NICK DUNNE

Siete días ausente

Había llegado el momento. A exactamente las ocho de la mañana, hora central, nueve de la mañana hora de Nueva York, descolgué el teléfono. Mi esposa estaba fehacientemente embarazada y yo era indiscutiblemente el principal —y único— sospechoso. Iba a conseguirme un abogado, aquel mismo día, e iba a ser precisamente el abogado que no quería y al que desesperadamente necesitaba.

Tanner Bolt. Una triste necesidad. Zapeen por cualquiera de los canales legales, los programas de crímenes reales, y podrán toparse con el rostro bronceado con spray de Tanner Bolt, indignado y preocupado en defensa del fenómeno de feria de turno al que esté representando. Se hizo famoso a los treinta y cuatro años por defender a Cody Olsen, un restaurador de Chicago acusado de haber estrangulado a su muy embarazada esposa y de dejar su cuerpo tirado en un vertedero. Perros entrenados detectaron olor a cadáver en el interior del maletero del Mercedes de Cody; un registro de su portátil reveló que alguien había impreso un mapa hasta el vertedero más cercano la misma mañana que desapareció su esposa. Era de cajón. Para cuando Tanner Bolt hubo terminado, todo el mundo —el departamento de policía, dos miembros de una banda del West Side de Chicago y un portero de discoteca malhumorado— se vio implicado, salvo Cody Olsen, que salió libre y feliz del tribunal e invitó a una ronda de combinados.

En la década transcurrida desde entonces, Tanner Bolt había pasado a ser conocido como el Halcón Consorte; su especialidad era la de abalanzarse en picado sobre casos bien publicitados para defender a hombres acusados de haber asesinado a sus esposas. La mitad de las veces con éxito, lo cual no estaba nada mal, teniendo en cuenta que los casos eran habitualmente condenatorios y los acusados extremadamente desagradables, tramposos, narcisistas, sociópatas. El otro apodo de Tanner Bolt era Defensor de los Degenerados.

Tenía cita con él a las dos de la tarde.

—Este es el teléfono de Marybeth Elliott. Por favor deje un mensaje y le devolveré la llamada lo más rápido posible —dijo el contestador de Marybeth en un tono de voz muy similar al de Amy. Amy, que no iba a volver lo más rápido posible.

Iba conduciendo a buena velocidad de camino al aeropuerto para volar a Nueva York y reunirme con Tanner Bolt. A Boney pareció divertirle que le pidiese permiso para salir de la ciudad: «En realidad los policías no decimos eso. Solo en la tele».

—Hola, Marybeth, soy Nick otra vez. Necesito hablar contigo. Quería decirte… uh… que de verdad no sabía nada sobre el embarazo, estoy tan conmocionado como debes de estarlo tú… Uh… también voy a contratar un abogado, solo para que lo sepas. Incluso creo que Rand me lo sugirió. Bueno, en cualquier caso… ya sabes lo mal que se me dan los mensajes. Espero que me devuelvas la llamada.

Las oficinas de Tanner Bolt estaban en el centro, no muy lejos de donde solía trabajar yo. El ascensor me elevó veinticinco pisos, pero con tanta suavidad que no estuve seguro de estar en movimiento hasta que se me taponaron los oídos. En el vigésimo sexto piso, entró una rubia de labios apretados vestida con un elegante traje de ejecutiva. Zapateó impaciente, esperando a que las puertas se cerraran, y luego me espetó bruscamente:

—¿Por qué no pulsa el botón de cerrar?

Le mostré la sonrisa que les dedico a las mujeres petulantes, la sonrisa de «Relájate», la que Amy llamaba la «sonrisa amado Nicky», y entonces la mujer me reconoció.

—Oh —dijo, adoptando la misma expresión que si hubiera olido algo rancio.

Pareció personalmente reafirmada en sus opiniones cuando me vio salir en la planta de Tanner.

Aquel tipo era el mejor y necesitaba al mejor, pero también me irritaba verme asociado con él en lo más mínimo; un oportunista, un exhibicionista, un defensor de los culpables. Estaba tan predispuesto a odiar a Tanner Bolt que esperaba que sus oficinas parecieran un decorado de Corrupción en Miami. Pero Bolt & Bolt era justo lo contrario: un entorno digno, elegante, procesal. Tras las inmaculadas puertas de cristal, individuos bien vestidos paseaban atareadamente entre despachos.

Me recibió un joven atractivo con una corbata del color de una fruta tropical que me acomodó en la resplandeciente sala de espera cubierta de cristal y espejos y me ofreció con grandes ademanes un vaso de agua (que rechacé). Después volvió a su resplandeciente escritorio y levantó un resplandeciente teléfono. Me senté en el sofá, a contemplar las vistas de los edificios, las grúas alzando y bajando el cuello como pájaros mecánicos. Después me saqué la última pista de Amy del bolsillo. Cinco años, madera. ¿Sería ese el premio al final de la caza del tesoro? ¿Algo para el bebé, como una cuna de roble tallada o un sonajero de madera? Algo para nuestro bebé y para nosotros, para empezar de nuevo, los Dunne reinventados.

Go telefoneó mientras seguía estudiando la pista.

—¿Va todo bien entre nosotros? —preguntó de inmediato.

Mi hermana pensaba que era posible que fuera un asesino de esposas.

—Todo lo bien que creo que podrá ir en el futuro, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Nick. Lo siento. He llamado para decir que lo siento —dijo Go—. Me he despertado y he pensado que había enloquecido. Me siento fatal. Perdí la cabeza. Me volví loca. De verdad, quiero disculparme con toda sinceridad.

Guardé silencio.

—Tienes que reconocérmelo, Nick: el agotamiento, el estrés y… lo siento… de verdad.

—De acuerdo —mentí.

—Pero me alegro, en cierto modo. Ha servido para despejar el ambiente…

—Amy estaba embarazada.

Me dio un vuelco el estómago. Nuevamente sentí como si hubiera olvidado algo crucial. Como si hubiera pasado algo por alto y fuera a pagar por ello.

—Lo siento —dijo Go. Aguardó un par de segundos—. Lo cierto es que…

—No puedo hablar sobre ello. No puedo.

—Vale.

—Estoy en Nueva York —dije—. Tengo una cita con Tanner Bolt.

Go dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias a Dios. ¿Cómo has conseguido que te reciba tan rápido?

—Así de jodido es mi caso.

Me habían pasado de inmediato con Tanner tras haber dicho mi nombre, no me dejaron ni tres segundos en espera, y cuando le hablé del interrogatorio en mi salón, del embarazo, me ordenó que subiera al primer avión.

—Estoy un poco acojonado —añadí.

—Estás haciendo lo correcto. En serio.

Otra pausa.

—Es imposible que su nombre real sea Tanner Bolt, ¿verdad? —dije, intentando aligerar la conversación.

—He oído que es un anagrama de Ratner Tolb.

—¿En serio?

—No.

Me reí, una sensación inapropiada, pero buena. Después, desde el otro extremo de la sala, llegó el anagrama en persona: traje negro a rayas y corbata verde lima, sonrisa de tiburón. Caminaba con la mano extendida, en modo estrechar y golpear.

—Nick Dunne, soy Tanner Bolt. Acompáñeme, tenemos trabajo.

El despacho de Tanner Bolt parecía diseñado para asemejarse a la sala de estar de un club de golf exclusivo para hombres: cómodas butacas de piel, estanterías repletas con tratados legales, una chimenea alimentada por gas cuyas llamas aleteaban bajo el aire acondicionado. Siéntate, enciende un puro, quéjate de tu esposa, cuenta algunos chistes de dudoso gusto, aquí solo estamos nosotros.

Bolt escogió deliberadamente no sentarse detrás de su escritorio. Me condujo hacia una mesa para dos, como si fuéramos a jugar al ajedrez. «Esta es una conversación entre socios —estaba diciendo Bolt sin tener que expresarlo—. Vamos a sentarnos en nuestra mesita del gabinete de guerra e iremos al grano».

—Mi depósito, señor Dunne, es de cien mil dólares. Se trata de una cantidad elevada, evidentemente, por lo que quiero dejar claro lo que ofrezco y lo que voy a esperar de usted, ¿de acuerdo?

Me miró sin parpadear, mostrando una sonrisa comprensiva, y esperó a que asintiera. Solo Tanner Bolt podía hacer que yo, un cliente, volara hasta él para luego decirme a qué compás debía bailar para entregarle mi dinero.

—Yo gano, señor Dunne. Gano casos imposibles de ganar, y el caso al que creo que puede que se enfrente en breve es, no quiero ser condescendiente, de los duros. Problemas monetarios, matrimonio en crisis, esposa embarazada. Los medios de comunicación se han puesto en su contra, el público se ha puesto en su contra.

Le dio una vuelta a un sello en la mano derecha y aguardó a que le demostrase que estaba prestando atención. Siempre había oído la frase: «A los cuarenta, un hombre tiene el rostro que se ha ganado». El rostro cuarentón de Bolt estaba bien cuidado, casi libre de arrugas, agradablemente rollizo con ego. Un hombre seguro de sí mismo, el mejor en su campo, un hombre a gusto con su vida.

—No habrá más entrevistas policiales sin contar con mi presencia —estaba diciendo Bolt—. Es algo a lo que lamento que se haya prestado. Pero antes de pasar siquiera a los aspectos legales, tenemos que empezar a ocuparnos de la opinión pública, porque al ritmo que va esto, debemos asumir que todo acabará filtrándose: sus tarjetas de crédito, el seguro de vida, la escena del crimen supuestamente simulada, la sangre fregada. Pinta todo muy mal, amigo mío. Es un círculo vicioso: la policía cree que usted lo hizo y dejan que el público lo sepa. El público, agraviado, exige un arresto. De modo que, uno: tenemos que encontrar un sospechoso alternativo. Dos: tenemos que conservar el apoyo de los padres de Amy, no tengo manera de enfatizar lo suficiente este segundo punto. Y tres: tenemos que rehabilitar su imagen, porque si acabamos yendo a juicio, influirá en el jurado. Hoy día un cambio de tribunal ya no sirve de nada. Desde que tenemos internet y veinticuatro horas al día de televisión por cable, todo el mundo es su tribunal. No sé cómo expresarle lo clave que resulta que empiece a darle la vuelta a la tortilla.

—Me encantaría, créame.

—¿Qué tal van las cosas con los padres de Amy? ¿Podemos conseguir que realicen una declaración de apoyo?

—No he hablado con ellos desde que se confirmó que Amy estaba embarazada.

—Está embarazada —dijo Tanner, frunciendo el ceño—. Está. Está embarazada. Nunca jamás se le ocurra mencionar a su esposa en tiempo pretérito.

—Joder.

Me cubrí la cara con la palma de la mano un segundo. Ni siquiera había sido consciente de lo que había dicho.

—No se preocupe mientras está conmigo —dijo Bolt, haciendo un gesto magnánimo con la mano—. Pero en cualquier otro lugar, preocúpese. Preocúpese mucho. A partir de ahora, no quiero que abra la boca sin haber pensado bien lo que va a decir. O sea que no ha hablado con los padres de Amy. Eso no me gusta. Habrá intentado ponerse en contacto, asumo…

—Les he dejado un par de mensajes.

Bolt garabateó algo en una libreta de papel amarillo.

—De acuerdo, tenemos que asumir que se trata de malas noticias para nosotros. En cualquier caso necesita llegar a ellos. Pero no en público. Evite cualquier lugar en el que algún gilipollas con cámara en el móvil pueda filmarle. No podemos permitirnos otro momento Shawna Kelly. O envíe a su hermana en misión de reconocimiento, que vea cómo están las cosas. En realidad, haga eso mejor.

—De acuerdo.

—Necesito que me prepare una lista, Nick, con todas las cosas agradables que haya hecho por Amy en el transcurso de los años. Detalles románticos, particularmente durante este último año. Le preparó un caldo de pollo cuando se puso enferma o le envió cartas de amor mientras estaba de viaje de negocios. Nada demasiado ostentoso. No me importa la joyería a menos que la comprasen durante unas vacaciones juntos o algo así. Necesitamos detalles personales, detalles de película romántica.

—¿Y si no soy la clase de tipo de película romántica?

Tanner apretó los labios, después los volvió a relajar.

—Procure que se le ocurra algo, ¿de acuerdo, Nick? Parece un buen tipo. Estoy seguro de que habrá tenido algún detalle este último año.

Fui incapaz de recordar una sola cosa decente que hubiera hecho por Amy en los dos últimos años. En Nueva York, durante nuestro primer par de años de matrimonio, había estado desesperado por complacerla, por recuperar aquellos días despreocupados cuando ella atravesaba corriendo el aparcamiento de la droguería para saltar a mis brazos celebrando espontáneamente que acababa de comprar laca para el pelo. Su cara pegada a la mía a todas horas, sus ojos azules y brillantes completamente abiertos y sus rubias pestañas entrelazándose con las mías, el calor de su aliento justo debajo de mi nariz, la adorable ridiculez de todo ello. Me esforcé durante dos años, mientras mi vieja esposa se iba desvaneciendo, y me esforcé con ahínco, sin ira, sin discusiones, un doblegar constante, una capitulación continua, yo en versión telecomedia: «Sí, querida». «Por supuesto, cariño». Notando cómo iba vampirizándome la puta energía mientras mis pensamientos de conejo frenético se empeñaban en averiguar cómo hacerla feliz, y cada gesto, cada intento, era recibido con una mirada inexpresiva o un triste suspiro. Un suspiro de «Simplemente no lo pillas».

Para cuando nos mudamos a Missouri, ya solo estaba cabreado. Avergonzado del recuerdo de mí mismo, del hombre arrastrado, servil y encorvado en el que me había convertido. De modo que no fui romántico; no fui ni siquiera agradable.

—También voy a necesitar una lista de individuos que pudieran haber hecho daño a Amy, que hubieran podido tener algo en su contra.

—Debería decirle que, según parece, Amy intentó comprar un arma a primeros de año.

—¿Lo sabe la policía?

—Sí.

—¿Lo sabía usted?

—No hasta que me lo dijo el tipo al que intentó comprársela.

Bolt tardó exactamente dos segundos en pensar.

—Entonces apuesto a que la teoría es que su esposa quería una pistola para protegerse de usted —dijo—. Vivía aislada, asustada. Quería creer en usted, pero podía percibir que algo iba muy mal, de modo que quiso una pistola por si acaso su peor temor resultaba ser correcto.

—Guau, es usted bueno.

—Mi padre era poli —dijo Tanner—. Pero me gusta la idea de la pistola. Ahora solo necesitamos encontrar a alguien que la justifique aparte de usted. Nada es demasiado exagerado. Si discutía con un vecino constantemente por los ladridos de su perro, si se vio obligada a rechazar los avances de algún tipo, lo que sea que tenga, lo necesito. ¿Qué sabe usted de Tommy O’Hara?

—¡Justo! Sé que ha llamado a la línea de ayuda en un par de ocasiones.

—Fue acusado de violar a Amy durante una cita en 2005.

Noté que se me desencajaba la mandíbula, pero no dije nada.

—Estaba saliendo con él de manera informal. Según mis fuentes, la invitó a cenar en su casa, las cosas se salieron de madre y la violó.

—¿Cuándo en 2005?

—Mayo.

Ocurrió durante el periodo en el que perdí a Amy, los ocho meses transcurridos entre nuestro encuentro de Nochevieja y cuando la volví a encontrar en la Séptima Avenida.

Tanner se apretó el nudo de la corbata, le dio una vuelta a su alianza incrustada de diamantes, estudiándome.

—Nunca se lo contó.

—Es la primera noticia que tengo al respecto —dije—. Nadie me dijo nada. Particularmente Amy.

—Le sorprendería saber a cuántas mujeres les sigue pareciendo un estigma. Se sienten avergonzadas.

—No puedo creer que…

—Intento no aparecer nunca en estas reuniones sin aportar nueva información para mi cliente —dijo Tanner—. Quiero demostrarle lo en serio que me tomo su caso. Y lo mucho que me necesita usted.

—El tal O’Hara, ¿podría ser un sospechoso?

—Claro, ¿por qué no? —dijo Tanner con demasiada alegría—. Tiene un historial de violencia contra su esposa.

—¿Fue a la cárcel?

—Ella retiró los cargos. Asumo que no querría testificar. Si usted y yo decidimos trabajar juntos, haré que lo investiguen. Mientras tanto, piense en cualquiera que haya mostrado interés por su esposa. Pero mejor si es alguien en Carthage. Resultará más creíble. Y ahora…

Tanner cruzó una pierna y mostró la fila inferior de dientes, incómodamente montados y manchados en comparación con la perfecta valla blanca de arriba. Después se agarró un momento el labio con los dientes torcidos.

—Ahora viene la parte más difícil, Nick —dijo—. Necesito sinceridad total por su parte, es la única manera de que esto pueda funcionar. De modo que cuéntemelo todo sobre su matrimonio; cuénteme lo peor. Porque si conozco lo peor, podré estar preparado para ello. Pero si me toman por sorpresa, estaremos jodidos. Y si estamos jodidos, usted estará jodido. Yo me volveré a casa en el jet privado.

Respiré hondo. Le miré a los ojos.

—He engañado a Amy. Le estaba poniendo los cuernos.

—De acuerdo. ¿Con varias mujeres o solo con una?

—No, con varias no. Y nunca antes la había engañado.

—Entonces, ¿con una mujer? —preguntó Bolt y apartó la vista, descansando la mirada en la acuarela de un velero mientras le daba vueltas a su alianza.

Me lo imaginé telefoneando más tarde a su mujer, diciendo: «Al menos una vez, una vez solo, me gustaría tener a un cliente que no sea un cretino».

—Sí, solo una chica, es muy…

—No diga «chica», jamás diga «chica» —dijo Bolt—. Mujer. Una mujer muy especial para usted. ¿No es eso lo que iba a decir?

Por supuesto que sí.

—¿Sabe, Nick? En realidad especial es peor que… De acuerdo, ¿cuánto tiempo?

—Poco más de un año.

—¿Ha hablado con ella desde que desapareció Amy?

—Sí, con un móvil desechable. Y una vez en persona. Dos veces. Pero…

—En persona.

—Nadie nos ha visto. Puedo jurarlo. Solo mi hermana.

Tanner suspiró y volvió a mirar el barco velero.

—¿Y cómo se ha tomado… cómo se llama?

—Andie.

—¿Cuál es su actitud ante todo esto?

—Ha sido muy comprensiva hasta el… anuncio del embarazo. Ahora creo que está un poco… tensa. Muy tensa. Muy… eh… «necesitada» no es la palabra adecuada…

—Diga lo que tenga que decir, Nick. Si está necesitada, entonces…

—Necesitada. Pegajosa. Necesita que la esté reconfortando continuamente. Se trata de una muchacha encantadora, pero es joven y ha sido… ha sido duro, evidentemente.

Tanner Bolt se aproximó a su minibar y sacó una botella de Clamato. Tenía la nevera llena de Clamato. Abrió la botella y se la bebió en tres tragos, después se limpió los labios con una servilleta de tela.

—Tendrá que cortar por completo y para siempre todo tipo de contacto con Andie —dijo. Empecé a replicar algo y Tanner me interrumpió alzando la palma de la mano—. De inmediato.

—No puedo cortar con ella así como así. De un día para otro.

—No es debatible. Nick. Vamos a ver, amigo, ¿de verdad tengo que deletreárselo? No puede andar por ahí de picos pardos teniendo a su esposa embarazada desaparecida. Acabará en la puta cárcel. La cuestión es cómo hacerlo sin volver a Andie en nuestra contra. Sin dejarla con ansias de venganza, con el impulso de hacerlo público, nada salvo buenos recuerdos. Hágale creer que es la única opción decente, haga que ella misma sea la que desee mantenerlo a salvo. ¿Qué tal se le dan las rupturas?

Abrí la boca, pero Tanner no esperó.

—Ensayaremos con usted la conversación del mismo modo que ensayaríamos un interrogatorio, ¿de acuerdo? Ahora, si usted quiere, volaré a Missouri, montaré el campamento y podremos ponernos a trabajar en serio en todo esto. Podría estar con usted mañana mismo si quiere que sea su abogado. ¿Quiere?

—Quiero.

Antes de la hora de la cena estaba de regreso en Carthage. Me resultó extraño, una vez que Tanner había borrado a Andie de la foto —una vez que quedó claro que aquello simplemente no podía seguir—, lo rápidamente que lo acepté, lo poco que lo lamenté. En aquel simple vuelo de dos horas, pasé de estar enamorado de Andie a nada enamorado. Como atravesar una puerta. Nuestra relación cobró de inmediato un tono sepia: el pasado. Qué extraño, que hubiera echado a perder mi matrimonio por aquella muchachita con la que no tenía nada en común salvo que a los dos nos gustaba reír y una cerveza fría tras el sexo.

«Por supuesto que te parece bien cortar con ella —diría Go—. Han empezado las complicaciones».

Pero había un motivo mejor: Amy había cobrado importancia en mi cabeza. Aunque había desaparecido, la tenía más presente que a ninguna otra persona. Me había enamorado de Amy porque con ella podía ser la versión definitiva de Nick. Amarla me hacía sobrehumano, me hacía sentir vivo. Incluso en sus momentos más relajados, era complicada, porque su cerebro trabajaba a todas horas, trabajaba y trabajaba. Tenía que esforzarme solo para poder seguirle el ritmo. Me pasaba una hora componiendo un e-mail sin importancia para ella, me convertí en estudiante de los más arcanos conocimientos para poder mantenerla interesada: los poetas lakistas, los códigos del duelo, la Revolución francesa. Su mente era vasta y profunda y ya solo estar con ella me volvió más inteligente. Y más considerado y más activo y más vivo, casi eléctrico, porque para Amy el amor era como las drogas o el alcohol o el porno: no había techo. Cada dosis debía ser más intensa que la anterior para obtener el mismo resultado.

Amy me hizo creer que era excepcional, que estaba a su nivel. Aquello fue tanto nuestra suerte como nuestra desgracia, porque en última instancia no fui capaz de asumir sus exigencias de grandeza. Empecé a ansiar las cosas fáciles y vulgares. Amy me odió por ello y al final, me doy cuenta, la castigué por ello. Fui yo quien la convirtió en la persona frágil y quisquillosa que acabó siendo. Había estado fingiendo ser una clase de hombre y me revelé como otra muy distinta. Peor aún, me autoconvencí de que nuestra tragedia era únicamente responsabilidad suya. Pasé años convirtiéndome en precisamente aquello que habría jurado que era Amy: un amasijo de odio convencido de su superioridad moral.

Durante el vuelo de regreso pasé tanto tiempo estudiando la pista n.º 4 que había acabado memorizándola. Quería torturarme. No es de extrañar que esta vez las notas de Amy fueran tan distintas: mi esposa estaba embarazada, quería empezar de nuevo, regresar a los días en que fuimos felices y deslumbrantemente vivaces. Me la imaginé recorriendo el pueblo para esconder aquellas dulces notas, ansiosa como una escolar, deseando con todas sus fuerzas que fuese capaz de llegar hasta el final: el anuncio de que estaba embarazada de mí. Madera. Tenía que ser una vieja cuna. Conocía a mi esposa: tenía que ser una antigüedad. Sin embargo, la pista no estaba escrita en el tono de una madre expectante.

Imagíname: soy una chica mala y depravada.

Necesito un castigo, me merezco ser azotada

donde los regalos del quinto aniversario se han de guardar.

¡Perdona si esto se empieza a complicar!

Qué buen rato el compartido allí a mediodía,

después a tomar un cóctel, qué bien, qué alegría.

Así que ve corriendo ahora mismo con presteza

y al abrir la puerta encontrarás tu gran sorpresa.

Casi había llegado a casa cuando lo desentrañé. «Regalos del quinto aniversario». Tenían que ser regalos de madera. Los azotes de castigo se dan en el cobertizo. El regalo tenía que estar en el cobertizo que había detrás de la casa de mi hermana: una cabaña vieja y decrépita en la que guardar recambios para el cortacésped y herramientas oxidadas, como salida de una película de terror en la que los campistas van siendo asesinados uno a uno. Go nunca entraba en ella; desde que había comprado la casa bromeaba a menudo diciendo que cualquier día de estos acabaría quemándola. Sin embargo, había permitido que cayera aún más en poder de las telarañas y las malas hierbas. Siempre habíamos dicho que sería un buen lugar para enterrar un cuerpo.

No podía ser.

Atravesé el pueblo con el rostro entumecido, las manos heladas. El coche de Go estaba en el camino de entrada, pero evité con cuidado el resplandor de la ventana del salón, descendí la pronunciada ladera y pronto quedé fuera del alcance de su vista, de la vista de cualquiera. Era un lugar muy discreto.

En el extremo más alejado del patio, justo junto al lindero del bosque, se alzaba el cobertizo.

Abrí la puerta.

Nonononono.