CUANDO IBAN SUBIENDO, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.
—¡Alto! —gritó. Y luego—: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?
—Un inglés —dijo Pilar—. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m… de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!
—Salud, camarada —dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano—. ¿Cómo te va?
—Bien —contestó Robert Jordan—. ¿Y a ti?
—A mí también —dijo el centinela.
Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.
—Buenos días, María —dijo a la muchacha—. ¿Te has cansado mucho?
—¡Qué va, Joaquín! —contestó la muchacha—. Nos hemos parado para hablar más de lo que hemos andado.
—¿Eres tú el dinamitero? —preguntó Joaquín—. Nos han dicho que andabas por aquí.
—He pasado la noche en el refugio de Pablo —dijo Robert Jordan—. Sí, yo soy el dinamitero.
—Me alegro de verte —dijo Joaquín—. ¿Has venido para algún tren?
—¿Estuviste en el último tren? —preguntó Robert Jordan sonriendo a manera de respuesta.
—Que si estuve —contestó Joaquín—; allí fue en donde encontramos esto —e hizo un guiño a María—. Chica, estás muy guapa ahora. ¿Te han dicho lo guapa que estás?
—Cállate, Joaquín —dijo María—. Tú sí que estarías guapo si te cortaras el pelo.
—Te llevé a hombros. ¿No te acuerdas? Te llevé a hombros.
—Como tantos otros —dijo Pilar, con su vozarrón—. ¿Quién fue el que no la llevó? ¿Dónde está el viejo?
—En el campamento.
—¿En dónde estuvo ayer por la noche?
—En Segovia.
—¿Ha traído noticias?
—Sí —contestó Joaquín—. Hay cosas nuevas.
—¿Buenas o malas?
—Me parece que malas.
—¿Habéis visto los aviones?
—¡Ay! —dijo Joaquín, moviendo la cabeza—. No me hables de eso. Camarada dinamitero, ¿qué clase de aviones eran?
—«Heinkel 111» los bombarderos; «Heinkel» y «Fiat» los cazas —respondió Jordan.
—Y los grandes, con las alas bajas, ¿qué eran?
—Esos eran los «Heinkel 111».
—Que los llamen como quieran, son malos de todas maneras —dijo Joaquín—. Pero os estoy entreteniendo. Voy a llevaros al comandante.
—¿El comandante? —preguntó Pilar, asombrada.
Joaquín asintió con la cabeza, seriamente.
—Me gusta más que jefe —dijo—. Es más militar.
—Te militarizas mucho tú —dijo Pilar, riendo.
—No —contestó Joaquín, riendo también—; pero me gustan las palabras militares, porque las órdenes son más claras y es mejor para la disciplina.
—Aquí hay uno de tu estilo, inglés —dijo Pilar—. Este es un chico muy serio.
—¿Quieres que te lleve a brazos? —preguntó Joaquín a la muchacha pasándole un brazo por el cuello y acercándole la cara.
—Con una vez, tengo bastante —dijo María—. De todos modos, muchas gracias.
—¿Te acuerdas todavía? —le preguntó Joaquín.
—Me acuerdo de que me llevaban —contestó María—; pero no me acuerdo de ti. Me acuerdo del gitano, porque me dejó caer muchas veces. De todas formas, muchas gracias, Joaquín; uno de estos días te llevaré yo.
—Pues yo me acuerdo muy bien —dijo Joaquín—. Me acuerdo de que te tenía sujeta por las piernas con la tripa apoyada en el hombro y la cabeza a la espalda y los brazos colgando.
—Tienes mucha memoria —dijo María, sonriendo—. Yo no me acuerdo de nada de eso. Ni de tus brazos, ni de tus hombros, ni de tu espalda.
—¿Quieres que te diga una cosa? —preguntó Joaquín.
—¿Qué cosa?
—Me gustaba mucho llevarte a la espalda, porque nos tiraban por detrás.
—¡Qué cerdo! —dijo María—. ¿Sería por eso por lo que el gitano me llevó tanto rato?
—Por eso y por sostenerte de las piernas.
—¡Qué héroes! —dijo María—. ¡Qué salvadores!
—Escucha, guapa —dijo Pilar—, este chico te llevó mucho rato. Y en aquel momento tus piernas no decían nada a nadie. En aquel momento eran las balas las que lo decían todo. Y si te hubiese dejado en el suelo, hubiera estado pronto lejos del alcance de las balas.
—Ya le he dado las gracias —dijo María—. Y le llevaré a hombros uno de estos días. Déjanos reír un poco, Pilar; no voy a llorar porque me haya llevado; ¿no?
—No, si yo te hubiera dejado caer también —dijo Joaquín, siguiendo la broma—; pero tenía miedo de que Pilar me matase.
—Yo no mato a nadie —dijo Pilar.
—No hace falta —contestó Joaquín—; no hace falta. Lo matas de miedo, sólo con que abras la boca.
—Vaya una manera de hablar —dijo Pilar—; tú, que eras antes un muchacho tan educado. ¿Qué hacías tú antes del Movimiento, chico?
—Poca cosa —dijo Joaquín—. Tenía dieciséis años.
—Pero ¿qué hacías?
—Algunos zapatos, de vez en cuando.
—¿Los fabricabas?
—No, los lustraba.
¡Qué va! —dijo Pilar—; eso no es todo —y se quedó mirando la cara atezada del muchacho; su estampa garbosa, su mata de pelo y su modo de andar—. ¿Por qué fracasaste?
—¿Fracasar en qué?
—¿En qué? Sabes bien de qué hablo. Te estás dejando crecer la coleta.
—Creo que fue el miedo —dijo el muchacho.
—Tienes buena estampa —dijo Pilar—; pero la estampa no vale para nada. Entonces fue el miedo, ¿no? Sin embargo, estuviste muy bien en lo del tren.
—Ya no tengo miedo ahora a los toros —dijo el chico—; a ninguno. He visto toros peores y más peligrosos. Seguro que no hay toro tan peligroso como una ametralladora. Pero si estuviese ahora en la plaza, no sé si sería dueño de mis piernas.
—Quería ser torero —explicó Pilar a Robert Jordan—; pero tenía miedo.
—¿Te gustan a ti los toros, camarada dinamitero? —preguntó Joaquín, dejando ver al sonreír una dentadura blanquísima.
—Mucho —contestó Robert Jordan—. Muchísimo.
—¿Has visto los toros de Valladolid? —preguntó Joaquín.
—Sí, en septiembre, en la feria.
—Valladolid es mi pueblo —dijo Joaquín—. ¡Y qué pueblo tan bonito! Pero ¡cuánto ha sufrido la buena gente de ese pueblo durante la guerra! —Luego se puso serio—. Fusilaron a mi padre, a mi madre, a mi cuñada y, ahora, han fusilado a mi hermana.
—¡Qué bárbaros! —dijo Robert Jordan.
¡Cuántas veces había oído decir eso! ¡Cuántas veces había visto a las gentes pronunciar aquellas palabras con dificultad! ¡Cuántas veces había visto llenárseles de lágrimas los ojos y oprimírseles la garganta para decir con esfuerzo: Mi padre o mi madre o mi hermano o mi hermana…! No podía acordarse de cuántas veces los había oído mencionar a sus muertos de esa forma. Casi siempre hablaban las gentes como el muchacho, de golpe y a propósito del nombre de un pueblo; y siempre había que responder: ¡Qué bárbaros!
Hablaban solamente de las pérdidas; no contaban la forma cómo había caído el padre, como lo había hecho Pilar diciendo el modo en que habían muerto los fascistas en la historia que le contó al pie del arroyo. Se sabía todo lo más que el padre había muerto en el patio o contra alguna tapia o en algún campo o en un huerto, o por la noche, a la luz de los faros de un camión y a un lado del camino. Se veían las luces del coche en la carretera desde el monte y se oían los tiros, y luego se bajaba a recoger los cadáveres. No se veía fusilar a la madre ni a la hermana ni al hermano; se oía. Se oían los tiros y después se encontraban los cadáveres.
Pero Pilar se lo había hecho ver en las escenas ocurridas en aquel pueblo.
Si aquella mujer supiera escribir… Trataría de acordarse de su relato, y si tenía la suerte de recordarlo bien, podría transcribirlo tal y como se lo había referido. ¡Dios, qué bien contaba las cosas aquella mujer! «Era mejor que Quevedo», pensó. Quevedo no ha descrito nunca la muerte de ningún don Faustino como ella la ha descrito. «Querría escribir lo suficientemente bien para reproducir esa historia», siguió pensando. «Lo que nosotros hemos hecho. No lo que nos han hecho los otros». De eso ya sabía él bastante. Sabía mucho de lo que pasaba detrás de las líneas. Pero había que conocer antes a las gentes. Hacía falta saber lo que habían sido antes en su pueblo.
«A causa de nuestra movilidad y porque nunca hemos sido obligados a permanecer en el sitio en donde hacemos el trabajo para recibir el castigo, nunca sabemos cómo acaban las cosas en realidad —siguió pensando—. Está uno en casa de un campesino con su familia. Llega uno por la noche y cena uno con ellos. De día se oculta uno y a la noche siguiente uno se marcha. Hace uno su trabajo y se va. Si se vuelve a pasar por allí, uno se entera de que todos han sido fusilados. Tan sencillo como todo eso».
Pero cuando sucedían esas cosas uno se había marchado. Los partizans hacían el daño y se esfumaban. Los campesinos se quedaban y recibían el castigo. «Siempre he sabido lo que les pasó a los otros —pensó—. Lo que les hicimos nosotros al comienzo. Siempre lo he sabido y me ha inspirado horror. He oído hablar de ello con vergüenza y sin vergüenza, enorgulleciéndose de ello y haciendo alarde, defendiéndolo, explicándolo y hasta negándolo. Pero esa condenada mujer me lo ha hecho ver como si yo hubiese estado allí».
«Bueno —pensó—, eso forma parte de la educación de uno. Será toda una educación cuando esto haya concluido. Se aprende mucho en esta guerra, si se presta atención». Él había aprendido mucho, desde luego. Había tenido suerte pasando parte de los diez últimos años en España antes de la guerra. Las gentes tienen confianza en ti si hablas su lengua, sobre todo. Confían en ti si hablas bien su lengua, la lengua de todos los días y si conoces las distintas regiones del país. El español no es leal, en fin de cuentas, más que a su pueblo. España entra evidentemente en primer lugar, luego su tribu, después su provincia, más tarde su pueblo, luego su familia y, finalmente, su trabajo. Si hablas español se muestran predispuestos a favor tuyo; si se conoce su provincia es mucho mejor; pero si conoces su pueblo y su trabajo habrás ido todo lo lejos que un extranjero puede ir. Jordan no se sentía nunca extranjero en España y ellos no le trataban realmente como extranjero; sólo lo hacían cuando se rebelaban contra él.
Por supuesto que se volvían a veces contra él. Incluso lo hacían a menudo, pero eso era cosa corriente; lo hacían entre ellos. No había sino juntar a tres y dos se unían en seguida contra uno y luego, los dos que quedaban, empezaban en seguida a traicionarse mutuamente. No es que sucediera siempre, pero sí con la suficiente frecuencia como para tomar en consideración un gran número de casos y sacar una consecuencia apropiada.
No estaba bien pensar así; pero ¿quién censuraba sus pensamientos? Nadie, salvo él mismo. No creía que pensar en ello fuese derrotismo. Lo primero era ganar la guerra. Si no ganaban aquella guerra, todo estaba perdido. Pero, entretanto, él observaba, escuchaba y quería acordarse de todo. Estaba sirviendo en una guerra y ponía en su servicio una lealtad absoluta y una actividad todo lo completa que le era posible mientras estaba sirviendo. Pero su pensamiento le pertenecía a él, de la misma manera que su capacidad de ver y de oír, y si tenía luego que hacer algún juicio, tendría que echar mano de todo ello. Habría mucha materia luego para sacarle jugo. Ya había materia suficiente. A veces había hasta demasiada.
«Mira a esa mujer —se dijo—. Pase lo que pase, si tengo tiempo, he de hacer que me cuente el resto de esa historia. Mírala caminando junto a esos dos chicos; no sería posible hallar tres figuras españolas más típicas. Ella es como una montaña y el chico y la chica son como arbolitos jóvenes. Los árboles viejos son abatidos y los jóvenes crecen derechos y hermosos, como esos. Y a pesar de todo lo que les ha pasado, parecen tan frescos, tan limpios, tan sin mancha como si nunca hubiesen oído hablar siquiera de ninguna desventura. Pero, según Pilar, María solamente ahora está empezando a rehacerse. Ha debido de pasar por momentos terribles».
Se acordó del chico belga de la 11 brigada que se había alistado con otros cinco muchachos de su pueblo. Era de un pueblo de unos doscientos habitantes y el muchacho no había salido nunca de su pueblo. La primera vez que Jordan vio al chico fue en el Estado Mayor de la Brigada de Hans y los otros cinco muchachos de su pueblo ya habían muerto y el muchacho estaba en tan malas condiciones que le empleaban como ordenanza para servir la mesa del Estado Mayor. Tenía una cara grande, redonda, de flamenco, y manazas enormes y torpes de campesino; y llevaba los platos con la misma pesadez y torpeza que un caballo de tiro. Además, se pasaba el tiempo llorando. Se pasaba el tiempo llorando durante la comida.
Levantabas la cabeza y le veías a punto de romper a llorar, le pedías vino y lloraba; le pasabas el plato para que te sirviera estofado y lloraba, volviendo la cabeza. Luego se callaba. Pero si volvías a mirarle, las lágrimas volvían a correrle por la cara. Entre plato y plato, lloraba en la cocina. Todo el mundo era muy cariñoso con él, pero no servía de nada. Había que enterarse, pensó Jordan, de si el muchacho había mejorado y si era capaz de nuevo de empuñar las armas.
María, por el momento, parecía estar bastante recobrada. Al menos, así lo parecía. Pero él no era buen psiquiatra. La psiquiatra era Pilar. Probablemente fue bueno para ellos el haber pasado juntos la noche anterior. Sí, a menos que no acabase todo de repente. Para él, por lo menos, fue bueno. Se sentía en condiciones inmejorables, sano, bueno, despreocupado y feliz. Las cosas se presentaban bastante mal, pero había tenido mucha suerte. Había estado en otras que también se presentaban mal. Presentarse… Estaba pensando en español. María era realmente encantadora.
«Mírala —se dijo—. Mírala».
La veía andar alegremente al sol, con su camisa caqui desabrochada. «Se movía como un potrito, pensó. No tropiezas a menudo con cosas como esta. Estas cosas no suceden en la vida real. Quizá no te hayan sucedido tampoco. Quizás estés soñando o inventándolas y en realidad no hayan sucedido. Quizá sean como esos sueños que has tenido cuando has ido al cine y te vas luego a la cama y sueñas de una manera tan bonita». Había dormido con todas ellas así, mientras soñaba. Podía acordarse aún de la Garbo y de la Harlow. Sí, la Harlow le visitaba muchas veces. Quizá todo aquello fuera como esos sueños.
Aún se acordaba de la noche en que la Garbo se le apareció en la cama, la víspera del ataque a Pozoblanco; Greta llevaba un jersey de lana, muy suave al tacto, y cuando él la estrechó en sus brazos, ella se refugió en él y sus cabellos le rozaron suavemente la cara y le preguntó por qué no le había dicho antes que la quería, siendo así que ella le quería desde mucho tiempo atrás. No se mostró tímida ni distante ni fría. Se ofreció tan adorable y hermosa como en los viejos días en que andaba con John Gilbert, y todo fue tan real como si realmente hubiera sucedido; y la amó mucho más que a la Harlow, aunque la Garbo no se le presentó más que una vez, en tanto que la Harlow… Bueno, quizás estuviera soñando todavía.
«Pero quizá no lo estuviera», se dijo. Quizá pudiera alargar la mano en aquellos momentos y tocar a aquella María. «Puede que lo que te ocurra es que tengas miedo de hacerlo, no vaya a ocurrir que descubras que no ha ocurrido nunca, que no es real, que todo es pura imaginación, como esos sueños de las artistas de cine o como la aparición de todas las muchachas de antes, que venían a dormir en el saco por la noche sobre el santo suelo, sobre la paja de los graneros, en los establos, los corrales y los cortijos; en los bosques, los garajes y los camiones, así como en todas las montañas de España». Todas acudían a dormir bajo esa manta cuando él estaba durmiendo y todas parecían mucho más bonitas de lo que eran en la vida real. Era posible que ahora le estuviese ocurriendo lo mismo. «Es posible que tengas miedo de tocarla para comprobar si es real —se dijo—. Es posible que si intentaras tocarla descubrieras que todo no es más que un sueño».
Dio un paso para cruzar al otro lado del sendero y puso su mano en el brazo de la muchacha. Bajo sus dedos sintió la suavidad de su piel debajo de la tela de la ajada camisa. La chica le miró y sonrió.
—Hola, María —dijo.
—Hola, inglés —contestó ella, y pudo ver su cara morena y sus ojos verdegrís y sus labios que le sonreían, y el cabello cortado, dorado por el sol. Levantó la cara y le sonrió mirándole a los ojos. Sí, era verdad.
Estaban ya a la vista del campamento del Sordo, al final del pinar, en una garganta en forma de palangana volcada. «Todas estas cuencas calizas tienen que estar llenas de cuevas —pensó—. Allí mismo veo dos. Los pinos bajos que crecen entre las rocas, las ocultan bien. Este es un lugar tan bueno o mejor que el escondrijo de Pablo».
—¿Y cómo fue el fusilamiento de tu familia? —preguntó Pilar a Joaquín.
—Pues, nada, mujer —contestó Joaquín—; eran de izquierdas, como muchos otros de Valladolid. Cuando los fascistas depuraron el pueblo, fusilaron primero a mi padre. Había votado a los socialistas. Luego fusilaron a mi madre; había votado también a los socialistas. Era la primera vez que votaba en su vida. Después fusilaron al marido de una de mis hermanas. Era miembro del Sindicato de conductores de tranvías. No podía conducir un tranvía sin pertenecer al Sindicato, naturalmente. Pero no le importaba la política. Yo le conocía bien. Era, incluso, un poco sinvergüenza. No creo que hubiera sido un buen camarada. Luego, el marido de la otra chica, de mi otra hermana, que era también tranviario, se fue al monte como yo. Ellos supusieron que mi hermana sabía dónde se escondía; pero mi hermana no lo sabía. Así es que la mataron porque no quiso decir nada.
—¡Qué barbaridad! —dijo Pilar—. Pero ¿dónde está el Sordo? No le veo.
—Está ahí. Debe de estar dentro —respondió Joaquín, y, deteniéndose y apoyando la culata del fusil en el suelo, dijo—: Pilar, óyeme, y tú, María; perdonadme si os he molestado hablándoos de mi familia. Ya sé que todo el mundo tiene las mismas penas y que más vale no hablar de ello.
—Vale más hablar —dijo Pilar—. ¿Para qué se ha nacido, si no es para ayudarnos los unos a los otros? Y escuchar y no decir nada es una ayuda bien pobre.
—Pero todo eso ha podido ser molesto para María. Ya tiene bastante con lo suyo.
—¡Qué va! —dijo María—. Tengo un cántaro tan grande que puedes vaciar dentro tus penas sin llenarlo. Pero me duele lo que me dices, Joaquín, y espero que tu otra hermana esté bien.
—Hasta ahora está bien —dijo Joaquín—. La han metido en la cárcel, pero parece que no la maltratan mucho.
—¿Tienes otros parientes? —preguntó Robert Jordan.
—No —dijo el muchacho—. Yo no tengo a nadie más. Salvo el cuñado que se fue a los montes y que creo que ha muerto.
—Puede que esté bien —dijo María—. Quizás esté con alguna banda por las montañas.
—Para mí que está muerto —dijo Joaquín—. Nunca fue muy fuerte y era conductor de tranvías; no es una preparación muy buena para el monte. No creo que haya podido durar más de un año. Además, estaba un poco malo del pecho.
—Puede ser que, a pesar de todo, esté muy bien —dijo María, pasando el brazo por las espaldas de Joaquín.
—Claro, chica; puede que tengas razón —dijo él.
Como el muchacho se había quedado allí parado, María se empinó, le pasó el brazo alrededor del cuello y le abrazó. Joaquín apartó la cabeza, porque estaba llorando.
—Lo hago como si fueras mi hermano —dijo María—. Te abrazo como si fueras mi hermano.
El muchacho aseveró con la cabeza, llorando, sin hacer ruido.
—Yo soy como si fuera tu hermana —le dijo María—. Te quiero mucho y es como si fuera de tu familia. Todos somos una familia.
—Incluido el inglés —dijo Pilar, con voz de trueno—; ¿no es así, inglés?
—Sí —dijo Jordan, dirigiéndose al muchacho—; somos todos una familia, Joaquín.
—Este es tu hermano —dijo Pilar—; ¿no es verdad, inglés?
Robert Jordan pasó el brazo por los hombros del muchacho.
—Somos todos tus hermanos —dijo. Joaquín aseveró con la cabeza.
—Me da vergüenza haber hablado —dijo—. Hablar de semejantes asuntos no hace más que dificultar las cosas a todo el mundo. Me da vergüenza haberos molestado.
—Vete a la m… con tu vergüenza —dijo Pilar, con su hermosa voz profunda—. Y si María te besa otra vez, voy a besarte también yo. Hace años que no he besado a ningún torero, aunque sea un fracasado como tú. Me gustaría besar a un torero fracasado que se ha vuelto comunista. Sujétale bien, inglés, que voy a darle un beso como una catedral.
—¡Deja! —dijo el chico, y volvió la cabeza bruscamente—. Dejadme tranquilo. No me pasa nada y siento haber hablado.
Estaba allí parado, tratando de dominar la expresión de su rostro. María cogió de la mano a Robert Jordan. Pilar, parada en medio del camino, puesta en jarras, miraba al muchacho con aire burlón.
—Cuando yo te bese no será como una hermana. Vaya un truco ese de besarte como una hermana.
—No hay que dar tanta broma —dijo el muchacho—; ya os he dicho que no me pasa nada. Siento haber hablado.
—Muy bien, entonces, vamos a ver al viejo —dijo Pilar—. Tantas emociones me fatigan.
El chico la miró. A todas luces había sido herido por las palabras de Pilar.
—No hablo de tus emociones —dijo Pilar—; hablo de las mías. Eres muy tierno para ser torero.
—No tuve suerte —dijo Joaquín—; pero no vale la pena insistir en ello.
—Entonces, ¿por qué te dejas crecer la coleta?
—¿Por qué no? Las corridas son muy útiles económicamente. Dan trabajo a muchos y el Estado va a dirigir ahora todo eso; y quizá la próxima vez no tenga miedo.
—Quizá sí —dijo Pilar— y quizá no.
—¿Por qué le hablas con tanta dureza? —preguntó María—. Yo te quiero mucho, Pilar, pero te portas como una verdadera bruta.
—Es posible que sea un poco bruta —dijo Pilar—. Escucha, inglés, ¿sabes bien lo que vas a decirle al Sordo?
—Sí.
—Porque es hombre que habla poco; no es como tú ni como yo ni como esta parejita sentimental.
—¿Por qué hablas así? —preguntó de nuevo María, irritada.
—No lo sé —dijo Pilar, volviendo a caminar—. ¿Por qué piensas que lo hago?
—Tampoco lo sé.
—Hay cosas que me aburren —dijo Pilar, de mal humor—. ¿Comprendes? Y una de ellas es tener cuarenta y ocho años. ¿Lo has entendido? Cuarenta y ocho años y una cara tan fea como la mía. Y otra es ver el pánico en la cara de un torero fracasado, de tendencias comunistas, cuando digo en son de broma que voy a besarle.
—No es verdad, Pilar —dijo el muchacho—. No has visto eso.
—¿Qué va a ser verdad? Claro que no. Y a la mierda todos. ¡Ah, aquí está! Hola, Santiago. ¿Qué tal?
El hombre al que hablaba Pilar era un tipo de baja estatura, fuerte, de cara tostada, pómulos anchos, cabello gris, ojos muy separados y de un color pardo amarillento, nariz de puente, afilada como la de un indio, boca grande y delgada con un labio superior muy largo. Iba recién afeitado y se acercó a ellos desde la entrada de la cueva moviéndose ágilmente con sus arqueadas piernas, que hacían juego con su pantalón, sus polainas y sus botas de pastor. El día era caluroso, pero llevaba un chaquetón de cuero forrado de piel de cordero, abrochado hasta el cuello. Tendió a Pilar una mano grande, morena:
—Hola, mujer —dijo—. Hola —dijo a Robert Jordan, le estrechó la mano, mirándole atentamente a la cara. Robert Jordan vio que los ojos del hombre eran amarillos, como los de los gatos, y aplastados como los de los reptiles—. ¡Guapa! —dijo a María, dándole un golpecito en el hombro—. ¿Habéis comido? —preguntó a Pilar.
Pilar negó con la cabeza.
—¿Comer? —dijo, mirando a Robert Jordan—. ¿Beber? —preguntó, haciendo un ademán con el pulgar hacia abajo, como si estuviera vertiendo algo de una botella.
—Sí, muchas gracias —contestó Jordan.
—Bien —dijo el Sordo—. ¿Whisky?
—¿Tiene usted whisky?
El Sordo afirmó con la cabeza.
—¿Inglés? —preguntó—. ¿No ruso?
—Americano.
—Pocos americanos aquí —dijo.
—Ahora habrá más.
—Mejor. ¿Norte o Sur?
—Norte.
—Como inglés. ¿Cuándo saltar puente?
—¿Está usted enterado de lo del puente?
El Sordo dijo que sí con la cabeza.
—Pasado mañana, por la mañana.
—Bien —dijo el Sordo.
—¿Pablo? —preguntó a Pilar.
Ella meneó la cabeza. El Sordo sonrió.
—Vete —dijo a María, y volvió a sonreír—. Vuelve luego. —Sacó de su chaqueta un gran reloj, pendiente de una correa—. Dentro de una media hora.
Les hizo señas para que se sentaran en un tronco pulido, que servía de banco, y, mirando a Joaquín, extendió el índice hacia el sendero en la dirección en que habían venido.
—Bajaré con Joaquín y volveré luego —dijo María.
El Sordo entró en la cueva y salió con un frasco de whisky y tres vasos; el frasco, debajo del brazo, los vasos en una mano, un dedo en cada vaso. En la otra mano llevaba una cántara llena de agua, cogida por el cuello. Dejó los vasos y el frasco sobre el tronco del árbol y puso la cántara en el suelo.
—No hielo —dijo a Robert Jordan, y le pasó el frasco.
—Yo no quiero de eso —dijo Pilar, tapando su vaso con la mano.
—Hielo, noche última, por suelo —dijo el viejo, y sonrió—. Todo derretido. Hielo, allá arriba —añadió, y señaló la nieve que se veía sobre la cima desnuda de la montaña—. Muy lejos.
Robert Jordan empezó a llenar el vaso del Sordo; pero el viejo movió la cabeza y le indicó por señas que tenía que servirse él primero.
Robert Jordan se sirvió un buen trago de whisky; el Sordo le miraba, muy atento, y, terminada la operación, tendió la cántara de agua a Robert Jordan, que la inclinó suavemente, dejando que el agua fría se deslizara por el pico de barro cocido de la cántara.
El Sordo se sirvió medio vaso y acabó de llenarlo con agua.
—¿Vino? —preguntó a Pilar.
—No; agua.
—Toma —dijo—. No bueno —dijo a Robert Jordan, y sonrió—. Yo conocido muchos ingleses. Siempre mucho whisky.
—¿Dónde?
—Finca —dijo el Sordo—; amigos dueño.
—¿Dónde consiguió usted este whisky?
—¿Qué? —No oía.
—Tienes que gritarle —dijo Pilar—. Por la otra oreja.
El Sordo señaló su mejor oreja, sonriendo.
—¿Dónde encuentra usted este whisky? —preguntó Robert Jordan.
—Lo hago yo —dijo el Sordo, y vio cómo se detenía la mano que llevaba el vaso que Robert Jordan encaminaba a su boca.
—No —dijo el Sordo, dándole golpecitos cariñosos en la espalda—. Broma. Viene Granja. Dicho ayer noche dinamitero inglés viene. Bueno. Muy contento. Buscar whisky. Para ti. ¿Te gusta?
—Mucho —dijo Robert Jordan—; es un whisky muy bueno.
—¿Contento? —El Sordo sonrió—. Traje esta noche con informaciones.
—¿Qué informaciones?
—Movimiento de tropas. Mucho.
—¿Dónde?
—Segovia. Aviones. ¿Has visto?
—Sí.
—Malo, ¿eh?
—Malo.
—Movimiento de tropas. Mucho. Entre Villacastín y Segovia. En la carretera de Valladolid. Mucho entre Villacastín y San Rafael. Mucho. Mucho.
—¿Qué es lo que usted piensa?
—Preparamos alguna cosa.
—Es posible.
—Ellos saben. Ellos también preparan.
—Es posible.
—¿Por qué no saltar puente esta noche?
—Órdenes.
—¿De quién?
—Cuartel General.
—¡Ah!
—¿Es importante el momento en que hay que volar el puente? —preguntó Pilar.
—No hay nada tan importante.
—Pero ¿y si traen tropas?
—Enviaré a Anselmo con un informe de todos los movimientos y concentraciones. Está vigilando la carretera.
—¿Tienes alguien en la carretera? —preguntó el Sordo.
Robert Jordan no sabía lo que el hombre había oído o no. No se sabe jamás con un sordo.
—Sí —dijo.
—Yo también. ¿Por qué no volar puente ahora?
—Tengo otras órdenes.
—No me gusta —dijo el Sordo—. No me gusta.
—A mí tampoco —dijo Robert Jordan.
El Sordo movió la cabeza y se bebió un trago de whisky.
—¿Quieres algo de mí?
—¿Cuántos hombres tiene usted?
—Ocho.
—Hay que cortar el teléfono, atacar el puesto de la casilla del peón caminero, tomarle y replegarse al puente.
—Es fácil.
—Todo se dará por escrito.
—No vale la pena. ¿Y Pablo?
—Cortará el teléfono abajo; atacará el puesto del molino, lo tomará y se replegará sobre el puente.
—¿Y después, para la retirada? —preguntó Pilar—. Somos siete hombres, dos mujeres y cinco caballos. ¿Te das cuenta? —gritó en la oreja del Sordo.
—Ocho hombres y cuatro caballos. Faltan caballos —dijo el viejo—. Faltan caballos.
—Diecisiete personas y nueve caballos —dijo Pilar—. Sin contar los bultos.
El Sordo no dijo nada.
—¿No hay manera de tener más caballos? —preguntó Robert Jordan.
—En guerra, un año —dijo el Sordo—, cuatro caballos —y enseñó los cuatro dedos de la mano—. Tú quieres ocho para mañana.
—Así es —dijo Robert—. Sabiendo que se van ustedes de aquí, no necesitan ser tan cuidadosos como lo han sido por estos alrededores. No es necesario por ahora ser tan cuidadosos. ¿No podrían hacer una salida y robar ocho caballos?
—Tal vez —dijo el Sordo—. Quizá sí. Tal vez más.
—¿Tienen ustedes un fusil automático? —preguntó Robert Jordan.
El Sordo asintió con la cabeza.
—¿Dónde?
—Arriba, en el monte.
—¿Qué clase?
—No sé el nombre. De platos.
—¿Cuántos platos?
—Cinco platos.
—¿Sabe alguien utilizarlo?
—Yo, un poco. No tiro demasiado. No quiero hacer ruido por aquí. No valer la pena gastar cartuchos.
—Luego iré a verlo —dijo Robert Jordan—. ¿Tienen ustedes granadas de mano?
—Muchas.
—¿Y cuántos cartuchos por fusil?
—Muchos.
—¿Cuántos?
—Ciento cincuenta. Más quizá.
—¿Qué hay de otras gentes?
—¿Para qué?
—Contar con fuerzas suficientes para tomar los puestos y cubrir el puente mientras lo vuelo. Necesitaríamos el doble de los que tenemos.
—Tomaremos puestos; no te preocupes. ¿A qué hora del día?
—Con luz del día.
—No importa.
—Necesitaré por lo menos veinte hombres más —dijo Robert Jordan.
—No hay buenos. ¿Quieres los que no son de confianza?
—No. ¿Cuántos buenos hay?
—Quizá cuatro.
—¿Por qué tan pocos?
—No hay confianza.
—¿Servirían para guardar los caballos?
—Mucha confianza para guardar los caballos.
—Me harían falta diez hombres buenos, por lo menos, si pudiera encontrarlos.
—Cuatro.
—Anselmo me ha dicho que había más de ciento por estas montañas.
—No buenos.
—Usted ha dicho treinta —dijo Robert Jordan a Pilar—. Treinta seguros hasta cierto grado.
—¿Y las gentes de Elías? —gritó Pilar. El Sordo negó con la cabeza.
—No buenos.
—¿No puede usted encontrar diez? —preguntó Jordan. El Sordo le miró con ojos planos y amarillentos y negó con la cabeza.
—Cuatro —dijo, y volvió a mostrar los cuatro dedos de la mano.
—¿Los de usted son buenos? —preguntó Jordan, lamentando en seguida el haber dicho estas palabras.
El Sordo afirmó con la cabeza.
—Dentro de la gravedad —dijo. Sonrió—. Será duro, ¿eh?
—Es posible.
—No importa —dijo el Sordo, sencillamente, sin alardear—. Valen más cuatro hombres buenos que muchos malos. En esta guerra, siempre muchos malos; pocos buenos. Cada día menos buenos. ¿Y Pablo? —Y miró a Pilar.
—Ya sabes —exclamó Pilar—. Cada día peor.
El Sordo se encogió de hombros.
—Bebe —dijo a Robert Jordan—. Llevaré los míos y cuatro más. Con eso tienes doce. Esta noche, hablar todo esto. Tengo sesenta palos de dinamita. ¿Los quieres?
—¿De qué porcentaje son?
—No lo sé; dinamita ordinaria. Los llevaré.
—Haremos saltar el puentecillo de arriba con ellos —dijo Robert Jordan—; es una buena idea. ¿Vendrá usted esta noche? Tráigalos; ¿quiere? No tengo órdenes sobre eso, pero tiene que ser volado.
—Iré esta noche. Luego, cazar caballos.
—¿Hay alguna probabilidad de encontrarlos?
—Quizás. Ahora, a comer.
«Me pregunto si habla así a todo el mundo —pensó Robert Jordan—. O bien cree que es así como hay que hacerse entender de un extranjero».
—¿Y adónde iremos cuando acabe todo esto? —vociferó Pilar en la oreja del Sordo.
El Sordo se encogió de hombros.
—Habrá que organizar todo eso —dijo la mujer.
—Claro —dijo el Sordo—. ¿Cómo no?
—La cosa se presenta bastante mal —dijo Pilar—. Habrá que organizarlo muy bien.
—Sí, mujer —dijo el Sordo—. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Todo —gritó Pilar.
El Sordo sonrió.
—Has estado demasiado tiempo con Pablo —dijo.
«De manera que sólo habla ese español zarrapastroso con los extranjeros —se dijo Jordan—. Bueno, me gusta oírle hablar bien».
—¿Adónde crees que deberíamos ir? —preguntó Pilar.
—¿Adonde?
—Sí.
—Hay muchos sitios —dijo el Sordo—. Muchos sitios. ¿Conoces Gredos?
—Hay mucha gente por allí. Todos aquellos lugares serán barridos en cuanto ellos tengan tiempo.
—Sí. Pero es una región grande y agreste.
—Será difícil llegar hasta allí —dijo Pilar.
—Todo es difícil —dijo el Sordo—; se puede ir a Gredos o a cualquier otro lugar. Viajando de noche. Aquí esto se ha puesto muy peligroso. Es un milagro que hayamos podido estar tanto tiempo. Gredos es más seguro que esto.
—¿Sabes adónde querría yo ir? —preguntó Pilar.
—¿Adonde? ¿A la Paramera? Eso no vale nada.
—No —dijo Pilar—. No quiero ir a la Sierra de la Paramera. Quiero ir a la República.
—Muy bien.
—¿Vendrían tus gentes?
—Sí, si les digo que vengan.
—Los míos no sé si vendrían —dijo Pilar—. Pablo no querrá venir; sin embargo, allí estaría más seguro. Es demasiado viejo para que le alisten como soldado, a menos que llamen otras quintas. El gitano no querrá venir. Los otros no lo sé.
—Como no pasa nada por aquí desde hace tiempo, no se dan cuenta del peligro —dijo el Sordo.
—Con los aviones de hoy verán las cosas más claras —dijo Robert Jordan—; pero creo que podrían operar ustedes muy bien partiendo de Gredos.
—¿Qué? —preguntó el Sordo, y le miró con ojos planos. No había cordialidad en la manera de hacer la pregunta.
—Podrían hacer ustedes incursiones con más éxito desde allí —dijo Robert Jordan.
—¡Ah! —exclamó el Sordo—. ¿Conoces Gredos?
—Sí. Se puede operar desde allí contra la línea principal del ferrocarril. Se la puede cortar continuamente, como hacemos nosotros más al sur, en Extremadura. Operar desde allí sería mejor que volver a la República —dijo Robert Jordan—. Serían ustedes más útiles allí.
Los dos, mientras le escuchaban, se habían vuelto hoscos. El Sordo miró a Pilar y Pilar miró al Sordo.
—¿Conoces Gredos? —preguntó el Sordo—. ¿Lo conoces bien?
—Sí —dijo Robert Jordan.
—¿Adónde irías tú?
—Por encima de El Barco de Ávila; aquello es mejor que esto. Se pueden hacer incursiones contra la carretera principal y la vía férrea, entre Béjar y Plasencia.
—Muy difícil —dijo el Sordo.
—Nosotros hemos trabajado cortando la línea del ferrocarril en regiones mucho más peligrosas, en Extremadura —dijo Robert Jordan.
—¿Quiénes son nosotros?
—El grupo de guerrilleros de Extremadura.
—¿Sois muchos?
—Como unos cuarenta.
—¿Y ese de los nervios malos y el nombre raro? ¿Venía de allí? —preguntó Pilar.
—Sí.
—¿En dónde está ahora?
—Murió; ya se lo dije.
—¿Tú vienes también de allí?
—Sí.
—¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? —preguntó Pilar.
«Vaya, he cometido un error —pensó Robert Jordan—. He dicho a estos españoles que nosotros podíamos hacer algo mejor que ellos, cuando la norma pide que no hables nunca de tus propias hazañas o habilidades. Cuando debiera haberlos adulado, les he dicho lo que tenían que hacer ellos, y ahora están furiosos. Bueno, ya se les pasará o no se les pasará. Serían ciertamente más útiles en Gredos que aquí. La prueba es que aquí no han hecho nada después de lo del tren, que organizó Kashkin. Y no fue tampoco nada extraordinario. Les costó a los fascistas una locomotora y algunos hombres; pero hablan de ello como si fuera un hecho importante de la guerra. Quizás acaben por sentir vergüenza y marcharse a Gredos. Sí, pero quizá también me larguen a mí de aquí. En cualquier caso, no es una perspectiva demasiado halagüeña la que tengo ahora delante de mí».
—Oye, inglés —le dijo Pilar—. ¿Cómo van tus nervios?
—Muy bien —contestó Jordan—; perfectamente.
—Te lo pregunto porque el último dinamitero que nos enviaron para trabajar con nosotros, aunque era un técnico formidable, era muy nervioso.
—Hay algunos que son nerviosos —dijo Robert Jordan.
—No digo que fuese un cobarde, porque se comportó muy bien —siguió Pilar—; pero hablaba de una manera extraña y pomposa —levantó la voz—. ¿No es verdad, Santiago, que el último dinamitero, el del tren, era un poco raro?
—Algo raro —confirmó el Sordo, y sus ojos se fijaron en el rostro de Jordan de una manera que le recordaron el tubo de escape de un aspirador de polvo—. Sí, algo raro, pero bueno.
—Murió —dijo Robert Jordan al Sordo—. Ha muerto.
—¿Cómo fue eso? —preguntó el Sordo, dirigiendo su mirada desde los ojos de Robert Jordan a sus labios.
—Le maté yo —dijo Robert Jordan—. Estaba herido demasiado gravemente para viajar, y le maté.
—Hablaba siempre de verse en ese caso —dijo Pilar—; era su obsesión.
—Sí —dijo Robert Jordan—; hablaba siempre de eso y era su obsesión.
—¿Cómo fue? —preguntó el Sordo—. ¿Fue en un tren?
—Fue al volver de un tren —dijo Robert Jordan—. Lo del tren salió bien. Pero al volver, en la oscuridad, nos tropezamos con una patrulla fascista y cuando corríamos fue herido en lo alto por la espalda, sin que ninguna vértebra fuese dañada; solamente el omóplato. Anduvo algún tiempo, pero, por su herida, se vio forzado a detenerse. No quería quedarse detrás, y le maté.
—Menos mal —dijo el Sordo.
—¿Estás seguro de que tus nervios se encuentran en perfectas condiciones? —preguntó Pilar a Robert Jordan.
—Sí —contestó él—; estoy seguro de que mis nervios están en buenas condiciones y me parece que cuando terminemos con lo del puente harían ustedes bien yéndose a Gredos.
No había acabado de decir esto cuando la mujer comenzó a soltar un torrente de obscenidades, que le arrollaron, cayendo sobre él como el agua caliente blanca y pulverizada que salta en la repentina erupción de un geiser.
El Sordo movió la cabeza mirando a Jordan con una sonrisa de felicidad. Siguió moviendo la cabeza, lleno de satisfacción mientras Pilar continuaba arrojando palabrota tras palabrota y Robert Jordan comprendió que todo iba de nuevo muy bien. Por fin Pilar acabó de maldecir, cogió la cántara del agua, bebió y dijo más calmada:
—Así es que cállate la boca sobre lo que tengamos que hacer después; ¿te has enterado, inglés? Tú vuélvete a la República, llévate a esa buena pieza contigo y déjanos a nosotros aquí para decidir en qué parte de estas montañas vamos a morir.
—A vivir —dijo el Sordo—. Cálmate, Pilar.
—A vivir y a morir —dijo Pilar—. Ya puedo ver claramente cómo va a terminar esto. Me caes bien, inglés; pero en lo que se refiere a lo que tenemos que hacer cuando haya concluido tu asunto, cierra el pico, ¿entiendes?
—Eso es asunto tuyo —dijo Robert Jordan, tuteándola de repente—. Yo no tengo que meter la mano en ello.
—Pues sí que la metes —dijo Pilar—. Así es que llévate a tu putilla rapada y vete a la República; pero no des con la puerta en las narices a los que no son extranjeros ni a los que trabajaban ya por la República cuando tú estabas todavía mamando.
María, que iba subiendo por el sendero mientras hablaban, oyó las últimas frases que Pilar, alzando de nuevo la voz, decía a gritos a Robert Jordan. La muchacha movió la cabeza mirando a su amigo y agitó un dedo en señal de negación. Pilar vio a Robert Jordan mirar a la muchacha y sonreírle. Entonces se volvió y dijo:
—Sí, he dicho puta, y lo mantengo, y supongo que vosotros os iréis juntos a Valencia y que nosotros podemos ir a Gredos a comer cagarrutas de cabras.
—Soy una puta, si esto te agrada —dijo María—; tiene que ser así, además, si tú lo dices. Pero cálmate. ¿Qué es lo que te pasa?
—Nada —contestó Pilar, y volvió a sentarse en el banco; su voz se había calmado, perdiendo el acento metálico que le daba la rabia—. No es que te llame eso; pero tengo tantas ganas de ir a la República…
—Podemos ir todos —dijo María.
—¿Por qué no? —preguntó Robert Jordan—. Puesto que no te gusta Gredos… El Sordo le hizo un guiño.
—Ya veremos —dijo Pilar, y su cólera se había desvanecido enteramente—. Dame un vaso de esa porquería. Me he quedado ronca de rabia. Ya veremos. Ya veremos qué es lo que pasa.
—Ya ves, camarada —explicó el Sordo—; lo que hace las cosas difíciles es la mañana. —Ya no hablaba en aquel español zarrapastroso ex profeso para extranjeros y miraba a Robert Jordan a los ojos seria y calmosamente, sin inquietud ni desconfianza, ni con aquella ligera superioridad de veterano con que le había tratado antes—. Comprendo lo que necesitas. Sé que los centinelas deben ser exterminados y el puente cubierto mientras haces tu trabajo. Todo eso lo comprendo perfectamente. Y es fácil de hacer antes del día o de madrugada.
—Sí —contestó Robert Jordan—. Vete un momento, ¿quieres? —dijo a María, sin mirarla.
La muchacha se alejó unos pasos, lo bastante como para no oír, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
—Ya ves —dijo el Sordo—. La dificultad no está en eso. Pero largarse después y salir de esta región con luz del día es un problema grave.
—Naturalmente —dijo Robert Jordan—, y he pensado en ello. Pero también será pleno día para mí.
—Pero tú estás solo —dijo el Sordo—; nosotros somos varios.
—Habría la posibilidad de volver a los campamentos y salir por la noche —dijo Pilar, llevándose el vaso a los labios y apartándolo después sin llegar a beber.
—Eso es también muy peligroso —explicó el Sordo—. Eso es quizá más peligroso todavía.
—Creo que lo es, en efecto —dijo Robert Jordan.
—Volar el puente por la noche sería fácil —dijo el Sordo—; pero si pones la condición de que sea en pleno día, puede acarrearnos graves consecuencias.
—Ya lo sé.
—¿No podrías hacerlo por la noche?
—Sí, pero me fusilarían.
—Es muy posible que nos fusilen a todos si tú lo haces en pleno día.
—A mí me daría lo mismo, en tanto en cuanto volase el puente —explicó Robert Jordan—; pero me hago cargo de su punto de vista. ¿No pueden llevar ustedes a cabo una retirada en pleno día?
—Sí que podemos hacerlo —dijo el Sordo—. Podemos organizar esa retirada. Pero lo que estoy explicándote es por qué estamos inquietos y por qué nos hemos enfadado. Tú hablas de ir a Gredos como si fuera una maniobra militar. Si llegáramos a Gredos, sería un milagro.
Robert Jordan no dijo nada.
—Oye —dijo el Sordo—; estoy hablando mucho. Pero es el único modo de entenderse los unos a los otros. Nosotros estamos aquí de milagro. Por un milagro de la pereza y de la estupidez de los fascistas, que tratarán de remediar a su debido tiempo. Desde luego, tenemos mucho cuidado y procuramos no hacer ruido por estos montes.
—Ya lo sé.
—Pero ahora, una vez hecho eso, tendremos que irnos. Tenemos que pensar en la manera de marcharnos.
—Naturalmente.
—Bueno —concluyó el Sordo—, vamos a comer. Ya he hablado bastante.
—Nunca te he oído hablar tanto —dijo Pilar—. ¿Ha sido esto? —y levantó el vaso.
—No —dijo el Sordo, negando con la cabeza—. No ha sido el whisky. Ha sido porque nunca tuve tantas cosas de que hablar como hoy.
—Le agradezco su ayuda y su lealtad —dijo Robert Jordan—; me doy cuenta de las dificultades que origino exigiendo que el puente sea volado en ese momento.
—No hablemos de eso —dijo el Sordo—. Estamos aquí para hacer lo que se pueda. Pero la cosa es peliaguda.
—Sobre el papel, sin embargo, es muy sencilla —dijo Robert Jordan sonriendo—. Sobre el papel, el puente tiene que saltar en el momento en que comience el ataque, de modo que no pueda llegar nada por la carretera. Es muy sencillo.
—Que nos hagan hacer alguna cosa sobre el papel —dijo el Sordo—, que inventen y realicen algo sobre el papel.
—El papel no sangra —dijo Robert Jordan, citando el proverbio.
—Pero es muy útil —dijo Pilar—; es muy útil. Lo que me gustaría a mí valerme de tus órdenes para ir al retrete.
—A mí, también —dijo Robert Jordan—; pero no es así como se gana una guerra.
—No —dijo la mujerona—; supongo que no. Pero ¿sabes lo que me gustaría?
—Ir a la República —contestó el Sordo. Había acercado su oreja sana a la mujer mientras hablaba—. Ya irás, mujer. Deja que ganemos la guerra y todo será la República.
—Muy bien —contestó Pilar—; y ahora, por el amor de Dios, comamos.