NICK DUNNE

Nueve días ausente

¡Buenos días! Me quedé sentado en la cama con el portátil a un lado, disfrutando con los comentarios suscitados en internet por mi entrevista improvisada. El ojo izquierdo me palpitaba un poco, una ligera resaca causada por el escocés barato, pero el resto de mi persona se sentía bastante satisfecho. «Anoche lancé el primer anzuelo para atraer a mi esposa de regreso. Lo siento, te lo compensaré todo, a partir de ahora haré lo que tú deseas, haré que el mundo sepa lo especial que eres».

Porque, a no ser que Amy decidiese mostrarse, estaba jodido. El detective de Tanner (un tipo nervudo y aseado, no el investigador alcoholizado de cine negro que había esperado yo) no había obtenido ningún resultado hasta el momento: mi esposa se había hecho desaparecer a la perfección. Tenía que convencer a Amy para que regresase a mí, hacerla salir de su agujero con halagos y capitulaciones.

Si los comentarios servían de indicativo, había tomado la decisión correcta, pues eran buenos. Eran muy buenos:

«¡El hombre de hielo se derrite!».

«SABÍA que era buen tío».

«In vino veritas!».

«A lo mejor después de todo no la mató».

«A lo mejor después de todo no la mató».

«A lo mejor después de todo no la mató».

Y habían dejado de llamarme Lance.

Frente a mi casa, los cámaras y los periodistas estaban inquietos, querían una declaración del tipo de que «A lo mejor después de todo no la mató». Gritaban frente a mis persianas echadas. «Eh, Nick, vamos, sal, háblanos de Amy», «Eh, Nick, cuéntanos lo de tu caza del tesoro». Para ellos, solo era un nuevo matiz en una escalada de audiencia, pero era mucho mejor que «Nick, ¿mataste a tu mujer?».

Y entonces, de repente, empezaron a gritar el nombre de Go. Adoraban a Go, no tiene cara de póquer, enseguida se le nota si está triste, enfadada, preocupada; bastaba ponerle un pie de foto y ya tenías toda la historia. «Margo, ¿es inocente tu hermano?», «Margo, háblanos de…», «Tanner, ¿es inocente tu cliente?», «Tanner…».

Sonó el timbre y abrí la puerta a la vez que me ocultaba tras ella, porque todavía estaba hecho unos zorros; el pelo de punta y los calzoncillos arrugados contarían su propia historia. La noche anterior, frente a la cámara, estaba adorablemente afligido, un pelín achispado, invinoveritástico. Ahora simplemente parecía un borracho. Cerré la puerta y aguardé otras dos radiantes críticas a mi actuación.

—No vuelva a hacer nunca, nunca, algo parecido —empezó Tanner—. ¿Se puede saber qué diablos le pasa, Nick? Empiezo a pensar que debería ponerle una de esas correas para críos. ¿Cuán estúpido puede llegar a ser?

—¿Ha visto todos los comentarios en internet? A la gente le ha encantado. Estoy dándole la vuelta a la opinión pública, tal como usted me dijo.

—Pero nunca en un entorno no controlado —replicó él—. ¿Y si esa chica hubiera trabajado para Ellen Abbott? ¿Y si le hubiera empezado a hacer preguntas más complejas que «Qué te gustaría decirle a tu esposa, guapito de cara»?

Dijo aquello último canturreando como una adolescente. Su rostro estaba rojo por debajo del bronceado de spray naranja, otorgándole una paleta radiactiva.

—Confié en mi instinto. Soy periodista, Tanner, concédame al menos el beneficio de la duda a la hora de ser capaz de detectar patrañas. La chica era muy dulce.

Tanner se sentó en el sofá y puso los pies sobre la otomana que jamás se habría volcado sola.

—Ya, bueno, también su esposa lo fue en otro tiempo —dijo—. Y también lo fue Andie. ¿Qué tal la mejilla?

Aún dolía; el mordisco pareció palpitar en cuanto Tanner me recordó su existencia. Me volví hacia Go en busca de apoyo.

—No fue inteligente por tu parte, Nick —dijo ella, sentándose frente a Tanner—. Has sido muy, muy afortunado. Ha salido muy bien, pero podría no haber sido así.

—Y vosotros sois muy exagerados. ¿Podemos disfrutar un pequeño momento de buenas noticias? ¿Solo treinta segundos de buenas noticias en los últimos nueve días? ¿Por favor?

Tanner hizo ademán de mirar su reloj.

—De acuerdo, adelante.

Cuando empecé a hablar, alzó el dedo índice, profirió ese «ah-ah» que emiten los adultos cuando los niños intentan interrumpir. Lentamente, su índice fue descendiendo y finalmente aterrizó sobre el cristal del reloj.

—De acuerdo, treinta segundos. ¿Los ha disfrutado? —Hizo una pausa para ver si decía algo; el marcado silencio que permite un maestro tras haberle preguntado al estudiante que ha interrumpido la clase si ha terminado ya—. Tenemos que hablar. Estamos en un momento en el que el don de la oportunidad resulta clave.

—Estoy de acuerdo.

—Vaya, gracias. —Alzó una ceja en dirección a mí—. Quiero revelarle a la policía el contenido del cobertizo muy, muy pronto. Mientras el hoi polloi está…

«Solo hoi polloi —pensé—, no el hoi polloi». Era algo que me había enseñado Amy.

—… nuevamente enamorado de usted. Disculpe, nuevamente no. Finalmente. Los periodistas han encontrado la casa de Go y no me siento tranquilo manteniendo ese cobertizo y sus contenidos en secreto durante mucho más tiempo. ¿Los Elliott están…?

—No podemos seguir contando con el apoyo de los Elliott —dije—. En absoluto.

Otra pausa. Tanner decidió no sermonearme, ni siquiera preguntó qué había pasado.

—De modo que necesitamos pasar a la ofensiva —dije, sintiéndome intocable, enfadado, dispuesto.

—Nick, no permitas que un buen resultado te haga creerte indestructible —dijo Go. Sacó unas pastillas de excedrina del bolso y me las puso en la mano—. Líbrate de la resaca. Hoy necesitas estar alerta.

—Todo irá bien —le dije. Engullí las pastillas y me volví hacia Tanner—. ¿Qué hacemos? Tracemos un plan.

—Estupendo, esto es lo que hay —dijo Tanner—. Resulta increíblemente heterodoxo, pero así soy yo. Mañana le vamos a conceder una entrevista a Sharon Schieber.

—Guau, eso… ¿En serio?

Sharon Schieber era lo mejor a lo que podría haber aspirado: la presentadora (para demostrar que era capaz de tener relaciones respetuosas con seres que tienen vagina) más valorada (franja de edad 30-55) de la televisión en abierto (mayor alcance que los canales por cable) del momento. Se había labrado cierta reputación por internarse muy de cuando en cuando en las impuras aguas del periodismo de investigación criminal, pero cuando lo hacía era para imponer la razón. Dos años antes, cobijó bajo su sedosa ala a una joven madre encarcelada por haber zarandeado a su hijo hasta la muerte. Sharon Schieber presentó en el transcurso de varias noches toda una defensa legal (y muy emotiva). Hoy día aquella joven se encuentra de regreso en su hogar en Nebraska, se ha vuelto a casar y está esperando un hijo.

—Está confirmado. Se puso en contacto con nosotros después de que el vídeo pasase a viral.

—O sea que el vídeo ha ayudado. —No pude resistirme.

—Le ha aportado un matiz interesante: antes del vídeo, era evidente que usted lo había hecho. Ahora existe una ligera posibilidad de que no fuese así. No sé cómo pero al fin ha conseguido usted parecer genuinamente…

—Porque anoche tenía un propósito real: recuperar a Amy —dijo Go—. Se trataba de una maniobra ofensiva. En otro momento habría sido simplemente una emoción indulgente, inmerecida y falsa.

Le dediqué una sonrisa de agradecimiento.

—Bueno, pues intente no olvidar que está sirviendo a un propósito —dijo Tanner—. Nick, no voy a andarme con chiquitas: esto va más allá de cualquier ortodoxia. La mayoría de los abogados le estarían conminando a cerrar la boca. Pero es algo que llevo queriendo intentar algún tiempo. Los medios han saturado el entorno legal. Desde que tenemos internet, Facebook, YouTube… los jurados imparciales han pasado a la historia. Ninguno llega al banquillo sin haberse formado una opinión. El ochenta, noventa por ciento de un caso queda decidido antes de haber entrado en el juzgado. De modo que ¿por qué no utilizarlo? ¿Controlar la historia? Pero es un riesgo. Quiero cada palabra, cada gesto y cada brizna de información planeada de antemano. Pero tiene que parecer genuino, agradable, o todo esto acabará volviéndose en nuestra contra.

—Oh, suena fácil —dije—. Cien por cien enlatado, pero completamente natural.

—Tendrá que ser extremadamente cuidadoso con sus palabras y le diremos a Sharon que no responderá usted a ciertas preguntas. Se las hará de todas maneras, pero le enseñaremos a decir: «Debido a ciertas acciones perjudiciales llevadas a cabo por la policía implicada en este caso, no puedo, por desgracia, responder ahora mismo a esa pregunta, a pesar de lo mucho que me gustaría». Y a decirlo con convicción.

—Como un perro parlanchín.

—Eso mismo, como un perro parlanchín que no quiere ir a la cárcel. Si conseguimos que Sharon Schieber lo adopte como causa, Nick, estamos salvados. Ya le digo que todo esto es tremendamente heterodoxo, pero yo soy así —repitió Tanner.

Le gustaba la frase; era su sintonía particular. Hizo una pausa y arrugó el entrecejo, fingiendo que estaba pensando. Iba a añadir algo que no me iba a gustar.

—¿Qué? —pregunté.

—Va a tener que contarle a Sharon Schieber lo de Andie… porque va a acabar aflorando. Su aventura, no hay modo de evitarlo.

—Justo cuando empezaba a caerle bien a la gente. ¿Quiere que deshaga todo el trabajo?

—Se lo juro, Nick. ¿Cuántos casos he llevado? Algo así siempre, siempre, de algún modo, de alguna manera, acaba saliendo a la luz. Pero si agarramos el toro por los cuernos tendremos el control. Le cuenta lo de Andie y se disculpa. Se disculpa como si su vida dependiese literalmente de ello. Tuvo usted una aventura, es un hombre, un hombre estúpido y débil. Pero ama a su esposa y va a compensarla por todo. Graba la entrevista y a la noche siguiente la emiten. Todo el contenido está protegido por contrato, de modo que la cadena no podrá utilizar la aventura con Andie como reclamo en sus anuncios. Solo podrán utilizar la palabra «bombazo».

—Entonces, ¿ya les ha hablado de Andie?

—Por el amor de Dios, no —dijo Tanner—. Les he dicho: «Tenemos un bombazo para ustedes». A partir de que grabe usted la entrevista, dispondremos de unas veinticuatro horas aproximadamente. Justo antes de que la emitan por la tele, les hablamos a Boney y a Gilpin de Andie y de nuestro descubrimiento en el cobertizo. Cielos, lo hemos solucionado por ustedes: «¡Amy está viva y está incriminando a Nick! ¡Está loca, celosa, y está incriminando a Nick! ¡Oh, mundo cruel!».

—Entonces, ¿por qué no contárselo también a Sharon Schieber? ¿Lo de que Amy me está incriminando?

—Primer motivo: si confiesa lo de Andie y pide perdón, el país estará predispuesto a perdonarle, sentirá compasión por usted. A los norteamericanos les chifla ver cómo se disculpan los pecadores. Pero no puede revelar absolutamente nada que haga quedar mal a su esposa; nadie quiere ver al marido infiel culpar a su mujer de nada. Deje que sea otro quien lo haga al día siguiente: fuentes cercanas a la policía revelan que la esposa de Nick, aquella a la que él jura amar con todo su corazón, lo está incriminando falsamente. ¡Buena televisión!

—¿Cuál es el segundo motivo?

—Resulta demasiado complicado explicar exactamente el modo en el que Amy le está incriminando. No se puede resumir en una sola frase. Y eso es mala televisión.

—Me dan ganas de vomitar —dije.

—Nick, es… —empezó a decir Go.

—Lo sé, lo sé, es necesario. Pero ¿puedes imaginar lo que es tener que revelar tu mayor secreto delante de todo el mundo? Sé que tengo que hacerlo. Y en última instancia jugará a nuestro favor, creo. Es la única manera de hacer regresar a Amy —dije—. Quiere verme públicamente humillado…

—Escarmentado —interrumpió Tanner—. Humillado hace que parezca que siente usted lástima de sí mismo.

—… y obtener una disculpa pública —continué—. Pero va a ser jodidamente espantoso.

—Antes de que sigamos adelante, quiero serle sincero —dijo Tanner—. Contarle a la policía toda la historia, que Amy está incriminando a Nick, es un riesgo. La mayoría de los polis tiende a decidirse por un sospechoso y no les gusta en lo más mínimo tener que rectificar. No están abiertos a otras opciones. De modo que corremos el riesgo de que se lo contemos, nos echen con cajas destempladas de la comisaría y luego le arresten, en cuyo caso, teóricamente, les habríamos anticipado nuestra defensa. Y podrían planear el modo exacto de destruirla durante el juicio.

—Vale, espere, eso pinta muy, pero que muy mal, Tanner —dijo Go—. Tan mal que no sé ni cómo se le ocurre plantearlo.

—Déjeme acabar —dijo Tanner—. Uno, creo que tiene usted razón, Nick. Creo que Boney no está convencida de que sea usted un asesino. Creo que ella sí estaría abierta a una teoría alternativa. Se ha labrado una buena reputación de ecuánime. De policía con buenos instintos. He hablado con ella. Me ha dado buena onda. Creo que las pruebas la conducen hacia usted, pero sus tripas le están diciendo que algo no encaja. Más importante aún, en caso de que llegáramos a juicio, de todos modos no usaría la incriminación de Amy como defensa.

—¿Qué quiere decir?

—Como ya he dicho, es demasiado complicada, un jurado no sería capaz de seguirla. Si no es buena televisión, no es adecuada para un jurado. Seguiríamos más bien una línea a lo O. J. Un relato sencillo: la policía es incompetente y está emperrada en inculparle, todas las pruebas son circunstanciales, si el zapato no encaja, bla, bla, bla.

—Bla, bla, bla. Eso me da mucha seguridad —dije yo.

Tanner sonrió ampliamente.

—Los jurados me adoran, Nick. Soy uno de ellos.

—Es justo lo contrario a uno de ellos, Tanner.

—Rectifico: a los jurados les gustaría creer que son como yo.

Todo lo que hacíamos ahora, lo hacíamos frente a un bosquecillo de paparazzi, así que Go, Tanner y yo salimos de casa entre destellos de luz y ruidos tintineantes. («No agaches la mirada —recomendó Tanner—. No sonrías, pero no parezcas avergonzado. Tampoco te apresures, simplemente camina, deja que tomen sus instantáneas y cierra la puerta antes de insultarles. Después podrás llamarles lo que te venga en gana»). Nos dirigíamos a Saint Louis, donde tendría lugar la entrevista, para que pudiera ensayar con la esposa de Tanner, Betsy, antigua presentadora de telediario convertida en abogada. Era la otra Bolt en Bolt & Bolt.

Formábamos una siniestra caravana: Tanner y yo, seguidos por Go, seguidos por media docena de unidades móviles, pero para cuando el Arco asomó sobre el horizonte, había dejado de pensar en los paparazzi.

Para cuando llegamos a la suite de Tanner en el ático, estaba dispuesto a hacer todo el trabajo necesario para clavar la entrevista. Una vez más, ansié una sintonía propia: una música apropiada para un montaje en el que se me viera preparándome para el gran combate. ¿Cuál es el equivalente mental de una pera de boxeo?

Una despampanante negra de metro ochenta de alto abrió la puerta.

—Hola, Nick, soy Betsy Bolt.

En mi cabeza, Betsy Bolt era una diminuta belleza sureña, blanca y rubita.

—No te preocupes, todo el mundo se sorprende al conocerme. —Betsy rio al ver mi expresión, estrechándome la mano—. Tanner y Betsy, suena como si debiéramos salir en la portada de The Official Preppy Guide, ¿verdad?

Preppy Handbook —corrigió Tanner mientras la besaba en la mejilla.

—¿Ves? Él incluso se lo sabe —dijo ella.

Nos guio al interior de una impresionante suite: un salón iluminado por ventanales de pared a pared y dormitorios a ambos lados. Tanner había jurado que no podía quedarse en Carthage, en el Days Inn, por respeto a los padres de Amy, pero tanto Go como yo sospechábamos que no podía quedarse en Carthage porque el hotel de cinco estrellas más cercano estaba en Saint Louis.

Nos enfrascamos en los preliminares: charla intrascendente sobre la familia de Betsy, su paso por la universidad, su carrera (todo maravilloso, sobresaliente, genial), y bebidas para todos (refrescos y Clamato, algo que Go y yo habíamos terminado por considerar una afectación de Tanner, un detalle extravagante que él pensaba que le daría carácter, como cuando yo llevaba gafas falsas en la universidad). Después Go y yo nos hundimos en el sofá de piel y Betsy se sentó frente a nosotros, juntando las piernas a un costado, como un signo de barra oblicua. Guapa/profesional. Tanner caminaba detrás de nosotros, escuchando.

—De acuerdo. Bueno, Nick —dijo Betsy—, voy a ser franca contigo, ¿vale?

—Vale.

—Tú y la tele. Si no contamos la cosita esa del blog, la cosita esa con Quienlohizo.com anoche en el bar, eres penoso.

—Hay un motivo para que me dedicase al periodismo impreso —dije—. Veo una cámara y se me congela la cara.

—Exacto —dijo Betsy—. Pareces un enterrador, completamente inexpresivo. Pero tengo un truco para solucionar eso.

—¿Alcohol? —pregunté—. Me ayudó con «la cosita esa del blog».

—Aquí no va a funcionar —dijo Betsy. Comenzó a instalar una cámara de vídeo—. He pensado que podríamos hacer un ensayo preliminar. Yo interpretaré a Sharon. Te haré las preguntas que probablemente hará ella y tú responde del modo que lo harías normalmente. Así podremos saber lo lejos que estás del objetivo. —Volvió a reírse—. Espera.

Llevaba un ajustado vestido azul y de un enorme bolso de piel sacó un collar de perlas. El uniforme de Sharon Schieber.

—¿Tanner?

Su esposo le abrochó el collar y, cuando quedó en su sitio, Betsy sonrió.

—Persigo la autenticidad más absoluta. Aparte de mi acento de Georgia. Y de ser negra.

—Solo veo a Sharon Schieber delante de mí —dije yo.

Betsy encendió la cámara, se sentó justo delante de mí, suspiró, miró hacia el suelo y después hacia arriba.

—Nick, hemos visto muchas discrepancias en este caso —dijo Betsy con la engolada voz utilizada por Sharon en sus emisiones—. Para empezar, ¿puedes rememorar para nuestro público el día que desapareció tu esposa?

—Aquí, Nick, limítate a hablar de vuestro desayuno de aniversario —interrumpió Tanner—. Es un detalle conocido. Pero no fijes horarios ni hables de lo sucedido antes ni después del desayuno. Limítate a enfatizar lo maravilloso que fue el último desayuno que compartisteis. De acuerdo, adelante.

—Sí. —Me aclaré la garganta. La cámara parpadeaba en rojo; Betsy mostraba una expresión de periodista inquisitiva—. Uh… como ya sabes, era nuestro quinto aniversario y Amy se levantó temprano y estaba preparando crepes…

Betsy movió bruscamente el brazo y noté un repentino escozor en la mejilla.

—¿Qué diablos? —dije, intentando adivinar lo que había sucedido.

Tenía una gominola de color rojo cereza en el regazo. La cogí y la alcé.

—Cada vez que te vea tensarte, cada vez que conviertas ese atractivo rostro en la máscara de un enterrador, te voy a tirar una gominola —explicó Betsy, como si todo aquello fuera de lo más razonable.

—¿Y se supone que eso me va a destensar?

—Funciona —dijo Tanner—. Es como me enseñó a mí. Aunque creo que conmigo utilizó piedras.

Intercambiaron una de esas sonrisas de «¡Cómo eres!» típicas de casados. Ya podía notarlo: era una de esas parejas que siempre parecía protagonizar su programa de entrevistas matutino.

—Ahora vuelve a empezar, pero recréate en los crepes —dijo Betsy—. ¿Eran tus favoritos? ¿O los de ella? ¿Y qué estabas haciendo aquella mañana por tu esposa mientras ella te estaba preparando crepes?

—Estaba durmiendo.

—¿Qué regalo le habías comprado?

—Todavía ninguno.

—Ay, señor. —Betsy puso los ojos en blanco en dirección a su marido—. Entonces sé muy, muy, muy elogioso con esos crepes, ¿de acuerdo? Y haz hincapié en lo que fuese que tuvieras pensado comprarle aquel día como regalo. Porque sé que no ibas a regresar a casa sin un regalo.

Comenzamos de nuevo y describí nuestra tradición de desayunar crepes, que en realidad no era tal, y describí lo cuidadosa y maravillosa que era Amy a la hora de elegir los regalos (en aquel momento otra gominola me golpeó justo en el centro de la nariz y de inmediato relajé la mandíbula), mientras que yo, tonto como soy («Desde luego, carga las tintas en el personaje de marido bobo», recomendó Betsy), seguía intentando dar con algo realmente deslumbrante.

—Tampoco es que le gustaran los regalos particularmente caros ni fantasiosos —comencé, y me vi golpeado por una pelota de papel arrojada por Tanner.

—¿Qué?

—Pretérito. Deje de utilizar el pretérito para hablar de su esposa.

—Tengo entendido que su esposa y usted han sufrido algunos altibajos —continuó Betsy.

—Han sido un par de años duros. Los dos nos quedamos sin trabajo.

—¡Bien, sí! —exclamó Tanner—. Los dos.

—Nos mudamos aquí para ayudar a cuidar de mi padre, que sufre de Alzheimer, y de mi difunta madre, que tenía cáncer, además de lo cual tuve que trabajar muy duro en mi nuevo negocio.

—Bien, Nick, bien —dijo Tanner.

—No olvides mencionar lo estrecha que era tu relación con tu madre —dijo Betsy, a pesar de que yo no había mencionado nada al respecto—. No aparecerá nadie que vaya a negarlo, ¿verdad? No circulará ninguna historia de horror al respecto, ¿verdad?

—No, mi madre y yo manteníamos una relación muy estrecha.

—Bien —dijo Betsy—. Menciónala a menudo entonces. Y que tienes un bar a medias con tu hermana, menciona a tu hermana cada vez que menciones el bar. Si llevas un bar solo, eres un ligón; si lo llevas a medias con tu querida hermana melliza, eres…

—Irlandés.

—Continúa.

—El caso es que el asunto se fue hinchando… —empecé.

—No —dijo Tanner—. Eso implica que se iba acercando a un estallido.

—El caso es que nos habíamos desviado un poco del camino, pero me pareció que nuestro quinto aniversario sería un momento apropiado para revivir nuestra relación…

Recomprometerme con nuestra relación —exclamó Tanner—. «Revivir» significa que algo ha muerto.

—Recomprometerme con nuestra relación…

—¿Y cómo coño encaja una chica de veintitrés años en este cuadro rejuvenecedor? —preguntó Betsy.

Tanner le lanzó una gominola.

—Te estás saliendo un poco del personaje, Bets.

—Lo siento, chicos, pero soy una mujer, y eso huele mal, huele mal a kilómetros. Recomprometerse con la relación, por favor. Seguías viéndote con la chica el día que desapareció Amy. Las mujeres te van a odiar, Nick, a menos que hagas de tripas corazón. Sé directo, no demores el momento. Podrías abordarlo de la siguiente manera: «Perdimos nuestros empleos, nos mudamos, mis padres se estaban muriendo. Entonces la cagué. La cagué de la peor manera posible. Perdí de vista quién era yo en realidad y por desgracia tuve que perder a Amy para darme cuenta de ello». Tienes que reconocer que eres un capullo y que todo fue culpa tuya.

—Lo que se supone que debemos hacer los hombres en general —dije.

Betsy dirigió una mirada irritada hacia el techo.

—Y esa es una actitud, Nick, con la que deberías tener mucho cuidado.