—Esto sí que es una putada —dijo Hunter con voz serena mientras se quitaba las gafas de sol y las guardaba en el bolsillo del abrigo. Sus movimientos eran deliberadamente lentos y Amanda supo que esa era su forma de comunicarle a Desiderio que no lo consideraba una amenaza—. Aquí estoy, intentando besar a mi chica y tienes que venir tú a interrumpirnos. ¿Qué pasa? ¿Te criaste en un establo?
Con una calma que dejó pasmada a Amanda, Hunter se dio la vuelta para enfrentarse a Desiderio.
—Y ya que estamos, toca a la chica… o al Lamborghini, y eres hombre muerto.
Desiderio salió de entre las sombras y se detuvo bajo un círculo de luz de luna. El contraste con la luz amarillenta de las farolas que tenía detrás y que lo iluminaba desde un ángulo extraño le confería una apariencia siniestra, a pesar de su belleza angelical.
—Bonito coche el tuyo, Cazador Oscuro —dijo Desiderio—. Gracias a él, resulta de lo más sencillo seguirte la pista. Y con respecto a tu amenaza, ya estoy muerto. —Sus hermosos labios se curvaron en una sonrisa burlona—. Igual que tú.
Vestido con un elegante traje azul de rayas, Desiderio tenía toda la apariencia de un modelo de primera línea. Con la piel dorada, sin imperfecciones, y el cabello rubio de un tono ligeramente más claro que el de Hunter, era tan guapo que casi parecía irreal.
No aparentaba tener más de veinticinco años. Un hombre en el apogeo de su magnetismo sexual y de sus fuerzas.
Amanda tragó saliva al sentir que el miedo se apoderaba de ella y un escalofrío le recorría la espalda.
Había algo insidioso en que un hombre tan perverso tuviera una apariencia tan sublime. La única indicación de su verdadera naturaleza eran los dos largos colmillos que él no se molestó en ocultar cuando comenzó a hablar.
—Casi me da pena matarte, Cazador Oscuro. Tienes un divertido sentido del humor, cosa que no podía decirse del resto de Cazadores a los que he vencido.
—Bueno, se hace lo que se puede —dijo Hunter al tiempo que se colocaba entre Desiderio y Amanda—. Y ahora, ¿por qué no haces esto un poco más interesante y dejas que la mujer se vaya?
—No.
Los atacaron de improviso.
Amanda escuchó un fuerte chasquido metálico.
Agarrando la muñeca que la mantenía unida a él con el fin de no hacerle daño durante la pelea, Hunter golpeó al primer vampiro rubio con la punta de la bota. Cuando vio que el vampiro se desintegraba en el aire dejando una nube de polvo, Amanda se dio cuenta de que el chasquido lo había producido la hoja retráctil que Hunter llevaba oculta en la bota.
Al instante, el arma volvió a su escondite.
Con un movimiento que parecía sacado de una película de Hollywood, Hunter golpeó a otro vampiro con el codo y lo envió volando de espaldas al suelo. A la velocidad del rayo, se arrodilló, giró la muñeca para abrir la navaja de mariposa, la clavó profundamente en el pecho del daimon y volvió a girarla para cerrarla cuando este se evaporó.
Acto seguido, se puso en pie.
Un tercer atacante surgió de las sombras.
Dejándose guiar por el instinto, Amanda se giró, le asestó una patada en la ingle y lo envió al suelo entre gemidos.
Hunter la miró y enarcó una ceja.
—Cinturón negro en aikido —le dijo ella.
—En cualquier otro momento, te daría un beso. —Sonrió y miró por encima del hombro de Amanda—. Agáchate.
Ella lo hizo y él lanzó un navajazo directo al pecho de otro vampiro. La criatura se desintegró dejando una nube negra.
Hunter desenfundó la pistola.
—Métete en el coche —le ordenó, sin dejar de empujarla hacia el asiento del conductor.
Presa de continuos estremecimientos provocados por la sobrecarga de adrenalina, Amanda entró tan rápido como se lo permitieron los grilletes y la mano de Hunter.
Pasó por encima del cambio de marchas y se acomodó en el asiento del acompañante mientras él disparaba a los vampiros.
Hunter entró en el coche detrás de ella, cerró la puerta y puso el motor en marcha.
Dios santo, era un tipo sorprendente, y estaba completamente sereno. Nunca había visto algo así en su vida. Era imperturbable.
Otro apuesto vampiro rubio saltó al capó en el instante en que Hunter daba marcha atrás y pisaba el acelerador. Mostrando los colmillos, la criatura trató de asestar un puñetazo al parabrisas.
—¿Es que no os he dicho que no toquéis el Lamborghini? —se quejó Hunter segundos antes de tomar una curva cerrada que envió al vampiro volando por los aires—. Y eso que me habían dicho que no podíais volar… —dijo mientras enderezaba el Lamborghini y salía a la carretera—. Supongo que Aquerón necesita actualizar el manual.
Amanda se dio cuenta de que había dos coches tras ellos.
—¡Ay, Dios mío! —susurró al tiempo que rodeaba la ancha y fuerte muñeca de Hunter con la mano para que este tuviera más movilidad y pudiera maniobrar mejor con la palanca de cambios.
La cosa se ponía fea y lo último que quería era convertirse en un estorbo para la única persona que podía sacarla del atolladero.
—Agárrate fuerte —le dijo Hunter mientras ponía la radio y aceleraba.
La música de Lynyrd Skynyrd con su «That Smell» resonaba con fuerza en el interior del coche cuando salieron del aparcamiento y se internaron en el tráfico. Con el cuerpo rígido, pese a que ni siquiera era católica, Amanda comenzó a rezar.
—¡Las luces! —le gritó a Hunter al darse cuenta de que conducía con los faros apagados y el coche tenía los cristales tintados mucho más allá del límite legal—. ¡Las luces vendrían muy bien en este momento!
—Puesto que me molestan los ojos hasta el punto de que apenas puedo ver nada, me parece que no vendrían nada bien. Confía en mí.
—¿Que confíe en ti? ¡Y un cuerno! —le espetó Amanda, agarrándose con la mano libre al cinturón de seguridad como si le fuese la vida en ello—. Por si no lo recuerdas, yo no soy inmortal.
Hunter soltó una carcajada.
—Ya, bueno, en un coche aplastado, tampoco lo soy yo.
Amanda lo miró con la boca abierta.
—Detesto tu sentido del humor, en serio.
La sonrisa de Hunter se hizo más ancha.
Atravesaron las atestadas calles de Nueva Orleans a toda velocidad, pasando de un carril a otro hasta que Amanda creyó que iba a vomitar de miedo. Por no mencionar que en un par de ocasiones creyó que se quedaría sin mano debido a los movimientos bruscos de Hunter.
Tragó saliva con fuerza y trató de hacer todo lo posible por mantener las náuseas a raya mientras se sujetaba al salpicadero.
Un enorme Chevy negro se colocó a la altura del Lamborghini e intentó empujarlo para que se estrellara contra un tráiler. Amanda reprimió un chillido apretando con fuerza los dientes.
—No te asustes —le dijo Hunter alzando la voz con el fin de hacerse oír por encima de la música mientras giraba bruscamente el volante para pasar por debajo del remolque del camión. Acto seguido, pisó a fondo el acelerador—. He hecho esto un montón de veces.
Amanda apenas podía respirar cuando se internaron en otro carril, donde un Firebird los esperaba para tratar de embestirlos. El Cazador Oscuro esquivó a duras penas un coche aparcado.
Estaba tan aterrorizada que solo podía emitir pequeños jadeos. Y rezar. Una oración detrás de otra.
Para cuando llegaron a la interestatal, toda su aburrida vida había pasado ante sus ojos. Y no le gustó nada lo que vio.
Había sido demasiado corta. Había un montón de cosas que quería hacer antes de morir… entre ellas, encontrar a Tabitha y estrangularla.
De repente, el Chevy negro apareció de nuevo junto a ellos e intentó sacarlos de la carretera. Hunter pisó el freno y el coche derrapó hacia un lado.
A Amanda se le revolvió el estómago.
—¿Sabes una cosa? —le dijo Hunter muy tranquilo—. Odio a los romanos de todo corazón, pero debo reconocer que sus descendientes han fabricado un vehículo extraordinario.
Cambió de marcha y aceleró de nuevo, dejando atrás al Chevy a toda velocidad. Saltaron la mediana, atravesaron el tráfico que circulaba por el carril y tomaron una de las salidas a tal velocidad que lo único que pudo ver Amanda fue una mancha borrosa de luz.
El ruido del chirrido de los frenos y las pitadas de las bocinas llenó sus oídos. Seguido de un estridente sonido metálico, una gran detonación y un crujido cuando el Firebird lleno de daimons chocó contra el Chevy negro. El Firebird empujó al otro vehículo hasta el muro de contención, donde dio una vuelta de campana y salió volando sobre el tráfico.
Amanda todavía no era capaz de respirar con normalidad cuando el Chevy de los daimons se detuvo por fin en el arcén sin chocar con ningún otro coche.
Hunter soltó un aullido de júbilo antes de dar un volantazo para girar el Lamborghini en medio la calle y colocarlo en sentido contrario. Pisó el freno a fondo y echó un vistazo al caos que acababan de dejar atrás.
Con el cuerpo estremecido por los temblores, Amanda lo miró boquiabierta.
Él quitó la radio y la miró con una sonrisa triunfal.
—Y sin un solo arañazo en el Lamborghini… ¡Ja! Morded el polvo, cabrones chupa almas.
Puso primera, pisó el acelerador y con un chirriar de ruedas, dio una vuelta completa en mitad de la calle antes de dirigirse al Barrio Francés.
Amanda permaneció sentada en silencio, sin dar crédito a lo sucedido, mientras trataba de relajarse tomando largas y profundas bocanadas de aire.
—En realidad, te has divertido de lo lindo, ¿verdad?
—Joder, sí. ¿Les has visto la cara? —Soltó una carcajada—. De verdad, adoro este coche.
Ella miró al cielo suplicando la intervención divina.
—Dios mío, por favor, apártame de este loco antes de que me muera de miedo.
—Venga ya —le dijo con voz juguetona—. No me digas que no te hierve la sangre.
—Sí, sí, claro. De hecho, me hierve tanto que no estoy segura de cómo ha logrado sobrevivir mi corazón. —Clavó la mirada en él—. Eres un ser humano totalmente desquiciado.
La risa de Hunter se desvaneció al instante.
—Antes lo era, al menos.
Amanda tragó saliva al percibir el vacío de su voz. Sin pretenderlo, acababa de tocar un punto sensible.
El humor de ambos decayó bastante y Amanda le dio las indicaciones precisas para llegar a la casa de Grace, en St. Charles.
Pocos minutos después aparcaban en el camino de entrada tras el Range Rover negro de Julian Alexander. El guardabarros trasero estaba ligeramente hundido tras su último encuentro con una farola.
Pobre Julian, era un verdadero peligro en la carretera. Amanda miró de soslayo al Cazador Oscuro. Desde luego, si se lo comparaba con otros, Julian no era tan malo. Al menos, él jamás la mataría de un infarto.
Hunter la ayudó a bajar del coche por la puerta del conductor y la precedió camino de la puerta. La antigua casa estaba completamente iluminada y a través de los visillos, Amanda pudo ver a Grace sentada en un sillón de la salita de estar.
La pequeña morena llevaba el largo cabello recogido en una coleta, y su vientre tenía un tamaño dos veces superior al de la última vez que Amanda la había visto. Aunque faltaban nueve semanas para que saliera de cuentas, la pobre Grace tenía todo el aspecto de ir a dar a luz en cualquier momento.
Se estaba riendo por algo, pero no había señales de Julian ni de sus invitados.
Amanda se detuvo para arreglarse el pelo con la mano, alisar un poco su ropa sucia y abrocharse el polar para ocultar las manchas de sangre.
—Grace dijo que tendrían compañía, así es que creo que deberíamos tratar de ser discretos, ¿de acuerdo?
Hunter asintió con la cabeza antes de que ella tocara el timbre.
Tras una breve espera, la puerta se abrió y Julian Alexander apareció en el vestíbulo. Con su más de metro noventa de altura, Julian resultaba tan deslumbrante como Hunter. Tenía el mismo color de pelo que su compañero y los ojos más azules que Amanda hubiese visto jamás. Poseía unos rasgos perfectos, pero teniendo en cuenta que era hijo de la diosa griega Afrodita, tampoco era de extrañar.
La sonrisa de bienvenida desapareció del rostro de Julian cuando miró a Hunter.
Se quedó con la boca abierta.
Amanda se volvió y descubrió una reacción muy similar en Hunter, que se había quedado helado.
—¿Julian de Macedonia? —preguntó Hunter con incredulidad.
—¿Kirian de Tracia?
Antes de que Amanda pudiera moverse, los dos hombres se fundieron en un abrazo, como si fueran dos hermanos largo tiempo separados. Su brazo siguió el movimiento del de Kirian al abrazar a Julian.
—¡Por todos los dioses! —jadeó Julian—. ¿De verdad eres tú?
—No puedo creerlo —dijo Hunter al tiempo que se apartaba un poco para mirar a Julian de arriba abajo—. Pensaba que estabas muerto.
—¿Yo? —le preguntó Julian—. ¿Y tú qué? Oí que los romanos te habían ejecutado. ¡Por Zeus! ¿Cómo es posible que estés aquí? —En ese momento, bajó la mirada y vio los grilletes—. ¿Qué c…?
—Por eso hemos venido —dijo Amanda—. Nos han encadenado y esperaba que tú pudieras separarnos.
—Los forjó tu padrastro —añadió Hunter—. ¿No tendrás una llave en algún lado, por casualidad?
Julian se echó a reír.
—Supongo que no debería sorprenderme. Por lo menos, esta vez no has traído a una princesa amazona con una madre iracunda exigiendo que se corten ciertas partes de tu anatomía… —Julian meneó la cabeza como si se tratase de un padre regañando a su hijo—. Dos mil años después y aún sigues metiéndote en unos líos increíbles.
Hunter lo miró y sonrió sin despegar los labios.
—Algunas cosas no cambian nunca. Espero que no te importe que esté en deuda contigo otra vez.
Julian inclinó la cabeza hacia un lado.
—La última vez que hice recuento, me debías dos favores.
—¡Cierto, cierto! No me acordaba de lo de Prymaria.
Por la expresión del rostro de Julian, Amanda supo que a él no se le había olvidado y ella se moría de ganas de enterarse de lo que había sucedido. Pero ya habría tiempo para eso más tarde.
Lo primero era liberar su brazo. Agitó la cadena, haciendo que tintineara.
Julian retrocedió y los invitó a entrar en la casa.
—A decir verdad, estáis de suerte —les dijo mientras los acompañaba hasta la salita.
Grace no se había movido del sillón; en esos momentos, sostenía a Vanessa en su regazo mientras la madre de Julian, rubia y espléndida, ocupaba un lugar en el sofá y agitaba un peluche delante de Niklos para hacer reír al niño. Un hombre moreno y alto estaba sentado junto a Afrodita y sostenía al pequeño en sus brazos, sin dejar de reír al verlos a ambos.
El Cazador Oscuro aspiró entre dientes al contemplar la inusual escena familiar y apartó a Amanda con un brusco empujón momentos antes de que Afrodita alzara la vista y soltara un juramento.
Antes de que Amanda pudiera entender lo que sucedía, la diosa estiró un brazo y de su mano surgió una especie de rayo luminoso que golpeó de lleno a Hunter. El impacto lo arrojó al suelo de espaldas, y a ella con él.
Amanda aterrizó sobre el pecho de Hunter. Fue entonces cuando pudo ver la quemadura que el rayo le había provocado en el hombro. Olía a cuero y a carne quemados.
Sabía que el dolor de la herida debía de ser horroroso; sin embargo, él ni siquiera parecía notarlo. Sin más, Hunter se quitó las gafas de sol a toda prisa, se la quitó de encima y trató de alejarla de él tanto como fuera posible.
Tras ponerse en pie, se colocó entre la diosa y Amanda.
—¡Cómo te atreves! —gritó Afrodita con el hermoso rostro desfigurado por la ira. Con los ojos entrecerrados, se levantó del sofá y se acercó a Hunter como una bestia letal acechando a su presa—. Sabes que te está prohibido mostrarte ante nosotros.
Julian agarró el brazo de su madre antes de que pudiera llegar hasta Kirian.
—¡Basta, madre! ¿Qué estás haciendo?
Ella le dirigió una mirada furiosa.
—¿Cómo te has atrevido a traer a un Cazador Oscuro ante mi presencia? ¡Sabes que está prohibido!
Julian observó a Hunter con el ceño fruncido. Tenía la incredulidad pintada en el rostro.
Hunter miró a Amanda por encima del hombro.
—Estás a punto de ser libre, pequeña —le susurró.
Afrodita alzó la mano.
Aterrada, Amanda se dio cuenta de que la diosa pretendía acabar con él. ¡No!, trató de gritar; pero la palabra se le atascó en la garganta y sintió que su corazón se desbocaba, presa del pánico.
Julian atrapó la muñeca de su madre antes de que ella pudiera herir a Hunter de nuevo.
—No, mamá —la increpó Julian—. Cazador Oscuro o no, da la casualidad de que fue el único hombre que me cubrió las espaldas mientras todos los demás rezaban por verme muerto. Ten por seguro que si lo matas, jamás te perdonaré.
La expresión del rostro de Afrodita se tornó pétrea.
Julian la soltó.
—Jamás te he pedido nada en toda mi vida. Pero como hijo tuyo, ahora te pido que lo ayudes. Por favor.
Afrodita apartó la mirada de Julian para observar a Hunter. En sus ojos se podía leer la indecisión.
—¿Hefesto? —llamó Julian al hombre sentado en el sofá—. ¿Los liberarás?
—Está prohibido y lo sabes —contestó el dios con brusquedad—. Los Cazadores Oscuros no poseen alma y están más allá de nuestro alcance.
—No pasa nada, Julian —dijo Hunter en voz baja—. Tan solo pídele que el rayo no me atraviese para que no hiera a la mujer.
Fue entonces cuando Afrodita vio a Amanda. Después, su mirada se posó sobre los grilletes.
—¿Mamá? —le pidió Julian de nuevo.
Afrodita chasqueó los dedos y los grilletes desaparecieron.
—Gracias —le dijo Julian.
—Solo lo he hecho para ayudar a la humana —dijo la diosa con gravedad antes de volver al sofá—. El Cazador Oscuro tendrá que apañárselas solo.
Hunter le dedicó un silencioso gesto de agradecimiento a Julian, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta.
—Kirian, espera —lo llamó Julian, haciendo que se detuviera—. No puedes salir ahí fuera con esa herida.
La expresión del Cazador Oscuro era impasible.
—Ya conoces las normas, adelfo. Yo trabajo solo.
—No, esta noche no.
—Si él se queda —dijo Afrodita—, nosotros tendremos que marcharnos.
Julian miró a su madre y asintió con la cabeza.
—Lo sé, mamá. Gracias de nuevo por ayudarlo. Nos vemos más tarde.
La diosa se desvaneció en medio de un destello de luz. Hefesto dejó a Niklos en el suelo y acto seguido desapareció también.
—¿Julian? —dijo Grace desde la salita—. ¿Corre peligro Vanessa si la dejo en el suelo?
—No —respondió él.
Amanda observó la expresión de tristeza en el rostro de Hunter cuando los mellizos corrieron hacia su padre.
Al ver a Amanda, Niklos se acercó a ella con alegría y comenzó a parlotear con los brazos en alto para que lo cogiera. Ella lo levantó y lo abrazó con fuerza antes de depositar un beso sobre los suaves rizos rubios.
Dando saltos en sus brazos, el niño dejó escapar una carcajada y la abrazó.
Vanessa se dirigió directamente a Hunter, cosa muy normal en ella; la pequeña hechicera no se arredraba ante los extraños. Extendió el brazo y le ofreció la galleta a medio comer que llevaba en la mano.
—¿Ga-lle-ta? —le preguntó con su hablar titubeante, propio de un bebé.
Tras arrodillarse frente a ella, Hunter sonrió con ternura, cogió la galleta y acarició con suavidad el cabello oscuro de la niña.
—Gracias, cielo —le dijo con dulzura antes de devolverle la galleta—, pero no tengo hambre.
Vanessa dio un gritito y se arrojó a sus brazos.
Aunque Amanda viviera toda una eternidad, jamás olvidaría la mirada de desesperación, de profundo dolor, que se reflejó en los ojos de Hunter cuando estrechó a la niña contra su pecho. Reflejaba tanto anhelo… Tanto sufrimiento… Era la mirada de un hombre que sabía que sostenía entre sus brazos algo maravilloso que no deseaba que le arrebataran.
Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre la cabecita de Vanessa mientras apretaba los puños y la abrazaba aún más fuerte.
—Por los dioses, Julian, siempre engendras unos niños tan hermosos…
Julian no dijo una palabra cuando Grace se acercó, pero Amanda vio reflejada la angustia en sus ojos, que permanecían clavados en su amigo y su hija.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
Recordaban algo, alguna pesadilla vivida por ambos de la que Amanda no sabía nada.
Julian tomó a Grace de la mano.
—Grace, te presento a mi amigo Kirian de Tracia. Kirian, mi esposa.
Hunter se puso en pie con la misma agilidad que una pantera negra, sosteniendo a Vanessa con mucho cuidado entre sus brazos.
—Es un honor para mí conocerte, Grace.
—Gracias —le contestó ella—. Lo mismo digo. Julian ha hablado tanto de ti que es como si ya te conociera.
Hunter miró a Julian con los ojos entrecerrados.
—Teniendo en cuenta lo mucho que siempre ha censurado mi comportamiento, tiemblo al pensar lo que ha podido contarte.
Grace se rió.
—Nada malo. ¿Es cierto que en una ocasión incitaste a todo un burdel a que…?
—¡Julian! —masculló Hunter—. No puedo creer que le contaras eso.
Sin inmutarse siquiera, Julian se encogió de hombros e hizo caso omiso de la irritación de su amigo.
—La presión siempre ha sacado a relucir tu ingenio.
Grace jadeó y se llevó la mano hacia el voluminoso vientre. Su marido se acercó a ella y la agarró del brazo, observándola con preocupación.
Con la respiración entrecortada, Grace se frotó el vientre y los miró con una débil sonrisa.
—Lo siento. El bebé da patadas como una mula.
Hunter miró el vientre de Grace y una extraña luz iluminó sus ojos. Por un instante, Amanda habría jurado que los había visto brillar.
—Es otro niño —les dijo en voz baja y distante.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Grace, sorprendida, mientras continuaba frotándose la barriga—. Yo me enteré ayer mismo.
—Puede percibir el alma del bebé —le dijo Julian en voz baja—. Es uno de los poderes protectores de un Cazador Oscuro.
Hunter miró a su amigo.
—Este va a tener un carácter fuerte. Es generoso y tierno, pero muy imprudente.
—Me recuerda a alguien que conocí en una ocasión —comentó Julian.
Esas palabras parecieron torturar a Hunter.
—Venga —dijo Julian, tomando a Vanessa de los brazos de Kirian y poniéndola en el suelo sin hacer caso a sus lloriqueos de protesta—. Quiero que me acompañes arriba para curarte esa herida.
Amanda se quedó en el pasillo, sin saber muy bien qué hacer. Tenía un millón de preguntas para las que quería respuesta y de no haber sido por la herida de Hunter, estaría de camino al piso superior para formularlas todas. Sin embargo, Julian tenía razón. Esa herida tenía un aspecto muy feo y era necesario curarla.
Tras dirigir una mirada desilusionada hacia la escalera, se dio la vuelta para hablar con Grace.
—Resulta sorprendente que estés tan tranquila a pesar del caos que se ha formado aquí. Dioses que se desvanecen, gente que llega cubierta de sangre y a la que lanzan un rayo en tu recibidor… Lo más normal sería que a estas alturas estuvieras de los nervios, sobre todo teniendo en cuenta tu estado.
Grace rió de buena gana mientras conducía a una llorosa Vanessa de vuelta a la salita de estar.
—Bueno, durante los últimos años casi me he acostumbrado a ver a dioses que aparecen y desaparecen de repente. Y a otras cosas en las que no quiero ni pensar. Estar casada con Julian es, sin duda, un buen modo de aprender a mantener la calma.
Amanda rió sin mucho entusiasmo y volvió a mirar hacia la escalera, preguntándose una vez más acerca de su enigmático Cazador Oscuro.
—Hunter, o Kirian, ¿es también un dios?
—No lo sé. Por lo que Julian me ha contado, siempre había creído que era un hombre; pero sé tan poco como tú.
Cuando Grace se sentó, Amanda escuchó la conversación de los hombres a través del transmisor que había colocado en la habitación de los bebés.
Grace extendió el brazo para apagar el receptor.
—Espera, por favor.
Amanda se sentó y jugueteó con Niklos mientras seguía la conversación que se desarrollaba en el piso superior.
—Joder, Kirian —le dijo Julian tan pronto como Hunter le tendió el jersey—. Tienes más cicatrices que mi padre.
Kirian dejó escapar el aire muy despacio mientras rozaba con sumo cuidado la quemadura que el rayo de Afrodita le había causado en el hombro.
Se encontraban a solas en la habitación de los mellizos, al fondo del pasillo del piso superior. Kirian entornó los ojos, molesto por el brillo de la luz sobre el papel amarillo con ositos que cubría las paredes y sacó las gafas de sol.
Julian debió de recordar lo que contaba la antigua mitología griega, porque apagó la luz y encendió una lamparita auxiliar que inundó la habitación con un suave resplandor.
Debilitado por el dolor, Kirian se dio cuenta de que su reflejo en el espejo apenas si era perceptible. La capacidad de no reflejarse en los espejos era una de las medidas de protección de las que gozaba un Cazador Oscuro. La única manera de que se reflejaran en un espejo era proyectar una imagen mental. Algo que resultaba muy difícil si se estaba herido o excesivamente cansado.
Kirian se apartó un poco del armario pintado de blanco y se encontró con la mirada interrogante de Julian.
—Dos mil años de lucha suelen dejar huella en el cuerpo.
—Siempre tuviste más pelotas que cerebro.
Un espeluznante escalofrío recorrió la espalda de Kirian al escuchar esas palabras tan familiares. Era imposible recordar las innumerables ocasiones en las que Julian las había pronunciado en griego antiguo.
Cómo había echado de menos a su amigo y mentor a lo largo de los siglos… Julian había sido el único hombre a cuyos consejos había prestado atención. Y uno de los pocos a los que había respetado de verdad.
Kirian se frotó el brazo.
—Lo sé. Pero lo gracioso es que siempre escucho tu voz en mi mente pidiéndome que tenga paciencia. —Hablando con una voz más ronca, imitó el acento espartano de Julian—: «Maldición, Kirian, ¿es que no puedes pensar nunca antes de actuar?».
Julian guardó silencio.
Kirian sabía lo que pasaba por la mente de su amigo. Los mismos recuerdos agridulces que lo perseguían a él cada noche cuando se relajaba el tiempo suficiente como para dejar que el pasado regresara.
Imágenes de un mundo desaparecido hacía mucho tiempo; de gente y de familiares que no eran más que sombras difusas y sentimientos perdidos.
El suyo había sido un mundo muy especial. Su antigua elegancia aún caldeaba sus corazones. Kirian todavía podía oler el aceite de las lámparas que iluminaban su hogar y sentir la brisa fresca y fragante del Mediterráneo que perfumaba su villa.
En un extraño contraste con los pensamientos de Kirian, Julian abrió el pequeño botiquín de primeros auxilios y buscó un moderno paquete de hielo.
Cuando lo encontró, quitó el cierre para liberar el gel y lo sostuvo sobre el hombro de Kirian.
El Cazador gimió al sentir el frío sobre la herida.
—Siento mucho lo de la descarga astral —se disculpó Julian—. De haberlo sabido…
—No es culpa tuya. No había modo de que supieras que había entregado mi alma. No es precisamente el modo de comenzar una conversación. «Hola, soy Kirian. No tengo alma. ¿Qué tal estás?»
—No tiene gracia.
—Claro que sí, lo que pasa es que nunca has entendido mi sentido del humor.
—Eso se debe a que siempre salía a relucir cuando estábamos a un paso de la muerte.
Kirian se encogió de hombros y deseó no haberlo hecho cuando el dolor le recorrió el brazo.
—¿Qué puedo decir? Vivo para fastidiar al viejo Apolión. —Cogió el paquete de las manos de Julian y retrocedió un paso—. ¿Qué te ocurrió, Julian? Me dijeron que Escipión hizo que os asesinaran a ti y a tu familia.
Julian soltó un bufido.
—¿Y tú lo creíste? Fue Príapo quien mató a mi familia. Cuando los encontré muertos, me dejé llevar por un «momento Kirian» y fui tras él.
Kirian alzó una ceja. Que él supiera, Julian nunca había cedido a un impulso momentáneo en toda su vida. El tipo era la calma y la reflexión personificadas, sin importar el caos que hubiera a su alrededor. Y eso había sido una de las cosas que más apreciara de su amigo.
—¿Que tú hiciste algo impulsivo?
—Sí. Y lo pagué muy caro —dijo al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho y lo miraba a los ojos—. Príapo me maldijo y me encerró en un pergamino. Pasé dos mil años como esclavo sexual antes de que mi esposa me liberara.
Kirian soltó un silbido de incredulidad. Había oído hablar de tales maldiciones. El sufrimiento era agónico, y su orgulloso amigo debía de haberlo pasado muy mal. Julian nunca había permitido que nadie dirigiese su camino. Ni siquiera los dioses.
—Y tú me llamas loco a mí… —dijo Kirian—. Yo me limité a provocar el odio de los romanos. Tú fuiste tras el panteón griego al completo.
Julian le pasó un tubo de crema para las quemaduras. Cuando habló, su voz sonó ronca.
—Me preguntaba una cosa… Cuando me marché, ¿qué sucedió con…?
Kirian levantó la mirada y vio la agonía que se reflejaba en los ojos de Julian. Descubrió que a su amigo le resultaba demasiado doloroso el hecho de mencionar lo sucedido.
A pesar del tiempo que había pasado, Kirian todavía sentía dolor al recordar la muerte de los hijos de Julian. De cabellos rubios y mejillas sonrosadas, habían sido dos niños preciosos y vivaces; resultaba imposible hacerles justicia con simples palabras.
Su mera presencia había hecho que el corazón de Kirian se encogiera de envidia.
Por los dioses, cómo había deseado poder tener su propia familia, sus propios hijos. Siempre que visitaba el hogar de Julian, deseaba tener una vida como la de su amigo.
Era lo único que había querido siempre. Un hogar acogedor, unos hijos a los que amar y una esposa que lo quisiera. Cosas sencillas, en realidad, pero que siempre habían resultado imposibles para él.
Y como Cazador Oscuro, esos deseos no eran más que una quimera.
Kirian no podía ni imaginarse el horror que Julian debía de sentir cada vez que recordara a sus hijos. Dudaba mucho de que cualquier otro hombre pudiera amar a unos niños tanto como su amigo. Recordaba el día en que Atólico, con cinco añitos, había cambiado la cola de caballo del yelmo de Julian por unas plumas, como regalo para su padre antes de que cabalgara a la batalla.
Julian había sido uno de los generales más temidos de todo el ejército macedonio, pero por no herir los sentimientos de su hijo, había llevado su regalo con orgullo delante de todos sus hombres.
Nadie se atrevió a reírse. Ni siquiera Kirian.
Se aclaró la garganta y apartó la mirada de su amigo.
—Enterré a Calista y a Atólico en ese huerto desde el que se veía el mar, donde solían jugar. La familia de Penélope se hizo cargo de su cuerpo y envié el cadáver de Jasón a casa de su padre.
—Gracias.
Kirian asintió con la cabeza.
—Era lo menos que podía hacer. Eras un hermano para mí.
Julian rió con tristeza.
—Supongo que eso explica por qué tenías esa fijación por hacerme la vida imposible.
—Alguien tenía que hacerlo. Eras demasiado duro y demasiado serio para tener solo veintitrés años.
—Al contrario que tú.
Kirian apenas recordaba al hombre que fue una vez, aquel que Julian conoció tantos siglos atrás. Despreocupado y siempre dispuesto para la batalla. De sangre caliente y con cabeza de chorlito.
Era un milagro que Julian no lo hubiese matado. La paciencia de ese hombre no tenía límites.
—Mis gloriosos días de juventud desperdiciada —dijo Kirian con melancolía.
Mirándose el hombro, comenzó a extender la crema sobre la quemadura. Dolía, pero ya estaba acostumbrado al dolor físico. Y se había enfrentado a sufrimientos mucho peores que ese minúsculo dolor.
Julian arqueó una ceja y lo miró de forma inquisitiva.
—Los romanos te capturaron por mi culpa, ¿no es cierto?
Kirian se detuvo al ver el remordimiento en los ojos de su amigo. Después, siguió extendiendo la crema sobre la herida.
—Siempre fuiste muy duro contigo mismo, Julian. No fue culpa tuya. Tras tu desaparición, continué con la sangrienta cruzada contra sus ejércitos. Me forjé mi propio destino en ese aspecto, y tú no tuviste nada que ver.
—Pero si hubiera estado allí, podría haber evitado que te atraparan.
Kirian resopló.
—Eras muy bueno sacándome de los problemas, no hay duda. Pero ni quisiera tú podrías haberme salvado de mí mismo. Si hubieras estado allí, los romanos habrían tenido a otro general macedonio al que crucificar. Créeme, estabas mucho mejor en ese pergamino que enfrentándote al destino que Escipión y Valerio tenían en mente para nosotros.
A pesar de sus palabras, Kirian aún veía la culpa reflejada en el rostro de su amigo y deseaba poder darle la absolución.
—¿Qué sucedió? —preguntó Julian—. Según los historiadores, Valerio te capturó en plena batalla. Pero no puedo creerlo. No, sabiendo cómo luchabas.
—Y la historia dice que tú fuiste asesinado por los hombres de Escipión. Los ganadores escriben siempre su versión de los hechos.
Por primera vez desde hacía siglos, Kirian dejó que los recuerdos lo transportaran de vuelta a aquel aciago día del pasado.
Apretó los dientes cuando una oleada de angustia y rabia lo invadió al recordar por qué había encerrado esos recuerdos en el fondo de su mente.
—Ya sabes que las Moiras son unas putas traicioneras. No fui capturado por Valerio; me tendieron una trampa y me ofrecieron a él como un obsequio.
Julian frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Mi pequeña Clitemnestra. Mientras tú y yo luchábamos contra los romanos, mi esposa se quedaba en casa y los acogía en su lecho.
El rostro de Julian palideció de golpe.
—No puedo creer que Zeone hiciese algo así, después de todo lo que sacrificaste por ella.
—Toda buena acción tiene un precio.
Julian frunció el ceño al percibir la amargura que destilaba la voz de Kirian. Aquel no era el mismo hombre que había conocido en Macedonia. Kirian de Tracia siempre había estado lleno de alegría, generosidad y ternura.
El hombre que tenía delante era cínico. Precavido. Suspicaz y casi impasible.
—¿Te convertiste en un Cazador Oscuro a causa de la traición de tu esposa? —le preguntó Julian.
—Sí.
Julian cerró los ojos mientras dejaba que la compasión y la furia que sentía por su amigo se apoderaran de él. No podía evitar verlo una y otra vez en su mente tal y como había sido muchos siglos antes. Sus ojos siempre habían tenido una mirada alegre y traviesa. Kirian había amado la vida como muy pocas personas.
De espíritu generoso, amable por naturaleza y de corazón valeroso, había conseguido incluso ganarse el corazón de Julian, a pesar de lo mucho que este había deseado poder odiar a aquel muchacho malcriado y arrogante.
Pero odiar a Kirian le había resultado imposible.
—¿Qué te hizo Valerio? —preguntó Julian.
Kirian respiró hondo.
—Créeme, no te gustaría conocer todos los detalles.
Julian observó cómo su amigo hacía un leve gesto de dolor cuando un repentino recuerdo asaltó su mente.
—¿Qué pasa?
—Nada —contestó Kirian, malhumorado.
Los pensamientos de Julian volvieron a la esposa de Kirian. Pequeña y rubia, Zeone había sido más hermosa que Helena de Troya. Solo la había visto una vez, y de lejos. Pero aun así, supo al instante lo que había llamado la atención de su compañero. Zeone poseía un aura irresistible que hablaba a las claras de su amplia experiencia sexual y de su habilidad en esos menesteres.
Cuando la conoció, con apenas veintidós años, el joven Kirian se había enamorado al instante de aquella mujer ocho años mayor que él. Jamás hizo caso de lo que los demás decían de ella. Había amado a esa mujer con locura, con toda su alma.
—¿Qué pasó con Zeone? —preguntó Julian—. ¿Descubriste por qué lo hizo?
Kirian arrojó el paquete de hielo a la bolsa.
—Me dijo que lo hizo por temor a que yo no pudiera protegerla.
Julian soltó un juramento.
—A mí se me ocurrió algo más fuerte que eso —señaló Kirian en voz baja—. ¿Sabes? Me pasé tres semanas allí tendido tratando de averiguar qué había en mí que ella odiara tanto como para entregarme a mi peor enemigo. Jamás me di cuenta de lo imbécil que había sido.
Kirian apretó los dientes con fuerza al recordar la mirada de su esposa mientras contemplaba su ejecución. Lo había mirado frente a frente, sin demostrar ni pizca de remordimiento.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que aunque él le había entregado lo mejor de sí mismo, todo su corazón y su alma, ella no le había dado nada. Ni siquiera su benevolencia. Si sus ojos hubieran mostrado ese día un pequeño destello de remordimiento, un poco de pesadumbre…
Pero lo único que había en su rostro era una morbosa curiosidad.
Y eso le había destrozado el corazón. Que Zeone no fuera capaz de amarlo después de todo lo que él le había dado, solo podía significar que no era digno de ser amado.
Su padre siempre había estado en lo cierto.
«Ninguna mujer puede amar a un hombre de tu posición y riqueza. Afróntalo. Muchacho, para ellas solo serás un bolsillo bien repleto.»
Desde entonces, su corazón sangraba por la verdad que encerraban esas palabras. Jamás volvería a permitir que una mujer tuviese ese tipo de poder sobre él. Se negaba a permitir que el amor o cualquier otra cosa influyera en lo que tenía que hacer. Su deber era lo único que importaba.
Y en esos momentos más que nunca.
—Lo siento muchísimo —susurró Julian.
Kirian se encogió de hombros.
—Todos tenemos algo de lo que arrepentirnos —respondió mientras recogía la camisa rota y ensangrentada.
—Espera —le dijo Julian, deteniéndolo—, ¿por qué no te das una ducha y me dejas que te preste algo de ropa?
—Tengo una cacería pendiente.
—No te ofendas, Kirian, pero estás hecho un desastre. Reconozco que hace mucho que no participo en una lucha, pero sé que es mucho más fácil enfrentarse a la batalla después de un baño caliente y con el estómago lleno.
Kirian vaciló.
—¿Quince minutos?
—De acuerdo, que sea rápido.
Kirian dejó que el agua caliente relajara su magullado cuerpo. La noche aún era joven, pero estaba muy cansado. Sentía dolorosas punzadas en el hombro, y la herida del costado no estaba mucho mejor.
A pesar de eso, toda su atención estaba puesta en la mujer que se encontraba en la planta inferior.
¿Por qué lo atraía tanto? Había salvado a numerosos humanos a lo largo de los siglos y no había sentido nada por ellos, aparte de simple curiosidad.
Pese a todo, aquella mujer de sonrisa hechicera, con esa mirada franca y abierta se había abierto camino hasta un corazón que él creía haber enterrado siglos atrás. Era lo último que le hacía falta. A los Cazadores Oscuros les estaba prohibido mantener una relación estable. En caso de necesidad, sus encuentros sexuales se limitaban a una sola noche.
Volvían a nacer para caminar en soledad a lo largo de los siglos. Todos y cada uno de ellos lo tenían muy presente. Lo habían jurado.
Y nunca antes le había importado.
Solo había habido una única ocasión a lo largo de su vida en la que la sonrisa de una mujer le había provocado esa extraña y vertiginosa sensación en la boca del estómago.
Lanzó una maldición al recordarlo.
—Vamos, Kirian —se dijo a sí mismo mientras se duchaba—. Sal de este sitio, mata a Desiderio y vete a casa. Olvida que la has visto.
La mera idea de no volver a verla nunca más hacía que el dolor lo partiera en dos.
Sin embargo, tenía muy claro lo que debía hacer. Esta era su vida y amaba la noche a la que estaba ligado por un juramento. Sus obligaciones eran su única familia. La lealtad a su juramento, su corazón.
El trabajo era su único amor y lo seguiría siendo durante toda la eternidad.
—¿Amanda?
Obligándose a apartar sus pensamientos del atractivo Cazador Oscuro, Amanda miró a Grace, que estaba sentada en el sillón.
—¿Te importaría subir a la habitación de los mellizos y traerme un pañal? —preguntó Grace—. Si subo esa escalera de nuevo, creo que no volveré a bajar.
Amanda se echó a reír.
—Claro. No tardaré.
Subió la escalera y atravesó el pasillo. Pasó por delante de la puerta del baño en el mismo instante en que Kirian salía con una toalla alrededor de la cintura.
Chocaron. Hunter le puso las manos sobre los hombros para sujetarla y sus pupilas se dilataron al reconocerla.
Amanda se quedó helada cuando se dio cuenta de que el brazalete de plata que llevaba en la muñeca se había trabado en uno de los flecos de la toalla de Hunter.
Y lo que era aún peor, se le estaba haciendo la boca agua al contemplar toda aquella piel morena y sensual, al sentir sus fuertes manos sobre ella. Se moría de ganas de saborearlo.
Se le aceleró el corazón al contemplar la agilidad y la fuerza que emanaban de él. Al percibir el aroma fresco y limpio de su piel. Llevaba el pelo húmedo peinado hacia atrás, lo que dejaba al descubierto un rostro tan bien estructurado que Amanda dudaba mucho que hubiera un hombre más guapo.
Los ojos oscuros de Hunter, rodeados de pestañas pecaminosamente largas, la miraban con intensidad. El deseo voraz que se leía en ellos provocó que sintiera un estremecimiento de excitación. Ese hombre tenía todo el aspecto de querer devorarla y, francamente, Amanda deseaba que lo hiciera. Completamente. Por entero.
Con todo el placer del mundo.
—Las cosas se ponen cada vez más interesantes —dijo él con un asomo de diversión en la voz.
Amanda no sabía muy bien qué hacer, de modo que se quedó allí de pie, con la muñeca peligrosamente cerca de la repentina protuberancia que había surgido bajo la toalla. ¿Por qué narices acababan juntos cada dos por tres?
Deslizó la mirada por la multitud de cicatrices que cubrían el cuerpo de Hunter y no pudo evitar preguntarse cuántas de ellas se habrían producido a causa de la tortura que le había relatado a Julian un rato antes.
—La mayoría —le susurró mientras alzaba un brazo para posar la mano sobre su nuca.
Amanda sintió cómo sus dedos le acariciaban el cabello. La mano que tenía sobre su hombro se apretó de forma casi imperceptible.
—¿Cómo dices? —preguntó ella alzando la vista.
—La mayoría de las cicatrices son obra y gracia de los romanos.
Ella frunció el ceño.
—¿Cómo sabías lo que estaba pensando?
—Estaba escuchando a escondidas tus pensamientos, del mismo modo en que tú nos escuchaste a Julian y a mí.
Amanda sintió un escalofrío en la espalda al caer en la cuenta de los poderes psíquicos de Hunter.
—¿De verdad puedes hacer eso?
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no la miró a la cara. Tenía los ojos clavados en el lugar donde su mano le acariciaba el cabello, como si estuviera memorizando su tacto.
La miró a los ojos de forma tan repentina que Amanda se quedó sin aliento.
—Y con respecto a la pregunta que temes formular, lo único que tienes que hacer es mover el brazo y lo sabrás.
—¿Saber qué?
—Si estoy tan bueno sin la toalla como con ella.
Amanda se ruborizó al escuchar el modo en que él utilizaba sus propias palabras para describir con exactitud lo que a ella misma le aterraba demasiado pensar siquiera.
Antes de que pudiera moverse, Hunter la soltó y dejó caer la toalla, que se quedó colgando de su brazalete.
Amanda se quedó con la boca abierta al verlo completamente desnudo. Ese cuerpo musculoso y duro tenía una estructura perfecta. Y la joven se dio cuenta al instante de que su piel era dorada por todas partes. No era producto de la exposición al sol, sino natural.
Amanda lo deseaba con desesperación.
Lo único que tenía en mente era llevarlo a la habitación y colocarlo encima, a un lado y después debajo de ella durante el resto de la noche.
Dios, la de cosas que quería hacerle a ese hombre…
Una leve sonrisa curvó los labios de Hunter y por el brillo que adquirieron sus ojos, Amanda descubrió que estaba leyéndole el pensamiento. Otra vez.
El hombre se inclinó hacia delante para colocar su rostro junto al de ella. Su cálido aliento rozaba el cuello de Amanda, abrasándola.
—El nudismo nunca fue un problema para los antiguos griegos —le susurró al oído.
Los pezones de Amanda se endurecieron.
Muy despacio, Hunter levantó la mano para poder alzarle la barbilla. Su mirada la dejó hipnotizada mientras sondeaba su mente en busca de algo.
Antes de que ella pudiera reaccionar, bajó la cabeza y la besó.
Amanda gimió al sentir el roce de sus labios. Ese beso era muy diferente al anterior. Era tierno. Dulce.
Y la hacía arder.
Hunter abandonó sus labios para trazar un reguero de besos abrasadores desde el mentón hasta el cuello mientras su lengua le humedecía la piel con suaves caricias. Amanda colocó los brazos sobre sus hombros desnudos y apoyó todo su peso sobre él.
—Eres tan tentadora… —susurró Hunter antes de trazar la curva de su oreja con la lengua—. Pero tengo trabajo que hacer, y tú odias todo lo que no sea humano. Y todo lo relacionado con el mundo paranormal. —Se alejó un poco y la miró apesadumbrado—. Es una lástima.
Desenganchó la toalla del brazalete y, después de echársela sobre un hombro, comenzó a andar hacia la habitación. Amanda apretó los dientes al contemplar ese delicioso y magnífico trasero.
Con el cuerpo en llamas, lo observó hasta que él cerró la puerta después de entrar.
De repente, se acordó del pañal.
Tan pronto como pensó en él, Hunter abrió la puerta, le arrojó uno y cerró de nuevo.
Kirian se apoyó contra la puerta cerrada mientras luchaba contra el ardiente deseo que lo atravesaba. Era una sensación voraz y traicionera que le hacía anhelar cosas que jamás podría tener.
Cosas que solo conseguirían acrecentar su sufrimiento. Y ya había sufrido más que suficiente para un millón de vidas.
Tenía que quitársela de la cabeza.
Sin embargo, aun estando allí plantado, la soledad de su existencia le pesaba como una losa.
«Muchacho, te dejas guiar por el corazón con demasiada frecuencia. Algún día te llevará a la ruina.»
Se encogió al recordar la advertencia de su padre. Ninguno de los dos sabía en aquel momento lo ciertas que acabarían siendo esas palabras.
Soy un Cazador Oscuro.
Tenía que centrarse en eso. Era lo único que se interponía entre Amanda y su aniquilación.
Desiderio estaba ahí fuera y él debía detenerlo.
Sin embargo, lo que en realidad deseaba hacer era bajar la escalera, coger a Amanda en brazos y llevarla de vuelta hasta su casa, donde pasaría la noche entera explorando cada centímetro de su cuerpo con los labios y con las manos. Con la lengua.
—Soy un completo imbécil —masculló mientras se obligaba a ponerse la ropa que Julian le había prestado.
No volvería a pensar en Amanda, ni en el pasado. Tenía un asunto mucho más importante entre manos. Uno que no podía dejar de lado.
Era un protector. Y viviría y moriría como tal, lo que significaba que el consuelo físico que representaba una mujer como Amanda le estaba estrictamente prohibido.
Unos minutos después, vestido con unos vaqueros de Julian y un jersey negro de cuello de pico, salió de la habitación con el abrigo de cuero sobre el hombro y bajó hasta el recibidor, donde lo esperaban Julian, Grace, Amanda y los niños.
Julian le ofreció una pequeña bolsa de papel.
—¡Jolines! —dijo Kirian al cogerla—. Gracias, papi. Te prometo que seré un buen chico y que me portaré bien con los demás niños.
Julian soltó una carcajada.
—Payaso.
—Mejor eso que estúpido. —Kirian se puso serio cuando miró a Amanda y sintió que el deseo lo abrasaba. ¿Qué tenía esa mujer que le resultaba imposible mirarla sin desear probar sus labios o sentir su cuerpo entre los brazos? Se aclaró la garganta antes de hablar—. Aseguraos de que se queda aquí hasta que amanezca. Los daimons no podrán entrar sin una invitación.
—¿Y qué pasará mañana por la noche? —preguntó Grace.
—Desiderio estará muerto para entonces.
Julian asintió.
Kirian se dio la vuelta para marcharse, pero antes de que llegara a la puerta, Amanda le sujetó el brazo con suavidad para detenerlo.
—Gracias —le dijo.
Él inclinó la cabeza.
Márchate, se dijo. Porque si no lo hacía, acabaría sucumbiendo a la exigente necesidad que sentía en su interior.
Apartó los ojos de Amanda y miró a Grace.
—Ha sido un placer conocerte, Grace.
—Lo mismo digo, comandante.
Cuando se encaminó hacia la puerta, Amanda volvió a sujetarlo y lo obligó a girarse. Antes de que supiera lo que iba a hacer ella, la joven le dio un beso en la mejilla.
—Ten cuidado —dijo en un susurro antes de apartarse de él.
Petrificado, Kirian solo atinó a parpadear. Sin embargo, lo que más lo había conmovido era la preocupación que había visto en esos transparentes ojos azules; la preocupación que Amanda sentía en su corazón. Deseaba de verdad que no le hicieran daño.
Desiderio está esperando.
Ese pensamiento pasó veloz por su mente. Tenía que marcharse.
Pese a todo, alejarse de Amanda era lo más difícil que había hecho en su vida.
—Sé feliz, bombón —le deseó él.
—¿Bombón? —preguntó Amanda, ofendida.
Él sonrió.
—Supongo que te debía una después de lo de «chulo vestido de cuero». —Le dio unas palmaditas en la mano antes de apartarla de su brazo—. Son casi las ocho, será mejor que llames a tu hermana.
Kirian le soltó las manos y, al instante, las echó en falta.
Intercambió una mirada con Julian. Esa sería la última vez que se vieran y ambos lo sabían.
—Adiós, adelfo.
—Adiós, hermanito —contestó Julian.
Kirian se dio la vuelta, abrió la puerta y se dirigió en solitario hacia el coche.
Una vez en el interior del vehículo, no pudo resistir la tentación de volver la vista atrás. Aunque no podía ver a Amanda, podía percibir su presencia al otro lado de la puerta, mirándolo.
Era incapaz de recordar la última vez que alguien se había entristecido al ver que se marchaba. Y tampoco recordaba haber sentido antes esa absurda necesidad de mantener a su lado a una mujer a cualquier precio.