LA NOCHE ESTABA FRÍA. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.
Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.
Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir a llevar los caballos al cercado», pensó.
Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se hallaba Jordan.
Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que, desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego volvió a deslizarse dentro. «Bueno —dijo, sintiendo la caricia familiar del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de donde él sabía que saldría el sol—. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía un rato».
Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.
Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando, tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones precisas de tres en tres.
Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra, mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111», bimotores de bombardeo.
Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo, a medida que dejaban atrás la pradera.
Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó, quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos ligeros «Heinkel» llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.
Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la mujer, estaban parados mirando a lo alto.
—¿Han pasado otras veces aviones como estos? —preguntó Jordan.
—Nunca —dijo Pablo—; entra, van a verte.
El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró en la cueva para no inquietar a sus compañeros.
—Son muchos —dijo la mujer.
—Y serán más —dijo Jordan.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Pablo recelosamente.
—Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.
Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo, más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.
A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:
—¿No se habían visto nunca tantos aviones?
—Jamás —dijo Pablo.
—¿No hay tantos en Segovia?
—Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.
«Malo —se dijo Robert Jordan—. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas».
Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano…
No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj seguía haciendo tictac.
Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos aviones camuflados a medias y las hélices girando al viento. Tiene que ser allí adonde van. No pueden estar prevenidos para el ataque, se dijo; pero algo respondió en él: ¿Por qué no? Han sido advertidos en todas las ocasiones.
—¿Crees que habrán visto los caballos? —preguntó Pablo.
—Esos no van en busca de caballos —dijo Robert Jordan.
—Pero ¿crees que los habrán visto?
—No —contestó Jordan—, a menos que el sol estuviese por encima de los árboles.
—Es muy temprano —dijo Pablo apesadumbrado.
—Creo que llevan otra idea que la de buscar tus caballos —dijo Jordan.
Habían pasado ocho minutos desde que puso en marcha el resorte del reloj. No se oía ningún ruido de bombardeo.
—¿Qué es lo que haces con el reloj? —preguntó la mujer.
—Escucho, para averiguar adonde han ido.
—¡Oh! —dijo ella.
Al cabo de diez minutos Jordan dejó de mirar el reloj, sabiendo que estarían demasiado lejos para oírlos descargar, incluso descontando un minuto para el viaje del sonido, y dijo a Anselmo:
—Quisiera hablarle.
Anselmo salió de la cueva. Los dos hombres dieron algunos pasos, alejándose, y se detuvieron bajo un pino.
—¿Qué tal? —preguntó Robert Jordan—. ¿Cómo van las cosas?
—Muy bien.
—¿Ha comido usted?
—No, nadie ha comido todavía.
—Entonces, coma y llévese algo para el mediodía. Quiero que vaya a vigilar la carretera. Anote todo lo que pase, arriba y abajo, en los dos sentidos.
—No sé escribir.
—Tampoco hace falta —dijo Jordan, y, arrancando dos páginas de su cuaderno, cortó un pedazo de su propio lápiz con el cuchillo—. Tome esto y por cada tanque que pase, haga una señal aquí —y dibujó el contorno de un tanque—. Una raya para cada uno, y cuando tenga usted cuatro, al pasar el quinto, la tacha con una raya atravesada.
—Nosotros también contamos así.
—Bien. Haremos otro dibujo. Así; una caja y cuatro ruedas, para los camiones, que marcará con un círculo si van vacíos y con una raya si van llenos de tropas. Los cañones grandes, de esta forma; los chicos, de esta otra. Los automóviles, de esta manera; las ambulancias, así, dos ruedas con una caja que lleva una cruz. Las tropas que pasen en formación de compañías, a pie, las marcamos de este modo: un cuadradito y una raya al lado. La caballería la marcamos así, ¿ve usted?, como si fuera un caballo. Una caja con cuatro patas. Esto es un escuadrón de veinte caballos, ¿comprende? Cada escuadrón, una señal.
—Sí, es muy sencillo.
—Ahora —y Robert Jordan dibujó dos grandes ruedas metidas en un círculo, con una línea corta, indicando un cañón—, estos son antitanques. Tienen neumáticos. Una señal también para ellos, ¿comprende? ¿Ha visto cañones como estos?
—Sí —contestó Anselmo—; naturalmente. Está muy claro.
—Llévese al gitano con usted, para que sepa dónde está usted situado y pueda relevarle. Escoja un lugar seguro, no demasiado cerca, desde donde pueda ver bien y cómodamente. Quédese allí hasta que le releven.
—Entendido.
—Bien, y que sepa yo, cuando usted vuelva, todo lo que ha pasado por la carretera. Hay una hoja para todo lo que va carretera arriba y otra para lo que vaya carretera abajo.
Volvieron a la cueva.
—Envíeme a Rafael —dijo Robert Jordan, y esperó cerca de un árbol. Vio a Anselmo entrar en la cueva y caer la manta tras de él. El gitano salió indolentemente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—¿Qué tal? —preguntó el gitano—. ¿Te has divertido esta noche?
—He dormido.
—Bueno —dijo el gitano, y sonrió haciendo un guiño—. ¿Tienes un cigarrillo?
—Escucha —dijo Robert Jordan, palpando su bolsillo en busca de cigarrillos—, quisiera que fueses con Anselmo hasta el lugar desde donde vigilará la carretera. Le dejas allí, tomando nota del lugar, para que puedas guiarme a mí o al que le releve más tarde. Después irás a observar el aserradero y te fijarás si ha habido cambios en la guardia.
—¿Qué cambios?
—¿Cuántos hombres hay ahora por allí?
—Ocho, según las últimas noticias.
—Fíjate en cuántos hay ahora. Mira a qué intervalos se cambia la guardia del puente.
—¿Intervalos?
—Cuántas horas está la guardia y a qué hora se hace el cambio.
—No tengo reloj.
—Toma el mío —y se lo soltó de la muñeca.
—¡Vaya un reloj! —dijo Rafael, admirado—. Mira qué complicaciones tiene. Un reloj como este debería saber leer y escribir solo. Mira qué enredo de números. Es un reloj que deja tamañitos a todos los demás.
—No juegues con él —dijo Robert Jordan—. ¿Sabes leer la hora?
—¿Y cómo no? Ahora verás: a las doce del mediodía: hambre. A las doce de la noche: sueño. A las seis de la mañana: hambre. A las seis de la tarde: borrachera. Con un poco de suerte, al menos. A las diez de la noche…
—Basta —dijo Jordan—. No tienes ninguna necesidad de hacer el indio ahora. Quiero que vigiles la guardia del puente grande y el puesto de la carretera, más abajo, de la misma manera que el puesto y la guardia del aserradero y del puente pequeño.
—Eso es mucho trabajo —dijo el gitano, sonriendo—. ¿No sería mejor que enviaras a otro?
—No, Rafael, es importante que ese trabajo lo hagas tú. Tienes que hacerlo con mucho cuidado y andar listo para que no te descubran.
—De eso ya tendré buen cuidado —dijo el gitano—. ¿Crees que hace falta advertirme que me esconda bien? ¿Crees que tengo ganas de que me peguen un tiro?
—Toma las cosas más en serio —dijo Robert Jordan—. Este es un trabajo serio.
—¿Y eres tú quien me dice que tome las cosas en serio después de lo que has hecho esta noche? Tenías que haber matado a un hombre y, en lugar de eso, ¿qué has hecho? Tenías que haber matado a un hombre y no hacer uno. Cuando estamos viendo llegar por el aire tantos aviones como para matarnos a todos juntos, contando a nuestros abuelos por arriba y a nuestros nietos, que no han nacido todavía, por abajo, e incluyendo gatos, cabras y chinches, aviones que hacen un ruido como para cuajar la leche en los pechos de tu madre, que oscurecen el cielo y que rugen como leones, me pides que tome las cosas en serio. Ya las tomo demasiado en serio.
—Como quieras —dijo Robert Jordan, y, riendo, apoyó una mano en el hombro del gitano—. No las tomes, entonces, demasiado en serio. Hazme ese favor. Y ahora, acaba de comer y márchate.
—¿Y tú? —preguntó el gitano—. ¿Qué es lo que haces tú, a todo esto?
—Voy a ver al Sordo.
—Después de esos aviones, es fácil que no encuentres a nadie en todas estas montañas —dijo el gitano—. Debe de haber mucha gente que ha sudado la gota gorda esta mañana cuando pasaron.
—Esos aviones tenían otra cosa que hacer que buscar guerrilleros.
—Ya —contestó el gitano, y movió la cabeza—; pero cuando se les meta en la cabeza hacer ese trabajo…
—¡Qué va! —dijo Robert Jordan—. Son bombarderos ligeros alemanes, lo mejor que tienen. No se envían esos aparatos a buscar gitanos.
—¿Sabes lo que te digo? —preguntó Rafael—. Que me ponen los pelos de punta. Sí, esos bichos me ponen los pelos de punta, como te lo digo.
—Van a bombardear un aeródromo —dijo Robert Jordan, entrando en la cueva—; estoy seguro de que iban con esa misión.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó la mujer de Pablo. Llenó una taza de café y le tendió un bote de leche condensada.
—¿También hay leche? ¡Qué lujos!
—Tenemos de todo —dijo ella—, y desde que han pasado los aviones, tenemos mucho miedo. ¿Adónde dices que iban?
Robert Jordan derramó un poco de aquella leche espesa en su taza, a través de la hendidura del bote; limpió el bote con el borde de la taza y dio vueltas al líquido hasta que se puso claro.
—Van a bombardear un aeródromo, eso es lo que yo creo. Pero pueden ir también a El Escorial o a Colmenar. Quizá vayan a los tres lugares.
—Que se vayan muy lejos y que no vuelvan por aquí —dijo Pablo.
—¿Y por qué aparecen ahora por aquí? —preguntó la mujer—. ¿Qué es lo que los trae en estos momentos? Nunca se han visto tantos aviones como hoy. Nunca pasaron en tal cantidad. ¿Es que preparan un ataque?
—¿Qué movimiento ha habido esta noche en el camino? —inquirió Robert Jordan. María estaba a su lado, pero él no le prestaba atención.
—Tú —dijo la mujer de Pablo—, Fernando, tú has estado en La Granja esta noche. ¿Qué movimiento había por allí?
—Ninguno —replicó un hombre bajo de estatura, de rostro abierto, de unos treinta y cinco años, con una nube en un ojo, y al que Robert Jordan no había visto antes—. Algunos camiones, como de costumbre. Algunos coches. No ha habido movimiento de tropas mientras yo he estado por allí.
—¿Va usted a La Granja todas las noches? —preguntó Robert Jordan.
—Yo u otro cualquiera —dijo Fernando—. Siempre hay alguien que va.
—Van por noticias, por tabaco y por cosas pequeñas —dijo la mujer.
—¿Tenemos gente nuestra por allí?
—Sí, los que trabajan en la central eléctrica. Y otros.
—¿Y qué noticias ha habido?
—Pues nada. No ha habido noticias. Las cosas siguen yendo mal en el Norte. Como de costumbre. En el Norte van mal las cosas desde el comienzo.
—¿No ha oído decir nada de Segovia?
—No, hombre; no he preguntado.
—¿Va usted mucho por Segovia?
—Algunas veces —contestó Fernando—; pero es peligroso. Hay controles y piden los papeles.
—¿Conoce usted el aeródromo?
—No, hombre. Sé dónde está, pero no lo he visto nunca. Piden muchos papeles por aquella parte.
—¿No le habló nadie de esos aviones ayer por la noche?
—¿En La Granja? Nadie. Nadie hablará seguramente esta noche. Anoche hablaban del discurso de Queipo de Llano por la radio. Y de nada más. Bueno, sí… Parece que la República prepara una ofensiva.
—¿Una qué?
—Que la República prepara una ofensiva.
—¿Dónde?
—No es seguro. Puede ser por aquí o por otra parte de la Sierra. ¿Ha oído usted algo de eso?
—¿Dicen eso en La Granja?
—Sí, hombre, lo había olvidado. Pero siempre hay mucha parla sobre las ofensivas.
—¿De dónde proviene el rumor?
—¿De dónde? Lo dice mucha gente. Los oficiales hablan en los cafés, tanto en Segovia como en Ávila, y los camareros escuchan. Los rumores se extienden. Desde hace algún tiempo se habla de una ofensiva de la República por aquí.
—¿De la República o de los fascistas?
—De la República. Si fuera de los fascistas lo sabría todo el mundo. No, es una ofensiva importante. Algunos dicen que son dos. Una, aquí, y la otra, por el Alto del León, cerca de El Escorial. ¿Ha oído usted hablar de eso?
—¿Qué más ha oído usted decir?
—Nada, hombre. ¡Ah, sí!, se decía también que los republicanos intentarían hacer saltar los puentes si hay una ofensiva. Pero los puentes están bien custodiados.
—¿Está usted bromeando? —preguntó Robert Jordan, bebiendo lentamente su café.
—No, hombre —dijo Fernando.
—Ese no bromea por nada del mundo —dijo la mujer—; es un mal ángel.
—Entonces —dijo Robert Jordan—, gracias por sus noticias. ¿No sabe usted nada más?
—No. Se habla, como siempre, de tropas que mandarían para limpiar estas montañas; se dice que ya están en camino y que han salido de Valladolid. Pero siempre se dice eso. No hay que hacer caso.
—Y tú —rezongó la mujer de Pablo a este, casi con malignidad— con tus palabras de seguridad.
Pablo la miró meditabundo y se rascó la barba.
—Y tú —insistió— con tus puentes.
—¿Qué puentes? —preguntó Fernando, sin saber a qué se referían.
—Idiota —le dijo la mujer—. Cabeza dura. Tonto. Toma un poco de café y trata de recordar otras noticias.
—No te enfades, Pilar —dijo Fernando, sin perder la calma y el buen humor—; no hay que inquietarse por esos rumores. Te he contado a ti y a ese camarada todo lo que puedo recordar.
—¿No recuerda usted nada más? —preguntó Robert Jordan.
—No —contestó Fernando, con actitud de dignidad ofendida—. Y es una suerte que me haya acordado de eso, porque, como se trata de rumores, no hago mucho caso.
—Luego es posible que haya habido algo más.
—Sí, es posible; pero yo no he prestado atención. Desde hace un año no oigo más que rumores.
Robert Jordan oyó una carcajada contenida. Era la muchacha, María, que estaba de pie, detrás de él.
—Cuéntanos algo más, Fernando —dijo la muchacha, y empezó otra vez a estremecerse de risa.
—Si me acordara, no lo contaría —dijo Fernando—; no es cosa de hombres andarse con cuentos y darles importancia.
—¿Y es así como salvaremos la República? —dijo la mujer de Pablo.
—No, la salvaréis haciendo saltar los puentes —contestó Pablo.
—Váyanse —dijo Robert Jordan a Anselmo y a Rafael—. Váyanse, si han acabado de comer.
—Vámonos —dijo el viejo, y se levantaron los dos. Robert Jordan sintió una mano sobre su hombro. Era María.
—Debieras comer —dijo la muchacha, manteniendo la mano apoyada sobre su hombro—; come, para que tu estómago pueda soportar otros rumores.
—Los rumores me han cortado el apetito.
—No deben quitártelo. Come antes de que vengan otros —y puso una escudilla ante él.
—No te burles de mí —le dijo Fernando—; soy amigo tuyo, María.
—No me burlo de ti, Fernando. Me burlo de él. Si no come, tendrá hambre.
—Debiéramos comer todos —dijo Fernando—. Pilar, ¿qué pasa hoy, que no se sirve nada?
—Nada, hombre —le dijo la mujer de Pablo, y le llenó la escudilla de caldo de cocido—. Come, vamos, que eso sí que puedes hacerlo: come.
—Está muy bueno, Pilar —dijo Fernando, con su dignidad intacta.
—Gracias —dijo la mujer—. Gracias, muchísimas gracias.
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó Fernando.
—No, come. Vamos, come.
Robert Jordan miró a María. La joven empezó a estremecerse de ganas de reír y apartó de él sus ojos. Fernando comía calmosamente, lleno de dignidad, dignidad que no podía alterar siquiera el gran cucharón de que se valía ni las escurriduras del caldo que brotaban de las comisuras de sus labios.
—¿Te gusta la comida? —le preguntó la mujer de Pablo.
—Sí, Pilar —dijo, con la boca llena—. Está como siempre.
Robert Jordan sintió la mano de María apoyarse en su brazo y los dedos de su mano apretarle regocijada.
—¿Es por eso por lo que te gusta? —preguntó la mujer de Pablo a Fernando—. Sí —añadió sin esperar contestación—. Ya lo veo. El cocido, como de costumbre. Como siempre. Las cosas van mal en el Norte: como de costumbre. Una ofensiva por aquí: como de costumbre. Envían tropas para que nos echen: como de costumbre. Podrías servir de modelo para una estatua como de costumbre.
—Pero si no son más que rumores, Pilar.
—¡Qué país! —dijo amargamente la mujer de Pablo, como hablando para sí misma. Luego se volvió hacia Robert Jordan—. ¿Hay gente como esta en otros lugares?
—No hay nada como España —respondió cortésmente Robert Jordan.
—Tienes razón —dijo Fernando—; no hay nada en el mundo que se parezca a España.
—¿Has visto otros países?
—No —contestó Fernando—; pero no tengo ganas.
—¿Has visto? —preguntó la mujer de Pablo, dirigiéndose de nuevo a Robert Jordan.
—Fernando —dijo María—, cuéntanos cómo lo pasaste cuando fuiste a Valencia.
—No me gustó Valencia.
—¿Por qué? —preguntó María, apretando de nuevo el brazo de Jordan.
—Las gentes no tienen modales ni cosa que se le parezca y yo no entendía lo que hablaban. Todo lo que hacían era gritarse che los unos a los otros.
—¿Y ellos te comprendían? —preguntó María.
—Hacían como si no me comprendieran —dijo Fernando.
—¿Y qué fue lo que hiciste allí?
—Me marché sin ver siquiera el mar —contestó Fernando—; no me gusta esa gente.
—¡Ah!, vete de aquí, simplón, cara de monja —dijo la mujer de Pablo—; lárgate, porque me estás poniendo mala. En Valencia he pasado la mejor época de mi vida. Vamos. Valencia. No me hables de Valencia.
—¿Y qué es lo que hacías allí? —preguntó María. La mujer de Pablo se sentó a la mesa con una taza de café, un pedazo de pan y una escudilla con caldo de cocido.
—¿Qué hacía allí? Estuve allí durante el tiempo que duró el contrato que Finito tenía para torear tres corridas en la feria. Nunca he visto tanta gente. Nunca he visto unos cafés tan llenos. Había que aguardar horas antes de encontrar asiento, y los tranvías iban atestados hasta los topes. En Valencia había ajetreo todo el día y toda la noche.
—Pero ¿qué hacías tú allí? —insistió María.
—Todo —contestó la mujer de Pablo—; íbamos a la playa y nos bañábamos, y había barcos de vela que se sacaban del agua tirados por bueyes. Metían los bueyes mar adentro, hasta que se veían obligados a nadar; entonces se les uncía a los barcos, y cuando hacían pie de nuevo, los remolcaban hasta la arena. Diez parejas de bueyes arrastrando un barco de vela fuera del mar, por la mañana, con una hilera de olitas que iban a romperse en la playa. Eso es Valencia.
—Pero ¿qué hacías, además de mirar a los bueyes?
—Comíamos en los tenderetes de la playa. Pastelillos rellenos de pescado, pimientos morrones y verdes y nuececitas como granos de arroz. Pastelillos de una masa ligera y suave, y pescado en una abundancia increíble. Camarones recién sacados del mar, bañados con jugo de limón. Eran sonrosados y dulces y se comían en cuatro bocados. Pero consumíamos montañas de ellos. Y luego paella, con toda clase de pescado, almejas, langostinos y pequeñas anguilas. Y luego, angulas, que son anguilas todavía más pequeñas, al pilpil, delgadas como hilo de habas retorciéndose de mil maneras y tan tiernas, que se deshacían en la boca sin necesidad de masticarlas. Y todo ello acompañado de un vino blanco frío, ligero y excelente, a treinta céntimos la botella. Y, para acabar, melón. Valencia es el país del melón.
—El melón de Castilla es mejor —dijo Fernando.
—¡Qué va! —dijo la mujer de Pablo—; el melón de Castilla es para ir al retrete. El melón de Valencia es para comerlo. ¡Cuándo pienso en esos melones, grandes como mi brazo, verdes como el mar, con la corteza que cruje al hundir el cuchillo, jugosos y dulces como una madrugada de verano! Cuando pienso en todas aquellas angulas minúsculas, delicadas, en montones sobre el plato… Había también cerveza en jarro durante toda la tarde. Cerveza tan fría que rezumaba su frescura a través del jarro y jarros tan grandes como barricas.
—¿Y qué hacíais cuando no estabais comiendo y bebiendo?
—Hacíamos el amor en la habitación, con las persianas bajadas. La brisa se colaba por lo alto del balcón, que se podía dejar abierto gracias a unas bisagras. Hacíamos el amor allí, en la habitación en sombra, incluso de día, detrás de las persianas, y de la calle llegaba el perfume del mercado, de flores y el olor de la pólvora quemada, de los petardos, de las tracas, que recorrían las calles y explotaban diariamente, a mediodía, durante la feria. Había una línea que daba la vuelta a toda la ciudad y las explosiones corrían por todos los postes y los cables de los tranvías restallando con un estrépito que no puede describirse. Hacíamos el amor y luego mandábamos a buscar otro jarro de cerveza, cubierto de gotas por fuera, y cuando la camarera lo traía, yo lo tomaba en mis manos y lo ponía, helado, sobre la espalda de Finito, que no se había despertado al entrar la camarera y que decía: «No, Pilar; no, mujer, déjame dormir». Y yo le decía: «No, despiértate y bebe esto, para que veas cómo está de frío». Y él bebía sin abrir los ojos, y volvía a dormirse, y yo me tumbaba con una almohada a los pies de la cama y le contemplaba mientras dormía, moreno y joven, con aquel pelo negro, tranquilo en su sueño. Y me bebía todo el jarro escuchando la música de una charanga que pasaba. ¿Qué sabes tú de eso? —preguntó, de repente, a Pablo.
—Hemos hecho algunas cosas juntos.
—Sí —contestó la mujer—, y en tus tiempos eras más hombre que Finito. Pero no fuimos nunca a Valencia. Nunca estuvimos acostados juntos oyendo pasar una banda en Valencia.
—Era imposible —dijo Pablo—. No tuvimos nunca ocasión de ir a Valencia. Sabes bien que es así, si lo piensas un poco. Pero con Finito tú no hiciste nunca volar un tren.
—No —contestó la mujer—. Y eso es todo lo que nos queda, el tren. Sí. Siempre el tren. Nadie puede decir nada en contra del tren. Es lo único que nos queda de toda la vagancia, el abandono y los fracasos que hemos sufrido. Es lo único que nos queda, después de la cobardía que tenemos ahora. Ha habido otras cosas antes, es verdad. No quiero ser injusta. Pero no consentiré que nadie diga nada contra Valencia. ¿Me has oído?
—A mí no me gustó —dijo Fernando tranquilamente—. A mí no me gustó Valencia.
—Y aún dicen que las mulas son tozudas —dijo la mujer de Pablo—. Recoge todo, María, para que podamos marcharnos.
Mientras decía esto, oyeron los primeros zumbidos que anunciaban el retorno de los aviones.