—DESCANSEMOS —dijo Pilar a Robert Jordan—. Siéntate, María, que vamos a descansar.
—No, tenemos que seguir —dijo Jordan—; descansaremos cuando lleguemos arriba. Tengo que ver a ese hombre.
—Ya le verás —dijo la mujer de Pablo—. No hay prisa. Siéntate, María.
—Vamos —dijo Jordan—. Arriba descansaremos.
—Yo voy a descansar ahora mismo —replicó la mujer de Pablo. Y se sentó al borde del arroyo. La muchacha se sentó a su lado, junto a unas matas; el sol hacía brillar sus cabellos. Sólo Robert Jordan se quedó de pie, contemplando la alta pradera, atravesada por el torrente. Había abundancia de matas por aquella parte. Más abajo, inmensos peñascos surgían entre helechos amarillentos, y más abajo todavía, al borde de la pradera, había una línea oscura de pinos.
—¿Falta mucho desde aquí hasta donde está el Sordo? —preguntó Jordan.
—No falta mucho —contestó la mujer de Pablo—. Está a la otra parte de estas tierras; hay que atravesar el valle y subir luego hasta el bosque, de donde sale el torrente. Siéntate y olvida tus penas, hombre.
—Quiero ver al Sordo y acabar con esto.
—Yo quiero darme un baño de pies —dijo la mujer de Pablo. Se desató las alpargatas, se quitó la gruesa media de lana que llevaba y metió un pie dentro del agua—. ¡Dios, qué fría está!
—Debiéramos haber traído los caballos —dijo Robert Jordan.
—Pero me hace bien —dijo la mujer—; me estaba haciendo falta. ¿Y a ti qué es lo que te pasa?
—Nada, sólo que tengo poco tiempo.
—Cálmate, hombre; tenemos tiempo de sobra. Vaya un día; y qué contenta me siento de no estar entre pinos. No puedes figurarte cómo se harta una de los pinos. ¿Tú no estás harta de los pinos, guapa?
—A mí me gustan los pinos —dijo la muchacha.
—¿Qué es lo que te gusta de los pinos?
—Me gusta el olor y me gusta sentir las agujas debajo de mis pies. Me gusta oír el viento entre las copas y el ruido que hacen las ramas cuando se dan unas contra otras.
—A ti te gusta todo —dijo Pilar—; serías una alhaja para cualquier hombre si fueses mejor cocinera. Pues a mí los pinos son algo que me harta. ¿No has visto nunca un bosque de hayas, de castaños, de nogales? Esos son bosques. En esos bosques todos los árboles son distintos, lo que les da fuerza y hermosura. Un bosque de pinos es un aburrimiento. ¿Qué dices tú a eso, inglés?
—A mí también me gustan los pinos.
—Pero venga —dijo Pilar—, los dos igual. A mí también me gustan los pinos, pero hemos estado demasiado tiempo entre ellos. Y estoy harta de estas montañas. En las montañas no hay más que dos caminos: arriba y abajo, y cuando se va para abajo se llega a la carretera y a los pueblos de los fascistas.
—¿Va usted algunas veces a Segovia?
—¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? —preguntó la mujer de Pablo a María.
—Tú no eres fea.
—Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro —dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente—. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves —dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente—. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés —dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.
—Esta vida es una cosa muy cómica —dijo, echando el humo por la nariz—. Yo hubiera hecho un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.
—Tú no eres fea —dijo Robert Jordan tuteándola sin saber por qué.
—¿Que no? No quieras engañarme. O será —y rio con su risa profunda— que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? —Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.
—No —contestó María—; no lo entiendo; porque tú no eres fea.
—Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha —dijo Pilar—. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
—Sí, pero convendría que nos fuéramos.
—¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues —continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)— que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a comenzar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.
—Pero si soy fea… —afirmó María.
—Pregúntaselo a él —dijo Pilar—; y no metas tanto los pies en el agua, que se te van a quedar helados.
—Roberto dice que deberíamos seguir, y yo creo que sería mejor —intervino María.
—Escucha bien lo que te digo —dijo Pilar—: este asunto me interesa tanto como a tu Roberto, y te digo que se está aquí muy bien, descansando junto al agua, y que tenemos tiempo de sobra. Además, me gusta hablar. Es la única cosa civilizada que nos queda. ¿Qué otra cosa tenemos para pasar el rato? ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
—Habla usted muy bien, pero hay otras cosas que me interesan más que la belleza o la fealdad.
—Entonces, hablemos de lo que te interesa.
—¿Dónde estaba usted a comienzos del Movimiento?
—En mi pueblo.
—¿Ávila?
—¡Qué va, Ávila!
—Pablo me dijo que era de Ávila.
—Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es… —y nombró un pueblo muy pequeño.
—¿Y qué fue lo que sucedió?
—Muchas cosas —contestó la mujer—. Muchas, muchas, y todas bellacas. Todas, incluso las gloriosas.
—Cuente —dijo Robert Jordan.
—Es algo brutal —dijo la mujer de Pablo—. No me gusta hablar de eso delante de la pequeña.
—Cuente, cuente —dijo Robert Jordan—. Y si no va con ella, que no escuche.
—Puedo escuchar —dijo María, y puso su mano en la de Jordan—. No hay nada que yo no pueda escuchar.
—No se trata de saber si puedes escuchar —dijo Pilar—; sino de saber si debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.
—No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?
—Quizá se las dé al inglés.
—Cuénteme usted, y veremos…
—No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en los pueblos?
—No —contestó Robert Jordan.
—Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado. Pero era cosa de haberle visto entonces.
—Cuente, cuente usted.
—No, no tengo ganas.
—Cuente.
—Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un momento en que te molesta, dímelo.
—Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar —replicó María—; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.
—Creo que sí que lo es —dijo la mujer de Pablo—. Dame otro cigarrillo, inglés, y vámonos.
La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la dejó quieta sobre la de Robert Jordan.
—Fue por la mañana temprano cuando los civiles del cuartel se rindieron —empezó diciendo Pilar.
—¿Habían atacado ustedes el cuartel? —preguntó Robert Jordan.
—Pablo lo había cercado por la noche. Cortó los hilos del teléfono, colocó dinamita bajo una de las tapias y gritó a los guardias que se rindieran. No quisieron. Entonces, al despuntar el día, hizo saltar la tapia. Hubo lucha. Dos guardias civiles quedaron muertos. Cuatro fueron heridos y cuatro se rindieron.
»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.
»—¿Queda alguno dentro? —gritó Pablo.
»—Están los heridos.
»—Vigilad a esos —dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando—. Quedaos ahí, contra la pared —dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.
»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.
»—Mira, Pilar —dijo—. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú —dijo a uno de los guardias—, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.
»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.
»—Tú —dijo Pablo al que estaba más cerca de él—, dime cómo funciona esto.
»—Baja la palanca —le dijo el guardia con voz incolora—. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.
»—¿Qué es la recámara? —preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles—. ¿Qué es la recámara?
»—Lo que está encima del gatillo.
»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.
»—Y ahora ¿qué? —dijo—. Se ha atascado. Me has engañado.
»—Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante —dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.
»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.
»—¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? —preguntó uno de ellos.
»—Mataros —respondió Pablo.
»—¿Cuándo? —preguntó el hombre, con la misma voz gris.
»—Ahora mismo —contestó Pablo.
»—¿Dónde? —preguntó el guardia.
»—Aquí —contestó Pablo—. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?
»—Nada —contestó el civil—. Nada. Pero no es cosa bien hecha.
»—Tú eres el que no estás bien hecho —dijo Pablo—. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.
»—Yo no he matado nunca a nadie —dijo el civil—. Y te ruego que no hables así de mi madre.
»—Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más que matar.
»—No hace falta insultarnos —dijo otro de los civiles—. Y nosotros sabemos morir —dijo otro.
»—De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro —ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.
»—De rodillas he dicho —insistió Pablo—. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.
»—¿Qué te parece, Paco? —preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.
»—Da lo mismo arrodillarse —contestó este—. No tiene importancia.
»—Es más cerca de la tierra —dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.
»—Entonces, arrodillémonos —dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.
»—Guárdame esto, Pilar —dijo—. No sé cómo bajar el disparador —y me tendió la pistola. Él se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.
»Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: “Vaya, otro día que comienza”.
»—Bueno, ahora vamos a tomar el café —dije yo.
»—Bien, Pilar, bien —dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y esos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo».
—¿Qué pasó con los otros? —preguntó Robert Jordan—. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?
—¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a esos no los matamos a tiros.
—¿Qué fue lo que se hizo con ellos?
—Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.
—¿A los veinte?
—Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.
El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros y pico desde allí hasta el río.
»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza. En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante».
—Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?
—Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.
»Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos».
—Y ¿dónde se hizo eso?
—En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.
»Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas.
»Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.
»Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a estos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.
»Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.
»Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: “¿Habrá mujeres?”
»Y el otro contestó: “Espero que no, Cristo.”
»Entonces, un tercero dijo: “Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha, Pilar. ¿Va a haber mujeres?”
»Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: “No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?”
»Y él dijo: “Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar?”
»—En cuanto acabe el cura —le dije yo.
»—¿Y el cura?
»—No lo sé —le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.
»—Nunca he matado a un hombre —dijo.
»—Entonces, ahora aprenderás —le contestó el que estaba a su lado—. Pero no creo que un golpe de esos mate a un hombre —y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.
»—Ahí está lo bueno —dijo el otro—. Hay que dar muchos golpes.
»—Ellos han tomado Valladolid —dijo alguien—; han tomado Ávila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.
»—Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe —dije yo.
»—Pablo es muy capaz —dijo otro—. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así, Pilar?
»—Sí —contesté yo—; pero ahora vais a participar vosotros en todo.
»—Sí —dijo él—. Esto está bien organizado. Pero ¿por qué no oímos noticias del Movimiento?
»—Pablo ha cortado los hilos del teléfono antes del ataque al cuartel. Todavía no se han reparado.
»—¡Ah! —dijo él—; es por eso por lo que no se sabe nada. Yo he oído algunas noticias en la radio del peón caminero esta mañana, muy temprano.
»—¿Por qué vamos a hacer esto así, Pilar? —me preguntó otro.
»—Para economizar balas —contesté yo— y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.
»—Entonces, que comience. Que comience. Que comience —le miré y vi que estaba llorando.
»—¿Por qué lloras, Joaquín? —le pregunté—. No hay por qué llorar.
»—No puedo evitarlo, Pilar —dijo él—. No he matado nunca a nadie.
»Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y esos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.
»Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: “¡Agua, agua!”, y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: “¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?”
»—En seguida —gritó Pablo desde la puerta del Ayuntamiento—. En seguida va a salir el primero. —Su voz estaba ronca de tanto gritar durante el asalto al cuartel.
»—¿Qué los está retrasando? —gritó uno.
»—Aún están ocupados con sus pecados —contestó Pablo.
»—Claro, como que son veinte —replicó otro.
»—Más —repuso otro.
»—Y entre veinte hay muchos pecados que confesar.
»—Sí, pero me parece que es una treta para ganar tiempo. En un caso como este, sólo deberían recordar los más grandes.
»—Entonces, tened paciencia, porque para veinte se necesita algún tiempo, aunque no sea más que para los pecados más gordos.
»—Ya la tengo —contestó otro—; pero sería mejor acabar. En bien de ellos y de nosotros. Estamos en julio y hay mucho trabajo. Hemos segado, pero no hemos trillado. Todavía no ha llegado el tiempo de las fiestas y las ferias.
»—Pero esto de hoy será una fiesta y una feria —dijo alguien—. Será la feria de la libertad, y desde hoy, cuando hayamos terminado con estos, el pueblo y las tierras serán nuestras.
»—Hoy trillamos fascistas —gritó otro—, y de la paja saldrá la libertad de este pueblo.
»—Tenemos que administrarla bien, para merecerla —añadió otro más—. Pilar, ¿cuándo nos reunimos para la reorganización?
»—En seguida que acabemos con estos —dije yo—. En el mismo edificio del Ayuntamiento.
»Yo llevaba en son de chanza uno de esos tricornios charolados de la Guardia civil y había bajado el disparador de la pistola, sosteniéndolo con el pulgar como me parecía que era preciso hacerlo, y la pistola estaba colgada de una cuerda que llevaba alrededor de la cintura, con el largo cañón metido bajo la cuerda. Cuando me la puse me pareció que era una buena broma, pero luego lamenté no haber cogido el estuche de la pistola, en lugar del sombrero. Y uno de los hombres de las filas me dijo: “Pilar, hija, me parece de mal gusto que lleves ese sombrero, ahora que se ha acabado con cosas como la Guardia civil…”
»—Entonces, me lo quitaré —dije yo, y me lo quité.
»—Dámelo —dijo él—; hay que destruirlo.
»Y como estaba al final de la fila, en donde el paseo corre a lo largo del borde de la barranca que da al río, cogió el sombrero y lo echó a rodar desde lo alto de la barranca, de la misma manera que los pastores cuando tiran una piedra a las reses para que se reúnan. El sombrero salió volando por el vacío y lo vimos hacerse cada vez más pequeño, con el charol brillando a la luz del sol, en dirección al río. Volví a mirar a la plaza y vi que en todas las ventanas y en todos los balcones se apretujaba la gente y la doble fila de hombres atravesaba la plaza hasta el porche del Ayuntamiento y la multitud estaba apelmazada debajo de las ventanas del edificio, y se oía el ruido de mucha gente que hablaba al mismo tiempo; y luego oí un grito y alguien dijo: “Aquí viene el primero.” Y era don Benito García, el alcalde, que salía con la cabeza al aire, bajando lentamente los escalones del porche. Y no pasó nada. Don Benito cruzó entre las dos filas de hombres que llevaban los bieldos en la mano y no pasó nada. Y se adelantó entre las filas de hombres, con la cabeza descubierta, la ancha cara redonda de color ceniciento, la mirada fija ante él echando de vez en vez una ojeada a derecha e izquierda y andando con paso firme. Y no pasaba nada.
»Desde un balcón, alguien gritó: “¿Qué ocurre, cobardes?” Don Benito seguía avanzando entre las filas de hombres y no pasaba nada. Entonces vi, a tres metros de mí, a un hombre que hacía gestos raros con la cara, que se mordía los labios y tenía blancas las manos que sujetaban el bieldo. Le vi que miraba a don Benito y que le veía acercarse. Y seguía sin pasar nada. Entonces, un poco antes de que don Benito pasara por su lado, el hombre levantó el bieldo con tanta fuerza, que casi tira al suelo al que tenía a su lado, y con el bieldo descargó un golpe que dio a don Benito en la cabeza. Don Benito miró al hombre, que volvió a golpearle, gritando: “Esto es para ti, cabrón.” Y esta vez le dio en la cara. Don Benito levantó las manos para protegerse la cara y entonces los demás comenzaron a golpearle, hasta que cayó y el hombre que le había golpeado primero llamó a los otros para que le ayudasen y tiró de don Benito por el cuello de la camisa y los otros cogieron a don Benito por los brazos y le arrastraron con la cara contra el polvo, llevándole hasta el borde del barranco, y desde allí le arrojaron al río. Y el hombre que le había golpeado primero se arrodilló junto a las rocas y gritó: “Cabrón. Cabrón. Cabrón.” Era un arrendatario de don Benito y nunca se habían entendido bien. Habían tenido una disputa a propósito de un pedazo de tierra cerca del río que don Benito le había quitado y había arrendado a otro, y el rentero, desde entonces, le odiaba. Aquel hombre ya no volvió a las filas después de eso. Se quedó sentado al borde de la barranquera mirando al lugar por donde había caído don Benito.
»Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: “Que salga el toro. Que salga el toro.”
»Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: “No quieren moverse. Todos están rezando.”
»Otro borracho gritó: “Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo.”
»Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.
»Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.
»—No tiene piernas para andar —dijo alguien.
»—¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? —preguntó otro. Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.
»—Vamos —le gritó Pablo desde lo alto de la escalera—. Camina.
»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.
»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: “Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar.” Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: “Con su permiso”, y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.
»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.
»Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un zapatero remendón, que siempre estaba con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.
»Y Pablo le dijo al cura: “¿A quién le toca ahora?” Y el cura siguió rezando y no le respondió.
»—Escucha —dijo Pablo al cura, con voz ronca—: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?
»El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.
»—Vayamos todos juntos —dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.
»—¡Qué va! —dijo Pablo—. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.
»—Entonces, iré yo —dijo don Ricardo—. No estaré nunca más dispuesto que ahora.
»El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: “No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos.”
»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. “Adiós —dijo a los que estaban de rodillas—; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques —dijo a Pablo—, no me toques con tu fusil.”
»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: “¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c… en la leche de vuestros padres.”
»Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.
»Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: “Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección”, estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.
»Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.
»—Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa —gritó alguien.
»—Haced salir al cura.
»—Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.
»—Dos ladrones —dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado—. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.
»—¿El señor de quién? —preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.
»—Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.
»—Ese no es mi señor, ni en broma —dijo el otro—. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.
»—Soy tan buen republicano libertario como tú —dijo el pequeño—. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, esa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.
»—Me c… en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.
»—Así es como los llamamos aquí.
»—No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor… Ah, mira, aquí viene uno nuevo.
»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Ávila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.
»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:
»—Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.
»—Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.
»—Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.
»Y uno le gritó:
»—Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?
»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.
»—Vamos, don Faustino —gritó uno de las filas—. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.
»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.
»—Don Faustino —gritó alguien—. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?
»—Se está preparando para vomitar —dijo otro, y los hombres se echaron a reír.
»—Don Faustino —gritó un campesino—, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.
»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.
»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: “¿Adónde vas, don Faustino, adónde vas?”
»—Va a vomitar —contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.
»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.
»—Que no lo toque nadie. Dejadle solo —gritó uno.
»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.
»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.
»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:
“Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía.”
»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: “Don Faustino, buen provecho.” Y otros decían: “Don Faustino, a sus órdenes”, y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: “Don Faustino, matador, a sus órdenes”; y otro dijo: “Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino.” Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: “No. No. No, por favor. No, por favor. No. No.”
»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.
»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.
»—Queremos otro —gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: “Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino.”
»—Ahora ya habrá visto el toro —dijo un tercero—. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.
»—En mi vida —dijo otro campesino—, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.
»—Hay otros —dijo el otro campesino—, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?
»—Ya puede haber gigantes y cabezudos —dijo el primer campesino que había hablado—. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.
»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.
»—Matar da mucha sed —dijo el hombre que me había tendido la bota.
»—¡Qué va! —dije yo—; ¿has matado tú?
»—Hemos matado a cuatro —dijo orgullosamente—, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?
»—Ni a uno solo —contesté yo—; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.
»—¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?
»—Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.
»—¿Los mató con esa pistola?
»—Con esta mismamente, y luego me la dio.
»—¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?
»—¿Cómo no, hombre? —dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.
»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: “Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya.”
»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?
—Así es —dijo Robert Jordan—. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña…
—¿Has hecho tú eso? —preguntó María—. ¡Qué bonito!
—En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió…
—¿Un negro? —preguntó María—. ¡Qué bárbaros!
—¿Estaba borracha la gente? —preguntó María—. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?
—No lo sé —contestó Robert Jordan—; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez…
—Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no —dijo Pilar.
—Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más —dijo Jordan—; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.
—Eras demasiado pequeño a los siete años —comentó María—. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.
—Unos lo son y otros no lo son —dijo Pilar—; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.
—No tantas como yo —dijo María—; No; no tantas como yo.
—No hablemos de eso —dijo Pilar—; no es bueno. ¿Dónde nos quedamos?
—Hablábamos de la borrachera entre las filas —dijo Robert Jordan—. Continúa.
—No es justo decir borrachera —dijo Pilar—. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: «Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos».
»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.
»—Don Guillermo —gritó otro—, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?
»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.
»—Guillermo —gritaba—. Guillermo, espérame, voy contigo.
»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.
»—Guillermo —gritaba ella—. Guillermo. Guillermo. —Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás—. ¡Guillermo!
»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida. No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color de su cara.
»Entonces, un borracho gritó: “Guillermo”, imitando la voz aguda y rota de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver, y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde las ventanas del Ayuntamiento.
»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: “Hay que hacerlo así. Así es como hay que hacerlo.” Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la República.
»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los grandes árboles que daban sombra a la plaza.
»Dos campesinos de entre las filas venían hablando entre sí y uno de ellos me dijo: “¿Qué es lo que te pasa, Pilar?”
»—Nada, hombre —le respondí.
»—Sí —dijo—; habla, algo te pasa.
»—Creo que estoy harta de esto —le dije.
»—Nosotros también —dijo él, y se sentaron en el banco junto a mí. Había uno que llevaba una bota de vino y me la ofreció.
»—Mójate la boca —me dijo, y el otro siguiendo la conversación que habían comenzado, agregó—: Lo peor es que esto acarrea desgracia. Nadie me hará creer que cosas como, matar a don Guillermo de esta manera no traigan desgracia.
Entonces el otro dijo:
»—Si hace falta verdaderamente matarlos a todos, y no estoy seguro de que sea necesario, que se les mate al menos de una manera decente y sin burlarse de ellos.
»—La burla está justificada en el caso de don Faustino —dijo el otro—. Porque ha sido siempre un fantasmón y jamás un hombre serio. Pero burlarse de un hombre serio como don Guillermo no es justo.
»—Tengo llenas las tripas de todo esto —le dije, y era absolutamente verdad, porque sentía un verdadero malestar dentro de mí y sudores y náuseas como si hubiese comido pescado podrido.
»—Entonces, nada —dijo el primero—. No vamos a pringarnos más. Pero me pregunto qué es lo que pasa en los otros pueblos.
»—No han reparado todavía las líneas telefónicas —dije yo—. Va a haber que ocuparse de ello.
»—Claro —dijo el campesino—. ¿Quién sabe si no haríamos mejor ocupándonos de la defensa del pueblo en vez de asesinar a la gente con esa lentitud y esta brutalidad?
»—Voy a hablar de eso con Pablo —les dije, y me levanté del banco para ir a los porches que conducían a la puerta del Ayuntamiento, de donde salían las filas. Estas no tenían orden ni concierto, y había mucha borrachera y muy grave. Dos hombres estaban tumbados en el suelo y permanecían tendidos boca arriba, en medio de la plaza, pasándose una botella de uno a otro. Uno de ellos tomó un trago y gritó después: “Viva la anarquía”, sin moverse del suelo, boca arriba, gritando como si fuera un loco. Llevaba un pañuelo negro y rojo en torno al cuello. El otro gritó: “Viva la libertad”, y empezó a dar patadas en el aire, y luego gritó de nuevo: “Viva la libertad.” Tenía también un pañuelo rojo y negro y lo agitaba con una mano, mientras que con la otra agitaba una botella.
»Un campesino que se había salido de las filas y se había puesto a la sombra de los porches los miraba disgustado, y dijo: “Debieran gritar: Viva la borrachera. No son capaces de creer en otra cosa.”
»—No creen siquiera en eso —dijo otro campesino—. Esos no creen en nada ni comprenden nada.
»En aquel momento uno de los borrachos se puso de pie, levantó el brazo cerrando el puño por encima de su cabeza y gritó: “Viva la anarquía y la libertad y me c… en la leche de la República.”
»El otro borracho, que seguía aún en el suelo, atrapó por la pantorrilla al que gritaba y dio media vuelta, de modo que el borracho que gritaba cayó sobre él. Luego se sentó y el que había hecho caer a su amigo le pasó el brazo por el hombro, le tendió la botella, besó el pañuelo rojo y negro que llevaba y los dos bebieron juntos a morro.
»Justamente entonces se oyó un alarido en las filas y mirando hacia el porche no pude ver quién salía porque su cabeza no sobrepasaba las de los que se apretujaban delante de la puerta del Ayuntamiento. Todo lo que podía ver era que Pablo y Cuatrodedos empujaban a alguien con sus escopetas, aunque no llegaba a descubrir quién era; y me acerqué a las filas por la parte en donde se apretujaban contra la puerta para tratar de ver.
»Todos empujaban. Las sillas y las mesas del café de los fascistas habían sido derribadas, salvo una mesa, en donde había un borracho tumbado con la cabeza colgando y la boca abierta. Cogí una silla, la apoyé en uno de los pilares y me subí a lo alto para poder ver por encima de las cabezas.
»El hombre que Pablo y Cuatrodedos empujaban era don Anastasio Rivas, un fascista indudable y el hombre más gordo del pueblo. Era tratante en granos y agente de varias Compañías de Seguros y prestaba además dinero a interés elevado. Yo, sobre mi silla, le veía bajar los escalones y adelantarse hacia las filas con su grueso cogote, que le rebosaba por encima del cuello de la camisa, y su cráneo calvo que brillaba al sol; pero ni siquiera tuvo tiempo para entrar en las filas, porque esta vez no hubo gritos, sino un alarido general. Fue un ruido muy feo. Todos los borrachos gritaban a un tiempo. Las filas se deshicieron y los hombres se precipitaron, y vi a don Anastasio tirarse al suelo, con las manos en la cabeza; después de esto no pude verle, porque los hombres se apilaron sobre él. Y cuando los hombres le dejaron, don Anastasio había muerto; le habían golpeado la cabeza contra los adoquines del pavimento bajo los porches; y ya no había filas, no había más que la multitud.
»—Vamos a entrar por ellos; vamos adentro.
»—Es demasiado pesado para cargar con él —dijo un hombre, dando un puntapié a don Anastasio, que estaba tendido boca abajo—. Dejémosle aquí.
»—¿Para qué vamos a cargar con ese tonel de tripas hasta el barranco? Dejémosle aquí.
»—Entremos para acabar con los de dentro —gritó un hombre—. Vamos.
»—No merece la pena esperar todo un día al sol —gritó otro—. Vamos. Vamos.
»La muchedumbre se apretujaba debajo de los porches. Había gritos y empujones y gritaban todos como animales. Gritaban: “Abrid, abrid. Abrid.” Porque los guardias habían cerrado las puertas del Ayuntamiento cuando las filas se habían roto.
»Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.
»La muchedumbre gritaba: “A-brid. A-brid. A-brid…”, como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.
»El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.
»—La silla va a romperse —le dije.
»—¿Qué importa? —contestó él—. Míralos, míralos como rezan.
»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: “¡Abrid, abrid!” Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.
»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando: “¡Viva yo y viva la anarquía!”
»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.
»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.
»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.
»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.
»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.
»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.
»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: “¡Abrid! ¡Abrid!”, hasta que se quedó ronco.
»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a Cuatrodedos y a este hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.
»Vi a Pablo que decía algo a Cuatrodedos y Cuatrodedos que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.
»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lio un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.
»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.
»Los vi entrar, y justamente en aquel momento, el borracho que estaba en la silla conmigo se puso a gritar: “¡Ahí! ¡Ahí!”, y a estirar su cabeza hacia delante, de modo que yo no podía ver nada, mientras él vociferaba: “¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!”, y me apartaba con sus brazos, sin dejarme que viese nada.
»Le hundí el codo en la barriga y le dije: “So borracho, ¿de quién es esta silla? Déjame mirar.” Pero él seguía sacudiendo los brazos atrás y adelante, y con las manos sujetas a los barrotes gritaba: “¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos! ¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones!”
»Le di un codazo y le dije: “El cabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame mirar.”
»Él me puso las manos en la cabeza para auparse y ver mejor, y, apoyándose con todo su peso sobre mi cabeza, continuaba gritando: “¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡A palos!”
»—A palos había que matarte —le dije, y le metí el codo con fuerza por donde podía hacerle más daño; y se lo hice. Me apartó las manos de la cabeza y se las puso en donde le dolía, diciendo: “No hay derecho, mujer. No tienes derecho a hacer eso, mujer.” Y, mirando por entre los barrotes, vi el salón lleno de hombres, que golpeaban con palos y con bieldos y que seguían golpeando y golpeando con las horcas de madera blanca que ya estaba roja y habían perdido los dientes, y que siguieron golpeando por todo el salón, mientras Pablo permanecía sentado en el gran sillón, con su escopeta sobre las rodillas, mirando, y los gritos, y los golpes, y las heridas se iban sucediendo, y los hombres gritaban como los caballos gritan en un incendio. Vi al cura con la sotana remangada que trepaba por un banco y vi a los que le perseguían, que le daban con hoces y garfios, y vi a uno que le cogía por la sotana, y se oyó un alarido, y otro alarido, y vi a dos hombres que le metían las hoces en la espalda y a un tercero que le sujetaba de la sotana y al cura que, levantando los brazos, trataba de agarrarse al respaldo de una silla, y entonces la silla en que yo estaba se rompió y el borracho y yo nos vimos en el suelo entre el hedor a vino derramado y la vomitona; y el borracho me señalaba con el dedo, diciendo: “No hay derecho, mujer; no hay derecho. Hubieras podido dejarme inútil.” Y las gentes nos pisoteaban para entrar en el salón del Ayuntamiento. Y todo lo que entonces podía ver eran las piernas de las gentes que entraban por la puerta y al borracho, sentado en el suelo frente a mí, que se llevaba las manos a donde yo le había metido el codo.
»Fue así como se acabó con los fascistas en nuestro pueblo y me sentí contenta por no haber visto más. De no ser por aquel borracho, lo hubiera visto todo. De manera que en definitiva sirvió para algo bueno, ya que lo que pasó en el Ayuntamiento fue algo de un estilo que una hubiera lamentado después haber visto.
»Pero el otro borracho, el que estaba en la plaza, era algo todavía más raro. Cuando nos levantamos, después de haber roto la silla, mientras las gentes seguían empujándose para entrar en el Ayuntamiento, vi a ese borracho, con su pañuelo rojo y negro, que echaba algo sobre don Anastasio. Movía la cabeza a uno y otro lado y le costaba mucho trabajo permanecer sentado; pero echaba algo y encendía cerillas, y volvía a echarlo y volvía a encender, y me acerqué a él y le dije: “¿Qué es lo que haces, sinvergüenza?” “Nada, mujer, nada —contestó—. Déjame en paz.”
»Entonces, quizá porque yo estuviera allí de pie a su lado y mis piernas hicieran de pantalla contra el viento, la cerilla prendió y una llama azul empezó a correr por los hombros de la chaqueta de don Anastasio y por debajo de la nuca, y el borracho levantó la cabeza y se puso a gritar con una voz estentórea: “Están quemando a los muertos.”
»—¿Quién? —preguntó alguien.
»—¿Dónde? —preguntó otro.
»—Aquí —vociferó el borracho—. Aquí precisamente.
»Entonces alguien dio al borracho un golpe en la cabeza con un bieldo, y el borracho cayó de espaldas; se quedó tendido en el suelo y miró al hombre que le había golpeado, y luego cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho; y siguió tendido allí, junto a don Anastasio, como si se hubiese quedado dormido. El hombre no volvió a golpearle pero el borracho siguió allí, y estaba allí todavía cuando se recogió a don Anastasio y se le puso con los otros en la carreta que los llevó a todos hasta el borde del barranco, y aquella misma noche se tiró a ellos con los otros en la limpieza que después se hizo en el Ayuntamiento. Hubiera sido mejor para el pueblo que hubiesen arrojado por la barranca a veinte o treinta borrachos, sobre todo los de los pañuelos rojos y negros, y si tenemos que hacer otra revolución creo que habrá que empezar por arrojarlos a ellos. Pero eso no lo sabíamos todavía por entonces. Lo aprendimos en los días siguientes.
»Aquella noche no se sabía lo que iba a pasar. Después de la matanza del Ayuntamiento no hubo más muertes; pero no pudimos celebrar la reunión, porque había demasiados borrachos. Era imposible conseguir el orden necesario, de manera que la reunión se aplazó para el día siguiente.
»Aquella noche dormí con Pablo. No debiera decir esto delante de ti, guapa, pero, por otra parte, es bueno que lo sepas todo, y por lo menos, lo que yo te digo es la verdad. Oye esto, inglés, que es muy curioso.
»Como digo, aquella noche cenamos y fue muy curioso. Era como después de una tormenta o de una inundación o de una batalla, y todo el mundo estaba cansado y nadie hablaba mucho. Pero yo me sentía vacía y nada bien; me sentía llena de vergüenza, con la sensación de haber obrado mal; tenía un gran ahogo y un presentimiento de que vendrían cosas malas, como esta mañana, después de los aviones. Y claro es que llegó lo malo. Llegó al cabo de tres días.
»Pablo, mientras comíamos, habló muy poco.
»—¿Te ha gustado, Pilar? —me preguntó, al fin, con la boca llena de cabrito asado. Comíamos en la posada de donde salen los autocares, y la sala estaba llena; las gentes cantaban y el servicio era escaso.
»—No —dije—. Salvo lo de don Faustino, no me gustó nada.
»—A mí me gustó —dijo Pablo.
»—¿Todo? —pregunté yo.
»—Todo —dijo, y se cortó un gran pedazo dé pan con su cuchillo y se puso a mojar la salsa—. Todo, menos lo del cura.
»—¿No te gustó el cura? —le pregunté, sabiendo que odiaba a los curas aún más que a los fascistas.
»—No, el cura me ha decepcionado —dijo Pablo tristemente.
»Había tanta gente que cantaba, que teníamos que gritar para oírnos el uno al otro.
»—¿Por qué?
»—Murió muy mal —contestó Pablo—. Tuvo muy poca dignidad.
»—¿Cómo querías que tuviese dignidad mientras la gente le daba caza? —le pregunté—. Me parece que estuvo todo el tiempo con mucha dignidad. Toda la dignidad que se puede tener en semejantes momentos.
»—Sí —dijo Pablo—; pero en el último momento tuvo miedo.
»—¿Y quién no hubiera tenido miedo? —pregunté yo—. ¿No viste con qué le golpeaban?
»—¿Cómo no iba a verlo? —preguntó Pablo—. Pero encuentro que murió muy mal.
»—En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal —le dije—. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.
»—Sí —contestó Pablo—; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.
»—Creí que odiabas a los curas —le dije.
»—Sí —contestó Pablo, y se cortó más pan—; pero un cura español debería haber muerto bien.
»—Pienso que ha muerto bastante bien —dije yo—, para haber estado privado de toda formalidad.
»—No —dijo Pablo—; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.
»—Todavía tienes tiempo —le dije yo, irónicamente—: el Movimiento acaba de empezar hoy.
»—No —dijo él—; me siento chasqueado.
»—Ahora —dije— supongo que vas a perder la fe.
»—No lo comprendes, Pilar —dijo él—. Era un cura español.
»—¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!».
—Habrá que marcharse —dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol—. Es casi mediodía.
—Sí —contestó Pilar—. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: «Pilar, esta noche no vamos a hacer nada».
»—Bueno —le dije yo—; me parece muy bien.
»—Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.
»—¡Qué va! —dije yo—. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?
»—¿Es eso cierto, Pilar? —me preguntó.
»—¿Te he engañado yo alguna vez? —le pregunté.
»—Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?
»—No, hombre —le dije—; pero no mates hombres todos los días, Pablo.
»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.
»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas de la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada, y lloraba.
»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquel fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.
—¿Y cuál fue el otro? —preguntó María.
—Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.
—No me lo cuentes —dijo María—. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.
—Ya te había advertido que no debías escuchar —dijo Pilar—. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.
—No —dijo María—; pero no quiero oír más.
—Tendrás que contarme eso en otra ocasión —dijo Robert Jordan.
—Sí —contestó Pilar—. Pero no es bueno para María.
—No quiero oírlo —dijo María, quejumbrosa—; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.
Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.
—Por favor, Pilar, no cuentes más.
—No tengas cuidado, rapadita —dijo Pilar—. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.
—Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.
—Se lo contaré mientras tú trabajas.
—No, no; por favor. No hablemos más de eso —dijo María.
—Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.
—¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? —preguntó María—. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?
—Espera a la tarde —dijo Pilar—; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.
—Entonces, que venga la tarde —dijo María—; que venga en seguida.
—Ya vendrá —contestó Pilar—. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.
—Que llegue la tarde —dijo María—; la tarde; que llegue la tarde en seguida.