Al llegar a casa, vomito.
Entre llorar y vomitar ¡no doy abasto!
Simona, preocupada por mi estado, me ofrece una de sus infusiones, pero la rechazo. Sólo el olor me pone peor. Que llame a Eric, así al menos sabré de él.
La cabeza me estalla y me obligan a tumbarme. Agotada, me duermo. Cuando me despierto, un par de horas después, estoy enfadada, muy enfadada, y llamo a Eric. Al tercer timbrazo, lo coge el teléfono.
¡Aleluya!
—Dime.
—No, mejor dime tú a mí, ¡gilipollas!
Tras un tenso silencio, él dice con sorna:
—Cuánto tiempo sin oír esa dulce palabra en tu boca. Lástima no ver cómo la dices en vivo y en directo.
De nuevo noto que ha bebido. Pero sin querer desviar el tema, continúo:
—¿Cómo eres tan gilipollas de creer lo que Laila dice?
Noto cómo su respiración cambia. Debe de estar cansado y pregunta:
—¿Y cómo sabes que ha sido Laila quien me ha informado?
—Porque las noticias vuelan más rápido de lo que tú crees —respondo con frialdad.
Silencio.
El silencio es tenso.
El silencio me mata.
El hombre al que quiero sisea:
—No he hablado aún con mi buen amigo Björn. Mi charla con él la reservo hasta estar frente a frente, pero…
—No tienes por qué hablar con él sobre este tema, porque nunca ha pasado nada entre nosotros. Björn es tu mejor amigo y una excelente persona. No sé cómo puedes desconfiar de él y creer que entre él y yo hay algo más que amistad.
El sonido que oigo lo identifico rápidamente con el de un bar y, antes de que pueda preguntar dónde está, Eric dice en tono jocoso:
—Vaya, Judith, cómo lo defiendes, qué tierno.
—Lo defiendo porque hablas sin saber.
—Quizá sé demasiado.
—Pero ¿qué es lo que sabes? ¡Cuéntamelo! —grito, fuera de mí—. Porque, que yo sepa, él y yo sólo hemos tenido algo con tu consentimiento y, sobre todo, bajo tu supervisión.
—¿Estás segura, Judith? —pregunta en un tono que me desconcierta.
—Estoy segura, Eric. Muy segura.
La tensión se corta con un cuchillo y pregunto preocupada:
—¿Dónde estás?
—Tomando algo. Beber es lo mejor que puedo hacer para olvidar.
—Eric…
—Qué decepción. Creía que eras única e irrepetible, pero…
—No me vuelvas a decir lo que ya me dijiste una vez y ocasionó nuestra ruptura —grito—. Contén tu lengua, maldito gilipollas, o te juro que…
—¿O me juras qué?
Su voz, su tono, me indican que está fuera de sí e, intentando tranquilizarme para no ponerlo más nervioso, digo:
—No entiendo cómo te puedes creer algo así. Sabes que yo te quiero.
—Tengo pruebas —me corta furioso—. Tengo pruebas y no me las vais a poder negar ninguno de los dos.
Cada vez entiendo menos y grito de nuevo:
—¿Pruebas? ¿Qué pruebas?
—No quiero hablar contigo ahora, Judith.
—Pues yo sí quiero que hables conmigo. No puedes acusarme y…
—Ahora no —me vuelve a cortar—. Y, por cierto, mi viaje se alarga. Esta semana no regresaré a casa. No me apetece verte.
Y me cuelga. Vuelve a colgarme.
Estoy a punto de gritar, pero en vez de eso, me tiro en la cama y lloro, lloro y lloro.
No tengo fuerzas para otra cosa que no sea llorar. Cuando me tranquilizo, me doy una ducha. Luego bajo a la cocina, pero no hay nadie. Veo una nota de Simona que dice:
Estamos comprando en el supermercado.
Susto y Calamar vienen y me hacen mimitos. Los animales son muy intuitivos y parecen entender cómo estoy, pues no se separan de mí ni un momento.
Entro en el salón, voy al equipo de música y, tras mirar varios CD, pongo el que sé que me va a hacer más daño. Soy así de masoquista y, cuando suena Si nos dejan, vuelvo a llorar al recordar cómo hace pocos días bailé esta canción con Eric.
Cuando se acaba, la vuelvo a poner. Camino hacia el ventanal con la cara mojada y el corazón roto. Llueve en la calle y llueve en mi rostro. El tiempo en Múnich empeora día a día y sólo puedo ver llover y llorar mientras mi corazón se resquebraja por segundos.
Si nos dejan,
nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan.
Está claro que no.
Primero fueron Marisa y Betta, luego Amanda y ahora Laila.
¿Por qué no nos dejan querernos?
Horas más tarde, cuando Simona regresa, estoy más tranquila y ya no lloro. He debido de agotar todas las reservas de lágrimas por un año.
Ella, ajena a lo que pienso, prepara la comida y, cuando está lista, me avisa, pero yo apenas como. No tengo hambre.
Simona es inteligente y sabe que sufro. Intenta hablar conmigo, pero yo no quiero. No puedo. Y finalmente claudica.
Por la tarde, cuando Flyn regresa del cole, intento recibirlo con una gran sonrisa. El pequeño no se merece vivir con la angustia de verme todo el rato hecha una mierda.
Hago de tripas corazón, lo ayudo con los deberes y ceno con él. Hablamos de videojuegos. Es el mejor tema que tengo para que no ahonde en mi vida ni en mis sentimientos. Por la noche, cuando se va a la cama, yo me quedo en el salón y estoy tentada de volver a poner alguna de nuestras canciones. Son tantas, que con cualquiera sé que volveré a llorar. De pronto, la puerta del salón se abre y entran Norbert y Simona.
—No creo nada de lo que mi sobrina Laila ha contado en el colegio —dice Norbert— y le aseguro que esto se va a aclarar. Siento muchísimo todo lo que está pasando, señora.
Me levanto del sillón y lo abrazo. Él, que por norma se queda tieso como un palo siempre que le demuestro mi cariño, esta vez me abraza y murmura en mi oído:
—Haré todo lo posible para que esto se aclare.
Asiento y suspiro. Miro a Simona, que se retuerce las manos y, muy enfadada, dice:
—Esa muchacha es una mentirosa y yo misma le voy a arrancar el pellejo como no aclare esto con todo el mundo.
Asiento… y la abrazo.
En un momento así en que tendría que estar hecha una furia, estoy tan mal, tan mareada, tan revuelta y tan desconcertada que sólo puedo asentir y abrazar.
Esa noche Eric no llama, ni yo lo llamo a él.
No quiero pensar que sigue bebiendo, ni imaginar que termina en la cama de Amanda, pero como soy una masoca, me martirizo pensando que así es y sufro como una cosaca.
¿Por qué soy tan tonta?
Tampoco llamo a Björn. Que no me llame es buena señal. Significa que Eric todavía no ha descargado su furia contra él. Pobrecillo, ¡qué injusto es todo!
Al día siguiente estoy hecha puré, pero decido ir a mi visita con la ginecóloga. Tras engañar a Norbert para que no me acompañe, llego hasta la consulta en un taxi. En la salita, espero y observo a las chicas que a mi lado esperan su turno.
Me pica el cuello. Sus tripas son descomunales y estoy a punto de salir de allí corriendo.
Pero no lo hago. Contengo mis impulsos y espero, mientras veo docenas de mujeres embarazadísimas, abrazadas a sus mariditos, y a mí me entran las cagalandras de la muerte.
Dios mío, ¿cómo puedo estar yo embarazada?
Cuando una chica dice mi nombre, me levanto y entro en la consulta. La doctora es una mujer un poco más mayor que yo, sonríe y me invita a sentarme. Tras rellenar una ficha con mis datos, pues es la primera vez que voy, abro el bolso y dejo sobre su mesa los cuatro test de embarazo con sus correspondientes rayitas de positivo.
Ella me mira y sonríe. ¿Dónde está la gracia?
—¿Podrías decirme la fecha de tu última regla?
—Este mes no la he tenido. Pero he recordado que el mes pasado apenas manché. Pero… pero… yo, a la semana comencé a tomar la pastilla de nuevo y… y… quizá no hice bien… Pero yo…
La doctora me mira, ve lo nerviosa que estoy y dice:
—Tranquilízate, ¿vale?
Asiento y ella insiste:
—Intenta recordar la fecha de esa regla en la que casi no manchaste.
—Creo recordar que fue el 22 de septiembre.
Coge una cartulina redonda de colores, la mira y dice mientras apunta:
—Fecha aproximada del parto, el 29 de junio.
Madre mía…, madre mía…, ¡esto va en serio!
Sin decaer, respondo a todas las preguntas que la mujer me hace lo mejor que puedo. Después me pide que me tumbe en una camilla para hacerme una ecografía. Tras bajarme el pantalón, me echa gel en el vientre y, con un aparato, lo comienza a extender.
Histérica, ruego a todos los santos habidos y por haber que no haya nada dentro de mí. Pero de pronto la doctora para de mover el aparatito y dice:
—Aquí está el latido, Judith, y por su tamaño diría que estás casi de dos meses.
Clavo mi mirada en la pantalla y veo algo que parpadea. Por su forma irregular y su movimiento, me recuerda a una medusa.
¡Creo que me va a dar un infarto!
No hablo…
No parpadeo…
Dios, ¡qué fatiguita!
Sólo puedo mirar eso que se mueve y parece decir «¡Peligro!».
La doctora, al ver que no hablo, vuelve a mover el aparatito y, tras apretar unos botones, por el lateral sale un papelito. Cuando me lo entrega y veo que se trata de una foto, me emociono como nunca pensé que lo haría y asumo que eso con forma de medusa es un bebé y que, me guste o no, ¡estoy embarazada!
Antes de salir, me da cita para un mes después y me entrega unas recetas. Debo tomar acido fólico, entre otras cosas, y hacerme unos análisis que le tengo que llevar la próxima vez que vaya a verla.