29

A la mañana siguiente, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Eric ya se ha ido a trabajar. Cuando bajo a la cocina, Simona me prepara el desayuno y dice:

—Tenemos dos capítulos de Locura Esmeralda grabados, ¿quieres que los veamos?

Asiento y, una vez acabo de desayunar, las dos vamos al salón.

Ese día, vemos esperanzadas cómo Luis Alfredo Quiñones, al abrir una cajita y ver un colgante que Esmeralda Mendoza le regaló, sufre un fogonazo en su mente y comienza a recordar cosas. Simona y yo nos cogemos de la mano. Esto pinta bien. Esa mañana, Esmeralda ha salido a cabalgar con su hijito y Luis Alfredo los observa desde la lejanía y sufre otro fogonazo. Su mente se llena de recuerdos y Simona y yo aplaudimos cuando de pronto es consciente de que la mujer de su vida es Esmeralda y no la enfermera Lupita Santúñez.

Cuando acaban los dos capítulos las dos estamos animadas.

Le propongo a Simona salir a dar un paseo. Ella se niega, está nevando y no es buen momento para que una embarazada como yo ande por los caminos.

Tiene razón. Me voy a mi cuartito y, como no me puedo sentar sobre la mullida alfombra que tanto me gusta, o si no luego me tendrá que levantar una grúa, me siento en una silla, abro mi portátil y me conecto a Facebook para charlar con mis amigas las guerreras. Como siempre, hablar con ellas me sube el ánimo y acabo sonriendo.

Simona entra y me da el teléfono. Es Eric.

—Dime.

—Hola, cariño. ¿Cómo estás hoy?

—Bien.

Tras un silencio, añade.

—¿Sigues enfadada por lo de anoche?

—Sí.

—Escucha, pequeña, tienes que…

—No, escúchame tú a mí —lo corto—. Estoy muy enfadada. Lo que hiciste anoche me dolió. ¿Por qué eres tan duro? ¿Acaso no oíste decir a la doctora que podemos tener una vida sexual plena?

—Jud…

—Ni Jud, ni leches. ¿Por qué eres tan gilip…?

Me paro. No es justo que lo insulte y, tras un silencio, dice:

—Dímelo, cariño, ¡lo estás deseando!

—No. No te voy a dar el gusto de decírtelo.

Se calla. Yo juego con la ventaja de que estoy en casa, pero él está en la oficina y finalmente dice:

—Tengo partido de baloncesto esta tarde y se me ha olvidado la bolsa con las cosas. ¿Me la llevarías al polideportivo a las cinco?

Estoy a punto de decirle que no, que se la lleve su prima, pero finalmente respondo:

—De acuerdo, Norbert te la llevará.

—Me gustaría que me la trajeras tú.

Qué bonito lo que me ha dicho, pero la víbora que vive en mí suelta:

—Y a mí me gustarían otras cosas y, mira, me jorobo y me aguanto.

Oigo a Eric resoplar y, tras unos segundos, murmura:

—Tengo ganas de verte, pequeña.

—De acuerdo. Yo te la llevaré.

Cuando cuelgo, me doy cuenta de que ni me he despedido. Por Dios, ¡qué borde soy!

La verdad es que mi Iceman se merece el cielo. Aguantarme a mí cuando me pongo insoportable es insufrible. Y últimamente soy lo peor. Por ello, llamo a su móvil y, cuando lo coge, digo:

—Te quiero, gruñón.

Oigo su risa y adoro cuando me dice:

—Y yo te quiero más que a mi vida, pequeña.

Por la tarde, cuando salgo de casa nieva y hace mucho frío. Norbert me lleva al polideportivo y soy feliz. Soy como una veleta con mis hormonas y cuando al llegar veo a mi chico apoyado en nuestro coche, esperándome, sonrío.

¡Dios qué guapo es!

Al vernos llegar, Eric viene hacia el coche y, cuando me bajo, me da un beso en los labios y murmura:

—Hola, preciosa, ¿cómo estás?

Dispuesta a fumar la pipa de la paz, respondo:

—Feliz, ahora que estoy contigo.

Abrazados, caminamos hacia el interior del polideportivo y, cuando llegamos a los vestuarios, me mira y pregunta:

—Ya sabes por dónde tienes que ir, ¿verdad?

Asiento y, cuando creo que me va a soltar, se acerca de nuevo a mí, me chupa el labio superior, después el inferior y, tras un mordisquito, me besa.

Oh, sí… Oh, sí…

Disfruto de ese contacto, sin importarme quién nos pueda mirar.

Eric es mi marido, yo su mujer y no me importa lo que el resto del mundo pueda pensar. Cuando se separa de mí, me mira a los ojos y dice:

—No quiero volver a discutir contigo, ¿entendido, pequeña?

Asiento como un muñequito. Está claro que el efecto Zimmerman, cuando se lo propone, me deja totalmente fuera de combate. Sonríe. Sonrío y, dándome un dulce azotito en el trasero, murmura:

—Ve a las gradas y espérame.

Con una tonta sonrisita en los labios, lo hago. Llego hasta las gradas y, con pesar, veo que no está ninguna de las amigas y añoro a Frida. Miro a mi alrededor y observo que la gente comienza a llegar. Mi gesto se descompone cuando veo entrar al caniche estreñido de Björn.

Nos miramos y, contoneando las caderas, Fosqui viene hacia mí subida en sus impresionantes tacones. La diva de la televisión va vestida con unos pantalones de leopardo y una blusa semitransparente de lo más sugerente. Sonrío sin darme cuenta. Yo llevo un peto premamá y las botas de nieve. Glamurazo a tope.

—Hola, Judith —saluda.

Sorprendida de que se acuerde de mi nombre, intento recordar el suyo. ¿Cómo se llamaba? Al final, tras estrujarme las neuronas y sólo venirme lo de Fosqui o caniche estreñido, respondo:

—Hola, ¿qué tal?

Me mira con curiosidad. Me escanea en profundidad y, finalmente, pregunta:

—¿Te encuentras bien?

Oh, qué monaaaaaaaaaaa.

Pero con las mismas ganas de hablar que ella, respondo:

—Perfecta.

Asiente, se sienta a mi lado y no vuelve a cruzar palabra conmigo. Diez minutos más tarde, cuando los chicos salen a la pista, sonrío encantada y grito al más puro estilo yanqui, mientras saludo a Eric y Björn. Ellos me saludan también y el partido comienza.

Entregada, chillo y protesto cuando le hacen falta a mi equipo, mientras el caniche no dice ni mu. Calladita, observa cómo juegan. Cuando acaba el partido, el equipo de Eric ha perdido y murmuro:

—Hoy no ha sido un buen día.

El caniche me mira, parpadea y susurra:

—Para mí, a partir de ahora lo será. Björn y yo hemos quedado con unos amigos. —Y bajando la voz, cuchichea—:… para jugar.

¿Por qué me cuenta eso?

Parece regodearse en mi problema, pero dispuesta a no darle el gusto, respondo:

—Hacéis bien. Jugad todo lo que podáis.

Sin mirarla a la cara, camino hacia los vestuarios y siento una de mis contracciones. Me toco la barriga y se calma. Björn sale, le da un beso en los labios al caniche y después me saluda a mí.

—Hola, gordita, ¿cómo estás?

—Ruedo más que ando, pero bien —respondo.

Me abraza, sonríe y aparece Eric. Björn y yo aún sonreímos y, al vernos, Eric, divertido, pregunta:

—¿Tengo que desconfiar?

Björn y yo nos miramos y, al unísono, contestamos:

—Sí.

Todos reímos, Björn me suelta y Eric me abraza. El caniche, que nos observa, dice:

—La comida del otro día fue fantástica, ¿verdad?

Björn asiente y veo que Eric también. ¿Comida? ¿Qué comida? Y, entonces, ella añade:

—Tenemos que repetir. Estaré encantada de ir de nuevo a tu casa, Björn.

La cara se me congela.

¿Qué es eso de que Eric ha comido con Fosqui y Björn en casa de éste?

Una niña se acerca al caniche para pedirle un autógrafo y se alejan de nosotros unos pasos. Björn y Eric me miran y, al entender lo que yo he entendido, se miran y, rápidamente, Björn explica:

—Jud, fue una comida de trabajo.

—¿En tu casa?

Alarmado, Eric se acerca y, cogiéndome de la muñeca, dice:

—Jud, no saques conclusiones.

—¿Has comido con Fosqui? ¿Con el caniche estreñido?

Björn suelta una carcajada.

—¿Fosqui? ¿La llamas caniche estreñido?

Pero Eric no se ríe y, cuando comienzo a caminar hacia la salida del polideportivo, aclara:

—No comimos en su casa. Comimos en un restaurante, Jud.

Con la furia en el rostro, me doy la vuelta y siseo:

—Sé muy bien lo que hacéis en su casa. —Y mirando a Björn, gruño—. Y tú, mal amigo, ¿cómo lo has podido permitir?

Bloqueado, Björn va a responder, cuando Eric dice:

—Cariño, ¿quieres tranquilizarte? No pasó nada. Fuimos al restaurante que hay al lado de la casa de Björn. Yo quería pedirle a Agneta contactos para publicitar la empresa en televisión.

Pero ya me ha dado el subidón de mala leche. Estoy furiosa y, mirándolos a los dos, respondo:

—¡Gilipollas! ¡Sois dos gilipollas!

Se miran. Björn no sale de su asombro y Eric murmura:

—Ya la tenemos liada para hoy.

Su comentario me enfada aún más y echo a andar.

—Escucha, gordita —dice Björn, adelantándome—: No pienses mal. Eric vino a buscarme al despacho, luego llegó Agneta y cinco minutos después salimos y comimos en un restaurante para hablar sobre la publicidad de Müller. Pero ¿por qué no nos crees?

Cuando va a sujetarme, le doy un manotazo y, ante su cara de incredulidad, siseo:

—Punto uno, te permito llamarme gordita porque estoy embarazada, una vez deje de estarlo, si lo vuelves a decir, te rompo las piernas. Punto dos, lo que tú hagas con tu caniche me importa tres pepinos y, aunque no lo creas, sé que Eric con esa… esa… no ha tenido nada que ver. —Y volviéndome hacia Eric, que nos observa, finalizo—: Y punto tres, ¿por qué no me dijiste que habías comido con ella?

—Joder, qué mala leche tienes, morenita —dice Björn, divertido.

Eric cruza una mirada con su amigo y luego, mirándome a mí, explica:

—Ese día estabas enfadada y no querías hablar. Por eso no te lo comenté. Pero por favor, que no se te pase por la cabeza que esa mujer, Björn y yo hemos tenido nada, porque no es cierto, ¿entendido?

Cierro los ojos y resoplo. Sé que tiene razón y, acercándome a él, apoyo la cabeza en su pecho y murmuro:

—No vuelvas a dejar que me quede embarazada. Me estoy volviendo loca.

Eric sonríe. Me abraza y dice ante las risas de Björn:

—Me voy a casa con Jud. ¡Suerte con el caniche!