Siete días ausente
Solo fui capaz de dar un par de pasos hacia el interior del cobertizo antes de sentir la necesidad de apoyarme contra la pared para recuperar el aliento.
Sabía que iba a ser grave. Lo supe tan pronto como desentrañé la pista: el cobertizo. Un buen rato al mediodía. Cócteles. Porque aquella descripción no era aplicable a Amy y a mí. Éramos Andie y yo. El cobertizo era solo uno de los muchos lugares extraños en los que me había acostado con Andie. Los escenarios propicios para nuestros encuentros eran limitados. Su transitado complejo de apartamentos demostró ser inadecuado. Los moteles aparecen en las tarjetas de crédito y mi esposa no era ni confiada ni estúpida. (Andie tenía una MasterCard, pero los extractos le llegaban a su madre. Me duele reconocerlo). De modo que el cobertizo, bien protegido tras la casa de mi hermana, era una opción bastante segura cuando Go estaba en el trabajo. De igual modo, la casa abandonada de mi padre («Quizá te sientas culpable por haberme traído hasta aquí. / Debo confesar que en un principio no me sentí muy feliz, / pero tampoco es que tuviéramos muchas elecciones. / Venir a este lugar fue la mejor de las opciones»), mi despacho en la universidad en un par de ocasiones («Siendo tu alumna me imagino a diario, / con un maestro tan atractivo y sabio / mi mente se abre [¡por no decir mis labios!]) y, una sola vez, en el coche de Andie, aparcados en la cuneta de un camino de tierra en Hannibal después de que la hubiera llevado un día de visita, una reinterpretación mucho más satisfactoria de mi banal excursión junto a Amy («Me trajiste aquí para que oírte hablar pudiera / de tus aventuras juveniles: vaqueros viejos, gorra de visera»).
Cada pista había sido escondida en un lugar en el que había engañado a Amy. Mi esposa había utilizado la caza del tesoro para llevarme de gira por todas mis infidelidades. Sentí un brote de náuseas al imaginar a Amy siguiéndome en su coche —a casa de mi padre, a la de Go, hasta el condenado Hannibal— y viendo cómo me follaba a aquella muchacha joven y dulce, mientras sus labios se retorcían en una mueca de repugnancia y triunfo.
Porque sabía que el castigo sería ejemplar. Y allí, en la última parada, Amy se había propuesto hacerme saber lo astuta que era. Porque el cobertizo estaba abarrotado con todos y cada uno de los aparatos y cachivaches que había jurado ante Boney y Gilpin no haber comprado con las tarjetas de crédito cuya existencia había jurado desconocer. Los palos de golf delirantemente caros, los relojes y los juegos para consola, las ropas de marca, estaba todo allí, acechando, en el jardín de mi hermana. Donde parecería que los había ido almacenando a la espera de que mi mujer estuviera muerta y por fin pudiera empezar a divertirme.
Llamé a la puerta de Go, y cuando abrió, fumándose un cigarrillo, le dije que tenía que enseñarle algo, me di media vuelta y la guie sin decir palabra hasta el cobertizo.
—Mira —dije, empujándola hacia la puerta abierta.
—¿Eso son…? ¿Son todas las compras… de las tarjetas de crédito?
La voz de Go hizo un gallo. Se llevó una mano a la boca y retrocedió alejándose de mí un paso, y me di cuenta de que solo por un segundo había pensado que me estaba confesando con ella.
Nunca seríamos capaces de borrar aquel momento. Solo por eso, odié a mi esposa.
—Amy me ha tendido una trampa, Go —dije—. Go, fue Amy quien compró todo esto. Me está incriminando.
Go reaccionó bruscamente. Sus párpados se movieron una, dos veces; después meneó ligeramente la cabeza, como para desprenderse de la imagen: Nick el asesino de Amy.
—Amy me ha tendido una trampa para hacerme parecer su asesino. ¿De acuerdo? Su última pista me ha conducido hasta aquí. Y no, yo no sabía nada de todo esto. Es su gran alegato. «Y a continuación: ¡Nick va a la cárcel!». —Una enorme burbuja de gas se formó en la parte trasera de mi garganta, iba a sollozar o a reír. Me reí—. O sea, ¿verdad? Joder, ¿verdad?
«Así que date prisa, ponte en marcha, por favor, / y esta vez te enseñaré una cosa o dos». Las últimas palabras en la primera pista de Amy. ¿Cómo no me había dado cuenta?
—Si te ha tendido una trampa, ¿por qué hacértelo saber? —Go seguía observando, absorta, los contenidos de su cobertizo.
—Porque sabe que su plan es perfecto. Pero siempre ha necesitado esa validación, los halagos, constantemente. Quiere que sepa que me está jodiendo vivo. No puede resistirse. De otro modo, no sería divertido para ella.
—No —dijo Go, mordiéndose una uña—. Tiene que haber otra cosa. Algo más. ¿Has tocado algo?
—No.
—Bien. Entonces la pregunta pasa a ser…
—¿Qué cree ella que haré cuando encuentre todo este montón de pruebas incriminatorias en casa de mi hermana? —dije yo—. Esa es la pregunta, porque sea lo que sea que haya asumido que haré, sea lo que sea que quiera que haga, tengo que hacer justo lo contrario. Si cree que perderé la cabeza y que intentaré librarme de todo esto, te garantizo que ya ha ideado la manera de que me pillen con las manos en la masa.
—Aquí no puedes dejarlo —dijo Go—. Te detendrían, sin duda. ¿Estás seguro de que esa era la última pista? ¿Dónde está tu regalo?
—Oh. Mierda. No. Debe de estar ahí dentro, en alguna parte.
—No entres ahí —dijo Go.
—Tengo que hacerlo. Dios sabe qué más tendrá preparado para mí.
Entré con cuidado en el húmedo cobertizo, manteniendo las manos pegadas a los costados, caminando delicadamente de puntillas para no dejar huellas de suelas. Justo detrás de un televisor de pantalla plana, el sobre azul de Amy descansaba sobre una enorme caja envuelta en su hermoso papel de regalo plateado. Saqué el sobre y la caja al exterior, al aire cálido. El objeto dentro del paquete era pesado, unos quince kilos o más, y estaba separado en varias piezas que se desplazaron con un extraño traqueteo cuando dejé la caja en el suelo junto a nuestros pies. Go retrocedió involuntariamente. Yo abrí el sobre.
Querido esposo:
Ahora es cuando me tomo un momento para contarte que te conozco mejor de lo que jamás podrías imaginar. Sé que a veces piensas que recorres este mundo completamente solo, sin ser visto ni percibido. Pero no lo creas ni por un instante, porque te he hecho mi objeto de estudio. Sé lo que vas a hacer antes de que lo hagas. Sé dónde has estado y sé adónde vas. Para este aniversario, te he organizado una excursión por tu amado Mississippi. ¡Río arriba, río arriba! Y ni siquiera tendrás que preocuparte de tener que buscar tu regalo de aniversario. ¡Esta vez el regalo irá a ti! Así que siéntate y relájate porque esto ACABA AQUÍ.
—¿Qué hay río arriba? —preguntó Go y yo lancé un gemido.
—Quiere enviarme a la otra orilla.
—Que le den por culo. Abre la caja.
Me arrodillé, agarré la tapa con las puntas de los dedos y la alcé una rendija, como si estuviera esperando una explosión. Silencio. Miré al interior. Al fondo de la caja descansaban dos muñecos de madera, uno junto al otro. Parecían marido y mujer. El hombre vestía una botarga y sonreía con una mueca rabiosa; en la mano llevaba un bastón o garrote. Alcé el muñeco del esposo y sus miembros brincaron animadamente, como si fuera un bailarín calentando. La esposa era más bonita, más delicada y más rígida. Su rostro parecía escandalizado, como si hubiera visto algo alarmante. Bajo ella encontramos un diminuto bebé que podía atarse a la madre mediante un lazo. Eran marionetas antiguas, pesadas y enormes, casi tan grandes como el muñeco de un ventrílocuo. Cogí al marido y tiré de la gruesa manilla similar al mango de un bastón que sobresalía de su espalda. Sacudió los miembros como un maníaco.
—Qué siniestro —dijo Go—. Para.
Debajo de los muñecos había una hoja de cremoso papel azul, doblada una sola vez. Era la caligrafía de cometa rota de Amy, todo triángulos y puntas. Decía:
¡El comienzo de una nueva y maravillosa historia, Nick! «¡Así se hace!».
Disfruta.
Sobre la mesa de la cocina de mi madre, extendimos todas las pistas de la caza del tesoro de Amy y la caja que contenía los muñecos. Los observamos como si estuviéramos intentando ensamblar un puzzle.
—¿Por qué molestarse con una caza del tesoro si estaba planeando… su plan? —dijo Go.
«Su plan» había pasado a ser la abreviatura inmediata de «simular su desaparición para hacerte parecer el culpable de su asesinato». Sonaba menos demencial.
—Para empezar, para tenerme distraído. Para hacerme creer que todavía me amaba mientras yo seguía el rastro de sus pistas, convencido de que mi esposa había querido arreglar las cosas, darle un nuevo impulso a nuestro matrimonio…
Me repugnaba el estado anhelante y adolescente en el que me habían dejado sus notas. Me sentía avergonzado. Vergüenza de la que cala hasta el tuétano, de la que acaba formando parte de tu ADN, de la que te cambia. Después de tantos años, Amy seguía siendo capaz de manejarme. Le había bastado escribir un par de notas para reconquistarme por completo. Era su pequeña marioneta.
«Te encontraré, Amy». Palabras amorosas, intenciones cargadas de odio.
—Para que no me detuviera a pensar: «Eh, desde luego todo apunta a que fui yo quien mató a mi esposa, me pregunto por qué».
—Y a la policía le habría extrañado, a ti te habría extrañado, que no organizara la tradicional caza del tesoro —razonó Go—. Habría dado la impresión de que sabía que iba a desaparecer.
—Sin embargo esto me preocupa —dije, señalando los muñecos—. Son demasiado singulares, tienen que significar algo. Quiero decir que, si solo hubiera querido mantenerme distraído durante unos días, el regalo final podría haber sido cualquier objeto de madera.
Go pasó un dedo por la botarga del hombre.
—Es evidente que son muy viejos. Antigüedades. —Alzó las ropas para ver la manija en forma de garrote del marido. La mujer solo tenía un agujero cuadrado en la cabeza—. ¿Se supone que es algún tipo de comentario sexual? El hombre tiene un gigantesco mango de madera en forma de polla. A la mujer le falta el suyo, solo hay un agujero.
—Una afirmación excesivamente evidente: ¿los hombres tienen pene y las mujeres vagina?
Go metió un dedo para examinar el interior del hueco de la muñeca, asegurándose de que no hubiera nada oculto.
—Entonces, ¿qué pretende decir Amy?
—Nada más verlos, he pensado: «Ha comprado juguetes infantiles». La madre, el padre, el bebé. Porque estaba embarazada.
—¿Está siquiera embarazada?
Me sentí embestido por una sensación de desesperanza. O más bien al contrario. No fue como una oleada que se me hubiera venido encima, sino como si el mar se hubiese retirado debido a la marea: la sensación de que algo se está alejando y arrastrándote a su paso. No podía seguir deseando que mi esposa estuviera embarazada, pero tampoco podía obligarme a desear que no lo estuviera.
Go sacó el muñeco, arrugó la nariz, después se le encendió la bombilla:
—Eres una marioneta.
Me eché a reír.
—He pensado literalmente las mismas palabras. Pero ¿por qué un hombre y una mujer? Evidentemente, Amy no es una marioneta. Es la que maneja los hilos.
—¿Y a qué viene lo de «Así se hace»? Así se hace ¿qué?
—¿Joderme la vida?
—¿No es una frase recurrente de Amy? ¿O alguna cita sacada de los libros o…?
Go se acercó a su ordenador y buscó «Así se hace». Apareció la letra de «That’s the Way to Do It», de Madness.
—Oh, me acuerdo de ellos —dijo Go—. Un grupo de ska cojonudo.
—Ska —dije con una risa cercana al delirio—. Genial.
La letra hablaba de un obrero capaz de hacer todo tipo de trabajos de mejora en el hogar, incluidos los eléctricos y de fontanería, y que prefería cobrar en efectivo.
—Joder, cómo odio los putos ochenta —dije—. Ninguna letra tenía sentido.
—«El reflejo es hijo único» —dijo Go, asintiendo.
—«Está esperando junto al parque» —musité automáticamente.
—Pero ¿qué podría pretender refiriéndose a esto? —preguntó Go, volviéndose hacia mí, escudriñando mis ojos—. Es una canción sobre un obrero. Alguien que podría tener acceso a tu casa para arreglar cosas. O manipularlas. Que quiere cobrar en efectivo para que no quede registro alguno.
—¿Alguien que hubiese instalado cámaras de vídeo? —pregunté—. Amy salió del pueblo un par de veces durante la… la aventura. A lo mejor pensó que podría grabarnos en el acto.
Go me clavó una mirada interrogativa.
—No, nunca, nunca en nuestra casa.
—¿Podría haber sido una trampilla secreta? —preguntó Go—. ¿Un falso panel en el que Amy hubiera escondido algo que pueda… no sé, exonerarte?
—Creo que debe de ser eso. Sí, Amy se está sirviendo de una canción de Madness para transmitirme una pista que me dará la libertad, solo en caso de que sea capaz de descifrar sus arteros códigos a ritmo de ska.
Aquella vez Go también se echó a reír.
—Joder, a lo mejor somos nosotros los que estamos chalados. O sea, ¿lo estamos? ¿No es todo esto una locura?
—No es una locura. Amy me ha tendido una trampa. No hay otra manera de explicar el almacén de caprichos en tu patio trasero. Y es completamente propio de ella involucrarte en todo esto, mancharte un poco con mi suciedad. No, tiene que ser Amy. El regalo, la puta nota alegre y feliz que supuestamente debería comprender. No. Y tiene que ver con los muñecos. Busca otra vez, pero añadiendo la palabra «marionetas».
Caí pesadamente sobre el sofá, notando que todo el cuerpo me palpitaba mortecinamente. Go jugó a las secretarias.
—Dios mío. ¡Pues claro! Son muñecos de Punch y Judy. ¡Nick! Somos idiotas. Esa frase es el latiguillo recurrente de Mr. Punch. «¡Así se hace!».
—De acuerdo, el viejo espectáculo de marionetas. Era muy violento, ¿verdad? —pregunté.
—Qué puto mal rollo.
—Go, es violento, ¿verdad?
—Sí. Violento. Dios, está loca de atar.
—Punch golpea a Judy, ¿verdad?
—Estoy leyendo… Vale. Punch mata al hijo de ambos. —Go alzó los ojos para mirarme—. Y luego, cuando Judy se enfrenta a él, Punch le da una paliza. De muerte.
Mi garganta se inundó de saliva.
—Y cada vez que hace algo espantoso y consigue salirse con la suya, dice: «¡Así se hace!». —Go levantó a Punch y se lo puso en el regazo, agarrando las manos de madera con los dedos, como si estuviera sosteniendo a un niño—. No deja de mentir ni de hablar, incluso mientras asesina a su esposa y a su hijo.
Observé los muñecos.
—Quiere que conozca la estructura de mi supuesto crimen.
—No consigo que todo esto me entre en la cabeza. Jodida psicópata.
—¿Go?
—Sí, claro: no querías que se quedase embarazada, montaste en cólera y los mataste tanto a ella como al bebé nonato.
—Parece casi un anticlímax —dije yo.
—El clímax llegará cuando te enseñen la lección que Punch nunca aprende y seas detenido y juzgado por asesinato.
—Y Missouri tiene la pena de muerte —dije—. Qué juego tan divertido.