Cincuenta y cinco

La pelota sale impulsada hacia arriba. Dos muchachas hacen amago de dirigirse a la red. Y Niki cuenta bien los pasos. Uno, dos, y salta. Pero al otro lado de la red dos adversarias se han percatado de la maniobra, y le hacen un bloqueo. La pelota, golpeada por Niki, rebota, baja y cae en su campo.

—Piiiii.

Pitido del árbitro, que extiende su brazo hacia la izquierda. Punto para el equipo rival.

—¡Nooo! —Pierangelo, el entrenador, no deja de hacer aspavientos, se quita la gorra de la cabeza y golpea con ella en una mesa cercana. Está claro que en ese momento las curvas de sus jugadoras no lo distraen. Sólo está fastidiado por sus errores. Las adversarias van a darles una paliza. Justo en ese momento, la pequeña puerta que queda al fondo del pabellón se abre. Y con un impecable blazer a juego con unos pantalones azul oscuro de tela ligeramente asargada, camisa a rayas azules, celestes y blancas, y despidiendo todavía el perfume de la ducha, he aquí que llega Alessandro. Sonríe. Lleva algo en la mano. Niki lo ve y sonríe ella también. Luego hace una pequeña mueca, como diciendo: «¡Menos mal que has llegado!».

A partir de ese momento es como si un amuleto hubiese ido a parar al bolsillo del entrenador. Ese equipo no puede perder. Saques y bloqueos, toques de antebrazo y pelotas impulsadas hacia arriba y remates, más remates, y superremates. Y un increíble juego de equipo. Y al final… ¡punto!

—¡Gana el Mamiani por veinticinco a dieciséis!

Las chicas gritan, se abrazan y saltan todas juntas, apoyadas cada una en los hombros de la otra. Pero al final Niki se escabulle por debajo y se escapa. Y corre como una loca, excitada y bañada en sudor, y le salta encima, rodeando con sus largas piernas las caderas de Alessandro, tan elegantemente vestido.

—¡Hemos ganado! —Y le da un largo beso, ella dulcemente salada.

—Nunca lo dudé. Ten, esto es para ti. —Alessandro le da un paquete—. Mantenlo así, en posición vertical.

—¿Qué es?

—Es para ti… o mejor dicho, para ella.

Alessandro sonríe mientras Niki abre de prisa el regalo.

—Nooo… Qué bonita, una planta de jazmín.

—No podías no tener algo tuyo… chica de los jazmines…

Y así siguen, besándose sin darse cuenta de nada más, de la gente que pasa a su lado, vencedores y vencidos de una final importante, pero en el fondo no tan importante. Después, Alessandro ya no puede seguir sujetándola y se caen entre las sillas de la tribuna. Y no se hacen daño. Y se ríen. Y siguen besándose. No hay nada que hacer. A veces el amor vence verdaderamente sobre todo.