El día de
Cuando pienso en mi esposa siempre pienso en su cabeza. Para empezar, en su forma. Lo primero que vi de ella, la primera vez que la vi, fue la parte trasera de su cráneo. Sus ángulos tenían algo de adorable. Como un duro y brillante grano de maíz o un fósil en el lecho de un río. Tenía lo que los victorianos habrían descrito como «una cabeza elegantemente torneada». Resultaba bastante fácil imaginar su calavera.
Reconocería su cabeza en cualquier parte.
Y lo que hay en su interior. También pienso en eso: su mente. Su cerebro, con todos sus recovecos, y sus pensamientos yendo y viniendo por dichos recovecos como rápidos y frenéticos ciempiés. Como un niño, me imagino abriéndole el cráneo, desenrollando su cerebro y examinándolo cuidadosamente, intentando apresar e inmovilizar sus ocurrencias. «¿En qué estás pensando, Amy?». La pregunta que más a menudo he repetido durante nuestro matrimonio, si bien nunca en voz alta, nunca a la única persona que habría podido responderla. Supongo que son preguntas que se ciernen como nubes de tormenta sobre todos los matrimonios: «¿Qué estás pensando? ¿Qué es lo que sientes? ¿Quién eres? ¿Qué nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué nos haremos?».
Mis ojos se abrieron por completo exactamente a las seis de la mañana. Ni aleteo aviar de las pestañas ni suave parpadeo hacia la conciencia. El despertar fue mecánico. Un espeluznante alzamiento de los párpados propio del muñeco de un ventrílocuo: el mundo está sumido en la negrura y de repente… «¡Comienza el espectáculo!». 6-0-0 anunciaba el reloj. Frente a mi cara, lo primero que vi. 6-0-0. Fue una sensación distinta. Raras veces me despertaba a una hora tan redonda. Era un hombre de despertares irregulares: 8.43, 11.51, 9.26. Mi vida carecía de alarmas.
En aquel preciso momento, 6-0-0, el sol se alzaba sobre el horizonte de robledales, revelando su plena y veraniega faz de dios airado. Su reflejo fulguraba sobre el río en dirección a nuestra casa, un largo y llameante dedo que me señalaba a través de las delicadas cortinas de nuestro dormitorio. Acusando: «Has sido visto. Vas a ser visto».
Me regodeé en la cama, que era nuestra cama de Nueva York en nuestra nueva casa, a la que seguíamos llamando «la nueva casa» a pesar de que llevábamos dos años viviendo en ella. Es una casa alquilada junto al río Mississippi, una casa que anuncia a los cuatro vientos «nuevo rico residencial»; el tipo de casa a la que aspiraba de niño desde mi barrio de adosados mal enmoquetados. El tipo de casa que resulta familiar al primer vistazo: genéricamente amplia, convencional y nueva-nueva-nueva. El tipo de casa que mi esposa estaba predeterminada a detestar (como de hecho ocurrió).
—¿Debo desprenderme del alma antes de entrar? —fue su primer comentario nada más llegar.
Fue una solución de compromiso. Amy había exigido que alquilásemos, en vez de comprar, pues tenía la esperanza de no quedar atrapados durante mucho tiempo aquí, en mi pequeño pueblo natal de Missouri. Pero las únicas casas en alquiler se hallaban apelotonadas en un inconcluso barrio residencial: un pueblo fantasma en miniatura de mansiones de precio reducido, incautadas por el banco debido a la crisis; un barrio cerrado antes de la fecha de apertura. Fue una solución de compromiso, pero Amy no lo consideraba así, ni mucho menos. Para Amy, fue un capricho punitivo por mi parte, una cuchillada egoísta y desagradable. La había arrastrado, estilo troglodita, hasta un pueblo que llevaba tiempo evitando con todas sus fuerzas para obligarla a vivir en el tipo de casa de la que solía burlarse. Supongo que no es una solución de compromiso si solo una de las partes la considera como tal, pero así es como solían ser todas las nuestras. Uno de los dos siempre estaba enfadado. Por lo general, Amy.
No me culpes por esta ofensa en particular, Amy. La ofensa de Missouri. Culpa a la economía, culpa a la mala suerte, culpa a mis padres, culpa a los tuyos, culpa a internet, culpa a la gente que utiliza internet. Yo antes era escritor. Un escritor que escribía sobre televisión y películas y libros. En los tiempos en los que la gente leía en papel impreso, cuando todavía había a quien le importaba lo que yo pudiera pensar. Llegué a Nueva York a finales de los noventa, el último estertor de los días de gloria, aunque en aquel momento nadie fuese consciente de ello. Nueva York estaba llena de escritores, escritores de verdad, porque había revistas, revistas de verdad, a carretadas. Eran los tiempos en los que internet seguía siendo una especie de mascota exótica agazapada en un rincón del mundo editorial: échale una golosina, mira cómo baila con la correa, qué mona es, no parece tener intención de devorarnos mientras dormimos. Piénsenlo: una época en la que los universitarios recién graduados podían ir a Nueva York y encontrar trabajo remunerado escribiendo. Cómo íbamos a sospechar que nos estábamos embarcando en carreras que desaparecerían en menos de una década.
Durante once años tuve un empleo que simplemente dejó de existir, fue así de rápido. Las revistas comenzaron a cerrar por todo el país, sucumbiendo a una infección repentina provocada por una economía en quiebra. Los escritores (mi tipo de escritores: aspirantes a novelista, pensadores meditabundos, individuos cuyo cerebro no trabaja lo suficientemente rápido para bloguear o vincular o tuitear; básicamente viejos pertinaces y testarudos) estábamos acabados. Éramos como los sombrereros o los fabricantes de látigos para coches de caballos: nuestro tiempo había pasado. Tres semanas después de que me despidieran, Amy también perdió su empleo. (Ahora puedo imaginar a Amy leyendo por encima de mi hombro, sonriendo burlonamente ante el espacio que he dedicado a hablar de mi carrera, de mi mala suerte, para luego despachar su experiencia en una sola frase. Eso, les diría ella, es típico. «Muy propio de Nick», diría. Era uno de sus latiguillos: «Muy propio de Nick», y lo que quiera que fuese a continuación, lo que quiera que fuese «muy propio de mí», siempre era negativo). Convertidos en dos parados, nos pasamos semanas remoloneando en nuestro apartamento de Brooklyn, en pijama y calcetines, ignorando el futuro, diseminando el correo sin abrir sobre las mesas y los sofás, comiendo helado a las diez de la mañana y echando prolongadas siestas de media tarde.
Hasta que un día sonó el teléfono. Era mi hermana melliza, Margo, que había vuelto a casa hacía un año, tras su respectivo despido neoyorquino (siempre ha ido un paso por delante de mí en todo, incluida la mala suerte). Margo, que telefoneaba desde North Carthage, Missouri, desde la casa en la que ambos habíamos crecido, y que al oír su voz la vi tal como era a los diez años: el pelo corto y oscuro, vaqueros cortos con peto, sentada en el porche trasero de nuestros abuelos, el cuerpo encorvado como una vieja almohada, balanceando las delgaduchas piernas sobre el agua, observando el fluir del río sobre sus pies blancos como peces, completa y delicadamente serena incluso de niña.
La voz de Go sonó cálida y ondulante incluso al transmitirme esta cruda noticia: nuestra indómita madre se estaba muriendo. Nuestro padre tenía un pie en el otro barrio y la (maliciosa) mente y el (mísero) corazón enturbiados por la corriente que lo arrastraba hacia el gran y grisáceo más allá. Pero ahora parecía que nuestra madre se le iba a adelantar. Unos seis meses, quizás un año, era todo lo que le quedaba. Imaginé que Go se habría reunido personalmente con el doctor, habría tomado rigurosas notas con su descuidada caligrafía y ahora estaba conteniendo las lágrimas mientras intentaba descifrar lo que había escrito. Fechas y dosis.
—Joder, no tengo ni idea de qué pone aquí. ¿Es un nueve? ¿Tiene sentido? —dijo, y yo la interrumpí.
Allí, descansando como una guinda sobre la palma de mi hermana, había una tarea, un propósito. Casi lloré de alivio.
—Voy a volver, Go. Nos mudaremos al pueblo. No deberías afrontar todo esto tú sola.
No me creyó. Pude oír su respiración al otro lado de la línea.
—Lo digo en serio, Go. ¿Por qué no? Aquí no queda nada.
Un largo suspiro.
—¿Y qué pasa con Amy?
No dediqué el tiempo necesario a ponderar aquello. Simplemente asumí que haría un hatillo con mi neoyorquina esposa, sus neoyorquinos intereses y su neoyorquino orgullo, y que la alejaría de sus neoyorquinos padres —dejando atrás la excitante y frenética futurópolis de Manhattan— para trasplantarla a un pequeño pueblo a orillas del río en Missouri. Y que todo iría bien.
Todavía no entendía lo estúpido, lo optimista, lo… sí, lo «muy propio de Nick» que era pensar de aquel modo. El sufrimiento que iba a provocar.
—A Amy le parecerá bien. Amy…
Aquí es donde debería haber dicho: «Amy adora a mamá». Pero no podía decirle a Go que Amy adoraba a nuestra madre, porque después de todo aquel tiempo apenas si la conocía. Sus escasos encuentros las habían dejado perplejas a ambas. Después, Amy dedicaba días enteros a diseccionar las conversaciones («¿Y qué quiso decir con eso de…?»), como si mi madre fuese la anciana miembro de una tribu campesina que hubiese llegado de la tundra con un brazado de carne cruda de yak y algunos botones para trocar, intentando obtener de Amy algo que no estaba en oferta.
Amy no tenía ningún interés en conocer a mi familia, ningún interés en conocer mi lugar de nacimiento. Sin embargo, por algún motivo, pensé que volver a casa sería una buena idea.
Mi aliento matutino caldeó la almohada y cambié mentalmente de tema. No era aquel un día apropiado para lamentaciones y segundas opiniones, sino para actuar. Procedente de la planta baja, pude oír el regreso de un sonido largamente ausente: el de Amy preparando el desayuno. Un abrir y cerrar de armarios de madera (¡pim-pam!), un entrechocar de contenedores metálicos y de cristal (¡clinc-clanc!), un inspeccionar y seleccionar de ollas y sartenes (¡frus-fras!). Una orquesta culinaria afinando, trapaleando vigorosamente hacia la apoteosis mientras un molde para tartas rueda sobre el suelo y golpea la pared como un címbalo. Algo impresionante estaba siendo creado, probablemente un crepe, porque los crepes son especiales, y aquel día Amy querría cocinar algo especial.
Era nuestro quinto aniversario de boda.
Caminé descalzo hasta el rellano de la escalera y permanecí allí escuchando, hundiendo los pies en la mullida moqueta de pared a pared que Amy detestaba por principio, mientras intentaba decidir si estaba preparado para unirme a mi esposa. Amy seguía en la cocina, ajena a mis dudas. Estaba tarareando una melodía melancólica y familiar. Me esforcé por identificarla —¿una canción popular?, ¿una nana?— y entonces me percaté de que era la sintonía de M*A*S*H. «Suicide is painless», el suicidio es indoloro. Descendí a la planta baja.
Me quedé junto a la puerta, observando a mi mujer. Se había recogido la melena dorada como la mantequilla en una cola de caballo que oscilaba alegre como una comba y se estaba chupando distraídamente una quemazón en la punta del dedo, tarareando por encima de ella. Tarareaba para sí misma, porque a la hora de descuartizar las letras no tenía rival. Al poco de empezar a salir, oímos en la radio una canción de Genesis: «Ella parece tener un toque invisible y constante». Pero Amy cantó: «Ella aparca mi sombrero en el último estante». Cuando le pregunté cómo se le podía haber ocurrido que su versión fuese vaga, posible, remotamente correcta, me dijo que siempre había pensado que la mujer de la canción amaba de verdad al cantante porque había puesto su sombrero en el último estante. Supe entonces que me gustaba, que me gustaba de verdad aquella chica con una explicación para todo.
Tiene algo de perturbador, evocar un recuerdo cálido y que te deje completamente frío.
Amy estudió el crepe que siseaba sobre la sartén y se lamió algo de la muñeca. Parecía victoriosa, conyugal. Si la estrechaba entre mis brazos, olería a bayas y a azúcar glas.
Cuando se percató de que estaba allí, acechando, con mis calzoncillos mugrientos y los pelos de punta, Amy se apoyó contra la encimera de la cocina y dijo:
—Hola, guapo.
La bilis y el temor se abrieron paso a través de mi garganta. Pensé: «Vale, adelante».
Llegaba muy tarde a trabajar. Tras haber regresado al pueblo, mi hermana y yo habíamos cometido una estupidez. Hicimos lo que siempre habíamos dicho que nos gustaría hacer: abrimos un bar. Para ello, le pedimos dinero prestado a Amy, ochenta mil dólares, cantidad que en otro tiempo habría sido una menudencia para ella, pero que en aquel momento lo era casi todo. Juré que se lo devolvería, con intereses. No quería ser el tipo de hombre que recurre al dinero de su esposa. Podía ver a mi padre torciendo los labios solo de pensarlo. «En fin, hay hombres para todo», era su frase más reprobatoria, cuya segunda parte siempre quedaba sin pronunciar: «y tú eres del tipo equivocado».
Pero lo cierto es que fue una decisión práctica, una astuta maniobra empresarial. Tanto Amy como yo necesitábamos nuevas carreras; aquella sería la mía. Ella podría elegir la suya en el futuro —o no—, pero entretanto allí teníamos una fuente de ingresos, posibilitada por los últimos remanentes de su fondo fiduciario. Al igual que la McMansión que habíamos alquilado, el bar era un símbolo recurrente de mis recuerdos de infancia: un lugar al que solo van los adultos para hacer lo que sea que los adultos hagan. A lo mejor por eso me mostré tan insistente en comprarlo, tras haber visto cómo me arrebataban mi modo de ganarme la vida. Me servía como recordatorio de que, después de todo, era un adulto, un hombre, un ser humano útil, a pesar de haber perdido el oficio que me convertía en todas aquellas cosas. No volvería a cometer el mismo error: los otrora abundantes rebaños de escritores de revistas continuarían siendo diezmados por internet, por la recesión, por el público norteamericano que prefiere ver la tele o jugar a la consola o informar electrónicamente a sus amigos en plan, «¡ke asco de lluvia!». Pero no existe aplicación alguna que proporcione el cosquilleo de un bourbon en el interior de un bar oscuro y fresco en un día de calor. El mundo siempre querrá una copa.
Nuestro bar es un bar de esquina con una estética fortuita y fragmentada. Su mejor atributo es un gigantesco botellero victoriano con cabezas de dragón y rostros de ángel que emergen del roble, una extravagante obra de madera en esta era del plástico mierdoso. Como mierdoso es, de hecho, el resto del bar; un muestrario de las peores contribuciones del diseño de cada década: un suelo de linóleo de los tiempos de Eisenhower, cuyos bordes se han doblado hacia arriba como una tostada quemada; dudosas paredes machihembradas salidas de un vídeo porno casero de los setenta; lámparas halógenas, un tributo accidental a mi colegio mayor en los noventa. El efecto último es extrañamente hogareño; más que un bar parece una casa necesitada de reformas en un benigno estado de abandono. Y jovial: compartimos aparcamiento con la bolera local y, cuando nuestra puerta se abre de par en par, el estruendo de los plenos aplaude la entrada de los clientes.
Llamamos al bar El Bar.
—La gente pensará que somos irónicos en vez de poco imaginativos —razonó mi hermana.
Sí, nos creíamos que estábamos siendo neoyorquinos listos, que el nombre era un chiste que nadie más entendería. No como nosotros, no en plan meta. Nos imaginábamos a los locales arrugando las narices: «¿Por qué lo habéis llamado “El Bar”?». Pero nuestra primera clienta, una mujer de pelo cano con gafas bifocales y chándal rosa, dijo:
—Me gusta el nombre. Como el gato de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, que se llama Gato.
Nos sentimos mucho menos superiores después de aquello, lo cual fue bueno.
Estacioné en el aparcamiento. Esperé a que el estruendo de un pleno brotara de la bolera —«Gracias, gracias, amigos»— y después salí del coche. Admiré el entorno, cuya familiaridad seguía sin aburrirme: la achatada oficina de ladrillos claros del servicio postal en la acera de enfrente (ahora cerrada los sábados), el nada pretencioso edificio de oficinas de color beige situado calle abajo (ahora cerrado, punto). No era un pueblo próspero. Ya no, ni de lejos. Joder, ni siquiera era original, ya que en Missouri hay dos Carthage. El nuestro es técnicamente North Carthage, lo cual hace que suene a ciudades gemelas, a pesar de que la nuestra está a cientos de kilómetros de distancia de la otra, siendo la menor de las dos: un pintoresco pueblecito de los cincuenta hinchado hasta alcanzar el grosor de un suburbio de tamaño medio en nombre del progreso. Aun así, era el lugar en el que había crecido mi madre y en el que nos crio a Go y a mí, de modo que tenía algo de historia. La mía, al menos.
Mientras me encaminaba hacia el bar a través del aparcamiento de hormigón comido por las hierbas, eché una ojeada calle abajo y vi el río. Es lo que siempre he amado de nuestro pueblo. No estamos en lo alto de algún seguro risco con vistas al Mississippi; estamos en el Mississippi. Podría haber bajado la calle hasta hundirme en el muy cabrón; un salto de apenas un metro y estaría de camino a Tennessee. Todos los edificios del casco antiguo tienen trazadas a mano líneas que marcan la altura alcanzada por el río durante la Gran Inundación del 61, 75, 84, 93, 07, 08, 11. Etcétera.
Aquella mañana el río no iba crecido, pero fluía con urgencia, una corriente fuerte y llena de remolinos. Una larga fila india de hombres con la mirada fija en los pies y los hombros tensos discurría a la misma velocidad que el río, avanzando con resolución hacia ninguna parte. Mientras los observaba, uno de ellos alzó repentinamente la mirada hacia mí con el rostro envuelto en sombras, un óvalo de negritud. Le di la espalda.
Sentí una necesidad inmediata, intensa, de refugiarme en el interior. Para cuando hube dado veinte pasos, el sudor burbujeaba en mi cuello. El sol seguía siendo un ojo furibundo en el cielo. «Has sido visto».
El estómago me dio un vuelco y aceleré el paso. Necesitaba una copa.