Capítulo XVII

NO SE OÍA EN LA CUEVA más ruido que el silbido que hacía la chimenea cuando caía la nieve por el agujero del techo sobre los carbones del fogón.

—Pilar —preguntó Fernando—, ¿ha quedado cocido?

—Cállate —dijo la mujer. Pero María cogió la escudilla de Fernando, la acercó a la marmita grande, que estaba apartada del fuego, y la llenó. Puso otra vez la escudilla sobre la mesa y dio un golpecito suave en el hombro de Fernando, que se había echado hacia delante para comer. Estuvo unos momentos junto a él; pero Fernando no levantó los ojos del plato. Estaba entregado enteramente a su cocido.

Agustín seguía de pie junto al fuego. Los otros estaban sentados. Pilar, a la mesa, junto a Robert Jordan.

—Ahora, inglés —dijo—, ya sabes cómo están las cosas.

—¿Qué es lo que crees tú que hará? —preguntó Robert Jordan.

—Cualquier cosa —repuso la mujer, mirando fijamente a la mesa—. Cualquier cosa. Es capaz. Es capaz de hacer cualquier cosa.

—¿Dónde está el fusil automático? —preguntó Robert Jordan.

—Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta —contestó Primitivo—. ¿Lo quieres?

—Luego —dijo Robert Jordan—; quería saber dónde estaba.

—Está ahí —dijo Primitivo—; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.

—No se atreverá a eso —dijo Pilar—; no hará nada con la máquina.

—Decías que haría cualquier cosa.

—Sí —contestó ella—; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.

—Es una estupidez y una flojera el no haberle matado —dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces—. Anoche debió matarle Roberto.

—Matadle —dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga—. Estoy resuelta.

—Yo estaba contra ello antes —dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego—. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.

—Que hablen todos —dijo Pilar, con voz cansada—. ¿Qué es lo que dices tú, Andrés?

—Matadlo —dijo el hermano del mechón oscuro y abundante sobre la frente, al tiempo que asentía con la cabeza.

—¿Y Eladio?

—Lo mismo —repuso el otro hermano—. Para mí es un gran peligro. Y no sirve para nada.

—¿Primitivo?

—Lo mismo.

—¿Fernando?

—¿No podríamos guardarle como prisionero? —preguntó Fernando.

—¿Y quién le guardaría? —preguntó Primitivo—. Hacen falta dos hombres para guardar un prisionero. ¿Y qué haríamos con él al final?

—Podríamos vendérselo a los fascistas —contestó el gitano.

—Nada de eso —dijo Agustín—. Nada de hacer porquerías.

—Era solamente una idea —alegó Rafael, el gitano—. Me parece que los facciosos se alegrarían de tenerle.

—Basta —dijo Agustín—; eso es una cochinada.

—No más sucia que lo que hace Pablo —dijo el gitano, para justificarse.

—Una porquería no justificaría otra —sentenció Agustín—. Bueno, ya estamos todos. Salvo el viejo y el inglés.

—Ellos nada tienen que ver en esto —dijo Pilar—. Pablo no ha sido su jefe.

—Un momento —dijo Fernando—; yo no he acabado de hablar.

—Pues habla —dijo Pilar—. Habla hasta que vuelva él. Y sigue hablando hasta que nos arroje una granada de mano por encima de la manta y nos haga volar, con dinamita y todo.

—Me parece que exageras, Pilar —dijo Fernando—; no creo que tenga tales intenciones.

—Yo no lo creo tampoco —dijo Agustín—. Porque con eso, acabaría también con el vino, y va a volver dentro de poco para seguir bebiendo.

—¿Por qué no entregárselo al Sordo y dejar que el Sordo se lo venda a los fascistas? —propuso Rafael—. Podríamos arrancarle los ojos y sería fácil llevarle.

—Cállate —dijo Pilar—; cuando hablas así creo que debiéramos hacer también algo contigo.

—Además, los fascistas no pagarían nada por él —dijo Primitivo—. Esas cosas han sido ya ensayadas por otros; pero no pagan nada. Y encima son capaces de fusilarte a ti.

—Creo que si le arrancásemos los ojos podríamos venderle por algo —insistió Rafael.

—Cállate —dijo Pilar—. Habla de arrancarle los ojos y vas a seguir su mismo camino.

—Pero él, Pablo, arrancó los ojos al guardia civil herido —insistió el gitano—. ¿Te has olvidado de eso?

—Cállate la boca —dijo Pilar. Le enfadaba el oír hablar así delante de Robert Jordan.

—No me habéis dejado acabar —interrumpió Fernando.

—Acaba —le dijo Pilar—; vamos, acaba.

—Ya que no sería práctico guardar a Pablo como prisionero —comenzó a decir Fernando— y puesto que sería repugnante entregarle…

—Acaba —dijo Pilar—. Por el amor de Dios, acaba.

—… en cualquier clase de negociaciones… —prosiguió tranquilamente Fernando—, soy de la opinión que sería preferible eliminarle, a fin de que las operaciones proyectadas contasen con las mayores posibilidades de éxito.

Pilar miró al hombrecillo, sacudió la cabeza, se mordió los labios y no dijo nada.

—Esa es mi opinión —dijo Fernando—. Creo que tenemos derecho a pensar que Pablo constituye un peligro para la República…

—¡Madre de Dios! —exclamó Pilar—. Hasta aquí mismo puede hacer burocracia un hombre sin más que despegar sus labios.

—Tanto por sus propias palabras como por su conducta reciente —continuó Fernando—, y aunque es verdad que merece nuestro reconocimiento por sus actividades en los comienzos del Movimiento y hasta hace poco tiempo…

Pilar, que había vuelto junto al fogón, se acercó de nuevo a la mesa.

—Fernando —dijo tranquilamente, ofreciéndole una escudilla—, cómete esto, te lo ruego, con las debidas formalidades; llénate la boca y cállate. Hemos tenido conocimiento de tu opinión.

—Pero entonces, ¿cómo? —preguntó Primitivo, dejando la frase sin terminar.

—Estoy listo —dijo Robert Jordan—; estoy dispuesto. Ya que todos habéis resuelto que debe hacerse, es un servicio que estoy dispuesto a hacer.

«¿Qué me pasa? —pensó—. A fuerza de oírle acabo por hablar como Fernando. Ese lenguaje debe ser contagioso. El francés es la lengua de la diplomacia; el español es la lengua de la burocracia».

—No —dijo María—. No.

—Esto no va contigo —dijo Pilar a la muchacha—. Ten la boca cerrada.

—Puedo hacerlo esta noche —dijo Robert Jordan. Vio que Pilar le miraba, poniéndose un dedo sobre los labios. Con un gesto señaló la entrada de la cueva.

Se levantó la manta que cubría la entrada y apareció la cabeza de Pablo. Sonrió a todos, entró y se volvió para dejar caer la manta detrás de él. Luego se quedó allí parado, haciéndoles frente, se quitó la manta que le cubría la cabeza y se sacudió la nieve.

—¿Estabais hablando de mí? —Se dirigía a todos—. ¿Os he interrumpido?

Nadie le respondió. Colgó su capote de una estaca clavada en el muro y se acercó a la mesa.

—¿Qué tal? —preguntó. Cogió la taza que había dejado sobre la mesa y la metió en el barreño. —No queda vino —dijo a María—. Anda, saca algo del pellejo.

María cogió el cuenco, se fue hasta el pellejo polvoriento, deforme y ennegrecido, suspendido del muro, con el pescuezo para abajo, y soltó el tapón de una de las patas. Pablo la miró mientras se arrodillaba levantando el cuenco y observó atentamente cómo el ligero vino rojo caía en el cuenco haciendo ruido.

—Cuidado —dijo—; el vino está ya más abajo de la altura del pecho.

Nadie dijo nada.

—Me he bebido desde el ombligo hasta el pecho —dijo Pablo—. Es la ración del día. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Habéis perdido todos la lengua?

Nadie dijo nada.

—Ciérralo bien, María —ordenó—. No le dejes que se derrame.

—Hay mucho vino todavía —dijo Agustín—. Podrás emborracharte.

—Uno que ha encontrado su lengua —dijo Pablo, haciendo un gesto hacia Agustín—. Enhorabuena. Creí que algo te había dejado mudo.

—¿El qué? —preguntó Agustín.

—Mi vuelta.

—¿Crees que tu vuelta tiene importancia?

«Está acaso preparándose para ello —pensó Robert Jordan—. Quizás Agustín vaya a dar el golpe. Desde luego, le odia como para eso. Yo no le odio. No, no le odio. Me desagrada, pero no le odio. Aunque esa historia de los ojos arrancados le coloca en una clase aparte. Pero, al fin y al cabo, es su guerra. No podemos tenerle con nosotros durante estos dos días. Voy a quedarme a un lado de todo esto. He hecho una vez el imbécil esta noche y estoy resuelto a liquidarle. Pero no tengo ganas de hacer otra vez el imbécil. Y no conviene montar un duelo a pistola ni provocar un escándalo con toda esa dinamita en la cueva. Pablo ha pensado en ello, naturalmente, y tú, ¿habías pensado en ello? Y Agustín, tampoco. Mereces todo lo que pueda sucederte».

—Agustín —llamó.

—¿Qué? —contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.

—Tengo que hablar contigo —dijo Robert Jordan.

—Luego.

—No, ahora —dijo Robert Jordan—. Por favor.

Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.

—¿Has olvidado lo que hay en los sacos? —le preguntó Robert Jordan en voz baja.

—Leche —dijo Agustín—. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.

—Yo también lo había olvidado.

—Leche —repitió Agustín—. ¡Leche! Somos unos imbéciles. —Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella—. Toma un trago, Pablo, hombre —dijo—. ¿Qué tal van los caballos?

—Muy bien —contestó Pablo—. Y ahora nieva menos.

—¿Crees que va a dejar de nevar?

—Sí —dijo Pablo—. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado.

—¿Crees que estará claro mañana por la mañana? —le preguntó Robert Jordan.

—Sí —contestó Pablo—. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.

«Mírale —se dijo Robert Jordan—. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada».

—Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés —dijo Pablo a Robert Jordan.

—¿Lo tendremos? —preguntó Pilar—. ¿Quiénes?

—Nosotros —contestó Pablo, y bebió un trago de vino—. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?

—¿En qué? —preguntó la mujer—. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?

—En todo —le contestó Pablo—; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.

—¿Estás ahora con nosotros? —le preguntó Agustín—. ¿Después de lo que has dicho?

—Sí —dijo Pablo—; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.

Agustín movió la cabeza.

—El tiempo —dijo, y volvió a mover la cabeza—. Después de los bofetones que te he dado.

—Así es —dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca—. Después de eso, también.

Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:

—Oye —dirigiéndose a Pablo.

—¿Qué quieres?

—¿Qué es lo que te pasa?

—Nada —contestó Pablo—. He cambiado de opinión, y eso es todo.

—Has estado escuchando a la puerta —dijo ella.

—Sí —dijo él—; pero no pude oír nada.

—Tienes miedo de que te maten.

—No —dijo, mirando por encima de la taza—; no tengo miedo. Y tú lo sabes.

—Entonces, ¿qué te ha pasado? —preguntó Agustín—. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.

—Estaba borracho.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no estoy borracho —dijo Pablo—, y he cambiado de parecer.

—Que te crea el que quiera —dijo Agustín—; yo, no.

—Me creas o no me creas —dijo Pablo—, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.

—¿A Gredos?

—Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.

Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.

La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.

—Dice que es seguro que lo ha oído todo —susurró María al oído de Robert Jordan.

—Entonces, Pablo —dijo Fernando, con mucha formalidad—, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?

—Sí, hombre —contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.

—¿De veras? —preguntó Primitivo.

—De veras —replicó Pablo.

—¿Y crees que podemos tener éxito? —preguntó Fernando—. ¿Tienes ahora confianza en ello?

—¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?

—Sí; pero yo he tenido siempre confianza.

—Tendré que irme de aquí —dijo Agustín.

—Hace frío fuera —replicó Pablo en tono amistoso.

—Quizá —dijo Agustín—; pero no puedo seguir más tiempo en este manicomio.

—No llames a esta cueva manicomio —dijo Fernando.

—Un manicomio de locos criminales —dijo Agustín—. Y me voy antes de que yo también me vuelva loco.