El lunes, cuando llego al trabajo, me entero de que Eric, mi supuesto novio, se ha marchado a Alemania. Se ha ido y no me ha dicho nada. Claudia, su secretaria, está emocionada porque ha pedido que ella se reúna con él en las oficinas de Múnich el miércoles. Eso me hunde. Saber que se ha marchado porque no quiere verme ni hablar conmigo me destroza. Y cada vez que veo las cajas embaladas, el llanto me coge a traición.
Como puedo, paso la semana. No lo llamo. No le escribo. Directamente, no vivo. Le dije que, si se marchaba, asumiera las consecuencias y soy una mujer de palabra. Aunque tengo que hablar con él. Lo necesito.
Escribo un correo electrónico a la tal Betta o Rebeca, pero no me contesta. Compro un móvil e instalo la tarjeta SIM del teléfono donde tengo el número de esa sinvergüenza, pero no me lo coge. Llamo a Marisa y más de lo mismo. Me encuentro atada de pies y manos y no sé qué hacer. Ni cómo demostrarle a Eric que lo que piensa de mí es falso.
Mi jefa en esos días es amable conmigo. Sigo siendo la novia del jefazo y me doy cuenta de que ya no me carga de trabajo como meses atrás. Ahora, incluso me aburro.
A la semana siguiente, cuando llego el lunes a la oficina me sorprendo al ver que Eric está en su despacho. El corazón me da un vuelco. Las manos me sudan y creo que me va a dar un ataque. Me muevo por el departamento con la intención de que me vea. Sé que me ha visto. Lo sé. Pero, al ver que no me llama ni hace nada por hablar conmigo, soy yo la que da el paso.
Cuando abro la puerta de su despacho, me mira con dureza.
—¿Qué desea, señorita Flores?
Cierro la puerta. Debo de tener la tensión a ochocientos. Me acerco hasta su mesa y murmuro:
—Me alegra saber que has regresado.
Me mira… me mira… me mira y finalmente repite con gesto neutro:
—¿Qué desea, señorita Flores?
—Eric, tenemos que hablar. Por favor, tienes que escucharme.
Con una mirada implacable, se recuesta sobre su sillón.
—Le dejé muy claro que usted y yo ya no tenemos nada que hablar. Y ahora, si es tan amable, regrese a su puesto de trabajo antes de que me saque de mis casillas y la ponga de patitas en la calle, como se merece.
Mi cuerpo se revela. Ah, no… por eso sí que no paso.
Quiero gritar. Quiero patearle el culo y no quiero que me trate con esa frialdad. Pero, como necesito que me escuche, me trago mi orgullo.
—Señor Zimmerman, aun así, me gustaría que pudiera usted escuchar lo que tengo que decir.
—Abandone mi despacho —dice sin cambiar su gesto— y cíñase a su cometido que es trabajar para mí y para mi empresa.
Se abre la puerta del despacho y entra Claudia con un café. Nos observa y, cuando va a dejarnos solos, Eric dice:
—Claudia, quédate para que podamos terminar lo que estábamos haciendo, la señorita Flores ya se marcha.
Me sublevo e insisto.
—Por el amor de Dios, Eric, ¿quieres hacer el favor de darme unos minutos?
Se levanta. Está imponente con aquel traje negro. Se apoya en la mesa y gruñe delante de mi cara:
—Salga de mi despacho inmediatamente.
—No.
—¿Pretende que la despida?
La cara de circunstancias de Claudia es todo un poema. La miro y digo furiosa:
—Por favor sal del despacho, ¡ya!
Sin rechistar, lo hace. Eric blasfema y, cuando nos quedamos solos, sin achicarme, saco el carácter que mi padre dice que es idéntico al de mi madre y señalo:
—Puedes echarme, puedes despedirme, pero no me puedes callar.
—No quiero escucharte. He dicho que…
Doy un puñetazo en la mesa con la mano que casi me la rompe y lo interrumpo, furiosa.
—Me vas a escuchar, maldita sea, aunque sea lo último que haga en mi vida.
Eric se calla. Sigue enfadado, pero al menos me mira con curiosidad.
—Esa tal Betta, junto con Marisa y una tal Lorena aparecieron en el gimnasio donde voy. Marisa me las presentó y en ningún momento me indicó que ella era tu ex. Simplemente me dijo que se llamaba Rebeca. ¿Cómo voy yo a saber que Betta es Rebeca? Cuando acabamos en el gimnasio, decidimos tomarnos unas Coca-Colas en un bar. Intercambiamos teléfonos para llamarnos otro día y salir a cenar con nuestras parejas. Luego, Lorena propuso ir al piso de una conocida a recoger unas prendas y resultó ser una tienda de lencería. Me probé cosas pensando en ti. ¡Por eso estaba desnuda! Y allí fue donde la tal Rebeca intentó algo conmigo que no consiguió. ¡Me negué! Ahora sé que todo estaba preparado por ella y lo único que esa imbécil quería era provocar tu reacción.
Eric me mira. Sus ojos me fulminan y pregunto:
—¿Por qué la crees a ella y no a mí? ¿Acaso es ella más de fiar que yo?
Agitada respiro. El alivio que siento tras explicar la verdad es tremendo.
—¿Y por qué habría de creerte a ti?
Me revuelvo. Su expresión no revela nada bueno y respondo:
—Porque nos conoces a las dos y sabes perfectamente que yo no soy una mentirosa. Puedo tener mil fallos, pero mentirosa contigo nunca he sido. Y antes de que vuelvas a echarme de tu despacho, quiero que sepas que estoy dolida, furiosa, enfadada y muerta de rabia por no haberme dado cuenta del sucio juego de esas brujas. Pero la furia que siento por ellas no es comparable con la que siento hacia ti. Yo iba a dejar mi vida, mi familia, mi trabajo y mi ciudad para ir detrás de ti y resulta que tú, el hombre que se supone que me iba a cuidar y mimar, desconfía de mí a la primera de cambio. Eso me duele y me ha destrozado el corazón y quiero que sepas que esta vez tú sí que eres el culpable. Tú y sólo tú.
Eric me mira. Yo lo miro y ninguno dice nada.
Necesito que hable, que me entienda, que diga algo. Pero las palabras o el gesto que yo necesito no llega. Eric sigue impasible tras la mesa, me taladra con la mirada pero no reacciona. La mano me duele del puñetazo que he dado en la mesa y, al tocármela, noto en el dedo el anillo que Eric me regaló. Cierro los ojos. No quiero hacer lo que tengo que hacer, pero no me queda más remedio. Finalmente me quito el anillo, lo dejo sobre la mesa y murmuro ante su duro gesto:
—De acuerdo, señor Zimmerman, lo que había entre usted y yo ha acabado. Alégrese por Rebeca, ella ha ganado.
Me doy la vuelta y salgo. No quiero mirarlo. No quiero nada de él.
Estoy tan enfadada que soy capaz de cualquier cosa. A medida que salgo, Claudia entra en el despacho de Eric. No sé lo que hablan ni lo que dicen, pero realmente no me importa. Me tiemblan las manos. Cuando llego a mi mesa y me siento, mi jefa sale del despacho y dice:
—Judith, por favor, localízame al delegado de Sevilla. Tengo que hablar con él.
Como un robot, busco lo que mi jefa me pide. No quiero pensar. No puedo. En ese instante, Claudia sale del despacho de Eric, me mira y entra en el despacho de mi jefa. Cuando consigo el teléfono del delegado de Sevilla entro en el despacho de mi jefa y Claudia sale, pero, cuando me voy a ir, oigo a la imbécil de mi jefa que dice:
—Me acabo de enterar que le has devuelto el anillo a Eric Zimmerman.
No contesto. Me niego a explicarle episodios de mi vida a esa atontada.
—¿Ya se os acabó el amor?
Ese comentario me aviva la sangre. Me hace sentir viva y respondo:
—Si no le importa, eso es algo privado de lo que prefiero no hablar.
Pero la prepotente que hay en ella no se puede callar.
—Entonces, ¿ya no te vas a Alemania? —Al ver que no respondo, vuelve a la carga—: ¿De verdad pensaste que un hombre como él podía querer algo serio contigo?
No respondo o me la como. La arrastro de los pelos. Pero ella insiste. Parece disfrutar del momento.
—Prepárate para lo que se te viene encima, Judith. Serás motivo de mofa durante el tiempo que te quede en la empresa. Has pasado de ser la intocable novia del jefazo a la repudiada y hazmerreír del de la empresa. Y, sinceramente, no me da pena. Te estabas creyendo alguien últimamente y mereces que te pongan en tu lugar.
Mi sangre bulle… bulle… bulle y sé que ya no hay marcha atrás.
Si algo he sido en esa puñetera empresa es discreta y trabajadora. Y si alguien no quería revelar mi relación con Eric era yo, precisamente para evitar los cuchicheos. Por ello y consciente de que lo que voy a hacer es motivo de despido, doy un manotazo al portátil de mi jefa, le cierro con brusquedad la pantalla y replico con fuerza:
—Prefiero ser la repudiada del jefazo a la madurita cachonda y salida de tuercas que se tira a todos los jovencitos de la empresa que se le ponen por delante. —Ella abre la boca y yo prosigo—: Sí… sí. ¿Acaso te crees que no sé o que nadie sabe lo que haces en ocasiones en este despacho?
—No te consiento que…
—No me consientes, ¿qué? —la interrumpo, y alzo la voz—. Mira, pedorra, he sido una buena secretaria. Te he cubierto, defendido, he omitido hablar con todo el mundo de lo que he visto y, aun así, te comportas conmigo como una mala arpía por lo que me ha ocurrido con el señor Zimmerman. Pues bien, ¡se acabó dejar de ser una buena chica! Y a partir de este instante, como imagino que ya no pertenezco a esta empresa y estamos en igualdad de condiciones, quiero que sepas que si me insultas, yo te insulto. Si me faltas, yo te falto. Y si me buscas, me vas a encontrar. Porque mira, reinona de pacotilla, seamos sinceros, aquí todos llevamos colgando nuestro sambenito… yo seré la ex del jefe, pero tú eres y serás la guarrilla de la empresa a la que le encanta que le quiten las bragas sobre la mesa y se la tiren en cualquier lugar.
—Por todos los santos, ¡quieres no gritar!
Me río. Pero mi risa es nerviosa. Me conozco y, tras la risa nerviosa y la mala leche, llegará el bajón y finalmente el llanto. Por eso, antes de que llegue la tercera fase de mi rabieta, descuelgo el teléfono y se lo tiro encima de la mesa.
—Y ahora, pedazo de imbécil, llama a personal y diles que me vayan preparando el despido. Yo solita subo a firmarlo. Me he quedado tan contenta con lo que te acabo de decir, que me importa una mierda todo lo que venga después.
Dicho esto, me doy la vuelta y, como Juana de Arco, salgo del despacho.
¡Dios, qué bien me he quedado!
Al salir, me encuentro con Claudia y con Eric. Han debido de escuchar los gritos. La chica entra en el despacho de su hermana y oigo cómo habla con ella mientras ésta pide a gritos mi despido inminente a personal.
Eric me observa. No se mueve. Está bloqueado. No esperaba que yo reaccionara así. Sin mirarlo, me dirijo a mi mesa y comienzo a recoger mis cuatro pertenencias.
—Entra en mi despacho, Jud.
—No. Ni lo sueñe. Y recuerde, señor, ahora para usted soy la señorita Flores, ¿entendido?
—Entra en mi despacho —repite con furia.
—He dicho que no —contesto.
Noto que Eric se mueve nervioso a mi lado. Es el jefe de la empresa y debe mantener la compostura. Si me agarra del brazo y me obliga a entrar, sabe que yo reaccionaré y todos nos mirarán. Por ello, se agacha hasta mi cara y murmura:
—Jud, cariño, soy un imbécil, un gilipollas, por favor, pasa al despacho. Tienes razón. Tenemos que hablar.
Al escuchar eso, sonrío. Pero mi risa es fría e impersonal. Lo miro y, tras pensar durante unos segundos mi respuesta como suele hacer él, tuerzo el gesto y respondo:
—¿Sabe, señor Zimmerman? Ahora la que no quiere saber nada de usted, soy yo, señor. Se acabó Müller y se acabaron muchas otras cosas. No aguanto más. Búsquese a otra a la que volver loca con sus continuos enfados y sus desconfianzas, porque yo me he cansado.
Reviso cajón por cajón. No veo lo que hay en su interior, pero de todos modos lo hago mecánicamente. Los cierro con fuerza y, cuando acabo, cojo mi bolso y me dirijo hacia la puerta.
—¿Adónde vas, Jud?
Con toda la chulería, madrileña, jerezana y catalana que tengo, lo miro de arriba abajo y sonrío con frialdad.
—A personal. Desde este instante causo baja en «su» empresa, señor Zimmerman.
Mientras camino hacia el ascensor, siento las miradas de todos mis compañeros posadas en mí y, en especial, la de mi ex. Mis compañeros no saben lo que pasa, pero, conociéndolos, pronto sacarán sus propias conclusiones. Seré la comidilla los próximos días, pero eso es algo que ya no me importa. No estaré allí para aguantar sus malditos cotilleos.
Cuando entro en el departamento de personal todos me miran. ¡Cómo corren las noticias! Pero es Miguel el que se acerca a mí y, cogiéndome del brazo, me lleva hasta su mesa y murmura:
—¿Qué has hecho? Tu jefa…
—Ex jefa —aclaro.
—Vale. Tu ex jefa ha llamado hecha una furia para que te despidamos.
Asiento. Sonrío y encojo los hombros.
—Acabo de provocar mi despido. Le he dicho a esa mala bruja todo lo que pienso de ella y, ¡Diossss, Miguel!, ¡me he quedado como nueva! Ha sido uno de los mejores momentos de mi vida.
En ese instante, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Miguel, que la señorita Flores espere un segundo. De momento, que no firme la carta de despido que te había dado.
Sorprendido, Miguel me mira y, cuando éste desaparece, cuchichea:
—Tras llamar tu jefa, ha llamado Iceman. Menudo cabreo tiene.
Resoplo. En ese momento me importa todo un pepino. Me siento y Miguel pregunta:
—Pero ¿qué ha pasado?
—Iceman y yo hemos roto y la gilipichi de mi ex jefa ha tenido el valor de mofarse de mí y de mis sentimientos.
—¿Habéis roto Iceman y tú?
—Sí.
—Lo siento, preciosa. Y sabes que lo digo de corazón.
—Lo sé. —Sonrío con tristeza—. Pero tenías razón. Con los jefes nunca hay que tener una relación. Porque, tarde o temprano, lo pagas de una manera u otra.
Mi aparente frialdad comienza a resquebrajarse. Hablar de Eric y de mi nueva realidad duele. Tres minutos después, Gerardo, el jefe de personal sale y me mira.
—Entra en mi despacho.
Le hago caso y obligo a Miguel a entrar conmigo. Gerardo nos mira y finalmente dice:
—Judith, el señor Zimmerman quiere que vayas a su despacho ahora mismo.
Su insistencia me sorprende y contesto:
—No. No voy a ir. Quiero firmar mi despido.
Miguel y Gerardo se miran sorprendidos y éste insiste.
—Judith, no sé lo que ha pasado, pero el señor Zimmerman dice que…
—Lo que diga el señor Zimmerman, actualmente, me entra por un oído y me sale por el otro. Por lo tanto, Gerardo, si quieres, puedes llamarlo y decirle de mi parte que se vaya a la mierda o lo hago yo directamente. Pero no pienso ir a su despacho ni a ningún otro. Sólo quiero firmar mi carta de despido.
El hombre no sabe qué hacer. La situación se le escapa de las manos. Finalmente, me pide un segundo, coge el teléfono que está descolgado y habla. Intuyo que Eric me ha escuchado pero no me importa. Mejor. Así se dará cuenta de que cuando yo digo algo lo cumplo. Que asuma las consecuencias.
Miguel, que está nervioso por todo lo que ocurre, me aleja de la mesa de Gerardo.
—¡Qué huevos los tuyos, nena! Me tienes alucinado. Pero sé realista y piensa lo que me dijiste a mí cuando no me iban a renovar. Hay mucho paro, mucha crisis y necesitas el trabajo. No seas tonta, Judith.
Y, cuando voy a contestar, Gerardo levanta su vista hacia nosotros.
—El señor Zimmerman me pide que no firmes ninguna carta de despido. Que te vayas de vacaciones y…
—¿Vacaciones?
—Sí, eso ha dicho.
Maldigo en voz alta. Observo que el teléfono sigue descolgado. Como una furia, salgo del despacho, cojo el papel que Miguel tenía preparado para mí cuando entré, vuelvo a entrar en el despacho y lo firmo sin leerlo. En cuanto lo hago, se lo entrego a Gerardo y añado a sabiendas de que Eric escuchará lo que digo:
—Toma, entréguele mi despido firmado al señor Zimmerman, con todo mi amor.
Gerardo, patidifuso, coge el papel y yo salgo del despacho seguida por Miguel. Una vez fuera, miro a mi descolocado e incrédulo amigo y compañero, le doy un beso en la mejilla, le revuelvo el pelo y murmuro:
—Llámame y nos tomamos algo algún día.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Abandono la empresa a toda leche. Cuando me monto en mi coche y salgo del garaje no sé adónde ir ni qué hacer. Acabo de cometer la mayor locura de mi vida y de pronto me doy cuenta de que todo me da igual.
Continuará…