18 de septiembre de 2005
FRAGMENTO DE DIARIO
Vaya, vaya, vaya. ¿Adivina quién ha vuelto? Nick Dunne, el juerguista de Brooklyn, el besucón de las nubes de azúcar, artista del escapismo. Ocho meses, dos semanas y un par de días sin tener noticias de él y de repente reaparece, como si todo hubiese formado parte de un plan. Resulta que perdió mi número de teléfono. Su móvil estaba sin batería, así que se lo apuntó en un post-it. Después se guardó el post-it en el bolsillo de los vaqueros y metió los vaqueros en la lavadora, convirtiendo el post-it en un pedazo de pulpa arremolinada. Intentó desenrollarlo, pero solo fue capaz de distinguir un 3 y un 8. (Dice él).
Y entonces el trabajo se le echó encima y de repente ya era marzo y había pasado tanto tiempo que le daba vergüenza intentar encontrarme. (Dice él).
Por supuesto que me enfadé. Había estado enfadada. Pero ahora ya no. Deja que te describa la escena. (Dice ella). Hoy. Vientos frescos de septiembre. Iba paseando por la Séptima Avenida, aprovechando la hora del almuerzo para estudiar los contenidos de los ultramarinos expuestos en la acera —interminables contenedores de plástico llenos con rodajas de melón verde, piel de sapo y sandía, dispuestas sobre hielo como la pesca del día—, cuando he notado que un hombre se pegaba a mí como un percebe siguiendo mi travesía. He mirado por el rabillo del ojo al intruso y me he dado cuenta de quién era. Era él. El chico de «¡He conocido a un chico!».
No he interrumpido el paseo, simplemente me he vuelto hacia él para decirle:
a) «¿Nos conocemos?» (manipuladora, desafiante).
b) «¡Oh, guau, cómo me alegro de verte!» (ansiosa, dispuesta como un felpudo).
c) «Vete a tomar por culo» (agresiva, molesta).
d) «Vaya, desde luego te tomas las cosas con calma, ¿eh, Nick?» (ligera, juguetona, relajada).
Respuesta: D
Y ahora estamos juntos. Juntos, juntos. Ha sido así de fácil.
Me resulta curioso ese don de la oportunidad. Propicio, si quieres. (Y sí que quiero). Precisamente anoche se celebró la fiesta de lanzamiento del nuevo libro de mis padres. El gran día de la Asombrosa Amy. Sí, Rand y Marybeth han sido incapaces de resistir la tentación. Le han dado a la sosias de su hija justamente aquello que no pueden darle a su hija: ¡un marido! ¡Sí, en su vigésimo libro, la Asombrosa Amy se casa! ¡Síííííí! A nadie le importa. Nadie quería que la Asombrosa Amy creciese, yo la que menos. Dejad que siga llevando calcetines hasta la rodilla y lazos en el pelo y dejad que sea yo la que crezca sin tener que arrastrar la carga de un álter ego literario, lo mejor de mí misma encuadernado en rústica, la Amy que se supone que debería haber sido.
Pero fue Amy quien puso las lentejas en la mesa de los Elliott, y nos ha hecho un buen servicio, de modo que no puedo enfadarme porque haya conseguido a la pareja perfecta. Por supuesto, se casa con el bueno del Habilidoso Andy. Serán igual que mis padres: felices-felices.
Aun así, perturba comprobar lo increíblemente baja que ha sido la tirada realizada por el editor. En los ochenta, la primera edición de cada nuevo título de La Asombrosa Amy solía rondar los cien mil ejemplares. Ahora, diez mil. La fiesta de lanzamiento del libro, por lo tanto, no pudo ser menos fabulosa. Y discordante. ¿Qué tipo de fiesta puede merecer un personaje de ficción que cobró vida como precoz chicuela de seis años y que ahora es una futura esposa de treinta que aún sigue hablando como una niña? («Cáspita —pensó Amy—, mi querido prometido es un verdadero cascarrabias cuando las cosas no salen como a él se le antojan». Es una cita literal. Todo el libro consiguió que me entrasen ganas de darle un puñetazo a Amy de lleno en su estúpida e inmaculada vagina). Se trata de un producto nostálgico, dirigido a las mujeres que crecieron con La Asombrosa Amy, pero no estoy segura de quién podría tener el más mínimo interés en leerlo. Yo lo he leído, por supuesto. Y le he dado mi bendición, múltiples veces. Rand y Marybeth temían que pudiera tomarme el matrimonio de Amy como un golpe bajo contra mi estado de perpetua soltería. («Por mi parte, no creo que las mujeres deban casarse antes de los treinta y cinco», dijo mi madre, la cual se casó con mi padre a los veintitrés).
A mis padres siempre les ha preocupado que pudiera tomarme a Amy de una manera excesivamente personal; siempre me dicen que no busque significados ocultos en ella. Y sin embargo no he podido evitar percatarme de que cada vez que la cago en algo, Amy va y lo hace bien: cuando finalmente abandoné el violín a los doce años, Amy se reveló como un prodigio en su siguiente libro. («Cáspita, el violín exige mucha dedicación, ¡pero la dedicación es el único modo de mejorar!»). Cuando a los dieciséis pasé del campeonato juvenil de tenis para irme un fin de semana a la playa con unas amigas, Amy renovó su compromiso con el juego. («Cáspita, sé que es divertido pasar tiempo con las amigas, pero estaría decepcionando a todo el mundo y también a mí misma si no participase en el torneo»). Aquello solía volverme loca, pero tras haberme matriculado en Harvard (mientras Amy escogía correctamente la universidad de mis padres), decidí que todo era demasiado absurdo como para seguir dándole importancia. Que mis padres, dos psicólogos infantiles, hubiesen escogido aquella forma particularmente pública de comportamiento pasivo-agresivo, no solo era demencial, sino también ridículo, extraño y en cierto modo hilarante. Que así fuese.
La fiesta de lanzamiento fue tan esquizofrénica como el libro: en Bluenight, junto a Union Square; uno de esos establecimientos sombríos con butacas de orejas y espejos art déco que supuestamente deberían hacerte sentir joven y brillante. Martinis de ginebra que oscilan sobre bandejas llevadas por camareros con un rictus por sonrisa. Periodistas glotones de sonrisas burlonas y estómagos sin fondo que se atiborran de canapés antes de marcharse a otro sitio mejor.
Mis padres recorren la estancia cogidos de la mano; su historia de amor siempre ha sido una parte integral de la historia de La Asombrosa Amy: marido y mujer compartiendo labor creativa durante un cuarto de siglo. Compañeros del alma. Ellos realmente se definen así, lo cual tiene sentido, porque supongo que lo son. Puedo atestiguarlo, tras haberlos estudiado durante muchos años como hija única y solitaria. No tienen malos modos el uno con el otro, ningún conflicto relevante, pasan por la vida como dos medusas fundidas, expandiéndose y contrayéndose de manera instintiva, llenando líquidamente sus mutuos espacios. Haciendo que parezca sencillo, eso de ser compañeros del alma. La gente dice que los hijos de hogares rotos lo tienen difícil, pero los hijos de matrimonios privilegiados también tienen sus desafíos particulares.
Naturalmente, tengo que sentarme en un taburete aterciopelado en una esquina, lejos del ruido, para poder ofrecer entrevistas a un patético puñado de becarios a los que sus editores les han endilgado el marrón de «conseguir una declaración».
«¿Cómo se siente al ver a Amy finalmente casada con Andy? Porque usted no está casada, ¿verdad?».
Pregunta realizada por:
a) un ceporro de ojos saltones que equilibra el bloc de notas sobre su bolso bandolera
b) una joven demasiado arreglada para la ocasión, con el pelo alisado y unos tacones de «fóllame».
c) una rockabilly entusiasta cubierta de tatuajes que parece mucho más interesada en Amy de lo que cualquiera habría supuesto que podría estarlo una rockabilly cubierta de tatuajes
d) todos los anteriores
Respuesta: D
Yo: «Oh, me alegro mucho por Amy y Andy, les deseo lo mejor. Ja, ja».
Mis respuestas a todas las demás preguntas, sin ningún orden en particular:
«Algunas partes de Amy están inspiradas en mí, otras son simplemente ficción».
«Ahora estoy felizmente soltera, ¡no hay ningún Habilidoso Andy en mi vida!».
«No, no creo que Amy simplifique en exceso la dinámica entre hombre y mujer».
«No, yo no diría que Amy se haya quedado anticuada; creo que la serie es un clásico».
«Sí, estoy soltera. Ahora mismo no hay ningún Habilidoso Andy en mi vida».
«¿Por qué Amy es Asombrosa y Andy únicamente Habilidoso? Bueno, ¿no conoce usted a cantidad de mujeres enérgicas y fabulosas que se conforman con tipos del montón? No, es una broma, no escriba eso».
«Sí, estoy soltera».
«Sí, mis padres son decididamente compañeros del alma».
«Sí, a mí también me gustaría tener lo mismo algún día».
«Sí, soltera, hijoputa».
Las mismas preguntas una y otra vez, mientras yo intento fingir que son profundas. Y ellos intentan fingir que son profundos. Gracias a Dios por la barra libre.
Después ya nadie más quiere hablar conmigo —así de rápido— y la relaciones públicas finge que eso es bueno: «¡Ahora puedes volver a tu fiesta!». Vuelvo a mezclarme entre la (escasa) multitud y veo a mis padres completamente entregados a su papel de anfitriones, ruborizados; Rand con su sonrisa dentona de monstruo acuático prehistórico, Marybeth con sus alegres y gallináceos movimientos de cabeza, las manos entrelazadas; haciéndose reír el uno al otro, disfrutando de su mutua compañía, encantados de estar juntos, y yo pienso: «Me siento tan jodidamente sola».
Vuelvo a casa y lloro un rato. Tengo casi treinta y dos años. Eso no es ser vieja, especialmente en Nueva York, pero el hecho es que han pasado años desde la última vez que de verdad me gustó alguien. Así pues, ¿qué probabilidades tengo de conocer a alguien al que pueda amar, mucho menos al que pueda amar tanto como para casarme con él? Estoy cansada de no saber con quién estaré o si estaré con alguien.
Tengo muchas amigas casadas. Felizmente casadas no tantas, pero tengo muchas amigas casadas. Las pocas que son felices son como mis padres: les desconcierta mi soltería. Una chica lista, guapa y agradable como yo, una chica con tantos intereses y entusiasmos, un trabajo guay, una familia cariñosa. Y, reconozcámoslo: dinero. Fruncen los ceños y fingen pensar en hombres con los que poder emparejarme, pero todos sabemos que no queda ninguno, ninguno bueno, y yo sé que en secreto piensan que no soy del todo normal, que en mi interior se oculta algo que me vuelve a la vez insatisfecha e imposible de satisfacer.
Aquellas que no se han compañerodelalmatizado —las que se han conformado— se muestran más desdeñosas aún con mi soltería: no es tan difícil encontrar a alguien con quien casarse, dicen. Ninguna relación es perfecta, dicen. Ellas, que han aceptado el sexo por compromiso y los pedos nocturnos, que han cambiado la conversación por la tele, que creen que la capitulación conyugal —sí, cariño; está bien, cariño— es lo mismo que la concordia. «Te obedece sin rechistar porque ni siquiera le interesas lo suficiente para discutir contigo —pienso yo—. Tus mezquinas exigencias solo sirven para hacer que se sienta superior o rencoroso, y algún día se follará a una joven y bonita compañera del trabajo que no le exigirá nada a cambio y encima a ti te sorprenderá y todo». Dame un hombre que tenga redaños, un hombre que plante cara a mis chorradas. (Pero que a la vez aprecie mis chorradas). En cualquier caso, no me hagas caer en una de esas relaciones que se pasan la vida chinchándose, disfrazando los insultos de bromas, poniendo los ojos en blanco y discutiendo «juguetonamente» delante de los amigos con la esperanza de ponerlos de su parte en una discusión que no podría importarles menos. Esas espantosas relaciones de si… Este matrimonio sería estupendo si… y notas que la lista de si es mucho más larga de lo que cualquiera de los dos es consciente.
De modo que sé que hago bien en no conformarme, pero eso no hace que me sienta mejor al ver cómo mis amigas se van emparejando mientras yo me quedo en casa los viernes por la noche con una botella de vino y me preparo una cena extravagante y me digo: «Esto es perfecto», como si estuviese saliendo conmigo misma. Mientras encadeno interminables rondas de fiestas y noches de bares, perfumada, enlacada y esperanzada, dando vueltas alrededor del local como un postre dudoso. Tengo citas con hombres agradables, atractivos e inteligentes; hombres a priori perfectos que hacen que me sienta como si estuviese en una tierra extraña, intentando hacerme entender, intentando darme a conocer. Porque ¿acaso no es esa la esencia de toda relación? ¿Ser conocida por el otro, ser comprendida? Él sí que lo pilla. Ella sí que lo pilla. ¿No es esa la frase mágica y sencilla?
De modo que sobrellevas la velada junto al hombre a priori perfecto, su tartamudeo cuando no entiende los chistes, cada vez que malinterpreta o se le escapa uno de tus comentarios jocosos. O quizá comprende que has hecho un comentario jocoso, pero, inseguro de qué hacer con él, lo retiene en la mano como si fuera una especie de flema conversacional que se te hubiera escapado y que después se limpiará con la servilleta. Pasáis otra hora más intentando encontraros mutuamente, reconoceros en el otro, y bebes un poco de más y haces un esfuerzo ligeramente excesivo. Y vuelves a casa donde te aguarda una cama fría y piensas: «Ha sido agradable». Y tu vida es una larga sucesión de agradables.
Y entonces te topas con Nick Dunne en la Séptima Avenida mientras estás comprando una rodaja de melón y… pam, sabéis quiénes sois, os reconocéis mutuamente. Compartís el mismo criterio sobre qué cosas merecen la pena ser recordadas. («Pero solo una aceituna»). Tenéis el mismo ritmo. Clic. Simplemente os conocéis el uno al otro. De repente lo ves: leer juntos en la cama y crepes el domingo y reírnos de nada y su boca sobre la tuya. Y todo ello queda tan sumamente por encima de lo agradable que sabes que nunca podrás volver a conformarte con eso. Así de rápido. Piensas: «Oh, aquí está el resto de mi vida. Al fin ha llegado».