El día de Reyes con mi familia aquí, vuelve a ser todo como yo lo recordaba. Risas, jaleo y regalos. Todos nos damos uno y al abrir el de mi hermana y encontrarme un conjuntito para Medusa me emociono. Es de color amarillo y ella dice:
—Como no sabemos lo que es, ¡amarillo!
Todos ríen y yo lloro, ¡faltaría más!
Cuando creo que ya no hay más regalos, Eric me sorprende. ¡Tiene regalos para todos! Para mi padre, Juan Alberto y Norbert, unos relojes, para las niñas, ropa y juguetes, y para mi hermana y Simona, unas bonitas pulseras de oro blanco. Tras entregar todos los regalos, nos mira a Flyn y a mí y, dejándonos boquiabiertos, nos da dos sobres. ¿Otra vez sobres?
Flyn y yo nos miramos. Resignación. Pero al abrirlos nuestra expresión cambia.
Para ver el regalo, id al garaje.
Entre risas, nos cogemos de la mano y corremos hacia allí. Todos nos siguen y, al abrir la puerta, los dos soltamos un chillido. ¡Motos!
Dos Ducatis preciosas y relucientes.
Flyn se vuelve loco al ver una moto de su altura y yo lloro. ¡Ante mí está mi moto! ¡Mi Ducati! La reconocería entre doscientas mil.
Eric, al ver mi reacción, me abraza y dice:
—Sé lo importante que es para ti. Han respetado todo lo que han podido de ella, pero otras cosas han sido reemplazadas. Tu padre le ha echado un ojo y dice que ahora está mucho mejor.
Lo abrazo, me lo como a besos y mi padre, que nos observa encantado, dice:
—Morenita, si antes tu moto era buena, ahora es mejor. Eso sí, hasta que tengas al bebé no te quiero cerca de ella, ¿entendido?
Asiento emocionada y Eric afirma:
—Tranquilo, Manuel. De que no se acerque me ocupo yo.
El 7 de enero, tras unas estupendas fiestas navideñas, mi familia y Juan Alberto regresan a España en el avión de Eric. Como siempre, cuando me despido de ellos la tristeza me embarga y en esta ocasión por ración doble. Eric me consuela, pero esta vez no se lo pongo fácil y lloro, lloro y lloro.
Dos días después volvemos a ir al aeropuerto para despedir a Frida, Andrés y el pequeño Glen.
—Te voy a echar mucho de menos —lloriqueo.
Mi amiga me abraza con una encantadora sonrisa.
—Yo a ti también. Pero tranquila, en cuanto nazca Medusa aquí me tienes.
Asiento. Andrés me coge por la cintura.
—Llorona, tienes que venir a vernos a Suiza. ¿Me lo prometes?
—Se intentará —asiente Eric.
Björn, que en ese instante se despide de Frida, al ver que ella se emociona, comenta divertido:
—Oh… oh… otra llorando. ¿No estarás embarazada?
Yo suelto una carcajada y Frida, dándole un manotazo, responde:
—¡No digas eso ni en broma!
Tras despedirnos de nuestros buenos amigos y verlos pasar por el arco de seguridad, Eric y Björn me agarran cada uno de un brazo y nos marchamos hacia el coche. Durante el camino no puedo dejar de llorar. Ellos se ríen y yo grito desconsolada:
—¡Odio mis hormonas!
Al día siguiente, aburrida, me pongo a guardar los adornos navideños y veo los papelitos de los deseos. Sonrío al recordar que los leímos entre risas la mañana de Reyes y, sin poder evitarlo, los releo y me emociono con los de Flyn, que dicen «Quiero que Jud deje de vomitar», «Quiero que el tío se ponga bueno de los ojos» y «Quiero que Simona aprenda a hacer salmorejo».
Sonrío y soy feliz. Nunca leí los que el pequeño escribió el año anterior, pero estoy segura de que no eran tan maravillosos como éstos. Casi mejor no haberlos leído.
Me encuentro bien. Hoy de momento no he vomitado. Cuando acabo de recoger los adornos, decido dar un paseíto por el campo con Susto y Calamar. Los perros, al ver que cojo las correas, saltan locos de felicidad.
¿Cuánto tiempo llevo sin hacer esto?
El campo está precioso. Ha nevado y es una maravilla mirar a mi alrededor. Durante un buen rato, cojo piedras y las tiro. Susto y Calamar corren como dos descosidos tras ellas. Después de pasar un ratito muy agradable, los tres regresamos a casa. Hace un frío que pela y tengo las manos amoratadas y muy mojadas.
Por la tarde, cuando regresa Eric, se enfada al enterarse de que he salido sola a dar un paseo con los perros.
—No me enfado porque hayas salido, Jud, sino porque hayas ido sola.
—¿Y qué querías que hiciera? —grito—. Simona no estaba y a mí me apetecía dar un paseo.
Eric me mira y finalmente dice:
—¿Y si te hubieras encontrado mal de pronto, qué?
Estamos en plena confrontación en su despacho, cuando se abre la puerta y aparecen Flyn y Björn. Nosotros nos callamos y el pequeño corre hacia mí, me abraza y, mirando a su tío, le suelta:
—¿Por qué siempre te enfadas con la tía?
—¿Cómo dices? —pregunta Eric.
Flyn, con su característica voz de enfado, tan igual a la de su tío, responde:
—¿No ves que no se encuentra bien? No le grites.
Eric lo mira y, molesto, responde:
—Flyn, no te metas donde no te llaman, ¿entendido?
—Pues no le grites a Jud.
—Flyn… —advierte Eric, mirando a su sobrino.
El pequeño me mira a mí. Lo conozco y sé que va a saltar, por lo que, antes de que suelte nada más, le digo:
—Anda, cariño, ve con Simona y dile que hoy quiero merendar contigo, ¿te parece?
El crío asiente, mira a su tío con una de sus gélidas miradas y se va. Una vez nos quedamos los tres solos, Björn se acerca y, tras darme un cariñoso beso en la mejilla, dice, mirando a su amigo:
—Vaya, vaya, veo que ahora el apoyo lo tiene Jud.
Eric sonríe y asiente.
—Flyn ha decidido sobreproteger a su tía mamá Jud. No hay cosa que no diga a la que él no tenga que decir la última palabra. Es más, estoy seguro de que hoy por hoy prefiere que me vaya yo de casa antes que ella.
—No lo dudes —me mofo, ganándome una mirada azulada.
Björn sonríe y, tras dejar una carpeta sobre la mesa de Eric, dice:
—Si vais a empezar a discutir, me voy.
—La que se va soy yo. Tengo hambre y quiero merendar.
Sorprendido por mi apetito, Eric se acerca a mí y pregunta:
—¿Tienes hambre?
Asiento. Es la primera vez en mucho tiempo que afirmo eso y, feliz, contesta:
—Come todo lo que te apetezca, cariño.
El doble sentido que le doy yo a esa frase me hace reír, pero sin decir nada, salgo del despacho y voy hasta la cocina. Allí, Simona está preparando un bocadillo para Flyn y, al verme, me pregunta:
—¿Es cierto que quieres merendar?
Asiento, cojo el plum cake de chocolate y vainilla que ella hace y, poniéndolo sobre la mesa, murmuro:
—Me muero por comerlo.
Simona y Flyn sonríen y yo me pongo morada de plum cake.
Los días pasan y mis náuseas desaparecen.
¡Soy feliz!
De pronto comienzo a recobrar fuerzas y todo lo que me daba asco meses atrás ahora me parece rico y colosal. Vuelvo a escuchar música y vuelvo a bailar.
Eric no cabe en sí de alegría al verme bien y yo ni te cuento. Por fin soy capaz de desayunar y que me siente bien. Día a día, me atrevo a comer más cosas y de pronto soy consciente de que engullo como un verdadero animal. ¡Soy un saco sin fondo!
Me abono al plum cake de Simona y al helado. Todo el rato me apetece comerlos y Eric, con tal de darme el gusto, llena el congelador de todos los sabores, mientras que Simona se pasa el día entero haciendo plum cake. Me miman cantidad.
Eric y Flyn vuelven a las andadas. En cuanto me descuido, se tiran en el sofá y juegan durante horas con la Wii. Eso a mí me pone enferma. Aunque ya los he acostumbrado a no tener a todo trapo la música del juego en cuestión.
Mientras ellos juegan, yo leo los libros que me he comprado sobre bebés y partos. En ocasiones leo cosas que me ponen la carne de gallina, pero he de ser fuerte y continuar. Debo estar informada. ¡Voy a ser mamá!
Una tarde de sábado, tras convencerlos de dar una vuelta por el campo con los perros, al llegar estamos todos congelados. Hace un frío de mil demonios y si nos ponemos malos tendré que asumir que la culpa fue mía. Los he obligado a salir aunque ellos no querían.
Cuando llegamos, tío y sobrino hacen lo de siempre, cogen la Wii y se ponen a jugar. No sé quién es más niño de los dos. Durante más de una hora, juego con ellos, pero cuando ya me duelen los dedos de tanto darle al mando, decido retirarme y darme un bañito en el precioso jacuzzi que tenemos.
Subo a mi habitación, me llevo un zumito, preparo el jacuzzi, enciendo unas velas que huelen a melocotón y pongo mi CD de música chill out para relajarme. ¡Perfecto! Cuando el jacuzzi está lleno, me meto con cuidado en él y, una vez dentro, murmuro:
—Oh, sí…, esto es vida.
Cierro los ojos y me relajo.
La música suena y noto cómo mi cuerpo libera tensiones segundo a segundo. Disfruto de este momento de paz. Me lo merezco. Pero la puerta del baño se abre y entra Flyn.
¡Se acabo la paz!
Lo miro y, divertida, veo que se pone una mano en los ojos para no verme los pechos y dice:
—Me voy con la tía Marta a su casa.
—¿Ha venido Marta?
—Sí, ¡aquí estoy!
Tras ella entra Eric y mi relajante baño se ha ido al garete.
—¿Cómo es que has venido? ¿Pasa algo? —pregunto.
Mi cuñada sonríe y, guiñándome un ojo, contesta:
—Resulta que he estado con mi amiga Tatiana, hemos pasado por su casa y me ha dejado aquel vestidito que le pediste hace tiempo. Ya sabes, el azul. Por cierto, lo he dejado en tu armario. —Me entra la risa al pensar en el vestidito azul—. Y como mañana voy a ir a montar en globo con Arthur, he pensado que quizá a Flyn le guste venir.
—Sí, sí, sí, quiero ir. ¡Guayyyyy! —grita el niño.
Miro a Eric. Está serio. Como siempre, valora los pros y los contras de montar en globo y cuando veo que duda, digo:
—Me parece perfecto, Flyn. Pásatelo bien, cariño.
—Gracias, mamá.
Cada vez que me llama así, el corazón me salta de felicidad.
Eric me mira. Yo sonrío y, cuando el niño me da un beso y corre hacia su tío, lo mira y dice:
—Te prometo que haré caso en todo a la tía Marta…, papá.
Me río. Anda que no es listo mi pitufo gruñón.
Al final, mi Iceman se descongela. Sonríe, abraza al pequeño y, tras darle un beso en la cabeza, contesta:
—Pásatelo, bien. —Y mirando a su hermana, añade—: Vigílalo, por favor. No quiero que pase nada.
Marta, divertida por sus palabras, pone los ojos en blanco y grita mientras se marcha:
—Vamos, Flyn. Ven que te ponga el collar y el bozal.
Cuando todos salen del cuarto de baño, me vuelvo a tumbar. Vuelvo a cerrar los ojos e intento relajarme otra vez.
Musiquita…
Tranquilidad…
Casi lo consigo, cuando la puerta se abre de nuevo y Eric entra. Antes de que diga nada, al ver su mirada lo tranquilizo:
—No va a pasar nada, cielo. Marta cuida muy bien de Flyn.
Mi chico no responde, pero se acerca al jacuzzi. Sé que mira mis pezones. Con el embarazo se me están poniendo oscuros y enormes y, tentándolo, murmuro, mientras señalo lo que mira:
—¿Me das un besito aquí?
Eric sonríe, se acerca y, cuando me está besando el pezón, tiro de él y lo hago caer vestido en el jacuzzi. Con su caída, el agua rebosa y todo el suelo del baño se encharca. Yo me río y, cuando él va a protestar, al verme reír hace lo mismo.
Pero el rostro se le contrae al apoyarse y quemarse con una de las velas encendidas.
—¿Te has quemado? —me preocupo.
Eric se mira la mano y responde:
—No, cariño, pero cuidado con tanta vela o al final nos visitarán los bomberos.
Ese comentario me hace reír y, cuando consigo quitarle la ropa y dejarlo desnudo en el jacuzzi a pesar de sus protestas, salgo del agua y, con cuidado de no resbalar en el suelo mojado, tiro doscientas toallas en él y digo, mientras las pisoteo:
—Tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa?
Asiento divertida, mientras abro la puerta para salir.
—Dame dos minutos y no te muevas de ahí.
Feliz por encontrarme tan bien, voy hasta el armario donde Marta me ha dejado ¡el vestidito azul! ¡Lo voy a sorprender!
Ataviada con un traje de bombero que me queda algo grande, entro en el baño y, ante la cara de sorpresa de mi alemán favorito, digo:
—¿El caballero ha llamado a los bomberos?
Eric suelta una carcajada.
—Pero ¿de dónde has sacado ese traje?
—Me lo ha dejado una amiga de tu hermana.
—¿Para qué?
Ay, qué poca imaginación tienen a veces los hombres. Mirándolo, respondo:
—Para hacerte un striptease, chatungo.
—¿Un striptease? —pregunta boquiabierto.
Yo digo que sí con la cabeza y añado:
—Nunca te he hecho uno en condiciones.
Mi chico sube las cejas, se repanchinga en el jacuzzi y asiente encantado.
Feliz por el efecto causado, voy hasta el equipo de música, saco el CD que suena y meto otro. Instantes después, una música comienza a sonar y Eric, al identificarla da una palmada y ríe a carcajadas.
Madre…, madre…, ¡me lo como cuando ríe así!
¡Empieza el espectáculo!
La voz sugerente de Tom Jones comienza a cantar Sex bomb y yo, sin un ápice de vergüenza, me contoneo al compás de la música. Me quito la enorme chaqueta con sensualidad y la tiro a un lado. Eric silba. Después el casco y muevo el pelo al más puro estilo Hollywood. Eric aplaude, vuelve a silbar y yo me animo mientras canto:
Sex bomb, sex bomb you're a sex bomb.
You can give it to me when I need to come along.
Sex bomb, sex bomb, you're a sex bomb.
And baby you can turn me on.
Pieza a pieza, me voy despojando del traje de bombero mientras mi amorcito me mira como a mí me gusta, con deseo. Sé que esto le está gustando. Me lo dice su expresión y la intensidad de su mirada. Bailo, me contoneo y me siento una stripper para él. Cuando desnuda me meto en el jacuzzi, Eric me besa y murmura:
—Me encanta tu tripita pequeña.
Sonrío y, cuando llega a mis pechos, murmura:
—Tienes los pechos más bonitos que nunca.
Eso me da risa. Realmente, el embarazo me hace tener unos pechos increíbles. Cada vez que me los miro en el espejo me encantan, pero sé que cuando nazca Medusa desaparecerán y volveré a tener mis pechos normalitos.
Eric me besa…
Eric me toca…
Eric me mima…
Excitado por el espectáculo que le he ofrecido, mi amor me agarra por la cintura y, sentándome sobre él en el jacuzzi, me penetra con delicadeza, mientras murmura con voz cargada de sensualidad:
—Eres realmente una bomba sexual, pequeña.
—Sí… y esa bomba está a punto de explotar.
Eric sonríe y, cuando voy a agarrarme al jacuzzi para empalarme más en él, me para y dice:
—Déjame a mí, cariño. No quiero hacerte daño.
—No me lo haces.
—Con cuidado, cariño… Así… despacito.
Pero yo no quiero ni cuidado ni despacito. Quiero pasión y fuerza.
—Jud… —me regaña.
—Eric… —le reto.
Mi alemán me mira, se para y dice, estropeando el bonito momento:
—Jud, o lo haces con cuidado para no dañarte o no hacemos nada.
Lo miro. Tengo dos opciones, enfadarme y mandarlo a paseo o aceptar pulpo como animal de compañía.
Al final me decido por la segunda opción. ¡Quiero sexo!
Permito que sea él quien marque el ritmo. Dejo que se limite y me limite y, aunque lo pasamos bien, cuando llegamos al clímax sé que a ambos nos ha faltado nuestro rollito animal.
Por la noche, cuando nos acostamos, me besa y, cuando me abraza con ternura, murmura:
—Te adoro, bomba sexual.
En febrero entro en mi quinto mes y mi cuerpo ha experimentado muchos cambios. El primero, noto cómo Medusa se mueve. El segundo, mi tripita se está convirtiendo en una tripota. Como siga así, al final no ando, ¡ruedo!
Todo lo que adelgacé los primeros meses lo estoy engordado en un abrir y cerrar de ojos.
—Judith —dice mi ginecóloga al pesarme—, debes empezar a controlar tu dieta. En este último mes has engordado tres kilos y medio.
—Vale, lo haré —asiento.
Eric me mira y sonríe. Intuye que miento y, cuando va a hablar, digo:
—Dame una dieta y la seguiré.
La ginecóloga abre una carpeta y, tras mirar varias, me entrega una y dice:
—Será lo mejor.
Yo sonrío, Eric sonríe y creo que hasta Medusa sonríe. Las dietas y yo no somos buenas amigas.
Hablamos con la doctora sobre las necesidades que tiene mi cuerpo y me informa que al mes siguiente, el sexto de mi embarazo, debo comenzar mis clases preparto. Asiento, escucho todo lo que me tiene que decir y finalmente pregunto:
—¿Puedo tener relaciones sexuales completas?
Eric me mira. Sabe por qué lo pregunto y la ginecóloga contesta:
—Por supuesto que sí. Vuestra vida sexual debe ser normal.
—Normal de normal —insisto.
La doctora mira a Eric, luego me mira a mí y asiente:
—Totalmente normal.
Voy a preguntar si pueden ser algo más intensas que normales, pero la mirada de Eric me pide que me calle. Le hago caso. No quiero incomodarlo con mis preguntas tan directas.
Cuando llega el momento de hacer la ecografía, casi no puedo mirar a la pantalla. La cara de Eric es tan expresiva con lo que ve, que me dan ganas de comérmelo allí mismo a besos.
—Mirad, ¡está comiendo! —dice la ginecóloga.
Un «¡ohhhh!» algodonoso como los que suelta mi hermana sale de mi boca. ¡Qué maruja me estoy volviendo!
—Increíble —murmura Eric, emocionado.
Divertida, los miro y digo:
—Es que a Medusa lo alimento muy bien.
Eric y yo miramos la ecografía 3D como dos bobos y sonreímos.
—¿Se puede ver si es niño o niña? —pregunto.
La doctora mueve el aparato, pero nada. No se deja ver y, sonriendo, explica:
—Lo siento. Tiene las piernas cruzadas de tal manera que no se puede.
—No importa —dice Eric—. Lo importante es que esté bien.
La mujer asiente y murmura:
—Será un bebé bastante grande.
¡Stop!
¿Ha dicho grande?
¿Cómo de grande?
Eso me asusta. Cuanto más grande, más dolor para expulsarlo.
Pero no quiero jorobar ese momento y me lo callo. Durante varios minutos, la mujer nos deja mirar la pantalla y, cuando finaliza la sesión, Eric y yo nos miramos y nos besamos. ¡Todo va bien!
Cuando regresamos a casa, emocionados con el vídeo que la doctora nos ha dado, se lo enseñamos a Flyn, a Norbert y a Simona. Todos miramos el televisor como tontos y nos ponemos el vídeo varias veces. Que mi humor vuelva a ser el de antes a todos congratula. Las risas han vuelto a la casa y todos están más dicharacheros.
Vuelvo a reír, a gastar bromas y a ser la Judith alocada de siempre y esa noche, cuando estamos en nuestra habitación, me siento junto a Eric en la cama y pregunto:
—¿Has pensado algún nombre para Medusa?
Él me mira y dice:
—Si fuera una morenita, me gustaría que se llamara Hannah, como mi hermana.
Asiento. Me gusta el nombre y me parece una idea preciosa.
—¿Y si fuera niño? —pregunto.
Mi alemán me mira, me besa y contesta:
—Si es niño lo eliges tú. ¿Cuál te gusta?
Pienso, pienso, y pienso y al final respondo:
—No lo sé. Quizá Manuel, como mi padre.
Eric asiente. Yo me acurruco contra él y le susurro al oído:
—Te deseo.
Él me mira y, tumbándome sobre la cama, murmura mientras me besa:
—Y yo a ti preciosa.
Oh, sí… Oh, sí…
Se acabaron los meses de sequía y malestar.
Deseo a mi Iceman y él me desea a mí. Sin parar de besarme, Eric me quita las bragas, se mete entre mis piernas y, sin preliminares, introduce lentamente su pene en mí.
Jadeo…
Me vuelvo loca…
Dios mío, cuánto tiempo sin sentir este placer.
Y cuando enrosco las piernas alrededor de su cuerpo, Eric murmura:
—No, cariño… A ver si le vas a hacer daño al bebé.
Me paro, lo miro y, divertida, pregunto:
—¿Qué es lo que has dicho?
Aún dentro de mí, insiste:
—No quiero apretar en exceso, no le vayamos a hacer daño.
Me entra la risa.
¡Ay, que me meo!
Cree que le va a dar con el pene en la cabeza a Medusa. Cuando ve que me río, frunce el cejo y dice:
—No sé qué te da tanta risa. No creo estar diciendo nada del otro mundo.
Agarrando con fuerza su trasero, me empalo en él y, cuando jadea, murmuro:
—Esto es lo que necesito. Dámelo.
Eric se resiste y de nuevo repito la misma operación. Fuerza. Esta vez somos los dos los que jadeamos.
Esa profundidad es lo que necesito, lo que anhelo. La respiración de Eric se acelera. Lucha contra su instinto animal. Yo lo provoco restregándome contra él y al final pasa lo que tiene que pasar.
Eric está tan caliente, tan ardoroso, tan excitado, que agarrándome las manos me las pone sobre la cama y sin pensar en nada más comienza a bombear dentro de mí con pasión terrenal y deleite. No lo paro. Sus embestidas me hacen sentir viva. Lo necesito. Oh, sí.
Rota las caderas para darme más profundidad y yo chillo. Lo muerdo en el hombro y Eric rechina los dientes mientras una y otra vez se hunde en mí y yo me vuelvo loca.
Disfruta. Disfruto. Disfrutamos. Nuestro instinto animal aflora y gozamos como locos nuestro caliente encuentro.
Cuando acabamos, los dos estamos jadeantes. Llevábamos mucho tiempo sin hacerlo así y yo murmuro con una gran sonrisa:
—Quiero repetir.
De un salto, Eric se levanta y, antes de entrar en el cuarto de baño, contesta:
—No, pequeña. No podemos hacerlo como lo hemos hecho.
Boquiabierta, voy a protestar cuando me mira y dice:
—Piensa en lo que pasó la última vez.
—Pero, Eric…
—He dicho que no.
—Pero lo necesito. Tengo las hormonas revolucionadas y…
—No, cariño. Por hoy basta.
Me entra calor.
Los ojos se me llenan de lágrimas y, como un osito llorón, comienzo a sollozar sentada en la cama. Menuda llorona me he vuelto. Me tapo la cara con las manos y Eric dice, acercándose a mí:
—Cariño, cariño, no llores. Enfádate conmigo, grítame, pero no llores.
Me quita las manos de la cara y, sin cortarme un pelo a pesar de lo horrorosa que me pongo cuando lloro, lo miro y gimoteo con cara de chimpancé:
—Ya no te gustoooooooooooo.
—No digas eso, tesoro.
—Ya no te pongo nadaaaaaaaaaaaa. Tengo los pezones grandes y oscuros y… y… estoy gorda… y fea y por eso no quieres hacer el amor conmigoooooooooooo.
Con paciencia, Eric me seca las lágrimas.
—No, pequeña. Nada de eso es verdad.
—Sí… es verdad —insisto—. Tú eres un hombre sexualmente muy activo y… y… yo una vacaaaaaaaaaaaaa lecheraaaaaaa.
Sonríe, se sienta a mi lado en la cama y, abrazándome, dice:
—Escucha, preciosa…
Pero yo no escucho y, entre hipos y lloros de lo más ridículos, continúo:
—Tengo miedo de que no me pidas lo que quieras y al final te aburras de mí y me dejesssssssssssss.
Eric me mira y, sorprendido, pregunta:
—Pero ¿por qué te voy a dejar, cariño?
—Porque me estoy convirtiendo en un ser llorón, horrible, gruñón y deforme y no te gustoooooo. Ya no me buscas. Ni quieres jugar conmigo, ni me aprietas contra la pared para hacerme el amorrrrrrrrrrrr.
Mi chico me abraza. Me acuna y, cuando los hipos parece que se calman, pide:
—Bésame.
Lo miro y, con un precioso gesto, dice:
—Te estoy pidiendo lo que quiero. Quiero que me beses ahora mismo.
Escuchar eso me hace llorar más. Pero ¿cómo soy tan tonta?
¿Realmente me estoy volviendo loca?
Berreo y me rasco el cuello. Con cariño, Eric me tumba en la cama, me coge la mano para que no me rasque más y susurra, besándome:
—Eres lo más bonito y lo que más quiero y deseo en el mundo. Eres preciosa. La mujer más bonita que para mí existe sobre la faz de la Tierra. Eres tan especial que tengo miedo de hacerte daño, ¿no lo entiendes?
—Pero ¿por qué me vas a hacer daño?
Él clava sus impresionantes ojos en mí y contesta:
—Porque tú y yo somos unos salvajes cuando hacemos el amor.
En eso tiene razón, ¡somos tremendos! Pero insisto:
—Pero podemos seguir haciéndolo como siempre. Tendremos cuidado y…
—No, cariño, no podemos dejarnos llevar por el deseo.
—Pero si no vas a hacerle daño a Medusa.
Eric sonríe y, besándome la punta de la nariz, responde:
—Lo sé. Pero no te quiero hacer daño a ti. Tu cuerpo está experimentado demasiados cambios y tengo miedo. Ponte un instante en mi situación, por favor, cielo.
—Lo hago, Eric, pero mis hormonas están totalmente enloquecidas y te necesito.
Vuelve a sonreír. Me da un beso, dos… seiscientos y, tras muchos besos calientes y morbosos, murmura:
—Ahora te voy a sentar sobre mí y vamos a repetir pero con cuidado, ¿entendido?
Asiento y sonrío. Lo he conseguido.
¡Vamos a repetir!
Qué caprichosa que soy.
Cuando me sienta sobre él, dejo que su pene entre en mí lentamente y, gustosa, cierro los ojos. ¡Oh, sí! Sus manos rodean mi redonda cintura y, al estar de nuevo uno dentro del otro, Eric murmura con voz cargada de tensión:
—Dios… cómo me gusta tenerte así.
Abro los ojos y lo miro. Su cara está frente a la mía y agarrándolo del cuello lo empujo para que me chupe un pezón. Los tengo ultrasensibles, pero me encanta que lo haga.
—Oh, sí… no pares.
No lo hace. Me complace mientras yo muevo las caderas en busca de mi placer.
Sí… Oh, sí… No quiero parar.
De pronto, aprieto las caderas contra él y doy un respingo. Eric para y pregunta al ver mi gesto.
—Te ha dolido, ¿verdad?
No quiero mentir y asiento. Se le descompone el semblante y, besándolo, murmuro:
—Déjame continuar.
—Pequeña…
—Te necesito —susurro.
Como siempre, él valora la situación y finalmente dice:
—Con cuidado, ¿de acuerdo?
Asiento. Apenas nos movemos.
Estar yo encima me da una profundidad extrema y cuando Eric no puede más, se levanta conmigo en brazos, me tumba sobre la cama y, conteniendo sus impulsos animales, juntos llegamos al clímax.
Esa noche, cuando apagamos la luz y nos abrazamos, me da un beso en los labios y dice:
—Nunca te voy a dejar, cabecita loca. Yo no sé ya vivir sin ti.