Echa una mirada furtiva a

PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y SIEMPRE

Tras salir de la oficina, llego a casa como si me hubieran metido un petardo en el culo. Miro las cajas embaladas y se me parte el corazón. Todo se ha ido a la mierda. Mi viaje a Alemania está anulado y mi vida, de momento, también. Meto cuatro cosas en una mochila y desaparezco antes de que Eric me encuentre. Mi teléfono suena y suena y suena. Me niego a cogerlo. No quiero hablar con él.

Dispuesta a desaparecer de mi casa, me voy a una cafetería y llamo a mi hermana. Necesito hablar con ella. Le hago prometer que no le dirá a nadie dónde estoy y quedo con ella.

Mi hermana acude a mi llamada y, tras abrazarme como sabe que necesito, me escucha. Le cuento parte de la historia, sólo parte, porque sé que la dejaría sin palabras. Omito el tema del sexo y tal, pero Raquel es Raquel, y cuando las cosas no le cuadran, comienza con eso de «¡Estás loca!», «¡Te falta un tornillo!», «¡Eric es un buen partido!» o «¿Cómo has podido hacer eso?». Al final, me despido de ella y, a pesar de su insistencia, no le cuento adónde voy. La conozco y se lo dirá a Eric en cuanto la llame.

Cuando consigo despegarme de mi hermana, llamo a mi padre; tras tener una breve conversación con él y hacerle entender que en unos días iré a Jerez y le explicaré todo lo que me pasa, me monto en el coche y me voy a Valencia. Allí me alojo en un hostal y durante tres días paseo por la playa, duermo y lloro. No tengo nada mejor que hacer. No le cojo el teléfono a Eric. No…, no quiero.

Al cuarto día, tomo mi coche y —algo más relajada— me voy a Jerez, donde papá me recibe con los brazos abiertos y me da todo su cariño y amor. Le cuento que mi relación con Eric se ha acabado para siempre, pero él no me quiere creer. Eric le ha llamado varias veces preocupado y, según mi padre, ese hombre me quiere demasiado como para dejarme escapar. Pobrecillo. Mi padre es un romántico empedernido.

Al día siguiente, cuando me levanto, Eric ya está en casa de mi padre. Papá le ha llamado. Cuando me ve, intenta hablar conmigo. Me niego. Me pongo hecha una furia. Grito…, grito… y grito, y le reprocho todo lo que tengo en mi interior antes de darle con la puerta en las narices y encerrarme en mi habitación. Al final, oigo que mi padre le pide que se marche y que, de momento, me deja respirar. Sabe que ahora soy incapaz de razonar, y más que solucionar nada, lo que voy a hacer es liarla.

Eric se acerca a la puerta de mi habitación, donde me he encerrado, y con voz cargada de tensión y furia me informa que se va… ¡A Alemania! Tiene que resolver ciertos asuntos allí. Insiste una vez más en que salga del cuarto, pero al ver mi negativa finalmente se marcha.

Pasan dos días y mi angustia es persistente. Olvidar a Eric me es imposible, y más cuando él me llama continuamente. No le contesto. Pero, como soy una masoquista pura y dura, escucho nuestras canciones una y otra vez para martirizarme y regodearme en mi pena, penita… pena. Lo positivo de todo este asunto es que sé que está muy lejos y, además, que tengo mi moto para desfogarme, embarrándome y saltando por los campos de Jerez.

Pasados unos días…