NICK DUNNE

Dos días ausente

Me desperté en el sofá cama de la habitación de los Elliott, agotado. Habían insistido en que me quedara —las puertas de mi hogar seguían cerradas para mí—, insistido con la misma urgencia con la que en otros tiempos se arrojaban sobre el camarero para arrebatarle la cuenta de la cena: la hospitalidad entendida como una feroz fuerza de la naturaleza. «Tienes que dejar que hagamos esto por ti». Así que lo hice. Pasé la noche escuchando sus ronquidos a través de la puerta del dormitorio; constante y profundo el primero —un ronquido propio de alegre leñador—, jadeante y arrítmico el segundo, como si el durmiente soñase que se ahogaba.

Yo siempre había tenido la capacidad de apagarme como un interruptor. «Me voy a dormir», decía, ponía las manos en posición de rezo contra la mejilla y… zzzzzz, me quedaba tan profundamente dormido como un niño medicado, mientras la insomne de mi esposa daba vueltas a mi lado en la cama. Aquella noche, sin embargo, me sentí como Amy: mi cerebro no se estaba quieto y notaba el cuerpo continuamente en tensión. La mayor parte de las veces soy una persona que se siente literalmente cómoda en su propia piel. Cuando nos sentábamos en el sofá a ver la tele, me convertía en un muñeco de cera mientras mi esposa se revolvía y cambiaba constantemente de postura junto a mí. Cuando una vez le pregunté si podía ser que padeciese el síndrome de piernas inquietas —al tiempo que emitían un anuncio de tal enfermedad y veíamos los rostros de los actores contorsionados por la angustia, meneando las pantorrillas y masajeándose los muslos—, Amy me dijo: «Tengo el síndrome de todo inquieto».

Vi cómo el techo de la habitación del hotel iba tiñéndose de gris, después rosa, después amarillo, y finalmente me levanté para ver el sol rugiendo frente a mí, desde la otra orilla del río, otra vez, un tercer grado solar. Entonces los nombres afloraron al unísono en mi cerebro: ¡bing! Hilary Handy, un nombre adorable para haberse visto acusada de actos tan perturbadores. Desi Collings, un antiguo obseso que vivía a una hora de distancia. Los había reivindicado a los dos como míos. Vivimos en la era del hazlo-tú-mismo: seguridad social, mercado inmobiliario, investigación policial. Métete en internet y haz tus propias pesquisas, porque todo el mundo tiene exceso de trabajo y escasez de personal. Era periodista. Había pasado más de diez años entrevistando a gente para ganarme la vida y haciendo que revelasen sus intimidades. Estaba a la altura de la labor, y Marybeth y Rand también lo creían. Agradecí que me hubieran hecho saber que seguía contando con su confianza, el marido bajo una tenue nube de sospecha. ¿O me engaño a mí mismo utilizando la palabra «tenue»?

El Days Inn había donado un salón de baile en desuso para que sirviese como centro neurálgico de la campaña «Encontremos a Amy Dunne». Parecía inapropiado —una sala de manchas marrones y olores enlatados—, pero justo después del amanecer Marybeth se arrojó sobre ella cual Pigmalión, pasando el aspirador y desinfectando, disponiendo tablones de anuncios y una hilera de teléfonos, colgando una enorme foto de Amy en una de las paredes. El cartel —con la mirada relajada y segura de sí misma de Amy, aquellos ojos que te seguían— parecía sacado de una campaña presidencial. De hecho, para cuando Marybeth hubo terminado, toda la sala desprendía eficiencia, la urgente esperanza de un político desbancado de la carrera de favoritos pero respaldado por un montón de seguidores que se niegan a rendirse.

Justo después de las diez llegó Boney, hablando por su móvil. Me palmeó el hombro y empezó a trastear con una impresora. Los voluntarios fueron llegando por grupos: Go y media docena de amigas de nuestra difunta madre. Cinco mujeres de cuarenta y tantos, todas vestidas con pantalones pirata, como si estuvieran ensayando un espectáculo de baile; dos de ellas —esbeltas, rubias y bronceadas— rivalizaban por el papel principal, las demás se habían resignado alegremente a ser las comparsas. También un grupo de ancianas canosas y escandalosas, empeñadas todas ellas en hacerse oír por encima de las demás, a la vez que escribían mensajes en el móvil; esa clase de señoras mayores que hacen gala de una desconcertante energía, una muestra tal de vigor juvenil que uno acaba preguntándose si es que pretenden restregártelo por la cara. Solo apareció un hombre, un tipo atractivo más o menos de mi edad, bien vestido, solo, ajeno al hecho de que su presencia podría haber requerido una explicación. Observé al Tipo Solitario mientras curioseaba alrededor de las pastas, mirando ocasionalmente de refilón el póster de Amy.

Boney terminó de instalar la impresora, agarró un muffin que tenía pinta de tener alto contenido en fibra y vino a comérselo a mi lado.

—¿Tienen en cuenta a todo el mundo que se presenta para trabajar de voluntario? —pregunté—. Quiero decir, por si acaso pudiera ser…

—¿Alguien que parezca mostrar un grado anormal de interés? Por supuesto. —Fue desmigando los extremos del muffin y metiéndoselos en la boca. Bajó la voz—. Pero, para ser sinceros, los asesinos en serie ven los mismos programas que nosotros. Saben que sabemos que les gusta…

—Inmiscuirse en la investigación.

—Eso es, sí —asintió ella—. De modo que hoy día van con más cuidado. Pero sí, cribamos a todos los raritos para asegurarnos de que solo son, ya sabe, simplemente raritos.

Alcé una ceja.

—Por ejemplo, Gilpin y yo fuimos los encargados de investigar el caso Kayla Holman, hace un par de años. ¿Kayla Holman?

Negué con la cabeza: no me sonaba.

—Da igual, el caso es que siempre hay algún morboso que se ve atraído por este tipo de situaciones. Y ándese con ojo con esas dos. —Boney señaló a las dos cuarentonas atractivas—. Porque tienen toda la pinta. De las que podrían estar demasiado interesadas en consolar al afligido esposo.

—Oh, venga ya…

—Le sorprendería. Un hombre atractivo como usted. Sucede.

Justo entonces, una de las mujeres, la más rubia y bronceada, miró hacia nosotros, estableció contacto visual y me obsequió la más amable y tímida de las sonrisas, después agachó la cabeza como una gata que espera que la acaricien.

—Eso sí, trabajará duramente; será Doña Implicada al cien por cien —dijo Boney—. Y eso es bueno.

—¿Cómo acabó el caso Kayla Holman? —pregunté.

Ella meneó la cabeza: «No».

Llegaron otras cuatro mujeres que se pasaron por turnos un frasco de protector solar, extendiéndoselo sobre las narices, los hombros, los brazos desnudos. La sala olía a coco.

—Por cierto, Nick —dijo Boney—. ¿Recuerda cuando le pregunté si Amy tenía amigos en el pueblo? ¿Qué me dice de Noelle Hawthorne? No la mencionó para nada. Nos ha dejado dos mensajes.

Le dediqué una mirada vacía.

—¿Noelle? ¿Vive en su complejo? ¿Madre de trillizos?

—No, no son amigas.

—Ah, qué curioso. Ella desde luego parece creer que sí lo son.

—Es algo que le pasa a Amy a menudo —dije—. Le basta hablar una sola vez con alguien para que se queden colgados de ella. Es inquietante.

—Eso es lo que han dicho sus padres.

Debatí conmigo mismo si hablarle a Boney de Hilary Handy y Desi Collings. Después decidí no hacerlo; quedaría mejor que fuese yo quien liderase el asalto. Quería que Rand y Marybeth me vieran en modo héroe de acción. No podía desprenderme de la mirada que me había lanzado Marybeth: «La policía parece estar convencida de que… el problema es más cercano».

—La gente cree que la conoce porque de pequeña leyó los libros —dije.

—Me doy cuenta —dijo Boney asintiendo—. La gente quiere creer que conoce a otras personas. Los padres quieren creer que conocen a sus hijos. Las esposas quieren creer que conocen a sus maridos.

Al cabo de una hora, el centro de voluntarios empezó a parecer un picnic familiar. Un par de antiguas novias mías se pasaron a saludar y a presentarme a sus hijos. Una de las mejores amigas de mi madre, Vicky, llegó con tres de sus nietas, adolescentes vergonzosas, afectadas, vestidas de rosa.

Nietos. Mi madre había hablado mucho de los nietos, como si fuese algo ineludible. Cada vez que compraba un nuevo mueble, explicaba que lo había escogido de aquel estilo en particular porque «irá bien cuando haya nietos». Quería vivir para ver algún nieto. Todas sus amigas tenían de sobra. En una ocasión, Amy y yo invitamos a mi madre y a Go a cenar en casa debido a que habíamos alcanzado nuestra mejor recaudación semanal desde que habíamos abierto El Bar. Anuncié que teníamos algo que celebrar y mi madre saltó de su asiento, estalló en lágrimas y abrazó a Amy, que también se echó a llorar, musitando bajo el asfixiante abrazo de mi madre: «Se refiere al bar, solo estaba hablando de El Bar». Y entonces mi madre tuvo que esforzarse por fingir que aquello la emocionaba de igual manera. «Ya habrá tiempo de sobra para bebés», dijo con su voz más alentadora, una voz que únicamente consiguió que Amy se echara a llorar de nuevo. Lo cual me resultó extraño, ya que Amy había decidido y reiterado en varias ocasiones que no quería tener hijos, pero sus lágrimas me dieron una perversa cuña de esperanza: quizás estuviera cambiando de idea. Porque en realidad no teníamos tiempo de sobra. Amy tenía treinta y siete años cuando nos mudamos a Carthage. Cumpliría los treinta y nueve en octubre.

Y entonces pensé: «Si esto sigue así para entonces, tendremos que organizar alguna falsa fiesta de cumpleaños o algo por el estilo. Señalar la ocasión de algún modo, con alguna ceremonia, para los voluntarios, la prensa, algo que reviva la atención. Tendré que fingir que aún tengo esperanzas».

—El hijo pródijo ha vuelto —dijo una voz nasal.

Me volví para encontrarme junto a un hombre delgado que vestía una camiseta dada de sí y se rascaba un mostacho imperial. Mi viejo amigo Stucks Buckley, que había adquirido la costumbre de llamarme hijo pródigo, a pesar de que no sabía pronunciar la palabra ni qué significaba en realidad. Supongo que para él era un sinónimo elegante de acémila. Stucks Buckley. Sonaba a nombre de jugador de béisbol, y eso es lo que se suponía que era Stucks, solo que nunca tuvo el talento, solo el empeño. De joven era el mejor del pueblo, pero con eso no bastaba. Recibió la conmoción de su vida en la universidad, cuando le sacaron del equipo, y después de aquello todo se hundió en la mierda. Ahora era un porreta propenso a los cambios de humor que trabajaba haciendo chapuzas. Se había pasado por El Bar un par de veces en busca de trabajo, negando con la cabeza ante todas las tareas desagradables que le había ofrecido, mordiéndose la parte interior de la mejilla, irritado: «Vamos, tío, qué más tienes, tienes que tener alguna otra cosa».

—Stucks —dije a modo de saludo, esperando a ver si estaba de buen humor.

—He oído que la policía está cagándola espectacularmente —dijo él, metiéndose las manos bajo los sobacos.

—Es un poco pronto para decirlo.

—Vamos, tío, ¿esas ridículas batidas por el campo? Les he visto dedicar más esfuerzos para encontrar al perro del alcalde. —Stucks tenía el rostro quemado por el sol; se pegó más a mí y noté el calor que emanaba de su cuerpo, golpeándome junto a una ráfaga de Listerine y tabaco de mascar—. ¿Por qué no han detenido a nadie? El pueblo está lleno de peña para escoger, ¿y no se les ocurre llevar a comisaría ni siquiera a uno? ¿Ni a uno? ¿Qué pasa con los Blue Book Boys? Eso es lo que le he preguntado a la inspectora: ¿qué pasa con los Blue Book Boys? Ni siquiera me ha respondido.

—¿Qué son los Blue Book Boys? ¿Una banda?

—Todos esos tíos a los que despidieron de la fábrica Blue Book el invierno pasado. Sin finiquito ni nada. ¿Has visto a esos tíos sin hogar con pinta de muy, muy cabreados que rondan por el pueblo en pandilla? Blue Book Boys, probablemente.

—Sigo sin pillarlo: ¿la fábrica Blue Book?

—Ya sabes: Industrias Gráficas River Valley. ¿A la salida del pueblo? Fabricaban esos cuadernos azules que usábamos para escribir los trabajos en la universidad y toda esa mierda.

—Oh. No lo sabía.

—Ahora las universidades usan ordenadores o vete tú a saber, así que… ¡Pfiu! Adiós, Blue Book Boys.

—Dios, todo el pueblo está cerrando —murmuré.

—Los Blue Book Boys beben, se drogan, hostigan a la peña. O sea, también lo hacían antes, pero en algún momento tenían que parar, aunque fuese para volver al trabajo el lunes. Ahora están descontrolados.

Stucks sonrió mostrando una hilera de dientes desconchados. Tenía gotas de pintura en el pelo; su trabajo veraniego desde que iba al instituto, pintar casas. «Mi trabajo es una fachada», decía, y esperaba a que entendieras el chiste. Si no te reías, te lo explicaba.

—Entonces, ¿ha estado la poli en el centro comercial? —preguntó Stucks. Me encogí de hombros, confundido—. Joder, tío. ¿No eras periodista? —A Stucks siempre había parecido mosquearle mi anterior ocupación, como si fuese una mentira que había durado demasiado—. Los Blue Book Boys se han montado un bonito poblado en el centro comercial. Lo tienen «okupado». Trafican con drogas. La policía los ahuyenta de vez en cuando, pero siempre regresan al día siguiente. En cualquier caso, eso es lo que le he dicho a la inspectora: «Busquen en el puto centro comercial». Porque varios de ellos violaron en grupo a una chica el mes pasado. Vamos a ver, si juntas a un montón de hombres cabreados, las cosas no pintan demasiado bien para cualquier mujer que se cruce en su camino.

Mientras conducía hacia la zona que debíamos batir aquella tarde, telefoneé a Boney y abordé el tema tan pronto como dijo «Hola».

—¿Por qué no ha sido registrado el centro comercial?

—El centro comercial será registrado, Nick. En este preciso momento, varios agentes se dirigen hacia allí.

—Oh. Vale. Porque un amigo mío…

—Stucks, lo sé. Le conozco.

—Me ha estado hablando de…

—Los Blue Book Boys, lo sé. Confíe en nosotros, Nick, nos ocuparemos de esto. Tenemos tantas ganas como usted de encontrar a Amy.

—Vale… uh… gracias.

Mi superioridad moral se desinfló de inmediato, me bebí a tragos un gigantesco café en vaso de poliestireno y conduje hasta el área que me había sido asignada. Aquella tarde íbamos a peinar tres zonas: el embarcadero de Gully (ahora conocido como «El lugar en el que Nick pasó la mañana de autos sin que nadie más le viera»); el bosque de Miller Creek (a duras penas merecedor de tal nombre, ya que desde cualquier punto podían verse restaurantes de comida rápida entre los árboles); y el parque Wolky, una zona verde con senderos para jinetes y paseantes. A mí me habían asignado al parque Wolky.

Cuando llegué, un agente local se estaba dirigiendo a un grupo de unas doce personas de piernas anchas, todas con pantalones cortos apretados, gafas de sol, gorras y óxido de zinc en la nariz. Parecía el día inaugural de un campamento.

Dos equipos distintos de televisión grababan imágenes para emisoras locales. Era el fin de semana del 4 de Julio; Amy aparecería embutida entre anécdotas de la feria estatal e instantáneas de barbacoas familiares. Un reportero imberbe zumbaba a mi alrededor como un mosquito asaltándome con preguntas inanes, y mi cuerpo adoptó de inmediato una pose rígida e inhumana debido al escrutinio; mi rostro «de preocupado» proyectaba falsedad. El aire estaba impregnado con olor a estiércol.

Los periodistas pronto me dejaron para seguir el avance de los voluntarios por los senderos. (¿Qué clase de periodista encuentra a un marido sospechoso a punto de caramelo y se marcha? Un mal periodista mal pagado, que es el único que queda tras haber despedido a todos los competentes). Un joven policía de uniforme me pidió que me colocara junto al arranque de los diversos senderos —«justo aquí»—, cerca de un tablón de anuncios cubierto por un montón de viejas octavillas sobre el que habían pegado un aviso de persona desaparecida con la foto de Amy, observándome como siempre. Hoy había estado en todas partes, siguiéndome.

—¿Qué debería hacer? —le pregunté al agente—. Me siento como un asno aquí parado. Necesito hacer algo.

En algún rincón del bosque, un caballo relinchó lastimeramente.

—De verdad que le necesitamos aquí, Nick. Limítese a ser afable, alentador —dijo, y señaló un termo de un intenso color naranja que había a mi lado—. Ofrézcales agua. Y envíe a hablar conmigo a cualquiera que vaya llegando.

Me dejó allí y se dirigió hacia los establos. Se me ocurrió que me estaban alejando intencionadamente de todas las posibles escenas del crimen. No estaba seguro de qué significaría aquello.

Mientras esperaba inútilmente, fingiendo mantenerme ocupado con la nevera portátil, llegó un todoterreno rezagado de un rojo brillante como laca de uñas. De su interior salieron las cuarentonas del centro de voluntarios. La más atractiva, la que Boney me había señalado como groupie, se estaba recogiendo el pelo en una coleta para que una de sus amigas pudiera rociarle la nuca con repelente de insectos, alejando los vapores mediante un elaborado movimiento de la mano. Me miró por el rabillo del ojo. Después se apartó de sus amigas, dejando que el pelo volviera a cubrirle los hombros, y encaminó sus pasos hacia mí con aquella sonrisa acongojada y comprensiva en el rostro, una sonrisa de «Cuánto lo siento». Enormes ojos marrones de poni, una camiseta rosa de la longitud precisa para acabar justo por encima de los inmaculados pantalones cortos blancos. Sandalias de tacón, pelo rizado, pendientes de aro dorados. «Esta no es manera de vestirse para una búsqueda», pensé.

«Por favor, no me hable, señora».

—Hola, Nick, soy Shawna Kelly. Lo siento tantísimo.

Tenía una voz innecesariamente escandalosa, con cierto deje a rebuzno, como una mula hechizada y seductora. Me ofreció la mano y experimenté un latigazo de alarma al ver que las amigas de Shawna empezaban a internarse por el sendero, lanzando miraditas grupales por encima del hombro hacia nosotros, la pareja.

Ofrecí lo que tenía: mi agradecimiento, mi agua, mi indisimulable incomodidad. Shawna no hizo ademán alguno de pretender marcharse, a pesar de que yo tenía la mirada clavada en la distancia, hacia el sendero por el que acababan de desaparecer sus amigas.

—Espero que tengas amigos, familia, que se estén ocupando de ti durante todo esto, Nick —dijo Shawna, espantando un moscón—. Los hombres se olvidan de cuidarse. Lo que necesitas es comer bien.

—Sobre todo hemos estado comiendo fiambres; ya sabes, algo rápido, sencillo.

Todavía podía notar el sabor a salami en el fondo de la garganta, sus efluvios alzándose desde mi estómago. Fui consciente de que no me había limpiado los dientes desde aquella mañana.

—Oh, pobrecillo. Bueno, pues que sepas que con los fiambres no basta. —Meneó la cabeza y sus aros dorados refulgieron bajo la luz del sol—. Tienes que recuperar fuerzas. Pero estás de suerte, porque hago un pastel de pollo con Fritos que está de rechupete. ¿Sabes qué? Voy a preparar uno y pasaré mañana por el centro de voluntarios a dejarlo. Puedes calentarlo en el microondas cuando te apetezca cenar caliente.

—Oh, no te molestes, en serio. Estamos bien. De verdad que sí.

—Mejor estarás después de una buena comida —dijo ella, palmeándome el hombro.

Silencio. Shawna intentó otro abordaje.

—Solo espero que todo esto no acabe estando relacionado con… nuestro problema de vagabundos —dijo—. No hago más que poner denuncias, te lo juro. El mes pasado se me coló uno en el jardín. Activó el sensor de movimiento, así que me asomé a mirar y allí estaba, arrodillado en la tierra, atiborrándose de tomates. Mordiéndolos como si fueran manzanas. Tenía el rostro y la camisa completamente manchados de jugo y semillas. Intenté ahuyentarlo, pero cargó por lo menos con veinte antes de salir corriendo. De todas maneras toda esa gente de Blue Book siempre anduvo rozando el límite. No saben hacer otra cosa.

Experimenté una repentina afinidad por aquella tropa de hombres, me imaginé caminando hasta su resentido campamento, ondeando una bandera blanca: «Soy vuestro hermano, yo también trabajaba para la industria gráfica. Los ordenadores también me robaron el trabajo».

—No me digas que eres demasiado joven para recordar a los Blue Books, Nick —dijo Shawna, clavándome un dedo en las costillas que me hizo saltar más de lo debido.

—Soy tan viejo que ni siquiera me acordaba de los Blue Books hasta que los has mencionado.

Shawna se echó a reír.

—¿Qué tienes, treinta y uno, treinta y dos?

—Más bien treinta y cuatro.

—Un niño.

Justo entonces llegó el trío de ancianas enérgicas, avanzando en tropel hacia nosotros, una de ellas tecleando en su móvil. Iban todas vestidas con robustas faldas de lona para el jardín, Keds y camisas de golf sin mangas que dejaban al descubierto sus flácidos brazos. Asintieron respetuosamente hacia mí y después le lanzaron una rápida mirada de desaprobación a Shawna. Parecíamos una pareja que hubiera organizado una barbacoa en su jardín. Dábamos una imagen completamente inapropiada.

«Por favor, Shawna, márchate», pensé.

—El caso es que esos vagabundos pueden llegar a mostrarse muy agresivos, amenazadores hacia las mujeres —dijo Shawna—. Se lo mencioné a la inspectora Boney, pero me da la impresión de que no le gusto demasiado.

—¿Por qué dices eso?

Ya sabía lo que me iba a contestar, el mantra de todas las mujeres atractivas.

—No les caigo bien a las mujeres. —Se encogió de hombros—. Es una de esas cosas. ¿Tenía… tiene Amy muchas amigas en el pueblo?

Varias mujeres (amigas de mi madre, amigas de Go) habían invitado a Amy a sus clubes de lectura, a sus fiestas de Amway, a sus noches para chicas en Chili’s. Como era de esperar, Amy rechazó todas las ofertas a excepción de un par, de las cuales volvió espantada: «Hemos pedido un millón de platos de fritanga y hemos bebido cócteles hechos con helado».

Shawna me estaba estudiando, queriendo saber más cosas sobre Amy, queriendo verse vinculada a mi esposa, la cual la habría odiado.

—Creo que puede que tuviese el mismo problema que tú —dije con voz entrecortada.

Ella sonrió.

«Márchate, Shawna».

—Cambiar de ciudad es duro —dijo—. No es fácil hacer amigas, y cuanto mayor te vas haciendo, menos. ¿Ella es de tu edad?

—Treinta y ocho.

Aquello también pareció complacerla.

«Márchate, coño».

—Un hombre inteligente, le gustan las maduras. —Shawna rio a la vez que sacaba un móvil de su gigantesco bolso verde cartuja—. Ven aquí —dijo, rodeándome con un brazo—. Muéstrame una gran sonrisa de pollo con Fritos.

En aquel preciso instante quise abofetearla. Su falta de tacto, su feminidad mal entendida: intentando mimarse el ego con el marido de una mujer desaparecida. Me tragué la ira, intenté dar marcha atrás, intenté compensar y ser amable, así que sonreí robóticamente mientras ella pegaba su rostro contra mi mejilla y tomaba una instantánea con su móvil. El falso ruido de cámara me devolvió a la realidad.

Shawna le dio la vuelta al teléfono y vi nuestras caras quemadas por el sol, presionadas la una contra la otra, sonriendo como si estuviéramos en plena cita en un partido de béisbol. Al ver mi sonrisa grimosa, mi expresión ojerosa, pensé: «Yo odiaría a este tipo».