Un día ausente
No seguí el consejo de Go respecto al alcohol. Me acabé media botella sentado a solas en su sofá tras haber experimentado mi décimo octavo subidón de adrenalina, justo cuando pensaba que por fin iba a poder dormirme: me habían empezado a pesar los párpados, me estaba acomodando la almohada, tenía los ojos cerrados y entonces vi a mi esposa con la sangre coagulándose sobre su melena rubia, sollozando y sufriendo un dolor insoportable, arrastrándose por el suelo de nuestra cocina. Llamándome. «¡Nick, Nick, Nick!».
Le di repetidos tragos a la botella, intentando mentalizarme para dormir, una batalla perdida de antemano. El sueño es como un gato: solo viene a ti si lo ignoras. Seguí bebiendo y continué con mi mantra. «Deja de pensar», trago, «vacía la cabeza», trago, «ahora, en serio, vacía la cabeza, hazlo ya», trago. «¡Mañana tienes que estar bien sereno, necesitas dormir!». Trago. Al final no conseguí echar más que una cabezada inquieta poco antes del amanecer y me desperté una hora más tarde con resaca. No una resaca incapacitante, pero notable. Tierna y mortecina. Cargada. A lo mejor seguía un poco borracho. Caminé indeciso hacia el Subaru de Go, sintiendo ajenos mis movimientos, como si tuviera las piernas del revés. Go me había prestado temporalmente su coche, ya que la policía había aceptado graciosamente mi Jetta usado pero bien conservado para inspeccionarlo junto a mi portátil… Pura formalidad, según me aseguraron. Me dirigí a casa para coger algo de ropa decente.
Había tres coches patrulla aparcados en mi manzana, junto a los que se apiñaban nuestros escasos vecinos. Carl no estaba, pero sí Jan Teverer —la señora cristiana— y Mike, el padre de los trillizos engendrados mediante fecundación in vitro: Trinity, Topher y Talullah. («Los odio a todos ya solo por el nombre», dijo en una ocasión Amy, severa juez de cualquier moda pasajera. Cuando le comenté que Amy también había sido un nombre de moda en otro tiempo, mi esposa dijo: «Nick, ya conoces la historia de mi nombre». Yo no tenía ni idea de qué me estaba hablando).
Jan asintió desde cierta distancia sin mirarme a los ojos, pero Mike se me acercó a grandes zancadas mientras salía del coche.
—Lo siento mucho, tío, si puedo hacer cualquier cosa, dímelo. Lo que sea. Me he encargado de segar el césped esta mañana, así que al menos no tendrás que preocuparte de eso.
Mike y yo nos turnábamos para segar los jardines de todas las propiedades del complejo abandonadas y reclamadas por los bancos. Abundantes lluvias primaverales habían convertido los patios en junglas, lo cual había acrecentado la presencia de los mapaches. Teníamos mapaches por todas partes, mordisqueando nuestras basuras a altas horas de la madrugada, colándose en nuestros sótanos, zanganeando en nuestros porches como mascotas perezosas. No es que segar los ahuyentara, pero al menos ahora podíamos verlos aproximarse.
—Gracias, tío, gracias —dije.
—Tío, mi esposa, lleva histérica desde que se ha enterado —dijo Mike—. Completamente histérica.
—Siento oírlo —dije—. Tengo que… —Señalé hacia mi puerta.
—Todo el día sentada, llorando mientras mira fotos de Amy.
No tenía ninguna duda de que de la noche a la mañana habría surgido un millar de fotos en internet, únicamente para alimentar las patéticas necesidades de mujeres como la esposa de Mike. Nunca he sentido la menor simpatía por las reinas del melodrama.
—Oye, tengo que preguntártelo… —empezó a decir Mike.
Le di unas palmaditas en el brazo y volví a señalar la puerta, como si tuviera asuntos urgentes que tratar. Me di media vuelta antes de que pudiera hacer ninguna pregunta y llamé a la puerta de mi propia casa.
La agente Velásquez me acompañó a la primera planta, hasta mi propio dormitorio, junto a mi propio ropero —más allá de la caja de regalo plateada y perfectamente cuadrada—, y me permitió rebuscar entre mis cosas. Me puso tenso tener que seleccionar la ropa delante de aquella joven de larga coleta, aquella mujer que debía de estar juzgándome, formándose una opinión. Acabé eligiendo a ciegas, obteniendo como resultado un look de empresario informal: pantalones holgados y camisa de manga corta, como si me dirigiese a una convención. Podía dar para un artículo interesante, pensé: cómo escoger las ropas apropiadas para cuando un ser querido desaparece. Imposible desconectar al escritor ambicioso y deseoso de encontrar un nuevo punto de vista que hay en mí.
Lo metí todo en un bolso y me di la vuelta para mirar la caja de regalo que descansaba en el suelo.
—¿Puedo echar un vistazo? —pregunté.
La agente Velásquez dudó, después decidió no arriesgarse.
—No, lo siento. En estos momentos mejor no.
El papel de regalo había sido cuidadosamente rajado por uno de los costados.
—¿Alguien ha mirado dentro?
Ella asintió.
Rodeé a Velásquez para dirigirme hacia la caja.
—Si ya han visto lo que es, entonces…
Ella se interpuso.
—Caballero, no puedo permitirle que haga eso.
—Esto es ridículo. Es un regalo para mí de parte de mi esposa…
Finté a su alrededor, me agaché y ya había puesto una mano sobre una esquina de la caja cuando Velásquez me agarró del pecho con un brazo, desde atrás. Experimenté una repentina erupción de furia, que aquella mujer pretendiera decirme qué hacer en mi propia casa. Por mucho que intente ser hijo de mi madre, la voz de mi padre se cuela espontáneamente en mi cabeza para depositar ideas terribles, palabras desagradables.
—Caballero, esto es una escena del crimen, no puede…
«Zorra estúpida».
De repente, su compañero, Riordan, estaba también en el cuarto y encima de mí y me vi sacudiéndomelos de encima —«Está bien, está bien, joder»— a la vez que me obligaban a descender las escaleras. Había una mujer a cuatro patas cerca de la puerta delantera, correteando como una ardilla sobre el suelo de madera, buscando, supongo, manchas de sangre. Alzó la vista para mirarme impasible, después siguió con lo suyo.
Me obligué a descomprimir mientras conducía de regreso a casa de Go para vestirme. Aquella no era sino una entre toda la larga lista de cosas molestas y estúpidas que la policía haría en el curso de aquella investigación (me gustan las reglas que tienen sentido, no las reglas sin lógica), de modo que necesitaba tranquilizarme: «No contraríes a la policía», me dije. Repítelo en caso de ser necesario: «No contraríes a la policía».
Me topé con Boney justo cuando estaba entrando en la comisaría.
—Sus suegros están aquí, Nick —dijo en tono alentador, como si me estuviera ofreciendo una magdalena recién hecha.
Marybeth y Rand Elliott estaban de pie pasándose mutuamente un brazo por la cintura. En mitad de la comisaría, como si estuvieran posando para las fotos del baile de fin de curso. Así es como los veía siempre, dándose palmadas, frotándose las barbillas, rozándose las mejillas. Cada vez que visitaba el hogar de los Elliott, me descubría aclarándome la garganta obsesivamente —«Estoy a punto de hacer acto de presencia»—, porque los Elliott podían estar al otro lado de cualquier esquina, haciéndose arrumacos. Se besaban en la boca cada vez que tenían que separarse y Rand acariciaba el trasero de su esposa cada vez que pasaba a su lado. A mí todo aquello me resultaba completamente ajeno. Mis padres se divorciaron cuando tenía doce años y creo que, quizá, cuando era muy pequeño, presencié algún que otro casto beso en la mejilla entre ambos cuando no quedaba más remedio. Navidades, cumpleaños. Por supuesto sin lengua. En los mejores momentos de su matrimonio, sus comunicaciones eran puramente transaccionales: «Nos hemos vuelto a quedar sin leche». («Hoy mismo compraré más»). «Necesito esto bien planchado». («Hoy mismo me encargo»). «¿Tan difícil es comprar la leche?». (Silencio). «Te has olvidado de llamar al fontanero». (Suspiro). «Maldita sea, ponte el abrigo ahora mismo y sal a comprar la condenada leche. Ahora mismo». Estos eran los mensajes y órdenes que solía transmitir mi padre, un encargado de nivel medio en una empresa telefónica que en el mejor de los casos trataba a mi madre como a una empleada incompetente. ¿En el peor? Nunca le pegó, pero su furia pura e inarticulada llenaba la casa durante días, en ocasiones semanas, humedeciendo el aire y dificultando la respiración; mi padre, acechando con la mandíbula inferior extendida, con aspecto de boxeador herido y vengativo, haciendo rechinar los dientes de tal manera que podías oírlos desde el otro extremo de la habitación. Arrojando cosas cerca de mi madre, pero no exactamente contra ella. Estoy seguro de que se decía a sí mismo: «Nunca le he pegado». Estoy seguro de que, debido a este tecnicismo, nunca se consideró a sí mismo un maltratador. Pero convirtió nuestra vida familiar en un interminable viaje por carretera con malas indicaciones y un conductor agarrotado por la rabia; unas vacaciones que nunca tuvieron la más mínima oportunidad de ser divertidas. «No hagas que dé media vuelta al coche». Por favor, en serio, da media vuelta ahora mismo.
No creo que el problema de mi padre fuese con mi madre en particular. Simplemente no le gustaban las mujeres. Le parecían estúpidas, intrascendentes, irritantes. «Esa zorra estúpida». Era su frase favorita para cualquier mujer que le irritase: una conductora en la carretera, una camarera, nuestras maestras de la escuela, a ninguna de las cuales llegó a conocer jamás en persona, ya que las reuniones entre profesores y padres de alumnos apestaban a reino femenino. Todavía recuerdo cuando vimos en las noticias de antes de cenar que Geraldine Ferraro había sido nombrada candidata a la vicepresidencia en las elecciones de 1984. Mi madre, mi diminuta y adorable madre, apoyó una mano en la nuca de Go y dijo: «Bueno, me parece maravilloso». Y mi padre apagó la tele y dijo: «Es un chiste. Sabes que es un condenado chiste. Como ver a un mono montar en bicicleta».
Tuvieron que pasar otros cinco años antes de que mi madre decidiera finalmente que no aguantaba más. Un día volví a casa de la escuela y mi padre no estaba. Había estado allí por la mañana y por la tarde había desaparecido. Mi madre nos hizo sentarnos a la mesa del comedor y anunció: «Vuestro padre y yo hemos decidido que es mejor para todos que vivamos separados». Go estalló en lágrimas y dijo: «¡Bien, os odio a los dos!», y después, en vez de meterse corriendo en su cuarto como exigía el guión, se acercó a mi madre y la abrazó.
De modo que mi padre se esfumó y mi delgada, afligida madre se puso gorda y feliz —muy gorda y extremadamente feliz—, como si siempre hubiera debido ser así: un globo desinflado que recupera el aire. En menos de un año se había transformado en la señora ocupada, afable y alegre que seguiría siendo hasta el día de su muerte, y su hermana decía cosas como «Gracias a Dios que la vieja Maureen ha vuelto», como si la mujer que nos había criado fuese una impostora.
En cuanto a mi padre, me pasé años hablando con él por teléfono aproximadamente una vez al mes; conversaciones educadas e informativas, un recital de cosas que han pasado. La única pregunta que solía hacerme mi padre respecto a Amy era «¿Qué tal está Amy?», con la que no pretendía provocar otra respuesta más allá de «Bien». Permaneció obstinadamente distante incluso cuando comenzó a desdibujarse en la demencia, pasados los sesenta. «Si siempre llegas pronto, nunca llegarás tarde». Era un mantra de mi padre que aplicó incluso a la llegada del Alzheimer: un lento declive hacia una repentina y escarpada caída que nos obligó a trasladar a nuestro independiente y misógino progenitor a una residencia gigantesca que apestaba a caldo de pollo y meados, donde se encontraría rodeado por mujeres que se ocuparían de él en todo momento. Ja.
Mi padre tenía limitaciones. Eso es lo que mi bondadosa madre nos decía siempre. Tenía limitaciones, pero no pretendía perjudicar a nadie. Era amable por su parte decirlo, pero sí que causó perjuicios. Dudo que mi hermana vaya a casarse nunca: si se siente triste o alterada o enfadada, necesita estar a solas; teme que un hombre pueda desdeñar sus lágrimas de mujer. Mi caso es el mismo. Todo lo que tengo de bueno lo heredé de mi madre. Puedo bromear, puedo reír, puedo flirtear, puedo celebrar y apoyar y halagar —puedo operar bajo la luz del sol, básicamente—, pero soy incapaz de tratar con mujeres enfadadas o llorosas. Enseguida noto la furia de mi padre surgiendo de mi interior de la manera más desagradable. Amy podría hablarles de ello. Sin duda les hablaría de ello… si estuviera aquí.
Observé a Rand y a Marybeth un momento sin ser visto. Me pregunté lo furiosos que estarían conmigo. Había cometido un acto imperdonable, dejando pasar tanto tiempo sin llamarles. Por culpa de mi cobardía, mis suegros tendrían aquella tarde de tenis clavada para siempre en su imaginación: la cálida velada, las remolonas pelotas amarillas botando sobre la cancha, los chirridos de las deportivas, la mundana noche de jueves que habían disfrutado mientras su hija estaba desaparecida.
—Nick —dijo Rand Elliott, percatándose de mi presencia.
Dio tres grandes zancadas hacia mí y, mientras me preparaba para recibir un puñetazo, me abrazó con fuerza desesperada.
—¿Cómo lo llevas? —susurró junto a mi cuello, y empezó a balancearse. Finalmente profirió un singulto agudo, un sollozo contenido, y me agarró de ambos brazos—. Vamos a encontrar a Amy, Nick. Esto no puede acabar de otra manera. Créelo, ¿de acuerdo?
Rand Elliott me retuvo con su azul mirada durante un par de segundos más, después volvió a derrumbarse —tres femeninos jadeos surgieron de su interior como hipo— y Marybeth se incorporó a la piña, enterrando el rostro en la axila de su marido.
Cuando nos separamos, alzó hacia mí su mirada de ojos gigantes y atónitos.
—Es una… una condenada pesadilla —dijo—. ¿Cómo estás, Nick?
Cuando Marybeth preguntaba «Cómo estás», no era una cortesía, era una cuestión existencial. Estudió mi rostro y yo estaba convencido de que me estaba estudiando a mí, y que anotaría hasta el último de mis pensamientos y actos. Los Elliott creían que hasta el último rasgo debía ser considerado, juzgado, categorizado. Todo significa algo, todo tiene su uso. Mamá, papá y la nena eran tres personas avanzadas con sus respectivos títulos en psicología no menos avanzada; habían pensado más antes de las nueve de la mañana que la mayoría de las personas en todo un mes. Recuerdo una vez que rechacé un pedazo de tarta de cerezas durante la cena y Rand ladeó la cabeza y dijo: «¡Ahh! Un iconoclasta. Desdeña el patriotismo simbólico y facilón». Y cuando intenté tomármelo a broma y dije que, vaya, tampoco me gustaba el crujiente de cerezas, Marybeth tocó a Rand en el brazo y añadió: «Debido al divorcio. Todos estos platos de consuelo, los postres que una familia suele consumir unida, para Nick son simplemente malos recuerdos».
Era ridículo, pero increíblemente dulce, que aquellas personas dedicaran tanta energía a intentar comprenderme. La respuesta: no me gustan las cerezas.
Llegadas las once y media, la comisaría era un hervidero de ruidos. Teléfonos sonando, gente gritando de un extremo a otro de la habitación. Una mujer cuyo nombre nunca llegué a oír y cuya presencia solo había registrado como una charlatana mata de pelo, se hizo notar de repente a mi lado. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí.
—… y el objetivo principal de todo esto, Nick, es que el público empiece a buscar a Amy y sepa que tiene una familia que la ama y que quiere que vuelva. Tiene que hacerse de manera muy controlada. Nick, va usted a necesitar… ¿Nick?
—¿Sí?
—El público va a querer oír una breve declaración del marido.
Desde el otro lado de la estancia, Go se dirigía apresuradamente hacia mí. Me había dejado en la comisaría, después había ido treinta minutos a El Bar para encargarse de cosas propias de bar y ahora había regresado, comportándose como si me hubiera abandonado una semana, zigzagueando entre escritorios, ignorando al joven agente que evidentemente le había sido asignado para conducirla hasta mí de manera ordenada, silenciosa y digna.
—¿Todo bien por ahora? —dijo Go agarrándome con un solo brazo, un abrazo de tío. Los hijos de los Dunne no son muy duchos a la hora de abrazar. El pulgar de Go cayó sobre mi pezón derecho—. Ojalá mamá estuviera aquí —susurró, precisamente lo mismo que había estado pensando yo—. ¿Ninguna noticia? —preguntó al separarse.
—Nada, no sabemos un carajo…
—Tienes pinta de sentirte mal.
—Me siento como una puta mierda.
Estaba a punto de decir lo idiota que era por no haberle hecho caso con lo del alcohol cuando ella se me adelantó.
—Yo también me hubiera acabado la botella —dijo, palmeándome la espalda.
—Casi vamos a empezar —dijo la relaciones públicas, apareciendo de nuevo mágicamente—. Para ser el fin de semana del 4 de Julio, no hemos tenido una mala concurrencia.
Empezó a pastorearnos hacia una espantosa sala de conferencias (persianas de aluminio, sillas plegables y una nidada de periodistas aburridos) y nos hizo subir al estrado. Me sentí como un conferenciante de tercera en una convención mediocre, vestido con mi conjunto de empresario informal, dirigiéndome a una audiencia absorta de individuos con jet lag que soñaban despiertos con lo que iban a pedir para comer. Pero noté que los periodistas se animaban en cuanto me echaron un vistazo (digámoslo: un tipo joven de aspecto decente) y después la relaciones públicas colocó una impresión en cartón pluma sobre un atril cercano que resultó ser una foto ampliada de Amy en todo su esplendor, aquel rostro que te hacía mirar dos veces: «Es imposible que sea tan atractiva, ¿verdad?». Era posible, era así de atractiva, y me quedé contemplando la foto de mi esposa mientras las cámaras sacaban instantáneas mías contemplando la foto. Me acordé del día que me reencontré con ella en Nueva York: solo podía ver el pelo rubio, la nuca, pero supe que era ella y supe que era una señal. ¿Cuántos millones de cabezas habría visto en mi vida? Pero supe que aquel hermoso cráneo era el de Amy, flotando Séptima Avenida abajo por delante de mí. Supe que era ella y que acabaríamos juntos.
Destellos de flashes. Aparté el rostro y los ojos se me llenaron de manchas. Era surrealista. Así es como describe siempre la gente los momentos simplemente inusuales. Pensé: «No tenéis ni puta idea de lo que es surrealista». Mi resaca estaba empezando a cobrar fuerza, el ojo izquierdo me palpitaba como un corazón.
Las cámaras crepitaban y las dos familias presentamos un frente unido, todos apretando los labios. Go era la única que se parecía remotamente a una persona real, los demás parecíamos maniquíes humanos, cuerpos acicalados y apuntalados. Incluso Amy, desde su atril, parecía más presente. Todos habíamos visto ruedas de prensa como aquella, tras la desaparición de otras mujeres. Nos estábamos viendo obligados a interpretar la escena esperada por los televidentes: la preocupada pero esperanzada familia. Ojos embotados por la cafeína y brazos de muñeca de trapo.
Alguien dijo mi nombre; la sala tragó saliva colectivamente, expectante. Empieza el espectáculo.
Cuando más tarde vi la emisión, no reconocí mi voz. Apenas reconocí mi rostro. El alcohol que flotaba como limo justo bajo la superficie de mi piel me daba el aspecto de un lozano calavera, en el límite justo de sensualidad para parecer un crápula. Temiendo que me fuera a temblar la voz, me había esforzado tanto por enunciar que mis palabras surgieron mecánicas, como si estuviera leyendo un informe financiero. «Solo queremos que Amy vuelva a casa sana y salva…». Nada convincente, completamente distante. Bien podría haber estado leyendo números al azar.
Rand Elliott dio un paso al frente e intentó salvarme:
—Nuestra hija, Amy, es un encanto de muchacha, llena de vida. Es nuestra única hija y es inteligente y bella y cariñosa. Realmente es la Asombrosa Amy. Y queremos recuperarla. Nick quiere recuperarla.
Me puso una mano sobre el hombro, se enjugó los ojos y yo automáticamente me quedé tieso como un palo. Mi padre otra vez: los hombres no lloran.
Rand siguió hablando:
—Todos queremos que vuelva donde debería estar, con su familia. Hemos instalado un centro de control en el Days Inn…
Los telediarios mostrarían a Nick Dunne, esposo de la mujer desaparecida, férreamente inmóvil junto a su suegro, con los ojos vidriosos y de brazos cruzados, casi con pinta de aburrido mientras los padres de Amy lloraban. Y después algo peor. Mi típica reacción, la necesidad de recordarle a la gente que no era un capullo, que era un tipo majo a pesar de la mirada desafectada y del rostro arrogante de tío insolente.
Así fue como apareció, de la nada, mientras Rand rogaba por el regreso de su hija: una sonrisa de asesino.