CAMINANDO POR LA ALTA PRADERA Robert Jordan sentía el roce de la maleza contra sus piernas; sentía el peso de la pistola sobre la cadera; sentía el sol sobre su cabeza; sentía a su espalda la frescura de la brisa que soplaba de las cumbres nevadas; sentía en su mano la mano firme y fuerte de la muchacha y sus dedos entrelazados. De aquella mano, de la palma de aquella mano apoyada contra la suya, de sus dedos entrelazados y de la muñeca que rozaba su muñeca, de aquella mano, de aquellos dedos y de aquella muñeca emanaba algo tan fresco como el soplo que os llega del mar por la mañana, ese soplo que apenas riza la superficie de plata; y algo tan ligero como la pluma que os roza los labios o la hoja que cae al suelo en el aire inmóvil. Algo tan ligero que sólo podía notarse con el roce de los dedos, pero tan fortificante, tan intenso y tan amoroso en la forma de apretar de los dedos y en la proximidad estrecha de la palma y de la muñeca, como si una corriente ascendiera por su brazo y le llenase todo el cuerpo con el penoso vacío del deseo. El sol brillaba en los cabellos de la muchacha, dorados como el trigo, en su cara bruñida y morena y en la suave curva de su cuello, y Jordan le echó la cabeza hacia atrás, la estrechó entre sus brazos y la besó. Al besarla la sintió temblar, y acercando todo su cuerpo al de ella, sintió contra su propio pecho, a través de su camisa, la presión de sus senos pequeños y redondos; alargó la mano, desabrochó los botones de su camisa, se inclinó sobre la muchacha y la besó. Ella se quedó temblando, con la cabeza echada hacia atrás, sostenida apenas por el brazo de él. Luego bajó la barbilla y rozó con ella los cabellos de Robert Jordan, y cogió la cabeza de él entre sus manos como para acunarla. Entonces él se irguió y, rodeándola con ambos brazos, la abrazó con tanta fuerza, que la levantó del suelo mientras sentía el temblor que le recorría todo el cuerpo. Ella apoyó los labios en el cuello de él y Jordan la dejó caer suavemente mientras decía:
—María. María. —Luego dijo—: ¿Adónde podríamos ir?
Ella no respondió. Deslizó su mano por entre su camisa y Jordan vio que le desabrochaba los botones.
—Yo también. Quiero besarte yo también —dijo ella.
—No, conejito mío.
—Sí, quiero hacerlo todo como tú.
—No; no es posible.
—Bueno, entonces, entonces…
Y hubo entonces el olor de la jara aplastada y la aspereza de los tallos quebrados debajo de la cabeza de María, y el sol brillando en sus ojos entornados. Toda su vida recordaría él la curva de su cuello, con la cabeza hundida entre las hierbas, y sus labios, que apenas se movían, y el temblor de sus pestañas, con los ojos cerrados al sol y al mundo. Y para ella todo fue rojo naranja, rojo dorado, con el sol que le daba en los ojos; y todo, la plenitud, la posesión, la entrega, se tiñó de ese color con una intensidad cegadora. Para él fue un sendero oscuro que no llevaba a ninguna parte, y seguía avanzando sin llevar a ninguna parte, y seguía avanzando más sin llevar a ninguna parte, hacia un sin fin, hacia una nada sin fin, con los codos hundidos en la tierra, hacia la oscuridad sin fin, hacia la nada sin fin, suspendido en el tiempo, avanzando sin saber hacia dónde, una y otra vez, hacia la nada siempre, para volver otra vez a nacer, hacia la nada, hacia la oscuridad, avanzando siempre hasta más allá de lo soportable y ascendiendo hacia arriba, hacia lo alto, cada vez más alto, hacia la nada. Hasta que, de repente, la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se alejaba bajo ellos.
Un momento después se encontró tumbado de lado, con la cabeza hundida entre las hierbas. Respiró a fondo el olor de las raíces, de la tierra y del sol que le llegaba a través de ellas y le quemaba la espalda desnuda y las caderas, y vio a la muchacha tendida frente a él, con los ojos aún cerrados, y al abrirlos, le sonrió; y él, como en un susurro y como si llegara de muy lejos, aunque de una lejanía amistosa, le dijo:
—Hola, conejito.
Ella sonrió y desde muy cerca le dijo:
—Hola, inglés.
—No soy inglés —dijo él perezosamente.
—Sí —dijo ella—, lo eres. Eres mi inglés. —Se inclinó sobre él, le cogió de las orejas y le besó en la frente—. Ahí tienes. ¿Qué tal? ¿Beso ahora mejor?
Luego, mientras caminaban al borde del arroyo, Jordan le dijo:
—María, te quiero tanto y eres tan adorable, tan maravillosa y tan buena, y me siento tan dichoso cuando estoy contigo, que me entran ganas de morirme.
—Sí —dijo ella—; yo me muero cada vez… ¿Tú te mueres también?
—Casi me muero, aunque no del todo. ¿Notaste cómo se movía la tierra?
—Sí, en el momento en que me moría. Pásame el brazo por el hombro, ¿quieres?
—No, dame la mano. Eso basta.
La contempló un rato y luego miró al prado, en donde un halcón estaba cazando, y miró las enormes nubes de la tarde, que venían de las montañas.
—¿Y no sientes lo mismo con las otras? —le preguntó María, mientras iban caminando con las manos enlazadas.
—No; de veras que no.
—¿Has querido a muchas más?
—He querido a algunas. Pero a ninguna como a ti.
—¿Y no era como esto? ¿De veras que no?
—Era una cosa agradable, pero sin comparación.
—Se movía la tierra. ¿Lo habías notado otras veces?
—No; de veras que no.
—¡Ay! —exclamó ella—. Y sólo tenemos un día.
Jordan no dijo nada.
—Pero lo hemos tenido —insistió María—. Y ahora, dime ¿me quieres de verdad? ¿Te gusto? Cuando pase algún tiempo seré más bonita.
—Eres muy bonita ahora.
—No —dijo ella—. Pero ponme la mano sobre la cabeza.
Jordan lo hizo como se lo pedía y sintió que la cabellera corta se hundía bajo sus dedos con suavidad y volvía a levantarse en cuanto dejaba de acariciarla. Entonces le cogió la cabeza con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó.
—Me gusta que me beses —dijo ella—; pero yo no sé besarte.
—No tienes que hacerlo.
—Sí, tengo que hacerlo. Si voy a ser tu mujer, tengo que procurar darte gusto en todo.
—Me das ya gusto en todo. Nadie podría procurarme un placer mayor y no sé qué tendría que hacer yo para ser más feliz de lo que soy.
—Pues ya verás —dijo ella, rebosante de felicidad—. Te gusta ahora mi pelo porque hay poco; pero cuando crezca y sea largo, no seré fea, como ahora, y me querrás mucho más.
—Tienes un cuerpo muy bonito —dijo él—; el cuerpo más lindo del mundo.
—No, lo que pasa es que soy joven.
—No; en un cuerpo hermoso hay una magia especial. No sé lo que hace la diferencia entre uno y otro cuerpo, pero tú lo tienes.
—Lo tengo para ti —dijo ella.
—No.
—Sí. Para ti siempre, y sólo para ti. Pero eso no es nada; quisiera aprender a cuidarte bien. Dime la verdad; ¿no habías notado que la tierra se moviese antes de ahora?
—Nunca —dijo él con sinceridad.
—Bueno, entonces me siento feliz —dijo ella— me siento muy feliz. Pero ¿estás pensando en otra cosa? —le preguntó María a continuación.
—Sí, en mi trabajo.
—Me gustaría que tuviésemos caballos —dijo María—; me gustaría ir en un caballo y galopar contigo, y galopar cada vez más de prisa. Iríamos cada vez más de prisa, pero nunca llegaríamos más allá de mi felicidad.
—Podríamos llevar tu felicidad en avión —dijo Jordan, sin saber lo que decía.
—Y subir, subir hacia lo alto, como esos aviones pequeñitos de caza que brillan al sol —dijo ella—. Hacer una cabriola y luego caer. ¡Qué bueno! —exclamó, riendo—. Como sería tan dichosa, no lo notaría.
—Eso sí que es felicidad —dijo él, oyendo a medias lo que decía ella.
Porque en aquellos momentos ya no estaba allí. Seguía caminando al lado de la muchacha, pero su mente estaba ocupada con el problema del puente, que ahora se le ofrecía con toda claridad, nitidez y precisión, como cuando la lente de una cámara está bien enfocada. Vio los dos puestos, y a Anselmo y al gitano vigilándolos. La carretera vacía, y después llena de movimiento. Vio en dónde tenía que colocar los dos rifles automáticos para conseguir el mejor campo de tiro y se preguntó quién habría de servirlos. Al final, lo haría él, desde luego; pero al principio ¿quién? Colocó las cargas agrupándolas y sujetándolas bien y hundió en ellas los cartuchos, conectando los alambres; volvió luego al lugar en que había dispuesto la vieja caja del fulminante. Después siguió pensando en todas las cosas que podían ocurrir y en las que podían salir mal. «Basta —se dijo—. Deja de pensar en esas cosas. Has hecho el amor a esa muchacha, y ahora que tienes la mente despejada te pones a buscarte cavilaciones. Una cosa es pensar en lo que tienes que hacer y otra preocuparte inútilmente. No te preocupes. No debes hacerlo. Sabes perfectamente lo que tendrás que hacer y lo que puede ocurrir. Por supuesto, hay cosas que pueden ocurrir. Cuando te metiste en este asunto, sabías cuál era el objeto de tu lucha. Luchabas precisamente contra lo que ahora te ves obligado a hacer para contar con alguna probabilidad de triunfo. Te ves forzado a utilizar a personas que estimas, como si fueran tropas por las que no sintieras ningún afecto, si es que quieres tener éxito. Pablo ha sido indudablemente el más listo. Vio en seguida el peligro. La mujer estaba enteramente a favor del asunto y lo sigue estando, pero poco a poco se ha ido dando cuenta de lo que implicaba realmente y eso la ha cambiado mucho. El Sordo vio el peligro inmediatamente, pero está resuelto a llevarlo a cabo, aunque el asunto no le gusta más de lo que te gusta a ti. De manera que dices que no es lo que pueda sucederte a ti, sino lo que pueda sucederles a la mujer y a la muchacha y a los otros lo que te preocupa. Está bien. ¿Qué es lo que les hubiera sucedido de no haber aparecido tú? ¿Qué es lo que les sucedió antes de que tú vinieras? Es mejor no pensar en ello. Tú no eres responsable de ellos salvo en la acción. Las órdenes no emanan de ti. Emanan de Golz. ¿Y quién es Golz? Un buen general. El mejor de los generales bajo cuyas órdenes hayas servido nunca. Pero ¿debe ejecutar un hombre órdenes imposibles sabiendo a qué conducen? ¿Incluso aunque provengan de Golz, que representa al partido al mismo tiempo que al ejército?». Sí, debía ejecutarlas, porque era solamente ejecutándolas como podía probarse su imposibilidad. ¿Cómo saber que eran imposibles mientras no se hubiesen ensayado? Si todos se ponían a decir que las órdenes eran imposibles de cumplir cuando se recibían, ¿adonde irían a parar? ¿Adónde iríamos a parar todos, si se contentasen con decir «imposible» en el momento de recibir las órdenes?
Ya conocía él jefes para quienes eran imposibles todas las órdenes. Por ejemplo, aquel cerdo de Gómez, en Extremadura. Ya había visto bastantes ataques en que los flancos no avanzaban porque avanzar era imposible. No, él ejecutaría las órdenes, y si llegaba a tomar cariño a la gente con la que trabajaba, mala suerte.
Con su trabajo, ellos, los partizans, los guerrilleros, concitaban peligro y mala suerte a las gentes que les prestaban abrigo y ayuda. ¿Para qué? Para que algún día no hubiese más peligros y el país pudiera ser un lugar agradable para vivir. Así era, aunque la cosa pudiese parecer muy trillada.
Si la República perdiese, resultaría imposible para los que creían en ella vivir en España.
¿Estaba seguro de ello?
Sí, lo sabía por las cosas que había visto que habían sucedido en los lugares en donde habían estado los fascistas.
Pablo era un cerdo, pero los otros eran gentes extraordinarias y ¿no sería traicionarlas el forzarlas a hacer ese trabajo? Quizá lo fuera. Pero si no lo hacían, dos escuadrones de caballería los arrojarían de aquellas montañas al cabo de una semana.
No, no se ganaba nada dejándolos tranquilos. Salvo que se debía dejar tranquilo a todo el mundo y no molestar a nadie. De manera, se dijo, que él creía que era menester dejar a todo el mundo tranquilo. Sí, lo pensaba así. Pero ¿qué sería entonces de la sociedad organizada y de todo lo demás? Bueno, eso era un trabajo que tenían que hacer los otros. Él tenía que hacer otras cosas, por su cuenta, cuando acabase la guerra. Si luchaba en aquella guerra era porque había comenzado en un país que él amaba y porque creía en la República y porque si la República era destruida, la vida sería imposible para todos los que creían en ella. Se había puesto bajo el mando comunista mientras durase la guerra. En España eran los comunistas quienes ofrecían la mejor disciplina, la más razonable y la más sana para la prosecución de la guerra. Él aceptaba su disciplina mientras durase la guerra porque en la dirección de la guerra los comunistas eran los únicos cuyo programa y cuya disciplina le inspiraban respeto.
Pero ¿cuáles eran sus opiniones políticas? Por el momento, no las tenía. «No se lo digas a nadie —pensó—. No lo admitas siquiera. ¿Y qué vas a hacer cuando se acabe esta guerra? Me volveré a casa para ganarme la vida enseñando español, como lo hacía antes, y escribiré un libro absolutamente verídico. Apuesto algo a que lo escribiré. Apuesto algo a que no será difícil escribirlo».
Convendría que hablara de política con Pablo. Sería interesante sin duda conocer su evolución. El clásico movimiento de izquierda a derecha, probablemente; como el viejo Lerroux. Pablo se parecía mucho a Lerroux. Prieto era de la misma calaña. Pablo y Prieto tenían una fe, semejante poco más o menos, en la victoria final. Los dos tenían una política de cuatreros. Él creía en la República como una forma de Gobierno; pero la República tendría que sacudirse a aquella banda de cuatreros que la habían llevado al callejón sin salida en que se encontraba cuando la rebelión había comenzado. ¿Hubo jamás un pueblo como este, cuyos dirigentes hubieran sido hasta ese punto sus propios enemigos?
Enemigos del pueblo. He ahí una expresión que podía él pasar muy bien por alto, una frase tópica que convenía sacudirse. Todo ello era el resultado de haber dormido con María. Sus ideas políticas se iban convirtiendo desde hacía algún tiempo en algo tan estrecho e inconformista como las de un baptista de caparazón duro, y expresiones como enemigos del pueblo le acudían a la memoria sin que se tomase la pena de examinarlas. Toda clase de clisés revolucionarios y patrióticos. Su mente los adoptaba sin criticarlos. Quizá fueran auténticos, pero se habituaba demasiado fácilmente a tales expresiones. Sin embargo, después de la última noche y de la conversación con el Sordo, tenía el espíritu más claro y más dispuesto para examinar aquel asunto. El fanatismo era una cosa extraña. Para ser fanático hay que estar absolutamente seguro de tener la razón y nada infunde esa seguridad, ese convencimiento de tener la razón como la continencia. La continencia es el enemigo de la herejía.
¿Resistiría la premisa un examen? Esa era la razón por la que los comunistas perseguían tanto a los bohemios. Cuando uno se emborracha o comete pecado de fornicación o de adulterio, descubre uno su propia falibilidad hasta en ese sustituto tan mudable del credo de los apóstoles: la línea del partido. Abajo con la bohemia, el pecado de Mayakovski.
Pero Mayakovski era ya un santo. Porque había muerto y estaba enterrado convenientemente. «Tú también vas a estar apañado uno de estos días. Bueno, basta, basta de pensar en esto. Piensa en María».
María hacía mucho daño a su fanatismo. Hasta ahora no había ella dañado a su capacidad de resolución, pero notaba que prefería por el momento no morir. Renunciaría con gusto a un final de héroe o de mártir. No aspiraba a las Termópilas ni deseaba ser el Horacio de ningún puente ni el muchachito holandés con el dedo en el agujero del dique. No. Le hubiera gustado pasar algún tiempo con María. Y esa era la expresión más sencilla de todos sus deseos. Le hubiera gustado pasar algún tiempo, mucho tiempo con María.
No creía nunca que hubiera una cosa como mucho tiempo, pero, si por casualidad la había, le gustaría pasarlo con ella. «Podríamos ir a un hotel y registrarnos como el doctor Livingstone y su mujer. ¿Por qué no?».
Pero ¿por qué no casarse con ella? Naturalmente, se casaría. «Entonces seríamos el señor y la señora Jordan de Sun Valley (Idaho). O de Corpus Christi (Texas), o de Butte (Montana)».
«Las españolas son estupendas esposas. Lo sé porque no he tenido nunca ninguna. Y cuando vuelva a mi puesto de la Universidad hará una mujer de profesor excelente, y cuando los estudiantes de cuarto curso de castellano vengan por la noche a fumar una pipa y a discutir de manera libre e instructiva sobre Quevedo, Lope de Vega, Galdós y otros muertos admirables, María podrá contarles cómo algunos cruzados de la verdadera fe, vestidos de camisa azul, se sentaron sobre su cabeza, mientras otros le retorcían los brazos, y le levantaban la falda para así amordazarla».
«Me pregunto cómo caerá María en Missoula (Montana). Suponiendo que encuentre algún trabajo en Missoula. Calculo que a estas alturas estoy fichado como rojo y que van a ponerme en la lista negra. Aunque, a decir verdad, tampoco puedo asegurarlo. No puede asegurarse nada. No tienen pruebas de lo que he hecho aquí y, por lo demás, sí lo contase, no lo creerían nunca. Mi pasaporte era válido para España antes de que entraran en vigor las nuevas restricciones. En todo caso, no podría volver antes del otoño del 37. Salí en el verano del 36 y los permisos, aunque son oficialmente de un año, no hacen necesaria la presentación antes del comienzo del curso siguiente. Queda aún mucho tiempo hasta el comienzo del curso de otoño. Queda todavía mucho tiempo de aquí a mañana, mirándolo bien. No. No creo que haya que preocuparse por lo de la Universidad. Será bastante con que llegue para el otoño, y todo irá bien. Trataré sencillamente de presentarme en ese momento».
Pero ¡qué vida tan rara era la que llevaba desde hacía algún tiempo! Vaya si lo era. España había sido su diversión y su tema de trabajo desde hacía mucho. Luego era natural y lógico que se encontrara en España. «Has trabajado varios veranos en el servicio forestal y haciendo carreteras. Allí aprendiste a manejar la pólvora de manera que las demoliciones son también un trabajo natural y lógico para ti. Aunque siempre hayas tenido que llevarlo a cabo con un poco de precipitación. Pero ha sido un buen trabajo». Una vez que se ha aceptado la idea de la destrucción como un problema que hay que resolver, ya no hay más que el problema. Las destrucciones, eso sí, aparecen acompañadas de detalles que las hacen poco gratas, aunque Dios sabe que se toman estos detalles a la ligera. Siempre había un esfuerzo constante por provocar las condiciones mejores con la mira en los asesinatos que deben acompañar a las destrucciones. Pero ¿acaso las palabras ampulosas hacían posible la defensa de tales asesinatos? ¿Hacían más agradable la matanza? «Te has acostumbrado con facilidad a todo ello, si quieres que te dé mi opinión —se dijo—. Y para lo que vas a servir cuando dejes el servicio de la República, se me antoja extremadamente problemático. Pero me imagino que te desembarazarás de todos estos recuerdos, poniéndolos sobre el papel. Puedes escribir un hermoso libro, si eres capaz de hacerlo. Mucho mejor que el anterior. Pero, entretanto, la vida se reduce a hoy, esta noche, mañana, y así indefinidamente. Esperémoslo. Harías mejor aceptando lo que el tiempo te depara y dando las gracias. ¿Y si lo del puente sale mal? Por ahora no parece marchar demasiado bien. Pero María te ha convenido. ¿No es así? Oh, claro que sí. Quizá sea esto todo lo que pueda pedirle a la vida. Puede que sea eso mi vida, y que en vez de durar setenta años no dure más que setenta horas. O quizá setenta y dos, si contamos los tres días. Me parece que tiene que haber la posibilidad de vivir toda una vida en setenta horas lo mismo que en setenta años, con la condición de que sea una vida plena hasta el instante en que comiencen las setenta horas y que se haya llegado ya a cierta edad».
«¡Qué tontería! —se dijo—, ¡qué tonterías se te ocurren! Es realmente estúpido. Aunque quizá no sea tan estúpido, después de todo. Bueno, ya veremos. La última vez que dormí con una chica fue en Madrid. No, en El Escorial. Me desperté a medianoche creyendo que la persona en cuestión era otra, y me sentí loco de alegría hasta el momento en que reconocí mi error. En suma, en aquella ocasión no hice más que reavivar las cenizas. Pero, aparte de eso, aquella noche no tuve nada de desagradable. La vez anterior fue en Madrid. Y aparte ciertas mentiras y pretensiones, mientras la cosa estuvo en marcha, el asunto fue, más o menos, el mismo. Por lo tanto, no soy un campeón romántico de la mujer española y, por lo demás, cualquiera que sea el país en que me encuentre, una aventura amorosa, la he considerado siempre como una aventura. Pero quiero de tal forma a María que cuando estoy con ella me siento literalmente morir. Y no creí nunca que me pudiera pasar tal cosa. Así es que puedes cambiar tu vida de setenta años por setenta horas, y me queda al menos el consuelo de saber que es así. Si no hay nada por mucho tiempo ni por el resto de nuestra vida ni de ahora en adelante, sino que sólo existe el ahora, entonces, bendigamos el momento presente porque me siento muy feliz en él».
Ahora, maintenant, now, heute. Ahora es una palabra curiosa para expresar todo un mundo y toda una vida. Esta noche, ce soir, to-night, heute abend. Life y wife, vie y Marie. No, eso no rimaba. Había también now y frau, pero eso tampoco probaba nada. Por ejemplo se podía tomar dead, mort, muerto, y todt. Todt era, de las cuatro palabras, la que mejor expresaba la idea de la muerte. War, guerre, guerra, y krieg. Krieg era la que más se parecía a guerra. ¿No era así? ¿O era solamente que conocía peor el alemán que las otras lenguas? Chérie, sweet-heart, prenda y schatz. Todas esas palabras podía cambiarlas por María. María, ¡qué hermoso nombre!
Bueno, pronto iban a verse todos metidos hasta el cuello y no iba a pasar mucho tiempo. Lo del puente, en realidad, se presentaba cada vez peor. Era una operación que no podía salir inmune con luz del día. Las posiciones peligrosas tienen que ser abandonadas por la noche. Al menos se intenta aguantar hasta la noche. Todo marcha bien si se puede aguardar hasta la noche para replegarse. Pero si la cosa empezaba a ponerse mal con luz del día… Sería absolutamente imposible resistir.
Y aquel condenado del Sordo, que había abandonado su español zarrapastroso para explicarle aquello con todos los pormenores, como si él no hubiese estado pensando en todo sin cesar desde que Golz le habló del asunto. Como si no hubiese vivido con la sensación de tener una bola a medio digerir en el estómago desde la noche anterior a la antevíspera. «Vaya un asunto. Está uno toda su vida creyendo que semejantes aventuras significan algo y a la postre resulta que no significan nada. No había tenido nunca nada de lo que tenía ahora. Uno cree que es algo que no va a comenzar jamás. Y de repente, en medio de un asunto piojoso como esa coordinación de dos bandas de guerrillas de mala muerte, para volar un puente en condiciones imposibles, con objeto de hacer abortar una contraofensiva que probablemente había empezado ya, se encuentra uno con una mujer como María. Claro, siempre ocurre así. Acabas por dar con ello demasiado tarde; eso es todo. Y luego, una mujer como aquella Pilar te mete literalmente a la muchacha en tu cama, y ¿qué es lo que pasa? Sí, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué pasa? Dime qué pasa, haz el favor. Sí, dímelo. Pues eso es lo que pasa. Eso es justamente lo que pasa. No te engañes a ti mismo cuando piensas que Pilar ha empujado a esta muchacha a tu saco de dormir, y trates de negarlo todo y de estropearlo todo. Estabas perdido desde el momento en que viste a María, En cuanto ella abrió la boca y te habló, quedaste flechado, y lo sabes. Y ya que te ha llegado lo que nunca creíste que te podría llegar, porque no creías que existiera, no hay motivos para que trates de negarlo, ya que sabes que es una cosa real y que está contigo desde el instante en que ella salió de la cueva, llevando la cacerola de hierro. Te flechó entonces, y lo sabes, de manera que ¿por qué mentir? Te sentiste extraño interiormente cada vez que la mirabas y cada vez que ella te miraba a ti. Entonces ¿por qué no reconocerlo? Bueno, está bien; lo reconozco. En cuanto a Pilar, que te la ha puesto en los brazos, todo lo que ha hecho ha sido conducirse como una mujer inteligente. Hasta entonces había cuidado muy bien de la muchacha, y por eso vio rápidamente, en el momento en que la chica volvió a entrar en la cueva con la comida, lo que había sucedido.
»Lo único que hizo ella fue facilitar las cosas. Hizo las cosas más fáciles para que sucediera lo que sucedió anoche y esta tarde. La condenada es mucho más civilizada que tú, conoce el valor del tiempo. Sí —se dijo—, creo que debimos admitir que tiene una idea muy clara del valor del tiempo. Aceptó la derrota porque no quería que otros perdiesen lo que ella tuvo que perder. Después de eso, la idea de reconocer que lo había perdido todo resultó demasiado dura de encajar. Y sabiendo todo eso, afrontó la situación allá arriba, en el monte, y sospecho que nosotros no hemos hecho nada porque las cosas fueran más fáciles para ella. Bueno eso es lo que pasa y lo que te ha pasado, y harías muy bien en reconocerlo, y ya no tendrás dos noches enteras para pasarlas con ella. No tendrás una vida por delante ni una vida en común ni todo eso que la gente considera normal que se tenga; no tendrás nada de eso. Una noche, que ya ha pasado un momento, esta tarde, y una noche que está por venir; que quizá llegue. Eso es todo, señor.
»No tendrás nada de eso, ni felicidad, ni placer, ni niños, ni casa, ni cuarto de baño, ni pijama limpio, ni periódico por la mañana, ni despertarse juntos, ni despertar y saber que ella está allí y que uno no está solo. No. Nada de eso. Pero ya que es eso todo lo que la vida nos concede, entre todas las cosas que uno hubiese querido tener, ¿por qué no había de ser posible pasar siquiera una noche en una buena cama, con sábanas limpias?
»Pero pides lo imposible. Pides la misma imposibilidad. Por lo tanto, si quieres a esa muchacha, como dices, lo mejor que puedes hacer es quererla mucho y ganar en intensidad lo que pierdes en duración y continuidad. ¿Lo comprendes? En otros tiempos, la gente consagraba a esto toda una vida. Y ahora que tú lo has encontrado, si tienes dos noches para ello, te pones a preguntarte de dónde te viene tanta suerte. Dos noches. Dos noches para querer, honrar y estimar. Para lo mejor y para lo peor. En la enfermedad y en la muerte. No, no es así: en la enfermedad y en la salud. Hasta que la muerte nos separe. Dos noches. Es más de lo que podía esperarse. Más de lo que podía esperarse, y deja ahora de pensar en esas cosas. Deja de pensar ahora mismo. No es bueno. No hagas nada que no sea bueno para ti. Y esto no es bueno, con seguridad».
Era de eso de lo que Golz hablaba. Cuanto más tiempo pasaba, más inteligente le parecía Golz. De modo que era a eso a lo que se refería cuando hablaba de la compensación de un servicio irregular. Golz había conocido todo aquello. ¿Y era la precipitación, la falta de tiempo y las circunstancias espacialísimas lo que provocaba todo aquello? ¿Era algo que le sucedía a todo el mundo en circunstancias parecidas? ¿Y creía él que era algo especial porque le sucedía a él? Golz había dormido acá y allá, precipitadamente, cuando mandaba la caballería irregular del Ejército Rojo, y la combinación de aquellas circunstancias y todo lo demás, ¿le hizo encontrar en las mujeres todo lo que encontraba él en María?
Probablemente Golz conocía todo aquello también y deseaba hacerle notar que era preciso vivir toda una vida en las dos noches que a uno se le dan para vivir; cuando se vive como vivimos ahora hay que concentrar todas las cosas que tenían que haber sido en el corto espacio de tiempo de que uno puede disponer.
Como teoría, era buena. Pero no pensaba que María hubiera sido hecha por las circunstancias. A menos, claro, que no fuera una reacción de las condiciones de vida en que ella tuvo que vivir como le estaba sucediendo a él. Y ciertamente, las circunstancias en que él había tenido que vivir no fueron buenas. No, nada buenas.
Pues bien, si las cosas eran así, sencillamente, eran así como eran. Pero no había ley que le obligase a decir que le gustaba la cosa.
«Nunca hubiera creído que podía sentir lo que he sentido —pensó—. Ni que pudiera ocurrirme esto. Querría que me durase toda la vida. Ya lo tendrás, dijo su otro yo. Ya lo tendrás. Lo tienes ahora, y ese ahora es toda tu vida. No existe nada más que el momento presente. No existen ni el ayer ni el mañana. ¿A qué edad tienes que llegar para poder comprenderlo? No cuentas más que con dos días. Bueno, dos días es toda tu vida, y todo lo que pase estará en proporción. Esa es la manera de vivir toda una vida en dos días. Y si dejas de lamentarte y de pedir lo imposible, será una vida buena. Una vida buena no se mide con edades bíblicas. De manera que no te inquietes; acepta lo que se te da, haz tu trabajo y tendrás una larga vida muy dichosa. ¿Acaso no ha sido dichosa tu vida en estos últimos tiempos? Entonces, ¿de qué te quejas? Eso es lo que ocurre en esta clase de trabajos».
Y la idea le gustó mucho. No es tanto por lo que se aprende sino por la gente que uno se encuentra. Y al llegar a este punto se sintió contento porque era otra vez capaz de bromear, y volvió a acordarse de la muchacha.
—Te quiero, conejito —dijo a la chica—. ¿Qué era lo que decías?
—Decía —contestó ella— que no tienes que preocuparte de tu trabajo, porque yo no quiero molestarte ni estorbarte. Si puedo hacer algo, me lo dices.
—No hay nada que hacer. Es una cosa muy sencilla.
—Pilar me enseñará todo lo que tengo que hacer para cuidar a un hombre, y eso será lo que yo haga —dijo María—; y mientras vaya aprendiendo, encontraré otras cosas yo sola que pueda hacer y tú me dirás lo demás.
—No hay nada que hacer.
—¡Sí, hombre! Claro que hay cosas que hacer. Tu saco de dormir por ejemplo hubiera debido sacudirlo esta mañana y airearlo, colgándolo al sol en alguna parte, y luego, antes que caiga el rocío, ponerlo a resguardo.
—Sigue, conejito.
—Tus calcetines habría que lavarlos y tenderlos a secar. Me ocuparé de que tengas siempre dos pares.
—¿Qué más?
—Si me enseñas cómo tengo que hacerlo, limpiaré y engrasaré tu pistola.
—Dame un beso —dijo Robert Jordan.
—No, estoy hablando en serio. ¿Me enseñarás a limpiar tu pistola? Pilar tiene trapos y aceite. Y hay una baqueta en la cueva que creo que irá bien.
—Desde luego que te enseñaré.
—Y además, puedes enseñarme a disparar, y así cualquiera de los dos puede matar al otro y suicidarse después, si uno de los dos cae herido y no queremos que nos hagan prisioneros.
—Muy interesante —dijo Robert Jordan—; ¿tienes muchas ideas de ese estilo?
—No muchas —dijo María—, pero esta es una buena idea. Pilar me ha dado esto y me ha dicho cómo utilizarlo. —Abrió el bolsillo de pecho de la camisa y sacó un estuche de cuero como los de los peines de bolsillo; luego quitó una goma que lo cerraba por ambos lados y sacó una cuchilla de afeitar—. Llevo siempre esto conmigo. Pilar dice que hay que cortar por aquí, debajo de la oreja y seguir hasta aquí —dijo. Mostró la trayectoria con el dedo—. Dice que aquí hay una gran arteria y que, apoyando bien la hoja, no se puede fallar. Dice también que no hace daño y que basta con apretar fuerte detrás de la oreja y tirar para abajo. Dice que no es nada, pero que no hay nada que hacer una vez que se corta.
—Es verdad —dijo Robert Jordan—. Esa es la carótida.
«De manera —pensó— que lleva eso siempre encima como una contingencia prevista y aceptada».
—A mí me gustaría más que me matases tú —dijo María—. Prométeme que si llega la ocasión me matarás.
—Claro que sí —dijo Robert Jordan—; te lo prometo.
—Muchas gracias —dijo María—. Ya sé que no es fácil.
—No importa —dijo Robert Jordan.
«Te olvidas de todas esas cosas; te olvidas de las bellezas de la guerra civil cuando te pones a pensar demasiado en tu trabajo. Te habías olvidado de esto. Bueno, es natural. Kashkin no pudo olvidarlo y fue lo que estropeó su trabajo. ¿O crees que el chico tuvo algún presentimiento? Es curioso, pero no experimenté ninguna emoción al matar a Kashkin. Pensaba que algún día acabaría sintiéndola. Pero hasta ahora no había sentido nada».
—Hay otras cosas que puedo hacer por ti —dijo María, que andaba muy cerca de él, hablando de una manera muy seria y femenina.
—¿Aparte de matarme?
—Sí, podría liarte los cigarrillos cuando no tengas paquetes. Pilar me ha enseñado a liarlos muy bien, apretados y sin desperdiciar tabaco.
—Estupendo —dijo Robert Jordan—. ¿Les pasas, además, la lengua?
—Sí —dijo la muchacha—, y cuando estés herido podré cuidarte, vendar tu herida, lavarte y darte de comer.
—Quizá no llegue a estar herido —dijo Robert Jordan.
—Entonces, cuando estés enfermo podré cuidar de ti y hacerte sopitas y limpiarte y hacer todo lo que te haga falta. Y puedo leerte también.
—Quizá no llegue a ponerme enfermo.
—Entonces te llevaré el café por la mañana, cuando te despiertes.
—A lo mejor no me gusta el café —dijo Robert Jordan.
—Pues claro que te gusta —dijo la muchacha alegremente—. Esta mañana has tomado dos tazas.
—Suponte que me canso del café, que no hay necesidad de matarme ni de vendarme, que no me pongo enfermo, que dejo de fumar, que tengo sólo un par de calcetines y que cuelgo yo mismo mi saco para que se airee. ¿Qué harás entonces, conejito? —preguntó dándole golpecitos cariñosos en la espalda—. ¿Qué harás?
—Entonces puedo pedirle las tijeras a Pilar y cortarte el pelo.
—No me gusta que me corten el pelo.
—Tampoco a mí —dijo María—. Y me gusta el pelo como lo llevas. Bueno, pues si no hay nada que hacer por ti, me sentaré a tu lado, te miraré y por la noche haremos el amor.
—Bueno —dijo Robert Jordan—; ese último proyecto es muy sensato.
—A mí también me lo parece —dijo María, sonriendo—, inglés.
—No me llamo inglés; mi nombre es Roberto.
—Bueno, pero yo te llamo inglés como te llama Pilar.
—Pero me llamo Roberto.
—No —insistió firmemente ella—. Te llamas inglés; hoy, te llamas inglés. Y dime, inglés, ¿puedo ayudarte en tu trabajo?
—No, lo que tengo que hacer tengo que hacerlo yo solo y con la cabeza muy despejada.
—Bueno —preguntó ella—. ¿Y cuándo terminas?
—Esta noche, si tengo suerte.
—Bien.
Delante de ellos se extendía la enorme porción boscosa que los separaba del campamento.
—¿Qué es eso? —preguntó Robert Jordan, señalando con la mano.
—Es Pilar —contestó la muchacha, mirando hacia donde él señalaba—. Seguro que es Pilar.
En el extremo inferior del prado, donde comenzaban a crecer los primeros árboles, había una mujer sentada, con la cabeza apoyada en los brazos. Parecía un bulto entre los árboles, un bulto negro entre los árboles de un gris más claro.
—Vamos —dijo Jordan; y empezó a correr hacia ella entre la maleza, que le llegaba a la altura de la rodilla. Era difícil avanzar, y después de haber recorrido un trecho, retrasó el paso y se fue acercando más despacio. Vio que la mujer tenía apoyada la cabeza en los brazos y los brazos sobre el regazo y parecía un bulto inmenso y oscuro, apoyado junto al tronco del árbol. Se acercó a ella y dijo: «Pilar» en voz alta.
La mujer levantó la cabeza y se quedó mirándole.
—¡Oh! —dijo—. ¿Habéis terminado?
—¿Estás mala? —preguntó Jordan, tuteándola de repente e inclinándose hacia ella.
—¡Qué va! —contestó—. Me quedé dormida.
—Pilar —dijo María, que llegaba corriendo, arrodillándose junto a ella—. ¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?
—Me encuentro estupendamente —dijo Pilar, sin moverse. Los miró con fijeza a los dos—. Bueno, inglés —añadió—, ¿has hecho cosas que merezcan la pena?
—¿Se encuentra usted bien? —insistió Robert Jordan, haciendo caso omiso de su pregunta.
—¿Cómo no? Me quedé dormida. ¿Habéis dormido vosotros?
—No.
—Bueno —dijo Pilar a la muchacha—. Parece que la cosa te sienta bien.
María se sonrojó y no dijo nada.
—Déjala en paz —dijo Robert Jordan.
—Nadie te ha hablado a ti —contestó Pilar—. María —insistió, y su voz se había hecho dura. La muchacha no se atrevió a mirarla—. María —insistió la mujer—, parece que te sienta bien.
—Déjela en paz —dijo Jordan.
—Cállate tú —dijo Pilar, sin molestarse en mirarle—. Escucha, María, dime solamente una cosa.
—No —dijo María, y negó con la cabeza.
—María —dijo Pilar, y su voz se había hecho tan dura como su rostro y su rostro se había vuelto enormemente duro—. Dime una cosa por tu propia voluntad.
La muchacha volvió a negarse con la cabeza.
«Si no tuviese que trabajar con esta mujer —pensó Robert Jordan— y con el borracho de su marido y su condenada banda, acabaría con ella a bofetadas».
—Vamos, dímelo —rogó Pilar a la muchacha.
—No —dijo María—. No.
—Déjela en paz —volvió a decir Robert, con una voz que no parecía la suya. «De todas maneras voy a abofetearla, y al diablo con todo».
Pilar no se molestó siquiera en contestarle. No era como la serpiente hipnotizando al pajarillo o como el gato. No había nada en ella de afán de rapiña. Ni tampoco nada de perversión. Era como un desplegarse de algo que ha estado enroscado demasiado tiempo, como cuando se despliega una cobra. Robert Jordan podía ver cómo se producía; podía sentir la amenaza de aquel despliegue. De un despliegue que no era, sin embargo, un deseo de dominio, que no era maldad; sino sencillamente curiosidad. «Preferiría no presenciar esto —pensó Robert Jordan—; pero, de todas formas, no es asunto como para acabar con él a bofetadas».
—María —dijo Pilar—, no voy a obligarte por la fuerza. Dímelo por tu propia voluntad.
La chica negó con la cabeza.
—María —insistió Pilar—, dímelo por tu propia voluntad. ¿Me has oído? Dime algo, cualquier cosa.
—No —dijo la chica con voz ahogada—. No, y no.
—Vamos, cuéntamelo. Cuéntame algo, lo que sea. Vamos, habla. Ya verás. Ahora vas a contármelo.
—La tierra se movió —dijo María, sin mirarla—. De verdad; es algo que no te puedo explicar.
—¡Ah! —exclamó Pilar, y su voz era ahora cálida y afectuosa, y no había nada forzado en ella. Pero Robert Jordan vio que en la frente y en los labios había pequeñas gotas de sudor—. De manera que fue eso. Fue eso.
—Es verdad —dijo María, mordiéndose los labios.
—Pues claro que es verdad —dijo Pilar cariñosamente—. Pero no se lo digas ni a tu propia familia; nunca te creerán. ¿No tienes sangre calé, inglés?
Se puso en pie, ayudada por Robert Jordan.
—No —contestó Jordan—; al menos, que yo sepa.
—Ni María tampoco, al menos que ella sepa —dijo Pilar—. Pues es muy raro; muy raro.
—Pero sucedió —dijo María.
—¿Cómo que no, hija? —preguntó Pilar—. Claro que ocurrió. Cuando yo era joven, la tierra se movía tanto que podía sentir hasta cómo se escurría por el espacio y temía que se me escapara de debajo. Ocurría todas las noches.
—Mientes —dijo María.
—Sí, miento —dijo Pilar—; nunca se mueve más de tres veces en la vida. Pero ¿de veras se movió?
—Sí —repuso la muchacha—; de veras.
—¿Y para ti también, inglés? —preguntó Pilar, mirando a Robert Jordan—. No mientas.
—Sí —contestó él—. De veras.
—Bueno —dijo Pilar—. Bueno. Esto es algo.
—¿Qué quieres decir con eso de las tres veces? —preguntó María—. ¿Por qué has dicho eso?
—Tres veces —repitió Pilar—; y ahora ya has tenido una.
—¿Sólo tres veces?
—Para la mayoría de la gente, ni una —dijo Pilar—. ¿Estás segura de que se movió?
—Tanto, que una podía haberse caído —contestó María.
—Entonces debe de haberse movido —dijo Pilar—. Vamos al campamento.
—Pero ¿qué es esa tontería de las tres veces? —preguntó Robert Jordan a la mujerona, mientras iban andando juntos por entre los pinos.
—¿Tonterías? —preguntó ella, mirándole de reojo—. No me hables de tonterías, inglesito.
—¿Es una brujería como lo de las palmas de las manos?
—No, es algo muy conocido y comprobado entre los gitanos.
—Pero nosotros no somos gitanos.
—No, pero habéis tenido suerte. Los que no son gitanos a veces tienen suerte.
—¿Crees de veras en eso de las tres veces?
Ella le miró con expresión rara y le dijo:
—Déjame en paz, inglés. No me des la lata. Eres demasiado joven para que yo te haga caso.
—Pero, Pilar… —dijo María.
—Cierra el pico —dijo ella—. Ya has disfrutado una vez y el mundo te guarda dos veces más.
—¿Y usted? —preguntó Robert Jordan.
—Dos —contestó Pilar, y enseñó dos dedos de la mano—. Dos. Y no tendré nunca la tercera.
—¿Por qué? —preguntó María.
—Calla la boca —dijo Pilar—; cállate. Las chicas de tu edad me aburren.
—¿Por qué no una tercera vez? —insistió Robert Jordan.
—Calla la boca, ¿quieres? —replicó Pilar—. Cállate ya.
«Bueno —se dijo Robert Jordan—, lo único que sé es que ya no voy a tener ninguna más. He conocido montones de gitanos y son todos la mar de extraños. Pero también nosotros somos extraños. La diferencia consiste en que tenemos que ganarnos la vida honradamente. Nadie sabe de qué tribus descendemos ni cuáles son nuestras herencias ni qué misterios poblaban los bosques de las gentes de quienes descendemos. Todo lo que sabemos es que no sabemos nada. No sabemos nada de lo que nos sucede durante la noche, pero cuando sucede durante el día, entonces es como para asombrarse. Sea lo que sea, el hecho es que ha ocurrido, y ahora, no solamente ha hecho esta mujer a la muchacha decirle lo que no quería decirle, sino que, además, se ha apoderado de ello y lo ha hecho suyo. Ha hecho de ello asunto de gitanos. Creí que había recibido lo suyo cuando estábamos en el monte, pero ya está de nuevo haciéndose la dueña de todo. Si hubiera sido por maldad, era como para haberla matado a tiros. Pero no es maldad. Es sólo un deseo de mantener su dominio sobre la vida. Y de mantenerlo a través de María. Cuando salgas de esta guerra puedes ponerte a estudiar a las mujeres. Podrías empezar por Pilar. Nos ha fabricado un día bastante complicado, si quieres que te dé mi opinión. Hasta ahora no había traído a cuento sus historias gitanas. Salvo lo de la mano, quizá. Sí, naturalmente, salvo lo de la mano. Y no creo que en lo que se refiere a la mano, estuviera fingiendo. No quiso decirme lo que vio en mi mano. Viera lo que viese, creyó en ello. Pero eso no prueba nada».
—Oye, Pilar —dijo a la mujerona.
Pilar le miró y sonrió.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—No seas misteriosa. Los misterios me aburren mucho.
—¿Seguro? —preguntó Pilar.
—No creo en ogros, en los que dicen la buenaventura ni en toda esa brujería gitana de tres al cuarto.
—¡Vaya! —dijo Pilar.
—Así es, y haga usted el favor de dejar a la chica tranquila.
—Dejaré a tu chica tranquila.
—Y haga el favor de acabar con esos misterios —dijo Robert Jordan—; ya tenemos bastantes complicaciones para estar hasta satisfechos, sin complicarnos más con tonterías. Menos misterios y más mano a la obra.
—De acuerdo —dijo Pilar, asintiendo con la cabeza—. Pero escucha, inglés —prosiguió, sonriendo—. ¿Se movió la tierra, sí o no?
—Se movió. Maldita seas. Se movió.
Pilar rompió a reír; se detuvo, se quedó mirando a Robert Jordan y volvió a reír con todas sus ganas.
—¡Ay, inglés, inglés! —dijo, riendo—. Eres muy cómico. Tendrás que trabajar mucho en adelante para recuperar tu dignidad.
«Vete al diablo», pensó Robert Jordan. Pero no dijo nada. Mientras hablaban, el sol se había nublado y al mirar atrás, hacia las montañas, vio que el cielo se había puesto sucio y gris.
—Sí —dijo Pilar, mirando también al cielo—. Va a nevar.
—¿Nevar? —preguntó él—. Si estamos en junio.
—¿Por qué no? Los montes no saben los nombres de los meses. Estamos en la luna de mayo.
—No puede nevar —dijo Jordan—. No puede nevar.
—Pues, quieras o no quieras, inglés —dijo ella—, nevará.
Robert Jordan miró al cielo plomizo y al sol que desaparecía, de un color amarillo pálido. Según miraba, el sol se ocultó por completo y el cielo se volvió de un gris uniforme, plomizo y dulce que perfilaba las cimas de las montañas.
—Así es —dijo—; creo que tiene usted razón.