ANSELMO ESTABA ACURRUCADO al arrimo de un árbol; la nieve le pasaba silbando por los oídos. Se apretaba contra el tronco, metiendo las manos en las mangas de su chaqueta y hundiendo la cabeza entre los hombros todo lo que podía. «Si me quedo aquí mucho tiempo, me helaré —pensaba—, y eso no servirá de nada. El inglés me ha dicho que me quede hasta que me releven, pero cuando me lo dijo no sabía que iba a haber esta tormenta. No ha habido movimiento anormal en la carretera y conozco la disposición y el horario del puesto del aserradero. Debiera volverme ahora al campamento. Cualquier persona con sentido común me diría que debo volver ahora al campamento. Pero voy a esperar un poco, y luego volveré al campamento. Es el inconveniente de las órdenes demasiado rígidas. No se prevé nada para el caso en que cambie la situación». Se frotó los pies, uno contra otro. Luego sacó las manos de las mangas de la chaqueta, se echó hacia delante, se frotó las piernas y se dio un pie contra otro para avivar la circulación. Hacía menos frío en aquel sitio al abrigo del viento y al amparo del árbol, pero tendría que ponerse pronto a caminar.
Estando allí acurrucado, frotándose los pies, oyó venir un coche por la carretera. Era un coche que llevaba cadenas, y uno de los anillos estaba suelto y golpeaba contra el suelo. Subía por la carretera cubierta de nieve, pintado de verde y castaño, a manchas irregulares, con las ventanillas pintarrajeadas de azul para ocultar el interior, aunque con un semicírculo transparente que permitía a sus ocupantes ver desde dentro. Era un Rolls Royce, de dos años atrás, un coche de ciudad camuflado para el uso del Estado Mayor. Pero Anselmo no lo sabía. No podía ver en el interior los tres oficiales envueltos en sus capotes. Dos en el asiento del fondo y uno sobre el asiento plegable. Cuando el coche pasó por donde estaba Anselmo, el oficial del asiento plegable miró por el semicírculo abierto en el azul del vidrio. Pero Anselmo no se dio cuenta. Ninguno de los dos vio al otro.
El coche pasó sobre la nieve por debajo del punto exacto en donde se encontraba Anselmo. Anselmo vio al conductor con la cara enrojecida y el casco de acero, que apenas salía del grueso capote en que iba envuelto; vio el cañón de la ametralladora que llevaba el soldado sentado junto al conductor. Luego el coche desapareció y Anselmo, rebuscando en el interior de su chaqueta, sacó del bolsillo de la camisa dos hojitas arrancadas del carnet de Robert Jordan e hizo una señal frente al dibujo que representaba un coche. Era el décimo coche que subía por la carretera aquel día. Seis habían vuelto a bajar. Cuatro estaban arriba todavía. Todo ello no tenía nada de anormal, pero Anselmo no distinguía entre los Ford, los Fiat, los Opel, los Renault y los Citroën del Estado Mayor de la división que guarnecía los puertos y la línea de montañas, y los Rolls Royce, los Lancia, los Mercedes y los Isotta, del Cuartel General. Esa distinción la hubiera hecho Robert Jordan de haber estado en el puesto del viejo, y habría comprendido la significación de los coches que subían. Pero Robert Jordan no estaba allí, y el viejo no podía hacer más que señalar sencillamente en aquella hoja de papel cada coche que subía por la carretera.
Anselmo tenía tanto frío en aquellos momentos, que resolvió regresar al campamento antes que llegara la noche. No tenía miedo de perderse, pero pensaba que era inútil permanecer más tiempo allí. El viento soplaba cada vez más frío y la nieve no menguaba. No obstante, cuando se puso en pie, pateando y mirando a la carretera al través de la capa espesa de copos, no se decidió todavía a ponerse en marcha, sino que se quedó allí apoyado contra la parte más resguardada del tronco del pino, esperando.
«El inglés me ha dicho que me quede aquí —pensaba—. Quizás esté ahora en camino hacia aquí. Si me voy, puede perderse en la nieve mientras me busca. En esta guerra hemos sufrido por falta de disciplina y desobediencia a las órdenes. Voy a aguardar todavía un rato al inglés. Pero si no llega pronto tendré que irme, a pesar de todas las órdenes, porque tengo que dar un informe inmediatamente y tengo que hacer muchas cosas estos días; y el quedarme aquí helado sería una exageración sin ninguna utilidad».
Del otro lado de la carretera, en el aserradero, brotaba el humo de la chimenea y Anselmo podía percibir el olor del humo porque se lo llevaba el viento al través de la nieve. «Los fascistas están abrigados —pensó—, y muy a gusto, y mañana por la noche los mataremos. Es una cosa rara y no me gusta pensar en eso. Los he estado observando todo el día; son hombres como nosotros. Creo que podría ir al aserradero, llamar a la puerta y que sería bien recibido; si no fuera porque tienen la orden de pedir los papeles a todos los viajeros. Pero entre ellos y yo no hay más que órdenes. Esos hombres no son fascistas. Los llamo así, pero no lo son. Son pobres gentes como nosotros. No debieran haber combatido jamás contra nosotros, y no me gusta nada la idea de matarlos. Los de ese puesto son gallegos. Lo sé, porque los he oído hablar esta tarde. No pueden desertar porque, entonces, fusilarían a sus familias. Los gallegos son muy inteligentes o muy torpes y brutos. He conocido de las dos clases. Líster es de Galicia, de la misma ciudad que Franco. Me pregunto lo que piensan de la nieve esas gentes de Galicia, ahora, en esta época del año. No tienen montañas tan altas como nosotros. En su tierra está siempre lloviendo y todo está siempre verde».
Una luz apareció en la ventana del aserradero. Anselmo se estremeció, pensando: «Al diablo el inglés. Ahí están los gallegos, la mar de confortables, en una casa, aquí, en nuestra Sierra y yo me hielo detrás de un árbol; ellos viven a gusto y nosotros vivimos en un agujero de la montaña como bestias del campo. Pero mañana las bestias saldrán de su agujero y los que están tan a gusto en estos momentos morirán tan a gusto en su cama. Como los que murieron la noche en que atacamos Otero». No le gustaba acordarse de Otero.
En Otero tuvo que matar aquella noche por primera vez y confiaba no tener que matar en la operación que ahora planeaban. Fue en Otero donde Pablo apuñaló al centinela, mientras Anselmo le echaba una manta por encima de la cabeza. El centinela agarró a Anselmo por un pie, envuelto en la manta como estaba, y empezó a dar gritos espantosos. Anselmo tuvo que darle de puñaladas al través de la manta, hasta que el otro soltó el pie y se cayó. Con la rodilla puesta sobre la garganta del hombre para hacerle callar, seguía dando puñaladas al bulto, mientras Pablo arrojaba la bomba por la ventana dentro de la habitación en donde dormían los hombres del puesto de guardia. En el momento de la explosión se hubiera dicho que el mundo entero estallaba en rojo y amarillo ante sus propios ojos; y otras dos bombas fueron lanzadas. Pablo tiró de las espoletas y las arrojó rápidamente por la ventana. Los que no quedaron muertos en su cama, perecieron al levantarse, por la segunda explosión de la bomba. Era la gran época de Pablo; la época en que asolaba la región como un tártaro y ningún puesto fascista estaba seguro por la noche.
«Y ahora está acabado y desinflado, como un verraco castrado —pensó Anselmo—. Cuando se acaba la castración y cesan los alaridos, se arrojan las dos glándulas al suelo y el verraco, que ya no es un verraco, se va hacia ellas hozando y hocicando y se las come. No, todavía no hemos llegado a tanto —pensó Anselmo sonriendo—; quizás estemos pensando demasiado mal, incluso aunque se trate de Pablo. Pero es un bellaco y ha cambiado mucho. Hace demasiado frío. Si, al menos, viniera el inglés… Si al menos no tuviera que matar en ese puesto… Esos cuatro gallegos y el cabo son para quienes gusten de matar. El inglés lo ha dicho. Lo haré, si es ese mi deber; pero el inglés ha dicho que me quedaría con él en el puente y que de eso serían los otros quienes se encargaran. En el puente habrá una batalla, y si soy capaz de aguantar, habré hecho todo lo que puede hacer un viejo en esta guerra. Pero que venga el inglés pronto, porque tengo frío y el ver la luz del aserradero, donde sé que los gallegos están al calor, me da más frío. Querría estar en mi casa y que esta guerra hubiera concluido. Pero ¡si no tengo casa! Hay que ganar esta guerra antes que pueda volver a mi casa».
En el interior del aserradero, uno de los soldados estaba sentado en su cama de campaña, limpiándose las botas. El otro estaba tumbado y dormía. Un tercero guisaba y el cabo leía el periódico. Los cascos estaban colgados de la pared y los fusiles apoyados contra el tabique de madera.
—¿Qué diablo de país es este, que nieva cuando estamos casi en junio? —preguntó el soldado que estaba sentado en la cama.
—Es un fenómeno —dijo el cabo.
—Estamos en la luna de mayo —dijo el soldado que hacía la cocina—. La luna de mayo no ha acabado todavía.
—¿Qué diablos de país es este donde nieva en mayo? —insistió el soldado sentado en la cama.
—En mayo no es rara la nieve por estas montañas —insistió el cabo—. Aquí, en Castilla, mayo es un mes de mucho calor que puede ser también de mucho frío.
—O de mucha lluvia —dijo el soldado que estaba en la cama—. Este mes de mayo ha estado lloviendo casi todos los días.
—No tanto —dijo el soldado que cocinaba—; y de todas maneras, mayo está en la luna de abril.
—Es como para volverse loco contigo y con tus lunas —dijo el cabo—. Déjanos en paz con tus lunas.
—Todos los que viven cerca del mar o del campo saben que es la luna y no el mes lo que importa —dijo el soldado cocinero—. Ahora, por ejemplo, acaba de comenzar la luna de mayo. Sin embargo, pronto estaremos en junio.
—¿Por qué no retrasamos de una vez todas las estaciones del año? —dijo el cabo—. Todas esas complicaciones me dan dolor de cabeza.
—Tú eres de la ciudad —dijo el soldado que guisaba—. Tú eres de Lugo. ¿Qué sabes tú del mar o del campo?
—Se aprende más en una ciudad, que vosotros, analfabetos, en el mar o en el campo.
—Con esta luna vienen los primeros bancos de sardinas —dijo el soldado que guisaba—. En esta luna se aparejan los bous y los arenques se van al Norte.
—¿Por qué no estás tú en la Marina, siendo como eres de Noya? —preguntó el cabo.
—Porque no estoy empadronado en Noya, sino en Negreira, donde nací. Y en Negreira, que está a orillas del río Tambre, te llevan al ejército.
—Vaya una suerte —dijo el cabo.
—No creas que faltan peligros en la Marina —dijo el soldado que estaba en la cama—. Aunque no haya combates, la cosa tiene en invierno sus peligros.
—No hay nada peor que el ejército —dijo el soldado.
—Y lo dices tú, que eres cabo —dijo el soldado que guisaba—. Vaya una manera de hablar.
—No —dijo el cabo—. Hablo de los peligros. Me refiero a que hay que aguantar bombardeos, ataques y, en general, a la vida de las trincheras.
—Aquí no tenemos que sufrir nada de eso —dijo el soldado que estaba sentado en la cama.
—Gracias a Dios —dijo el cabo—. Pero ¿quién sabe lo que va a caernos encima? No vamos a estar siempre tan a gusto.
—¿Cuánto tiempo te figuras tú que vamos a quedarnos en este chamizo?
—No lo sé —dijo el cabo—; pero me gustaría que durase toda la guerra.
—Seis horas de guardia es demasiado —dijo el soldado que guisaba.
—Se harán guardias de tres horas mientras dure la tormenta —dijo el cabo—. Es lo acostumbrado.
—¿Qué han venido a hacer todos esos coches del Estado Mayor? —preguntó el soldado que estaba en la cama—. No me gustan nada, pero nada, todos esos coches del Estado Mayor.
—A mí tampoco —dijo el cabo—; todas esas cosas son de mal agüero.
—¿Y qué me decís de la aviación? —preguntó el soldado que guisaba—. La aviación es cosa mala.
—Pero nosotros tenemos una aviación formidable —dijo el cabo—. Los rojos no tienen una aviación como la nuestra. Esos aparatos de esta mañana eran como para poner alegre a cualquiera.
—Yo he visto los aviones de los rojos cuando eran algo serio —dijo el soldado que estaba sentado en la cama—. He visto sus bombarderos bimotores y era un horror tener que soportarlos.
—Sí, pero no son tan buenos como nuestra aviación —dijo el cabo—. Nosotros tenemos una aviación insuperable.
Así era como hablaban en el aserradero, mientras Anselmo aguardaba bajo la nieve mirando la carretera y la luz que brillaba en la ventana.
«Espero que no tendré que tomar parte en la matanza —pensaba Anselmo—. Cuando se acabe la guerra habrá que hacer una gran penitencia por todas las matanzas. Si no tenemos ya religión después de la guerra, hará falta que hagamos una especie de penitencia cívica organizada para que todos se purifiquen de la matanza, porque si no, jamás habrá verdadero fundamento humano para vivir. Es necesario matar, ya lo sé; pero, a pesar de todo, es cosa mala para un hombre, y creo que cuando todo concluya y hayamos ganado la guerra, será menester hacer una especie de penitencia para la purificación de todos».
Anselmo era un hombre muy bueno, y siempre que estaba solo, cosa que le sucedía con mucha frecuencia, esa cuestión de la matanza le atormentaba.
«¿Qué pasará con el inglés? —se preguntaba—. Me dijo que a él no le importaban esas cosas. Y sin embargo, tiene cara de persona buena y de buenos sentimientos. Quizá sea que para los jóvenes eso no tiene importancia. Quizá sea que para los extranjeros o para los que no han tenido nuestra religión no tenga importancia. Pero creo que todos los que hayan matado se harán malos con el tiempo, y, por mucho que sea necesario, creo que matar es un gran pecado y que después de esto habrá que hacer algo muy duro para expiarlo».
Se había hecho de noche mientras tanto. Anselmo miraba la luz del otro lado de la carretera y se golpeaba el pecho con los brazos para entrar en calor. «Ahora —pensaba— es tiempo de volver ya al campamento». Pero algo le retenía junto al árbol, por encima de la carretera. Seguía nevando con fuerza y Anselmo pensaba: «Si se pudiera volar el puente esta noche… En una noche como esta sería cosa de nada tomar el puesto, volar el puente y así habríamos acabado. En una noche como esta podríamos hacer cualquier cosa que nos propusiéramos».
Luego se quedó allí, de pie, arrimado al árbol, golpeando el suelo suavemente con los pies y ya no pensó más en el puente. La llegada de la noche le hacía sentirse siempre más solo, y aquella noche se sentía tan solo, que se había hecho dentro de él un vacío como si fuera de hambre. En otros tiempos conseguía aliviar esa sensación de soledad rezando sus oraciones. A veces, al volver de caza, rezaba la misma oración varias veces y se sentía mejor. Pero desde el Movimiento no había rezado una sola vez. Echaba de menos la oración, aunque se le antojaba poco honrado e hipócrita el rezar. No quería pedir ningún favor especial, ningún trato diferente del que estaban recibiendo todos los hombres.
«No —pensaba—, yo estoy solo. Pero así están también todos los soldados y todos los que se han quedado sin familia o sin sus padres. Yo no tengo mujer, pero estoy satisfecho de que muriese antes del Movimiento. No lo hubiera comprendido. No tengo hijos ni los tendré jamás. Estoy solo de día cuando trabajo y cuando llega la noche es una soledad mucho mayor. Pero hay una cosa que tengo y que ningún hombre ni ningún Dios podrá quitarme, y es que he trabajado bien por la República. He trabajado mucho por el bien de que disfrutaremos todos y he hecho todo lo que he podido desde que comenzó el Movimiento, y no he hecho nada que sea vergonzoso. Lo único que lamento es que haya que matar. Pero seguramente habrá algo que lo compense, porque un pecado como ese, que han cometido tantos, requiere que encontremos una justa remisión. Querría hablar de ello con el inglés; pero, como es tan joven, quizá no me comprenda. Él habló de las matanzas. ¿O bien fui yo quien habló primero? Ha debido de matar a muchos; pero, sin embargo, no tiene cara de que le guste eso. En los que gustan de hacer eso hay siempre algo como corrompido. Tiene que ser un gran pecado. Por muy necesario que sea, es una cosa a la que creo que no se tiene derecho. Pero en España se hace eso muy a menudo y, a veces, sin verdadera necesidad. Y se cometen de golpe muchas injusticias que luego no pueden ser reparadas. Me gustaría no cavilar tanto en ello. Me gustaría que hubiese una penitencia que pudiéramos empezar a hacer ahora mismo, porque es la única cosa que he cometido en mi vida que me hace sentirme mal cuando estoy solo. Todo lo demás puede ser perdonado o hay una posibilidad de que sea perdonado viviendo de una manera decente y honrada. Pero creo que eso de matar es un gran pecado, y quisiera estar en paz sobre este asunto. Más tarde podría haber ciertos días en que trabajásemos para el Estado o ciertas cosas que podríamos hacer para borrar todo eso. O será tal vez algo que cada uno tenga que pagar, como se hacía en tiempos en la Iglesia», pensó, y sonrió. La Iglesia estaba bien organizada para el pecado. La idea le gustó, y estaba aún sonriendo en la oscuridad cuando llegó Robert Jordan. Llegó silenciosamente y el viejo no le vio hasta que no le tuvo a su lado.
—¡Hola, viejo! —le susurró al oído Jordan, golpeándole cariñosamente en la espalda—. ¿Cómo van las cosas, abuelo?
—Con mucho frío —dijo Anselmo. Fernando se había quedado un poco distante, vuelto de espaldas a la nieve, que seguía cayendo.
—Vamos —cuchicheó Jordan—; ven a calentarte al campamento. Es un crimen haberte dejado aquí tanto tiempo.
—Esa es la luz de ellos —dijo Anselmo.
—¿Dónde está el centinela?
—No se le ve desde aquí. Está al otro lado del recodo.
—Que se vayan al diablo —dijo Robert Jordan—. Ya me contarás todo eso en el campamento. Vamos. Vámonos.
—Déjeme que se lo explique.
—Ya lo veré mañana por la mañana —dijo Robert Jordan—; toma un trago de esto.
Y mientras hablaba le tendió la cantimplora al viejo.
Anselmo desenroscó el tapón y bebió un trago.
—¡Ay! —exclamó, restregándose la boca—. Es como fuego.
—Vamos —dijo el inglés en la oscuridad—. Vámonos.
Se había hecho tan oscuro, que no se distinguía más que los copos de nieve empujados por el viento y la línea rígida de los troncos de los pinos. Fernando seguía un poco apartado.
«Mira, parece uno de esos indios que se paran delante de las cigarrerías —pensó Robert Jordan—. Creo que debiera ofrecerle también a él un trago».
—¡Eh, Fernando! —dijo el inglés, acercándosele—. ¿Un trago?
—No —contestó Fernando—; muchas gracias.
«Soy yo quien te da las gracias, hombre —pensó Robert Jordan—. Me contenta que los indios de las cigarrerías no beban. No me queda mucho. Chico, me alegro de ver al viejo». Miró a Anselmo y de nuevo le golpeó cariñosamente en la espalda, mientras empezaban a subir la cuesta.
—Me alegro de verte, abuelo —le dijo a Anselmo—; cuando estoy de mal humor, nada más verte se me va. Vamos, vamos para allá.
Ascendían por la ladera cubierta de nieve.
—De vuelta al palacio de Pablo —dijo Robert Jordan. En español, aquello sonaba bien.
—El palacio del Miedo —dijo Anselmo.
—La cueva de los huevos perdidos —replicó alegremente Robert Jordan.
—¿Qué huevos? —preguntó Fernando.
—Es una broma —replicó Robert Jordan—. Solamente una broma. No son huevos, ¿sabes? Son los otros.
—Pero ¿por qué perdidos? —preguntó Fernando.
—No lo sé —contestó Jordan—. Haría falta un libro para explicártelo. Pregúntaselo a Pilar.
Luego echó un brazo por encima de los hombros de Anselmo y fue así mientras andaban, dándole de cuando en cuando un golpe cariñoso.
—Escucha —le dijo—; no sabes cuánto me alegro de verte. ¿Me oyes? No sabes lo que vale en este país el encontrarse a alguien en el lugar en donde se le ha dejado.
Tenía tanta confianza en él, que hasta podía permitirse el lujo de hablar mal contra el país.
—Me alegro de verte —dijo Anselmo tuteándole por vez primera—; pero ya iba a marcharme.
—¿Qué es eso de que ibas a marcharte, hombre? —dijo alegremente Robert Jordan—. Antes te hubieras helado.
—¿Cómo van las cosas por arriba? —preguntó Anselmo.
—Muy bien —contestó Robert Jordan—. Todo va muy bien.
Se sentía dichoso con esa felicidad súbita y rara que puede adueñarse de un hombre al frente de un ejército revolucionario; la alegría de descubrir que uno de los dos flancos es seguro, y pensó que si se mantuvieran firmes los dos flancos sería demasiado; sería tanto, que casi no se podría resistir. Era bastante con un flanco, y un flanco, si las cosas se miraban a fondo, era un hombre. Sí, un hombre sólo. Esto no era el axioma que deseaba, pero el hombre era bueno. Era un hombre bueno. «Tú serás el flanco izquierdo en la batalla; más vale que no te lo diga ahora. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Aunque va a ser una batalla dura. Bueno, yo he deseado siempre contar con una batalla para mí solo. Siempre he tenido una idea en materia de batallas sobre lo que había sido erróneo en todas las otras batallas, desde la de Agincourt. Conviene que esta batalla salga bien. Será una batalla pequeña, pero muy bonita. Si puedo hacer lo que he maquinado, será una batalla realmente muy linda».
—Escucha —dijo a Anselmo—, me alegro horrores de verte.
—Yo también —contestó el viejo.
Mientras subían por el monte en la oscuridad, con el viento a las espaldas y la tormenta zumbando en torno a ellos, Anselmo dejó de sentirse solo. No se había sentido solo desde el momento en que el inglés le golpeó cariñosamente en las espaldas. El inglés estaba contento y habían bromeado juntos. El inglés decía que todo iba a marchar bien y que no estaba preocupado. La bebida le había calentado el estómago y sus pies se le iban calentando a medida que trepaban.
—No ha habido gran cosa por la carretera —dijo al inglés.
—Bien —contestó este—; me lo contarás todo cuando lleguemos.
Anselmo se sentía dichoso y se alegraba de haberse quedado en su puesto de observación.
Si hubiese vuelto al campamento, no hubiera sido incorrecto. Hubiera sido una cosa atinada y correcta el haberlo hecho, dadas las circunstancias, pensaba Robert Jordan. Pero se había quedado en el lugar que se le dijo. Aquello era la cosa más rara que podía verse en España. Permanecer en su puesto durante una tormenta supone muchas cosas. No es ninguna tontería el que los alemanes empleen la palabra Sturm (tormenta), para designar un asalto. «Me vendrían bien un par de hombres como él, capaces de quedarse en el lugar que se les ha designado. Me vendrían muy bien. Me pregunto si Fernando se hubiera quedado. Es posible. Después de todo fue él quien se ofreció a acompañarme, hace un momento. ¿Crees que se hubiera quedado? La cosa estaría bien. Es lo suficientemente tozudo para ello. Tengo que hacerle algunas preguntas. ¿Qué estará pensando este viejo indio de cigarrería en estos momentos?».
—¿En qué piensas, Fernando? —preguntó Jordan.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por curiosidad —contestó Jordan—. Soy un hombre muy curioso.
—Estaba pensando en la cena —dijo Fernando.
—¿Te gusta comer?
—Sí. Mucho.
—¿Qué tal guisa Pilar?
—Lo corriente —dijo Fernando.
«Es un segundo Coolidge —pensó Jordan—. Pero, bueno, de todos modos tengo la impresión de que es uno de los que se quedarían».
Y siguieron trepando, colina arriba, entre la nieve.