—Pues yo digo que deberíamos meterlo en un hormiguero y echarle miguitas de pan.
Amanda Devereaux rió ante la idea de Selena. Por graves que fueran sus problemas, su hermana mayor siempre conseguía hacerla reír. Precisamente por eso estaba sentada una fría tarde de domingo en el puesto de Jackson Square donde Selena leía el tarot y las líneas de la mano, en lugar de en la cama con las mantas hasta las orejas.
Todavía sonriendo ante la imagen de millones de hormigas mordisqueando el pálido y fofo cuerpo de Cliff, Amanda echó un vistazo a los turistas que atestaban la zona comercial de Nueva Orleans incluso en aquel oscuro día de noviembre.
El aroma del café de achicoria caliente y de los beignets flotaba desde el Cafe Du Monde y se extendía por toda la calle, mientras los coches pasaban zumbando a unos metros de distancia. Tanto las nubes como el cielo tenían un color gris plomizo que casaba a la perfección con el talante hosco de Amanda.
La mayoría de los vendedores ambulantes de Jackson Square ni siquiera se molestaba en colocar los puestos durante el invierno, pero su hermana Selena consideraba que el suyo era un tesoro tan importante como la catedral de San Luis, que se alzaba tras ellas.
Menudo tesoro…
La sencilla mesa donde echaba las cartas estaba cubierta por una faldilla púrpura que había hecho su madre añadiendo unos encantamientos especiales conocidos tan solo por su familia.
Madame Selene, la «Señora de la Luna» —como Selena era conocida—, estaba sentada tras la mesita con una ancha falda de antelina verde, un jersey de punto morado y un enorme abrigo negro y plateado.
La extraña indumentaria de su hermana contrastaba enormemente con los vaqueros desgastados de Amanda, su jersey rosa de ochos y su polar color café. Pero Amanda siempre había preferido vestirse de modo discreto. A diferencia de su extravagante familia, odiaba destacar. Prefería confundirse con el entorno.
—He terminado con los hombres —afirmó Amanda—. Cliff fue la última parada del tren a ninguna parte. Estoy cansada de desperdiciar mi tiempo y mis energías con ellos. De ahora en adelante, voy a dedicar toda mi atención a la contabilidad.
Selena frunció los labios con disgusto mientras barajaba las cartas del tarot.
—¿Contabilidad? ¿Estás segura de que no te cambiaron al nacer?
Amanda soltó una carcajada un tanto apática.
—Para serte sincera, estoy segura de que eso fue lo que ocurrió. Me gustaría que mi verdadera familia me reclamara antes de que sea demasiado tarde y se manifieste cualquier rareza.
Selena se rió de ella mientras disponía las cartas de tarot en una especie de solitario psíquico.
—¿Sabes cuál es tu problema?
—Que soy demasiado remilgada e histérica —dijo Amanda, con las mismas palabras que su madre y sus ocho hermanas mayores solían usar para referirse a ella.
—Bueno, sí, eso también. Sin embargo, a mí me parece que lo que necesitas es ampliar tus horizontes. Deja de ir detrás de esos tipos con corbata apretada que solo saben quejarse y llorar a su mami porque no tienen vida. Tú, hermanita, necesitas una sexcapada con un hombre que te acelere el corazón. Y me refiero a alguien imprudente y salvaje de verdad.
—¿Alguien como Bill? —preguntó Amanda con una sonrisa, pensando en el marido de Selena, que era aún más remilgado que ella.
Selena negó con la cabeza.
—¡Claro que no! Eso es diferente. Mira, en nuestro caso, yo soy la salvaje y la imprudente, la que lo salva de caer en el aburrimiento. Por eso nos complementamos a la perfección. Nos equilibramos. Pero tú no te complementas. Tú y tus novios ocupáis los primeros peldaños en la escalera que lleva a la ciudad del aburrimiento.
—Oye, me gustan mis tipos aburridos. Son dignos de confianza y no tienes que preocuparte por las posibles subidas de testosterona. Soy una chica beta hasta la médula.
Selena resopló y siguió sacando cartas.
—Me da la sensación de que necesitas unas cuantas sesiones de terapia con Grace.
Amanda soltó un bufido.
—Claro, lo único que me faltaba era una cita con una sexóloga que se ha casado con un esclavo sexual griego al que invocó a través de un libro… No, gracias.
Pese a sus palabras, a Amanda le caía bastante bien Grace Alexander. A diferencia de la multitud de amigos extravagantes de Selena, Grace siempre había sido felizmente normal y tenía los pies bien plantados en el suelo.
—Por cierto, ¿cómo le va?
—De maravilla. Niklos aprendió a andar hace dos días y ahora no hay quien lo pare.
Amanda sonrió al imaginarse al adorable bebé rubio y a su hermana melliza. Le encantaba hacer de canguro cuando Grace y Julian salían.
—¿Cuándo está previsto que dé a luz?
—A primeros de marzo.
—Supongo que estarán encantados —dijo con un pequeño aguijonazo de celos.
Siempre había deseado una casa llena de niños, pero a los veintiséis años sus ilusiones comenzaban a alejarse. Sobre todo porque no encontraba ningún hombre dispuesto a tener descendencia con una mujer cuya familia estaba como una cabra.
—¿Sabes? —prosiguió Selena con esa mirada especulativa que hacía que Amanda se estremeciera—. Julian tiene un hermano que también es víctima de una maldición que lo condena a permanecer en un libro. Podrías intentar…
—Rotundamente no, gracias. Recuerda que soy la única que aborrece toda esta basura paranormal. Quiero un hombre humano, normal y agradable, no un demonio.
—Príapo es un dios griego, no un demonio.
—En mi manual, las dos cosas se parecen bastante. Créeme, ya tuve bastante viviendo en una casa con vosotras nueve lanzando hechizos y todo ese rollo del abracadabra. Quiero normalidad en mi vida.
—La normalidad es aburrida.
—¿Por qué no la pruebas antes de darle la patada?
Selena se echó a reír.
—Algún día, hermanita, vas a tener que aceptar la otra mitad de tus genes.
Amanda hizo caso omiso de esas palabras mientras sus pensamientos regresaban a su ex prometido. Había creído de verdad que Cliff era el hombre de su vida. Un administrativo agradable, tranquilo y pasablemente atractivo al que ella había tomado por su media naranja.
Hasta que él conoció a su familia.
¡Puf! Durante los seis meses pasados había pospuesto la presentación a sabiendas de lo que podría ocurrir. Sin embargo, él había insistido tanto que, al final, cedió.
Amanda cerró los ojos y se estremeció al recordar a su hermana gemela, Tabitha, recibiéndolo en la puerta ataviada de pies a cabeza con la vestimenta gótica que usaba para perseguir vampiros. El conjunto se completaba con una ballesta que Tabitha se empeñó en mostrarle, además de su colección completa de shurikens: «Esta es especial. Puede abrir la cabeza de un vampiro a más de doscientos metros».
Por si eso no hubiera sido suficiente, su madre y sus tres hermanas mayores se encontraban en la cocina preparando un hechizo de protección para Tabitha.
Sin embargo, lo más horrible de todo había tenido lugar cuando Cliff bebió sin darse cuenta de la taza de Tabitha, que contenía su poción energética hecha a base de cuajada, tabasco, yema de huevo y hojas de té.
Tuvo arcadas durante una hora.
Más tarde, Cliff la llevó a casa en su coche.
«No puedo casarme con una mujer que tiene semejante familia —le había dicho mientras ella le devolvía el anillo de compromiso—. ¡Dios santo! ¿Y si tuviéramos hijos? ¿Te imaginas lo que ocurriría si alguno de ellos fuera así de rarito?»
Amanda echó la cabeza hacia atrás y pensó que aun sería capaz de matar a toda su familia por la vergüenza que le había hecho pasar. ¿Tanto les habría costado comportarse con normalidad tan solo durante una cena?
¿Por qué? ¿Por qué no había nacido en una familia corriente, en la que nadie creyera en fantasmas, duendes, demonios ni brujas?
Para ser sinceros, ¡dos de sus hermanas creían todavía en Papá Noel!
¿Cómo aguantaba su padre, un hombre maravillosamente normal, todas esas necedades? Estaba claro que merecía que lo santificaran por su paciencia.
—¡Eh, chicas!
Amanda abrió los ojos y descubrió que Tabitha se acercaba.
Vale, genial, pensó.
¿Qué vendría después? ¿La atropellaría un autobús?
El día de hoy mejora por momentos…, se dijo.
Quería muchísimo a su hermana gemela, pero no en ese preciso momento. En ese preciso momento deseaba que le ocurrieran cosas espantosas. Cosas dolorosas y desagradables.
Como era habitual, Tabitha iba vestida de negro de los pies a la cabeza. Pantalones de cuero, jersey de cuello vuelto y abrigo largo, también de cuero. Llevaba la abundante y ondulada melena caoba oscuro recogida en una larga coleta y sus ojos, de un azul pálido, resplandecían. Tenía las mejillas arreboladas y caminaba con alegría.
¡Ay, no! ¡Iba de cacería!
Amanda suspiró. ¿Cómo demonios podían proceder del mismo óvulo?
Tabitha rebuscó en uno de los bolsillos de su abrigo, sacó un trozo de papel y lo colocó sobre la mesa frente a Selena.
—Necesito tus conocimientos. Esto es griego, ¿verdad?
Sin responder a la pregunta, Selena apartó las cartas y echó un vistazo a la nota. Frunció el ceño.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo tenía un vampiro que pulverizamos anoche. ¿Qué dice?
—«El Cazador Oscuro está cerca. Desiderio debe prepararse.»
Tabitha se metió las manos en los bolsillos mientras sopesaba las palabras.
—¿Alguna idea de lo que significa?
Selena se encogió de hombros al tiempo que le devolvía el papel.
—Nunca he oído hablar de ningún Cazador Oscuro, ni del tal Desiderio.
—Eric dice que «Cazador Oscuro» es un nombre en clave para referirse a uno de nosotros. ¿Tú qué opinas? —preguntó Tabitha.
Amanda ya había escuchado bastante. Por Dios, odiaba cuando empezaban con su basura ocultista, demoníaca y vampírica. ¿Por qué no maduraban y se incorporaban al mundo real?
—Chicas —dijo levantándose—, os veré luego.
Tabitha la agarró del brazo cuando comenzaba a alejarse.
—¡Oye! No estarás todavía mosqueada por lo de Cliff, ¿verdad?
—Por supuesto que lo estoy. Sé que lo hicisteis todo a propósito.
Sin preocuparse en absoluto por haber sido la culpable de la ruptura del compromiso de su hermana, Tabitha le soltó el brazo.
—Lo hicimos por tu bien.
—Sí, claro… —le dijo con una falsa sonrisa—. Gracias por cuidar de mí. ¿Por qué no me metes un dedo en el ojo cuando quieras divertirte?
—Vamos, Mandy —le dijo Tabitha con su expresión más adorable, la que conseguía que su padre le perdonara cualquier cosa. Pero con Amanda no obtenía el mismo resultado; al contrario, la irritaba más—. Puede que no te guste lo que hacemos, pero nos quieres. Y no puedes casarte con un gilipollas estirado que no acepta lo que somos.
—¿Lo que somos? —preguntó Amanda, perpleja—. A mí no me incluyas en esa locura. Yo soy la única con los genes recesivos normales y corrientes. Vosotras sois las que…
—¡Tabby!
Amanda se interrumpió al ver que el novio de Tabitha, tan gótico como ella, se acercaba a la carrera. Eric St. James era solo un par de centímetros más alto que ellas, pero no resultaba extraño, teniendo en cuenta que medían un metro setenta y cinco. Tenía el pelo negro y lo llevaba de punta, con un mechón morado. Podría haber sido muy mono si no hubiera llevado un pendiente en la nariz y si se hubiera dedicado a buscar un trabajo a tiempo completo… o a mantenerlo.
Y si renunciara de una vez a cazar vampiros. ¡Por el amor de Dios!
—Gary ha averiguado algo sobre el grupo de vampiros —le dijo Eric a Tabitha—. Vamos a tratar de atraparlos antes de que oscurezca. ¿Te apuntas?
Si Amanda seguía abriendo los ojos de aquella forma, se quedaría ciega.
—Chicos, algún día mataréis a un humano por accidente si seguís actuando de esa manera. ¿Os acordáis de cuando atacasteis a un grupo de fanáticos de Anne Rice-Lestat en el cementerio?
Eric le dedicó una sonrisa satisfecha.
—Nadie acabó herido y a los turistas les encantó.
Tabitha volvió a dirigirse a Selena.
—¿Puedes investigar un poco y ver si averiguas algo sobre el tal Desiderio y el Cazador Oscuro?
—Vamos, Tabby, ¿cuántas veces tengo que decirte que dejes eso? —le dijo Eric, enfadado—. Los vampiros están jugando con nosotros. Lo de «Cazador Oscuro» no es más que un término estúpido que no significa nada.
Selena y Tabitha no le hicieron caso.
—Desde luego —dijo Selena—, aunque es posible que Gary pueda ayudarte.
Eric suspiró con fastidio.
—Dijo que tampoco lo había oído nunca. —Miró a Tabitha con indignación—. Lo que significa que no es nada.
Tabitha se libró de la mano que Eric tenía sobre su hombro y siguió sin hacerle caso.
—Puesto que está escrito en griego, me parece que uno de esos profesores de la universidad amigos tuyos podría sernos de más utilidad.
Selena asintió.
—Se lo comentaré a Julian esta noche, cuando vaya a ver a Grace.
—Gracias. —Tabitha miró a Amanda, que se encontraba a su espalda—. No te preocupes por Cliff. He encontrado al chico perfecto para ti. Lo conocimos hace un par de semanas.
—¡Dios bendito! —jadeó Amanda—. Se acabaron las citas a ciegas preparadas por ti. Todavía no me he recuperado de la última, y eso que fue hace cuatro años.
Selena se echó a reír.
—¿Te refieres al domador de caimanes?
—Sí —contestó Amanda—. Cocodrilo Mitch, el que intentó que acabase como merienda de su mascota, Big Marthe.
Tabitha resopló.
—No es cierto. Solo intentaba mostrarte lo que hacía para ganarse la vida.
—Déjame decirte algo: el día que dejes que Eric te meta la cabeza entre las mandíbulas de un caimán vivo, podrás protestar. Hasta entonces, ya que soy yo la experta en halitosis de caimán, mantengo la opinión de que Mitch solo buscaba un aperitivo gratis.
Tabitha le sacó la lengua, agarró la mano de Eric y salió disparada calle abajo con él a rastras.
Amanda se frotó la frente mientras los observaba haciéndose ojitos el uno al otro. Eso demostraba que siempre había alguien reservado para cada persona. Sin importar lo rara que pudiese ser la persona en cuestión.
Una lástima que ella no pudiera encontrar a ese alguien.
—Me voy a casa a ponerme de mal humor.
—Oye —le dijo Selena antes de que se marchara—. ¿Por qué no cancelo mi cita de esta noche con Grace y nos vamos tú y yo a hacer algo? ¿Qué tal si nos tomamos unas simbólicas y diminutas salchichas a la brasa en honor a Cliff?
Amanda sonrió al imaginárselo. No era de extrañar que adorase a su familia. A pesar del caos, eran personas maravillosas que se preocupaban por ella.
—No, gracias. Puedo hacer las vienesas a la brasa yo misma. Además, a Tabitha le dará un ataque y se morirá si no le preguntas a Julian por su Cazador Oscuro.
—Vale, pero si cambias de idea, dímelo. ¡Ah!, ¿por qué no llamas a Tiyana cuando estés en casa y le dices que prepare un hechizo para encoger el pene de Cliff?
Amanda estalló en carcajadas. De acuerdo, había ocasiones en las que tener una hermana que era Suma Sacerdotisa de vudú resultaba bastante útil.
—Confía en mí, no podría encogérselo más. —Le guiñó un ojo a Selena—. Nos vemos luego.
Esa misma tarde, Amanda dio un respingo cuando el timbre del teléfono la sacó de sus ensoñaciones. Tras dejar el libro que estaba leyendo a un lado, descolgó el auricular.
Era Tabitha.
—Oye, hermanita, ¿puedes ir a mi casa y sacar a Terminator a dar una vuelta?
Amanda rechinó los dientes al escuchar la petición que solía recibir como mínimo dos veces a la semana.
—¡Vamos, Tabby! ¿Por qué no lo has sacado tú?
—No sabía que se me iba a hacer tan tarde. Por favor. Si no vienes, hará pis en mi cama para vengarse.
—Por si no lo sabías, Tabby, yo también tengo una vida.
—Sí, claro… Como si no estuvieras sentada sola en el sofá leyendo la última novela de Kinley MacGregor y poniéndote morada de trufas de chocolate igual que si el mañana no existiera.
Amanda arqueó una ceja al fijarse en la cantidad de envoltorios de trufas esparcidos sobre la mesa y en la novela Claiming the Highlander que estaba junto al teléfono.
¡Joder! Odiaba que sus hermanas le hicieran eso.
—¡Vamos! —suplicó Tabitha—. Te prometo que seré simpática con tu próximo novio.
Amanda dejó escapar un suspiro; sabía que no podía negarles nada a sus hermanas. Esa era su mayor debilidad.
—Si no vivieras al final de la calle, te mataría.
—Lo sé. Yo también te quiero.
Tras soltar un ronco gruñido, Amanda colgó el teléfono. Echó una melancólica mirada al libro. Maldita sea, justo cuando empezaba a meterse en la historia…
Suspiró de nuevo. Bueno, al menos Terminator le haría compañía durante un rato. Era un pitbull francamente horroroso, pero en esos momentos era el único varón al que podía soportar.
Agarró el polar que había dejado sobre el sillón y salió por la puerta delantera. Tabitha vivía a dos manzanas y, aunque la noche era extremadamente oscura y fría, no le apetecía conducir.
Se puso los guantes mientras se encaminaba calle abajo, deseando que Cliff estuviese allí para que paseara al perro. No podía recordar las incontables ocasiones en las que lo había embaucado para que sacara de paseo a Terminator de camino a su casa.
Tropezó con un adoquín y se dio cuenta de que estaba pensando en Cliff por primera vez desde hacía horas. En realidad, lo que peor le sentaba de su ruptura era que no lo echaba de menos. En ningún sentido. Echaba de menos tener a alguien con quien charlar por las noches; echaba de menos a un compañero con el que ver la televisión, pero no podía decir con franqueza que lo echara de menos como persona.
Eso era lo que más la deprimía.
De no haber sido por su estrafalaria familia, habría acabado casándose con él y habría descubierto demasiado tarde que en realidad no lo amaba.
Esa idea le provocaba más escalofríos que el gélido viento de noviembre.
Tras alejar a Cliff de sus pensamientos, se concentró en el vecindario. A las ocho y media estaba todo sorprendentemente tranquilo, incluso tratándose de una noche de domingo. Había coches aparcados a lo largo de la calle y la mayoría de las ventanas estaban iluminadas mientras ella se paseaba por la antigua y deteriorada acera.
Todo era normal; sin embargo, había algo espeluznante en el ambiente. La luna menguante, bien alta en el cielo, proyectaba retorcidas sombras a su alrededor. De vez en cuando llegaban hasta ella los lejanos ecos de las risas que transportaba el viento.
Era una noche perfecta para que las fuerzas del mal…
—¡Fuera de mi cabeza! —dijo en voz alta.
¡Por culpa de Tabitha estaba pensando en esas cosas! ¡Por el amor de Dios!
¿Qué iba a ser lo siguiente? ¿Se dedicaría a rastrear el pantano con sus hermanas en busca de caimanes y extrañas plantas para los rituales de vudú?
Con un escalofrío ante semejante idea, llegó por fin a la extraña y antigua casa que Tabitha y su compañera habían alquilado justo en la esquina de la calle. Pintada de un llamativo color morado, era una de las más pequeñas de la vecindad. A Amanda le sorprendía que ningún vecino se quejara de aquel horrible color. Por supuesto, a Tabitha le encantaba, ya que resultaba muy fácil de encontrar para quien no conociera la zona.
«Solo tienes que localizar la casita morada de estilo victoriano, con la verja negra de hierro. No tiene pérdida.»
No, a menos que uno fuera ciego.
Tras abrir la pequeña puerta de la verja de hierro forjado, atravesó el jardín y siguió el sendero que llevaba hasta el porche, donde una enorme y siniestra gárgola de piedra hacía las veces de vigilante.
—¡Hola, Ted! —saludó a la estatua; Tabitha juraba que podía leer los pensamientos—. Solo voy a sacar al chucho, ¿vale?
Sacó las llaves del bolsillo del polar y abrió la puerta principal. Cuando entró al vestíbulo, arrugó la nariz al notar un olor apestoso. Una de las pociones de su hermana debía de haber salido mal.
O eso, o Tabitha había intentado cocinar de nuevo.
Escuchó los ladridos de Terminator en el dormitorio.
—Ya voy —le dijo mientras cerraba la puerta, encendía las luces y cruzaba la salita de estar.
No había hecho más que poner un pie en el pasillo cuando escuchó su voz interior aconsejándole que huyera.
Antes de que pudiera parpadear siquiera, se apagaron las luces y alguien la agarró por detrás.
—Bueno, bueno… —le dijo una voz sedosa al oído—. Por fin te tengo, brujilla. —La sujetó con más fuerza—. Ha llegado la hora de hacerte sufrir.
Algo la golpeó en la cabeza un segundo antes de ver cómo el suelo se acercaba.