Capítulo II

HABÍAN LLEGADO a través de la espesa arboleda hasta la parte alta en que acababa el valle, un valle en forma de cubeta, y Jordan sospechó que el campamento tenía que estar al otro lado de la pared rocosa que se levantaba detrás de los árboles.

Allí estaba efectivamente el campamento, y era de primera. No se le podía ver hasta que no estaba uno encima, y desde el aire no podía ser localizado. Nada podía descubrirse desde arriba. Estaba tan bien escondido como una cueva de osos. Y, más o menos, tan mal guardado. Jordan lo observó cuidadosamente a medida que se iban acercando.

Había una gran cueva en la pared rocosa y al pie de la entrada de la cueva vio a un hombre sentado con la espalda apoyada contra la roca y las piernas extendidas en el suelo. El hombre había dejado la carabina apoyada en la pared y estaba tallando un palo con un cuchillo. Al verlos llegar se quedó mirándolos un momento y luego prosiguió con su trabajo.

—¡Hola! —dijo—. ¿Quién viene?

—El viejo y un dinamitero —dijo Pablo, depositando su bulto junto a la entrada de la cueva.

Anselmo se quitó el peso de las espaldas y Jordan se descolgó la carabina y la dejó apoyada contra la roca.

—No dejen eso tan cerca de la cueva —dijo el hombre que estaba tallando el palo. Era un gitano de buena presencia, de rostro aceitunado y ojos azules que formaban vivo contraste en aquella cara oscura—. Hay fuego dentro.

—Levántate y colócalos tú mismo —dijo Pablo—. Ponlos ahí, al pie de ese árbol.

El gitano no se movió; pero dijo algo que no puede escribirse, añadiendo:

—Déjalos donde están, y así revientes; con eso se curarán todos tus males.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Jordan, sentándose al lado del gitano, que se lo mostró. Era una trampa en forma de rectángulo y estaba tallando el travesaño.

—Es para los zorros —dijo—. Este palo los mata. Les rompe el espinazo. —Hizo un guiño a Jordan—. Mire usted; así. —Hizo funcionar la trampa de manera que el palo se hundiera; luego movió la cabeza y abrió los brazos para advertir cómo quedaba el zorro con el espinazo roto—. Muy práctico —aseguró.

—Lo único que caza son conejos —dijo Anselmo—. Es gitano. Si caza conejos, dice que son zorros. Si cazara un zorro por casualidad, diría que era un elefante.

—¿Y si cazara un elefante? —preguntó el gitano y, enseñando otra vez su blanca dentadura, hizo un guiño a Jordan.

—Dirías que era un tanque —dijo Anselmo.

—Ya me haré con el tanque —replicó el gitano—; me haré con el tanque, y podrá usted darle el nombre que le guste.

—Los gitanos hablan mucho y hacen poco —dijo Anselmo. El gitano guiñó a Jordan y siguió tallando su palo.

Pablo había desaparecido dentro de la cueva y Jordan confió en que habría ido por comida. Sentado en el suelo, junto al gitano, dejaba que el sol de la tarde, colándose a través de las copas de los árboles, le calentara las piernas, que tenía extendidas. De la cueva llegaba olor a comida, olor a cebolla y a aceite y a carne frita, y su estómago se estremecía de necesidad.

—Podemos atrapar un tanque —dijo Jordan al gitano—. No es muy difícil.

—¿Con eso? —preguntó el gitano, señalando los dos bultos.

—Sí —contestó Jordan—. Yo se lo enseñaré. Hay que hacer una trampa, pero no es muy difícil.

—¿Usted y yo?

—Claro —dijo Jordan—. ¿Por qué no?

—¡Eh! —dijo el gitano a Anselmo—. Pon esos dos sacos donde estén a buen recaudo; haz el favor. Tienen mucho valor.

Anselmo rezongó:

—Voy a buscar vino.

Jordan se levantó, apartó los bultos de la entrada de la cueva, dejándolos uno a cada lado del tronco de un árbol. Sabía lo que había en ellos y no le gustaba que estuvieran demasiado juntos.

—Trae un jarro para mí —dijo el gitano.

—¿Hay vino ahí? —preguntó Jordan, sentándose otra vez al lado del gitano.

—¿Vino? Que si hay. Un pellejo lleno. Medio pellejo por lo menos.

—¿Y hay algo de comer?

—Todo lo que quieras, hombre —contestó el gitano—. Aquí vivimos como generales.

—¿Y qué hacen los gitanos en tiempo de guerra? —le preguntó Jordan.

—Siguen siendo gitanos.

—No es mal trabajo.

—El mejor de todos —dijo el gitano—. ¿Cómo te llamas?

—Roberto. ¿Y tú?

—Rafael. ¿Eso que dices del tanque, es en serio?

—Naturalmente que es en serio. ¿Por qué no iba a serlo?

Anselmo salió de la cueva con un recipiente de piedra lleno hasta arriba de vino tinto, llevando con una sola mano tres tazas sujetas por las asas.

—Aquí está —dijo—; tienen tazas y todo.

Pablo salió detrás de él.

—En seguida viene la comida —anunció—. ¿Tiene usted tabaco?

Jordan se levantó, se fue hacia los sacos y, abriendo uno de ellos, palpó con la mano hasta llegar a un bolsillo interior, de donde sacó una de las cajas metálicas de cigarrillos que los rusos le habían regalado en el Cuartel General de Golz. Hizo correr la uña del pulgar por el borde de la tapa y, abriendo la caja, le ofreció a Pablo, que cogió media docena de cigarrillos. Sosteniendo los cigarrillos en la palma de una de sus enormes manos, Pablo levantó uno al aire y lo miró a contraluz. Eran cigarrillos largos y delgados, con boquilla de cartón.

—Mucho aire y poco tabaco —dijo—. Los conozco. El otro, el del nombre raro, también los tenía.

—Kashkin —precisó Jordan y ofreció cigarrillos al gitano y a Anselmo, que tomaron uno cada uno.

—Cojan más —les dijo, y cogieron otro. Jordan dio cuatro más a cada uno y entonces ellos, con los cigarrillos en la mano, hicieron un saludo, dando las gracias como si esgrimieran un sable.

—Sí —dijo Pablo—, era un nombre muy raro.

—Aquí está el vino —recordó Anselmo.

Metió una de las tazas en el recipiente y se la tendió a Jordan. Luego llenó otra para el gitano y otra más para sí.

—¿No hay vino para mí? —preguntó Pablo. Estaban sentados uno junto a otro, a la entrada de la cueva.

Anselmo le ofreció su taza y fue a la cueva a buscar otra para él. Al volver se inclinó sobre el recipiente, llenó su taza y brindaron todos entonces entrechocando los bordes.

El vino era bueno; sabía ligeramente a resina, a causa de la piel del odre, pero era fresco y excelente al paladar. Jordan bebió despacio, paladeándolo y notando cómo corría por todo su cuerpo, aligerando su cansancio.

—La comida viene en seguida —insistió Pablo—. Y aquel extranjero de nombre tan raro, ¿cómo murió?

—Le atraparon y se suicidó.

—¿Cómo ocurrió eso?

—Fue herido y no quiso que le hicieran prisionero.

—Pero ¿cómo fueron los detalles?

—No lo sé —dijo Jordan, mintiendo. Conocía muy bien los detalles, pero no quería alargar la charla en torno al asunto.

—Nos pidió que le prometiéramos matarle en caso de que fuera herido, cuando lo del tren, y no pudiese escapar —dijo Pablo—. Hablaba de una manera muy extraña.

«Debía de estar por entonces muy agitado —pensó Jordan—. ¡Pobre Kashkin!».

—Tenía no sé qué escrúpulo de suicidarse —explicó Pablo—. Me lo dijo así. Tenía también mucho miedo de que le torturasen.

—¿Le dijo a usted eso? —preguntó Jordan.

—Sí —confirmó el gitano—. Hablaba de eso con todos nosotros.

—Estuvo usted también en lo del tren, ¿no?

—Sí, todos nosotros estuvimos en lo del tren.

—Hablaba de una manera muy rara —insistió Pablo—. Pero era muy valiente.

«¡Pobre Kashkin! —pensó Jordan—. Debió de hacer más daño que otra cosa por aquí». Le hubiera gustado saber si se hallaba ya por entonces tan inquieto. «Debieron haberle sacado de aquí. No se puede consentir a la gente que hace esta clase de trabajos que hable así. No se debe hablar así. Aunque lleve a cabo su misión, la gente de esta clase hace más daño que otra cosa hablando de ese modo».

—Era un poco extraño —confesó Jordan—. Creo que estaba algo chiflado.

—Pero era muy listo para armar explosiones —dijo el gitano—. Y muy valiente.

—Pero algo chiflado —dijo Jordan—. En este asunto hay que tener mucha cabeza y nervios de acero. No se debe hablar así, como lo hacía él.

—Y usted —dijo Pablo— si cayera usted herido en lo del puente, ¿le gustaría que le dejásemos atrás?

—Oiga —dijo Jordan, inclinándose hacia él, mientras metía la taza en el recipiente para servirse otra vez vino—. Oiga, si tengo que pedir alguna vez un favor a alguien, se lo pediré cuando llegue el momento.

—¡Olé! —dijo el gitano—. Así es como hablan los buenos. ¡Ah! Aquí está la comida.

—Tú ya has comido —dijo Pablo.

—Pero puedo comer otra vez —dijo el gitano—. Mira quién la trae.

La muchacha se inclinó para salir de la cueva. Llevaba en la mano una cazuela plana de hierro con dos asas y Robert Jordan vio que volvía la cara, como si se avergonzase de algo, y en seguida comprendió lo que le ocurría. La chica sonrió y dijo: «Hola, camarada», y Jordan contestó: «Salud», y procuró no mirarla con fijeza ni tampoco apartar de ella su vista. La muchacha puso en el suelo la paellera de hierro, frente a él, y Jordan vio que tenía bonitas manos de piel bronceada. Entonces ella le miró descaradamente y sonrió.

Tenía los dientes blancos, que contrastaban con su tez oscura, y la piel y los ojos eran del mismo color castaño dorado. Tenía lindas mejillas, ojos alegres y una boca llena, no muy dibujada. Su pelo era del mismo castaño dorado que un campo de trigo quemado por el sol del verano, pero lo llevaba tan corto, que hacía pensar en el pelaje de un castor. La muchacha sonrió, mirando a Jordan, y levantó su morena mano para pasársela por la cabeza, intentando alisar los cabellos, que se volvieron a erguir en seguida. «Tiene una cara bonita —pensó Jordan— y sería muy guapa si no la hubieran rapado».

—Así es como me peino —dijo la chica a Jordan, y se echó a reír—. Bueno, coman ustedes. No se queden mirando. Me cortaron el pelo en Valladolid. Ahora ya me ha crecido.

Se sentó junto a él y se quedó mirándole. Él la miró también. Ella sonrió y cruzó sus manos sobre las rodillas. Sus piernas aparecían largas y limpias, sobresaliendo del pantalón de hombre que llevaba, y, mientras ella permanecía así, con las manos cruzadas sobre las rodillas, Jordan vio la forma de sus pequeños senos torneados, bajo su camisa gris. Cada vez que Jordan la miraba sentía que una especie de bola se le formaba en la garganta.

—No tenemos platos —dijo Anselmo—; emplee el cuchillo. —La muchacha había dejado cuatro tenedores, con las púas hacia abajo, en el reborde de la paellera de hierro.

Comieron todos del mismo plato, sin hablar, según es costumbre en España. La comida consistía en conejo, aderezado con mucha cebolla y pimientos verdes, y había garbanzos en la salsa, oscura, hecha con vino tinto. Estaba muy bien guisado; la carne se desprendía sola de los huesos y la salsa era deliciosa. Jordan se bebió otra taza de vino con la comida. La muchacha no le quitaba la vista de encima. Todos los demás estaban atentos a su comida.

Jordan rebañó con un trozo de pan la salsa restante, amontonó cuidadosamente a un lado los huesos del conejo, aprovechó el jugo que quedaba en ese espacio, limpió el tenedor con otro pedazo de pan, limpió también su cuchillo y lo guardó, y se comió luego el pan que le había servido para limpiarlo todo. Echándose hacia delante, se llenó una nueva taza mientras la muchacha seguía observándole.

Jordan se irguió, bebió la mitad de la taza y vio que seguía teniendo la bola en la garganta cuando quería hablar a la muchacha.

—¿Cómo te llamas? —preguntó. Pablo volvió inmediatamente la cara hacia él al oír aquel tono de voz. En seguida se levantó y se fue.

—María, ¿y tú?

—Roberto. ¿Hace mucho tiempo que estás por aquí?

—Tres meses.

—¿Tres meses? —preguntó Jordan, mirando su cabeza, el cabello espeso y corto que ella trataba de aplastar, pasando y repasando su mano, cosa que hacía ahora con cierta dificultad, sin conseguirlo, porque inmediatamente volvía a erguirse el cabello como un campo de trigo azotado por el viento en el flanco de una colina.

—Me lo afeitaron —explicó—; me afeitaban la cabeza de cuando en cuando en la cárcel de Valladolid. Me ha costado tres meses que me creciera como ahora. Yo estaba en el tren. Me llevaban para el Sur. Muchos de los detenidos que íbamos en el tren que voló, fueron atrapados después de la explosión; pero yo no. Yo me vine con estos.

—Me la encontré escondida entre las rocas —explicó el gitano—. Estaba allí cuando íbamos a marcharnos. Chico, ¡qué fea era! Nos la trajimos con nosotros, pero en el camino pensé varias veces que íbamos a abandonarla.

—¿Y el otro que estuvo en lo del tren con ellos? —preguntó María—. El otro, el rubio, el extranjero. ¿Dónde está?

—Murió —dijo Jordan—. Murió en abril.

—¿En abril? Lo del tren fue en abril.

—Sí —dijo Jordan—; murió diez días después de lo del tren.

—Pobre —dijo la muchacha—; era muy valiente. ¿Y tú haces el mismo trabajo?

—Sí.

—¿Has volado trenes también?

—Sí, tres trenes.

—¿Aquí?

—En Extremadura —dijo Jordan—. He estado en Extremadura antes de venir aquí. Hemos hecho mucho en Extremadura. Tenemos mucha gente trabajando en Extremadura.

—¿Y por qué has venido ahora a estas sierras?

—Vengo a sustituir al otro, al rubio. Además, conozco esta región de antes del Movimiento.

—¿La conoces bien?

—No, no muy bien. Pero aprendo en seguida. Tengo un mapa muy bueno y un buen guía.

—Ah, el viejo —aseveró ella, con la cabeza—; el viejo es muy bueno.

—Gracias —dijo Anselmo, y Jordan se dio cuenta de repente de que la muchacha y él no estaban solos, y se dio también cuenta de que le resultaba difícil mirarla, porque en seguida cambiaba el tono de su voz. Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres. Pero vio también que no le importaba nada. Había muchas cosas que le tenían sin cuidado; ¿por qué iba a preocuparse de aquella?

—Eres muy bonita —dijo a María—. Me hubiera gustado ver cómo eras antes de que te cortasen el pelo.

—El pelo crecerá —dijo ella—. Dentro de seis meses ya lo tendré largo.

—Tenía usted que haberla visto cuando la trajimos. Era tan fea, que revolvía las tripas.

—¿De quién eres mujer? —preguntó Jordan, queriendo dar a su voz un tono normal—. ¿De Pablo?

La muchacha le miró a los ojos y se echó a reír. Luego le dio un golpe en la rodilla.

—¿De Pablo? ¿Has visto a Pablo?

—Bueno, entonces quizá seas mujer de Rafael. He visto a Rafael.

—No soy de Rafael.

—No es de nadie —aclaró el gitano—. Es una mujer muy extraña. No es de nadie. Pero guisa bien.

—¿De nadie? —preguntó Jordan.

—De nadie. De nadie. Ni en broma ni en serio. Ni de ti tampoco.

—¿No? —preguntó Jordan y vio que la bola se le hacía de nuevo en la garganta—. Bueno, yo no tengo tiempo para mujeres. Esa es la verdad.

—¿Ni siquiera quince minutos? —le preguntó el gitano irónicamente—. ¿Ni siquiera un cuarto de hora?

Jordan no contestó. Miró a la muchacha, a María, y notó que tenía la garganta demasiado oprimida, para tratar de aventurarse a hablar.

María le miró y rompió a reír. Luego enrojeció de repente, pero siguió mirándole.

—Te has puesto colorada —dijo Jordan—. ¿Te pones colorada con frecuencia?

—Nunca.

—Te has vuelto a poner colorada ahora mismo.

—Bueno, me iré a la cueva.

—Quédate aquí, María.

—No —dijo ella, y no volvió a sonreírle—. Me voy ahora mismo a la cueva.

Cogió la paellera de hierro en que habían comido, y los cuatro tenedores. Se movía con torpeza, como un potro recién nacido, pero con toda la gracia de un animal joven.

—¿Os quedáis con las tazas? —preguntó. Jordan seguía mirándola y ella enrojeció otra vez.

—No me mires —dijo ella—; no me gusta que me mires así.

—Deja las tazas —dijo el gitano—, déjalas aquí.

Metió en el barreño una taza y se la ofreció a Jordan, que vio cómo la muchacha bajaba la cabeza para entrar en la cueva, llevando en las manos la paellera de hierro.

—Gracias —dijo Jordan. Su voz había recuperado el tono normal desde el momento en que ella había desaparecido—. Es el último. Ya hemos bebido bastante.

—Vamos a acabar con el barreño —dijo el gitano—; hay más de medio pellejo. Lo trajimos en uno de los caballos.

—Fue el último trabajo de Pablo —dijo Anselmo—. Desde entonces no ha hecho nada.

—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Jordan.

—Somos siete y dos mujeres.

—¿Dos?

—Sí, la muchacha y la mujer de Pablo.

—¿Dónde está la mujer de Pablo?

—En la cueva. La muchacha sabe guisar un poco. Dije que guisaba bien para halagarla. Pero lo único que hace es ayudar a la mujer de Pablo.

—¿Y cómo es esa mujer, la mujer de Pablo?

—Una bestia —dijo el gitano sonriendo—. Una verdadera bestia. Si crees que Pablo es feo, tendrías que ver a su mujer. Pero muy valiente. Mucho más valiente que Pablo. Una bestia.

—Pablo era valiente al principio —dijo Anselmo—. Pablo antes era muy valiente.

—Ha matado más gente que el cólera —dijo el gitano—. Al principio del Movimiento, Pablo mató más gente que el tifus.

—Pero desde hace tiempo está muy flojo —explicó Anselmo—. Muy flojo. Tiene mucho miedo a morir.

—Será porque ha matado tanta gente al principio —dijo el gitano filosóficamente—. Pablo ha matado más que la peste.

—Por eso y porque es rico —dijo Anselmo—. Además, bebe mucho. Ahora querría retirarse como un matador de toros. Pero no se puede retirar.

—Si se va al otro lado de las líneas, le quitarán los caballos y le harán entrar en el ejército —dijo el gitano—. A mí no me gustaría entrar en el ejército.

—A ningún gitano le gusta —dijo Anselmo.

—¿Y para qué iba a gustarnos? —preguntó el gitano—. ¿Quién es el que quiere estar en el ejército? ¿Hacemos la revolución para entrar en filas? Me gusta hacer la guerra, pero no en el ejército.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Jordan. Se sentía a gusto y con ganas de dormir gracias al vino. Se había tumbado boca arriba, en el suelo, y contemplaba a través de las copas de los árboles las nubes de la tarde moviéndose lentamente en el alto cielo de España.

—Hay dos que están durmiendo en la cueva —dijo el gitano—. Otros dos están de guardia arriba, donde tenemos la máquina. Uno está de guardia abajo; probablemente están todos dormidos.

Jordan se tumbó de lado.

—¿Qué clase de máquina es esa?

—Tiene un nombre muy raro —dijo el gitano—; se me ha ido de la memoria hace un ratito. Es como una ametralladora.

«Debe de ser un fusil ametrallador», pensó Jordan.

—¿Cuánto pesa? —preguntó.

—Un hombre puede llevarla, pero es pesada. Tiene tres pies que se pliegan. La cogimos en la última expedición seria; la última, antes de la del vino.

—¿Cuántos cartuchos tenéis?

—Una infinidad —contestó el gitano—. Una caja entera, que pesa lo suyo.

«Deben de ser unos quinientos», pensó Jordan.

—¿Cómo la cargáis, con cinta o con platos?

—Con unos tachos redondos de hierro que se meten por la boca de la máquina.

«Diablo, es una Lewis», pensó Jordan.

—¿Sabe usted mucho de ametralladoras? —preguntó al viejo.

—Nada —contestó Anselmo—. Nada.

—¿Y tú? —preguntó al gitano.

—Sé que disparan con mucha rapidez y que se ponen tan calientes que el cañón quema las manos si se toca —respondió el gitano orgullosamente.

—Eso lo sabe todo el mundo —dijo Anselmo con desprecio.

—Quizá lo sepa —dijo el gitano—. Pero me preguntó si sabía algo de la máquina y se lo he dicho. —Luego añadió—: Además, en contra de lo que hacen los fusiles corrientes, siguen disparando mientras se aprieta el gatillo.

—A menos que se encasquillen, que les falten municiones o que se pongan tan calientes que se fundan —dijo Jordan, en inglés.

—¿Qué es lo que dice usted? —preguntó Anselmo.

—Nada —contestó Jordan—. Estaba mirando al futuro en inglés.

—Eso sí que es raro —dijo el gitano—. Mirando el futuro en inglés. ¿Sabe usted leer en la palma de la mano?

—No —dijo Robert, y se sirvió otra taza de vino—. Pero si tú sabes, me gustaría que me leyeras la palma de mi mano y me dijeses lo que va a pasar dentro de tres días.

—La mujer de Pablo sabe leer la palma de la mano —dijo el gitano—. Pero tiene un genio tan malo y es tan salvaje, que no sé si querrá hacerlo.

Robert Jordan se sentó y tomó un sorbo de vino.

—Vamos a ver cómo es esa mujer de Pablo —dijo—; si es tan mala como dices, vale más que la conozca cuanto antes.

—Yo no me atrevo a molestarla —dijo Rafael—; me odia a muerte.

—¿Porqué?

—Dice que soy un holgazán.

—¡Qué injusticia! —comentó Anselmo irónicamente.

—No le gustan los gitanos.

—Es un error —dijo Anselmo.

—Tiene sangre gitana —dijo Rafael—; sabe bien de lo que habla —añadió sonriendo—. Pero tiene una lengua que escuece como un látigo. Con la lengua es capaz de sacarte la piel a tiras. Es una salvaje increíble.

—¿Cómo se lleva con la chica, con María? —preguntó Jordan.

—Bien. Quiere a la chica. Pero no deja que nadie se le acerque en serio. —Movió la cabeza y su lengua chascó.

—Es muy buena con la muchacha —medió Anselmo—. Se cuida mucho de ella.

—Cuando cogimos a la chica, cuando lo del tren, era muy extraña —dijo Rafael—; no quería hablar; estaba llorando siempre, y si se la tocaba, se ponía a temblar como un perro mojado. Solamente más tarde empezó a marchar mejor. Ahora marcha muy bien. Hace un rato, cuando hablaba contigo, se ha portado muy bien. Por nosotros, la hubiéramos dejado cuando lo del tren. No valía la pena perder tiempo por una cosa tan fea y tan triste que no valía nada. Pero la vieja le ató una cuerda alrededor del cuerpo, y cuando la chica decía que no, que no podía andar, la vieja le golpeaba con un extremo de la cuerda para obligarla a seguir adelante. Luego, cuando la muchacha no pudo de veras andar por su pie, la vieja se la cargó a la espalda. Cuando la vieja no pudo seguir llevándola, fui yo quien tuvo que cargar con ella. Trepábamos por esta montaña entre zarzas y malezas hasta el pecho. Y cuando yo no pude llevarla más, Pablo me reemplazó. ¡Pero las cosas que tuvo que llamarnos la vieja para que hiciéramos eso! —movió la cabeza, acordándose—. Es verdad que la muchacha no pesa, no tiene más que piernas. Es muy ligera de huesos y no pesa gran cosa. Pero pesaba lo suyo cuando había que llevarla sobre las espaldas, detenerse para disparar y volvérsela luego a cargar, y la vieja que golpeaba a Pablo con la cuerda y le llevaba su fusil, y se lo ponía en la mano cuando quería dejar caer a la muchacha, y le obligaba a cogerla otra vez, y le cargaba el fusil y le daba unas voces que le volvían loco… Ella le sacaba los cartuchos de los bolsillos y cargaba el fusil y seguía gritándole. Se hizo de noche, y con la oscuridad todo se arregló. Pero fue una suerte que no tuvieran caballería.

—Debió de ser muy duro lo del tren —dijo Anselmo—. Yo no estuve en el tren —explicó a Jordan—. Estaban la banda de Pablo, la del Sordo, al que veremos esta noche, y dos bandas más de estas montañas. Yo me encontraba al otro lado de las líneas.

—Y además estaba el rubio del nombre raro —dijo el gitano.

—Kashkin.

—Sí, es un nombre que no logro recordar nunca. Nosotros teníamos dos que llevaban ametralladora. Dos que nos había enviado el ejército. No pudieron cargar con la ametralladora al final y se perdió. Seguramente no pesaba más que la muchacha, y si la vieja se hubiera ocupado de ellos, hubieran traído la ametralladora. —Movió la cabeza al recordarlo, y prosiguió—: En mi vida vi semejante explosión. El tren venía despacio. Se le veía llegar de lejos. Yo estaba tan exaltado, que no podría explicarlo. Se vio la humareda y después se oyó el pitido del silbato. Luego se acercó el tren haciendo chu-chu chu-chu, cada vez más fuerte, y después, en el momento de la explosión, las ruedas delanteras de la máquina se levantaron por los aires y la tierra rugió, y pareció como si se levantase todo en una nube negra, y la locomotora saltó al aire entre la nube negra; las traviesas de madera saltaron a los aires como por encanto, y luego la máquina quedó tumbada de costado, como un gran animal herido. Y luego una explosión de vapor blanco antes que el barro de la otra explosión hubiese acabado de caer. Entonces la máquina empezó a hacer ta ta ta ta —dijo exaltado, el gitano, agitando los puños cerrados, levantándolos y bajándolos, con los pulgares apoyados en una imaginaria ametralladora—. Ta ta ta ta —gritó, entusiasmado—. Nunca había visto nada semejante, con los soldados que saltaban del tren y la máquina que les disparaba a bocajarro, y los hombres cayendo; y fue entonces cuando puse la mano en la máquina, y estaba tan excitado, que no me di cuenta de que quemaba. Y entonces la vieja me dio un bofetón y me dijo: «Dispara, idiota; dispara, o te aplasto los sesos». Entonces yo empecé a disparar, pero me costaba trabajo tener la máquina derecha, y los soldados huían a las montañas. Más tarde, cuando bajamos hasta el tren a ver lo que podíamos coger, un oficial, con la pistola en la mano, reunió a la fuerza a sus soldados contra nosotros. El oficial agitaba la pistola y les gritaba que vinieran tras de nosotros, y nosotros disparamos contra él, pero no le alcanzamos. Entonces los soldados se echaron a tierra y empezaron a disparar, y el oficial iba de acá para allá, pero no llegamos a alcanzarle, y la máquina no podía dispararle a causa de la posición del tren. Ese oficial mató a dos de sus hombres, que estaban tumbados en el suelo, y, a pesar de ello, los otros no querían levantarse, y él gritaba y acabó por hacerlos levantarse, y vinieron corriendo hacia nosotros y hacia el tren. Luego volvieron a tumbarse y dispararon. Después escapamos con la máquina, que continuaba disparando por encima de nuestras cabezas. Fue entonces cuando me encontré a la chica, que se había escapado del tren y se había escondido en las rocas, y se vino con nosotros. Y fueron esos mismos soldados quienes nos persiguieron hasta la noche.

—Debió de ser un golpe muy duro —dijo Anselmo—. Pero de mucha emoción.

—Es la única cosa buena que se ha hecho hasta ahora —dijo una voz grave—. ¿Qué estás haciendo, borracho repugnante, hijo de puta gitana? ¿Qué estás haciendo?

Robert Jordan vio a una mujer, como de unos cincuenta años, tan grande como Pablo, casi tan ancha como alta; vestía una falda negra de campesina y una blusa del mismo color, con medias negras de lana sobre sus gruesas piernas; llevaba alpargatas y tenía un rostro bronceado que podía servir de modelo para un monumento de granito. La mujer tenía manos grandes, aunque bien formadas, y un cabello negro y espeso, muy rizado, que se sujetaba sobre la nuca con un moño.

—Vamos, contesta —dijo al gitano, sin darse por enterada de la presencia de los demás—. ¿Qué estabas haciendo?

—Estaba hablando con estos camaradas. Este que ves aquí es un dinamitero.

—Ya lo sé —repuso la mujer de Pablo—. Lárgate de aquí y ve a reemplazar a Andrés, que está de guardia arriba.

—Me voy —dijo el gitano—. Me voy. —Se volvió hacia Robert Jordan—. Te veré a la hora de la comida.

—Ni lo pienses —dijo la mujer—. Has comido ya tres veces, por la cuenta que llevo. Vete y envíame a Andrés en seguida.

—¡Hola! —dijo a Robert Jordan, y le tendió la mano, sonriendo—. ¿Cómo van las cosas de la República?

—Bien —contestó Jordan, y devolvió el estrecho apretón—. La República y yo vamos bien.

—Me alegro —dijo ella. Le miraba sin rebozo y Jordan observó que la mujer tenía bonitos ojos grises—. ¿Ha venido para hacer volar otro tren?

—No —contestó Jordan, y al momento vio que podría confiar en ella—. He venido para volar un puente.

—No es nada —dijo ella—; un puente no es nada. ¿Cuándo haremos volar otro tren, ahora que tenemos caballos?

—Más tarde. El puente es de gran importancia.

—La chica me dijo que su amigo, el que estuvo en el tren con nosotros, ha muerto.

—Así es.

—¡Qué pena! Nunca vi una explosión semejante. Era un hombre de mucho talento. Me gustaba mucho. ¿No sería posible volar ahora otro tren? Tenemos muchos hombres en las montañas, demasiados. Ya resulta difícil encontrar comida para todos. Sería mejor que nos fuéramos. Además tenemos caballos.

—Hay que volar un puente.

—¿Dónde está ese puente?

—Muy cerca de aquí.

—Mejor que mejor —dijo la mujer de Pablo—. Vamos a volar todos los puentes que haya por aquí y nos largamos. Estoy harta de este lugar. Hay aquí demasiada gente. No puede salir de aquí nada bueno. Estamos aquí parados, sin hacer nada, y eso es repugnante.

Vio pasar a Pablo por entre los árboles.

—Borracho —gritó—. Borracho, condenado borracho. —Se volvió hacia Jordan jovialmente—: Se ha llevado una bota de vino para beber solo en el bosque —explicó—. Está todo el tiempo bebiendo. Esta vida acaba con él. Joven, me alegro mucho que haya venido —le dio un golpe en el hombro—. Vamos —dijo—, es usted más fuerte de lo que aparenta. —Y le pasó la mano por la espalda, palpándole los músculos bajo la camisa de franela—. Bien, me alegro mucho de que haya venido.

—Lo mismo le digo.

—Vamos a entendernos bien —aseguró ella—. Beba un trago.

—Hemos bebido varios —repuso Jordan—. ¿Quiere usted beber? —preguntó Jordan.

—No —contestó ella—, hasta la hora de la cena. Me da ardor de estómago. —Luego volvió la cabeza y vio otra vez a Pablo—. Borracho —gritó—. Borracho. —Se volvió a Jordan y movió la cabeza—. Era un hombre muy bueno —dijo—; pero ahora está acabado. Y escuche, quiero decirle otra cosa. Sea usted bueno y muy cariñoso con la chica. Con la María. Ha pasado una mala racha. ¿Comprendes? —dijo tuteándole súbitamente.

—Sí, ¿por qué me dice usted eso?

—Porque vi cómo estaba cuando entró en la cueva, después de haberte visto. Vi que te observaba antes de salir.

—Hemos bromeado un poco.

—Lo ha pasado muy mal —dijo la mujer de Pablo—. Ahora está mejor, y sería conveniente llevársela de aquí.

—Desde luego; podemos enviarla al otro lado de las líneas con Anselmo.

—Anselmo y usted pueden llevársela cuando acabe esto —dijo dejando momentáneamente el tuteo.

Robert Jordan volvió a sentir la opresión en la garganta y su voz se enronqueció.

—Podríamos hacerlo —dijo.

La mujer de Pablo le miró y movió la cabeza.

—¡Ay, ay! —dijo—. ¿Son todos los hombres como usted?

—No he dicho nada —contestó él—; y es muy bonita, como usted sabe.

—No, no es guapa. Pero empieza a serlo; ¿no es eso lo que quiere decir? —preguntó la mujer de Pablo—. Hombres. Es una vergüenza que nosotras, las mujeres, tengamos que hacerlos. No. En serio. ¿No hay casas sostenidas por la República para cuidar de estas chicas?

—Sí —contestó Jordan—. Hay casas muy buenas. En la costa, cerca de Valencia. Y en otros lugares. Cuidarán de ella y la enseñarán a cuidar de los niños. En esas casas hay niños de los pueblos evacuados. Y le enseñarán a ella cómo tiene que cuidarlos.

—Eso es lo que quiero para ella —dijo la mujer de Pablo—. Pablo se pone malo sólo de verla. Es otra cosa que está acabando con él. Se pone malo en cuanto la ve. Lo mejor será que se vaya.

—Podemos ocuparnos de eso cuando acabemos con lo otro.

—¿Y tendrá usted cuidado de ella si yo se la confío a usted? Le hablo como si le conociera hace mucho tiempo.

—Y es como si fuera así —dijo Jordan—. Cuando la gente se entiende, es como si fuera así.

—Siéntese —dijo la mujer de Pablo—. No le he pedido que me prometa nada, porque lo que tenga que suceder, sucederá. Pero si usted no quiere ocuparse de ella, entonces voy a pedirle que me prometa una cosa.

—¿Por qué no voy a ocuparme de ella?

—No quiero que se vuelva loca cuando usted se marche. La he tenido loca antes y ya he pasado bastante con ella.

—Me la llevaré conmigo después de lo del puente —dijo Jordan—. Si estamos vivos después de lo del puente, me la llevaré conmigo.

—No me gusta oírle hablar de esa manera. Esa manera de hablar no trae suerte.

—Le he hablado así solamente para hacerle una promesa —dijo Jordan—. No soy pesimista.

—Déjame ver tu mano —dijo la mujer, volviendo otra vez al tuteo.

Jordan extendió su mano y la mujer se la abrió, la retuvo, le pasó el pulgar por la palma con cuidado y se la volvió a cerrar. Se levantó. Jordan se puso también en pie y vio que ella le miraba sin sonreír.

—¿Qué es lo que ha visto? —preguntó Jordan—. No creo en esas cosas; no va usted a asustarme.

—Nada —dijo ella—; no he visto nada.

—Sí, ha visto usted algo, y tengo curiosidad por saberlo. Aunque no creo en esas cosas.

—¿En qué es en lo que usted cree?

—En muchas cosas, pero no en eso.

—¿En qué?

—En mi trabajo.

—Ya lo he visto.

—Dígame qué es lo que ha visto.

—No he visto nada —dijo ella agriamente—. El puente es muy difícil, ¿no es así?

—No, yo dije solamente que es muy importante.

—Pero puede resultar difícil.

—Sí. Y ahora voy a tener que ir abajo a estudiarlo. ¿Cuántos hombres tienen aquí?

—Hay cinco que valgan la pena. El gitano no vale para nada, aunque sus intenciones son buenas. Tiene buen corazón. En Pablo no confío.

—¿Cuántos hombres tiene el Sordo que valgan la pena?

—Quizá tenga ocho. Veremos esta noche al Sordo. Vendrá por aquí. Es un hombre muy listo. Tiene también algo de dinamita. No mucha. Hablará usted con él.

—¿Ha enviado a buscarle?

—Viene todas las noches. Es vecino nuestro. Es un buen amigo y camarada.

—¿Qué piensa usted de él?

—Es un hombre bueno. Muy listo. En el asunto del tren estuvo enorme.

—¿Y los de las otras bandas?

—Avisándolos con tiempo, podríamos reunir cincuenta fusiles de cierta confianza.

—¿De qué confianza?

—Depende de la gravedad de la situación.

—¿Cuántos cartuchos por cada fusil?

—Unos veinte. Depende de los que quieran traer para el trabajo. Si es que quieren venir para ese trabajo. Acuérdese de que en el puente no hay dinero ni botín y que, por la manera como habla usted, es un asunto peligroso, y de que después tendremos que irnos de estas montañas. Muchos van a oponerse a lo del puente.

—Lo creo.

—Así es que lo mejor será no hablar de eso más que cuando sea menester.

—Estoy enteramente de acuerdo.

—Cuando hayas estudiado lo del puente —dijo ella rozando de nuevo el tuteo—, hablaremos esta noche con el Sordo.

—Voy a ver el puente con Anselmo.

—Despiértele —dijo—. ¿Quiere una carabina?

—Gracias —contestó Jordan—. No es malo llevarla; pero, de todas maneras, no la usaría. Voy solamente a ver; no a perturbar. Gracias por haberme dicho lo que me ha dicho. Me gusta mucho su manera de hablar.

—He querido hablarle francamente.

—Entonces dígame lo que vio en mi mano.

—No —dijo ella, y movió la cabeza—. No he visto nada. Vete ahora a tu puente. Yo cuidaré de tu equipo.

—Tápelo con algo y procure que nadie lo toque. Está mejor ahí que dentro de la cueva.

—Lo taparé, y nadie se atreverá a tocarlo —dijo la mujer de Pablo—. Vete ahora a tu puente.

—Anselmo —dijo Jordan, apoyando una mano en el hombro del viejo, que estaba tumbado, durmiendo, con la cabeza oculta entre los brazos.

El viejo abrió los ojos.

—Sí —dijo—; desde luego. Vamos.