Por la mañana, cuando me levanto, Eric está tomando café en la cocina. Flyn está junto a él, y cuando me ven, los dos me miran.
—Buenos días, Jud —dice Eric.
—Buenos días —respondo.
No me acerco a él. No le doy mi beso de buenos días, y Flyn nos observa. Simona rápidamente me acerca un café y sonrío al ver que me ha hecho churros. Encantada, se lo agradezco y me siento a comérmelos. El silencio es sepulcral en la cocina, cuando por norma soy yo la que habla e intenta sacar tema de conversación.
Eric me mira, me mira y me mira; sé que mi actitud no le gusta. Lo incomoda. Pero me da igual. Quiero incomodarlo, tanto o más como él me incomoda a mí.
Norbert entra en la cocina y le indica a Flyn que se dé prisa o llegará tarde al colegio. Al momento, suena mi teléfono. Es Marta. Sonrío, me levanto y salgo de la cocina. Subo las escaleras y llego hasta mi dormitorio.
—¡Hola, loca! —la saludo.
Marta se ríe.
—¿Cómo va todo por allí?
Resoplo, miro por la ventana y respondo:
—Bien. ¡Ya tú sabes mi amol! Con ganas de matar a tu hermano.
De nuevo, resuena la risa de Marta.
—Entonces, eso significa que todo sigue bien.
Tras hablar con ella durante un rato queda en pasar a recogerme. Quiere que la acompañe a comprarse algo de ropa. Cuando cierro el móvil, al darme la vuelta, Eric está detrás de mí.
—¿Has quedado con mi hermana?
—Sí.
Paso por su lado, y Eric, alargando la mano, me para.
—Jud…, ¿no me vas a volver a hablar?
Lo miro y respondo con seriedad:
—Creo que te estoy hablando.
Eric sonríe. Yo no. Eric deja de sonreír. Yo me río por dentro.
Me agarra por la cintura.
—Escucha, cariño. Sobre lo que ocurrió ayer…
—No quiero hablar de ello.
—Tú me has enseñado a hablar de los problemas. Ahora no puedes cambiar de opinión.
—Pues mira —contesto con chulería—, por una vez, voy a ser yo la que no quiera hablar de los problemas. Me tienes harta.
Silencio. Tensión.
—Cariño, discúlpame. Ayer no fue un buen día para mí y…
—Y lo pagaste con el pobre Susto, ¿verdad? Y de paso me recordaste que ésta es tu casa y que Flyn es tu sobrino. Mira, Eric, ¡vete a la mierda!
Lo miro. Me mira. Reto en nuestras miradas, hasta que murmura:
—Jud, ésta es tu casa y…
—No, guapito, no. Es tu casa. Mi casa está en España, un lugar del que nunca debería haber salido.
De un tirón, me acerca a él y sisea:
—No sigas por ese camino, por favor.
—Pues cállate, y no hables más sobre lo que ocurrió ayer.
Tensión. El aire se corta con un cuchillo. Pienso en la moto. Cuando se entere, me descuartiza. Nos miramos y, finalmente, mi alemán dice:
—Tengo que marcharme de viaje. Te lo iba a decir ayer, pero…
—¿Que te marchas de viaje?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Adónde?
—Tengo que ir a Londres. He de solucionar unos asuntos, pero regresaré pasado mañana.
Londres. Eso me alerta. ¡¡Amanda!!
—¿Verás a Amanda? —pregunto, incapaz de contenerme.
Eric asiente, y yo de un manotazo me retiro de él. Los celos me pueden. Esa bruja no me gusta y no quiero que estén solos. Pero Eric, que sabe lo que pienso, me vuelve a acercar a él.
—Es un viaje de negocios. Amanda trabaja para mí y…
—¿Y con Amanda juegas también? Con ella te lo pasas de vicio en esos viajes y ésta va a ser una de esas veces, ¿verdad?
—Cariño, no… —susurra.
Pero los celos son algo terrible y grito fuera de mí:
—¡Oh, genial! Vete y pásatelo bien con ella. Y no me niegues lo que sé que va a ocurrir porque no me chupo el dedo. ¡Dios, Eric, que nos conocemos! Pero vamos, ¡tranquilo!, estaré esperándote en tu casa para cuando regreses.
—Jud…
—¡¿Qué?! —grito totalmente fuera de mí.
Eric me coge en brazos, me tumba en la cama y dice, agarrándome la cara con sus manos:
—¿Por qué piensas que voy a hacer algo con ella? ¿Todavía no te has dado cuenta de que yo sólo te quiero y te deseo a ti?
—Pero ella…
—Pero ella nada —me corta—. Tengo que viajar por trabajo, y ella trabaja conmigo. Pero, cariño, eso no significa que tenga que haber nada entre nosotros. Vente conmigo. Prepara una pequeña maleta y acompáñame. Si realmente no te fías de mí, hazlo, pero no me acuses de cosas que ni hago ni haré.
De pronto, me siento ridícula. Absurda. Estoy tan enfadada por lo de Susto que soy incapaz de razonar. Sé que Eric no me mentiría en algo así y, tras resoplar, murmuro:
—Lo siento, pero yo…
No puedo continuar hablando. Eric toma mi boca y me besa. Me devora, y entonces soy yo la que lo abraza con desesperación. No quiero estar enfadada. Odio cuando nos incomunicamos. Disfruto su beso. Lo aprieto contra mí hasta que mi boca pide…
—Fóllame.
Eric se levanta. Echa el pestillo que yo puse en la puerta y, mientras se quita la corbata, murmura:
—Encantado de hacerlo, señorita Flores. Desnúdese.
Sin perder tiempo me quito la bata y el pijama, y cuando estoy totalmente desnuda ante él, y él ante mí, se sienta en la cama y dice:
—Ven…
Me acerco a él. Aproxima su cara a mi monte de Venus y lo besa. Pasea sus manos por mi cuerpo y susurra mientras me sienta a horcajadas sobre él y con sus manos abre los labios de mi vagina:
—Tú… eres la única mujer que yo deseo.
Su pene entra en mí y lo clava hasta el fondo.
—Tú… eres el centro de mi vida.
Yo me muevo en busca de mi placer y, cuando veo que él jadea, añado:
—Tú… eres el hombre al que quiero y en el que quiero confiar.
Mis caderas van de adelante atrás, y cuando la que jadea soy yo, Eric se levanta de la cama, me posa sobre ella y, tumbándose sobre mí, me penetra profundamente.
—Tú… eres mía como yo soy tuyo. No dudes de mí, pequeña.
Una embestida fuerte hace que su pene entre hasta el útero y yo me arquee.
—Mírame —me ordena.
Lo miro, y mientras profundiza más y más, y yo jadeo, asegura:
—Sólo a ti te puedo hacer el amor así, sólo a ti te deseo y sólo contigo disfruto de los juegos.
Calor…, fogosidad…, exaltación.
Eric me agarra por la cintura, me empala contra él y dice cosas maravillosas y bonitas, y yo, excitada, las disfruto tanto como lo que me hace. Durante varios minutos entra y sale de mí, fuerte…, rápido…, intenso, hasta que me ordena:
—Dime que confías en mí tanto como yo en ti.
Vuelve a hundirse en mi interior y me da un azote a la espera de mi contestación. Yo lo miro. No contesto, y él vuelve a penetrarme mientras me agarra de los hombros para que la embestida sea más atroz.
—¡Dímelo! —exige.
Sus caderas se retuercen antes de volver a lanzarse contra mí, y cuando me contraigo de placer, Eric me aprieta más contra él, y yo, enloquecida, murmuro:
—Confío en ti…, sí…, confío en ti.
Una sonrisa lobuna se dibuja en su rostro; me coge por la cintura y me levanta. Me maneja a su antojo. ¡Lo adoro! Me lleva contra la pared y, enardecido, me penetra con fuerza una y otra vez mientras yo enredo mis piernas en su cintura y me arqueo para recibirlo.
¡Oh, sí, sí, sí!
Mi gemido placentero queda mitigado porque le muerdo el hombro, pero le hace ver que mi disfrute ha llegado, y entonces, sólo entonces, él se deja llevar por su placer. Desnudos y sudorosos, nos abrazamos mientras seguimos contra la pared. Amo a Eric. Lo quiero con toda mi alma.
—Te quiero, Jud… —afirma, bajándome al suelo—. Por favor, no lo dudes, cariño.
Cinco minutos después estamos en la ducha. Aquí me vuelve a hacer el amor. Somos insaciables. El sexo entre nosotros es fantástico. Colosal.
Cuando Eric se marcha, le digo adiós con la mano. Confío en él. Quiero confiar en él. Sé lo importante que soy en su vida y estoy segura de que no me decepcionará.
Marta pasa a recogerme y sonrío. Me monto en su coche y nos sumergimos en el tráfico de Múnich.
Llegamos hasta una elegante tienda. Aparcamos el coche, y cuando entramos, veo que es la tienda de Anita, la amiga de Marta que estuvo con nosotras en el bar cubano. Tras elegir varios vestidos, a cuál más bonito y más caro, cuando entramos en el espacioso e iluminado probador cuchichea:
—Tengo que comprarme algo sexy para la cena de pasado mañana.
—¿Tienes una cena con un churri?
—Sí —dice riendo Marta.
—¡Vaya!, ¿y con quién es esa cena?
Divertida, Marta me mira y murmura:
—Con Arthur.
—¿Arthur?, ¿el camarero buenorro?
—Sí.
—¡Guau, genial! —aplaudo.
—Decidí seguir tu consejo y darle una oportunidad. Quizá salga bien, quizá no, pero mira, nunca podré decir que ¡no lo intenté!
—¡Olé, mi chica…! —exclamo, alegre.
Se prueba varios vestidos y al final se decide por uno azul eléctrico. Marta está guapísima con él. De pronto, una voz llama mi atención. ¿Dónde he oído yo esa voz? Salgo del probador y me quedo sin habla. A pocos metros de mí tengo a la persona que he deseado echarme a la cara en estos últimos meses hablando con otra mujer: Betta. La sangre se me enciende y mi sed de venganza me atenaza.
Sin poder contener mis impulsos más asesinos, voy hacia ella y, antes de que Betta pueda reaccionar, ya la tengo cogida por el cuello y siseo en su cara:
—¡Hola, Rebeca!, ¿o mejor te llamo Betta?
Ella se queda blanca como el papel, y su amiga aún más. Está asombrada. No esperaba verme aquí y menos todavía que yo reaccionara así. Soy pequeña, pero matona, y esa imbécil se va a enterar de quién soy yo. Anita, al vernos, se dirige a nosotras. Pero no dispuesta a soltar a mi presa, la meto en un probador.
—Tengo que hablar con ella. ¿Nos dais un momento?
Cierro la puerta del probador, y Betta me mira, horrorizada. No tiene escapatoria. Sin más, le suelto una bofetada que le gira la cara.
—Esto para que aprendas, y esto —digo, y le doy otra bofetada con la mano bien abierta— por si todavía no has aprendido.
Betta grita. Anita grita. La amiga de Betta grita. Todas gritan y aporrean la puerta, y yo, dispuesta a darle su merecido a esta sinvergüenza, le retuerzo un brazo, la hago caer de rodillas ante mí y suelto:
—No soy agresiva ni mala persona, pero cuando lo son conmigo, soy la peor. Me convierto en una bicha muy…, muy mala. Y lo siento, chata, pero tú solita has despertado el monstruo que hay en mí.
—Suéltame…, suéltame que me haces daño —grita Betta desde el suelo.
—¿Daño? —repito con sarcasmo—. Esto no es hacerte daño, ¡so asquerosa! Esto es simplemente un aviso de que conmigo no se juega. Jugaste con ventaja la última vez. Tú sabías quién era yo, pero, en cambio, yo a ti no te conocía. Jugaste sucio conmigo, y yo, tonta de mí, no te vi venir. Pero escucha, conmigo no se juega, y si se hace, hay que estar dispuesta a encontrarse con la revancha.
Marta, asustada por los gritos, se suma a aporrear la puerta con las demás. No entiende lo que pasa. No entiende por qué me he puesto así. Eso me agobia, me desconcentra y, antes de soltar a Betta, siseo en su oído:
—Que sea la última vez que te acercas a Eric o a mí, porque te juro que, si lo vuelves a hacer, esto no se va a quedar en un aviso. Por tu bien, te quiero muy lejos de Eric. Recuérdalo.
Dicho esto la suelto, pero con el pie le doy en el trasero y cae de bruces al suelo. ¡Oh, Dios! ¡Qué subidón! Después, abro la puerta y salgo. Marta me mira asustada. No entiende nada, y entonces ve a Betta y lo comprende todo. Justo cuando la otra se levanta, se acerca a ella y, con toda su rabia, le suelta otro bofetón.
—Esto por mi hermano. ¡¿Cómo pudiste acostarte con su padre, zorra?!
Al momento, Anita deja de pedir explicaciones y entiende de lo que habla Marta. La amiga de Betta, horrorizada, la ayuda.
—Llame a la policía, por favor.
—¿Por qué? —pregunta Anita con indiferencia.
—Esas mujeres han atacado a Rebeca, ¿no lo ha visto?
Anita niega con la cabeza.
—Lo siento, pero yo no he visto nada. Sólo he visto una rata en el suelo.
Más ancha que pancha, me apoyo en el lateral de la puerta y la miro. Me contengo. Quisiera darle una buena paliza, pero tampoco me tengo que pasar aunque se la merezca. Betta está aturdida, no sabe qué hacer y finalmente dice, cogiéndole el brazo a su amiga:
—Vámonos.
Cuando desaparecen de la tienda, Anita y Marta me miran.
—Lo siento. Disculpadme, chicas, pero tenía que hacerlo. Esa mujer nos ha dado muchos problemas a Eric y a mí, y cuando la he visto, no he podido remediarlo. Me ha salido mi carácter y yo, yo…
Anita asiente, y Marta contesta:
—No lo sientas. Se lo merecía por guarra.
Unos segundos después, las tres nos reímos mientras la mano aún me duele por los bofetones que le he dado a Betta. Pero ¡qué a gustito me he quedado!
Cuando salimos de la tienda, decidimos ir a un local a tomar unas cervezas. Lo necesitamos. El encuentro con Betta ha sido algo que ninguna esperaba y nos ha descentrado un poco. Cuando conseguimos relajarnos, Marta me habla de su cita.
—¿Pasado mañana es el día de los Enamorados?
—Sí —afirma Marta—. ¿No lo sabías?
—Pues no… Tengo en la cabeza tantas cosas que sinceramente se me había olvidado. Aunque bueno, conociendo a tu hermano, seguro que tampoco le dará importancia a un día así. Si pasaba de la Navidad, ni te cuento lo que pensará de un día tan romántico y consumista.
—Mujer, de entrada te ha dicho que regresará de su viaje ese día.
—Sí, pero no ha mencionado que haremos nada especial. Aunque hace poco le propuse poner un candado en el puente de los enamorados y respondió que sí.
—¿Mi hermano?
—¡Ajá!
—¿Eric?, ¿don Gruñón dijo que sí a poner un candado del amor?
—Eso dijo —le confirmo, riendo—. Se lo comenté como algo que me había llamado la atención y me dijo que, cuando quisiera, podíamos ir a poner el nuestro. Pero, vamos, no lo ha vuelto a mencionar.
Tras unas risas incrédulas por parte de ambas, Marta cuchichea:
—Sinceramente. Nunca he visto a mi hermano muy romántico para esas cosas. Y que yo recuerde, cuando estaba con la cerda de Betta, nunca le oí que hicieran nada especial el día de los Enamorados.
Mencionarla nos vuelve a mosquear.
—Me imagino que te has puesto así por algo más que por lo que esa sinvergüenza le hizo a mi hermano, ¿verdad? —inquiere Marta.
—Sí.
—¿Me lo puedes contar?
Mi cabeza comienza a funcionar a mil por hora. No puedo contarle la verdad de lo sucedido a Marta. Ella no conoce nuestros juegos sexuales.
—En España se metió en nuestra relación, y tu hermano y yo discutimos y rompimos.
—¿Que mi hermano rompió contigo por esa asquerosa? —pregunta boquiabierta Marta.
—Bueno…, es algo complicado.
—¿Quiso volver con ella? Porque si es así, ¡lo mato!
—No…, no fue por eso. Fue por un malentendido que generó esa innombrable, y él le dio más credibilidad a ella que a mí.
—No me lo puedo creer. ¿Mi hermano es tonto?
—Sí, además de gilipollas.
Ambas nos reímos y decidimos dar la conversación por finalizada y comer algo. Eric me llama y hablo con él. Ha llegado a Londres y omito contarle lo que ha pasado con Betta. Será lo mejor.