Cuando Björn y yo llegamos a la puerta del hospital St. Thomas me encuentro fatal. En el trayecto de avión he vomitado varias veces y el pobre ya no sabe qué hacer para que yo esté bien. Lo achaca a los nervios y a mi inquietud y yo no lo saco de su error.
En el vestíbulo del hospital, resoplo y Björn, con seguridad y aplomo, agarrándome por la cintura para tranquilizarme, pregunta:
—¿Te encuentras mejor?
Asiento. Es mentira, pero no quiero decirle que no.
Él me mira con una triste sonrisa y, dándome la mano, afirma:
—Tranquila, estará bien y todo se resolverá.
Digo que sí con la cabeza y doy gracias al cielo por tener un amigo como él. Cuando lo llamé, en menos de veinte minutos ya estaba en mi casa dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara. Incluso, cuando le conté lo ocurrido, dejó a un lado la furia que pudiera sentir hacia Laila y por las acusaciones de su amigo y se centró en consolarme y en decirme que todo iba a salir bien.
No llamo ni a la madre, ni a la hermana de Eric. Primero quiero ver lo que me encuentro y después lo haré. Pero una cosa tengo clara, no permitiré que nadie le toque los ojos sin que Marta lo sepa antes.
Asustada, pienso en sus ojos. Sus bonitos ojos. Cómo algo tan precioso puede tener siempre tantos problemas.
Al abrirse el ascensor en la quinta planta, mi corazón bombea con fuerza.
Me asusto. Creo que me va a dar un paro cardiaco mientras Björn le pregunta a una enfermera en qué pasillo está la habitación de Eric Zimmerman.
Caminamos en silencio e, inconscientemente, busco de nuevo la mano de Björn y la agarro. Él me la aprieta, me da fuerza.
Cuando llegamos ante la 507, nos miramos y, tras un silencio más que significativo, digo:
—Quiero entrar sola.
Björn asiente.
—Te doy tres minutos. Después entraré yo también.
Con las pulsaciones a mil, abro la puerta y entro. Todo está en silencio. Hasta que mi corazón de pronto salta al ver a Eric con los ojos cerrados. Está dormido. Con sigilo, me acerco y lo observo. Tiene la cara amoratada, el labio partido y una pierna enyesada. Su pinta es desastrosa. Pero yo le quiero, me da igual cómo esté.
Necesito tocarlo…
Quiero besarlo…
Pero no me atrevo. Temo que abra los ojos y me eche de su lado.
—¿Qué haces aquí?
Su ronca voz me hace dar un salto y, cuando lo miro, creo que me voy a marear.
Oh, Dios…, sus ojos.
Sus bonitos ojos están encharcados de sangre y su aspecto es atroz. Mi respiración se acelera y, levantando la voz, pregunta:
—¿Quién te ha avisado? ¿Qué narices haces aquí?
No respondo. Sólo lo miro y él grita:
—¡Fuera! ¡He dicho que te vayas de aquí!
La respiración se me acelera y, sin decir nada, me doy la vuelta, salgo de la habitación y echo a correr por el pasillo. Björn corre tras de mí y me para. Al ver en qué estado me encuentro, me calma.
Quiero vomitar. Se lo digo y, rápidamente, coge una papelera y me la da. Cuando mi estado se normaliza, mi buen amigo se levanta y, con una seriedad que no le conocía, dice:
—No te muevas de aquí, ¿entendido?
Asiento y veo que se dirige a la habitación de Eric.
Abre con ímpetu la puerta. Oigo sus voces. Discuten. Varias enfermeras, al oír el jaleo, entran para ver qué ocurre e, instantes después, Björn sale con gesto contrariado y, cogiéndome del brazo, dice:
—Vámonos. Regresaremos mañana.
Estoy aterida y asustada y me dejo guiar.
No me quiero ir de allí, pero sé que en el pasillo no hago nada.
Esa noche dormimos en un hotel de Londres. Yo apenas puedo pegar ojo. Sólo puedo pensar en mi amor, en su soledad en aquella habitación de hospital.
A la mañana siguiente, Björn pasa por mi habitación a buscarme. Se preocupa por mi estado. Estoy pálida. Cuando llegamos de nuevo al hospital, se me revuelve el estómago. Eric está allí y, con seguridad, me pedirá que me vaya. Pero esta vez no le voy a hacer caso. Esta vez tiene que escuchar lo que le tengo que decir.
Cuando llego de nuevo ante la habitación 507, miro a Björn y le vuelvo a pedir que me deje entrar sola.
Él niega con la cabeza, no lo convence lo que digo, pero ante mi mirada, finalmente acepta mi decisión.
Con mano temblorosa y la tensión por las nubes, abro la puerta. Esta vez, Eric está despierto y, al verme, su gesto, ya huraño, se descompone y sisea:
—Vete de aquí, por el amor de Dios.
Entro y, sin la impotencia del día anterior, me acerco hasta él y pido:
—Dime al menos que estás bien.
No me mira y responde:
—Estaba bien hasta que has llegado tú.
Sus palabras me hacen daño, me matan, y al ver que no digo nada, insiste:
—Vete de aquí. No te he llamado porque no te quiero ver.
—Pero yo a ti sí. Me preocupo por ti y…
—¿Te preocupas? —grita, clavando sus impactantes ojos ensangrentados en mí—. Venga ya, por favor… Vete con tu amante y no vuelvas a aparecer en mi vida.
La puerta de la habitación se abre y Björn entra hecho una furia. El rostro de Eric se endurece todavía más y masculla:
—Lo vuestro es demasiado. Fuera de la habitación los dos ahora mismo.
Ninguno nos movemos y Eric, gritando, insiste:
—¡Quiero que os marchéis! ¡Fuera!
Su voz, su dura voz, me hace reaccionar y, olvidándome de lo maltrecho que lo veo, lo miro a esos ojos que no reconozco como los de mi amor y suelto:
—He venido a decírtelo en vivo y en directo: ¡gilipollas!
Mi contestación lo desconcierta y Björn apostilla:
—¿Cómo eres tan capullo? ¿Cómo puedes pensar algo así de Jud y de mí?
—Tú y yo hablaremos cuando me encuentre bien —gruñe Eric—. Ahora, marchaos. No quiero hablar.
—Por supuesto que hablaremos —replica Björn—. Pero mientras tanto, deja de ser un idiota y compórtate como el hombre que siempre he creído que eres.
—Björn… —sisea Eric.
Él lo mira y, sin cambiar su expresión de enfado, afirma:
—Me da igual tu estado, tu pierna, tu cara magullada o tus ojos, de aquí no me muevo hasta ver esas pruebas que tan gratuitamente dices que tienes contra nosotros. ¡Gilipollas!
Oír esa palabra de la boca de Björn en este momento de máxima tensión me hace gracia, aunque el momento de gracioso no tiene nada. Menuda tensión.
Eric maldice. Dice cientos de palabrotazas en alemán, pero nosotros no nos movemos. No nos asusta. No nos iremos sin aclarar las cosas de una vez.
Tengo fatiguita de nuevo.
Miro alrededor en busca del baño. Cuando lo localizo, entro rápidamente en él y vomito. Me encuentro fatal. Me siento en la taza hasta que Björn entra y murmura con cariño:
—Si estás mal, nos vamos.
Niego con la cabeza.
—Estoy bien, no te preocupes. Sólo necesito que Eric nos crea.
—Lo hará, preciosa. Te prometo que lo hará.
Minutos después, salimos los dos del baño y Eric nos mira con gesto serio. Me siento en una de las sillas y observo en silencio como Björn y él se enzarzan en otra discusión. Se dicen de todo y yo me mantengo al margen. No tengo fuerzas ni para hablar.
Eric no me mira. Evita hacerlo.
Sabe que cuando lo hace me descompongo. Sus ojos de vampiro de Transilvania asustan y sé que intenta no mostrármelos.
Una enfermera entra para ver qué ocurre. Eric le pide que nos eche, pero Björn, tirando de su encanto, se camela a la mujer y la saca con zalamerías de la habitación.
Eric y yo estamos solos. Me armo de valor y, ante su cara de alucine total, me levanto y declaro:
—No me voy a marchar a ningún sitio si no es contigo. Y ahora mismo voy a llamar a tu madre y a tu hermana para que sepan lo que te ocurre.
—Maldita sea, Judith. No te metas en esto.
—Me meto porque eres mi marido y te quiero, ¿entendido?
Iceman en su versión más siniestra y devastadora me mira y masculla con furia:
—Jud…
Bien…, me ha llamado por mi diminutivo. La cosa va bien. La fiera se va aplacando e insisto:
—Cuando yo estuve en el hospital, tú me acompañaste. No me dejaste ni un minuto sola y ahora…
—Ahora tú te vas a marchar —me corta.
—Pues, mira, va a ser que no. —Y retándolo con la mirada, me siento de nuevo en el sillón que hay al lado de su cama y mientras saco mi móvil del bolso, digo—: Si quieres, levántate y échame. Mientras tanto, seguiré aquí.
Me mira… me mira… y me mira.
Lo miro… lo miro… y lo miro.
España contra Alemania, ¡comienza el partido!
Sabe que no puede hacer nada y yo no me voy a marchar. La puerta se abre y entra Björn de nuevo, se acerca a la cama y dice:
—Vamos, colega, me muero por ver esas pruebas. Enséñamelas.
Con gesto incómodo, Eric indica que cojamos el portátil. Björn se lo entrega, él lo abre, teclea y, dándole la vuelta, ordena:
—Os quiero fuera de mi vista en cuanto las veáis.
Rápidamente me levanto.
Björn abre un vídeo. En seguida reconozco el Guantanamera. Björn y yo estamos hablando en la barra y se nos oye decir:
—Y si no es mucho cotilleo, ¿cómo te gustan a ti las mujeres?
—Como tú. Listas, guapas, sexys, tentadoras, naturales, alocadas, desconcertantes y me encanta que me sorprendan.
—¿Yo soy todo eso?
—Sí, preciosa, ¡lo eres!
Alucinados, Björn y yo nos miramos. Visto así, realmente parece lo que no es.
En el siguiente vídeo estamos los dos bailando en la pista y pasándolo bien. Y tras eso, se ven una serie de fotografías de nosotros dos caminando por la calle cogidos del brazo o sentados en un restaurante, brindando con vino.
Incrédulos, nos volvemos a mirar. Eric, al vernos, se irrita más y pregunta:
—Ahora ¿qué? ¿Quién miente aquí?
La furia, la rabia y la desesperación me corroen y, cerrando el portátil de golpe, siseo:
—¡Serás gilipollas!
En mi arranque he cerrado tan fuerte el portátil que Eric se encoge de dolor al darle en la pierna. Maldice mientras me mira y susurra:
—No vuelvas a insultarme o…
—¿O qué, maldito cabezón? —Furiosa, le tiro mi móvil al pecho—. ¿O me echarás de tu vida? Mira, guapo, ¡vete a paseo!
Björn me mira. Intenta calmarme, pero yo ya estoy como una hidra y, agarrando mi bolso, salgo de la habitación. Camino hacia el ascensor hasta que Björn me para y pregunta:
—¿Adónde vas?
—Lejos de aquí. Lejos de él y lejos de… de…
—Jud…
Me paro. ¿Qué estoy haciendo? ¿Adónde voy?
Me abrazo a Björn y éste dice:
—Lo que hemos visto ambos sabemos que ocurrió, pero sin ningún tipo de malicia. Ahora sólo se lo tenemos que explicar al cabezota de tu marido y mi amigo y hacerle entender el sucio juego de Laila.
Me dejo convencer y, cuando entro en la habitación, el gesto de Eric es irritado, más contrariado que segundos antes, y, acercándome, digo:
—Laila nos graba, hace un montaje con las grabaciones ¿y tú te lo crees? Ésa es la confianza que tienes en mí, ¿en tu mujer?
Dejo el bolso sobre la cama y vuelvo a darle un golpe a Eric sin querer. Él me mira y yo digo:
—Te jodes.
Resopla y Björn, al ver que vamos a empezar a discutir, interviene:
—Las fotos son del día que Jud vino al despacho para firmar los papeles que tú querías que firmara. Después la invité a comer, como otras veces he hecho contigo, con Frida y con cualquiera de mis amigos. ¿Qué te hace presuponer y creer que no es así?
Eric no contesta y Björn, molesto, insiste:
—Somos amigos desde hace muchos años y siempre he confiado en ti al cien por cien. Me duele que pienses que yo, tu amigo, voy a jugar sucio en cuanto a tu mujer. ¿Acaso crees que por un polvo con Judith voy a echar a perder nuestra amistad? —Su voz enfadada me hace mirarlo cuando prosigue—: Te recuerdo, amigo, que eres tú el que me ofrece a tu mujer y el que disfruta con lo que hacemos los tres. ¡Los tres! Y, sí, me encanta. Me gusta Judith. Te lo dije la primera vez que me la presentaste y posteriormente cada vez que habéis discutido. Pero también te dije que sois el uno para el otro y que no debes permitir que nada ni nadie se interponga en vuestras vidas. Ambos sois muy importantes para mí. Tú porque eres como mi hermano y ella porque es tu mujer y una excelente persona. Os quiero a los dos y me duele saber que dudas de mí.
Eric no contesta. Lo escucha y Björn prosigue:
—Nuestra amistad es especial y yo sólo he tocado a tu mujer cuando tú lo has permitido. ¿Cuándo te he fallado en algo así? ¿Cuándo me has reprochado o yo te he reprochado un juego sucio? Si antes, cuando no estabas casado, siempre te he respetado, ¿por qué no lo iba a hacer ahora? ¿Acaso lo que diga una estúpida como Laila cuenta más que lo que decimos Jud o yo?
Eric lo mira. Sus palabras le están doliendo, pero Björn insiste:
—Eres lo suficientemente inteligente como para pensar y darte cuenta de quién te quiere y quién no. Si decides que Jud y yo mentimos, vas a salir perdiendo, amigo, porque si alguien te quiere y te respeta en este mundo, somos ella y yo. Y para que este entuerto se aclare, quiero que sepas que Norbert va a traer a Laila al hospital. Llegará hecha una furia, pero quiero que delante de Jud, de ti y de mí aclare esto de una vez por todas.
Sin más, el bueno de Björn me mira y, antes de marcharse, dice:
—Estaré fuera.
Dicho esto, se va, dejándonos a solas en la habitación. Las palabras le han salido directamente del corazón y sé que Eric lo sabe. Con gesto malhumorado, cierra los ojos y veo que niega con la cabeza.
—Él ha dicho la verdad. Laila nos la ha jugado a todos —insisto.
Eric me mira. Sus ojos me ponen los pelos como escarpias y, cansada de guardar el secreto de Björn, digo:
—Sabes que Björn y yo nunca te fallaríamos, ¿por qué lo cuestionas? ¿Acaso no te has dado cuenta de que yo te quiero más que a mi vida y él también? —Y al ver que no responde, continúo—: Te voy a contar una cosa que no sabes y que Laila seguro que no te ha contado, en referencia a Björn. Y después me marcharé y dejaré que pienses en ello. Tú confías en ella porque era amiga de Hannah, ¿verdad? —Él afirma con la cabeza y yo prosigo—: Pues quiero que sepas que, mientras tú sufrías por lo ocurrido con tu hermana, esa mujer se lo pasaba muy bien con Leonard.
—¿Cómo?
—¿Sabías que Leonard vivió en el mismo edificio de Björn?
—Sí.
—Pues él los pilló en el garaje, muy entretenidos en el asiento de atrás de un Mercedes que tú tenías, a la semana de morir Hannah. —El gesto de sorpresa de mi amor es tremendo cuando añado—: Al pillarlos, tuvo una fuerte discusión con ella y le dijo que o desaparecía de tu vida o te lo contaba. Laila decidió desaparecer, pero antes les fue con el rollo a Simona y Norbert de que Björn intentó sobrepasarse y le rompió el vestido. Simona fue a pedirle explicaciones y la suerte para Björn fue que en su garaje hay cámaras y quedó grabado quién estaba realmente con ella y quién le rompió el vestido ese día.
—Yo… yo no sabía que…
—Tú no sabías nada porque Norbert, Simona y Björn decidieron guardar el secreto. No querían que sufrieras más de lo que ya estabas sufriendo por la muerte de Hannah. Pero ahora Laila ha querido vengarse de Björn grabándolo conmigo. Él la alejó de tu lado y ella nos aleja a los dos del tuyo.
Lo que le acabo de contar lo deja sin palabras. En ese momento se abre la puerta y entran Björn, Norbert y Laila de muy malas maneras.
Cuando la veo, camino directamente hacia ella y le suelto un bofefón. Ella intenta devolvérmelo, pero Björn la sujeta y yo siseo:
—Veamos a quién se le desmorona ahora su bonita vida.
Eric nos observa desde la cama. Su expresión es indescifrable y cuando Björn, como buen abogado, intenta hacerla hablar, ella procura escabullirse, pero al sentirse presionada y acorralada, al final canta casi La Traviata. Alucinado, Eric la escucha y, cuando aquélla se marcha con Björn y Norbert, maldice. Está tremendamente desconcertado, furioso y dolido.
Deseosa de abrazarlo, doy un paso adelante, pero él me frena con un gesto duro. Eso me desconcierta. No me quiere cerca. Durante unos minutos lo miro en silencio a la espera de una mirada, un gesto, ¡algo! Pero no me mira.
¡Maldito cabezón!
Espero y espero, pero el tiempo pasa y me desespero. Finalmente, no puedo más y digo:
—Hace días, cuando supe que venías a Londres y me encelé por la presencia de Amanda, tú me hiciste ver que no debía preocuparme, porque sólo me querías y me deseabas a mí. Yo te creí y confié en ti. Ahora sólo falta que tú nos creas y, sobre todo, que confíes en mí.
Silencio…
No dice nada…
No me mira y, nerviosa y con ganas de llorar, continúo, jugándomelo todo:
—Llevo un tatuaje en mi cuerpo que pone «Pídeme lo que quieras» y que me hice por ti. Llevo un anillo en el dedo que dice «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre», que tú me regalaste. —Sigue sin mirarme—. Te quiero. Te adoro. Sabes que por ti soy capaz de poner el mundo patas arriba, pero llegados a este punto en que no quieres que te abrace, y que me siento fatal porque veo que no me quieres ni mirar, me lo voy a jugar todo y te voy a decir sólo una frase: «Pídeme lo que quieras o déjame». —Mi voz se rompe y, sin mirarlo, añado—: Me voy. Te dejaré que pienses. Si quieres que regrese a tu lado porque me quieres y me necesitas, ya sabes mi número de móvil.
Cojo mi bolso, me doy la vuelta y, sin mirar atrás, salgo de la habitación.
Björn está fuera, sentado en una de las sillas. Al ver en el estado en que salgo, se levanta y me abraza.
Me falta el aire…
La angustia me puede…
Acabo de decirle al hombre al que quiero más que a mi vida que me deje…
Las lágrimas de nuevo salen a borbotones por mis ojos y Björn susurra:
—Tranquila, Judith.
—No puedo…, no puedo…
Él asiente. Intenta consolarme y, cuando lo hace, murmuro desesperada:
—¿Y sus ojos? ¿Has visto sus ojos?
—Sí… —responde preocupado e, intentando desviar el tema, dice—: Lo de la pierna es una simple fisura. Me lo acaba de confirmar una de las enfermeras.
Lloro de impotencia e, hipando, explico:
—No… no… me ha dejado abrazarlo, ni me ha mirado. No ha dicho nada.
Björn maldice, pero afirma:
—Eric no es tonto y te quiere.
Niego con la cabeza. ¿Y si realmente no me quiere?
Björn parece leer mis pensamientos. Me sujeta la cara con las manos y dice:
—Te quiere. Sé que es así. Sólo hay que ver cómo te mira para saber que el tonto de mi amigo no puede vivir sin ti.
—Es un gilipollas.
Ambos sonreímos y Björn añade:
—Un gilipollas que te quiere con locura. Ojalá algún día yo encuentre a una mujer tan loca, cariñosa y divertida como tú, que me haga sentir lo que tú le haces sentir a él.
—La encontrarás, Björn. La encontrarás y luego te quejarás de ella como hace Eric de mí. —Ambos volvemos a sonreír y murmuro—: Gracias por solucionar lo de Laila.
Mi buen amigo asiente y pregunto:
—¿Dónde está Norbert?
—Se ha ido con su sobrina. Tenía que hablar con ella.
Asiento. Pobre hombre, qué disgusto se ha llevado también.
Finalmente, Björn me agarra y dice:
—Venga, vamos a comer algo. Lo necesitas.
Me niego. No quiero comer y, con el corazón roto, susurro:
—Quiero volver a casa.
—¿Cómo dices?
—Quiero regresar a Alemania. Le he dicho que decida qué quiere hacer con nuestra relación y que me llame con lo que sea. Pero no llama, ¿no lo ves?
—Pero ¿qué estás diciendo? —gruñe Björn—. ¿Ahora te has vuelto loca tú? ¿Cómo te vas a marchar?
Trago el nudo de emociones que pugna por salir de mi interior y digo:
—Me lo he jugado todo por él, Björn. Le he dicho que me pida lo que quiera o me deje. Ahora sólo falta ver si realmente desea que me quede con él. Pero no quiero agobiarlo. Quiero que piense y decida qué quiere hacer.
Mi buen amigo intenta convencerme para que no me vaya y deje a Eric, pero me niego. Estoy cansada, muy cansada, y no me encuentro bien. La frialdad de mi marido y su rechazo me han tocado directamente el corazón.
Al final, Björn se da por vencido, cogemos el ascensor, llegamos al vestíbulo y, cuando vamos a salir del hospital, oímos gritos y jaleo. Al volverme para mirar, el corazón se me paraliza y me quedo sin habla al ver a Eric luchando con dos enfermeras mientras grita:
—Jud…, espera…, Jud…
El corazón se me acelera mientras Björn y yo miramos el espectáculo.
A pocos metros de nosotros está Iceman en su versión cabreo total, vestido con el ridículo camisón del hospital, soltando improperios a diestro y siniestro, mientras intenta soltarse de dos enfermeras que parecen dos armarios empotrados.
Como si me hubieran pegado los pies al suelo, no me puedo mover. Björn dice:
—Por lo que veo, Eric ha decidido lo que quiere.
Mi loco amor de pronto ve que lo miro y, levantando una mano, grita que no me mueva de donde estoy. Después se quita a las enfermeras de encima y, arrastrando la pierna enyesada, llega hasta nosotros.
—Te he llamado, cariño —dice, enseñándome mi móvil—. Te he llamado al móvil para que regresaras, pero te lo has dejado en la habitación.
El corazón se me sale del pecho.
De nuevo mi amor, mi rubio, mi Iceman me demuestra que me quiere y, acercándose a mí, lo oigo decir:
—Lo siento, pequeña… Lo siento.
No me muevo…
No digo nada…
Eric se tensa. Está nervioso. Quiere que yo hable. Que diga algo e insiste:
—Soy un gilipollas.
—Lo eres, colega, lo eres —afirma Björn.
Mi chico le tiende la mano a su buen amigo e, instantes después, se abrazan y oigo a Eric decir:
—Lo siento, Björn. Perdóname.
Emocionada, los observamos medio hospital y yo, cuando Björn susurra:
—Estás perdonado, gilipollas.
Ambos sonríen.
Se sueltan y las enfermeras vuelven a tirar de Eric. Le piden que regrese a la habitación. En su estado no puede estar allí.
Tensión.
Todo el mundo en el vestíbulo del hospital nos observa. Esto es surrealista. Un tipo de casi dos metros, con un camisón del hospital que enseña más que tapa, vuelve a luchar con las enfermeras y, cuando se las quita de encima, me mira, me mira y me mira.
Clava su impactante mirada en mí y, sin importarle quién nos vea u oiga, dice:
—Te quiero. Dime algo, cariño.
Pero no lo hago e insiste, acercándose más a mí:
—No te voy a dejar, pequeña. Eres mi vida, la mujer que quiero y necesito que me perdones y que no me dejes tú a mí por haber sido tan…
—… gilipollas —acabo la frase.
Eric asiente. Veo en su mirada la necesidad de que lo abrace. Pero sorprendentemente no lo hago. Estoy tan paralizada que no puedo casi ni parpadear. Entonces, apretando un botón de mi móvil, hace sonar el tono de llamada. Es la canción Si nos dejan y murmura:
—Te prometí que te iba a cuidar toda la vida y eso pienso hacer.
¡Punto para Alemania!
Nos miramos…
Nos retamos…
Y deseosa de abrazarlo por lo que acaba de hacer y decir, digo, dando un paso adelante:
—Punto uno, que te quede claro que, para que yo te deje y quiera vivir sin ti, algo muy… muy… muy malo tiene que pasar. Punto dos, sigo queriendo que me cuides toda la vida, pero nunca más vuelvas a dudar de mí ni de Björn. Y punto tres, ¿qué haces enseñándole el culo a todo el hospital, cariño?
Sonríe, yo sonrío y todos a nuestro alrededor sonríen.
Cuando me tiro en sus brazos y siento que me abraza, cierro los ojos y soy feliz, mientras la gente aplaude y sonríe y Björn se pone tras su amigo y cuchichea:
—Colega, tira para la habitación y deja de enseñar el trasero.
Mis hormonas revolucionadas hacen de las suyas y, cuando mis lágrimas mojan el pecho de Eric, apretándome más contra él, murmura:
—Chis… no llores, cariño. Por favor, no llores.
Pero estoy tan emocionada…
Tan feliz…
Y tan preocupada por él…
Que lloro y río descontroladamente.
Cinco minutos después, acompañada por Björn y las enfermeras, regresamos a la habitación. Eric se ha arrancado el suero y tienen que volver a pinchárselo. Las enfermeras lo regañan y él no para de mirarme y sonreír.
¡Sólo le importo yo!
Björn, al ver que todo está en orden, baja a la cafetería por algo de comida. Se empeña en que tengo que comer algo y, rápidamente, Eric lo apoya. ¡Vaya dos!
Cuando nos quedamos solos en la habitación, Eric pide que me tumbe a su lado en la cama. Lo hago. Me abraza y yo le pregunto preocupada:
—¿Estás bien, cariño?
Eric mueve el cuello y responde:
—He estado mejor, pero me recuperaré.
Sus ojos me asustan. No puedo dejar de mirarlos y murmura:
—Tranquila, se solucionará.
—¿Te ha dolido la cabeza?
Asiente y yo me preocupo más hasta que dice:
—Pero todo está controlado.
Con un cariñoso gesto, sonríe, me pasa la mano por la barbilla y añade:
—Como dices tú, te quiero más que a mi vida.
Me lanzo a su boca y él da un respingo de dolor.
—Ay, cariño, lo siento, lo siento.
Sonríe y dice:
—Más lo siento yo, morenita. No poder besarte es una tortura.
Vuelve a abrazarme y, cuando me separo de él, le digo:
—A pesar del aspecto siniestro que te dan esos ojos de vampiro furioso, sigues siendo el hombre más guapo, sexy y gilipollas del mundo. —Eric sonríe y añado—: Y ahora que medio hospital te ha visto el culo y lo que no es el culo, sé que soy la mujer más envidiada.
Sonríe y su sonrisa me llena el alma. Luego susurra:
—Dios, pequeña…, perdóname por desconfiar de ti. Te quiero tanto, que cuando vi esas malditas imágenes, me bloqueé y perdí la razón.
—Estás perdonado y espero que no vuelvas a desconfiar.
—No lo haré. Te lo prometo.
—Ah, y por cierto, fue Amanda quien me avisó. Tenías razón, ella me respeta.
Deseosa de contarle lo que llevo varios días ocultándole al resto del mundo, lo miro y digo:
—Tengo algo que contarte, pero tienes que soltarme primero.
Eric me mira, se hace el remolón y responde:
—Cuéntamelo luego. Ahora quiero seguir abrazándote.
Me río y, espachurrándome contra él, murmuro:
—Vale, pero cuando te lo cuente te arrepentirás de no haberlo sabido antes.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
La curiosidad le puede y, besándome en la cabeza, pregunta:
—Es algo bueno, ¿verdad?
—Creo que sí, aunque con el momento que acabamos de pasar, ¡no sé yo cómo te lo vas a tomar!
—No me asustes.
—No te asusto.
—Jud…
Me encojo de hombros y no me muevo. El calorcito de su cuerpo me encanta. Y su voz en mi oído aún más. Comienza a tocarme el cuero cabelludo con sus dedos. Oh, Dios, ¡qué gustirrinín! Dos minutos después no puede más y, soltándome, me apremia:
—Venga, quiero saberlo.
Mimosa, suspiro, me levanto de la cama y camino hacia mi bolso. La noticia que le voy a dar lo va a volver loco. Abro el bolso, cojo un sobre abultado y, sacándolo, se lo enseño. Eric lo mira y levanta una ceja. Con comicidad le indico que espere y, quitándome el pañuelo que llevo enrollado al cuello, lo miro y digo:
—Mira cómo estoy.
Al ver mi cuello enrojecido y casi en carne viva, se incorpora de la cama alarmado.
—Pero, cariño, ¿qué te ha ocurrido?
—Los ronchones y los nervios han podido conmigo.
Boquiabierto, me vuelve a mirar y, frunciendo el cejo, murmura:
—Yo tengo la culpa.
—En parte sí —asiento—. Ya sabes lo que me pasa cuando me pongo nerviosa.
Sin entender nada, le entrego el abultado sobre y, divertida, le digo:
—Ábrelo.
Cuando lo hace, los cuatro test de embarazo caen sobre la cama.
Boquiabierto, sorprendido y sin saber qué decir, me mira y, acercándome a él, saco la foto de Medusa que me dio la ginecóloga y murmuro:
—Felicidades, señor Zimmerman, vas a ser papá.
Su cara es un poema y, divertida al ver que no reacciona, añado:
—Eso sí, prepárate, porque yo, desde que sé que Medusa está dent…
—¡¿Medusa?!
—Así lo llamo —respondo, señalando la imagen de la foto.
Bloqueado, entiende a lo que me refiero y continúo:
—Pues eso, que desde que sé que Medusa está dentro de mí, ni duermo, ni como y tengo una mala leche que no te quiero ni contar, porque estoy asustada. ¡Muy asustada! Voy a ser mamá y no estoy preparada.
Aturdido como pocas veces lo he visto en su vida, Eric hace ademán de levantarse.
Pero ¿qué va a hacer?
Rápidamente lo paro. Si se vuelve a arrancar el suero, las enfermeras nos matan.
Nos miramos. Yo sonrío y cogiéndome de nuevo entre sus brazos, me abraza de tal manera que tengo que decir.
—Cariño…, cariño…, que me ahogas.
Me suelta, me besa y se encoge de dolor. Me abraza. Me vuelve a mirar. Mira los test y, emocionado, pregunta con voz temblorosa:
—¿Vamos a tener un bebé?
—Eso parece.
—¿Una morenita?
—¿O un rubito?
Sonríe. Está nervioso. Me mira. Me observa y vuelve a sonreír.
Durante un rato, Eric no me suelta y juntos miramos la ecografía y reímos, reímos y reímos hasta que de pronto pregunta:
—Pequeña, ¿estás bien?
Su alegría es mi alegría.
Y dispuesta a ser sincera, respondo:
—Pues no, cariño. Estoy hecha una mierda. Llevo días sin parar de vomitar, sin parar de llorar, sin parar de rascarme el cuello. Sin parar de estar asustada por Medusa. Y si a todo eso le sumas que, de pronto, mi marido no me quería y me acusaba de estársela pegando con su mejor amigo, ¿cómo quieres que esté? —Y antes de que él pueda decir nada, añado—: Perooooooo… ahora, en este instante, en este momento y estando a tu lado, estoy bien, muy… muy bien.
Eric me vuelve a abrazar.
Está tan sorprendido con la noticia que casi no puede hablar y en un tono íntimo que sé que lo vuelve loco, murmuro:
—Que conste que, a pesar de mi embarazo, tendrás tu castigo por desconfiar de mí.
Sonríe. En ese momento se abre la puerta y, al aparecer Björn, Eric lo mira y, pletórico de felicidad, pregunta:
—¿Quieres ser el padrino de mi Medusa?