32

El pequeño Eric tiene casi dos meses.

Es un niño bueno, encantador y con unos ojazos azules y cautivadores como los de su padre. Nos tiene a todos como tontos babeando por él.

Tras los primeros días en que todo es un caos, estamos aclimatados a los nuevos horarios. El pequeño es el rey de la casa. Él manda y todos giramos a su alrededor.

Come cada dos horas día y noche. Es agotador, porque además de tragón, no duerme mucho.

Eric se ocupa de él. Quiere que yo descanse, pero veo que su cansancio es tremendo cuando un día, tras una nochecita jerezana con los gases del pequeño, se despierta sobre las once de la mañana. ¡Hasta él se asusta!

Dos noches más tarde, de pronto me despierto sobresaltada y me encuentro a Eric sentado en la cama, moviéndose solo. Lo miro sorprendida. No tiene al bebé en brazos pero se acuna. Miro y el bebé esta dormidito en su cuna. Me río y, acercándome a Eric, murmuro:

—Cariño, échate y duérmete.

Lo hace. Está dormido y, cuando se acurruca entre mis brazos, me siento la mujer más dichosa del mundo por tenerlo a mi lado.

Flyn es un hermano maravilloso. Nada de celos y está más cariñoso que nunca. Por la tarde, tras hacer los deberes, quiere coger al pequeñín. Está orgulloso de ser su hermano mayor y eso se le ve en la cara.

¡Todos hablamos balleno!

¡Hasta Norbert!

Vuelvo a ser yo. Dejo de ser Judota para ser Judith, aunque cinco kilos se resisten a abandonarme. Tanto helado y plum cake es lo que tiene. Pero no importa. Lo importante es que mi pequeñín esté bien.

Las hormonas se me han asentado y estoy feliz. Ya no lloro, ya no gruño y por no tener no tengo ni la tan conocida depresión posparto.

Mi padre y mi hermana vienen un par de veces a vernos en estos dos meses. Él no cabe en sí de orgullo cada vez que ve a su muchachote y Raquel también. Aunque la noto algo decaída por la finalización de su rollito salvaje.

Intento hablar con ella, pero no quiere. Al final desisto. Cuando quiera hablar, vendrá a mí. Lo sé.

El pequeño Eric es lo más bonito y maravilloso que me ha pasado nunca y ahora, cuando lo miro, estoy segura de que volvería a tener mil embarazos más sólo por tenerlo junto a mí.

Como una boba, estoy mirándolo dormir en la cuna cuando Eric entra en la habitación, se acerca a mí y, tras ver que el bebé duerme, me besa y dice:

—Vamos, pequeña, tenemos que irnos.

Ataviada con un maravilloso vestido de noche y con unos taconazos de infarto, lo miro y murmuro:

—Ahora me da penita dejarle.

Eric sonríe, me besa en el cuello y dice:

—Es nuestra primera noche para nosotros. Tú y yo solos.

Su voz me reactiva. Llevamos planeando esta salida desde que la ginecóloga nos dijo que podíamos retomar nuestra vida sexual. Al final, tras convencerme de que la vida sigue y tengo que recuperar algo de normalidad, me levanto. Le doy un besito a mi precioso bebé y camino de la mano de mi amor.

Cuando llegamos al salón, Sonia, que está con Flyn jugando al Monopoly de la Wii, nos mira y exclama:

—Pero ¡qué guapos estáis los dos!

—Hala, Juddddddddd, ¡qué guapaaaaaaaa! —grita Flyn.

Como siempre, me encanta escucharlo. Es la primera vez que me arreglo desde que di a luz. Doy mi típica vueltecita ante el niño para que me vea, él sonríe y, cuando me abraza, le digo:

—Esta noche tú mandas en la casa. Eres el hermano mayor.

Flyn asiente y Sonia dice, guiñándome un ojo:

—Id tranquilos. Yo cuido de los dos pequeñines.

Sonrío, le doy un beso y pregunto:

—Tienes nuestros números de móvil, ¿verdad?

Mi suegra me mira, asiente y contesta:

—Sí, cariño. Desde hace mucho. Anda…, marchaos y pasadlo bien.

Eric se acerca a ella y la besa.

—Gracias, mamá. —Y, dándole un papelito, explica—: Estaremos en este hotel por si pasa cualquier cosa. Da igual la hora que sea, ¡llámanos!

Sonia coge el papel y, empujándonos, responde:

—Por el amor de Dios, ¿qué va a pasar? Marchaos de una vez.

Entre risas, salimos de la casa. Susto y Calamar se acercan rápidamente al vernos y los saludamos. Después subimos al coche de Eric y nos vamos, dispuestos a pasarlo bien.

Cuando llegamos al hotel y cerramos la puerta de nuestra habitación, nos miramos. Es nuestra noche. Hoy por fin vamos a poder hacer el amor como queremos y sin interrupciones. Veo sobre la mesa una cubitera con champán.

—Vaya… pegatinas rosa —murmuro y Eric sonríe.

Nos miramos…

Nos acercamos…

Y suelto el bolso, que cae en el suelo.

Acto seguido mi amor me agarra por la cintura y hace eso que tanto me gusta. Me chupa el labio superior, luego el inferior y, tras darme un mordisquito, pregunta:

—¿Quieres cenar?

Pero yo sé ya lo que quiero y contesto:

—Vayamos directos a los postres.

Eric sonríe y murmura con voz ronca:

—Desnúdate.

Sonrío mimosa. Me doy la vuelta para que me baje la cremallera del vestido y cuando éste cae al suelo, me coge en brazos y me lleva a la cama.

Cuando me suelta sobre ella con una mirada que incita a todo, veo cómo mi chico se desnuda. Fuera camisa. Fuera pantalón. Fuera bóxer.

Oh, sí…, qué maravillosas vistas me ofrece.

Madre mía, mi Paul Walker particular. ¡Se me hace la boca agua!

Tengo delante al hombre más sexy del mundo, con una sonrisa peligrosa y provocativa. Se tumba sobre mí y me besa. Degusto sus labios, su sabor, su ardoroso beso. Es la primera vez que lo vamos a hacer tras el nacimiento de nuestro pequeño y sabemos que tenemos que ir con cuidado.

Pasea sus dedos por mis muslos. Me chifla.

Susurra palabras calientes en mi oído. Me perturba.

Y cuando tira de mi tanga y éste salta hecho pedazos, me vuelve loca y me alegro de haberme traído otros de repuesto. La noche será larga.

—Quiero entrar en ti.

—Hazlo —susurro acalorada y añado—: Pero pídemelo de otra manera.

Eric sonríe. Sabe lo que quiero y murmura con ardor:

—Quiero follarte.

—Sí, así… sí.

Con cuidado, Eric pone la punta de su pene en mi húmeda vagina. Madre mía… lo que me hace sentir.

Me tienta…

Me enloquece…

Me estimula…

Y, mirándome a los ojos, murmura:

—Si te hago daño, dime que pare, ¿vale?

Asiento. Estoy excitada pero asustada.

¿Dolerá el sexo tras tener un bebé?

Eric se introduce en mí poco a poco. Sus ojos me taladran en busca del más mínimo gesto de dolor. Yo me arqueo, cierro los ojos y lo recibo.

—Mírame —exige.

Lo hago. Lo miro y me caliento más.

Nuestras respiraciones se aceleran y con toda la contención del mundo, mi amor, mi Eric, mi marido prosigue su camino.

—¿Duele?

Oh, no…, no duele. Me gusta la sensación y contesto tras morderme el labio inferior:

—No, cariño… Sigue…, sigue.

Un poquito más…

Más profundidad…

Siento que mi vagina se abre por completo, se humedece, tiembla.

La excitación me puede. No me duele nada. Sólo siento placer. Un placer intenso y, cuando no puedo más y el ansia viva me desborda, le agarro del trasero y me empalo totalmente en él. Los dos jadeamos y, cuando me mira, digo:

—Ya no estoy embarazada. No me duele. Dame lo que necesito, Zimmerman.

Los ojos de Eric brillan. Sonríe. El vello del cuerpo se me eriza al saber qué significa eso.

Pasión en estado puro.

Disfruto…

Disfruta…

Disfrutamos…

La locura nos rodea, olvidamos la existencia del mundo y sólo sentimos el roce de nuestros cuerpos mientras nos besamos enloquecidos y hacemos el amor a nuestra manera.

Cansados y sudados, cinco minutos después los dos jadeamos sobre la cama y susurro:

—Alucinante.

—Sí.

—¡Ha sido alucinante!

Eric tiene la respiración agitada y, posando una mano sobre mi vientre, ahora casi plano, murmura:

—Como tú dices, pequeña, ¡flipante!

Nos reímos y nos abrazamos y de los abrazos pasamos a los besos. Cuando ambos estamos dispuestos de nuevo, pregunto:

—¿Repetimos?

No lo duda. Con fuerza, se levanta de la cama y me lleva consigo. Me coge en brazos y, con la sensualidad en todo lo alto, susurra mientras sonríe:

—No voy a parar en toda la noche, pequeña, ¿estás preparada?

Asiento como un muñequito. Llevo preparada meses y, tras morderme el lóbulo de la oreja, murmura, poniéndome la carne de gallina:

—Voy a hacer algo que ambos deseamos.

Divertida, sonrío. Sé lo que va a hacer y cuando me lleva contra la pared y me aprisiona contra él, pregunta:

—¿Te gusta así?

¿Contra la pared? ¡Oh, sí! Cuánto he deseado este momento.

—Sí.

Eric sonríe, aprieta las caderas contra las mías y dice:

—Ahora sí, pequeña. Ahora sí.

Y, sin preámbulos, introduce su enorme, erecto y duro pene en mi interior, mientras nos miramos a los ojos y yo abro la boca para gemir. Lo recibo y jadeo.

Una…

Dos…

Cien veces entra y sale de mí, mientras nuestro instinto animal aparece en manada para tomarnos por completo. Lo disfrutamos.

Sexo. Fuerza. Ardor. Pasión.

Todo ello entre nosotros es caliente, pasional. Le muerdo el hombro. Paladeo el sabor de su piel mientras me penetra. Pero de pronto se para y dice:

—Mírame.

Hago lo que me pide. Su mirada es felina y, apretando las caderas contra mí para darme una mayor profundidad, pregunta con la voz entrecortada al sentir como mi vagina lo succiona:

—¿Te gusta así, pequeña?

Asiento y, al ver que no contesto, me da una palmadita en el trasero y digo:

—Sí… Oh, sí… No pares.

No para. Me vuelve loca.

Mi maravilloso y dulce amor me empala una y otra vez, mientras los dos disfrutamos hasta que el clímax nos puede y tenemos que parar.

Nuestras respiraciones agitadas están desacompasadas y de pronto comienzo a reír.

—Cariño…, cuánto te he echado de menos.

Eric asiente y, acalorado por el esfuerzo, murmura:

—Seguramente tanto como yo a ti.

Sin separarme de él, llegamos a la ducha, donde volvemos a hacer el amor como dos salvajes. La noche es larga y queremos disfrutar de lo que más nos gusta. De nosotros.

A las tres de la madrugada, agotados después de cinco asaltos de lo más fogosos, llamamos al servicio de habitaciones. Estamos hambrientos. Nos traen unos sándwiches y más bebida con pegatinas rosa. Mientras comemos desnudos sobre la cama, Eric me mira y pregunta:

—¿Todo bien?

Yo sonrío. Me encanta cuando me lo pregunta, y asiento.

Llenamos nuestras copas, brindamos mirándonos a los ojos y, después, Eric dice:

—Björn me llamó ayer. Dice que dentro de dos fines de semana habrá una fiestecita en el Sensations. ¿Qué opinas?

Guauuu… Definitivamente, nuestra vida se normaliza.

Levanto una ceja, sonrío y contesto:

—Un poco de complemento nunca viene mal, ¿no?

Eric suelta una carcajada, deja el sándwich sobre la bandeja y, abrazándome, murmura:

—Pídeme lo que quieras.

Emocionada por esa frase que tanto significa para nosotros, dejo también mi sándwich y, mirándolo, murmuro, mientras abro las piernas para él:

—Dame placer.

Nos besamos. Eric comienza a bajar su boca por mi cuerpo. Oh, sí. Me besa el ombligo y yo jadeo, cuando de pronto un sonido nos interrumpe. ¡Mi móvil!

Nos miramos. Son más de las tres de la madrugada. Que suene el móvil a esa hora no puede ser para nada bueno. Asustados, pensamos en nuestro bebé. Saltamos de la cama, Eric llega antes que yo hasta el teléfono y lo coge.

Veo cómo, angustiado, habla con alguien. Lo tranquiliza. Yo pregunto. Me hace un gesto con la mano. Estoy histérica y, antes de que cuelgue, le oigo decir:

—No te muevas de ahí, vamos en seguida.

Con el corazón a punto de salírseme del pecho, lo miro e inquiero:

—¿Qué pasa? ¿Eric está bien? ¿Era tu madre?

Él me sienta en la cama. Estoy a punto de llorar.

—Tranquila, no era mi madre.

Saber eso me hace respirar. Mi niño está bien. Pero de pronto el susto vuelve a mí y pregunto:

—¿Y quién era entonces?

—Tu hermana.

—¿Mi hermana? —Mi corazón se acelera de nuevo y, agarrándome a la cama, pregunto, a punto del infarto—: ¿Qué ha ocurrido? ¿Mi padre está bien?

Eric asiente, sonríe y dice:

—Todos están bien. Anda, vístete. Vamos a buscar a Raquel, que está en el aeropuerto de Múnich, esperándonos.

—¿Cómo?

—Vamos, pequeña… —me apremia.

Bloqueada, me reactivo y rápidamente nos vestimos. A las cuatro y cinco de la madrugada y vestidos de noche, aparecemos los dos en el aeropuerto. Estoy nerviosa. ¿Qué le ocurre a mi hermana? ¿Por qué está a estas horas en el aeropuerto?

Al vernos llegar, Raquel, sorprendida, nos mira y pregunta:

—¿Venís de alguna fiesta?

Eric y yo asentimos y, rápidamente, la bombardeo a preguntas:

—¿Qué ocurre? ¿Estás bien? ¿Qué haces aquí?

Ella se desmorona y murmura:

—Ay, cuchu, creo que la he liado otra vez.

Sin entender nada, la miro. Luego miro a Eric, que nos observa, y susurro:

—No me asustes así, Raquel, que ya sabes que soy muy impresionable.

Mi hermana asiente y yo insisto:

—¿Papá y las niñas están bien?

Ella asiente.

—Papá no sabe que estoy aquí.

—¿Y las niñas? —pregunta Eric, preocupado.

—Con su padre. Se las lleva hoy de vacaciones a Menorca diez días.

De pronto lo entiendo. Y, posándole una mano en el hombro, digo:

—No me lo puedo creer.

—¿El qué? —pregunta Eric.

Raquel me mira. Yo la miro y siseo:

—No me jorobes y me digas que te has acostado con Jesús y estás otra vez colgada de… de… ese imbécil.

Ella se echa a llorar y yo maldigo. ¡No me lo puedo creer!

Pero ¿a mi hermana le falta un tornillo?

Eric me tranquiliza y, cuando por fin Raquel deja de llorar, me mira y aclara:

—Pues no, cuchu. No me he acostado con Jesús, ni estoy colgada de él. ¿Qué clase de mujer crees que soy?

Ahora sí que me he perdido y, mientras la miro a la espera de una explicación, su cara se descompone y dice llorando:

—¡Estoy embarazaaaaaaaada!

Eric y yo nos miramos. ¿Embarazada?

Raquel berrea en medio del aeropuerto de Múnich y yo no sé qué hacer. Miro a mi loco amor en busca de ayuda, pero Eric se acerca a mí y susurra:

—No puedo con más hormonas lloronas, cariño, ¡no puedo!

A mí me entra la risa. Pobrecito, menudo trauma le he creado durante mi embarazo.

Al final reacciono.

Siento a mi hermana en una silla y digo:

—Vamos a ver, Raquel, si no te has acostado con Jesús, ¿de quién es el bebé?

—¿Tú qué crees?

Parpadeo y respondo:

—Pero ¿y yo qué sé? Según tú, en este tiempo no has salido con nadie.

Las lágrimas le salen a borbotones y de pronto dice:

—De mi rollito salvajeeeeeee.

—¿De Juan Alberto? —pregunta Eric, alucinado.

—Sí.

—Pero ¿qué me estás contando, Raquel?

—Lo que oyes, cuchufleta.

—¿Pero vosotros no habíais roto? —insiste Eric.

La embarazada de mi hermana se seca los ojos y responde:

—Sí, pero nos hemos seguido viendo cada vez que él venía a España.

Boquiabierta y alucinada, la miro y digo:

—Pues no me habías contado nada.

—Es que no había nada que contar.

—Joder, pues para no tener nada que contar, no veas lo que vas a tener que contarles ahora a papá, a tu hija y al mexicano —me mofo.

Al oírme, mi hermana se levanta y, como una loca histérica, chilla en medio del aeropuerto:

—¡Al mexicano no le tengo que contar nada! ¡Absolutamente nada!

—Cálmate, mujer, cálmate —pide Eric.

—¡No me da la gana de calmarme! —grita ella.

Eric me mira con ganas de asesinarla. Yo lo miro y cuchicheo:

—No se lo tengas en cuenta, cariño. Ya sabes, las hormonas.

—Joder con las hormonas —protesta él.

Cojo a Raquel de las manos. Tiembla, está histérica y, al ver que la miro, fuera de sí, dice:

—¡No quiero volver a ver a ese güey en su puñetera vida! ¡Me niegoooooooooo!

La gente nos mira. Los policías del aeropuerto se acercan a nosotros. Preguntan qué ocurre y Eric, como mejor puede, les responde que son problemas familiares. Ellos asienten y se marchan.

Mi chico y yo nos miramos. Estamos desconcertados. Nuestra bonita noche ha acabado en el aeropuerto, con mi hermana llorando como una histérica, con las hormonas revolucionadas y embarazada.

Eric decide tomar las riendas de la situación y, agarrando a Raquel del brazo, dice:

—Venga, vamos a casa. Debes descansar.

Los tres caminamos hacia el coche. Mi hermana no lleva equipaje ni nada. En el camino, me cuenta que estaba en Madrid para llevar a las niñas con su padre y que la llamó Juan Alberto mientras ella estaba durmiendo a Lucía. Luz cogió el móvil y le dijo que estaban cenando en la casa de su padre y que sus padres estaban en la habitación. Cuando Raquel cogió el teléfono, él se puso como un loco y ella, como una hidra, lo había mandado a tomar por donde amargan los pepinos y le había colgado.

Cuando llegamos, Sonia, que acaba de darle un biberón a mi niño, se sorprende al vernos. Pero tras ver a mi hermana y su aspecto, y después de hablar con su hijo, la mujer decide ver, oír y callar.

Raquel y yo vamos a ver a mi pequeñín, que duerme como un angelito. Es precioso. Mi hermana llora y decido acompañarla a una habitación. Le dejo un pijama y hago que se acueste. Me tumbo con ella. No quiero dejarla sola y, en la oscuridad de la habitación, pregunto:

—¿Estás mejor?

—No, estoy fatal. Siento haberos jorobado la fiesta a Eric y a ti.

—Eso no importa, Raquel, cariño.

Un quejido lastimoso sale de su boca y me dice:

—Ya he obtenido el divorcio exprés.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Me llegó la sentencia hace dos días. Legalmente vuelvo a ser una mujer soltera, cuchu. Y yo… yo… —No puede continuar, pues le vuelven las lágrimas.

Qué mal rato está pasando, pobrecita, mi Raquel. Cuando consigo que deje de llorar, pregunto:

—¿Qué vas a hacer?

—¿Con qué?

—Con el bebé. ¿Vas a decírselo a Juan Alberto?

—Se lo pensaba decir junto con lo del divorcio. Había comprado un billete para México y pensaba darle una sorpresa, pero ahora no quiero verlo. Ese güey me acusó de ser una pendeja, una mala mujer. Ha debido de pensar que se la estaba pegando con queso, como hizo anteriormente su mujerrrrrrrrr.

La forma de hablar de mi hermana me hace gracia. Pero no es momento de reír. Comienza a llorar de nuevo. Intento consolarla, pero es difícil. Sufrir por amor estando embarazada es una mierda, es lo peor de lo peor y, cuando se duerme, me levanto con sigilo y voy a mi cuarto. Allí está Eric con nuestro pequeñín en la cuna. Cuando me ve aparecer, me mira y pregunta:

—¿Cómo está?

—Fatal, pobrecita.

Ambos nos callamos y Eric dice luego:

—¿Qué hacemos? ¿Llamamos a Juan Alberto o no?

No sé qué hacer. Meterme en los problemas sentimentales de otros nunca me ha gustado y al final decido que no. Es problema de Raquel y es ella la que debe tomar la decisión. Me abrazo a Eric y, al notar sus labios en mi cuello, murmuro:

—Siento lo que ha pasado, cariño. Está visto que no nos dejan.

Él sonríe.

—Lo hemos pasado muy bien, eso es lo que cuenta. Ya lo repetiremos.

A la mañana siguiente, cuando mi hermana se levanta, su aspecto no ha mejorado. Tiene más ojeras si cabe. Simona, al verla allí, se sorprende, pero cuando le cuento lo que ocurre la compadece.

¡Maldito amor!

Sonia se lleva a Flyn a su casa para quitarlo de en medio y Eric decide alejarse de las hormonas y se encierra en su despacho con el bebé. Aunque antes me dice que no me preocupe de nuestro pequeño, él se ocupará mientras yo atiendo a mi hermana.

Llevo días sin ver Locura Esmeralda y Simona lo tiene grabado. Tenemos pendientes tres capítulos, incluido el último de la serie. Pero antes de ponérnoslos, me ocupo de mi hermana, la convenzo para que llame a mi padre y se tome una tila.

La oigo hablar con papá mientras llora y le dice lo del embarazo. Acto seguido, Raquel llora sin parar y, cuando ya no puedo más, le quito el teléfono.

—Papá, no sé qué le has dicho, pero ahora sí que no para de llorar.

Oigo un resoplido al otro lado de la línea.

—Ojú, morenita. Sois dos, pero en ocasiones parecéis cien. —Eso me hace sonreír y añade—: Le he dicho que no se preocupe por nada. Donde entran cuatro, entran cinco, y mi nuevo nietecito será bien recibido en su casa. Simplemente le he dicho que no se angustie por eso y que debería hablar con Juan Alberto.

De nuevo, mi padre demuestra lo buena persona que es, y a pesar de saber que el nuevo embarazo de mi hermana será el nuevo chisme de Jerez, él la apoya. Nos apoya, como siempre.

Después de hablar con él un rato y decirle que no se preocupe por nada, que yo me ocupo de Raquel, le mando mil besos y cuelgo. Consigo llevar a mi hermana hasta la habitación tras darle otra tilita, cuando se duerme, yo respiro aliviada.

Una vez salgo de la habitación, paso a ver a mis chicos. Padre e hijo están en el despacho. Eric trabajando con su ordenador y mi pequeñín dormido como un ceporro. Después de darles mil besos a cada uno, busco a Simona y, como dos niñas con zapatos nuevos, nos vamos las dos al salón, a disfrutar de nuestra serie favorita.

Simona le da a lo grabado y juntas, con nuestro paquete de kleenex, nos proponemos disfrutarla.

Cuando comienza el último capítulo y aparece mi hermana, lo paramos y digo, consciente de que si ve eso llorara más:

—Raquel, si quieres, date un bañito en la piscina. Quizá eso te relaje, cielo.

Pero no, la señora sabe lo que vamos a hacer y, repachingándose en el sofá, responde:

—Quiero ver Locura Esmeralda con vosotras.

Madre…, madre…, pronostico que esto va a ser un drama. Mi hermana embarazada, despechada por el amor de un mexicano y Locura Esmeralda. Pinta mal. Muy mal.

Intento convencerla. Le digo que ese culebrón le recordará más su problema. Pero nada, de allí no la mueve nadie. Al final decido poner la serie y, como dice mi padre, ¡que sea lo que Dios quiera!

La musiquita ya la hace llorar y, cuando aparece México y los mexicanos, lo que brota por sus ojos son las mismísimas cataratas del Niágara. Simona y yo intentamos calmarla, pero ella nos pide que le dejemos ver la novela. ¡Pa’ matarla!

Al final nos concentramos y Simona y yo disfrutamos como dos enanas asistiendo a la boda de Esmeralda Mendoza y Luis Alfredo Quiñones. ¡Por fin!

Qué guapos están. Qué relucientes. Se merecen esa felicidad tan maravillosa a ritmo de mariachis y los que hemos padecido su calvario nos lo merecemos también. Esmeralda y Luis Alfredo se juran amor eterno mirándose a los ojos y Simona y yo lloramos. Mi hermana berrea. Cuando aparece el pequeño hijo de ambos y le dice a su papá «Te quiero mucho, papito lindo», ya no sólo berrea mi hermana, ahora berreamos las tres.

Y cuando la telenovela acaba con ese precioso final, con los tres subidos en un caballo, encaminándose hacia el horizonte, la caja de kleenex se nos acaba y, como tres tontas, lloramos sin pizca de vergüenza.

Esa noche, después de cenar, Raquel se va a dormir. No puede con su alma. Yo tampoco. Psicológicamente me tiene agotada.

Eric y yo nos vamos a nuestra habitación y, tras darle un biberón al pequeñín, éste nos da una tregua y se duerme en su cuna. Ya lo vamos conociendo y sabemos que esa toma al menos le dura tres horas.

Agotada, me tiro en la cama y cierro los ojos. Necesito mimitos. Pero de pronto comienzan a sonar muy bajito las notas de una canción y Eric, acercándose, dice:

—¿Bailas?

Sonrío. Me levanto y me abrazo a él mientras se oye:

Si nos dejan,

nos vamos a querer toda la vida.

Si nos dejan,

nos vamos a vivir a un mundo nuevo.

Bailamos en silencio. Ninguno de los dos habla, sólo bailamos, escuchamos la canción y nos abrazamos.

Del abrazo pasamos a besarnos. Lo deseo, me desea y queremos continuar con lo que nos interrumpieron la noche anterior. Pero de pronto, suena el móvil de Eric. Yo pongo los ojos en blanco y protesto furiosa:

—Pero ¿quién llama ahora?

Él sonríe. Entiende mi frustración. Me da un beso y coge el teléfono. Habla con alguien y sale de la habitación rápidamente. Sin entender nada, me pongo una bata y, cuando llego a la planta de abajo, veo que Eric abre la puerta de la casa y observo que las luces de un coche se acercan.

—¿Quién viene?

Pero antes de que pueda responder, un taxi llega hasta nuestra puerta y me quedo sin habla cuando veo quién sale de él.

Madre mía la que se va a liar cuando mi hermana vea al mexicano aquí.

Miro a Eric, él me mira también y dice:

—Lo siento, cariño, pero las hormonas de tu hermana que se las coma quien las ha originado.

Su comentario me da risa. En vez de molestarme, ¡me parto!

Juan Alberto, con barba de varios días, pregunta al entrar:

—¿Dónde está esa mujer?

Y antes de que Eric o yo podamos responder, oímos:

—Como se te ocurra acercarte a mí, te juro que te abro la cabeza.

¡Mi hermana!

Me vuelvo y la veo en medio del vestíbulo, con un vaso de agua en las manos. Me muevo para ir a su lado, pero mi marido me sujeta. Protesto.

—Eric…

—No te muevas, pequeña —susurra y le hago caso.

Juan Alberto, con la vista clavada en Raquel, sin temer por su integridad física, pasa por nuestro lado, se acerca a ella y, sin tocarla, dice:

—Ahorita mismo me vas a besar y me vas a abrazar.

Ella, ni corta ni perezosa, le lanza el agua a la cara.

¡Toma ya!, empezamos bien.

Y como no la pare, lo próximo que hace es estamparle el vaso en la frente.

Pero el mexicano, en vez de enfadarse, da otro paso adelante y dice:

—Gracias, sabrosa. El agua me aclaró más las ideas.

Raquel levanta las cejas.

Uy…, malo… malo…

—Ahorita mismo te vas a ir por donde has venido, güey —suelta ella.

Juan Alberto deja la bolsa que sostiene y responde:

—¿Por qué no me has cogido el celular? Me he vuelto loco llamándote, mi reina. Siento lo que te dije la última vez que hablamos. Me encelé como un burrote al imaginarme cosas que no son, pero yo te quiero, relinda. Te quiero y necesito estar a tu lado y que me quieras.

Joder… esto parece Locura Esmeralda.

Mi hermana se derrumba. A cada palabra bonita y dulce de él, se desmorona por segundos. Es una romántica empedernida y sé que eso que Juan Alberto le está diciendo le está llegando directamente al corazón.

Pero me desconcierta su pasividad ante el hombre que yo sé que quiere y entonces éste añade:

—Sé que estás encinta y ese bebito que llevas en tu vientre es mío. Mi hijo. Nuestro hijo. Y le agradeceré todita mi vida a mi buen amigo Eric que me llamara para decírmelo. ¿Por qué no me lo has dicho tú, mi reina?

Raquel mira a Eric fulminándolo con la mirada.

La entiendo. En un momento así, yo haría lo mismo.

Mi marido, al verla, se encoge de hombros y dice con seguridad:

—Lo siento, cuñada, pero alguien se lo tenía que decir al padre.

La tensión se corta con un cuchillo. Yo no hablo. Mi hermana no habla y Juan Alberto, acercándose un poco más a ella, susurra con voz melosa:

—Dímelo, relinda. Dime eso que tanto me gusta oír de tu dulce boca.

A Raquel, la barbilla le vuelve a temblar. Se masca la tragedia. Me temo lo peor. Le estampa el vaso en la cabeza fijo… Pero de pronto, contra todo pronóstico, arruga el morrillo y dice:

—Te… Te como con tomate.

Juan Alberto la abraza, ella lo abraza a él y se besan.

Ojiplática, parpadeo. Pero ¿qué ha pasado aquí?

Eric, cogiéndome en brazos, me ordena callar y me lleva derechito a nuestra habitación. Cuando entramos en ella, sin soltarme, vuelve a poner la canción que estábamos bailando y, mirándome con deseo, murmura:

—Ahora sí, pequeña. Ahora sí que nos dejan.

Sonrío. Por fin todo, absolutamente todo está bien. Lo beso y, con sensualidad, digo:

—Desnúdate, señor Zimmerman.