31

La primera noche en el hospital es movidita.

Tras visitarnos el pediatra y decirnos que Eric está perfecto, me pregunta si le voy a dar el pecho o biberón.

Rápidamente y sin dudarlo opto por el biberón. Me da igual lo que piense el resto del mundo. No pienso convertirme ahora en una fábrica de leche andante, cuando sé que los bebés con biberón se crían de maravilla.

El día que lo hablé con Frida por teléfono no le pareció bien. Según ella, la leche materna es ideal. Inmuniza de cientos de cosas y es lo mejor. Sonia me dijo lo mismo, incluso me habló del instinto materno. Pues bien, mi instinto materno me dice que le dé biberón y también que a quien toque a mi hijo lo mato.

Cuando se lo comenté a Eric, me dio la opción de decidir. Y como quiero que desde el minuto uno mi marido sea partícipe de esta nueva historia, elijo biberón para que esté tan pringado como yo y santas pascuas. Lo que piense el resto del mundo, como siempre, ¡me importa tres pepinos!

Cuando traen un biberón con un poquito de leche para lactantes, se lo entrego a Eric y digo:

—Vamos, papi, dale su primer biberón.

Veo cómo, nervioso, mi amor coge a su bebé de la cunita, se sienta en una silla y lo hace. El pequeñín, que es un tragón, se tira rápidamente a la tetina como un león y, encantado, recibe lo que lleva un buen rato reclamando: comida.

Una vez se toma la dosis, se queda dormido como un ceporrito. Divertida, pienso si limpiarle la baba al pequeño o a su padre.

¡Qué monos son los dos!

Tras la toma, las enfermeras vienen para llevárselo al nido. Quieren que yo duerma y descanse. Pero el pequeñajo tiene unos pulmones tremendos y le gusta hacerse notar. ¡Menudo genio tiene el rubito!

Eric, al saber que es su hijo el que llora como un descosido, hace que lo traigan a la habitación y se ocupa de él toda la noche. Lo mece, lo acuna, le habla y yo, a oscuras, los observo emocionada.

Estoy cansada, agotada, pero no puedo dormir. Mis ojos no quieren dejar de mirar el precioso espectáculo que me ofrecen mis dos Eric.

—Vamos, duérmete, pequeña, descansa —susurra mi amor, acercándose a mí.

—Es perfecto, ¿verdad?

Sonríe, mira al pequeño que se mueve en sus brazos y murmura:

—Tan perfecto como tú, preciosa.

Comienza a tocarme la cabeza y eso es bálsamo para mí. Lo sabe, me conoce. Eso me relaja y, finalmente, caigo rendida en los brazos de Morfeo.

Cuando me despierto, estoy sola en la habitación. La luz entra por la ventana y, cuando voy a llamar a las enfermeras, la puerta se abre y Eric, con una radiante sonrisa, dice:

—Entra, abuelo, tu morenita ya se ha despertado.

Cuando veo a mi padre, sonrío, sonrío y sonrío.

Él corre a abrazarme. Detrás entra Raquel con Lucía y Luz.

—Enhorabuena, mi vida. Has tenido un bebé precioso.

—Un chico, papá, ¡lo que tú querías! —exclamo.

Mi padre asiente y, mirando a Eric, dice:

—Lo siento, hijo, esta vez la apuesta la he ganado yo.

—Estoy tan contento como tú, Manuel. No lo dudes ni un segundo.

—Cuchuuuuuuuuuuu. —Mi hermana me abraza—. Pero qué niño más guapo has tenido.

—Es igualito a Eric, ¿verdad? —pregunto.

—Por eso digo lo de guapo —asiente mi hermana, haciéndome reír.

Luz, mi Luz, se sube a la cama y me abraza, me da un paquete y dice:

—He visto al primo y es guapísimo, tita. Pero no tiene los ojos como Flyn.

Sonrío por su comentario, abro el paquete y al ver una equipación de fútbol de la selección española, me río y digo:

—¿Queréis que lo echen de Alemania?

Todos se ríen y, al no ver a mi pequeño, pregunto:

—¿Dónde está?

—Le están haciendo unas pruebas, cariño. Ahora lo traerán —responde Eric.

Cuando mi padre, junto con Lucía, Eric y Luz se van a tomar algo a la cafetería, mi hermana se sienta a mi lado y, con una cariñosa sonrisa, dice:

—Enhorabuena, Judith. Eres mamá.

Asiento y me emociono y Raquel me abraza.

—Esto es para toda la vida, cuchu. El pequeño Eric es precioso y estoy segura de que te va dar muchas alegrías. Lo malo es que crecen y un día comenzará a salir con chicas, a mirar revistas guarras y a fumar porros.

—Raquel…

Ambas nos reímos. Mi hermana tiene unas cosas que es imposible no reírse con ella.

—Bueno, cuéntame, ¿algo nuevo?

Amorosa, se acerca y cuchichea:

—Jesús y yo, de mutuo acuerdo, hemos pedido el divorcio hace veinte días.

—¿En serio?

Asiente.

—Tiene nueva churri y por lo visto con ésta va en serio. Y, aprovechando el subidón que tiene, mencioné lo del divorcio exprés y de cabeza que lo hemos pedido.

—Ostras, qué bien. Volverás a ser una mujer soltera para tu rollito salvaje. —Me río.

Pero al ver su gesto, sé que algo no va bien y pregunto:

—¿Cómo sigue tu rollito salvaje?

—Fatal.

—¿Fatal?

Raquel asiente y dice:

—Quiere que nos vayamos a vivir a México con él.

—Pero ¿qué dices?

—Lo que oyes, cuchu… pero le he dicho que no. Primero, porque no me quiero alejar tanto de papá y de ti. Segundo, porque Jesús no está de acuerdo con que me lleve a las niñas tan lejos y tercero, porque si fuera el caso contrario, a mí tampoco me gustaría que Jesús se llevara a las niñas tan lejos de mí. Y antes de que digas nada, Jesús ha sido un capullo integral conmigo, pero con las niñas siempre ha intentado ser un buen padre y no voy a hacerle esa guarrada. Sé que las quiere y ellas, especialmente Luz, lo quieren a él. Y una cosa es que me divorcie y otra muy diferente que me lleve a las niñas de su lado.

Pienso lo que dice y la entiendo perfectamente cuando añade:

—Por lo tanto, el güey, como dice Luz, se ha sentido rechazado y lleva sin llamarme diez largos y tormentosos días.

—Llámale tú.

—Ni loca.

—¿Le has comentado lo de tu divorcio?

—No.

—Le has explicado las cosas como me las has explicado a mí.

—No.

—¿Por qué?

—Porque Juan Alberto no me ha dado opción. Cuando le dije que no a lo de México, el muy cabezota, tras enfadarse, no me permitió darle ninguna explicación y, literalmente, dijo: «Muy bien reina, que te vaya bonito».

—¿Te dijo eso?

Raquel asiente y, al ver su cara, pregunto:

—¿Y tú qué le dijiste?

—Pues mira, chica, ¡para chula yo! Literalmente le dije: «Muy bien, rey, que te coma otra con tomate». —Y bajando la voz, añade—: Me dieron ganas de decirle algo mucho peor, ya me conoces cuando me pongo en plan víbora, pero pensé: ¡Raquel, contención!

Me parto de risa y, abrazándola, insisto:

—Entonces, ¿tu rollito salvaje de mujer moderna se acabó?

—Creo que sí, pero, chica…, todavía pienso en él.

—Pero vamos a ver, Raquel. Si tú le quieres y él te quiere, ¿por qué no le explicas las cosas y le propones que…?

—¿Que se venga a vivir a España? —me corta—. No…, no…, imagínate que la empresa se le hunde y me culpa a mí de ello. No, ¡me niego!

Hablamos durante un buen rato, pero nada. Raquel se cierra en banda y es imposible hacerla razonar. Luego dicen que la cabezona de la familia soy yo, pero mi hermana, ¡telita!

La puerta se abre y aparecen Eric con Björn y mi pequeñín. Björn lleva un precioso ramo de rosas. Saluda a mi hermana, luego a mí y murmura:

—Felicidades, mamá.

—Gracias, guapo.

Mi amor deja a nuestro niño en la cunita y pregunto:

—¿Todo bien?

Eric asiente y vuelvo a preguntar:

—¿Y mi padre?

—Se ha quedado con mi madre y los niños en la cafetería, ahora suben.

Asiento y, enamorada de mi pequeñín, miro a Björn y le digo:

—¿Qué te parece?

Bajando la voz, mi buen amigo me mira y contesta:

—Es precioso, Judith. Habéis tenido un niño precioso.

—¿Quieres cogerlo?

Björn rápidamente da un paso atrás con gesto de susto.

—No. A mí tan pequeños no me gustan. Los prefiero cuando tienen la edad de Flyn y me puedo comunicar con ellos.

Todos nos reímos y añade, mirando a su amigo:

—Espero que saque el carácter de Judith, porque como tenga el tuyo, colega, lo llevamos claro.

—Pues con el de la cuchufleta lo vais a llevar claro también —se mofa mi hermana.

Nos estamos riendo, cuando unos golpecitos en la puerta nos hacen mirar. Se abre y, encantada, veo que se trata de Mel, la chica del ascensor.

—¿Se puede?

—Pasa, Mel, pasa. —Sonrío contenta.

Al entrar, veo que trae un cochecito con una bebita preciosa dormida. Poniéndola a un lado, dice, mientras coge unas flores, que deja sobre la cama:

—Se acaba de dormir, ¡espero que aguante un ratito!

Eric la saluda con dos besos y, acercándose a mí, Mel dice, tras mirar al pequeñín que duerme en la cuna:

—Qué guapo y qué gordito. —Y con complicidad, añade—: ¿Qué es Medusa niño o niña?

—Un precioso niño —respondo orgullosa.

Ella me da un abrazo muy cariñoso y murmura:

—Enhorabuena, Judith.

Cuando se separa de mí, veo que choca con Björn y, al reconocerlo, dice:

—Vaya…, pero si está aquí James Bond.

Björn no sonríe. La mira de arriba abajo y responde con mofa:

—Hombre, súper woman la mandona, ¿tú por aquí?

Eric y yo nos miramos y, antes de que podamos decir nada, ella pregunta:

—¿Cuánto tardaste en llegar ayer con tu Aston Martin? ¿Ocho minutitos?

Björn, que por norma es un conquistador nato, al oír eso, en vez de sonreír y entrar en el juego, arruga el entrecejo y, mirándola con indiferencia, responde:

—Un poquito más, «simpática».

Vaaaaaaaya. ¿Qué le ocurre a Björn?

¿Acaso esta mujer lo desconcierta porque no cae rendida a sus pies?

Boquiabierta, observo que no despliega sus artes de donjuán con ella. Eso me sorprende y más cuando añade, mirando a Eric:

—Estaré en la cafetería con Manuel y Sonia. Más tarde, cuando haya menos gente, subiré de nuevo.

—Te acompaño —responde Eric.

Cuando los dos hombres se van, mi hermana me mira, yo miro a Mel y ésta, divertida, se encoge de hombros y suelta:

—Qué borde es el guaperas, ¿no?

No contesto y me río. Está claro que mi nueva amiga y Björn no se van a llevar bien.

Cuando nos quedamos las tres solas, hablamos de niños, embarazos y partos. De pronto, me doy cuenta de que soy una más del clan de las madres y explico mi parto como algo único y alucinante. Raquel y Mel hacen lo mismo. Nunca había entendido ese empeño de las madres por contar sus partos, pero ahora que yo he tenido el mío, me gusta recrearme en él y recordarlo.

Samantha se despierta y cuando Mel la saca del cochecito, mi hermana y yo nos enamoramos de ella. Es una muñequita rubia con los mismos ojos azules que su mamá. La niña sonríe y nos hace todas las monerías del mundo.

Al cabo de una hora, Mel y la niña se marchan, pero la habitación se vuelve a llenar de gente.

Sonia y mi padre, los orgullosos abuelos del pequeño Eric, quieren estar con él. Raquel se baja un rato con Lucía y los niños están con Björn y Eric. Poco después aparecen Marta, Arthur y algunos amigos del Guantanamera. Cuando Sonia ve a Máximo, se saludan y yo tengo que sonreír. Pero cuando me parto de risa es cuando aparece Eric y ve al argentino hablando con su madre. Calla y finge no saber nada.

Esa noche, cuando todos se van y la habitación se queda en calma, mientras Eric ejerce de padre y le cambia los pañales a nuestro hijo como yo le indico, le pregunto:

—¿Eres feliz?

Él me mira, mete el pequeñín dormido en la cuna y responde:

—Como nunca en mi vida, cariño.

Al día siguiente nos dan el alta en el hospital y toda la familia, con uno más, regresamos a casa.