Al día siguiente, Björn y Norbert regresan a Alemania. Björn tiene un par de juicios y no puede faltar. Llamo por teléfono a Marta y Sonia y, al saber lo ocurrido se asustan y vuelan rápidamente a Londres.
Marta, al ver el estado de los ojos de su hermano, se reúne con los médicos del hospital. Al final decide esperar para ver si el tiempo o la medicación lo resuelven. De no ser así, una vez en Alemania programará una operación para drenar la sangre. Aclarado este punto, el médico nos da el alta para dos días después.
¡Bien, podemos regresar a casita!
Sonia se vuelve loca al saber que va a tener otro nieto y Marta aplaude contenta. Que la familia aumente los llena a todos de felicidad. Frida y Andrés llaman y se tranquilizan al hablar directamente con Eric, y ni que decir tiene lo alegres que se ponen al saber de mi embarazo.
Cuando llamamos a Flyn para que éste hable con su tío, no le decimos nada del embarazo ni a él ni a Simona. Norbert nos guarda el secreto hasta que regresemos.
Una de las tardes en que estoy con Eric en la habitación aparece Amanda.
Su presencia me sigue incomodando, pero reconozco que lo que hizo por mí me permitió ver que no era la persona que yo pensaba. Durante una hora, habla con Eric de trabajo y yo decido aprovechar el ratito para llamar a mi padre. Quiero darle la noticia.
Emocionada a la par que nerviosa, salgo de la habitación y marco el teléfono de Jerez. Tras dos timbrazos, es la voz de mi sobrina Luz la que me saluda:
—¡Titaaaaaaaaaaaaa!
—Hola, maestra Pokémon, ¿cómo estás?
—Pues, como diría el abuelo, jodida pero contenta.
—¡Luz!, esa boquita —la regaño.
Es tan natural, tan auténtica, que no puedo evitar sonreír.
—Hoy la profe, la Colines, me ha puesto un cuatro en un trabajo que se merecía al menos un siete.
Me río. Recuerdo quién es la Colines y respondo.
—Bueno, cariño, quizá te tienes que esforzar más.
—Esa bruja con cara de rata me tiene manía. Tita, me he esforzado mucho, pero es que en este cole son mu tiquismiquis.
—Bueno, cariño, yo creo que…
Pero de pronto hace eso que tan bien se le da a mi hermana, cambia de tema y pregunta:
—¿Cómo está el tito? ¿Está mejor?
—Sí, cariño, está cogiendo fuerzas y en unos días regresaremos a Alemania.
—¡Qué guay! ¿Y Flyn?
—En Múnich con Simona y Norbert. Por cierto, está deseando que lleguen las navidades para volver a verte.
—Qué enrollao que es el tío —suelta con su habitual desparpajo—. Dile que me voy a llevar los juegos que le dije para la Wii y que se prepare, que le voy a dar una paliza, ¿vale?
—Por supuesto, se lo diré.
—Tita, te dejo que mi madre quiere hablar contigo. ¡Qué pesada! Un beso grande, grande.
—Otro para ti, mi amor.
Sonrío. ¡Qué linda que es mi Luz!
—Cuchufleta, ¿cómo está Eric? —pregunta mi hermana, preocupada.
Cuando llamé a mi padre y a ella para contarles que Eric estaba en el hospital, querían viajar a Londres. Los paré. Sé que tanta gente a Eric lo agobiaría.
—Bien. Pasado mañana regresamos a casa. Estoy agotada.
—Ay, cuchu…, qué pena que estés tan lejos. Me encantaría espachurrearte y darte ánimos.
—Lo sé. Ya me gustaría a mí teneros cerquita. ¿Qué tal Lucía?
—Ceporra. Esta niña come mucho. Cualquier día nos come a nosotros.
Ambas reímos y canturreo:
—A que no sabes una cosaaaaaaaaaa…
—¿El qué?
—Adivina.
—¿Os venís a vivir a España?
—Nooooooo.
—¿Te has teñido de rubia?
—No.
—¿Mi cuñadísimo te ha regalado un Ferrari rojo?
—No.
—¿Qué es, cuchuuuuuu?
Divertida, me carcajeo y, deseosa de decirlo, suelto ya:
—Creo que a alguien la van a llamar tita Raquel dentro de poco.
El grito de mi hermana es ensordecedor.
Ni Tarzán en sus mejores momentos lo hubiera podido hacer mejor.
Empieza a aplaudir como loca y oigo cómo se lo dice a mi sobrina Luz. Las dos gritan y aplauden. Me río sin poderlo remediar y entonces oigo la voz de mi padre que dice:
—¿Es cierto, morenita? ¿Es cierto que me vas a dar otro nietecito?
—Sí, papá, es cierto.
—Ojú, mi arma, me acabas de alegrar la vida. ¿Tienes fatiguita, mi niña?
—Sí, papá, una poquilla.
Su risa y su felicidad, como siempre, me hinchan el corazón. Hablo con él y con Raquel al mismo tiempo. Los dos quieren hablar conmigo y mostrarme su alegría. Mi hermana le quita el teléfono y dice:
—Cuchu…, en cuanto llegues a casa, llámame y hablamos. Tengo mogollón de cositas de Lucía que te pueden servir para los primeros meses. Oh, Dios…, oh, Dios… Tú embarazada. ¡No me lo puedo creer!
—Ni yo, Raquel, ni yo —murmuro.
Oigo un ruido y, de pronto, mi sobrina pregunta:
—Tita, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro, cariño.
—¿El bebé va a salir con los ojos de Flyn?
Me entra la risa y oigo reír también a mi padre y a mi hermana. Divertida por su comentario, respondo:
—No lo sé, pichurri. Cuando nazca, lo primero que haré será mirárselos.
De nuevo ruido y forcejeos. Es mi padre.
—Morenita, ¿comes bien?
—Sí, papá. No te preocupes.
—¿Has ido ya al médico?
—Sí.
—Tu hermana me dice que si te tomas nosequé de folclórico.
Suelto una carcajada.
—Sí, papá. Dile que me tomo el ácido fólico.
—Ojú, morenita, qué contento estoy. ¡Otro nietecito!
—Sí, papá, otro nietecito.
—Ojalá sea un chicote.
Eso me hace gracia y pregunto:
—¿Y si es una niña, qué?
Mi padre suelta una carcajada y responde:
—Pues tendré otra mujercita más a la que querer y mimar, mi vida.
Ambos nos reímos y entonces dice:
—¿Eric está mejor?
—Sí, papá, está mucho mejor. En un par de días le dan el alta.
—Bien…, bien y, oye, ¿está feliz por lo del bebé?
Sonrío. Eric casi no duerme desde que lo sabe. Está continuamente preocupándose de que coma y descanse y cuando ve que vomito se pone enfermo, pero respondo:
—Eric está como tú…, encantado.
Hablamos varios minutos más y, cuando veo salir a Amanda de la habitación, me despido rápidamente de mi familia. Ella me mira y digo:
—Te acompaño hasta la puerta del hospital.
Asiente y las dos echamos a andar hacia el ascensor. Sabemos que tenemos una conversación pendiente y, cuando paramos, digo:
—Gracias por avisarme.
Amanda me mira y, retirándose su sedoso pelo de la cara, cuando entramos en el ascensor, responde:
—Enhorabuena por lo del bebé.
—Gracias, Amanda.
Entonces, mirándome, dice:
—No te avisé antes porque Eric me lo prohibió. Pero al tercer día me salté sus órdenes y lo hice. Tú tenías que saber lo que ocurría.
Asiento y sonrío. Es de agradecer el detallazo.
La tensión entre nosotras se corta con un cuchillo y, cuando llegamos a la puerta del hospital, me mira y dice:
—Judith, quiero que sepas que las cosas me quedaron muy claras hace tiempo. Eric es un hombre felizmente casado y yo ahí no entro.
—Me alegra saber lo que piensas —respondo—. Eso nos facilitará la convivencia a las dos.
Sonríe y, señalando a un hombre trajeado que la espera en un impresionante Audi A8, dice:
—Te dejo. Me esperan.
Moviéndome rápidamente, me acerco a ella y le planto un beso en cada mejilla. Nos miramos y sé que el gesto que hemos tenido cada una, ella avisándome de lo de Eric y yo dándole dos besos, nos hace firmar la paz.
Después, sin moverme de la puerta del hospital, veo cómo esa tigresa rubia contonea sus caderas hasta el hombre del Audi, se sube al coche y, tras besarle en los labios, se van.
Cuando regreso a la habitación, Eric trabaja con su ordenador y sonríe al verme entrar.
Su aspecto ha mejorado y, acercándome, lo beso y murmuro:
—Te quiero.
Dos días después, regresamos a Múnich.
¡Hogar, dulce hogar!
Tener todas mis cosas a mano, mi cama y mi baño es lo que más necesito.
Cuando Flyn y Simona ven a Eric, sus caras lo dicen todo.
¡Se asustan!
Eric sonríe y yo también, mientras acaricio la cabeza de Calamar.
—Tranquilos, aunque parezca el vampiro malvado de Crepúsculo con esos ojos, ¡juro que es Eric! Y no muerde cuellos.
Mi comentario distiende un poco el ambiente. Veo la alarma en sus caras y lo entiendo, sus ojos son como para asustarse.
Flyn, como niño que es, se acerca a su tío y, tras abrazarlo, pregunta:
—¿Se te van a poner bien o ya se te quedan así para siempre?
—Se le pondrán bien —afirmo, deseosa de recuperar su mirada.
—Eso espero —murmura Eric, abrazando a su sobrino.
Lo miro y no digo más. Sé que, aunque no diga nada, mi alemán está preocupado con el tema. Sólo hay que ver cómo él mismo se mira al espejo para percatarse de ello. No hemos hablado del asunto. No quiero atosigarlo. Sólo espero que la medicación consiga drenar la sangre y todo se solucione.
Como dice siempre mi padre, la positividad llama a la positividad. Por lo tanto, ¡positiva!
Observo a Simona, que no puede dejar de mirar los ojos de Eric.
La entiendo.
Esto es lo que impresiona más a todos. Verlo con la pierna enyesada te hace mirarlo, pero verdaderamente lo que impacta son sus ojos completamente ensangrentados. Sin un ápice de blancura. Rojos y azules, una extraña combinación.
Por la noche, cuando nos sentamos a cenar, les pedimos a Norbert y Simona que se sienten con nosotros en los postres. Necesitamos hablar con ellos. Y cuando les damos la buena nueva del embarazo, Flyn grita:
—¡Voy a tener un primo! ¡Cómo mola!
Eric y yo nos miramos y digo:
—Vas a ser el hermano mayor y necesitaremos que le enseñes muchas cosas.
Todos me miran. El comentario en cierto modo los sorprende y aclaro, totalmente convencida:
—Flyn es mi niño y Medusa también lo será…
—¡¿Medusa?! —preguntan al unísono Simona y Flyn.
Norbert sonríe. Eric también y yo aclaro, señalando mi plano vientre.
—Lo llamo Medusa hasta que sepa si es niña o niño. —Ellos asienten y, mirando a Flyn, que no me quita ojo, pregunto—: Tú quieres ser su hermano mayor, ¿verdad?
Él asiente y murmura con gesto asombrado:
—Guayyyyyyyyyy, mamá.
En ocasiones me llama mamá, en otras, tía, en otras, Jud. Aún no ha decidido cómo hacerlo, pero a mí eso no me importa. Lo único que quiero es que me llame.
Simona, muy emocionada por todo, coge la mano de Norbert y exclama:
—¡Qué alegría! Otro niño correteando por la casa. ¡Qué alegría!
Los miro con cariño. Ellos no han tenido hijos. Meses atrás, Simona me confesó que lo intentaron durante años, pero que el destino nunca se los concedió. Sé que la noticia a ella particularmente le llega al corazón y que Medusa será como su nietecillo.
—Entonces no compramos la moto para mis clases, ¿verdad? —pregunta Flyn.
Al oírlo, suspiro. ¡La moto de Flyn! No había vuelto a pensar en ello.
Eric me mira, luego mira a su sobrino y dice:
—Ahora Jud no puede enseñarte. Con el embarazo no puede montar en moto, pero si tú quieres, este fin de semana la compramos y el primo Jurgen te enseñará.
Eric tiene razón. Ahora, ni debo ni puedo. Pero su buena disposición hacia el niño me encanta. Me parece una fantástica solución lo que propone, pero me sorprendo cuando Flyn responde.
—No. Yo quiero que me enseñe Jud.
Mirándolo con cariño le explico:
—Ahora no puedo montar en moto ni correr mucho detrás de ti.
El crío me mira y pregunta:
—Pero después de tener a Medusa si podrás, ¿verdad?
Asiento. Está claro que, para él, es importante que sea yo quien le enseñe. Miro a Eric, que sonríe y, besando a mi pequeñajo en la cabeza, respondo segura de mí misma:
—Pues no se hable más. Las clases y la moto llegarán cuando Medusa ya esté durmiendo en su cuna.
Por la noche, cuando Eric y yo llegamos a nuestra habitación estamos agotados. Con cuidado, se sienta en la cama y deja la muleta a un lado. Se siente feliz por estar en casa y mirándole pregunto:
—¿Te ayudo a desnudarte?
Con una ardiente sonrisa, mi chico asiente y yo procedo.
Primero le desabrocho la camisa, se la quito y, con mimo, le toco los hombros. Madre mía, cómo me gusta. Después de eso, lo hago levantar y, sin rozarle la pierna enyesada, le bajo el pantalón del chándal negro que lleva. Al ver su prominente erección bajo el calzoncillo, murmuro:
—Oh, sí…, justo lo que necesito.
Eric se ríe y yo añado:
—Llevo demasiados días sin… y quiero… quiero… quiero.
Deseosa, acerco mi boca a la suya. Ya nos podemos besar con tranquilidad. La herida del labio ha sanado y por fin puedo ser devorada y devorar a mi marido con deleite y pasión. Acelerada en segundos por la cercanía del hombre que me tiene locamente enamorada, con cuidado me siento en sus piernas a horcajas y pregunto:
—¿Te molesta si me siento aquí? —Él niega con la cabeza y, mimosa, susurro—: Pues entonces de aquí no me muevo.
Eric besa mis labios y, colocando sus ardientes manos en mis caderas, dice:
—Seguro que no te vas a mover.
Sonrío. ¡Qué ladrón! Y, mordisqueándole los labios, respondo:
—Voy a moverme tanto que tus gemidos los van a oír hasta en Australia.
—Qué tentador —ronronea.
Dichosa por tenerlo de nuevo entre mis brazos, lo miro y digo:
—Aunque, ahora que lo pienso, creo recordar que te dije que te castigaría.
Eric se para, me mira con el semblante descompuesto y aclaro:
—Te portaste muy mal conmigo. Desconfiaste de mí y…
—Lo sé, cariño. Nunca me lo perdonaré.
No sonrío. Quiero que crea que lo voy a castigar e insiste:
—Te necesito, Jud… por favor. Castígame otro día sin ti, pero hoy…
—Tú me has castigado sin ti muchos días, Eric, ¿lo has pensado?
—Sí… —Y acercando su boca a mí, implora—: Por favor, Jud…
Oírlo rogar es música para mis oídos.
Lo tengo a mi merced.
Me necesita tanto como yo a él y respondo:
—El castigo debe ser acorde a tu delito.
No se mueve. Sé que eso lo está amargando. Me mira a la espera de mi siguiente comentario e, incapaz de seguir torturándolo así, digo:
—Por ello, tu castigo será satisfacerme hasta que caiga rendida.
Eric suelta una carcajada y yo sonrío. ¡Paso de castigos!
Me tienta con su boca.
Pasea sus labios por los míos y, cuando abro mi boca dispuesta a que la tome, hace eso que tanto me gusta. Saca la lengua, me chupa el labio superior, después el inferior, luego me lo mordisquea y finalmente me besa. Me devora. Me vuelve loca.
Su duro pene late bajo mi cuerpo y, poseída por el deseo, susurro:
—Rómpeme el tanga.
—Hum…, pequeña, esto se pone interesante. —Y, sin demora, hace lo que le pido.
Da un tirón seco a ambos lados de mis caderas y el tanga se desintegra.
¡Sí!
Deseosa de tenerlo dentro de mí, me incorporo. Cojo el tentador pene de mi marido y, llevándolo al centro de mi deseo, lo introduzco poco a poco y murmuro:
—Te echaba de menos.
Las manos de Eric van directas a mi trasero y me da un azote. Dos. Tres. Y, sin hablar, exige que me mueva. Obedezco y, cuando lo hago, él da un respingo, echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.
Oh, sí…, disfruta…, disfruta, mi amor.
Me agarro a su cuello y, mordiéndole la barbilla con cuidado, muevo las caderas de atrás adelante y me uno a sus jadeos. Me empalo una y otra vez en la verga de mi alemán, sin resuello, mientras mi cuerpo se eriza por lo que esto me hace sentir.
Mis hormonas, mi cuerpo y yo pedimos más. Eric, consciente de lo que quiero, a pesar de que no se puede mover con su pierna escacharrada, me agarra por las caderas y, parando mi ritmo, murmura:
—Déjame cumplir mi castigo, pequeña.
Eso me desconcierta, no quiero parar. De pronto, da un giro seco a mis caderas que me empala más en él y me hace gritar. Sonríe. Sabe que me gusta y repite la operación. Esta vez gritamos los dos. Su seco movimiento profundiza más en mi cuerpo. Siete, ocho, nueve veces lo repite y, cuando el éxtasis nos llega, tras tantos días de sequía, nos dejamos llevar.
Una hora después, abrazada a él en la cama, me estoy quedando dormida cuando dice:
—Jud…
—¿Qué?
—Fóllame.
Abro los ojos de golpe y, volviéndome hacia él, lo miro y explica:
—Te lo haría yo a ti cariño, pero mi pierna no me deja y quiero continuar con mi castigo.
Miro el reloj, las 00.45.
Es tardísimo para los alemanes y, divertida, pregunto:
—¿Estás juguetón?
Mi chico sonríe y, tocándome las caderas, contesta:
—Te he añorado mucho estos días y necesito recuperar el tiempo perdido.
Sonrío y rápidamente me reactivo. Abro la mesilla, cojo el neceser donde hay varios de nuestros juguetitos y digo:
—Me quitaré el tanga antes de que me lo rompas. Dos en una noche son muchos. —Oigo la risa de Eric cuando pide:
—No enciendas la luz.
—¿Por qué?
—Quiero oscuridad para fantasear.
Sonrío, me quito el tanga y me siento sobre él en la cama. Le bajo el pijama y, al ver en la oscuridad cómo está aquello de revolucionado, murmuro:
—Vaya… vaya… vaya, señor Zimmerman, está usted muy pero que muy necesitado.
Eric sonríe.
—Demasiados días sin ti, señora Zimmerman.
—¿Ah, sí? —Y, tras empalarme totalmente en el erecto miembro de mi marido, susurro, acercando mi boca a la suya—: Tu culpa fue no confiar en mí.
El cachete que Eric me da en el trasero suena sordo y seco. Después, con sus grandes manos me aprieta el culo y murmura:
—Pídeme lo que quieras, pequeña, pero fóllame.
El momento tan íntimo…
Su voz…
Y la oscuridad de la habitación… nos enloquecen más…
Tumbado en la cama, lo tengo a mi merced y deseosa de jugar con él. Quiere fantasear. Yo también y, acercándome a su oído, murmuro:
—Una pareja nos observa. Quiere vernos jugar.
—Sí.
—A la mujer le gusta ver cómo me chupas los pezones y él quiere —digo, poniéndole algo en la mano— que le enseñes mi trasero y luego introduzcas la joya anal.
Eric entra en el juego. ¡Le encanta!
Su respiración se vuelve más profunda, más sibilante, mientras se deleita chupándome los pezones. Oh, sí… los tengo tan sensibles que la mezcla de gusto y dolor me encanta. Sin soltarme los pezones, me agarra de las cachas del culo, me las separa y, soltándome los pezones, murmura:
—Dejemos que el hombre mire tu precioso culito.
—Sí —susurro yo.
—Le encanta tu trasero, pequeña. Lo mira. Lo disfruta. Y lo desea.
—Sí…
—Pero le gusta ver cómo te penetro con fuerza.
Un fuerte empellón hace que yo jadee y le muerda el hombro, mientras él añade:
—La mujer se muere por chupar tus bonitos pezones. La boca se le hace agua y con su mirada me pide que te suelte para que ella disfrute.
—No, no me sueltes. Sigue disfrutando tú de mí y luego entrégame a ella.
Mi respiración al decir eso cambia. Lo que mi chico dice me excita tanto como a él. Vuelve a darme otro azote en el trasero y, arqueando la espalda, murmuro:
—Así te gusta que lo muestre.
—Arquéate más, pequeña…
Lo hago, mientras siento cómo mi cuerpo se estremece ante nuestro morboso juego. Nos gusta hablar. Nos gusta imaginar. Nos gusta el sexo e, introduciéndome la joya anal en la boca, Eric susurra:
—Chúpalo, vamos…, chúpalo.
Hago lo que me pide, mientras mi mente imagina que dos personas nos miran y disfrutan de nuestro íntimo momento. Mis pezones, duros e hinchados, son succionados por Eric mientras yo chupo la joya anal. La intensidad de mis lametazos es la misma que Eric emplea en mí, hasta que dice:
—Voy a introducir lo que deseas y desean.
Excitada y enloquecida por nuestro juego verbal, me arqueo mientras Eric pasea la joya por mi columna lentamente hasta llegar al agujero de mi ano. Está seco. No me ha puesto lubricación y murmura mientras lo introduce:
—Así, pequeña…, así…
Jadeo al notar la presión que eso ejerce en mí, pero mi cuerpo deseoso lo acepta. Cuando la joya está en mi interior, Eric la mueve y yo gimo mientras mis duros pezones chocan contra su pecho y lo oigo decir:
—Te voy a follar y después, cuando yo esté saciado de ti, te entregaré a ellos. Primero a la mujer y después al hombre. Abriré tus piernas para que ellos tengan acceso y tú me entregarás tus jadeos, ¿de acuerdo?
—Sí…, sí… —gimo enloquecida, mientras me aprieta contra él y siento que me va a partir en dos.
—Tus piernas no se cerrarán en ningún momento. Dejarás que ella tome de ti lo que desea, ¿lo harás?
—Sí…, lo haré.
El tono de mi voz, las fantasías de ambos y el deseo crean el ambiente que ambos buscamos. Le pongo las manos en su duro pecho y me empalo una y otra vez en él, mientras Eric me tiene agarrada por la cintura y me aprieta con fuerza para dar más profundidad.
Nuestro lado salvaje vuelve a resurgir y, sin parar, como posesos, una y otra vez nos damos lo que ambos buscamos hasta llegar al clímax.
Esa noche somos insaciables y, tras una última vez más, cuando decidimos descansar, murmuro entre sus brazos:
—Quiero que cumplas tu castigo todas las noches.
Eric me besa y, con una de sus grandes manos, comienza a tocarme el pelo.
—Duerme, diosa del sexo.