22

Pasan dos días y sigo sin saber nada de Eric.

Estoy rota…

Estoy fatal…

Y, para más inri, ¡embarazada!

Lloriqueo y lloriqueo y pienso lo feliz que se sentiría Eric si lo supiera.

No le cuento nada a nadie. Me como solita el problema y saco fuerzas de donde no las tengo para remontar el momento tan doloroso y desconcertante que estoy pasando. Eso sí, tengo el cuello en carne viva.

Tomo el acido fólico por las mañanas y el primer día me asusto al ir al baño y ver algo negro… negrísimo salir de mi. Pero luego recuerdo que en el prospecto ponía que eso podía ocurrir ¡Qué asco, por Dios!

En esos días no salgo. Me paso el día tumbada en el sofá o en mi cama, dormitando como un oso, y cuando Simona entra y me dice que Björn está al teléfono, casi vomito.

La mujer me mira. Achaca mi malestar a lo que está ocurriendo con Eric y no pregunta. Menos mal, porque no quiero mentirle.

Cuando me pasa el teléfono, la miro y murmuro:

—Tranquila, todo se aclarará.

Con un nudo en la boca del estómago que estoy segura que como se desanude salen de mí las cataratas de Niágara, saludo lo más alegre que puedo:

—Hola, Björn.

—Hola, preciosa, ¿ya ha vuelto el jefe?

Su tono de voz y la pregunta me indica que no sabe nada. Parpadeando, cambio mi tono de voz y respondo:

—Pues no, precioso. Me llamó hace unos días y me comentó que el viaje se alargaba un poquito más. ¿Por qué? ¿Querías algo?

Con una encantadora risa, Björn dice:

—Este fin de semana hay una fiesta privada en Natch y quería saber si vais a ir.

Para fiestecitas estoy yo y respondo:

—Pues no va a poder ser. Y yo sola ya sabes que no.

Björn suelta una carcajada.

—Que no me entere yo de que vas sin tu marido.

Ahora la que se ríe con amargura soy yo.

¡Si él supiera lo que piensa Eric!

Hablamos durante un par de minutos más y, tras despedirnos, cuelgo con la angustia de ocultarle algo a Björn, pero no puedo decirle nada. Esto es una bomba, y cuando estalle quiero estar yo presente. No quiero que Eric y él se enzarcen sin estar yo delante para mediar. Temo que rompan su bonita amistad por la guarra de Laila.

Pienso en lo que Björn me contó de ella y Leonard y en cómo en todo ese tiempo ha guardado el secreto para no hacerle daño a Eric. Ahora pienso que hubiera sido mejor herirlo en su momento, así Laila habría desaparecido de sus vidas y no habría provocado todo esto.

Está claro lo que la chica quiere: enemistar a Björn y Eric y, con ello, llevárseme a mí por delante. No se lo puedo consentir. Pero sin ver las pruebas que Eric dice que tiene no puedo hacer nada salvo llamarla y ponerla a caer de un burro.

Convencida de que quiero hacer eso, le pido a Simona el teléfono de Laila en Londres. A regañadientes me lo proporciona y, cuando tras dos timbrazos, oigo la voz de la joven, digo:

—Eres una mala persona, ¿cómo has podido hacer lo que has hecho?

Laila suelta una carcajada y, furiosa, grito:

—Eres una zorra, ¿lo sabías?

Sin un ápice de culpabilidad, ella sigue riendo y suelta:

—Joróbate, querida Judith. Tu mundo perfecto se resquebraja.

¡Si la tengo delante le arranco la cabeza! Siseo:

—Atente a las consecuencias si eso ocurre.

No digo más. Cuelgo antes de que la voz me traicione. Y vuelvo a llorar. Es lo que mejor sé hacer en los últimos tiempos.

Llevo diez días sin ver a Eric y lo necesito.

Anhelo sus abrazos, sus besos, sus miradas y hasta sus gruñidos. Y, sobre todo, necesito decirle que uno de sus sueños se va a hacer realidad.

¡Va a ser papá!

Estoy tirada en mi cama cuando suena el teléfono. Rápidamente contesto y oigo:

—¡Hola, cuchufletaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Mi hermana.

Siento unas ganas locas de llorar, de contarle mi secreto, pero no. Me callo y me trago las lágrimas. No quiero que nadie sepa de Medusa antes que Eric.

Me incorporo rápidamente. Hablar con ella seguro que me alegra.

—Hola, loca, ¿cómo estás?

—Bien, cuchu.

—¿Y mis niñas?

—Tus niñas estupendas. Luz cada día más rebelde. Ojú, a quién habrá salido esta niña. Y Lucía cada día más espabilada. Por cierto, papá dice cada día que parece más hija tuya que mía. Se parece a ti un montón.

Al oírla sonrío y Raquel pregunta:

—¿Y vosotros cómo estáis?

Pienso en mi alemán favorito, en su pena, en mi tristeza y respondo:

—Genial. Flyn en el colegio y Eric de viaje, pero regresará pronto.

—Vaya, vaya, sé de una que en el reencuentro se lo va a pasar la mar de bien.

Me río por no llorar. ¡Si ella supiera! Pero la alegría de mi hermana me da buen rollo y más cuando canturrea:

—Tengo algo que contarteeeeeeee.

—¿El qué?

—Adivinaaaaa…

—Raquel, ¡suéltalo y déjate de adivinanzas!

—¿A que no sabes quién está en España ocupando Villa Morenita? —Y antes de que yo pueda responder, suelta emocionada—: ¡Mi rollito salvaje!

—¡No me digas! —exclamo divertida.

—Lo que oyes.

—¡Qué fuerte!

—Muy fuerte —cuchichea Raquel y añade—: Y me ha dicho que no ha podido dejar de pensar en mí y que está loco por mis huesitos.

Parpadeo, parpadeo y parpadeo…

—Cuchuuuu, ¿estás ahí?

Asiento y respondo:

—Sí…, sí…, es que me acabas de dejar sin palabras.

—Lo sé, te has quedado como me quedé yo ayer, cuando abrí la puerta y me encontré a mi mexicano, tan alto, tan guapo, tan galante, con un bonito de ramo de rosas blancas en las manos y…

—Guauuu, rosas blancas… tus preferidas.

—Síííííí. Pero calla, calla, que todavía no te he contado lo mejor. Resulta que cuando abrí la puerta, me dice con toda su planta de galán mexicano: «Cariñito lindo, si cada vez que pienso en ti una estrella se apagara, no habría en el cielo estrellas que brillaran». Ohhhhhh…, Diossss. Oh, Diossssssssssss. Sólo faltaron los mariachis tras él, pero casi me meo del gusto que me dio.

—Flipante. —Me río a carcajadas tras varios días sin reír.

¡Vaya dos!

—Ha sido la cosa más romántica que me ha pasado en la vida, cuchu. Este hombre es… es… diferente… muy diferente y cuando está conmigo me hace sentir como una princesa de cuento. Me mira con intensidad, me besa con locura, me toca con deleite y me…

—Para, para, que te lanzas.

En ese instante me parece estar viendo la telenovela Locura Esmeralda, con mi hermana y Juan Alberto como protagonistas. España, México, madre mía la que pueden liar.

—Y lo mejor de todo —prosigue con voz melosa—, es que cuando vino a casa, miró a papá y le dijo: «Señor Flores, vengo a pedirle formalmente la mano de su linda hija».

—¡Qué fuerte, Raquel!

—¡Sí! —chilla mi hermana y yo tengo que despegarme el teléfono de la oreja.

Me río, me tengo que reír, y pregunto:

—¿Me estás diciendo que te has prometido?

—No.

—Pero si me acabas de decir que le ha pedido a papá tu mano.

—A papá, pero ya me encargué yo de decirle que nanai de la China.

—¡¿Cómo?!

—Ay, cuchu… tenías que haber visto su cara cuando le dije que yo no le daba mi mano a nadie, que ya se la había dado una vez a un atontado y que mi mano era mía, sólo mía y de nadie más.

Me troncho. Pero qué graciosa es mi hermana.

—Entonces, ¿estás prometida con él o no?

—Pues no. Soy una mujer moderna y ahora salgo a cenar con quien quiero y cuando quiero. Es más, esta noche he quedado con Juanín, el de la tienda de electrodomésticos que hay junto al taller de papa, y Juan Alberto está muy ofendido.

—Normal, Raquel, si el pobre viene desde México, te dice eso tan romántico de las estrellas, acompañado de un ramo de tus flores preferidas, y le pide a papá tu mano, ¿cómo quieres que esté?

—Que se jorobe. A ver si se cree que porque venga con sus dulces palabras yo tengo que aparcar mi vida para ir tras él.

—Pero, Raquel…

—Que no.

—Pero ¿no dices que es especial y que te hace sentir como…?

—Sí, pero no quiero sufrir por otro churri.

Qué razón tiene mi hermana. Sufrir por amor es un asco, pero insisto:

—Juan Alberto no es Jesús. Estoy convencida de que quiere algo serio contigo y…

—Tengo miedo. Ea, ya lo he dicho. ¡Tengo miedo!

La entiendo.

Lo ha pasado mal y ahora tiene pánico a volver a sufrir. Pero sin apenas conocer al mexicano, sé que es diferente a mi ex cuñado. Juan Alberto lo ha pasado también mal por amor y estoy convencida de que Raquel es lo que él necesita y viceversa. Pero dispuesta a que mi hermana se decida, añado:

—Es normal que tengas miedo, pero no todos los churris son iguales. Si tienes miedo ve con cuidado. Pero te digo que si no quieres perder a Juan Alberto, tengas también cuidado o luego te arrepentirás. Valora qué es lo que quieres y qué es lo que te va a hacer más feliz a ti.

—Ay, cuchu…, me acabas de decir lo mismito que papá me dijo. —Y, parándose, dice—: Hablando de papá, espera que quiere hablar contigo. Bueno, cuchu, ya hablamos otro día, que me voy a poner guapa a la pelu para salir a cenar con Juanín.

—Adiós, loca, y pórtate bien —respondo divertida.

Instantes después, oigo la voz de mi padre y me emociono. Las lágrimas me caen como puños, mientras me tapo la boca para que no le llegue ningún gemido. Si él supiera que estoy embarazada, qué feliz se pondría. Pero si supiera en la situación en que me encuentro con Eric, qué tristeza le entraría.

—¿Cómo está mi morenita?

Jorobada… muy jorobada, pero tras tomar aire, respondo:

—Bien, ¿y tú cómo estás, papá?

Él baja el tono de voz y cuchichea:

—Ojú, mi arma… tu hermana me tiene loco. Y encima ahora está aquí el mexicano.

—Lo sé, me lo acaba de decir.

—¿Y qué te parece?

Secándome las lágrimas que me caen por la cara, respondo:

—Uf, papá, no sé qué decirte. Creo que es Raquel la que tiene que decidir.

Oigo que mi padre se ríe y después contesta:

—Lo sé, hija. Pero hasta que eso pase, a mí me va a volver tarumba. Pero está tan feliz desde que ese mexicano ha aparecido, que creo que ya ha decidido.

—¿Y te gusta su decisión?

—Más que comer con las manos, morenita —se ríe mi padre—. Pero no pienso decir ni mu, que ella elija sola.

—Sí, papá, es lo mejor. Si acierta o se equivoca, será sólo cosa suya.

Durante un rato, hablamos de todo un poco, hasta que pregunta:

—¿Y Eric?

—De viaje en Londres. Regresará dentro de unos días.

—Morenita, te encuentro la voz tristona, ¿todo bien por ahí?

Pero qué listo es mi padre.

Iba para pitoniso y se quedó en mecánico.

Pero convencida de que no debo alarmarlo, respondo con tranquilidad:

—Todo perfecto, papá. Deseando que regrese mi alemán preferido.

—Así me gusta. Sentir a mis niñas felices. —Se ríe encantado.

Yo también me río, aunque los ojos se me llenen de lágrimas.

—Dile a Eric que me llame para concretar el día que nos manda el avión. Me dijo que no comprara billetes que él mandaba su jet a recogernos para pasar las Navidades todos juntos.

—Será lo primero que haga cuando lo vea, papá.

De pronto se oye el llanto de un bebé. Es mi sobrina Lucía y a mí se me ponen los pelos como escarpias.

¡Dios santo, estoy embarazada y pronto tendré uno que llore así!

Sé algo que nadie sabe. Por primera vez en mi vida guardo un secreto, que sólo quiero desvelar a la persona que amo con toda mi alma.

Una vez me despido de mi padre y cuelgo el teléfono, me vuelvo a recostar en la cama. ¿Hasta cuándo va a durar esto?

De pronto, la puerta de la habitación se abre y Simona dice rápidamente:

—Comienza Locura Esmeralda.

Atentas a la pantalla, vemos cómo Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda, besa a Lupita Santúñez, la enfermera del hospital, y Esmeralda lo ve desesperada tras la columna. Sin poder evitarlo, lloro. Pobrecita Esmeralda. Tan enamorada y siempre con tantos problemas. ¡Mira, como yo! Simona me mira y me da un kleenex. Lo empapo en segundos y, cuando Esmeralda Mendoza, destrozada por el desamor, le dice a su pequeño hijo «¡Papá te quiere!», lloro y lloro y no puedo parar.

¡Madre mía, qué dramón!

Cuando termina Locura Esmeralda y quedo sola de nuevo en la habitación, me suena el móvil. Lo miro, no reconozco el número y contesto:

—Diga.

—Hola, Judith, soy Amanda.

La mandíbula se me desencaja.

¡La que faltaba!

¿Qué hace esa mujer llamándome?

—No cuelgues, por favor, tengo algo que decirte.

—No tengo nada que hablar contigo.

Y cuando estoy a punto de darle al botón de colgar, oigo:

—Eric está en el hospital.

Mi respiración se detiene.

Mi mundo se interrumpe, pero consigo preguntar con un hilo de voz:

—¿Qué… qué ha pasado?

—Hace unas noches bebió más de la cuenta y se metió en una pelea.

Dios…, Dios…, sabía que iba a pasar algo. Nunca lo había oído tan furioso.

—Pero… pero ¿está bien? —consigo balbucear.

—Todo lo bien que puede. Tiene una fisura en una pierna y varias magulladuras en el cuerpo. Aunque…

—¿Qué ocurre, Amanda?

—Recibió un fuerte golpe en la cabeza y tiene hemorragias intraoculares en ambos ojos.

Me mareo…

Todo me da vueltas…

Los ojos… sus ojos…

Cuando consigo reponerme del soponcio que me está entrado, respiro con dificultad y sin apenas voz, murmuro:

—Agradezco tu llamada, Amanda. La agradezco mucho y, ahora, por favor, dime en qué hospital está.

—En el St. Thomas, en Westminster Bridge Road, habitación 507.

Lo apunto rápidamente en un papel. Me tiembla la mano y creo que voy a vomitar.

Dos minutos después, tras colgar, las lágrimas, mis grandes compañeras en los últimos días, acuden rápidamente a mí. Desesperada, me siento en la cama y lloro por mi amor.

¿Cómo es que no me ha llamado?

¿Qué hace él solo en un hospital?

Quiero ver a Eric.

Necesito abrazarlo y sentir que está bien.

El estómago me avisa y corro al baño.

Cuando salgo, cojo el móvil y, tras darle a la marcación rápida, oigo dos timbrazos. Cuando descuelgan, murmuro mientras lloro:

—Björn, te necesito.