
—¿Y dónde las has encontrado? ¿En esa vasija? —intervino Agustín.
—Puede ser —repuso Pablo—. ¿Quién sabe? María, lléname el cuenco; haz el favor.
—En el odre debe de haber buenas ideas —dijo Agustín, volviendo a sus cartas—. ¿Por qué no te dejas caer dentro y las buscas?
—No —dijo Pablo calmosamente—. Las busco en la vasija.
«Tampoco él sube a la rueda —pensó Jordan—. La rueda tiene que girar sola en estos momentos. No creo que pueda cabalgarse en ella mucho tiempo seguido. Probablemente es la Rueda de la Muerte. Me alegro de que la hayamos abandonado. Me he subido dos veces y ya me estaba mareando. Pero los borrachos, los miserables y los realmente crueles siguen en ella hasta morir. La ruedecita sube y baja y el movimiento no es nunca igual al anterior. Déjala girar. Lo que es a mí, no volverán a hacerme subir. No, mi general; he desechado esa rueda, general Grant».
Pilar estaba sentada junto al fuego, con la silla vuelta de manera que podía ver por encima del hombro a los dos jugadores, que le volvían la espalda. Estaba observando el juego.
«Lo más raro de aquí es la transición de la muerte a la vida familiar. Cuando esa maldita rueda desciende es cuando te atrapa. Pero yo me he apartado de ella. Nadie podrá obligarme a subir de nuevo», estaba pensando Robert. «Hace dos días ni siquiera sabía que Pilar, Pablo y los otros existieran. No había nada parecido a María en este mundo. Era seguramente un mundo más sencillo. Yo había recibido de Golz instrucciones claras que parecían perfectamente hacederas, aunque presentaban ciertas dificultades y arrastraban ciertas consecuencias. Creía que, una vez demolido el puente, volvería a las líneas o no volvería a ellas. Si tenía que volver, llevaba intención de pedir un permiso para pasarme unos días en Madrid. No se dan permisos en esta guerra, pero creo que hubiera podido conseguir dos o tres días en Madrid».
En Madrid se proponía comprar algunos libros, ir al Hotel Florida, tomar una habitación y darse un baño bien caliente. Enviaría a Luis, el portero, en busca de una botella de ajenjo, si era posible encontrar alguna en las Mantequerías Leonesas o en cualquier otro sitio cerca de la Gran Vía, y se quedaría acostado, leyendo, después del baño, y bebiendo un par de copas de ajenjo. Después telefonearía al Gaylord, para preguntar si podía ir a comer allí.
No le gustaba comer en la Gran Vía, porque la comida no era realmente buena, y además había que llegar pronto si se quería comer algo. Y también había por allí demasiados periodistas que él conocía y no le gustaba quedarse con la boca cerrada. Tenía ganas de beber unos ajenjos y de charlar en confianza. Iría, por tanto, al Gaylord, a cenar con Karkov, porque en el Gaylord tenían cerveza auténtica y uno podía enterarse de los últimos acontecimientos de la guerra.
La primera vez que llegó a Madrid no le gustó el Gaylord, el hotel de Madrid en que se habían instalado los rusos, porque el lugar le pareció demasiado lujoso, la comida demasiado buena para una ciudad sitiada y la charla demasiado cínica para una guerra. «Pero me dejé corromper fácilmente. ¿Por qué no comer lo mejor que se pueda cuando se vuelve de una misión como esta?». Y la charla que había encontrado demasiado cínica la primera vez que la había compartido, resultó desgraciadamente demasiado veraz. «Cuando acabe con esto, tendré muchas cosas que contar en el Gaylord. Sí, cuando acabe con esto».
¿Podía llevar a María al Gaylord? No, no podía. Pero la dejaría en el hotel, donde ella tomaría un baño caliente y la encontraría lista al volver del Gaylord. Sí, podría hacerlo así. Luego le hablaría de ella a Karkov y podría llevarla más tarde para que la conociesen, porque tendrían curiosidad y querrían conocer a la muchacha.
Quizá no fuera ni siquiera al Gaylord. Podrían comer temprano en la Gran Vía y arreglárselas para volver pronto al Florida. «Pero tú sabes que irás al Gaylord, porque tienes muchos deseos de volver a ver todo aquello; tienes ganas de comer de nuevo aquellos platos y quieres ver de nuevo todo ese lujo y ese bienestar cuando acabes con tu misión. Después volverás al Florida y María estará allí. Pues te esperará. Te esperará, sí, cuando este asunto se termine. Si logro salir de este asunto me habré ganado el derecho a una comida en el Gaylord».
El Gaylord era el lugar en donde se encontraban los famosos generales campesinos y obreros, que, sin ninguna preparación militar, habían surgido del pueblo para tomar las armas a comienzos de la guerra, y muchos de ellos hablaban ruso. Esa fue su primera desilusión unos meses antes y se había hecho a sí mismo algunas observaciones irónicas a propósito de ello. Pero más tarde se dio cuenta de cómo habían sucedido las cosas, y le pareció bien. Eran, en efecto, campesinos y obreros que habían tomado parte en la revolución de 1934 y que tuvieron que huir del país cuando fracasó; en Rusia los enviaron a la escuela militar y al Instituto Lenin, dirigido por el Komintern, con el fin de prepararlos para los próximos combates y darles la instrucción necesaria para ejercer un mando.
El Komintern se había preocupado de su instrucción. En una revolución no se puede reconocer delante de gente extraña que se ha recibido ayuda de estos o de aquellos, ni conviene saber más de lo que corresponde. Eso era algo que él había aprendido. Si una cosa es fundamentalmente justa, importa poco que se mienta. Pero se mentía mucho. Al principio no le había gustado la mentira. Odiaba la mentira. Más tarde empezó a gustarle. Era un signo de que ya no era un extraño, pero la mentira acababa siempre por corromper.
Era en el Gaylord donde uno podía enterarse de que Valentín González, llamado el Campesino, no fue nunca un campesino, sino un antiguo sargento de la Legión Extranjera que desertó y había combatido junto a Abd-el-Krim. Bueno, no había nada malo en ello; ¿por qué había de haberlo? Era preciso contar con jefes campesinos dispuestos en aquella clase de guerra, y un verdadero jefe campesino corría el peligro de parecerse demasiado a Pablo. No se podía aguardar la llegada del verdadero jefe campesino, y, por lo demás, quizá tuviera demasiados rasgos campesinos cuando se le encontrara. Por consiguiente, había que fabricarse uno. Por lo que había visto del Campesino, con su barba negra, sus gruesos labios de mulato y sus ojos de mirada fija y febril, Jordan se decía que debía de ser tan difícil de manejar como un verdadero jefe campesino. La última vez que le vio parecía haberse tragado su propia propaganda y creerse que era realmente un campesino. Era un hombre decidido y valiente; no había otro más valiente en todo el mundo. Pero, Dios, hablaba demasiado. Y cuando se acaloraba decía lo que le venía a la lengua, sin preocuparse de las consecuencias de su indiscreción. Las consecuencias habían sido ya considerables. Era, no obstante, un maravilloso jefe de brigada, en los momentos en que todo parecía estar perdido. Porque él no sabía nunca cuándo estaba todo perdido y aunque todo hubiera estado perdido, él hubiera sabido cómo salir del paso.
En el Gaylord se encontraba uno también con el albañil Enrique Líster, de Galicia, que mandaba una división y que hablaba ruso. Y se encontraba allí uno también con el ebanista Juan Modesto, de Andalucía, a quien se le acababa de confiar un cuerpo de ejército. No había sido precisamente en el Puerto de Santa María donde aprendió el ruso, aunque hubiera sido capaz de haber habido allí una escuela Berlitz para uso de ebanistas. De todos los jóvenes militares, era el hombre en quien más confiaban los rusos, porque era un verdadero hombre de partido al ciento por ciento, como decían los rusos, orgullosos de utilizar este término tan americano. Modesto era mucho más inteligente que Líster y el Campesino.
Sí, el Gaylord era el sitio adonde había que ir para completar uno su educación. Uno se enteraba allí de cómo iban las cosas y no de cómo se decía que iban. Y en cuanto a él, no había hecho más que comenzar su propia educación. Se preguntaba si le quedaría tiempo para completarla. El Gaylord era una buena cosa. Era lo que necesitaba. Al principio, en el tiempo en que aún creía en todas aquellas tonterías, el Gaylord le había impresionado. Pero ahora sabía lo suficiente cómo aceptar la necesidad de todas las mentiras, y lo que aprendía en el Gaylord no hacía más que robustecer su fe en la que él tenía como la verdad. Estaba contento sabiendo cómo pasaban realmente las cosas y no cómo se suponía que tendrían que pasar. Se miente siempre en las guerras, pero la verdad de Líster, Modesto y el Campesino valía más que todas las mentiras y todas las leyendas. Bueno, un día se les diría a todos la verdad. Y mientras tanto, estaba satisfecho de que hubiese un Gaylord en donde él pudiera aprender por cuenta propia.
Sí, ese era el sitio adonde iría en Madrid, después de haberse comprado unos libros, haberse dado un baño caliente, haberse bebido un par de tragos y haber leído un poco. Pero todo aquello lo había planeado antes de que María entrase en el juego. Bueno, podrían tener dos habitaciones y ella podría hacer lo que quisiera mientras él iba al Gaylord y volvía a buscarla.
María había estado esperando en las montañas todo aquel tiempo. Podría aguardar un poco más en el Hotel Florida.
Dispondrían para ellos de tres días en Madrid. Tres días es mucho tiempo. Podría llevarla a ver a los hermanos Marx, en «Una noche en la Opera». Aquella película la habían estado proyectando tres meses y seguramente seguirían proyectándola tres meses más. A María le gustarían los hermanos Marx en la Opera. Sí, seguro que le gustarían.
Había desde el Gaylord un buen trecho hasta aquella cueva. No, en realidad no había tanta distancia. La distancia realmente grande era la del regreso de aquella cueva hasta el Gaylord. Había estado con Kashkin por vez primera en el hotel, y no le gustó. Kashkin le había llevado porque quería presentarle a Karkov, y quería presentarle a Karkov porque Karkov deseaba conocer norteamericanos y porque era un gran admirador de Lope de Vega, el mayor admirador de Lope de Vega en el mundo y decía que Fuenteovejuna era el drama más grande que se había escrito. Puede que fuera verdad, aunque Jordan no pensaba lo mismo.
Le había gustado Karkov, pero no el lugar. Karkov era el hombre más inteligente que había conocido. Calzaba botas negras de montar, pantalón gris y chaqueta gris también. Tenía las manos y los pies pequeños y un rostro y un cuerpo delicados, y una manera de hablar que rociaba de saliva a uno, porque tenía la mitad de los dientes estropeados. A Robert Jordan se le antojó un tipo cómico cuando le vio por vez primera. Pero descubrió en seguida que tenía más talento y más dignidad interior, más insolencia y más humor que cualquier otro hombre que hubiera conocido.
El Gaylord le había parecido de un lujo y una corrupción indecentes. Pero ¿por qué los representantes de una potencia que gobernaba la sexta parte del mundo no podían gozar de algunas cosas agradables? Bueno, gozaban de ellas y Jordan, molesto al principio, había acabado por aceptarlo y hasta por verlo con agrado. Kashkin le había presentado a él como un tipo magnífico, y Karkov empezó desplegando con él una cortesía impertinente. Pero luego, como Jordan no se las dio de héroe, sino que se puso a contar una historia muy divertida y escabrosa en la que no quedaba en muy buen lugar, Karkov pasó de la cortesía a una franqueza grosera y luego a una insolencia abierta, hasta que acabaron haciéndose buenos amigos.
Kashkin no era más que tolerado en aquel lugar. Había ciertamente un punto oscuro en su pasado y vino a España a hacer méritos. No quisieron decirle en qué consistía, pero quizá se lo dijeran ahora, ahora que Kashkin había muerto. Fuera como fuera, Karkov y él se habían hecho grandes amigos, y él también había hecho amistad con aquella mujer asombrosa, aquella mujercita morena, flaca, siempre fatigada, amorosa, nerviosa, despojada de toda amargura, aquella mujer de cuerpo esbelto, poco cuidadosa de sí misma, aquella mujer de cabellos negros, cortos, entrecanos, que era la mujer de Karkov y que servía como intérprete en la unidad de tanques. También se había hecho amigo de la amante de Karkov, que tenía ojos de gato, cabellos de oro rojizo, más rojos o más dorados, según el peluquero de turno, un cuerpo perezoso y sensual, hecho para amoldarse con otro cuerpo, una boca hecha para moldearse con otra boca y una cabeza estúpida, una mujer extremadamente ambiciosa y extremadamente leal. Aquella mujer gustaba de chismes y se entregaba pasajeramente a otros amores, cosa que parecía divertir a Karkov. Se contaba que Karkov tenía otra mujer más, aparte la de la unidad de tanques, o quizá dos, pero nadie lo sabía con certeza. A Robert Jordan le gustaban mucho tanto la mujer, a la que conocía, como la amante. Pensaba que probablemente también le gustaría la otra, de conocerla, concediendo que la hubiese. Karkov tenía buen gusto en materia de mujeres.
Había centinelas con la bayoneta calada delante de la puerta cochera del Gaylord y sería aquella noche el lugar más confortable del Madrid sitiado. Le gustaría estar allí, en vez de donde se encontraba, aunque, después de todo, se estaba bien, ahora que la rueda se había parado. Y la nieve se estaba parando también.
Le gustaría presentar a María a Karkov; pero no podría llevarla al Gaylord sin pedir permiso, y habría que averiguar antes cómo iban a recibirle después de aquella expedición. Golz estaría allí en cuanto el ataque hubiese terminado, y si Jordan había trabajado bien, todo el mundo lo sabría por Golz. Golz se burlaría de él a causa de María. Sobre todo después de lo que había oído decir a Jordan a propósito de su falta de interés por las chicas.
Se inclinó para llenar su taza de vino en la vasija que había delante de Pablo, diciendo: «Con tu permiso».
Pablo asintió con la cabeza. «Está metido en sus planes militares, supongo», pensó Robert Jordan. «No quiere buscar una efímera fama en la boca del cañón, sino la solución de algún problema en el fondo de la botella. De cualquier manera, el marrajo ha debido de ser sumamente astuto para haber conseguido llevar adelante con éxito esta banda durante tanto tiempo». Miró a Pablo y se preguntó qué jefe de guerrilla habría sido en la guerra civil de los Estados Unidos. «Hubo montañas en ella», pensó; «pero sabemos muy pocas cosas sobre ellos». No se trataba de los Quantrill, ni de los Mosby, ni de su propio abuelo; sino de los pequeños, de los que operaban en los bosques. Y por lo que se refería a la bebida, ¿fue Grant realmente un borracho? Su abuelo decía que lo fue. Grant estaba siempre un poco bebido hacia las cuatro de la tarde, decía, y en Vicksburg, cuando el asedio, estuvo completamente borracho durante dos días. Pero el abuelo decía que funcionaba de un modo enteramente normal aunque hubiese bebido. Lo difícil era despertarle. Pero si se lograba despertarle, entonces se conducía con entera normalidad.
Hasta el momento no había habido ningún Grant ni ningún Sherman ni ningún Stonewall Jackson en ninguno de los dos bandos de la guerra. No, ni siquiera ningún Jeb Stuart. Ni siquiera un Sheridan. Pero había habido montañas de MacClellans. Los fascistas poseían muchos y nosotros teníamos tres por lo menos.
No había visto ningún genio militar en aquella guerra. Ni uno. Ni cosa que se le pareciera ni por el forro.
Kleber, Lucasz y Hans habían trabajado bien por su parte durante la defensa de Madrid con las brigadas internacionales y luego estaba aquel viejo calvo, con gafas, engreído y estúpido, como una lechuza, incapaz de mantener una conversación, valeroso y pesado como un toro, el viejo Miaja, con una reputación hecha a golpes de propaganda y tan celoso de la publicidad que le debía a Kleber, que obligó a los rusos a relevarle del mando y enviarle a Valencia. Kleber era un buen soldado, aunque limitado, y hablaba mucho para el puesto que ocupaba. Golz era un buen general, un buen soldado, pero siempre se le mantuvo en una posición subalterna y nunca se le dejó libertad de acción. Este ataque era el asunto más importante que había tenido entre sus manos hasta el presente. Y Robert Jordan no estaba muy contento con lo que había sabido del ataque. Después estaba Gall, el húngaro, que debería haber sido fusilado de ser ciertas la mitad de las cosas que se contaban de él en el Gaylord. Y aunque sólo fueran ciertas un diez por ciento, pensó Robert Jordan.
Hubiera querido ver la batalla en la meseta más allá de Guadalajara, donde fueron derrotados los italianos. Pero entonces estaba él en Extremadura. Hans se lo contó una noche en el Gaylord, haciéndoselo ver todo con la mayor claridad, y de eso hacía dos semanas. Hubo un momento en que todo estaba perdido, cuando los italianos rompieron las líneas cerca de Trijueque. Si la carretera de Torija-Brihuega hubiera sido cortada, habría quedado copada la Brigada 12. Pero, sabiendo que teníamos que entendérnosla con italianos, le había dicho Hans, nos arriesgamos a una maniobra que hubiera sido injustificada con cualquiera otra clase de tropas. Y tuvo éxito.
Hans se lo había explicado todo con sus mapas de batalla. Siempre los llevaba consigo, y parecía aún maravillado y feliz de aquel milagro. Hans era un buen soldado y un buen compañero. Las tropas de Líster, de Modesto y del Campesino se comportaron bien en aquella batalla, le había dicho Hans. El mérito correspondía a los jefes y a la disciplina que los jefes imponían. Pero Líster, el Campesino y Modesto habían ejecutado varias de las maniobras que aconsejaron los militares rusos. Parecían alumnos pilotos que condujesen un avión de doble mando, de manera que el profesor pudiera intervenir si el alumno cometía un error. En fin, aquel año se pondría en claro todo lo que hubiesen aprendido. Al cabo de cierto tiempo no habría doble mando y se les vería manejar entonces divisiones y cuerpos de ejército enteramente solos.
Eran comunistas y tenían sentido de la disciplina. La disciplina que ellos implantaban haría buenos soldados. Líster era feroz en eso. Era un verdadero fanático y tenía por la vida humana un desprecio español. En muy pocos ejércitos desde la invasión del Occidente por los tártaros, se había ejecutado sumariamente a los hombres por motivos tan insignificantes como bajo su mando. Pero sabía cómo hacer de una división una unidad de combate. Porque una cosa era mantener una posición. Otra, atacarla y tomarla, y otra muy distinta hacer maniobrar a un ejército en campaña, se decía Robert Jordan, sentado junto a la mesa. «Por lo que he visto, me gustaría ver cómo se las bandea Líster cuando se supriman los dobles mandos. Pero quizá no se supriman —pensó—. Falta saber si se suprimirán. O si acaso son reforzados. Me pregunto cuál es la postura rusa en todo eso. Hay que ir al Gaylord para saberlo. Hay montones de cosas que quiero saber y que no sabré más que en el Gaylord».
Durante algún tiempo creyó que el Gaylord le hacía daño. Era lo contrario del comunismo puritano a estilo religioso de Velázquez 63, el palacete madrileño transformado en cuartel general de la brigada internacional. En Velázquez 63 uno se sentía miembro de una orden religiosa. La atmósfera del Gaylord estaba muy alejada de la sensación que se experimentaba en el cuartel general del Quinto Regimiento antes que fuera disuelto y repartido entre las brigadas del nuevo ejército.
Allí se tenía la sensación de participar en una cruzada. Era la única palabra que podía utilizarse, aunque se hubiera utilizado y se hubiera abusado tanto de ella, que estaba resobada y había perdido ya su verdadero sentido. Uno tenía la impresión allí, a pesar de toda la burocracia, la incompetencia y las bregas de los partidos, como la que se espera tener y luego no se tiene el día de la primera comunión: el sentimiento de la consagración a un deber en defensa de todos los oprimidos del mundo, un sentimiento del que resulta tan embarazoso hablar como de la experiencia religiosa, un sentimiento tan auténtico, sin embargo, como el que se experimenta al escuchar a Bach o al mirar la luz que se cuela a través de las vidrieras en la catedral de Chartres, o en la catedral de León, o mirando a Mantegna, El Greco o Brueghel en el Prado. Era eso lo que permitía participar en cosas que podía uno creer enteramente y en las que se sentía uno unido en entera hermandad con todos los que estaban comprometidos en ellas. Era algo que uno no había conocido antes aunque lo experimentaba y que concedía una importancia a aquellas cosas y a los motivos que las movían, de tal naturaleza que la propia muerte de uno parecía absolutamente insignificante, algo que sólo había que evitar porque podía perjudicar el cumplimiento del deber. Pero lo mejor de todo era que uno podía hacer algo por ese sentimiento y a favor de él. Uno podía luchar.
«Así es que has luchado», se dijo. Y en la lucha ese sentimiento de pureza se pierde entre los que sobreviven y se hacen buenos combatientes. Nunca dura más de seis meses.
La defensa de una ciudad es una forma de la guerra en la que se puede tener semejante sensación. La batalla de la Sierra había sido así. Allí lucharon con la verdadera camaradería de la revolución. Allí arriba, cuando hubo que reforzar la disciplina, él había comprendido y aprobado. Bajo los bombardeos algunos hombres huyeron por miedo. Él vio cómo los fusilaban y los dejaban hincharse, muertos, al borde de la carretera, sin que nadie se preocupase de ellos si no era para quitarles las municiones y los objetos de valor. Quitarles las municiones, las botas y los chaquetones de cuero era cosa ordinaria. Despojarlos de los objetos de valor era una cosa práctica. Así era el único medio de impedir que los cogieran los anarquistas.
Parecía justo y necesario fusilar a los fugitivos. No había nada malo en ello. La fuga era egoísta. «Los fascistas habían atacado y nosotros los habíamos detenido en aquella ladera de las montañas del Guadarrama, con sus rocas grises, sus pinos enanos y sus tojos. Resistimos en la carretera bajo las bombas de los aviones y luego bajo los obuses, cuando trajeron la artillería, y por la noche, los supervivientes contraatacaron y los obligaron a retroceder. Más tarde, cuando los fascistas intentaron deslizarse por la izquierda, colándose entre las rocas y los árboles, nosotros aguantamos en el Clínico, disparando desde las ventanas y el tejado, aunque ellos lograron infiltrarse por los dos lados y supimos entonces lo que era estar cercados, hasta el momento en que el contraataque los rechazó de nuevo, más allá de la carretera.
»En medio de todo aquello, entre el miedo que reseca la boca y la garganta, entre el polvo levantado por los escombros y el pánico de la pared que se derrumba, tirándose uno al suelo entre el fulgor y el estrépito de una granada, limpiando una ametralladora, apartando a los que la servían, que yacen con la cara contra el suelo cubierto de cascotes, protegiendo la cabeza para tratar de arreglar el cargador encasquillado, sacando el cargador roto, enderezando las cintas, pegándose luego al suelo detrás del refugio, barriendo después con la ametralladora la carretera, hiciste lo que tenías que hacer y sabías que estabas en lo cierto. Entonces conociste el éxtasis de la batalla, con la boca seca y con el terror que apunta, aun sin llegar a dominar, y luchaste aquel verano y aquel otoño por todos los pobres del mundo, contra todas las tiranías, por todas las cosas en las que creías y por un mundo nuevo, para el que tu educación te había preparado. Aquel invierno aprendiste a sufrir y a despreciar el sufrimiento en los largos períodos de frío, de humedad y barro, de cavar y construir fortificaciones. Y la sensación del verano y del otoño desaparecía bajo el cansancio, la falta de sueño, la inquietud y la incomodidad. Pero aquel sentimiento estaba allí aún y todo lo que se sufría no hacía más que confirmarlo. Fue en aquellos días cuando sentiste aquel orgullo profundo, sano y sin egoísmo… Todo aquel orgullo, en el Gaylord, te hubiera hecho pasar por un pelmazo imponente. No, no te hubieras encontrado a gusto en el Gaylord en aquellos tiempos. Eras demasiado ingenuo. Te hallabas en una especie de estado de gracia. Pero quizá no fuera el Gaylord así por entonces. No, en efecto, no era así por entonces. No era así en absoluto. Porque, sencillamente, el Gaylord no existía».
Karkov le había hablado de aquella época. Por aquellos días los rusos, los pocos que había en Madrid, estaban en el Palace. Robert Jordan no llegó a conocer a ninguno de ellos. Eso fue antes de que se organizaran los primeros grupos de guerrilleros, antes de que conociera a Kashkin y a los otros. Kashkin había estado en el norte, en Irún y en San Sebastián y en el combate frustrado hacia Vitoria. No llegó a Madrid hasta enero y mientras tanto Robert Jordan había combatido en Carabanchel y en Usera durante aquellos tres días en que contuvieron el ataque del ala derecha fascista sobre Madrid, haciendo retroceder a los moros y al Tercio, arrojándolos de casa en casa, hasta limpiar aquel suburbio destrozado, al borde de la meseta gris quemada por el sol, estableciendo una línea de defensa a lo largo de las alturas que pudiese proteger aquella parte de la ciudad; y en aquellos tres días Karkov había estado en Madrid.
Karkov no se mostraba cínico cuando hablaba de aquellos días. Aquellos fueron unos días en los que todo parecía perdido y de los que cada cual guardaba ahora, mejor que una distinción honorífica, la certidumbre de haber obrado bien cuando todo parecía perdido. El Gobierno se había marchado de la ciudad, llevándose en su huida todos los coches del ministerio de la Guerra, y el viejo Miaja tuvo que ir en bicicleta a inspeccionar las defensas. Jordan no podía creer en aquella historia. No podía imaginarse a Miaja en bicicleta, ni siquiera en un alarde de imaginación patriótica; pero Karkov decía que era verdad. Claro es que, como lo había escrito así para que se publicara en los periódicos rusos, probablemente había deseado creerlo después de escribirlo.
Pero había otra historia que Karkov no había escrito. Había en el Palace tres heridos rusos, de los cuales era él el responsable: dos conductores de tanques y un aviador, los tres heridos demasiado graves para que se les pudiera trasladar, y como por entonces era de la mayor importancia que no hubiera pruebas de la ayuda rusa, que hubiese justificado la intervención abierta de los fascistas, Karkov fue encargado de que aquellos heridos no cayesen en manos de los fascistas, en el caso de que la ciudad fuera abandonada.
Si la ciudad iba a ser abandonada, Karkov tenía que envenenarlos, para destruir todas las pruebas de su identidad, antes de salir del Palace. Nadie debía hallarse en condiciones de probar, por los cuerpos de los tres hombres heridos, uno con tres heridas de bala en el abdomen, otro con la mandíbula destrozada y las cuerdas vocales al desnudo, y el tercero, con el fémur hecho añicos por una bala y las manos y la cara tan quemadas que le habían desaparecido las cejas, las pestañas y el cabello, que eran rusos. Nadie podría decir, por los cadáveres de aquellos tres hombres heridos, que él dejaría en su lecho en el Palace, que eran rusos. Porque nada puede probar que un cadáver desnudo es un ruso. La nacionalidad y las ideas políticas no se manifiestan cuando uno ha muerto.
Robert Jordan había preguntado a Karkov cuáles habían sido sus sentimientos cuando se vio ante la necesidad de hacer tal cosa, y Karkov le había respondido que la situación no había sido muy halagüeña. «¿Cómo pensaba hacerlo usted?», le preguntó Robert Jordan, añadiendo: «No es tan fácil, como usted sabe, envenenar a la gente en un momento». Y Karkov le había dicho: «¡Oh, sí!, cuando se tiene encima todo lo que hace falta, para el caso en que uno tenga necesidad de ello». Luego había abierto su pitillera y había enseñado a Robert Jordan lo que llevaba en una de las tapas. «Pero lo primero que harán, si cae usted prisionero, será quitarle la pitillera —había advertido Robert Jordan—. Le harán levantar las manos».
—Llevo también un poco aquí —había dicho Karkov, mostrando la solapa de su chaqueta—. Basta con poner la solapa en la boca, así, morder y tragar.
—Eso está mucho mejor —había dicho Robert Jordan—. Pero dígame, ¿huele a almendras amargas, como se dice en las novelas policíacas?
—No lo sé —había respondido Karkov, muy divertido—. No lo he olido jamás. ¿Quiere usted que rompamos uno de esos tubitos para olerlo?
—Será mejor que lo guarde.
—Sí —había dicho Karkov, volviendo a guardarse la pitillera en el bolsillo—. No soy un derrotista, usted me entiende; pero es posible en cualquier momento que pasemos por un percance grave, y no puede uno procurarse esto en cualquier parte. ¿Ha leído usted el comunicado del frente de Córdoba? Es precioso. Es mi comunicado preferido por el momento.
—¿Qué dice? —preguntó Robert Jordan. Acababa de llegar del frente de Córdoba y sentía ese enfriamiento súbito que se experimenta cuando alguien bromea sobre un asunto sobre el que sólo uno tiene derecho a bromear—. ¿Qué es lo que dice?
—Nuestra gloriosa tropa siga avanzando sin perder una sola palma de terreno —había dicho Karkov, en su español pintoresco.
—No es posible —dijo Robert Jordan con tono incrédulo.
—Nuestras gloriosas tropas continúan avanzando sin perder un solo palmo de terreno —había repetido Karkov en inglés—. Está en el comunicado. Lo buscaré, para que lo vea.
Uno podía recordar a los hombres que habían muerto luchando en torno a Pozoblanco, uno por uno, con sus nombres y apellidos. Pero en el Gaylord todo aquello no era más que un motivo más para bromear.
Así era, pues, el Gaylord en aquellos momentos, y sin embargo, no siempre había habido un Gaylord, y si la situación actual era de esas que hacen nacer cosas como el Gaylord, tan lejos de los supervivientes de los primeros días, él se sentía contento por haber visto el Gaylord y haberlo conocido. «Estás ahora muy lejos de lo que sentías en la Sierra, en Carabanchel y en Usera. Te dejas corromper fácilmente. Pero ¿es corrupción o sencillamente que has perdido la ingenuidad de tus comienzos? ¿No ocurrirá lo mismo en todos los terrenos? ¿Quién conserva en sus tareas esa virginidad mental con la que los jóvenes médicos, los jóvenes sacerdotes y los jóvenes soldados comienzan por lo común a trabajar? Los sacerdotes la conservan, o bien renuncian. Creo que los nazis la conservan, pensó, y los comunistas, si tienen una disciplina interior lo suficientemente severa, también. Pero fíjate en Karkov».
No se cansaba nunca de considerar el caso de Karkov. La última vez que había estado en el Gaylord, Karkov había estado deslumbrante a propósito de cierto economista británico que había pasado mucho tiempo en España. Robert Jordan conocía los trabajos de ese hombre desde hacía años y le había estimado siempre sin conocerle. No le gustaba mucho, sin embargo, lo que había escrito sobre España. Era demasiado claro y demasiado sencillo. Robert Jordan sabía que muchas de las estadísticas estaban falseadas por un espejismo optimista. Pero se decía que es raro también que gusten las obras consagradas a un país que se conoce realmente bien y respetaba a aquel hombre por su buena intención.
Por último, había acabado por encontrárselo una tarde durante la ofensiva de Carabanchel. Jordan y sus compañeros estaban sentados al resguardo de las paredes de la plaza de toros, había tiroteo a lo largo de las dos calles laterales, y todos estaban muy nerviosos aguardando el ataque. Les prometieron enviarle un tanque, que no había llegado, y Montero, sentado, con la cabeza entre las manos, no cesaba de repetir: «No ha venido el tanque. No ha venido el tanque».
Era un día frío. Y el polvo amarillento volaba por las calles. Montero fue herido en el brazo izquierdo y el brazo se le estaba entumeciendo.
—Nos hace falta un tanque —decía—. Tenemos que esperar al tanque, pero no podemos aguardar más. —Su herida le había hecho irascible.
Robert Jordan había salido en busca del tanque. Montero decía que podía suceder que estuviese detenido detrás del gran edificio que formaba ángulo con la vía del tranvía. Y allí estaba, en efecto. Sólo que no era un tanque. Los españoles, por entonces, llamaban tanque a cualquier cosa. Era un viejo auto blindado. El conductor no quería abandonar el ángulo del edificio para llegar hasta la plaza. Estaba de pie, detrás del coche, con los brazos apoyados en la cobertura metálica y la cabeza, que llevaba metida en un casco de cuero, apoyada sobre los brazos. Cuando Jordan se dirigió a él, el conductor se limitó a mover la cabeza. Por fin se irguió sin mirar a Jordan a la cara.
—No tengo órdenes —dijo, con aire hosco.
Robert Jordan sacó la pistola de la funda y apoyó el cañón contra la chaqueta de cuero del conductor.
—Estas son tus órdenes —le dijo. El hombre sacudió la cabeza, metida en un pesado casco de cuero forrado, como el que usan los jugadores de rugby, y dijo:
—No tengo municiones para la ametralladora.
—Hay municiones en la plaza —le dijo Robert Jordan—. Vamos, ven. Cargaremos las cintas allí. Vamos.
—No hay nadie para disparar —dijo el conductor.
—¿Dónde está? ¿Dónde está tu compañero?
—Muerto —respondió el conductor—; ahí dentro.
—Sácale —dijo Robert Jordan—. Sácale de ahí.
—No quiero tocarle —dijo el chófer—. Además está doblado en dos, entre la ametralladora y el volante, y no puedo pasar sin tocarle.
—Vamos —replicó Jordan—. Vamos a sacarle entre los dos.
Se había golpeado la cabeza al saltar al coche blindado, haciéndose una pequeña herida en la ceja, que comenzó a sangrar corriéndole la sangre por la cara. El muerto era muy pesado y se había quedado tan tieso que no se le podía manejar.
Jordan tuvo que golpearle la cabeza para sacársela de donde se había quedado embutida, con la cara hacia abajo, entre el asiento y el volante. Lo consiguió finalmente, pasando la rodilla por debajo de la cabeza del cadáver, luego tirándole de la cintura, y, una vez suelta la cabeza, consiguió sacarlo por la portezuela.
—Échame una mano —había dicho al conductor.
—No quiero tocarle —contestó el chófer.
Y en esos momentos Robert Jordan vio que lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas a uno y otro lado de la nariz, surcando su rostro cubierto de polvo. La nariz también le goteaba.
De pie, junto a la portezuela, tiró del cadáver, que cayó sobre la acera, junto a los raíles del tranvía, sin perder la posición que tenía, doblado por la mitad. Se quedó allí, el rostro de un color ceniciento sobre la acera de cemento, las manos plegadas debajo del cuerpo, como estaba en el vehículo.
—Sube, condenado —dijo Robert Jordan, amenazando al chófer con la pistola—. Sube ahora mismo, te digo.
Justamente entonces vio al hombre que salía de detrás del edificio. Llevaba un abrigo muy largo y la cabeza al aire; tenía cabellos grises, pómulos salientes y ojos hundidos y muy cerca uno de otro. Llevaba en la mano un paquete de Chesterfield, y sacando un cigarrillo se lo ofreció a Robert Jordan que, con el cañón de la pistola, empujaba al chófer obligándole a subir al coche blindado.
—Un momento, camarada —dijo a Robert Jordan, en español—. ¿Puede usted explicarme algo sobre la batalla?
Robert Jordan cogió el cigarro que se le tendía y se lo guardó en el bolsillo de su mono azul de mecánico. Había reconocido al camarada por las fotografías. Era el economista británico.
—Vete a la mierda —le dijo en inglés. Luego, dirigiéndose al conductor, en español—: Tira para abajo, hacia la plaza. ¿Comprendes? —Y había cerrado la pesada portezuela con un fuerte golpe. Empezaron a descender por la larga pendiente, mientras las balas repiqueteaban contra los costados del coche, haciendo un ruido como de cascotes arrojados contra una caldera de hierro. Luego la ametralladora abrió fuego con un martilleo continuo. Se detuvieron al llegar al arrimo de la plaza, en donde los carteles de la última corrida de octubre se exhibían aún junto a las ventanillas, al lado del lugar donde estaban las cajas de municiones apiladas y ya abiertas. Los camaradas, armados de fusiles, con las bombas en los cinturones y en los bolsillos, los aguardaban, y Montero había dicho: «Bueno, ya tenemos el tanque. Ahora podemos atacar».
Después, aquella misma noche, cuando se tomaron las últimas casas de la colina, Jordan, tumbado cómodamente detrás de una cómoda pared de ladrillos, en la que había un agujero abierto, que servía de refugio y de tronera, contemplaba el hermoso campo de tiro que se extendía entre ellos y el reborde a donde los fascistas se habían retirado, y pensaba con una sensación de comodidad casi voluptuosa en la cresta de la colina, en donde había un hotelito destrozado que protegía su flanco izquierdo. Se había acostado sobre un montón de paja, con las ropas húmedas de sudor, y se había envuelto en una manta para secarse. Tumbado allí, pensó en el economista y se echó a reír. Luego se arrepintió de su descortesía. Pero en el momento en que el hombre le había tendido un cigarrillo en pago de sus informes, el odio del combatiente hacia el que no combate se había adueñado de él.
Se acordaba del Gaylord y de Karkov hablando de aquel hombre.
—De manera que se encontró usted con él —dijo Karkov—. Yo no pasé del Puente de Toledo aquel día. Él estuvo, por lo demás, muy cerca del frente. Creo que fue su último día de bravura. Se fue de Madrid a la mañana siguiente. Fue en Toledo donde se comportó con más bravura, por lo que creo. En Toledo estuvo formidable. Fue uno de los artífices de la toma del Alcázar. Tenía usted que haberle visto en Toledo. Creo que gran parte de nuestro éxito en aquel lugar se lo debemos a sus consejos y a sus esfuerzos. Fue la porción más estúpida de la guerra. Allí se llegó al límite de la tontería. Pero, dígame, ¿qué se piensa de él en América?
—En América —había dicho Robert Jordan— se cree que está muy bien con Moscú.
—No lo está —dijo Karkov—; pero tiene una cara magnífica y su aspecto y sus modales consiguen gran éxito. Con una cara como la mía no se puede ir muy lejos. Lo poco que he logrado ha sido a despecho de mi cara, ya que nadie me quiere ni tiene confianza en mí a causa de ella. Pero ese tipo, Mitchell, tiene una cara que es una fortuna. Es una cara de conspirador. Todos los que saben algo de conspiradores, por haberlo leído en los libros, tienen pronto confianza en él. Y además tiene modales de conspirador. No se le puede ver entrar en una habitación sin creer inmediatamente que se está en presencia de un conspirador de primer orden. Todos esos compatriotas ricos de usted que sentimentalmente quieren ayudar a la Unión Soviética, según creen, o asegurarse contra un éxito triunfal del partido, ven en seguida en la cara de ese hombre y en sus modales a alguien que no puede menos de ser un agente de toda confianza del Komintern.
—¿Y no tiene relaciones con Moscú?
—No. Oiga, camarada Jordan, ¿conoce usted la broma sobre las dos especies de idiotas?
—¿El idiota corriente y el fastidioso?
—No. Las dos clases de idiotas que tenemos nosotros en Rusia. —Karkov sonrió y prosiguió diciendo—: Primeramente, está el idiota de invierno. El idiota de invierno llega a la puerta de tu casa y la golpea ruidosamente. Sales a abrirle y, al verle, te das cuenta de que no le conoces. Tiene un aspecto impresionante. Es un gran tipo con botas altas, abrigo de piel, gorro de piel y llega enteramente cubierto de nieve. Comienza sacudiéndose las botas y quitándose la nieve. Luego se quita su abrigo de piel, lo sacude y cae más nieve. Luego se quita su gorro de piel y lo sacude contra la puerta. Cae más nieve de su sombrero de piel. Luego, golpea con sus botas y entra en el salón. Entonces le miras y ves que es un idiota. Es el idiota de invierno. En verano vemos un idiota que va calle abajo sacudiendo los brazos y volviendo la cabeza a uno y otro lado, y cualquiera reconoce a doscientos metros que es idiota. Es el idiota de verano. Pues bien, ese economista es un idiota de invierno.
—Pero ¿por qué confían en él las gentes de por aquí? —preguntó Robert Jordan.
—Por su cara —repuso Karkov—. Por su magnífica gueule de conspirateur, por su jeta de conspirador y por su extraordinaria treta de llegar siempre de otra parte, en donde es muy considerado y muy importante. Desde luego —añadió, sonriendo— hay que viajar mucho para que esa treta tenga éxito continuo. Pero usted sabe lo extraños que son los españoles —prosiguió Karkov—. Este gobierno es muy rico. Tiene mucho oro. Pero no da nada a los amigos. ¿Usted es amigo? Muy bien, usted hará lo que está haciendo por nada y no debe esperar ninguna recompensa. Pero a las gentes que representan una firma importante o un país que no está bien dispuesto y que conviene propiciar, a esas gentes les dan todo lo que quieran. Resulta muy interesante cuando se puede seguir de cerca este fenómeno.
—A mí no me agrada. Además, ese dinero pertenece a los trabajadores españoles.
—No es cosa de que le guste o no le guste. Lo único que se espera de usted es que lo entienda —le dijo Karkov—. Siempre que le veo le enseño algo nuevo, y puede ocurrir que, con el tiempo, llegue a tener una buena educación. Sería muy interesante para usted, siendo profesor, estar bien educado.
—No sé si seré profesor cuando vuelva a casa. Probablemente me echarán por rojo.
—Bueno, entonces podrá usted ir a la Unión Soviética a proseguir sus estudios. Será acaso la mejor solución para usted.
—¡Pero si mi especialidad es el español!
—Hay muchos países en donde se habla español —dijo Karkov—. Y no deben de ser todos tan difíciles de entender como España. Tiene usted que recordar, además, que desde hace nueve meses no es usted profesor. En nueve meses ha aprendido usted quizás un nuevo oficio. ¿Cuántos libros de dialéctica ha leído usted?
—He leído el Manual del Marxismo, de Emil Burns. Nada más que eso.
—Si lo ha leído usted hasta el final, es un buen comienzo. Tiene mil quinientas páginas y puede uno entretenerse en cada una de ellas un poco de tiempo. Pero hay otras cosas que debiera usted leer.
—No tengo tiempo de leer ahora.
—Ya lo sé —dijo Karkov—. Quiero decir después. Hay muchas cosas que conviene leer para comprender algo de lo que está pasando. De todo ello saldrá un día un libro, un libro que será muy útil y que explicará muchas cosas que hay que saber. Quizá lo escriba yo. Confío en ser yo quien lo escriba.
—No sé quién podría hacerlo mejor.
—No me adule usted —dijo Karkov—. Yo soy periodista; pero, como todos los periodistas, quisiera hacer literatura. En estos momentos estoy muy ocupado en un trabajo sobre Calvo Sotelo. Era un verdadero fascista, un verdadero fascista español. Franco y todos los demás no lo son. He estado estudiando todos los escritos y los discursos de Calvo Sotelo. Era muy inteligente y fue muy inteligente el que le mataran.
—Yo creía que usted no era partidario del asesinato político.
—Se practica muy a menudo —explicó Karkov—. Muy a menudo.
—Pero…
—No creemos en los actos individuales de terrorismo —dijo Karkov, sonriendo—. Y todavía menos, desde luego, cuando son perpetrados por criminales o por organizaciones contrarrevolucionarias. Odiamos la doblez y la perfidia de esas hienas asesinas de destructores bujarinistas y esos desechos humanos, como Zinoviev, Kamenev, Rikov y sus secuaces. Odiamos y aborrecemos a esos enemigos del género humano —dijo, volviendo a sonreír—. Pero creo, sin embargo, que puedo decirle que el asesinato político se usa muy ampliamente.
—¿Quiere usted decir…?
—No quiero decir nada. Pero, indudablemente, ejecutamos y aniquilamos a esos verdaderos demonios, a esos desechos humanos, a esos perros traidores de generales y a esos repugnantes almirantes indignos de la confianza que se ha puesto en ellos.
»Todos ellos son destruidos; no asesinados. ¿Ve usted la diferencia?
—La veo —dijo Robert Jordan.
—Y porque gaste bromas de vez en cuando, y usted sabe lo peligrosas que pueden resultar las bromas, no crea que los españoles van a dejar de lamentar el no haber fusilado a ciertos generales que ahora tienen mando de tropas. Aunque no me gustan los fusilamientos; ¿me ha comprendido?
—A mí no me importan —contestó Robert Jordan—; no me gustan, pero no me importan.
—Ya lo sé —contestó Karkov—; ya me lo habían dicho.
—¿Cree usted que tiene importancia? —preguntó Robert Jordan—. Yo trataba solamente de ser sincero.
—Es lamentable —replicó Karkov—; pero es una de las cosas que hacen que se tenga por seguras a gentes que, de otro modo, tardarían mucho tiempo en ser clasificadas dentro de esa categoría.
—¿Se me considera a mí de confianza?
—En su trabajo, está usted considerado como de mucha confianza. Tendré que hablar con usted de vez en cuando para ver lo que lleva dentro de la cabeza. Es lamentable que no hablemos nunca seriamente.
—Mi cabeza está en suspenso hasta que ganemos la guerra afirmó Robert Jordan.
—Entonces es posible que no necesite usted su mente en mucho tiempo. Pero debiera preocuparse de ejercitarla un poco.
—Leo Mundo Obrero —dijo Robert Jordan, y Karkov respondió:
—Muy bien, está muy bien. Yo también sé aceptar una broma. Además, hay cosas muy inteligentes en Mundo Obrero. Las únicas cosas inteligentes que se han escrito durante esta guerra.
—Sí —afirmó Robert Jordan—; estoy de acuerdo con usted. Pero para hacerse una idea completa de lo que sucede no basta con leer el periódico del partido.
—No —dijo Karkov—. Pero no llegará usted a hacerse esa idea ni aunque lea veinte periódicos, y, por otra parte, aunque llegue a hacérsela, no sabrá qué hacer con ella. Yo tengo esa idea sin cesar y estoy intentando deshacerme de ella.
—¿Cree usted que van tan mal las cosas?
—Van mejor de lo que han ido. Estamos desembarazándonos de los peores. Pero queda mucha podredumbre. Estamos organizando ahora un gran ejército, y algunos de los elementos, como Modesto, el Campesino, Líster y Durán, son de confianza. Más que de confianza, son magníficos. Ya lo verá usted. Y luego nos quedan todavía las brigadas, aunque su papel está variando. Pero un ejército compuesto de elementos buenos y elementos malos no puede ganar una guerra. Es preciso que todos hayan llegado a cierto desarrollo político. Es menester que sepan todos por qué se baten y la importancia de aquello por lo que se baten. Es preciso que todos crean en la lucha y que todos acaten la disciplina. Hicimos un gran ejército de voluntarios sin haber tenido tiempo para implantar la disciplina que necesita un ejército de esta clase a fin de conducirse bien bajo el fuego. Llamamos a este un ejército popular; pero no tendrá nunca las bases de un ejército popular ni la disciplina de hierro que le hace falta. Ya lo verá usted; el método es muy peligroso.
—No está usted hoy muy optimista.
—No —había dicho Karkov—; acabo de volver de Valencia, en donde he visto a mucha gente. Nunca se vuelve de Valencia muy optimista. En Madrid se encuentra uno bien, se tiene por decente y no se piensa que pueda perderse la guerra. Valencia es otra cosa. Los cobardes que han huido de Madrid siguen gobernando allí. Se han instalado como el pez en el agua en la incuria y la burocracia. No sienten más que desprecio por los que se han quedado en Madrid. Su obsesión ahora es el debilitamiento del comisariado de guerra. Y Barcelona. ¡Hay que ver lo que es Barcelona!
—¿Cómo es?
—Es una opereta. Al principio, aquello era el paraíso de los chalados y de los revolucionarios románticos. Ahora es el paraíso de los soldaditos. De los soldaditos que gustan de pavonearse de uniforme, que gustan de farolear y de llevar pañuelos rojinegros. Que les gusta todo de la guerra menos batirse. Valencia es para vomitar; Barcelona, para morirse de risa.
—¿Y la revuelta del POUM?
—El POUM no fue nunca una cosa seria. Fue una herejía de chalados y de salvajes, y en el fondo no fue más que un juego de niños. Había allí gentes valerosas, pero mal dirigidas. Había un cerebro de buena calidad y un poco de dinero fascista. No mucho. ¡Pobre POUM! En conjunto, unos idiotas.
—Pero hubo muchos muertos en la revuelta.
—Menos de los que fueron fusilados después y de los que serán fusilados todavía. El POUM lleva bien su nombre. No es una cosa seria. Hubieran debido llamarle la R. O. Ñ. A. o el S. A. R. A. M. P. I. Ó. N., aunque no es cierto; el sarampión es más peligroso. Puede afectar a la vista y al oído. Pero ¿sabía usted que habían organizado un complot para matarme a mí, para matar a Walter, para matar a Modesto y para matar a Prieto? Ya ve usted cómo lo confundían todo. No somos todos del mismo pelaje. ¡Pobre POUM! No han matado jamás a nadie; ni en el frente ni en ninguna parte. Bueno, en Barcelona, sí, a algunos.
—¿Estuvo usted allí entonces?
—Sí. Envié un artículo por cable describiendo la corrupción de aquella infame turba de asesinos trotskistas y sus abyectas maquinaciones fascistas; pero entre nosotros le diré que el POUM no es una cosa seria. Nin era el único que valía algo. Le atrapamos, pero se nos escapó de las manos.
—¿Dónde está ahora?
—En París. Nosotros decimos que está en París. Era un tipo muy simpático, pero tenía aberraciones en materia política.
—Y tenían contactos con los fascistas, ¿no es así?
—¿Y quién no los tiene?
—Nosotros.
—¡Quién sabe! Espero que no. Usted pasa con frecuencia al otro lado de sus líneas —dijo sonriendo—. La semana pasada, el hermano de uno de los secretarios de la embajada republicana en París hizo un viaje a San Juan de Luz para encontrarse con gentes de Burgos.
—Me gusta más el frente —había dicho Robert Jordan—. Cuanto más cerca se está del frente, mejores son las personas.
—¿Le gusta a usted moverse detrás de las líneas fascistas?
—Mucho; tenemos gentes muy buenas por allí.
—Bueno, como usted sabe, ellos deben de tener también gentes muy buenas detrás de nuestras líneas. Les echamos el guante y los fusilamos, y ellos echan el guante a los nuestros y los fusilan. Cuando usted se encuentre con ellos, piense siempre en la cantidad de gentes que deben enviar ellos para acá.
—Ya he pensado en ello.
—Muy bien —había dicho Karkov—. Bueno, usted ya ha pensado bastante por hoy. Vamos, acabe con ese jarro de cerveza y lárguese, porque tengo que ir a ver a la gente de arriba. Los grandes personajes. Y vuelva usted pronto.
«Sí —pensaba Robert Jordan—, se aprende mucho en el Gaylord». Karkov había leído el único libro suyo publicado hasta entonces. El libro no había sido un éxito. No tenía más que doscientas páginas y no lo habían leído ni dos mil personas. Jordan había puesto en él todo lo que había descubierto en España en diez años de viaje a pie, en vagones de tercera clase, en autobús, a caballo, a lomo de mula y en camiones. Conocía bien el País Vasco, Navarra, Galicia, Aragón, las dos Castillas y Extremadura. Había libros tan buenos, como los escritos por Borrow, Ford y otros, que él no había sido capaz de añadir gran cosa. Pero Karkov había dicho que el libro era bueno.
—Es por eso por lo que me tomo la pena de interesarme por usted. Me parece que escribe usted de una manera absolutamente verídica. Y eso es una cosa muy rara. Por ello me gustaría que supiese usted ciertas cosas.
Muy bien, escribiría un libro cuando todo concluyese. Escribiría sólo sobre las cosas que conocía realmente y que conocía bien. «Pero sería conveniente que fuese un escritor mejor de lo que soy ahora para entendérmelas con todo ello». Las cosas que había llegado a conocer durante aquella guerra no eran nada sencillas.