Capítulo XVI

—EL SORDO HA ESTADO AQUÍ —dijo Pilar a Robert Jordan. Acababan de dejar la tormenta para adentrarse en el calor humeante de la cueva y la mujer había hecho un gesto al inglés para que se acercase a ella—. Ha ido a buscar caballos.

—Bien. ¿Dejó dicho algo para mí?

—Sólo que iba a buscar caballos.

—¿Y nosotros?

—No sé —dijo ella—. Ahí le tienes.

Robert Jordan había visto a Pablo al entrar y Pablo le había sonreído. Le miró de nuevo, desde su asiento junto a la mesa de tablones y le sonrió, agitando la mano.

—Inglés —dijo Pablo—, sigue cayendo, inglés.

Robert Jordan asintió con la cabeza.

—Déjame quitarte los calcetines para ponértelos a secar —dijo María—. Voy a colgarlos sobre el fuego.

—Cuidado con no quemarlos —dijo Robert Jordan—; no quiero andar por ahí con los pies desnudos. ¿Qué es lo que pasa? —preguntó a Pilar—. ¿Hay reunión? ¿No habéis puesto centinelas fuera?

—¿Con esta tormenta? ¡Qué va!

Había seis hombres sentados a la mesa, con la espalda pegada al muro. Anselmo y Fernando seguían sacudiéndose la nieve de sus chaquetones, golpeando los pantalones y frotando los zapatos contra el muro cerca de la entrada.

—Dame tu chaqueta —dijo María—; no dejes que la nieve se derrita encima.

Robert Jordan se quitó la chaqueta, sacudió la nieve de su pantalón y se descalzó.

—Vas a mojarlo todo —dijo Pilar.

—Eres tú la que me has llamado.

—No es una razón para no irte a la puerta y sacudirte allí.

—Perdona —dijo Robert Jordan, en pie, con los pies descalzos sobre el polvo del suelo—. Búscame un par de calcetines, María.

—El dueño y señor —comentó Pilar, y se puso a atizar el fuego.

—Hay que aprovechar el tiempo —dijo Robert Jordan— hay que tomar las cosas como vienen.

—Está cerrado —dijo María.

—Toma la llave —y se la tiró.

—No abre esta mochila.

—Es la de la otra. Los calcetines están en la parte de arriba, a un lado.

La muchacha encontró los calcetines y se los entregó juntamente con la llave, después de cerrar el saco.

—Siéntate y pónmelos, pero antes sécate los pies —dijo. Robert Jordan le sonrió.

—¿No podrías secármelos tú con tus cabellos? —preguntó en voz alta, de modo que Pilar pudiese oírle.

—¡Qué cerdo! —exclamó Pilar—. Hace un momento era el dueño de esta casa y ahora quiere ser nada menos que nuestro antiguo Señor Jesucristo. Dale un leñazo.

—No —dijo Robert Jordan—; es una broma, y bromeo porque estoy contento.

—¿Estás contento?

—Sí —dijo—, estoy contento porque todo va muy bien.

—Roberto —dijo María—, ve a sentarte, y sécate los pies, que voy a darte algo de beber para calentarte.

—Se diría que es la primera vez en su vida que ese hombre ha tenido los pies mojados —dijo Pilar— y que jamás ha visto un copo de nieve.

María le llevó una piel de cordero, que depositó en el suelo polvoriento de la cueva.

—Ahí —le dijo—; pon los pies ahí hasta que estén secos los calcetines.

La piel de cordero era nueva y no estaba curtida, y al poner sus pies sobre ella Robert Jordan la oyó crujir como el pergamino.

El fogón humeaba y Pilar llamó a María.

—Sopla ese fuego, holgazana. Eso es una humareda.

—Sóplalo tú misma —replicó María—. Yo voy a buscar la botella que trajo el Sordo.

—Está detrás de los bultos —dijo Pilar—; y oye, ¿hace falta que lo cuides como si fuera un niño de pecho?

—No —contestó María—; pero sí como a un hombre que tiene frío y está calado. Un hombre que vuelve a su casa. Toma, aquí está. —Entregó la botella a Robert Jordan—. Es la botella del mediodía. Con ella se podría hacer una lámpara preciosa. Cuando tengamos otra vez electricidad, ¡qué bonita lámpara podrá hacerse con esta botella! —Miró con deleite la vasija—. ¿Cómo tomas esto, Roberto?

—Creí que era el inglés —dijo Robert Jordan.

—Te llamaré Roberto delante de los otros —dijo ella, en voz baja, sonrojándose—. ¿Cómo lo tomas, Roberto?

—Roberto —dijo Pablo, con voz estropajosa, moviendo a uno y otro lado la cabeza—. ¿Cómo lo tomas, don Roberto?

—¿Quieres un poco? —le preguntó Robert Jordan.

Pablo rehusó con la cabeza.

—No, yo me emborracho con vino —dijo con dignidad.

—Vete a paseo con Baco —contestó Robert Jordan.

—¿Quién es Baco? —preguntó Pablo.

—Un camarada tuyo.

—No he oído nunca hablar de él —dijo Pablo pesadamente—. No he oído hablar nunca en estas montañas.

—Dale un trago a Anselmo —dijo Robert Jordan a María—. Él sí que debe de tener frío. —Se puso los calcetines secos: el whisky con agua del jarro olía bien y le calentó suavemente el cuerpo. «Pero esto no se enrosca adentro como el ajenjo —pensó—. No hay nada como el ajenjo».

«¿Quién hubiera imaginado que tenían whisky por aquí?», pensó. Aunque La Granja era el lugar de España con más posibilidades de encontrarlo. Imagina a ese Sordo que va a comprar una botella para el dinamitero que viene de visita, que piensa luego en traérsela y en dejársela. No era sólo cortesía lo de aquellas gentes. La cortesía hubiera consistido en sacar ceremoniosamente la botella y ofrecerle un vaso. Eso es lo que los franceses hubieran hecho, y hubieran guardado el resto para otra ocasión. No, esa atención profunda, la idea de que al huésped le gustaría, la delicadeza de llevársela para causarle placer, cuando estaba uno metido hasta el cuello en una empresa en que se tenían todas las razones para no pensar más que en uno mismo y en nada más, eso era típicamente español. Era un rasgo muy español. Haber pensado en llevarle el whisky era una de las cosas que hacían que uno quisiera a tales gentes. «Vamos, no te pongas romántico —pensó—. Hay tantas clases de españoles como de norteamericanos». No obstante, era un rasgo el haberle traído el whisky. Un rasgo muy hermoso.

—¿Te gusta? —preguntó Anselmo.

El viejo estaba sentado cerca del fuego, con la sonrisa en los labios, sosteniendo con sus grandes manos la taza. Movió la cabeza.

—¿No te ha gustado? —le preguntó Robert Jordan.

—La pequeña ha echado agua dentro —dijo Anselmo.

—Así es como lo toma Roberto —dijo María—. ¿Es que eres tú distinto?

—No —dijo Anselmo—. No soy especial. Pero me gusta cuando quema la garganta según va bajando.

—Dame eso —dijo Robert Jordan a la chica—, y échale de lo que quema.

Vació la taza de Anselmo en la suya y se la dio a la muchacha, que, con mucho cuidado, echó el líquido de la botella.

—¡Ah! —dijo Anselmo, cogiendo la taza, echando la cabeza hacia atrás y dejando que el líquido le cayera por el gaznate. Luego miró a María, que estaba de pie, con la botella en la mano, parpadeó, haciéndole un guiño mientras los ojos se le estaban llenando de lágrimas—. Eso es —dijo—; eso es. —Se relamió—. Esto matará al gusano.

—Roberto —dijo María, y se acercó a él, teniendo siempre la botella en la mano—, ¿quieres comer ahora?

—¿Está lista la comida?

—Lo estará cuando tú quieras.

—¿Han comido los demás?

—Todos, menos tú, Anselmo y Fernando.

—Bueno, entonces, comamos —dijo—. ¿Y tú?

—Comeré luego, con Pilar.

—Come ahora con nosotros.

—No, no estaría bien.

—Vamos, come con nosotros. En mi tierra ningún hombre come antes que su mujer.

—Eso será en tu tierra. Aquí se estila comer después.

—Come con él —dijo Pablo, levantando los ojos de la mesa—; come con él; bebe con él. Acuéstate con él. Muere con él. Hazlo todo como en su tierra.

—¿Estás borracho? —preguntó Robert Jordan, deteniéndose delante de Pablo. El hombre de rostro sucio e hirsuto le miró alegremente.

—Sí —contestó Pablo—. ¿Dónde está tu país, inglés? Ese país en que los hombres comen con las mujeres.

—En los Estados Unidos, en el Estado de Montana.

—¿Es allí donde los hombres llevan faldas como las mujeres?

—No, eso es en Escocia.

—Pues oye —dijo Pablo—: cuando lleváis esas faldas, inglés…

—Yo no llevo faldas —dijo Robert Jordan.

—Cuando lleváis esas faldas —prosiguió Pablo—, ¿qué es lo que lleváis debajo?

—No sé lo que llevan los escoceses —dijo Robert Jordan—. Muchas veces me lo he preguntado.

—No, no digo los escoceses —dijo Pablo—; ¿quién ha hablado de los escoceses? ¿A quién importan gentes con un nombre como ese? A mí, no. A mí no se me da un rábano. A ti te digo, inglés. ¿Qué es lo que llevas debajo de las faldas en tu país?

—Ya te he dicho y te he repetido que no llevamos faldas —dijo Robert Jordan—. Y no te aguanto que lo digas ni en broma ni borracho.

—Bueno, pues debajo de las faldas —insistió Pablo—. Porque es bien sabido que lleváis faldas. Incluso los soldados. Los he visto en fotografías y los he visto en el circo Price. ¿Qué es lo que lleváis debajo de las faldas, inglés?

—Los c… —dijo Robert Jordan.

Anselmo rompió a reír, así como todos los que estaban allí. Todos, salvo Fernando. Aquella palabra malsonante, aquella palabrota pronunciada delante de las mujeres, le pareció de mal gusto.

—Bueno, eso es lo normal —dijo Pablo—. Pero me parece que cuando se tienen c… no se llevan faldas.

—No dejes que vuelva a comenzar, inglés —rogó el hombre de la cara chata y la nariz aplastada, llamado Primitivo—, está borracho. Dime: ¿qué clase de ganado se cría en tu país?

—Vacas y ovejas —contestó Robert Jordan—. Y en cuanto a la tierra, se cultiva mucho trigo y judías. Y también remolacha de azúcar.

Los tres hombres se habían sentado alrededor de la mesa, cerca de los otros. Sólo Pablo se mantenía alejado, ante su tazón de vino.

El cocido era el mismo de la noche anterior y Robert Jordan comió con mucho apetito.

—¿Hay montañas en tu país? Con semejante nombre debe de haberlas —dijo cortésmente Primitivo, para sostener la conversación. Estaba avergonzado de la borrachera de Pablo.

—Hay muchas montañas y muy altas.

—¿Hay buenos pastos?

—Estupendos. En verano se utilizan los prados altos fiscalizados por el Gobierno. En el otoño se lleva al ganado a los ranchos que están más abajo.

—¿Es la tierra propiedad de los campesinos?

—Las más de las tierras son propiedad de quienes las cultivan. Al principio, las tierras eran propiedad del Estado y no había más que establecerse en ellas declarando la intención de cultivarlas para que cualquier hombre pudiese obtener el título de propiedad de ciento cincuenta hectáreas.

—Dime cómo se hace eso —preguntó Agustín—. Esa es una reforma agraria que significa algo.

Robert Jordan explicó el sistema. No se le había ocurrido nunca que fuese una reforma agraria.

—Eso es magnífico —dijo Primitivo—. Entonces es que tenéis el comunismo en tu país.

—No, eso lo hace la República.

—Para mí —dijo Agustín—, todo puede hacerlo la República. No veo la necesidad de otra forma de gobierno.

—¿No tenéis grandes propietarios? —preguntó Andrés.

—Muchos.

—Entonces tiene que haber abusos.

—Desde luego hay abusos.

—¿Pensáis en suprimirlos?

—Tratamos de hacerlo cada vez más; pero hay todavía muchos abusos.

—Pero ¿no hay latifundios que convendría parcelar?

—Sí, pero hay muchos que piensan que los impuestos los parcelarán.

—¿Cómo es eso?

Robert Jordan, rebañando la salsa de su cuenco de barro con un trozo de pan, explicó cómo funcionaba el impuesto sobre la renta y sobre la herencia.

—Pero las grandes propiedades siguen existiendo —dijo—, y hay también impuestos sobre el suelo.

—Pero, seguramente, los grandes propietarios y los ricos harán una revolución contra esos impuestos. Esos impuestos me parecen revolucionarios. Los ricos se levantarán contra el Gobierno cuando se vean amenazados, igual que han hecho aquí los fascistas —dijo Primitivo.

—Es posible.

—Entonces tendréis que pelear en vuestro país como lo estamos haciendo aquí.

—Sí, tendríamos que hacerlo.

—¿Hay muchos fascistas en vuestro país?

—Hay muchos que no saben que lo son, aunque lo descubrirán cuando llegue el momento.

—¿No podríais acabar con ellos antes que se subleven?

—No —dijo Robert Jordan—; no podemos acabar con ellos. Pero podemos educar al pueblo de forma que tema al fascismo y que lo reconozca y lo combata en cuanto aparezca.

—¿Sabes dónde no hay fascistas? —preguntó Andrés.

—¿Dónde?

—En el pueblo de Pablo —contestó Andrés, y sonrió.

—¿Sabes lo que se hizo en ese pueblo? —preguntó Primitivo a Robert Jordan.

—Sí, me lo han contado.

—¿Te lo contó Pilar?

—Sí.

—Ella no ha podido contártelo todo —terció Pablo, con voz estropajosa—; porque no vio el final. Se cayó de la silla cuando estaba mirando por la ventana.

—Cuéntalo tú ahora mismo —dijo Pilar—. Tú conoces la historia; cuéntalo.

—No —dijo Pablo—. Yo no lo he contado jamás.

—No —dijo Pilar—, y no lo contarás nunca. Y ahora querrías además que no hubiese ocurrido.

—No —dijo Pablo—; eso no es verdad. Si todos hubiesen matado a los fascistas como yo, no hubiera habido esta guerra. Pero ahora querría que las cosas no hubiesen sucedido como sucedieron.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Primitivo—. ¿Es que has cambiado de política?

—No, pero fue algo brutal —dijo Pablo—. En aquella época yo era un bárbaro.

—Y ahora eres un borracho —dijo Pilar.

—Sí —contestó Pablo—; con tu permiso.

—Me gustabas más cuando eras un bruto —dijo la mujer—; de todos los hombres, el borracho es el peor. El ladrón, cuando no roba, es como cualquier hombre. El estafador no estafa a los suyos. El asesino tiene en su casa las manos limpias. Pero el borracho hiede y vomita en su propia cama y disuelve sus órganos en el alcohol.

—Tú eres mujer y no puedes comprenderlo —dijo Pablo con resignación—. Yo me he emborrachado con vino y sería feliz si no fuera por esa gente a la que maté. Esa gente me llena de pesar.

Movió la cabeza con aire lúgubre.

—Dadle un poco de eso que ha traído el Sordo —dijo Pilar—. Dadle alguna cosa que le anime. Se está poniendo triste; se está poniendo insoportable.

—Si pudiera devolverles la vida, se la devolvería —dijo Pablo.

—Vete a la mierda —dijo Agustín—. ¿Qué clase de lugar es este?

—Les devolvería la vida —dijo tristemente Pablo— a todos.

—¡Tu madre! —le gritó Agustín—. Deja de hablar como hablas, o lárgate ahora mismo. Los que mataste eran fascistas.

—Pues ya me habéis oído —dijo Pablo—; quisiera devolverles a todos la vida.

—Y después caminaría sobre las aguas —dijo Pilar—. En mi vida he visto un hombre semejante. Hasta ayer aún te quedaba algo de hombría. Pero hoy tienes menos valor que una gata enferma. Ahora, eso sí, te sientes más contento cuanto más mojado te sientes.

—Debiéramos haberlos matado a todos o a nadie —siguió diciendo Pablo, moviendo la cabeza—. A todos o a nadie.

—Escucha, inglés —dijo Agustín—: ¿cómo se te ocurrió venir a España? No hagas caso a Pablo. Está borracho.

—Vine por vez primera hace doce años, para conocer este país y aprender el idioma —dijo Robert Jordan—. Enseño español en la Universidad.

—No tienes cara de profesor —dijo Primitivo.

—No tiene barba —dijo Pablo—. Miradle, no tiene barba.

—¿Eres de verdad profesor?

—Ayudante.

—Pero ¿das clase?

—Sí.

—¿Y por qué enseñas español? —preguntó Andrés—. ¿No te resultaría más fácil enseñar inglés, ya que eres inglés?

—Habla el español casi tan bien como nosotros —dijo Anselmo—. ¿Por qué no iba a poder enseñar español?

—Sí, pero es un poco raro para un extranjero enseñar español —dijo Fernando—. Y no es que quiera decir nada contra usted, don Roberto.

—Es un falso profesor —dijo Pablo, muy contento de sí mismo—. Y no tiene barba.

—Seguramente hablará mejor el inglés —dijo Fernando—. ¿No le sería más fácil y más claro enseñar inglés?

—No enseña español a los españoles —empezó a decir Pilar.

—Espero que no —dijo Fernando.

—Déjame acabar, especie de mula —dijo Pilar—: enseña español a los americanos, a los americanos del Norte.

—¿No saben español? —preguntó Fernando—. Los americanos del Sur lo hablan.

—Pedazo de mulo —dijo Pilar—, enseña español a los americanos del Norte, que hablan inglés.

—Pero, a pesar de todo, sigo pensando que le sería más fácil enseñar inglés, que es lo que habla —insistió Fernando.

—¿No estás oyendo decir que habla español? —dijo Pilar, haciendo a Robert Jordan un gesto de desconsuelo.

—Sí, pero lo habla con acento.

—¿De dónde? —preguntó Robert Jordan.

—De Extremadura —aseguró Fernando sentenciosamente.

—¡Mi madre! —dijo Pilar—. ¡Qué gente!

—Es posible —dijo Robert Jordan—. He estado allí antes de venir aquí.

—Pero si él lo sabía. Escucha tú, especie de monja —dijo Pilar, dirigiéndose a Fernando—, ¿has comido bastante?

—Comería más si lo hubiera —contestó Fernando—; y no crea que tengo nada en contra suya, don Roberto.

—Mierda —dijo sencillamente Agustín—. Y remierda. ¿Es que hemos hecho la revolución para llamar don Roberto a un camarada?

—Para mí la revolución consiste en llamar don a todo el mundo —opinó Fernando—. Y así es como debiera hacerse en la República.

—Leche —dijo Agustín—; j… leche.

—Y pienso además que sería más fácil y más claro para don Roberto que enseñara inglés.

—Don Roberto no tiene barba —dijo Pablo—; es un falso profesor.

—¿Qué quieres decir con eso de que no tengo barba? —preguntó Robert Jordan. Se pasó la mano por la barba y las mejillas, por donde la barba de tres días formaba una aureola rubia.

—Eso no es una barba —dijo Pablo, moviendo la cabeza. Estaba casi jovial—. Es un falso profesor.

—Me c… en la leche de todo el mundo —dijo Agustín—. Esto parece un manicomio.

—Deberías beber —le aconsejó Pablo—; a mí, todo me parece claro, menos la barba de don Roberto.

María pasó la mano por la mejilla de Jordan.

—Pero si tiene barba —dijo, dirigiéndose a Pablo.

—Tú eres quien tiene que saberlo —dijo Pablo, y Robert Jordan le miró.

«No creo que esté tan borracho —se dijo—. No, no está tan borracho, y haría bien en estar alerta».

—Dime —preguntó a Pablo—, ¿crees que esta nieve va a durar mucho?

—¿Qué es lo que crees tú?

—Eso es lo que yo te pregunto.

—Pregúntaselo a otro —dijo Pablo—. Yo no soy tu servicio de información. Tú tienes un papel de tu servicio de información. Pregúntaselo a la mujer. Ella es la que manda.

—Es a ti a quien lo he preguntado.

—Vete a la mierda —le dijo Pablo—. Tú, la mujer y la chica.

—Está borracho —dijo Primitivo—. No le hagas caso, inglés.

—No creo que esté tan borracho —dijo Robert Jordan.

María estaba en pie detrás de él y Robert Jordan vio que Pablo la miraba por encima de su hombro. Sus ojillos de verraco miraban fijamente, emergiendo de aquella cabeza redonda y cubierta de pelos por todas partes, y Robert Jordan pensaba: «He conocido en mi vida muchos asesinos y todos eran distintos. No tenían un solo rasgo común, ni tipo criminal. Pero Pablo es un bellaco».

—No creo que seas capaz de beber —dijo a Pablo—, ni que estés borracho.

—Estoy borracho —aseguró Pablo con dignidad—. Beber no es nada; lo importante es estar borracho. Estoy muy borracho.

—Lo dudo —dijo Robert Jordan—; lo que sí creo es que eres un cobarde.

Se hizo un silencio súbito en la cueva, de tal modo que podía oírse el siseo de la leña quemándose en el fogón donde Pilar guisaba. Robert Jordan oyó crujir la piel de cordero en que apoyaba sus pies. Creyó oír la nieve que caía fuera. No la oía en realidad, pero oía caer el silencio.

«Quisiera matarle y acabar —pensó Robert Jordan—. No sé lo que va a hacer, pero seguramente nada bueno. Pasado mañana será lo del puente y este hombre es malo y representa un peligro para toda la empresa. Vamos, acabemos con él».

Pablo le sonrió, levantó un dedo y se lo pasó por la garganta. Movió la cabeza de un lado para otro, con toda la holgura que le consentía su grueso y corto cuello.

—No, inglés —dijo—; no me provoques. —Miró a Pilar y añadió—: No es así como te verás libre de mí.

—Sinvergüenza —le dijo Robert Jordan, decidido a actuar—. ¡Cobarde!

—Es posible —contestó Pablo—; pero no dejaré que me provoquen. Toma un trago, inglés, y ve a decir a la mujer que has fracasado.

—Cállate la boca —dijo Robert Jordan—; si te provoco es por cuenta mía.

—Pierdes el tiempo —le contestó Pablo—. Yo no provoco a nadie.

—Eres un bicho raro —advirtió Jordan, que no quería perder la partida ni marrar el golpe por segunda vez; sabía mientras hablaba que todo había sucedido antes; tenía la impresión de que representaba un papel que se había aprendido de memoria y que se trataba de algo que había leído o soñado, y sentía girar todas las cosas en un círculo preestablecido.

—Muy raro, sí —dijo Pablo—; muy raro y muy borracho. A tu salud, inglés. —Metió una taza en el cuenco de vino y la levantó en alto—. Salud ye…

Un tipo raro, en verdad, y astuto y muy complicado, pensó Robert Jordan, que ya no podía oír el siseo del fuego: de tal forma le golpeaba con fuerza el corazón.

—A tu salud —dijo Robert Jordan, y metió también una taza en el cuenco de vino.

La tradición no significaría nada sin todas aquellas ceremonias, pensó. Adelante, pues, con el brindis:

—Salud —dijo—. Salud y más salud. —«Y vete al diablo con la salud —pensó—, que te haga buen provecho la salud».

—Don Roberto… —dijo Pablo, con voz torpe.

—Don Pablo… —replicó Robert Jordan.

—Tú no eres profesor, porque no tienes barba —insistió Pablo—. Y además, para deshacerte de mí será menester que me mates, y para eso no tienes c…

Miraba a Robert Jordan con la boca cerrada, tan apretada, que sus labios no eran más que una estrecha línea; como la boca de un pez, pensó Robert Jordan. Con esa cabeza, se diría uno de esos peces que tragan aire y se hinchan una vez fuera del agua.

—Salud, Pablo —dijo Robert Jordan. Levantó la taza y bebió—. Estoy aprendiendo mucho de ti.

—Enseño al profesor —dijo Pablo, moviendo la cabeza—. Vamos, don Roberto, seamos amigos. —Ya somos amigos.

—Pero ahora vamos a ser buenos amigos.

—Ya somos buenos amigos.

—Ahora mismo me voy —dijo Agustín—. Es verdad que se dice que hace falta comer una tonelada de eso en la vida; pero en estos momentos creo que tengo metida una arroba en cada oreja.

—¿Qué es lo que te pasa, negro? —le preguntó Pablo—. ¿No quieres ver que don Roberto y yo somos amigos?

—Cuidado con llamarme negro —dijo Agustín, acercándose a Pablo y deteniéndose delante de él, con un ademán amenazador.

—Así es como te llaman todos —dijo Pablo.

—Pero no tú.

—Bueno, entonces te llamaré blanco.

—Tampoco eso.

—¿Entonces, qué es lo que eres tú, rojo?

—Sí, rojo. Con la estrella roja del Ejército en el pecho y a favor de la República. Y me llamo Agustín.

—¡Qué patriota! —dijo Pablo—. Fíjate bien, inglés; es un patriota modelo.

Agustín le golpeó duramente en la boca con el dorso de la mano izquierda. Pablo siguió sentado. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de vino y su expresión no cambió; pero Robert Jordan vio que sus ojos se achicaban como las pupilas de un gato, bajo los efectos de una intensa luz.

—Eso no cuenta —dijo Pablo—. No cuentes con eso, mujer. —Volvió la cabeza mirando a Pilar—. No me dejaré provocar.

Agustín le golpeó de nuevo. Esta vez le dio con el puño en la boca. Robert Jordan sostenía la pistola por debajo de la mesa con el seguro levantado. Empujó a María hacia atrás con su mano izquierda. La muchacha retrocedió con desgana y él la empujó con fuerza, dándole con la mano un golpe fuerte en la espalda, para que se retirase enteramente. La muchacha obedeció por fin y Jordan vio con el rabillo del ojo que se deslizaba a lo largo de la pared hacia el fogón. Entonces Robert Jordan volvió la vista hacia Pablo.

Este permanecía sentado, con su cráneo redondo, mirando a Agustín con sus pequeños ojos entornados. Las pupilas se habían hecho todavía más pequeñas. Se pasó la lengua por los labios, levantó un brazo, se limpió la boca con el revés de la mano, y al bajar la vista, se la vio llena de sangre. Pasó suavemente la lengua por los labios y escupió.

—Esto no cuenta —dijo—; no soy un idiota. Yo no he provocado a nadie.

—Cabrón —gritó Agustín.

—Tú tienes que saberlo —dijo Pablo—. Conoces a la mujer.

Agustín le golpeó de nuevo con fuerza en la boca y Pablo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes amarillos, rotos, gastados, entre la línea ensangrentada de los labios.

—Acaba ya —dijo. Y cogió su taza para tomar nuevamente vino del cuenco—. Aquí no tiene nadie c… para matarme. Y todo eso de pegar es una tontería.

—¡Cobarde! —gritó Agustín.

—Eso no son más que palabras —dijo Pablo. Hizo buches con el vino para enjuagarse la boca y luego escupió al suelo—. Las palabras no me hacen mella.

Agustín permaneció parado junto a él, injuriándole; hablaba con lentitud, claridad y desdén, y le injuriaba de una forma tan regular como si estuviera arrojando estiércol en un campo, descargándolo de un carro.

—Tampoco eso vale. Tampoco eso vale. Acaba ya, Agustín, y no me pegues más. Vas a hacerte daño en las manos.

Agustín se apartó de él y se fue hacia la puerta.

—No salgas —dijo Pablo—; está nevando afuera. Quédate aquí al calor.

—Tú, tú… —Agustín se volvió para hablarle, poniendo todo su desprecio en el monosílabo—. Tú, tú…

—Sí, yo, y estaré todavía vivo cuando tú estés enterrado.

Llenó de nuevo la taza de vino, la elevó hacia Robert Jordan y dijo:

—Por el profesor. —Luego, dirigiéndose a Pilar—: Por la señora comandanta. —Y mirando a todos alrededor—: Por los ilusos.

Agustín se le acercó y, con un golpe rudo, le arrancó la taza de las manos.

—Ganas de perder el tiempo —dijo Pablo—. Es una tontería.

Agustín le insultó de un modo todavía más grosero.

—No —replicó Pablo, metiendo otra taza en el barreño—. Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no estoy borracho, no hablo. Tú no me has visto nunca hablar tanto. Pero un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse algunas veces para poder pasar el tiempo con los imbéciles.

—Me c… en la leche de tu cobardía —dijo Pilar—. Estoy harta de ti y de tu cobardía.

—¡Cómo habla esta mujer! —dijo Pablo—. Voy a ver a los caballos.

—Ve a encularlos —dijo Agustín—. ¿No es eso lo que haces con ellos?

—No —dijo Pablo, negando con la cabeza. Se puso a descolgar su enorme capote de la pared, sin perder de vista a Agustín—. Tú, tú y tu mala lengua —dijo.

—¿Qué es lo que vas a hacer entonces con los caballos? —preguntó Agustín.

—Observarlos —contestó Pablo.

—Encularlos —dijo Agustín—. Maricón de caballos.

—Quiero mucho a mis caballos —dijo Pablo—. Incluso por detrás son más hermosos y tienen más talento que otras personas. Divertíos —dijo, sonriendo—. Háblales del puente, inglés. Diles lo que tiene que hacer cada uno en el ataque. Diles cómo tienen que hacer la retirada. ¿Adónde les llevarás, inglés, después de lo del puente? ¿Adónde llevarás a tus patriotas? Me he pasado todo el día pensando en ello mientras bebía.

—¿Y qué has pensado? —preguntó Agustín.

—¿Qué es lo que he pensado? —preguntó Pablo, pasándose la lengua con cuidado por el interior de la boca—. ¿Qué te importa a ti lo que he pensado?

—Dilo —insistió Agustín.

—Muchas cosas —dijo Pablo, metiendo su enorme cabeza por el agujero de la manta sucia que le hacía de capote—. He pensado muchas cosas.

—Dilo —contestó Agustín—; di lo que has pensado.

—He pensado que sois un grupo de ilusos —dijo Pablo—. Un grupo de ilusos conducidos por una mujer que tiene los sesos entre las nalgas y un extranjero que viene a acabar con todos.

—Lárgate —dijo Pilar—. Vete a evacuar a la nieve. Vete a arrastrar tu mala leche por otra parte, maricón de caballos.

—Eso es hablar —dijo Agustín con admiración y distraídamente a la vez. Se había quedado preocupado.

—Ya me voy —dijo Pablo—; pero volveré pronto. —Levantó la manta de la entrada de la cueva y salió. Luego, desde la puerta gritó—: Aún sigue nevando, inglés.