ROBERT JORDAN levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y al salir respiró a fondo el fresco aire de la noche. La niebla se había disipado y brillaban las estrellas. No hacía viento y, lejos del aire viciado de la cueva, cargado del humo del tabaco y del fogón; liberado del olor a arroz, a carne, a azafrán, a pimientos y a aceite frito; del olor a vino del gran pellejo colgado del cuello junto a la entrada, con las cuatro patas extendidas, por una de las cuales se sacaba el líquido que quedaba goteando cada vez que se hacía y levantaba el olor a polvo del suelo; liberado del olor de las distintas hierbas cuyos nombres ni siquiera conocía, que colgaban en manojos del techo, al lado de largas ristras de ajos; libre del olor a perra gorda, vino tinto y ajos, mezclado con el sudor equino y el sudor de hombre secado bajo la ropa (acre y cansado el olor del hombre, dulce y enfermizo el olor del caballo, olor de piel recién cepillada); libre de todos esos olores, Jordan respiró profundamente el aire limpio de la noche, el aire de las montañas que olía a pinos y a rocío, al rocío depositado sobre la hierba de la pradera al pie del arroyo. El rocío había ido cayendo con abundancia desde que se había calmado el viento; pero al día siguiente, pensó Jordan, respirando con delicia, sería escarcha.
Mientras permanecía allí, respirando a pleno pulmón y escuchando el pulso de la noche, oyó primero disparos en la lejanía y luego el grito de una lechuza en el bosque, más abajo, hacia donde se había montado el corral de los caballos. Después oyó en el interior de la cueva al gitano que había empezado a cantar y el rasgueo suave de una guitarra:
Me dejaron de herencia mis padres…
La voz, artificialmente quebrada, se elevó bruscamente y quedó colgada en una nota. Luego prosiguió:
Me dejaron de herencia mis padres,
además de la luna y el sol…
Al sonido de la guitarra hizo eco un aplauso coreado.
—Bueno —oyó decir Jordan a alguien—. Cántanos ahora lo del catalán, gitano.
—No.
—Sí, hombre, sí; lo del catalán.
—Bueno —dijo el gitano, y empezó a cantar con voz lamen tosa:
Tengo nariz aplasta,
tengo cara charola,
pero soy un hombre
como los demás.
—Olé —dijo alguien—. Adelante, gitano. La voz del gitano se elevó, trágica y burlona:
Gracias a Dios que soy negro
y que no soy catalán.
—Eso es mucho ruido —dijo Pablo—. Cállate, gitano.
—Sí —se oyó decir a una voz de mujer—. Eso no es más que ruido. Podrías despertar a la guardia civil con ese vozarrón. Pero no tienes clase.
—Cantaré otra cosa —dijo el gitano, y empezó a rasguear la guitarra.
—Guárdatela para otra ocasión —dijo la mujer.
La guitarra calló.
—No estoy en vena esta noche. Así es que no se ha perdido nada —dijo el gitano, y, levantando la manta, salió.
Jordan vio que se dirigía a un árbol; luego se acercó a él.
—Roberto —dijo el gitano en voz baja.
—¿Qué hay, Rafael? —preguntó Jordan. Veía por la voz que le había hecho efecto el vino. También él había bebido dos ajenjos y algo de vino, pero su cabeza estaba clara y despejada por el esfuerzo de la pelea con Pablo.
—¿Por qué no has matado a Pablo? —preguntó el gitano, siempre en voz baja.
—¿Para qué iba a matarle?
—Tendrás que matarle más pronto o más tarde. ¿Por qué no aprovechaste la ocasión?
—¿Estás hablando en serio?
—Pero ¿qué te figuras que estábamos esperando todos? ¿Por qué crees, si no, que la mujer mandó a la chica fuera? ¿Crees que es posible continuar, después de lo que se ha dicho?
—Teníais que matarle vosotros.
—¡Qué va! —dijo el gitano tranquilamente—. Eso es asunto tuyo. Hemos esperado tres o cuatro veces que le matases. Pablo no tiene amigos.
—Se me ocurrió la idea —dijo Jordan—; pero la deseché.
—Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías. ¿Por qué no le mataste?
—Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.
—¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.
—Es posible.
—Mátale ahora —acució el gitano—. Eso sería asesinar.
—Mejor que mejor —dijo el gitano, bajando la voz—. Correrías menos peligro. Vamos, mátale ahora mismo.
—No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar por la causa.
—Provócale entonces —dijo el gitano—; pero tienes que matarle. No hay más remedio.
Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro cuando caza.
—Mira ese bicho —dijo el gitano en la oscuridad—. Así debieran moverse los hombres.
—Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor —dijo Jordan.
—Eso ocurre rara vez —dijo el gitano—. Y por casualidad. Mátale —insistió—. No le dejes que acarree más dificultades.
—Ha pasado el momento.
—Provócale —insistió el gitano—. O aprovéchate de la calma.
La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.
—Es una hermosa noche —dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila—. Vamos a tener buen tiempo.
Era Pablo.
Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de largos brazos.
—No hagas caso de la mujer —dijo, dirigiéndose a Jordan. En la oscuridad, el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano—. A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la República. —La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar. Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los labios, pensó Jordan—. No debemos tener diferencias; tenemos que estar de acuerdo. Me alegro de que hayas venido. —El cigarrillo volvió a brillar con más fuerza—. No hagas caso de las disputas —dijo—; te doy la bienvenida. Perdóname ahora —añadió—; tengo que ir a ver si están atados los caballos.
Y cruzó entre los árboles, bordeando el prado. Oyeron a un caballo relinchar más abajo.
—¿Has visto? —preguntó el gitano—. ¿Has visto? Ha conseguido escaparse otra vez.
Robert Jordan no contestó.
—Me voy abajo —dijo el gitano, irritado.
—¿Vas a hacer algo?
—¡Qué va! Pero al menos puedo impedirle que se escape.
—¿Puede escaparse con un caballo desde ahí abajo?
—No.
—Entonces, ve al lugar desde donde puedas impedírselo.
—Agustín está allí.
—Ve, entonces, y habla con Agustín. Cuéntale lo que ha sucedido.
—Agustín le mataría de buena gana.
—Menos mal —dijo Jordan—. Ve y dile lo que ha pasado.
—¿Y después?
—Yo voy ahora mismo al prado.
—Bueno, hombre, bueno. —No podía ver la cara de Rafael en la oscuridad, pero se dio cuenta de que sonreía—. Ahora te has ajustado los machos —dijo el gitano, satisfecho.
—Ve a ver a Agustín —dijo Jordan.
—Sí, hombre, sí —dijo el gitano.
Robert Jordan cruzó a tientas entre los pinos, yendo de un árbol en otro, hasta llegar a la linde de la pradera, en donde el fulgor de las estrellas hacía la sombra menos densa. Recorrió la pradera con la mirada y vio entre el torrente y él la masa sombría de los caballos atados a las estacas. Los contó. Había cinco. Jordan se sentó al pie de un pino, con los ojos fijos en la pradera.
«Estoy cansado —pensó—, y quizá no tenga la cabeza despejada; pero mi misión es el puente, y para llevar a cabo esta misión no debo correr riesgos inútiles. Desde luego, a veces se corre un grave riesgo por no aprovechar el momento. Hasta ahora he intentado dejar que las cosas sigan su curso. Si es verdad, como dice el gitano, que esperaban que matase a Pablo, hubiera debido matarle. Pero nunca he creído que debía hacerlo. Para un extranjero, matar en donde tiene que asegurarse luego la colaboración de las gentes es mal asunto.
»Puede uno permitirse hacerlo en plena acción, cuando se apoya en una sólida disciplina. En este caso pienso que me hubiera equivocado. Sin embargo, la cosa era tentadora y parecía lo más sencillo y rápido. Pero no creo que nada sea rápido ni sencillo en este país, y, por mucha confianza que tenga en la mujer, no se puede averiguar cómo hubiera reaccionado ella ante un acto tan brutal. Ver morir a alguien en un lugar como este puede ser algo feo, sucio y repugnante. Es imposible prever la reacción de esa mujer. Y sin ella aquí, no hay ni organización ni disciplina; y con ella todo puede marchar bien. Lo ideal sería que le matase ella, o el gitano pero no lo harán, o el centinela, Agustín. Anselmo le matará si se lo pido; pero dice que no le gusta. Anselmo detesta a Pablo, estoy convencido, y confía en mí; cree en mí como representante de las cosas en que cree. Sólo él y la mujer creen verdaderamente en la República, por lo que se me alcanza; pero es todavía demasiado pronto para estar seguro de ello».
Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.
«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo». Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso». El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.
«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito».
Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.