Capítulo IX

ESTABAN A LA PUERTA de la cueva mirando los bombarderos, que volaban a gran altura, rasgando el cielo como puntas de lanza con el ruido del motor. Tienen forma de tiburones, se dijo Robert Jordan; de esos tiburones del Gulf Stream, de anchas aletas y nariz puntiaguda. Pero estos grandes tiburones, con sus grandes aletas de plata, su ronquido y la ligera niebla de sus hélices al sol, no se acercan como tiburones. Se precipitan como la fatalidad mecanizada.

«Todo esto debiera escribirse —se dijo—. Quizá se escriba algún día».

Notó que María se agarraba a su brazo. La muchacha miraba hacia arriba, y él le preguntó:

—¿A qué se parecen, guapa?

—No lo sé —contestó ella—; quizás a la muerte.

—Para mí no son más que aviones —dijo la mujer de Pablo—. ¿Dónde están los más pequeños?

—Quizás estén cruzando los montes por el otro lado —contestó Robert Jordan—; estos bombarderos van demasiado de prisa, para esperar a los otros, y tienen que volver solos. Nosotros no los perseguimos nunca al otro lado de las líneas. No tenemos suficientes aparatos para arriesgarnos a perseguirlos.

En aquel momento, tres cazas «Heinkel», en formación de V, llegaron justamente a donde estaban ellos volando muy bajo sobre la pradera, por encima de las copas de los árboles, parecidos a feos y estrepitosos juguetes de alas vibrantes y hocico puntiagudo; de golpe los aviones se hicieron enormes, ampliados a su verdadero tamaño y pasaron sobre sus cabezas con un ruido espantoso. Iban tan bajos que, desde la entrada de la cueva, todos pudieron ver a los pilotos, con su casco y sus gruesas anteojeras y hasta pudieron ver la bufanda flotando al viento del jefe de la escuadrilla.

—Estos sí que han podido ver a los caballos —dijo Pablo.

—Esos pueden ver hasta la colilla de tu cigarrillo —dijo la mujer—. Deja caer la manta.

No pasaron ya más aviones. Los otros debían de haber atravesado la cordillera por un lugar más alejado y más alto. Y cuando se extinguió el zumbido, salieron todos fuera de la cueva.

El cielo se había quedado vacío, alto, claro y azul.

—Parece como si hubiéramos despertado de un sueño —dijo María a Robert Jordan. Ni siquiera se oía ese imperceptible zumbido del avión que se aleja, que es como un dedo que os roza apenas, desaparece y os vuelve a tocar de nuevo cuando el sonido se ha perdido ya en realidad.

—No es ningún sueño, y tú vete para adentro y arregla las cosas —le dijo Pilar—. ¿Qué hacemos? —preguntó, volviéndose a Robert Jordan—. ¿Vamos a caballo o a pie?

Pablo la miró y murmuró algo.

—Como usted quiera —contestó Robert Jordan.

—Entonces, iremos a pie —dijo ella—. Es bueno para el hígado.

—El caballo es también bueno para el hígado.

—Sí, pero malo para las posaderas. Iremos a pie. ¿Y tú…? —La mujer se volvió hacia Pablo—. Ve a hacer la cuenta de tus caballos y mira si los aviones se han llevado alguno volando.

—¿Quieres un caballo? —preguntó Pablo a Robert Jordan.

—No, muchas gracias. ¿Y la muchacha?

—Es mejor que vaya a pie —dijo Pilar—. Si fuera a caballo, se le entumecerían muchos lugares y luego no valdría para nada.

Robert Jordan sintió que su rostro se ponía rojo.

—¿Has dormido bien? —preguntó Pilar. Luego dijo—: La verdad es que por aquí no hay nadie malo. Podría haberlo. Pero, no sé por qué, no lo ha habido. Hay probablemente un Dios, después de todo, aunque nosotros le hayamos suprimido. Vete —dijo a Pablo—; esto no tiene nada que ver contigo. Esto es para gente más joven que tú y hecha de otra pasta. Vete. —Luego, a Robert Jordan—. Agustín se cuidará de tus cosas. Nos iremos en cuanto llegue.

El día era claro, brillante y aparecía ya templado por el sol. Robert Jordan se quedó mirando a la mujerona de cara atezada, con sus ojos bondadosos y muy separados, con su rostro cuadrado, pesado, surcado de arrugas y de una fealdad atractiva; los ojos eran alegres, aunque la cara permanecía triste, mientras los labios no se movían. La miró y luego volvió su vista al hombre, pesado y corpulento, que se alejaba entre los árboles, hacia el cercado. La mujer también le seguía con los ojos.

—¿Qué, habéis hecho el amor? —preguntó la mujer.

—¿Qué es lo que le ha dicho ella?

—No ha querido decirme nada.

—Entonces yo tampoco le diré nada.

—Entonces es que habéis hecho el amor —dijo la mujer de Pablo—. Tienes que ser muy cariñoso con ella.

—¿Y si tuviera un niño?

—No estaría mal —contestó la mujer—; eso no es lo peor que puede pasarle.

—El lugar no es muy a propósito para tenerlo.

—No seguirá mucho tiempo aquí; se irá contigo.

—¿Y adónde iré yo? No podré llevarme ninguna mujer a donde yo tenga que ir.

—¿Quién sabe? Quizá cuando te vayas te lleves a dos.

—Esa no es manera de hablar.

—Escucha —dijo la mujer de Pablo—; yo no soy cobarde, pero veo con claridad las cosas por la mañana temprano, y creo que de todos los que estamos vivos hoy hay muchos que ya no verán el próximo domingo.

—¿Qué día es hoy?

—Domingo.

—¡Qué va! —dijo Robert Jordan—; el domingo está muy lejos. Si vemos el miércoles, podremos darnos por contentos. Pero no me gusta que hable así.

—Todo el mundo tiene necesidad de hablar con alguien —dijo la mujer de Pablo—; antes teníamos la religión y otras tonterías. Ahora debiéramos disponer todos de alguien con quien poder hablar francamente; por mucho valor que se tenga, uno se siente cada vez más solo.

—No estamos solos; estamos todos juntos.

—La vista de esos cacharros produce cierta impresión —sentenció la mujer de Pablo—. Una no es nada contra esas máquinas.

—Sin embargo, se las puede vencer.

—Oye —dijo la mujer de Pablo—; si te digo lo que me preocupa, no creas que me falta resolución. A mí resolución no me falta nunca.

—La tristeza se disipará con el sol. Es como la niebla.

—Bueno —contestó la mujer—; como quieras. Mira lo que es hablar de Valencia y ese desastre de hombre que ha ido a ver a sus caballos… Le he hecho mucho daño con esa historia. Matarle, sí. Insultarle, sí. Pero herirle, no; no me gusta.

—¿Cómo ha llegado a juntarse con él?

—¿Cómo se junta una con uno? En los primeros días del Movimiento, y antes también, era algo muy serio. Pero ahora se ha acabado. Quitaron el tapón y el vino se derramó todo del pellejo.

—A mí no me gusta.

—Él tampoco te quiere, y tiene sus motivos. Ayer, por la noche, dormí con él. —Sonreía, moviendo la cabeza de uno a otro lado—. Vamos a ver, le dije, Pablo, ¿por qué no has matado al extranjero?

»—Es un buen muchacho, Pilar; un buen muchacho.

»—¿Te das cuenta de que soy yo la que mando?

»—Sí, Pilar, sí —me respondió. Después, me di cuenta de que estaba despierto y llorando. Lloraba de una manera entrecortada, fea, como hacen los hombres, como si tuviese dentro un animal que le estuviera sacudiendo.

»—¿Qué te pasa, Pablo? —le pregunté, sujetándole.

»—Nada, Pilar, nada.

»—Sí, algo te pasa.

»—La gente —exclamó él—; el modo que han tenido de abandonarme. La gente.

»—Sí —le dije—, pero están conmigo, y yo soy tu mujer.

»—Pilar, acuérdate de lo del tren. —Y después, añadió—: Que Dios te ayude, Pilar.

»—¿Para qué hablas de Dios? —le pregunté—. ¿Qué manera de hablar es esa?

»—Sí —dijo él—; Dios y la Virgen.

»—¡Qué va, Dios y la Virgen! ¿Es esa manera de hablar?

»—Tengo miedo de morir, Pilar. Tengo miedo de morir, ¿comprendes?

»—Entonces, sal de esta cama —le ordené—; no hay sitio para mí, para ti y para tu miedo. Somos demasiados.

»Entonces él se avergonzó, se quedó quieto y yo me dormí. Pero el hombre está hecho una ruina.

Robert Jordan no dijo nada.

—Toda mi vida he tenido esta tristeza en algunos momentos —dijo la mujer—; pero no es como la tristeza de Pablo. No tiene nada que ver con mi resolución.

—Lo creo.

—Quizá sea como los períodos de la mujer —dijo ella—; quizá no sea nada. —Se quedó en silencio y luego añadió—: He puesto muchas ilusiones en la República. Creo mucho en la República y tengo fe en ella. Creo en ella como los que tienen fe en la religión creen en los misterios.

—Lo creo.

—¿Y tú, tienes esa fe?

—¿En la República?

—Sí.

—Claro —contestó él, confiando en que fuese verdad.

—Bueno —dijo la mujer—; ¿y no tienes miedo?

—Miedo de morir, no —contestó él con entera sinceridad.

—Pero ¿tienes miedo de otras cosas?

—Solamente de no cumplir como debo con mi misión.

—¿No tienes miedo a que te cojan, como el otro?

—No —contestó él con sinceridad—; si tuviera miedo de eso estaría tan preocupado que no serviría para nada.

—Eres muy frío.

—No lo creo.

—Digo que eres muy frío de la cabeza.

—Es porque estoy muy preocupado de mi trabajo.

—¿No te gusta la vida?

—Sí, mucho; pero no quiero que perjudique a mi trabajo.

—Te gusta beber; lo sé; lo he visto.

—Sí, mucho; pero no me gusta que perjudique a mi trabajo.

—¿Y las mujeres?

—Me gustan mucho, aunque nunca les he dado gran importancia.

—¿No te interesan?

—Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos.

—Creo que estás mintiendo.

—Quizá mienta un poco.

—Pero quieres a María.

—Sí, mucho; no sé por qué.

—Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho.

—Yo también —dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta—. Yo también. Sí. —Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español—: La quiero mucho.

—Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo.

Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego:

—No es necesario.

—Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo.

—¿Has visto eso en mi mano?

—No, no debes creer en esas tonterías.

Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.

Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.

—Está el día también —dijo la mujer de Pablo—. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. —Y se echó a reír.

Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.

—La quiero a usted —dijo—; la quiero a usted mucho.

—Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor —repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente—. Sientes cariño por todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.

Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.

—¡Hola, conejito! —dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.

—¡Hola, hola! —dijo.

Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.

—Es una cosa indecente —le dijo a Pilar— y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.

—La cuido —contestó Pilar—; ese camarada es su novio.

—¡Ah! —exclamó Fernando—, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.

—Me siento muy dichosa de que piense así —dijo la mujer.

—Lo mismo digo —asintió Fernando gravemente—. Salud, Pilar.

—¿Adónde vas?

—Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.

—¿Adónde diablos vas? —preguntó Agustín al hombrecillo grave, cuando este comenzaba a subir por el sendero.

—A cumplir con mi deber —contestó Fernando, con dignidad.

—¿Tu deber? —preguntó Agustín, burlón—. Me c… en la leche de tu deber. —Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo—: ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?

—En la cueva —contestó Pilar—; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.

—Me c… en la leche de tu cansancio —siguió Agustín.

—Entonces vete y c… en ti mismo —dijo Pilar, sin irritarse.

—Y en tu madre —replicó Agustín.

—Tú no has tenido nunca madre —le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.

—¿Qué es lo que hacen ahí dentro? —preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.

—Nada —contestó Pilar—; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.

—¿Animal? —preguntó Agustín paladeando el piropo—. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.

—Lo que es a ti —dijo ella, riendo con estrépito— te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?

—Me c… en la leche de sus motores —contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.

—No está mal —dijo Pilar—. No está mal, aunque es difícil de hacer.

—A esa altura, desde luego —dijo Agustín, sonriendo—. Desde luego. Pero vale más reírse.

—Sí —dijo la mujer de Pablo—; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.

—Escucha, Pilar —dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente—. Algo se está preparando. ¿No es cierto?

—¿Qué es lo que piensas?

—Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.

—Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?

—¿Qué crees tú que es lo que preparan?

—Escucha —dijo Pilar—, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?

—Esta guerra —dijo Agustín— es una mierda.

—Sí que lo es —dijo Pilar—. Si no lo fuera, no estaríamos aquí.

—Sí —dijo Agustín—, estamos nadando en mierda desde hace un año. Pero Pablo es astuto. Pablo es muy astuto.

—¿Por qué dices eso?

—Lo digo porque lo sé.

—Pero tienes que comprender —explicó Pilar— que es demasiado tarde para salvarnos sólo con eso, y él ha perdido todo lo demás.

—Lo sé —dijo Agustín—, y sé que tendremos que irnos. Tenemos que ganar para sobrevivir y es necesario volar el puente. Pero Pablo, para ser lo cobarde que se ha vuelto ahora, sigue siendo muy listo.

—Yo también lo soy.

—No, Pilar —dijo Agustín—; tú no eres lista; tú eres valiente, tú eres muy leal. Tú tienes resolución. Tú adivinas las cosas. Tienes mucha resolución y mucho coraje. Pero no eres lista.

—¿Lo crees así? —preguntó la mujer, pensativa.

—Sí, Pilar.

—El muchacho es listo —dijo la mujer—. Listo y frío. Muy frío de la cabeza.

—Sí —dijo Agustín—; tiene que conocer su trabajo; si no, no se lo hubieran encargado. Pero no sé si es listo. Pablo sí que sé que es listo.

—Pero no vale para nada por culpa de su cobardía y de su falta de voluntad para la acción.

—Sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo listo.

—¿Y tú qué dices de todo esto?

—Nada. Trato de ver las cosas como puedo. En este momento hay que obrar con mucha inteligencia. Después de lo del puente tendremos que irnos de aquí en seguida. Todo tiene que estar preparado y tendremos que saber hacia dónde tenemos que encaminarnos y de qué manera.

—Naturalmente.

—Para eso no hay nadie como Pablo. Hay que ser muy listo.

—No tengo confianza en Pablo.

—Para eso, sí.

—No. Tú no sabes hasta qué punto está acabado.

—Pero es muy vivo. Es muy listo. Y si no somos listos en este asunto, estamos aviados.

—Tengo que pensar en todo eso —dijo Pilar—; tengo todo el día para pensar en todo eso.

—Para los puentes, el mozo —dijo Agustín—; tiene que saber cómo se hace. Fíjate lo bien que organizó el otro lo del tren.

—Sí —dijo Pilar—; fue él quien realmente lo decidió todo.

—Tú, para la energía y la resolución —dijo Agustín—; pero Pablo para la retirada. Oblígale a estudiar eso.

—Eres muy listo tú.

—Sí —dijo Agustín—; pero sin picardía. Pablo es quien la tiene.

—Con su miedo y todo.

—Con su miedo y todo.

—¿Y qué piensas de eso de los puentes?

—Es necesario. Ya lo sé. Hay dos cosas que tenemos que hacer: salir de aquí y ganar la guerra. Los puentes son necesarios si queremos ganarla.

—Si Pablo es tan listo, ¿por qué no ve las cosas claras?

—Porque quiere que las cosas sigan como están, por flojera. Le gusta quedarse en la m… de su flojera; pero el río viene crecido. Cuando se vea obligado, se las compondrá para salir del paso. Porque es muy listo. Es muy vivo.

—Ha sido una suerte que el muchacho no le matara.

—¡Qué va! El gitano quería que yo le matara anoche. El gitano es un animal.

—Tú eres también un animal —dijo ella—; pero muy listo.

—Nosotros somos muy listos los dos —dijo Agustín—; pero el verdadero talento es Pablo.

—Pero es difícil de aguantar. No sabes cómo está de acabado.

—Sí, pero tiene talento… Mira, Pilar, para hacer la guerra todo lo que hace falta es inteligencia; pero para ganarla hace falta talento y material.

—Voy a pensar en eso cualquier rato —dijo ella—; pero ahora tenemos que marcharnos. Es tarde. —Luego, elevando la voz—: Inglés —gritó—. Inglés. Vamos. Andando.