Los días pasan y nuestras confrontaciones en nuestra habitación continúan.
Sigo demandando sexo y Eric lo dosifica. Odio cuando hace eso.
Intento entenderle, pero mis hormonas no me lo ponen fácil.
¡Se rebelan!
En ocasiones, para evitar la discusión, Eric se queda hasta tarde en su despacho, trabajando. Lo sé. Sé que lo hace por eso, aunque me lo niegue. Sabe que cuando llega a la habitación estoy dormida como un tronco y no me despierto.
Comienzo mis clases preparto. Son dos días a la semana durante dos horas. Eric me acompaña. No se salta ni una. Rodeados por otras parejas, hacemos todo lo que la profesora nos indica sobre la colchoneta y luego sobre unas enormes pelotas. Nos divertimos y aprendemos a respirar para cuando llegue el momento. Yo me troncho. Ver a Eric soltar bufidos ¡es lo más!
En esos días comienzo a sentir pequeños latigazos dentro de mi cuerpo. Lo consulto con la ginecóloga y ella me comenta que son pequeñas contracciones, pero que no me tengo que preocupar. Es normal.
Pero yo me preocupo…
Me inquieto…
Me muero de miedo…
Cada vez que siento una, y eso que no me duele, me paralizo totalmente y Eric se pone blanco al verlo. No sé quién se asusta más si él o yo.
Algunas tardes voy a buscar a Flyn al colegio. Allí veo a mi nueva amiga María y me divierto con ella hablando de España y sus costumbres. Ambas añoramos nuestros orígenes, nuestra familia, pero reconocemos que somos felices en Alemania.
El grupo de las cacatúas no ha vuelto a hablar de mí y lo sé de buena tinta. Una de ellas resultó ser amiga de María y ésta me comentó que, tras lo ocurrido, el colegio les envió una circular a cada una de ellas, donde Laila desmentía lo dicho y donde se advertía que cualquier nuevo comentario difamatorio sería demandado.
Sorprendida, lo hablo con Björn, y me confiesa que fue él quien envió esa carta desde su bufete para solucionar el tema del colegio.
Y, oye, hizo efecto. Hablar seguirán hablando entre ellas, pero el rumor murió.
Una tarde, cuando Eric llega de trabajar me sorprende. Tras besarme, pide que me ponga guapa y me invita a cenar.
Me miro al espejo y no me gusto.
No soy sexy. Estoy ceporra. Tengo los tobillos hinchados y mi tripa despunta. Pero ante eso nada puedo hacer. No puedo esconderla. Al final, me pongo un vestido premamá modernito y mis botas altas, y cuando Eric y Flyn me ven bajar, ambos exclaman:
—¡Qué guapa!
Sonrío y pienso que me lo dicen para hacerme sentir bien. ¡Qué monos!
Una vez en el coche, Eric y yo estamos contentos. La noche promete y yo canturreo una canción de la radio llamada Ja, de un grupo alemán que me gusta mucho, Silbermond.
Und ja ich atme dich, Ja ich brenn für dich.
Ja ich leb für dich, Jeden Tag.
Und Ja ich liebe dich.
Und ja ich Schwör aur dich und jede meiner Fasern.
Sagt ja.
—Me gusta oírte cantar en alemán.
Apoyo la cabeza en el respaldo y digo:
—Es una canción muy bonita.
—Y romántica —afirma él.
Cuando llegamos a la puerta de un precioso restaurante, el aparcacoches rápidamente se hace cargo de nuestro vehículo. Eric baja y, cuando llega a mi altura, me coge con fuerza la mano y entramos en el local. El maître lo saluda y nos guía hasta una bonita mesa.
La cena es maravillosa, y con el apetito que tengo me como lo mío y, si Eric se descuida, lo de él. Hablamos, reímos y volvemos a ser los de siempre, cuando de pronto me pregunta:
—¿Por qué no me dijiste lo de Máximo y mi madre?
Lo miro y flipo. ¡Ya la hemos liado!
¿Cómo se ha enterado de eso?
—¿A qué te refieres?
Eric ladea la cabeza y contesta:
—¿Crees que no me iba a enterar de que mi madre fue a una fiesta con tu amiguito del Guantanamera?
Me entra la risa. A él no.
Recordar ese gran momento de Sonia pidiendo un mulatazo me hace reír.
Vaya mal rollo. Con lo bien que lo estábamos pasando.
Mi cara debe de ser un poema. Bebo un poco de agua y digo:
—Mira, Eric, tu madre es una mujer joven y soltera que sólo quiere pasarlo bien.
—¿Y tiene que ser con Máximo?
Lo entiendo. Máximo y mi suegra es lo más descabellado del mundo y decido ser sincera.
—Cariño, ¡lo confieso!, lo sabía. Y antes de que montes un pollo de los tuyos y Iceman nos jorobe la noche con sus quejas, déjame decirte que tu madre nos llamó a tu hermana y a mí. Quería ir acompañada a la fiesta con alguien que dejara a Trevor a la altura del betún y nosotras simplemente le buscamos con quién ir. Eso sí, Máximo fue un caballero. No se propasó lo más mínimo con ella. La acompañó a la fiesta y luego la llevó a su casa. Fin de la cita.
De pronto suelta una carcajada. Eso me descoloca y dice, cogiéndome la mano para besármela:
—Mi hermana, mi madre y tú vais a acabar conmigo.
Flipo y reflipo.
¡No se ha enfadado!
Me alegra ver que comienza a entender la filosofía de vida de su madre.
De pronto, Medusa se mueve. Creo que se ha emocionado al ver que su padre no se ha enfadado. Rápidamente, hago que me ponga la mano sobre la barriga. Eric nota el movimiento y nos besamos.
Cuando terminamos de cenar, me sorprende al preguntarme si quiero ir a tomar una copa. Yo acepto. Y cuando llegamos al Sensations, el local de los espejos, al ver mi cara, Eric aclara:
—Sólo hemos venido a tomar una copa, ¿entendido?
Asiento, pero la libido se me desmelena. Paso de tríos y orgías, sólo deseo a Eric. ¿Habrá sexo del calentito esa noche en casa?
Al entrar en la primera sala, veo a Björn en la barra. Al vernos, se acerca a nosotros y, tras darme un abrazo cariñoso, dice mientras saluda a Eric:
—Qué alegría que os hayáis animado a venir. Hoy estás guapísima, gordita.
Eric sonríe y yo, feliz, también.
Björn me presenta a unos amigos que no conozco y observo que Eric sí. Las dos mujeres que hay son encantadoras y rápidamente se preocupan por mi estado. Una de ellas ha sido madre y sonríe al escucharme. Durante una hora, todos charlamos y soy consciente de que algún hombre me mira, mientras Eric no me suelta. Eso me excita.
Mi perturbada mente se nubla y casi resoplo al pensar lo que Eric y Björn me pueden hacer sentir en cualquiera de esos reservados. De pronto veo que nuestro amigo saluda a alguien, miro y me quedo boquiabierta al ver al caniche estreñido.
Cuando llega a nuestro lado, Fosqui me ladra con su vocecita. Yo la saludo y me sorprendo cuando dice ante Björn:
—Estás increíble, Judith. Más guapa que nunca.
Sé que lo hace por cumplir, pero oye, ¡a nadie le amarga un dulce!
Durante una hora hablamos y el local se va llenando de gente. Bostezo sin darme cuenta y, al hacerlo, Eric se acerca y, besándome en el cuello, dice:
—Nos vamos a casa, preciosa.
—Un poquito más —le pido—. Llevamos mucho tiempo sin salir.
Pero cuando lee mis pensamientos, murmura:
—Jud, sólo hemos venido a tomar una copa.
Lo sé, pero me joroba que me lo tenga que recordar. ¿Acaso cree que estoy pidiendo otra cosa?
Mi cara de desconcierto debe de ser tal que Björn se acerca a nosotros y pregunta:
—¿Qué ocurre?
Eric lo mira.
—Jud y yo nos vamos.
Miro a Björn en busca de ayuda, pero éste dice:
—Sí, es mejor que os vayáis ya. Es tarde para ella.
¿Cómo que es tarde para mí?
Pero ¿qué se creen, mi padre?
Quiero protestar, pero no lo hago. Me niego. No servirá de nada.
Una vez me despido de todos con la mejor de mis sonrisas, salgo del local con Eric y, cuando vamos a subir en nuestro coche, digo:
—Quiero conducir.
Eric me mira y contesta:
—Estás cansada, cariño. Deja que conduzca yo.
—No.
La negación ha sido tan rotunda que claudica sin protestar y soy yo la que se pone al volante. Conduzco en silencio. Observo con el rabillo del ojo que Eric me mira y dice:
—Pequeña, sólo hemos ido al local a tomar una copa.
Asiento. No digo nada. Conduzco.
Eric, al ver mi entrecejo fruncido, resopla. Ya me conoce y sabe que tengo las espadas levantadas. Observo que abre la guantera, saca el CD de música que yo le grabé y lo pone. Instantes después, suena nuestra canción. Blanco y negro, de Malú. Intenta aplacarme. Pero en ese momento mis hormonas y mi mala leche se han juntado y soy lo peor de lo peor.
Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos.
Contigo porque me matas, y ahora sin ti ya no vivo.
Tú dices blanco, yo digo negro.
Tú dices voy, yo digo vengo.
Su mano va a mi cabeza. Me toca el pelo con cariño y murmura:
—¿Más tranquila?
No respondo. Vuelve a recordarme eso de que la música amansa las fieras y me enfada más.
—¿No vas a contestarme?
En silencio, conduzco mientras la voz de Malú suena en el coche y no digo nada. Es lo mejor. Sé que si lo hago voy a decir algo inapropiado y la voy a liar.
Eric se da por vencido. Asiente y apoya la cabeza en el respaldo, mientras la preciosa canción continúa. Cuando acaba y comienza la de Convénceme, de Ricardo Montaner, y oigo que Eric la tararea, me entra un nosequé por el cuerpo. Doy un volantazo a la derecha, paro y digo:
—Baja del coche.
Eric me mira. Yo lo miro.
Subo el volumen de la canción.
Meses de cinco semanas.
Y años de cuatro febreros.
Hacer agostos en tu piel.
Un sábado de enero.
De pronto, mi alemán sonríe al entender qué significa eso y yo sonrío.
Pero ¡qué mala pécora soy!
Se quita el cinturón, abre la puerta, baja del coche y, cuando está fuera del vehículo, me estiro, cierro la puerta del y arranco como una furia.
Por el retrovisor veo que Eric se queda parado y bloqueado. No se esperaba eso. Pero la misma furia que me hace arrancar, cuando me he alejado y casi no lo veo, me hace frenar.
¿Qué estoy haciendo?
De nuevo me he dejado llevar por mis impulsos y lo que acabo de hacer está mal. Muy mal. Miro que no venga nadie por la calle y cambio de sentido. Siento una contracción y maldigo. Seguro que me la he provocado yo solita con los nervios. Voy a buscarle. Veo a Eric caminando por la acera. Él me ve y se para. Su cara es de Iceman total.
¡Guauuu, qué miedoooooo!
Vuelvo a cambiar de sentido y, cuando estoy a su lado, sus ojos me taladran. Camina hacia mi puerta con decisión y, abriéndola con fiereza, grita:
—¡Sal del coche!
Está furioso. No me muevo y repite lentamente:
—Sal-del-co-che.
Hago lo que me pide y, al acercarme a él, intento besarlo para pedirle perdón, pero me hace la cobra. Normal. En un momento así, yo también se la haría.
Está muy…, muy…, muy enfadado.
Hace un frío de mil demonios e imagino que me va a pagar con la misma moneda.
Arrancará y se marchará. Me lo merezco.
Sin moverme, observo cómo sube al coche y, tras resoplar y dar un manotazo al volante, me mira y sisea:
—¿A qué esperas para subir?
Mientras camino hacia la otra puerta, espero que arranque y se vaya. Pero no lo hace. Espera a que me meta en el coche y, una vez me he puesto el cinturón de seguridad, baja el volumen de la música me mira y grita:
—¡¿Se puede saber por qué has hecho eso?!
—Las hormonas.
—Déjate de tonterías, Jud. Estoy harto de tus jodidas hormonas —sisea.
Tiene razón. No puedo echarles la culpa de todo a las hormonas y respondo:
—Estaba furiosa.
Eric cabecea y, sin bajar su tono de voz, dice:
—Y como estabas furiosa, me haces bajar en plena noche del coche y te vas, ¿verdad?
—He vuelto. Estoy aquí, ¿no?
Los ojos se me llenan de lágrimas. La he liado gorda y la culpa es sólo mía.
Eric me mira una y otra vez y, finalmente, moderando su tono de voz, dice:
—Jud, estoy intentando tener toda la paciencia del mundo contigo. Entiendo que tus hormonas te jueguen malas pasadas, entiendo que me reproches todos los días mil cosas y que te enfades por cosas absurdas conmigo. Entiendo que parte de todo eso es culpa del embarazo. Pero ahora quiero que entiendas que mi paciencia comienza a resquebrajarse y temo perder los nervios contigo.
No respondo. Tiene más razón que un santo. Su paciencia conmigo es infinita. Me siento fatal cuando añade:
—En tu estado, no quiero que te toque nadie. Quiero cuidarte. ¡Lo necesito! Igual que disfruto compartiéndote en otros momentos, ahora no. Ahora sólo te quiero para mí y…
—¿Y has pensado en lo que yo quiero?
Iceman me mira, me taladra con los ojos y, al entender su frustración, aclaro:
—Yo no necesito que me compartas con nadie, yo no quiero estar con otros. Sólo quiero que hagas el amor conmigo como nos gusta. A nuestro modo. A nuestra manera. Te necesito. Te lo llevo diciendo meses y tú no me quieres escuchar.
Eric maldice de nuevo y vuelve a dar otro golpe al volante.
—Te he dicho mil veces que no quiero hacerte daño. ¿No me escuchas tú a mí? ¿Acaso crees que yo no deseo poseerte como tú exiges? ¿Que no deseo tenerte entre mis brazos y hacerte el amor contra la pared como nos gusta? ¡Joder, Jud! Lo deseo con todas mis fuerzas y no veo el momento de volver a hacerlo.
—Pero…
—¡No hay peros! Ahora no podemos. ¡Entiéndelo ya de una vez!
No hablo, no puedo. Tiene razón. Y añade.
—Te quiero, me quieres. Hemos salido a cenar y a tomar una copa con los amigos. ¿Tan difícil resulta entenderlo? Tu embarazo y nuestro bebé es algo importante para los dos, ¿o acaso para ti no lo es?
Asiento. Cada día quiero más a Medusa, pero lo necesito también a él.
Eric arranca el coche y conduce en silencio hasta nuestra casa, mientras siento que necesito, como dice Alejandro Sanz, «tiritas para mi corazón».
Los días pasan y nuestra salida no hizo más que empeorar nuestra comunicación. Es tal la situación que en el momento en que Eric llega a casa, hasta Susto y Calamar se quitan de en medio. ¡Huyen!
El sexo entre nosotros es raro. Yo lo comparo a comer unas patatas fritas sin sal. Las disfrutas porque te gustan, pero sabes que pueden estar más ricas con un poquito más de aderezo.
Como cada noche, me despierto por las ganas de hacer pis. ¡Soy una meona! Miro el reloj, las 02.12 y me sorprendo al no ver a Eric en la cama.
Voy al baño y después, con sigilo, lo busco y lo encuentro en su despacho. Mientras se masturba, está viendo en el televisor el vídeo que me grabó con Frida aquel día en el hotel. Regreso a la cama y lloro al no verme incluida en su juego.
¡Malditas hormonas!
Quiero a mi Medusa, pero ¡no quiero volverme a quedar embarazada nunca más!
Cuando regresa a la habitación, me hago la dormida. Eric se mete en la cama y, cuando me abraza por detrás y siento su enorme erección, me relamo. Hummm, ¡qué rico! Pero me contengo. No pienso pedir nada. Ya me he cansado.
Sorprendida, noto que me da besos en el hombro, el cuello y la cabeza y sonrío cuando susurra:
—Sé que no estás dormida, tramposa. Te he oído subir la escalera.
Mi respuesta es no decir nada. Pero cuando siento que me quita las bragas, me dejo. Sin apenas moverme, noto sus manos en mi sexo. Oh, sí… juega con él y, cuando me tiene mojada, acerca su pene y lo introduce.
Un gemido sale de mí y él murmura:
—Cuando tengas al bebé, te voy a encerrar un mes en una habitación y no voy a parar de follarte contra la pared, en el suelo, sobre la mesa y en cualquier parte.
Sus palabras me excitan, mi columna se arquea y siento cómo el pene profundiza más.
—Te desnudaré, te follaré, te ofreceré, te miraré y tú aceptarás, ¿verdad?
—Sí —jadeo.
Con cuidado, Eric me penetra una y otra vez. Sus acometidas aumentan de ritmo y yo me acoplo a él en busca de más. El sonido seco de nuestros cuerpos al chocar es electrizante. Una y otra vez, me posee con cuidado y yo disfruto hasta que él no puede más y se deja llevar.
Cuando acaba, me besa el cuello y musita:
—Te echo de menos, pequeña.
—Y yo a ti —respondo.
Durante unos minutos, permanecemos sin movernos, hasta que Eric sale de mí y, volviéndome hacia él, murmuro:
—Perdóname, cariño.
—¿Por qué?
—Por lo del otro día con el coche.
No veo sus ojos, la oscuridad me lo impide, pero tras darme un beso en los labios, dice mientras me abraza:
—No te preocupes. No pasa nada, pero no lo vuelvas a hacer.
—Te lo prometo.
Noto cómo su cuerpo se mueve al sonreír y, abrazándolo, busco su boca y lo beso. Hago eso que tanto me gusta que él me haga. Le chupo el labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, lo beso con pasión.
Eric acepta mi beso de buen grado. Lo devora e, instantes después, me deja sin aire, pero no importa. Necesito esa pasión. Anhelo esa exigencia. Beso a beso, nuestros cuerpos se calientan y, cuando siento su pene de nuevo erecto y juguetón, lo toco y pregunto:
—¿Repetimos?
Eric me besa y susurra:
—No.
—¿Por qué?
—Es tarde y por hoy creo que ha sido bastante.
Escuchar eso es un mazazo para mí. No ha sido bastante e insisto:
—Eric…
Sin decir nada, se aleja de mí, se levanta y enciende la luz de la habitación. Nos miramos a los ojos y pide:
—Jud, no empieces, por favor.
Sin más, se mete en el baño y cierra la puerta. Me levanto. Como una hidra, camino hacia el cuarto de baño, pero al poner la mano en el pomo, me paro y regreso a la cama.
Estoy enfadada y excitada.
¿Cómo me puede dejar así?
Necesito sexo y, sin pensármelo, abro el cajón. Hago como mi hermana en su época de sequía y saco a mi Superman particular. El pintalabios que Eric me regaló meses atrás. Sin demora, lo pongo sobre mi hinchado y húmedo clítoris y me masturbo.
¡Oh, sí!
Esto es lo que necesito.
Sin pausa, el aparatito me da lo que busco. ¡Qué maquinote!
Cierro los ojos y lo muevo apretándolo sobre mí. Encuentro mi placer y me dejo llevar mientras jadeo y me muevo en la cama.
Cuando abro los ojos, Eric está enfrente de mí, con cara de muy mala leche.
¡Vaya pillada!
Nos miramos como rivales. Paseo mi mirada por su cuerpo y veo su pene duro y erecto. Ha visto mi juego y se ha excitado todavía más. Su mirada es salvaje y eso me vuelve loca. Sé lo que haría conmigo en ese instante y lo deseo. Lo deseo con toda mi alma.
Aún con la respiración entrecortada por lo que acabo de hacer, me abro de piernas para él. Me muestro. Lo invito a continuar jugando conmigo. Lo tiento a que me posea como quiere. Pero él no está por la labor y, sin decir nada, se da la vuelta y se mete en el baño de nuevo, dando un portazo.
Enfadada, maldigo. Me muevo en la cama y me siento rechazada. Eso me enfurece más y más. Cuando sale, diez minutos más tarde, está mojado. Se ha duchado. Lleva un bóxer puesto y observo que su erección ha desaparecido. Imagino lo que ha pasado en el cuarto de baño y, sin hablarle, cojo el pintalabios y entro en él yo también.
Cierro la puerta, por supuesto con portazo. Yo no voy a ser menos.
Una vez dentro, me miro al espejo y susurro al ver mis pelos de loca.
—Me cago en ti, Eric Zimmerman.
Sin más, me lavo. Después lavo el pintalabios y cuando regreso a la cama, bajo su atenta mirada me pongo unas bragas. Guardo el juguetito en el cajón y, sin darle un beso, murmuro:
—Buenas noches.
Él no responde. Me arropo.
Pero el acaloramiento que llevo en mi cuerpo es tal que al final, me destapo, me siento en la cama y, con cara de enfado, siseo:
—Odio que hagas lo que has hecho.
—¿Y qué se supone que he hecho? —responde con voz dura.
—Te has masturbado.
—¿No has hecho tú lo mismo?
Con ganas de coger la lámpara y estampársela en la cabeza, digo:
—La diferencia es que yo lo he hecho porque tú no querías nada conmigo.
Dicho esto, con toda la dignidad que tengo, me doy la vuelta y me tapo.
No quiero hablar más con él.