—¡De eso nada! —exclamó Amanda, poniéndose de puntillas para que sus ojos quedaran a la misma altura que los de Kirian. Arqueó una ceja y lo desafió con la mirada a que negara sus palabras. Cuando habló, lo hizo recalcando cada palabra—: Estás muy equivocado. Quiero volver a mi vida anterior. Quiero una vida aburrida y quiero que sea larga.
A Kirian le hizo gracia el énfasis que Amanda había dado a la última palabra. Estaba espectacular cuando se enfadaba y no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo podría mantenerla con ese rubor en las mejillas y echando fuego por esos increíbles ojos azules.
Mejor aún… Mientras sus pechos subían y bajaban con la fuerza de su resolución, pasaron por la mente de Kirian otra serie de cosas que también la dejarían sin aliento.
Quería dejarla sin aliento. Quería saborear toda la fuerza de su pasión.
Le ardían los labios por el deseo de besarla y le dolían las manos por el ansia de acariciar su cuerpo hasta hacerla gritar de placer.
¡Por los todos los dioses! Esa mujer lo tentaba como ninguna otra lo había hecho… A él, que en otra época había adorado las tentaciones de una forma que desafiaba cualquier explicación. Había olvidado ese pequeño defecto de su carácter con el paso de los siglos, pero desde que despertó con ella al lado, había ido recordando dolorosamente al hombre que fue antaño.
Podía sentir cómo Amanda iba derribando poco a poco, pedazo a pedazo, cada una de las barreras que había construido durante los años, haciendo que desapareciera el aletargamiento en el que se había sumido. Había conseguido mantenerse alejado de sus propios sentimientos durante siglos y, si bien había sentido cierto cariño por algunos mortales a lo largo de ese tiempo, ninguno de ellos había conseguido afectarlo como ella.
Era algo muy extraño.
¿Por qué Amanda?
¿Y por qué en ese momento, cuando necesitaba toda su lucidez para enfrentarse a Desiderio?
Las Moiras estaban jugando de nuevo con él y eso no le gustaba en absoluto.
Sentía cómo la sangre corría con fuerza por sus venas mientras contemplaba los labios húmedos y plenos de Amanda. Casi podía saborearlos. Sentirlos. Que los dioses se apiadasen de él, porque la deseaba con desesperación.
Solo ella era capaz de despertar a la bestia hambrienta que moraba en su interior. Esa parte de él que quería rugir y devorarla de la cabeza a los pies, centímetro a centímetro, durante toda la noche.
No obstante, ella era humana y él no tenía nada que ofrecerle. Su alma y su lealtad pertenecían a Artemisa.
Además, Amanda tenía todo el derecho a hacer realidad su sueño de ser normal. Su sueño de formar un hogar y una familia al lado de un hombre normal y corriente.
Después de haber visto sus propios sueños destrozados de un modo cruel y vengativo, se negaba a que ella pasara por lo mismo.
Se merecía tener una vida larga, dichosa y aburrida. Todo el mundo merecía la oportunidad de cumplir sus deseos.
Se tragó el nudo que le obstruía la garganta, dolorido aún por el deseo insatisfecho, y en ese mismo instante supo que tenía que alejarla de sus pensamientos.
Jamás podría ser suya.
Su destino era regresar junto a una familia que la amaba y encontrar un hombre con el que pudiera…
No pudo finalizar ese pensamiento. Era demasiado doloroso imaginarlo siquiera.
—Por tu bien —susurró, luchando contra el impulso de acariciarle el pelo—, espero que sea verdad, pero me temo que con los poderes que mantienes ocultos y la caza de vampiros que está llevando a cabo Tabitha, no va a ser posible que regreses a tu aburrida vida durante los próximos días.
Amanda apartó la mirada.
—No tengo poderes —dijo ella con voz cortante, pero sin la convicción que había mostrado momentos antes.
Kirian alargó la mano y le alzó la barbilla con un dedo. Quería aliviar la preocupación que veía en su rostro, los miedos que para él resultaban incomprensibles. ¿Por qué no era capaz de admitir los dones con los que había nacido?
—Puede que no quieras reconocerlos, Amanda, pero están ahí. Tienes premoniciones y eres telépata, empática y además puedes proyectarte fuera de tu cuerpo. Tus poderes son muy parecidos a los de tu hermana, pero mucho más fuertes.
El color zafiro de sus ojos se intensificó.
—Estás mintiendo.
La acusación lo sorprendió.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Ella tragó saliva.
—No lo sé. Solo sé que no tengo poderes.
—¿Por qué tienes tanto miedo de ellos?
—Porque…
Él ladeó la cabeza cuando la voz de Amanda se desvaneció y dejó la frase sin acabar.
—¿Por qué? —la apremió.
Ella alzó la mirada y el sufrimiento que se reflejó en sus ojos lo dejó sin aliento.
—Cuando tenía quince años —comenzó casi en un susurro—, tuve un sueño. —Parpadeó para reprimir las lágrimas mientras se agarraba a la encimera que estaba justo a su lado—. En aquella época solía tener muchos. Y siempre se hacían realidad. En este del que te hablo, mi mejor amiga moría en un accidente de coche. La vi. Sentí su miedo y escuché los últimos pensamientos que cruzaron por su mente antes de morir.
Kirian apretó la mandíbula al percibir el dolor que transmitía su voz. Alargó el brazo para darle la mano. Estaba helada y temblaba.
—Cuando la vi en el instituto, hice todo lo que estuvo en mi mano para que no regresara ese día a casa con Bobby Thibideaux. Incluso le conté lo del sueño. —Las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas de nuevo—. No me escuchó. Me dijo que era imbécil y mala, y que lo que pasaba era que estaba celosa porque a Bobby le gustaba ella y no yo.
Sacudió la cabeza al recordar lo sucedido aquel día.
—No estaba celosa, Hunter; lo único que quería era evitar su muerte.
Kirian le acarició los dedos con el fin de que entrara en calor.
—Lo sé, Amanda.
—Se metió en el coche mientras yo le gritaba que no lo hiciera. Todo el instituto me estaba mirando, pero me daba igual. Tabitha me apartó para que pudieran marcharse y la gente empezó a reírse.
Se humedeció los labios resecos.
—No se rieron a la mañana siguiente, cuando se enteraron de que los dos habían muerto de camino a casa. Empezaron a decir que yo era un bicho raro. Nadie quiso acercarse a mí en los tres años siguientes. Para ellos yo era la chica rara que veía cosas.
La ira brilló en los ojos de Amanda cuando lo miró.
—Dime, ¿qué tienen de bueno esos supuestos poderes si hacen que la gente me tenga miedo? ¿Por qué veo cosas si no las puedo cambiar? ¿Qué hay de bueno en eso?
Kirian no supo qué responder. Lo único que podía hacer era percibir el torbellino de sus emociones y su angustia.
—¿No lo entiendes? —prosiguió ella—. No quiero conocer el futuro si no puedo cambiarlo. Quiero ser normal —insistió con la voz rota al pronunciar la última palabra—. No quiero ser como Talon ni como mi abuela y tener a los muertos hablándome a todas horas. No quiero saber lo que estás sintiendo. Solo quiero vivir mi vida como el resto de la gente. ¿No lo has deseado nunca?
Cerrando los ojos ante la agonía sin fundamentos que le atenazaba el corazón, Kirian dejó de acariciar la suave piel de Amanda y se alejó de ella.
—Qué más da lo que yo desee…
Ella se sorprendió al ver la expresión de su rostro. Lo había herido de algún modo.
—Lo siento, Hunter. No pretendía…
—No pasa nada —le contestó muy despacio.
Se acercó a una silla y Amanda observó la fuerza con la que se agarraba al respaldo. Aunque luchaba con todas sus fuerzas por ocultar el dolor, ella lo distinguía con claridad.
—Tienes razón —le dijo por fin—. Hay ocasiones en las que echo de menos la sensación del sol en la cara. Echo de menos tantas cosas que ni siquiera podría enumerarlas. He aprendido que lo mejor que puedo hacer es no torturarme con esos recuerdos. —Levantó la mirada y el ardor que reflejaban sus ojos la abrasó—. Pero tenemos dones especiales. No podemos ser normales.
Amanda no quería oír esas palabras. Su corazón no podía resistirlo.
—Tal vez tú no puedas serlo. Pero yo sí. No permitiré que esos poderes regresen. Están muertos para mí.
Kirian soltó una carcajada amarga.
—Y tú me llamas testarudo…
—Hunter, por favor —rogó ella, odiándose por la agonía que traslucía su propia voz—. Lo único que deseo es volver atrás, despertarme por la mañana y descubrir que todo ha sido una pesadilla.
En ese momento sintió algo que la asustó. No fue más que un pequeño estremecimiento provocado por los poderes que él había mencionado. La sensación la recorrió de arriba abajo mientras escuchaba los pensamientos de Hunter: «Quieres decir que desearías no haberme conocido jamás».
Amanda se acercó a él.
—Hunter…
Él eludió su contacto y se aproximó a la encimera, donde había dejado el teléfono. Lo cogió y se lo ofreció.
—Llama a Tabitha y dile que se quede en casa de tu madre hasta el viernes. Puede entrar y salir durante el día, pero es esencial que permanezca en casa una vez que el sol se ponga.
—No le va a gustar nada.
La ira relampagueó en esos ojos negros.
—En ese caso, encárgate de que tu madre la ate. No estamos hablando de vampiros normales. Estos daimons han desatado algún tipo de poder extremadamente peligroso y hasta que Talon y yo descubramos de qué se trata, necesita ocultarse.
—Vale, haré lo que pueda.
Él asintió.
—Mientras hablas con ella, yo voy a cambiarme de ropa.
Amanda lo observó salir de la cocina con el alma en los pies. No quería separarse de él, ni siquiera durante el breve lapso necesario para que se cambiara. Sentía un peculiar impulso de seguirlo y ayudarlo a quitarse la ropa…
En lugar de hacerlo, marcó el número del móvil de Tabitha.
—¡Gracias a Dios que estás bien! —le dijo su hermana con voz llorosa—. La policía acaba de contarme lo de los incendios y sé que a esa hora sueles estar en casa.
Los ojos de Amanda volvieron a llenarse de lágrimas, pero se sobrepuso. Llorar no serviría de nada. Sus casas habían desaparecido y ni todas las lágrimas del mundo podrían devolvérselas. Lo más importante en esos momentos era que todos sobrevivieran a la ira de Desiderio.
—¿Cómo está Allison? —le preguntó en un intento de olvidar el miedo.
—Está bien. Su madre ya está en el hospital con ella. Yo estoy en el coche, de camino para verla. Nadie sabe qué ocurrió con Terminator.
—Está conmigo.
Tabitha soltó un suspiro de alivio.
—Gracias, hermanita. Te debo una. ¿Dónde estás?
Esa era la pregunta que Amanda había estado temiendo. A su hermana le iba a dar un ataque cuando se enterara.
—Mejor no te lo digo —contestó de forma evasiva.
Silencio.
Tabitha permaneció callada durante unos minutos y lo único que Amanda podía oír al otro lado de la línea era el ruido del tráfico.
¡Su hermana estaba tratando de leerle la mente!
¡Joder!
Tabitha exclamó al mismo tiempo que Amanda lo hacía mentalmente:
—Estás otra vez con ese vampiro, ¿verdad?
Amanda hizo una mueca. ¿Cómo se le decía a una hermana, una cazadora de vampiros, que había perdido la cabeza por un vampiro y que pensaba pasar la noche en su casa?
No había modo de suavizarlo.
Con un suspiro, trató de encontrar una forma de explicarlo.
—No es un vampiro… exactamente. Se parece a ti.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Tabitha—. ¿En qué sentido? ¿Tiene tetas? ¿Tiene novio? ¿O es que le gusta ir matando por ahí?
Amanda apretó los dientes.
—Tabitha Lane Devereaux, no seas tan imbécil. Sé que a ti no te gusta «ir matando por ahí» y no tengo ganas de jugar a los interrogatorios contigo. El tío que me atacó en tu casa es aterrador y no creas que se parece a esos tipos con los que vosotros soléis jugar. Este es diferente. Hunter quiere que te quedes en casa y yo estoy de acuerdo con él.
—¿Hunter? ¿Es el mismo necrófago chupasangre que me amenazó con matarte?
—No lo decía en serio.
—¿De verdad? ¿Estarías dispuesta a jugarte la vida?
—Me juego la tuya y la mía.
—Estás como una puta cabra, ¿lo sabías?
—Cuidadito con esa boca, señorita. Al contrario que tú, sé lo que estoy haciendo. Confío en Hunter. Y el tal Desiderio es un demonio. Es tan malo como Aníbal Lecter.
Amanda se imaginaba a su hermana poniendo los ojos en blanco mientras soltaba un resoplido de fastidio.
—Ninguno de los dos me da miedo.
—Pues puede que te viniera bien aprender lo que es el miedo. Yo estoy aterrorizada.
—Y entonces, ¿por qué no vienes a casa donde podemos protegerte?
Porque quiero quedarme con Hunter.
No supo muy bien de dónde había salido esa idea, pero tampoco iba a negarlo. Con él se sentía segura y protegida.
Hunter se había ofrecido a llevarla a cualquier otro sitio. Y sabía que la dejaría marchar si se lo pedía, pero…
No quería hacerlo.
Sin embargo, no se atrevía a decírselo a Tabitha. Las cosas ya estaban bastante tensas entre ellas, así que le ofreció la única excusa que se le ocurrió:
—No puedo ir a casa. Al menos mientras esta criatura vaya detrás de mí.
Tabitha soltó otro taco.
—¿Cómo sabes que el tal Hunter no te mantiene a su lado con algún tipo de control mental?
Amanda se echó a reír al recordar lo que Hunter le había dicho en la fábrica.
—Porque, al igual que tú, soy demasiado obstinada para que funcione. Además, es amigo de Julian Alexander. Confías en Julian y Grace, ¿no es cierto?
—Sí, claro, por supuesto.
—En ese caso, confía en su amigo.
—Vale —concedió Tabitha de mala gana—. Pero mi confianza pende de un hilo. No quiero que te pase nada.
—Lo mismo digo. Hunter dice que estarás a salvo mientras haya luz, pero debes asegurarte de estar en casa de mamá al anochecer y quedarte allí. De hecho, no creo que debas ir al hospital. Tendrías que irte directamente a casa de mamá.
—Allison es mi mejor amiga, tengo que ir a verla.
—¿Y si los llevas hasta ella? Por lo que sabemos, también te vigilan a ti.
Tabitha gruñó.
—Esto no me gusta. No me gusta nada, pero bueno… Tienes razón. No quiero conducirlos hasta Allison. Mamá puede hacerse cargo de cualquier cosa. Daré la vuelta en la siguiente calle y me iré a pasar la noche a su casa. Llámame si necesitas algo.
—Lo haré.
Amanda colgó el teléfono y cogió el plato que Hunter había dejado sobre la encimera. Lo llevó hasta la mesita situada delante del enorme ventanal y echó un vistazo al hermoso patio de estilo antiguo que se abría en la parte trasera de la casa. No le faltaba ningún detalle: el enrejado para los rosales trepadores, las estatuas griegas y los setos podados de forma artística. El lugar estaba iluminado por unos antiguos candiles cuya fantasmagórica luz se reflejaba sobre los muros de estuco blanco.
Estuvo sentada unos minutos a solas hasta que Hunter regresó. Se había puesto una camiseta negra de manga larga que le marcaba los anchos hombros. Como llevaba las mangas alzadas, Amanda pudo echar un vistazo al feo corte que tenía en el antebrazo.
—¿Eso es un mordisco del daimon o un navajazo?
Hunter miró la herida al tiempo que tomaba asiento frente a ella.
—Un mordisco.
Amanda se quedó helada.
—Tienes que curártelo, ¿no?
—No. Mañana estará curado por completo.
—Sí, pero ¿no se supone que así te conviertes en vampiro, con un mordisco?
Kirian soltó una carcajada y la miró con una chispa de humor en los ojos.
—Técnicamente, ya soy un vampiro. Y con respecto a la transformación, es imposible a menos que seas un apolita.
—Entonces, ¿no pueden convertir a los humanos mediante un mordisco?
—Eso es un cuento de niños.
Amanda reflexionó unos instantes.
—¿Y de dónde provienen todas estas nociones infundadas sobre los vampiros?
Kirian probó la comida de su plato y bebió antes de responderle.
—En su mayoría, de campesinos asustados. Desde el día en que la Atlántida desapareció bajo las aguas del océano, los apolitas y los daimons se han visto perseguidos. Hubo una época en la que todas las ciudades-estado de Grecia conocían y reverenciaban a los Cazadores Oscuros. Sin embargo, con el paso del tiempo nos hicimos cada vez más solitarios y nos olvidaron; nos convertimos en los protagonistas de mitos y leyendas. A Aquerón y al resto les pareció mejor así. Ash llegó incluso al extremo de localizar y reunir todos los escritos de la Antigüedad que nos mencionaban con el fin de ocultarlos.
—¿Aquerón? —preguntó ella mientras cortaba un trozo de pollo—. Es la segunda vez que lo mencionas. ¿Quién es?
—El primer Cazador Oscuro elegido por Artemisa.
—¿Y aún está vivo?
—Claro. Creo que esta semana está en California.
Amanda lo miró con una ceja arqueada.
Hunter sonrió.
—Cambia de residencia cada pocos días.
—¿Cómo? ¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que cuando se tienen once mil años todo acaba por aburrirte. Y con respecto al cómo, tiene un helicóptero fabricado especialmente para él capaz de romper la barrera del sonido.
Amanda asimiló las noticias y trató de imaginarse el aspecto del Cazador Oscuro más antiguo. Por algún motivo, le vino a la mente Yoda. Un pequeño anciano de piel gris verdosa que caminaba encorvado y que iluminaba a los demás con inconexas palabras de sabiduría.
—¿Lo conoces? —le preguntó ella.
Kirian asintió.
—Todos lo conocemos. Es él quien entrena a todos los nuevos Cazadores Oscuros y podría decirse que es nuestro líder no oficial. También existe la teoría de que es el ejecutor a quien los dioses recurren cuando uno de nosotros cruza la línea.
A Amanda no le hizo ninguna gracia cómo sonaba aquello.
—¿Cruzar la línea en qué sentido?
—Pues en primer lugar, atacando a los humanos. Tenemos un Código de Conducta que debemos seguir a rajatabla: no podemos revelar nuestros poderes a la gente, no podemos asociarnos ni con los apolitas ni con los daimons, etcétera, etcétera.
Resultaba extrañamente alentador saber que tenían un código, pero también asustaba bastante pensar que uno de esos chicos se volviera malo con los poderes que poseían.
—Si os está prohibido haceros daño unos a otros y cada vez que os reunís vuestros poderes se debilitan, ¿cómo puede Aquerón ser un ejecutor?
—Él no debilita nuestros poderes —le explicó antes de dar un sorbo al vino—. Ash fue el conejillo de Indias de los Cazadores Oscuros. Puesto que fue el primero, los dioses no habían perfeccionado mucho el sistema y por eso sufrió… digamos… unos peculiares efectos secundarios.
Después de oír eso, Amanda se imaginó una forma de vida mutante. Un Cazador Oscuro diminuto, jorobado y que ceceaba al hablar.
—¿Y cuántos Cazadores Oscuros hay? —preguntó.
—Miles.
La joven se quedó boquiabierta.
—¿En serio?
Por la mirada que le dedicó Hunter, supo que era verdad.
—Y ¿cada cuánto tiempo se crea uno nuevo?
—No muy a menudo —respondió él en voz baja—. La mayoría llevamos por aquí bastante tiempo…
—¡Vaya! —exclamó—. Entonces, si Aquerón es el más viejo, ¿quién es el más joven?
Kirian frunció el ceño mientras pensaba la respuesta.
—Ahora mismo diría que Tristan, Diana o Sundown[2], pero tendría que consultarlo con Aquerón.
—¿Sundown? ¿Eso es un apodo o es que su madre no lo quería mucho?
Kirian soltó una carcajada.
—Era un pistolero y ese era el nombre con el que se le conocía en los carteles de búsqueda. Las autoridades afirmaban que sus mejores trabajos los hacía cuando caía el sol.
—Vale —dijo Amanda con lentitud. Después de eso se imaginaba a un personaje del estilo de Wild Bill Hickok, con las piernas arqueadas, barba desaseada y que mascaba tabaco—. Ya veo que los Cazadores Oscuros no erais precisamente comerciantes ni…
—¿Tipos decentes que acataran la ley?
Ella sonrió.
—No pretendía insinuar que fueras indecente, pero sabes muy bien lo que quería decir.
Kirian le devolvió la sonrisa. «Indecente» era un término que se ajustaba a la perfección al tipo de pensamientos que cruzaban su mente cada vez que miraba a su invitada.
—Se requiere cierta apariencia y carácter para llegar a convertirse en un Cazador Oscuro. Artemisa no está dispuesta a malgastar su tiempo, ni el nuestro, eligiendo a alguien que sea incapaz de matar. Supongo que podría decirse que somos malos, irreflexivos e inmortales.
La sonrisa de Amanda se ensanchó y en su mejilla derecha apareció un hoyuelo. Qué extraño que no lo hubiese notado antes.
—Malos e inmortales no te lo discuto, pero ¿de verdad sois irreflexivos?
—Si te refieres a si estamos locos, ¿tú qué opinas al respecto?
Los ojos de Amanda brillaron con picardía.
—Que en tu caso es completamente cierto. Pero ¿sabes lo que te digo? Que me gusta eso de ti. Me encanta esa forma de ser tan impredecible.
Kirian no estaba muy seguro de a quién de los dos había sorprendido más aquella inesperada confesión. Amanda apartó con rapidez la mirada; se había puesto roja como un tomate.
«Le gustas…», pensó Kirian.
Esas palabras evocaron una juvenil reacción en su interior. Sentía el extraño impulso de salir corriendo y gritarle al primero que se encontrara: «¡Le gusto, le gusto!».
¡Por todos los dioses del Olimpo! ¿Qué le estaba pasando?
Tenía dos mil años. Hacía mucho, mucho tiempo que había dejado atrás la edad propia de semejante comportamiento.
Sin embargo, era inútil negar la satisfacción y la felicidad que lo embargaban.
Un incómodo silencio cayó entre ellos mientras cenaban. Al tiempo, Amanda se esforzaba por no pensar en su hogar. En todo lo que había perdido. Ya se enfrentaría a eso por la mañana. Por el momento, solo quería sobrevivir a la noche que tenía por delante.
—Tabitha va a quedarse en casa —le dijo a Hunter mientras observaba cómo él llevaba su plato al fregadero y lo enjuagaba.
—Bien.
—¿Sabes? —dijo en voz baja—. Aún no me has contado cómo sabías tantas cosas sobre mi hermana la noche que nos conocimos.
Él dejó el plato y los cubiertos en el lavavajillas.
—Talon y Tabitha tienen un amigo en común.
Amanda abrió los ojos de par en par. Un topo… quién lo habría imaginado.
—¿Uno de los integrantes del Circo de Tabitha?
Él asintió.
—¿Quién?
—Puesto que esa persona recaba información para nosotros, no tengo intención de decirte quién es.
Amanda se echó a reír, entrecerró los ojos y trató de imaginarse quién podía ser.
—Te apuesto lo que quieras a que es Gary.
—No pienso decir nada.
Era un asunto intrigante, pero no tanto como el Cazador Oscuro que tenía delante. Con un suspiro, continuó comiendo y echó un vistazo a la bien equipada cocina mientras Kirian guardaba la comida. Había una encimera de mármol donde desayunar que recordaba vagamente a un templo griego y que servía para separar la mesa a la que ella estaba sentada del resto de la estancia. Había tres taburetes altos colocados junto a la encimera.
Todo parecía nuevo, limpio y enorme.
—Es una casa muy grande para una sola persona. ¿Hace mucho que vives aquí?
—Poco más de cien años.
Amanda estuvo a punto de atragantarse.
—¿Lo dices en serio?
—No me apetece mudarme; me gusta Nueva Orleans.
Ella se puso en pie y le dio el plato.
—Has echado raíces, ¿verdad? ¿Dónde viviste antes?
—Estuve una temporada en París —respondió al tiempo que dejaba el plato sobre la encimera—. También en Ginebra, Londres, Barcelona, Hamburgo y Atenas. Antes de establecerme en esos lugares me dedicaba a vagar por ahí.
Amanda observó el rostro de Hunter mientras hablaba. No había modo de saber lo que le pasaba por la cabeza. Estaba ocultando sus sentimientos y se preguntaba si existiría alguna forma de resquebrajar su coraza.
—Me da la sensación de que has estado muy solo.
—No ha sido tan malo. —Ni una mueca.
—¿Hiciste amigos en esos lugares?
—A decir verdad, no. He tenido unos cuantos escuderos a lo largo de los siglos pero por lo general prefiero la soledad.
—¿Escuderos? —le preguntó. Qué cosa más rara—. ¿Como los que había en la Edad Media?
—Algo parecido. —Hunter la miró, pero no explicó nada más—. ¿Y tú? ¿Has vivido aquí toda tu vida?
—Nacida y crecida aquí. Mis abuelos maternos llegaron desde Rumanía durante la Depresión y la familia de mi padre era de origen cajún y se dedicaba a la agricultura.
Él rió al escucharla.
—He conocido a un montón de ellos.
—Puesto que llevas más de cien años viviendo aquí, me parece de lo más normal.
Amanda reflexionó acerca de la vida que habría llevado Hunter. Todos esos siglos de soledad, siendo testigo de la muerte de las personas a la que apreciaba, viéndolos envejecer mientras él permanecía igual… Debía de haber sido muy duro. Pero a la vez estaba segura de que su vida habría tenido unas cuantas ventajas.
—¿Qué se siente sabiendo que vas vivir para siempre?
Él se encogió de hombros.
—Si te soy sincero, hace mucho tiempo que dejé de pensar en eso. Supongo que, como el resto de la humanidad, me limito a levantarme, hacer mi trabajo y volver a la cama.
Hunter hacía que pareciera muy sencillo. Sin embargo, Amanda percibía algo más en él: una profunda tristeza. Vivir sin sueños debía de ser muy doloroso. El espíritu humano siempre necesitaba objetivos por los que luchar, y a ella no le parecía que matar daimons fuese un verdadero objetivo.
Desvió la mirada hasta la encimera y trató de imaginarse al hombre que Hunter fue una vez. Julian le había dicho que solían beber hasta emborracharse después de una batalla y que Kirian siempre había deseado tener hijos.
Peor aún, recordaba la expresión de su rostro mientras abrazaba a Vanessa.
—¿Has tenido algún hijo?
Por un instante, sus ojos reflejaron un intenso dolor antes de que recuperara su impasibilidad.
—No, los Cazadores Oscuros somos estériles.
—Así que eres impotente…
Hunter soltó un bufido de indignación y clavó la mirada en ella.
—Claro que no. Puedo mantener relaciones sexuales, pero no puedo tener descendencia.
—¡Ah! —Amanda arrugó la nariz de forma traviesa y trató de aligerar la conversación—. No debería haber hecho una pregunta tan personal. Lo siento.
—No pasa nada.
Mientras ponía en marcha el lavavajillas, le preguntó:
—¿Te gustaría dar una vuelta por la casa?
—¿Casa? —preguntó ella, alzando una ceja con incredulidad—. Si esto es una casa, yo vivo en una choza. —Se quedó sin respiración al recordar que ya no tenía hogar. Se aclaró la garganta e intentó alejar esos pensamientos—. Sí —respondió en voz baja—. Me encantaría verla.
A través de la puerta que había a la izquierda, Hunter la condujo hasta un gigantesco salón. Las paredes, molduras y medallones gozaban de la maravillosa elegancia y la gracia de las cosas antiguas, pero los muebles eran actuales y muy modernos.
La estancia estaba decorada para resultar cómoda, no para impresionar a las visitas. De cualquier forma, Amanda suponía que los vampiros no tenían muchos invitados a los que agasajar…
En una de las paredes se había instalado un equipo completo de imagen y sonido JVC, con una enorme pantalla de televisión, un sistema de vídeo y un reproductor de DVD.
Aunque había lámparas por toda la estancia, la luz provenía de las velas de tres vistosos candelabros de pared.
—No te gustan mucho las bombillas, ¿verdad? —le preguntó a Hunter mientras lo observaba encender más velas.
—No —le contestó—. La luz es demasiado intensa para mis ojos.
—¿Te hace daño?
El hombre asintió.
—Los ojos de los Cazadores Oscuros han sido creados para ver en la oscuridad. Nuestras pupilas son más grandes que las de los humanos y no se dilatan del mismo modo. Como resultado, dejan pasar mucha más luz.
Mientras lo escuchaba, Amanda observó que las ventanas que se alzaban desde el suelo hasta el techo estaban cubiertas con cortinas negras que debían de impedir que la luz del sol penetrara en la casa.
Rodeó un sofá negro de piel y se quedó plantada en el sitio.
¡Había un ataúd delante de los sillones!
—¿Eso es…? —Fue incapaz de acabar la pregunta. No con la espeluznante imagen de Hunter durmiendo ahí dentro todos los días.
Él echó un vistazo al objeto antes de enfrentar con total tranquilidad la mirada horrorizada de Amanda.
—Sí —contestó con voz neutra—, es un ataúd. Es mi… mesita de café. —Se acercó a ella, levantó la tapa y cogió un mando a distancia—. Toma, por si te apetece ver la televisión mañana.
Amanda sacudió la cabeza. Una vez recuperada de la impresión, observó que había toda clase de pequeñas excentricidades vampíricas esparcidas por la habitación. Estatuillas, pequeñas ballestas e incluso una baraja de tarot sobre la repisa de la chimenea.
—Nick cree que es gracioso —le explicó Hunter mientras ella cogía la baraja—. Cada vez que encuentra algo relacionado con vampiros, lo trae y lo deja aquí para que yo lo vea.
—¿Y eso te molesta?
—No, es un buen chico… casi siempre.
A medida que atravesaban las dependencias de la antigua mansión, Amanda comenzó a perderse.
—Pero ¿cuántas habitaciones tiene este lugar? —preguntó cuando entraron en una sala de juegos.
—Hay doce dormitorios y tiene algo más de seiscientos metros cuadrados.
—¡Dios santo! He estado en centros comerciales más pequeños.
Él soltó una carcajada.
En el centro de la habitación había una mesa de billar tallada, además de una colección de máquinas de videojuegos y una gran pantalla de televisión con un arsenal completo de videoconsolas alineadas sobre una mesita de café que había delante. Sin embargo, lo que más la sorprendió fueron unos guantes de béisbol y una pelota que estaban sobre una mesa plegable en uno de los rincones de la habitación. Amanda se acercó a verlos.
—Algunas noches Nick y yo nos lanzamos unas cuantas bolas —explicó él.
—¿Por qué?
Hunter se encogió de hombros.
—Me ayuda a despejar la cabeza cuando estoy en un aprieto.
—¿Y a Nick no le importa?
La pregunta le arrancó una carcajada.
—A Nick le importa todo. No recuerdo ni una sola vez que le haya pedido algo sin tener que escuchar sus quejas después.
—Entonces, ¿por qué dejas que siga trabajando para ti?
—Soy masoquista.
En esa ocasión, le tocó reír a Amanda.
—Me encantaría conocer al tal Nick.
—Lo conocerás mañana, sin duda.
—¿De verdad?
Él asintió.
—Si necesitas cualquier cosa, pídesela y él te la conseguirá. Si te ofende en lo más mínimo, házmelo saber y lo mataré en cuanto me levante.
Algo en su tono de voz hizo pensar a Amanda que tal vez no se tratara de una falsa amenaza.
Hunter abrió las enormes puertas francesas y la hizo pasar a un atrio acristalado. El techo estaba muy limpio y dejaba ver los millares de estrellas que brillaban en el cielo mientras los pasos de ambos resonaban sobre las baldosas del suelo.
—Esto es precioso.
—Gracias.
Amanda se acercó a una enorme escultura que presidía el centro de la estancia y que representaba a tres mujeres jóvenes. Era absolutamente sobrecogedora. La más joven de las muchachas estaba tumbada de costado con un pergamino entre las manos mientras que las otras dos se apoyaban la una en la espalda de la otra. Una de ellas sostenía una lira y la otra parecía estar cantando. Pero lo que a Amanda le resultó más sorprendente fue la forma en que se había aplicado el color sobre la piedra. Parecían reales y todas ellas tenían un asombroso parecido con Hunter.
—¿Es griega? —le preguntó.
Una mirada apenada ensombreció el rostro de Hunter cuando asintió.
—Eran mis hermanas.
Con el corazón en un puño, Amanda las observó con más atención.
Hunter acarició con ternura el brazo de la chica que sostenía el pergamino. Frunció un poco el ceño mientras estudiaba la estatua a tamaño real de la joven, que no tendría más de dieciocho años. El peplo azul hacía juego con sus ojos.
—Altea era la más joven de los cuatro —le explicó con voz ronca—. Era callada, tímida y tartamudeaba de un modo muy gracioso cuando se ponía nerviosa. Por los dioses, ella lo odiaba, pero a mí me parecía muy tierno. Diana —dijo señalando la chica que portaba la lira y que iba vestida de rojo—, era dos años mayor que yo y tenía el carácter de una arpía. Mi padre solía decir que nos parecíamos demasiado y que por eso no nos llevábamos bien. Y Fedra era un año más joven que yo y cantaba como los ángeles.
Amanda observó a la muchacha vestida de amarillo.
Las tres compartían una elegancia y una delicadeza muy especiales. El escultor las había representado como si estuviesen en movimiento. Incluso los pliegues de los peplos parecían reales y exquisitos. Nunca había visto una maestría igual en una escultura. La representación era tan realista que casi esperaba que una de ellas empezara a hablar en cualquier momento.
No era de extrañar que Hunter estuviera tan afectado.
—Las querías mucho.
Él asintió.
—¿Qué les sucedió?
Hunter se alejó un poco.
—Se casaron y tuvieron una vida larga y feliz. Diana le puso mi nombre a su primer hijo.
Una débil sonrisa se dibujó en los labios de Amanda al pensar que la hermana que peor se había llevado con él hubiese hecho tal cosa. Ese detalle decía mucho de la relación que habían compartido. Observando a las jóvenes, recordó lo que él le había contado sobre Altea en el coche: la muchacha de largo cabello rubio y ondulado se había rapado la cabeza al enterarse de la muerte de su hermano. Debían de haberlo querido tanto como él a ellas.
—¿Qué dijeron sobre tu transformación en Cazador Oscuro?
Hunter se aclaró la garganta.
—Nunca lo supieron. Para ellas, yo estaba muerto.
—Entonces, ¿cómo es que sabes tanto sobre…?
—Podía escucharlas mientras vivieron. Sentirlas. Del mismo modo en que tú puedes abrir tu corazón a Tabitha y saber si está preocupada.
Ella se tensó al escucharlo.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya te lo he dicho, puedo percibir tus poderes.
Un escalofrío le recorrió la espalda y Amanda se preguntó si podría ocultarle algo.
—Eres un hombre aterrador.
Una extraña luz ensombreció aún más su mirada.
—No soy un hombre. Dejé atrás mi humanidad al morir.
Quizás él lo creyera así, pero Amanda sabía que no era cierto. Tal vez no tuviese alma, pero era un hombre de buen corazón y era humano.
—¿Por qué accediste a convertirte en Cazador Oscuro a pesar de que nunca te vengaste de Zeone?
—En ese momento me pareció una buena idea.
Con esas palabras, Amanda sintió que algo se derretía en su interior. Tal vez fuese la soledad que se filtraba en su voz o la resignación que mostraban sus ojos. No podía decirlo con certeza, pero sabía que sería incapaz de regresar a su antigua vida y olvidar a ese hombre.
Había sido testigo de su bondad. De su dolor. Y que Dios la ayudara; cuanto más sabía de él, más lo deseaba.
Lo deseaba de un modo que iba más allá de todo razonamiento. Apenas se conocían y aun así había un vínculo entre ellos.
Observó los atormentados ojos oscuros que la miraban con pasión y deseo. Él era lo que su madre llamaba «la otra mitad». Esa era la expresión que su madre usaba para describir a su padre. Selena también la usaba para referirse a Bill.
Por primera vez en su vida, Amanda comprendía su significado. Y tras haber encontrado a su otra mitad, no estaba dispuesta a dejarla escapar.
Al menos sin luchar.
Ajeno a los pensamientos de Amanda, Hunter se dio la vuelta y la instó a regresar a la casa. La acompañó a una suite situada en la planta baja.
—Puedes pasar la noche aquí. Te traeré algo más cómodo para dormir.
Amanda vagó alrededor de la suntuosa habitación. La enorme cama tallada parecía recién sacada de una película antigua. El color verde oscuro de las paredes habría hecho parecer diminuta cualquier habitación, pero en un lugar tan espacioso, el efecto era sorprendente: le daba una apariencia cálida y acogedora.
Hunter regresó unos minutos más tarde con una camiseta negra y unos pantalones de deporte que se la tragarían entera.
—Gracias —le dijo al tiempo que cogía la ropa.
Él se quedó frente a ella, inmóvil, mirándola a los ojos.
Para sorpresa de Amanda, alzó la mano y le recorrió el mentón con un dedo, erizándole la piel con el suave roce de la uña. La joven intuyó que deseaba besarla y se sorprendió al comprender lo mucho que deseaba que lo hiciera.
Pero no la besó. Se limitó a observarla con esos voraces ojos oscuros.
Acto seguido, deslizó el pulgar por sus labios y Amanda reprimió a duras penas el gemido que despertaba semejante caricia. Su fragancia. El aire que los separaba estaba cargado de tensión. De deseo y anhelo recíprocos. La intensidad de esos sentimientos le robaba el aliento y hacía que se sintiera débil y poderosa a un tiempo.
Justo cuando pensaba que iba a besarla, Hunter se apartó.
—Buenas noches, Amanda.
Con el corazón desbocado, ella lo observó mientras se alejaba.
Kirian se maldijo a sí mismo con cada paso que lo acercaba a su despacho. Debería haberla besado. Debería…
No. Había hecho lo correcto. Jamás podría haber algo entre ellos. Los Cazadores Oscuros podían tener una aventura de unas cuantas noches con una mujer, pero les estaba prohibido comprometerse en una relación seria. Era demasiado arriesgado.
Las mujeres se convertían en objetivos de los daimons y eso suponía un punto débil para los Cazadores. Las relaciones sentimentales los volvían más precavidos y, en ese trabajo, la prudencia conducía a la muerte.
Nunca se había preocupado por eso con anterioridad.
Esa noche, el dolor era tan fuerte que estaba a punto de acabar con él.
Odiaba esos sentimientos que albergaba en su interior. Odiaba la necesidad que Amanda despertaba en él. Hacía mucho tiempo que había desterrado todas sus emociones y prefería vivir de ese modo. Era una especie de capullo que lo mantenía a salvo de cualquier tipo de confusión.
—Tengo que sacármela de la cabeza.
Entró en el despacho y se conectó a la web de los Cazadores Oscuros, Dark-Hunter.com.
Su programa de mensajería instantánea parpadeaba por los mensajes que llegaban y, como siempre, su correo electrónico estaba lleno de notas de otros Cazadores Oscuros. La tecnología era algo maravilloso. Poder comunicarse de ese modo era un regalo de los dioses. Hacía que las largas noches fuesen más soportables y les permitía intercambiar información importante.
Se sentó en el sillón de cuero negro e hizo un doble clic en el icono que parpadeaba. Era Aquerón.
«Nick ha llamado. Dice que Desiderio te ha pateado el culo. ¿Estás bien?»
Kirian apretó los dientes y tecleó la respuesta.
«Voy a matarlo por esto. Estoy bien. Desiderio se ha escondido en una madriguera. ¿Qué sabes de él?»
«Fue el que eliminó a Cromley hace unos años, así que te estás enfrentando a unos poderes nada despreciables. He hablado con el escudero de Cromley y me ha dicho que Desiderio se lo pasó en grande volviéndolo loco. Mejor no comentar cómo lo mató. Personalmente, me gustaría que el tal D viniera a por mí. Necesito una buena pareja de baile. Mis daimons cojean.»
Kirian se echó a reír ante el despliegue de humor de Ash. El hombre carecía de paciencia con los daimons lerdos.
«Talon dice que usan descargas astrales. ¿Te has encontrado con algo así alguna vez?»
«Con mis once mil años, puedo decirte con toda franqueza que… joder, no. Es la primera vez. He hablado con los Oráculos y ahora mismo están consultando a las Moiras. Pero ya sabes cómo son. Estoy seguro de que nos saldrán con algo como: “Cuando el cielo verde esté y el negro cubra de la tierra su faz, un ataque de los daimons os sorprenderá. Si queréis al que tiene el poder capturar, algo especial tendréis que hallar”, o alguna basura por el estilo. Odio a los Oráculos. Si quisiera ejercitar la mente, me compraría un cubo de Rubik.»
«No sé, Ash, se te dan bastante bien esos acertijos. ¿Estás seguro de que no quieres convertirte en Oráculo?»
«Imagínate esto, general: tengo el dedo corazón completamente extendido y apuntando hacia ti. Ahora, déjame trabajar. Tengo daimons que perseguir, Cazadores con los que pelearme y mujeres que seducir. Luego hablamos.»
Sin muchas ganas de mantener otra conversación, Kirian abandonó la web y abrió el correo, pero tampoco le apetecía leer los mensajes.
Lo que quería estaba más allá de su alcance.
En contra de su voluntad, cruzó lentamente el pasillo y bajó la escalera.
Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, se descubrió junto a la habitación de Amanda. Apoyó la mano sobre la oscura madera de la puerta y extendió los dedos mientras cerraba los ojos. Podía verla sentada en la cama. Se había puesto su camiseta negra, que dejaba a la vista sus largas piernas.
Un torrente de fuego comenzó a palpitar en sus venas. Sentía el dolor de Amanda por la pérdida de su hogar; el miedo ante la posibilidad de que Desiderio hiciera daño a su hermana; la preocupación por Allison, la compañera de Tabitha.
Y lo que era peor, percibía las lágrimas que se esforzaba por contener. Era tan fuerte, tan resuelta… Jamás había conocido a una mujer igual.
El sueño que lo había despertado por la mañana volvió a su mente. Aún podía sentirla entre sus brazos.
«Te deseo.»
Habría dado cualquier cosa porque esas palabras fuesen una realidad y Amanda lo mirara con ganas de devorarlo.
En ese preciso momento, lo único que quería era tirar la puerta abajo de una patada y hacerle el amor. Sentir sus caricias. Dejar que lo abrazara.
Que le diera la bienvenida.
Pero no podía ser.
Con el corazón en un puño, se obligó a marcharse.
Tenía trabajo que hacer.
Amanda echó un vistazo al reloj: las doce y media. Por regla general, a esa hora estaba dormida como un tronco. Sin embargo, para Hunter la noche aún sería joven.
Comenzó a preguntarse qué haría él a esas horas de la madrugada. A buen seguro, no se dedicaría todas las noches a matar daimons. No podría haber tantos… ¿o sí?
Antes de darse cuenta de lo que hacía, salió de la cama y comenzó a vagar por la enorme casa. No sabía dónde estaba Hunter. No se había molestado en mostrarle su habitación cuando le enseñó la casa.
No obstante, el instinto le decía que debía de estar en la planta alta. Probablemente, tan lejos de la suya como fuera posible.
Estaba a mitad de la escalera cuando escuchó un ruido extraño en el patio. Una especie de silbido.
Dio la vuelta y se encaminó hacia la sala de juegos. No había ninguna luz encendida, aunque la luna y las estrellas eran tan brillantes que pudo distinguir sin problemas una figura oscura en el atrio. Su primer impulso fue llamar a Hunter, pero se detuvo antes de hacerlo.
Había algo muy familiar en aquella silueta. Se acercó un poco más a las puertas francesas y reconoció a Terminator y a Hunter. Llevaba una camiseta de manga corta y unos pantalones de deporte y estaba lanzando la pelota de béisbol a una especie de red que se la devolvía.
En cuanto tiraba la bola, Terminator salía a buscarla a la carrera y después regresaba de nuevo junto a Hunter.
La escena le arrancó una sonrisa. El hombre le dio unas palmaditas al perro y volvió a lanzar la bola.
Hizo un intento de alejarse de allí, pero le resultó imposible. En lugar de regresar a la habitación, abrió las cristaleras.
Hunter se giró de inmediato. La bola que había quedado olvidada en pleno lanzamiento rebotó en la red y le dio en la cabeza. Soltó un siseo de dolor mientras se frotaba el lugar del impacto y Terminator se marchaba en persecución de la pelota.
—¿Necesitas algo? —le preguntó él con brusquedad.
Que me beses, pensó Amanda.
Tragó saliva con fuerza.
—No, nada. Es que no sabía dónde estabas.
—Pues ya lo sabes.
Su voz volvía a ser gélida. El Hunter que estaba frente a ella no era el que la había acompañado hacía poco rato. El que tenía delante era el Cazador Oscuro que había despertado en la fábrica encadenado a ella. Cauteloso. Distante.
Y le estaba rompiendo el corazón. No se trataba de que estuviera enfadado por el golpe de la bola en la cabeza, no. Ella sabía que había vuelto a alzar las barreras. Quería mantenerla alejada.
Captando la indirecta, asintió.
—Sí, ya. Buenas noches.
Kirian la observó mientras se alejaba. Le había hecho daño. Lo sabía, lo sentía y se odiaba a sí mismo por ello.
Llámala, le dijo una voz en su cabeza.
¿Para qué?
Jamás podría haber algo entre ellos. Ni siquiera una simple amistad.
Apretando la mandíbula, regresó al ejercicio. Trataría de pensar en Desiderio. Intentaría atraer al daimon hasta ponerlo a su alcance.
Era inútil.
Amanda seguía con él. Era su rostro lo que veía si cerraba los ojos. Era su aroma lo que impregnaba sus sentidos.
Acabaría muerto si no se la sacaba de la cabeza. Y si él moría, Desiderio iría tras ella.
Con un gruñido, volvió a arrojar la bola contra la red. Cuando la pelota rebotó, saltó y alzó el brazo para cogerla de nuevo pero, antes de rozarla, sintió un dolor intenso y agudo en la cabeza.
Lanzó una maldición y trató de aliviar el dolor presionando la palma de la mano sobre el ojo derecho. Mientras se esforzaba por recuperarse, lo asaltó una visión.
Desiderio.
A medida que la imagen cobraba fuerza, se quedó petrificado. Con una sorprende nitidez, vio cómo Desiderio lo mataba.
Y escuchó los sollozos de Amanda.