Capítulo VII

SE QUEDÓ DORMIDO en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado —le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando—, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.

Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.

—¡Ah!, ¿eres tú? —dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba—. Métete dentro —dijo dulcemente—; fuera hace frío.

—No, no debo.

—Ven —dijo él—; luego lo discutiremos.

La muchacha temblaba. Él la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.

—Vamos, conejito —dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.

—Tengo miedo…

—No tengas miedo. Métete.

—¿Cómo?

—Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?

—No —dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.

—No —dijo, echándose a reír—; no te asustes. Es la pistola.

Cogió el arma y la puso detrás de él.

—Me da vergüenza —dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.

—No tienes por qué. Vamos, vamos.

—No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.

—No, conejito, por favor.

—No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.

—Te quiero.

—Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza —dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.

Él la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.

—No sé besar —dijo ella—; no sé cómo se hace.

—No hay necesidad de besarse.

—Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.

—No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.

—¿Qué tengo que hacer?

—Yo te ayudaré.

—¿Está mejor ahora?

—Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?

—Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?

—Sí.

—Pero no a un asilo. Contigo.

—Conmigo; no a un asilo.

—Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.

Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:

—¿Has querido a otros?

—No, nunca.

Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.

—Pero me han hecho cosas.

—¿Quiénes?

—Varios.

Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.

—Ahora no me querrás.

—Te quiero —dijo Jordan.

Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.

—No —dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color—. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.

—Te quiero, María.

—No, no es verdad —dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz—: Pero no he besado nunca a ningún hombre.

—Entonces, bésame a mí.

—Quisiera besarte —dijo ella—; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.

—Te quiero, María —dijo él—; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.

—¿Crees lo que te digo?

—Lo creo.

—¿Y podrías quererme? —preguntó, apretándose cálidamente contra él.

—Te quiero todavía más.

—Procuraré besarte como pueda.

—Bésame ahora.

—No sé cómo besarte.

—Bésame; no hace falta más.

María le besó en la mejilla.

—No, así, no.

—¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.

—Muy fácil; vuelve la cabeza —dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo—: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.

—¿Qué es lo que dices? —preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.

—Amor mío —dijo él.

Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.

—Has venido descalza —dijo.

—Sí.

—Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.

—Sí.

—Y no has tenido miedo.

—Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.

—¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?

—No, ¿tienes tu reloj?

—Sí, pero lo tengo detrás de ti.

—Entonces, sácalo de ahí.

—No.

—Pues mira por encima de mi hombro.

Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.

—Me pinchas con tu barba en el hombro.

—Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.

—No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?

—Sí.

—¿Y vas a dejártela crecer?

—No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?

—¿Dispuesta a qué?

—¿Quieres que lo hagamos?

—Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.

—¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?

—No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.

—Es muy lista esa mujer.

—Y otra cosa —dijo María suavemente—; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.

—¿Te dijo ella que me lo dijeras?

—Sí. Hablé con ella y le dije que te quería. Te quise en cuanto te vi llegar y te había querido siempre, antes de verte, y se lo dije a Pilar, y Pilar dijo que si alguna vez te contaba lo que me había pasado, que te dijera que no estaba enferma. Lo otro me lo dijo hace mucho tiempo; poco después de lo del tren.

—¿Qué fue lo que te dijo?

—Me dijo que a una no le hacen nada si una no lo consiente y que si yo quería a alguien de veras, todo eso desaparecería. Quería morirme, ¿sabes?

—Pilar te dijo la verdad.

—Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no haber muerto… ¿Crees que podrás quererme?

—Claro, ya te quiero.

—¿Y podría ser tu mujer?

—No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer desde ahora.

—Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?

—Sí, María. Sí, conejito mío.

Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:

—Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.

—¿Lo deseas de verdad?

—Sí —dijo ella casi con fiereza—. Sí. Sí. Sí.