DESCENDIERON HASTA LA ENTRADA DE LA CUEVA en la que se veía brillar una luz colándose por las rendijas de la manta que cubría la abertura. Las dos mochilas estaban al pie de un árbol y Jordan se arrodilló junto a ellas y palpó la lona húmeda y tiesa que las cubría. En la oscuridad tanteó bajo la lona hasta encontrar el bolsillo exterior de uno de los fardos, de donde sacó una cantimplora que se guardó en el bolsillo. Abrió el candado que cerraba las cadenas que pasaban por los agujeros de la boca de la mochila y desatando las cuerdas del forro interior palpó con sus manos para comprobar el contenido. Dentro de una de las mochilas estaban los bloques envueltos en sus talegos y los talegos envueltos a su vez en el saco de dormir. Volvió a atar las cuerdas y pasó la cadena con su candado; palpó el otro fardo y tocó el contorno duro de la caja de madera del viejo detonador y la caja de habanos que contenía las cargas. Cada uno de los pequeños cilindros había sido enrollado cuidadosamente con el mismo cuidado con que, de niño, empaquetaba su colección de huevos de pájaros salvajes. Palpó el bulto de la ametralladora, separada del cañón y envuelta en un estuche de cuero, los dos detonadores y los cinco cargadores en uno de los bolsillos interiores del fardo más grande y las pequeñas bobinas de hilo de cobre y el gran rollo de cable aislante en el otro. En el bolsillo interior donde estaba el cable, palpó las pinzas y los dos punzones de madera destinados a horadar los extremos de los bloques. Del último bolsillo interior sacó una gran caja de cigarrillos rusos, una de las cajas procedentes del cuartel general de Golz, y cerrando la boca del fardo con el candado, dejó caer las carteras de los bolsillos y cubrió las dos mochilas con la lona. Anselmo entraba en la cueva en esos momentos.
Jordan se puso en pie para seguirle, pero luego lo pensó mejor y, levantando la tela que cubría las mochilas, las cogió con la mano y las llevó arrastrando hasta la entrada de la cueva. Dejó una de ellas en el suelo, para levantar la manta, y luego, con la cabeza inclinada y un fardo en cada mano, entró en la cueva, tirando de las correas.
Dentro hacía calor y el aire estaba cargado de humo. Había una mesa a lo largo del muro y sobre ella una vela de sebo en una botella. En la mesa estaban sentados Pablo, tres hombres que Jordan no conocía y Rafael, el gitano. La vela hacía sombras en la pared detrás de ellos. Anselmo permanecía de pie, según había llegado, a la derecha de la mesa. La mujer de Pablo estaba inclinada sobre un fuego de carbón que había en el hogar abierto en un rincón de la cueva. La muchacha, de rodillas a su lado, removía algo en una marmita de hierro. Con la cuchara de madera en el aire, se quedó parada, mirando a Jordan, también de pie a la entrada. Al resplandor del fuego que la mujer atizaba con un soplillo, Jordan vio el rostro de la muchacha, su brazo inmóvil y las gotas que se escurrían de la cuchara y caían en la tartera de hierro.
—¿Qué es eso que traes? —preguntó Pablo.
—Mis cosas —dijo Jordan y dejó los dos fardos un poco separados uno del otro a la entrada de la cueva, en el lado opuesto al de la mesa, que era también el más amplio.
—¿No puedes dejarlo fuera? —preguntó Pablo.
—Alguien podría tropezar con ellos en la oscuridad —dijo Jordan, y, acercándose a la mesa dejó sobre ella la caja de cigarrillos.
—No me gusta tener dinamita en la cueva —dijo Pablo.
—Está lejos del fuego —dijo Jordan—. Coged cigarrillos. —Pasó el dedo pulgar por el borde de la caja de cartón, en la que había pintado un gran acorazado en colores, y ofreció la caja a Pablo.
Anselmo acercó un taburete de cuero sin curtir y Jordan se sentó junto a la mesa. Pablo se quedó mirándole, como si fuera a hablar de nuevo, pero no dijo nada, limitándose a coger algunos cigarrillos.
Jordan pasó la caja a los demás. No se atrevía aún a mirarlos de frente, pero observó que uno de los hombres cogía cigarrillos y los otros dos no. Toda su atención estaba puesta en Pablo.
—¿Cómo va eso, gitano? —preguntó a Rafael.
—Bien —contestó el interrogado. Jordan habría asegurado que estaban hablando de él cuando entró en la cueva. Hasta el gitano se encontraba molesto.
—¿Te dejará que comas otra vez? —insistió Jordan refiriéndose a la mujer.
—Sí, ¿por qué no? —dijo el gitano. El ambiente amistoso y jovial de la tarde se había disipado.
La mujer de Pablo, sin decir nada, seguía soplando las brasas del fogón.
—Uno que se llama Agustín dice que se aburre por ahí arriba —explicó Jordan.
—El aburrimiento no mata —dijo Pablo—. Dejadle.
—¿Hay vino? —preguntó Jordan, sin dirigirse a ninguno en particular, e inclinándose apoyó las manos en la mesa.
—Ha quedado un poco —dijo Pablo de mala gana.
Jordan decidió que sería conveniente observar a los otros y tratar de averiguar cómo iban las cosas.
—Entonces querría un jarro de agua. Tú —dijo, llamando a la muchacha y acentuando el tú con desenvoltura—, tráeme una taza de agua.
La muchacha miró a la mujer, que no dijo nada ni dio señales de haber oído. Luego fue a un barreño que tenía agua y llenó una taza. Volvió a la mesa y la puso delante de Jordan, que le sonrió. Al mismo tiempo contrajo los músculos del vientre y volviéndose un poco hacia la izquierda, en su taburete, hizo que se deslizara la pistola a lo largo de su cintura hasta el lugar que deseaba. Bajó la mano hacia el bolsillo del pantalón. Pablo no le quitaba ojo de encima. Jordan sabía que todos le miraban, pero él no miraba más que a Pablo. Su mano salió del bolsillo con la cantimplora. Desenroscó y luego alzó la tapa, bebió la mitad de su contenido y dejó caer lentamente en el interior unas gotas del líquido de la cantimplora.
—Es demasiado fuerte para ti; si no, te daría para que lo probases —dijo Jordan a la muchacha, volviendo a sonreírle—. Queda poco; si no, te ofrecería —dijo a Pablo.
—No me gusta el anís —dijo Pablo.
El olor acre procedente de la taza había llegado al otro extremo de la mesa y Pablo había reconocido el único componente que le era familiar.
—Me alegro —dijo Jordan—, porque queda muy poco.
—¿Qué bebida es esa? —preguntó el gitano.
—Es una medicina —dijo Jordan—. ¿Quieres probarla?
—¿Para qué sirve?
—Para nada —contestó Jordan—, pero lo cura todo. Si tienes algo que te duela, esto te lo curará.
—Déjame probarlo —pidió el gitano.
Jordan empujó la taza hacia él. Era un líquido amarillento mezclado con el agua y Jordan confió en que el gitano no tomaría más que un trago. Quedaba realmente muy poco y un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían de estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el Parque Montsouris, al Estadio Buffalo, la Butte Chaumont, la Guaranty Trust Company, la Île de la Cité, el viejo hotel Foyot y el placer de leer y descansar por la noche; todas las cosas, en fin, que él había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas.
El gitano hizo una mueca y le devolvió la taza.
—Huele a anís, pero es más amargo que la hiel —dijo—; es mejor estar malo que tener que tomar esa medicina.
—Es ajenjo —explicó Jordan—. Es un verdadero matarratas. Se supone que destruye el cerebro, pero yo no lo creo. Solamente cambia las ideas. Hay que mezclar el agua muy despacio, gota a gota. Pero yo lo he hecho al revés: lo he echado al agua.
—¿Qué es lo que está usted diciendo? —preguntó Pablo, malhumorado, dándose cuenta de la burla.
—Estaba explicándole cómo se hace esta medicina —repuso Jordan, sonriendo—. La compré en Madrid. Era la última botella y me ha durado tres semanas. —Tomó un buen sorbo y notó que por su lengua se extendía una sensación de delicada anestesia. Miró a Pablo y volvió a sonreír.
—¿Cómo van las cosas? —preguntó.
Pablo no contestó y Jordan observó detenidamente a los otros tres hombres sentados a la mesa. Uno de ellos tenía una cara grande, chata y morena como un jamón serrano, con la nariz aplastada y rota; el largo y delgado cigarrillo ruso que sostenía en la comisura de los labios hacía que el rostro pareciese aún más aplastado. Tenía un pelo gris, como erizado, y un rastrojo de barbas igualmente gris, y llevaba la habitual blusa negra de los campesinos, abrochada hasta el cuello. Bajó los ojos hacia la mesa cuando Jordan le miró, pero lo hizo de una forma tranquila; sin parpadear. Los otros dos eran, evidentemente, hermanos; se parecían mucho: los dos eran bajos, achaparrados, de pelo negro, que les crecía a dos dedos de la frente, ojos oscuros y piel cetrina. Uno de ellos tenía una cicatriz que le cruzaba la frente sobre el ojo izquierdo. Mientras Jordan los observaba, ellos le devolvieron la mirada con tranquilidad. Uno de ellos podría tener veintiséis o veintiocho años; el otro era posiblemente algo mayor.
—¿Qué es lo que miras? —preguntó uno de los hermanos, el de la cicatriz.
—Te estoy mirando a ti —dijo Jordan.
—¿Tengo algo raro en la cara?
—No —dijo Jordan—; ¿quieres un cigarrillo?
—Venga —dijo el hermano. No lo había querido antes—. Son como los que llevaba el otro, el del tren.
—¿Estuvo usted en el tren?
—Estuvimos todos en el tren —contestó el hermano calmosamente—. Todos, menos el viejo.
—Eso es lo que deberíamos hacer ahora —dijo Pablo—. Otro tren.
—Podemos hacerlo —dijo Jordan—. Después del puente.
Vio que la mujer de Pablo se había vuelto de frente y estaba escuchando. Cuando pronunció la palabra puente, todos guardaron silencio.
—Después del puente —volvió a decir Jordan con intención. Y tomó un trago de ajenjo. «Será mejor poner las cartas sobre la mesa —pensó—. De todas formas, me veré obligado a hacerlo».
—No estoy por lo del puente —dijo Pablo, mirando hacia la mesa—. Ni yo ni mi gente.
Jordan no le discutió. Miró a Anselmo y levantó el jarro.
—Entonces tendremos que hacerlo solos, viejo —y sonrió.
—Sin ese cobarde —dijo Anselmo.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Pablo al viejo.
—No he dicho nada para ti; no hablaba para ti —contestó Anselmo.
Robert Jordan miró al otro lado de la mesa, hacia donde la mujer de Pablo estaba de pie, junto al fuego. No había dicho nada ni había hecho ningún gesto. Pero entonces empezó a decir algo a la muchacha, algo que él no podía oír, y la chica se levantó del rincón que ocupaba junto al fuego, se deslizó al amparo del muro, levantó la manta que tapaba la entrada de la cueva y salió. «Creo que lo feo va a plantearse ahora —pensó Robert Jordan—. Creo que ya se ha planteado. No hubiera querido que las cosas ocurrieran de este modo, pero parece que suceden así».
—Bueno, haremos lo del puente sin tu ayuda —dijo Jordan a Pablo tuteándole de repente.
—No —replicó Pablo, y Jordan vio que su rostro se había cubierto de sudor—. Tú no harás volar aquí ningún puente.
—¿No?
—Tú no harás volar aquí ningún puente —insistió Pablo.
—¿Y tú? —preguntó Jordan, dirigiéndose a la mujer de Pablo, que estaba de pie, tranquila y arrogante junto al fuego. La mujer se volvió hacia ellos y dijo:
—Yo estoy por lo del puente. —Su rostro, iluminado por el resplandor del fogón, aparecía oscuro, bronceado y hermoso, como el de una estatua.
—¿Qué dices tú? —preguntó Pablo, y Jordan vio que se sentía traicionado y que el sudor le caía de la frente al volver hacia ella la cabeza.
—Yo estoy por lo del puente y contra ti —dijo la mujer de Pablo—. Nada más que eso.
—Yo también estoy por lo del puente —dijo el hombre de la cara aplastada y la nariz rota, estrujando la colilla del cigarrillo sobre la mesa.
—A mí el puente no me dice nada —opinó uno de los hermanos—; pero estoy con la mujer de Pablo.
—Lo mismo digo —comentó el otro hermano.
—Y yo —dijo el gitano.
Jordan observaba a Pablo y, mientras le observaba, iba dejando caer su mano derecha cada vez más abajo, dispuesta, si fuera necesario, y esperando casi que lo fuera, sintiendo que acaso lo más sencillo y fácil fuera que se produjesen las cosas así, pero sin querer estropear lo que marchaba tan bien, sabiendo que toda una familia, una banda o un clan puede revolverse en una disputa contra un extraño; pero pensando, sin embargo, que lo que podía hacerse con la mano era lo más simple y lo mejor, y quirúrgicamente lo más sano, una vez que las cosas se habían planteado como se habían planteado; Jordan veía al mismo tiempo a la mujer de Pablo, parada allí, como una estatua, sonrojarse orgullosamente ante aquellos cumplidos.
—Yo estoy con la República —dijo la mujer de Pablo impetuosamente—. Y la República es el puente. Después tendremos tiempo de hacer otros planes.
—¡Y tú! —dijo Pablo amargamente—, con tu cabeza de toro y tu corazón de puta, ¿crees que habrá un después? ¿Tienes la más mínima idea de lo que va a pasar?
—Pasará lo que tenga que pasar —repuso la mujer de Pablo—. Pasará lo que tenga que pasar.
—¿Y no quiere decir nada para ti el verte arrojada como una bestia después de ese asunto, del que no vamos a sacar ningún provecho? ¿No te importa morir?
—No —contestó la mujer de Pablo—. Y no trates de meterme miedo, cobarde.
—Cobarde —repitió Pablo amargamente—. Tratas a un hombre de cobarde porque tiene sentido táctico. Porque es capaz de ver de antemano las consecuencias de una locura. No es cobardía saber lo que es locura.
—Ni es locura saber lo que es cobardía —dijo Anselmo, incapaz de resistir la tentación de hacer una frase.
—¿Tienes ganas de morirte? —preguntó Pablo, y Jordan vio que la pregunta iba en serio.
—No.
—Entonces, cierra el pico; hablas demasiado de cosas que no entiendes. ¿No te das cuenta de que estamos jugando en serio? —dijo de una forma casi afectuosa—. Yo soy el único que ve lo grave de la situación.
«Lo creo —pensó Jordan—. Lo creo, Pablito, amigo; yo también lo creo. Nadie se da cuenta. Excepto yo. Tú eres capaz de darte cuenta y de verlo, y la mujer lo ha leído en mi mano, pero no ha sido capaz de verlo todavía. No, todavía no ha sido capaz de comprenderlo».
—¿Es que no soy el jefe aquí? —preguntó Pablo—. Yo sé de lo que hablo. Vosotros no lo sabéis. El viejo no tiene cabeza. Es un viejo que no sirve más que para dar recados y para hacer de guía en las montañas. Este extranjero ha venido aquí a hacer una cosa que es buena para los extranjeros. Y por su culpa tenemos que ser sacrificados. Yo estoy aquí para defender la seguridad y el bienestar de todos.
—Seguridad —comentó la mujer de Pablo—. No hay nada que pueda llamarse así. Hay ahora tanta gente aquí, buscando la seguridad, que todos corremos peligro. Buscando la seguridad tú nos pierdes ahora a todos.
Estaba junto a la mesa con el gran cucharón en la mano.
—Podemos sentirnos seguros —dijo Pablo—; en medio del peligro podemos sentirnos seguros si sabemos dónde está el peligro. Es como el torero que sabe lo que hace, que no se arriesga sin necesidad y se siente seguro.
—Hasta que es cogido —dijo la mujer agriamente—. ¡Cuántas veces he oído yo a los toreros decir eso antes que les dieran una cornada! ¡Cuántas veces he oído a Finito decir que todo consiste en saber o no saber cómo se hacen las cosas y que el toro no atrapa nunca al hombre, sino que es el hombre quien se deja atrapar entre los cuernos del toro! Siempre hablan así, con mucho orgullo, antes de ser cogidos. Luego, cuando vamos a verlos a la clínica —y se puso a hacer gestos, como si estuviera junto al lecho del herido—: «¡Hola, cariño, hola!» —dijo con voz sonora. Y luego, imitando una voz casi afeminada, la del torero herido—: «Buenas, compadre. ¿Cómo va eso, Pilar?». «¿Qué te ha pasado, Finito, chico, cómo te ha ocurrido este cochino accidente?» —volvió a decir, con su poderosa voz. Luego, con voz débil, delgada—: «No es nada, Pilar; no es nada. No debiera haberme ocurrido. Le maté estupendamente, ya sabes. No hubiera podido matarle mejor. Luego, después de matarle como debía y de dejarle enteramente muerto, cayéndose por su propio peso y temblándole las patas, me aparté con cierto orgullo y mucho estilo, y por detrás me metió el cuerno entre las nalgas y me lo sacó por el hígado». —Rompió a reír, dejando de imitar el habla casi afeminada del torero y recobrando su propio tono de voz—. Tú y tu seguridad. Y me lo dices a mí, que he vivido nueve años con tres de los toreros peor pagados del mundo. Y me lo dices a mí, que sé un rato de lo que es el miedo y de lo que es la seguridad. Háblame a mí de seguridad. Y tú. ¡Qué ilusiones puse yo en ti y cómo me has chasqueado! En un año de guerra te has convertido en un holgazán, en un borracho y en un cobarde.
—No tienes derecho a hablar así —dijo Pablo—. Y mucho menos delante de gente extraña y de un extranjero.
—Hablo como me da la gana —dijo la mujer de Pablo—. ¿Habéis oído? ¿Todavía crees que eres tú quien manda aquí?
—Sí —dijo Pablo—. Soy yo quien manda aquí.
—Ni en broma —dijo la mujer—. Aquí mando yo. ¿Lo habéis oído vosotros también? Aquí no manda nadie más que yo. Tú puedes quedarte, si quieres, y comer de lo que yo guiso y beber el vino que guardo; pero sin abusar mucho. Puedes trabajar con los demás, si quieres, pero la que manda aquí soy yo.
—Debiera matarte a ti y al extranjero —dijo Pablo, sombrío.
—Inténtalo —dijo la mujer de Pablo—; ya veremos lo que pasa.
—Una taza de agua para mí —dijo Jordan, sin dejar de mirar al hombre de la cabezota siniestra y a la mujer, que seguía de pie, llena de arrogancia y sosteniendo el cucharón con tanta autoridad como si fuese un cetro.
—María —llamó la mujer de Pablo, y cuando la muchacha apareció en la puerta, dijo—: Agua para este camarada.
Jordan sacó del bolsillo su cantimplora y al cogerla aflojó ligeramente la pistola del estuche y la deslizó junto a su cadera. Echó por segunda vez un poco de ajenjo en su taza de agua, cogió la que la muchacha acababa de traerle y empezó a echar el agua al ajenjo gota a gota. La muchacha se quedó en pie, a su lado, observándole.
—Vete fuera —dijo la mujer de Pablo, haciéndole un ademán con la cuchara.
—Afuera hace frío —contestó la chica, apoyando el codo en la mesa y acercando la mejilla a Jordan, para observar mejor lo que sucedía en la taza, donde el licor estaba empezando a formar nubecillas.
—Puede que lo haga —dijo la mujer de Pablo—, pero aquí hace demasiado calor. —Y luego añadió amablemente—: En seguida te llamo.
La muchacha movió la cabeza y salió.
«No creo que vaya a aguantar mucho», se dijo Jordan. Levantó la taza con una mano y apoyó la otra de manera abierta en la pistola. Había corrido el seguro y sentía ahora el contacto tranquilizador y familiar de la culata, de labrado gastado, casi liso por el uso, y la fresca compañía del gatillo. Pablo había dejado de mirarle y miraba a la mujer, que prosiguió:
—Escucha, borracho, ¿sabes ya quién manda aquí?
—Mando yo.
—No, oye. Abre bien los oídos y quítate la cera de las orejas peludas. La que manda soy yo.
Pablo la miró y por la expresión de su rostro no podía averiguarse lo que pensaba. La miró resueltamente unos segundos y luego miró al otro lado de la mesa, a donde estaba Jordan. Luego volvió a mirar a la mujer.
—Está bien; tú mandas —asintió—. Y si así lo quieres, él manda también. Y podéis iros los dos al diablo. —Miraba ahora cara a cara a la mujer y no parecía dejarse dominar por ella ni haberse turbado por lo que le había dicho—. Es posible que sea un holgazán y que beba demasiado. Y puedes pensar que soy un cobarde, aunque te engañas. Pero, sobre todo, no soy un estúpido —hizo una pausa—. Puedes mandar si quieres, y que te aproveche. Y ahora, si eres una mujer, además de ser comandante, danos algo de comer.
—María —gritó la mujer de Pablo. La muchacha metió la cabeza por la manta que tapaba la entrada de la cueva—. Entra y sirve la sopa.
La chica entró, como se le decía, y acercándose a la mesa baja que había junto al fogón, cogió unas escudillas de hierro esmaltado y las acercó a la mesa.
—Hay vino para todos —dijo la mujer de Pablo a Jordan—; y no hagas caso de lo que dice ese borracho. Cuando se acabe, conseguiremos más. Acaba esa cosa tan rara que estás bebiendo y toma un trago de vino.
Jordan apuró de un trago el ajenjo que le quedaba y sintió que un calor suave, agradable, vaporoso, húmedo, toda una serie de reacciones químicas, se producían en él. Tendió su taza para que le sirvieran vino. La chica se la llenó y se la devolvió sonriendo.
—¿Has visto el puente? —preguntó el gitano.
Los otros, que no habían abierto la boca después del homenaje rendido a Pilar, mostraban ahora mucho interés en escuchar.
—Sí —contestó Jordan—; es fácil de volar. ¿Queréis que os lo explique?
—Sí, hombre, explícalo.
Jordan sacó de su bolsillo el cuaderno de notas y les enseñó los dibujos.
—Mira —dijo el hombre de la cara aplastada, al que llamaban Primitivo—; ¡si es mismamente el puente!
Jordan, ayudándose con el lápiz, a guisa de puntero, explicó cómo tenían que volar el puente y dónde tenían que ser colocadas las cargas.
—¡Qué cosa más sencilla! —dijo el hermano de la cicatriz, al cual llamaban Andrés—. ¿Y cómo haces que exploten?
Jordan lo explicó también y mientras daba la explicación notó que la muchacha había apoyado el brazo en su hombro para mirar más cómodamente. La mujer de Pablo estaba mirando igualmente. Sólo Pablo parecía no tener interés y se había sentado aparte con su taza de vino, que de vez en cuando volvía a llenar en el barreño que había colmado antes María con el vino del pellejo colgado a la entrada de la cueva.
—¿Has hecho ya otras veces este trabajo? —preguntó la chica en voz baja a Jordan.
—Sí.
—¿Y podremos verte cómo lo haces?
—Sí, ¿por qué no?
—Lo verás —dijo Pablo desde el otro lado de la mesa—. Estoy seguro de que lo verás.
—Cállate —dijo la mujer de Pablo. Y de repente, acordándose de la escena de aquella tarde, se puso furiosa—. Cállate, cobarde; cállate, asesino; cállate, mochuelo.
—Bueno —dijo Pablo—, me callaré. Eres tú quien manda ahora y no quiero impedir que mires esos dibujos tan bonitos. Pero acuérdate de que no soy un idiota.
La mujer de Pablo sintió que su rabia se iba cambiando en tristeza y en un sentimiento que helaba toda esperanza y confianza. Conocía ese sentimiento desde que era niña y sabía el motivo, como conocía las cosas que lo habían creado durante toda su vida. Se había presentado de repente y trató de ahuyentarlo. No quería dejarse tocar por él, no quería que tocara a la República. Así es que dijo:
—Vamos a comer. María, llena las escudillas.