De vuelta a la oficina, mi mundo regresa a una relativa normalidad.
La diferencia es que ahora Eric está a mi lado y me alegra su compañía y sus mimos. Sigue alojado en el hotel a pesar de que hay noches que se queda en mi casa. Tener cada uno un lugar de referencia nos resulta necesario a pesar de lo mucho que nos gusta estar juntos. Cada día se empeña en querer decir a los cuatro vientos que soy su novia, pero me niego. No sé por qué pero no quiero que nadie lo sepa. Del tema de Alemania hablamos mucho. En sus ojos observo la necesidad de que le dé una contestación, pero aún no sé qué hacer. Él no me presiona y yo se lo agradezco.
Han pasado varios días desde que Eric regresó. Cada mañana le pregunto cómo está y su respuesta siempre es la misma: «Bien». No ha vuelto a tener dolores de cabeza y no he visto que tenga náuseas y eso me relaja.
Una mañana, cuando estoy en la cafetería desayunando con Miguel, veo a Eric entrar. Su mirada me indica que no aprueba que desayune con mi amigo.
Se sienta al fondo de la cafetería y pide un café. Yo sigo hablando con Miguel cuando suena mi móvil. Eric.
—¿Se puede saber qué haces? —pregunta molesto.
No lo miro, ya que, si no, me dará la risa.
—Desayunando.
—¿Por qué tienes que desayunar todas las mañanas con ese tipo?
Miguel que está sentado frente a mí, me mira y me pregunta con señas quién es.
—Es mi padre —y con disimulo murmuro—: Vamos, papá, estoy desayunando, ¿qué quieres?
—¿Tu padre? ¿Cómo que tu padre? —gruñe Eric.
Divertida, sonrío mientras oigo a mi amor resoplar.
—Mira, papá, no te preocupes, te aseguro que desayuno en condiciones, ¿vale?
—Jud… —musita con los dientes apretados.
En ese instante llegan hasta nosotros Raúl y Paco. Como siempre que me ven, me dan un beso en la mejilla y se sientan con nosotros. La reacción de Eric no tarda en llegar.
—¿Besos? ¿Quién les ha dado permiso para que te besen?
No sé qué responder. Me río. Paco y Raúl son pareja de hecho y cuando voy a decir lo primero que se me pasa por la mente, Miguel, en confianza, me retira un mechón del pelo y lo pone tras la oreja.
—Maldita sea —gruñe Eric—. ¿Por qué te toca ahora ese tío?
—Papá, ¿qué tal si te llamo cuando llegue a casa? —Para no darle opción a que me responda, digo antes de colgar—: Un besito, papá. Te quiero.
Cierro el móvil y lo dejo sobre la mesa. Con curiosidad miro hacia donde se encuentra Eric y lo veo parado con el móvil aún en la oreja. Su mirada lo dice todo. Está muy… muy cabreado. No le gusta que le cuelgue el teléfono y lo acabo de hacer. Inmediatamente se levanta. Pasa por nuestro lado, mientras Miguel, ajeno a lo que pasa, desayuna tranquilamente y a mí, en cambio, se me cierra el estómago.
Veo entrar a mi jefa acompañada por Gerardo, el jefe de personal, e, incómoda, diez minutos después me escabullo de la cafetería y me dirijo hacia el despacho. Sé que Eric está allí. Me siento en mi mesa y suena mi teléfono. Es él. Me ordena entrar.
Cuando entro, cierro la puerta y posa su fría mirada en mí. Sonrío. Él no. Sé que desea maldecir y gruñir pero se contiene. No es sitio ni lugar para montarme un pollo.
Me mira… me mira y me mira y finalmente se levanta con unos papeles en la mano. Se acerca a mí.
—¡¿Papá?!
Encojo los hombros. Voy a contestarle, pero él comienza a gruñir.
—Estoy muy cabreado.
Consciente de dónde estamos, murmuro:
—Pues ya sabes… una limpieza general, te relajaría.
Mi contestación lo enfurece más y rápidamente me arrepiento de haber sido tan natural, aunque la parte masoquista que hay en mí se alegra de ver su furia… ¡Me gusta!
—¿Por qué esos tipos te tienen que tocar y besar? ¿Por qué?
Intento encontrar una respuesta que no lo cabree más pero no se me ocurre ninguna. Todo me parece terriblemente absurdo.
—Pero, por favorrrrrrrrrrr… Si Miguel sólo me ha retirado el pelo de la cara y Paco y Raúl me han saludado con un besito en la mejilla.
—Yo no les he dado permiso para que te toquen.
Sus palabras me dejan estupefacta, y frunzo el ceño antes de responder:
—Pero ¿de qué hablas?
Iceman, en su versión gruñona, me mira. Me escudriña con sus encendidos y furiosos ojos y, sin levantar la voz, susurra:
—No quiero que vuelvan a tocarte ni a besarte, ¿me has oído?
—Sí… te he oído.
—¡Perfecto!
—Otra cosa es que te haga caso o no. —Siento la frustración en su mirada—. Pero, vamos a ver, ¿qué te ocurre? ¿De verdad tienes celos por lo que has visto y… y… y luego no te importa que… que… juguemos con otros y…?
—No es lo mismo, Jud. Parece mentira que no lo entiendas.
—Es que no lo puedo entender —resoplo.
—¡Se acabó! Ahora mismo voy a salir y voy a decirles a todos que eres mi novia. Que tú eres la novia del jefe.
Eso me alarma.
—Eric Zimmerman, como se te ocurra hacer eso te las vas a cargar.
—¿Me amenazas?
—Por supuesto.
—¿Por qué no quieres que lo diga?
—Porque no.
—No me vale esa contestación. ¿Por qué no?
Lo miro y resoplo.
—Vamos a ver… no quiero que la gente cuchichee y piense que soy una cazafortunas que se ha enrollado con el jefe. Si lo nuestro sigue adelante, ya habrá tiempo de explicarlo. ¿Por qué precipitarnos?
En ese momento se abre la puerta y aparece mi jefa. Sorprendida por verme pregunta:
—¿Qué ocurre?
Yo no sé que responder. Me quedo en blanco. Pero Eric reacciona con rapidez.
—Le estaba pidiendo a la señorita Flores que envíe estos faxes.
Me entrega los papeles que lleva en la mano.
—Cuando tenga los informes, me los hace llegar, por favor.
—Descuide, señor.
En cuanto salgo del despacho, respiro aliviada.
Discutir con Eric me agota. Nunca llegamos a un entendimiento.
Durante el resto del día, Eric no sale del despacho. Sigue taciturno. A la hora de la comida me marcho y me quedo sorprendida cuando mi jefa me informa de que Eric se ha marchado y ha dicho que no regresará por la tarde.
No lo llamo. No le envío ningún mensaje. Le dejo su espacio.
Me voy al gimnasio. Tengo que desahogarme y allí me vuelvo a encontrar con Marisa, que me saluda con familiaridad. Me presenta a dos amigas que van con ella, Rebeca y Lorena. Las cuatro hacemos una clase de aeróbic y cuando acabamos, sudorosas, nos vamos a las duchas.
—¿Os apetece un jacuzzi? —propone Rebeca y todas aceptamos.
Las cuatro nos metemos en el jacuzzi y comenzamos a hablar. Marisa resulta ser una mujer, además de divertida, muy culta y pronto comienza a hablarnos de su último viaje a la India. Viajar siempre me encantó, aunque es algo que apenas me puedo permitir con el sueldo que gano.
Cuando salimos del jacuzzi, entre risas por las anécdotas que Marisa nos ha explicado, nos duchamos y Rebeca ve mi tatuaje y lo menciona. Yo le quito importancia y desvío el tema.
Al salir del gimnasio, vamos a un pub que hay al lado y nos tomamos algo fresquito. Allí intercambiamos móviles y quedamos en llamarnos para salir a cenar otra noche con nuestras parejas. Después, Lorena nos anima a acompañarla a una tienda a recoger unas prendas que ha encargado. Al llegar, veo que se trata de una casa privada donde venden lencería. Mientras esperamos, observo las prendas que me rodean y la dueña nos anima a que nos probemos cosas. Acepto sin dudarlo, todas aceptamos. Me pruebo un par de conjuntos de braga y sujetador muy sexies que estoy segura de que a Eric le encantarán.
—Te queda precioso —dice Rebeca, que entra en el espacioso probador.
—¿Tú crees?
Ella asiente, se acerca por detrás y deja un par de conjuntos sobre la banqueta.
—Llévatelo. Estoy segura de que a tu chico le encantará.
—Sí, seguro que sí. —Sonrío al imaginar la cara de Eric.
De pronto, Rebeca me coge la mano.
—Precioso anillo.
Lo miro encantada.
—Me lo regalo mi chico. Vamos, mi novio.
—Pues tiene muy buen gusto.
—Gracias.
Me miro al espejo mientras ella vuelve a desnudarse para probarse otro conjunto.
—Toma. Pruébate este —dice y me entrega un corsé de cuero negro.
Divertida, me quito el que llevo y me quedo desnuda, como ella, en el probador. Me agacho para sacarme las bragas y noto que ella se agacha también. Cuando me incorporo, está frente a mi tatuaje. No me muevo, simplemente la miro. Ella pasa un dedo por la hendidura de mi vagina y le da un beso a mi monte de Venus. Me retiro rápidamente.
—¿Qué haces?
Ella se levanta y se acerca a mí.
—Me ha dicho Marisa que te vio jugar en una fiestecita en Zahara, ¿es cierto?
La observo, incómoda.
—Sí. Pero yo sólo juego en presencia de mi pareja.
—¿Es vuestra norma?
—Sí.
Ella asiente y se detiene. Deja de tocarme.
—Tu «chico» no tiene por qué enterarse. Será nuestro secreto.
—No —respondo con rotundidad.
Rebeca abre la cortinilla del probador y veo a Marisa, Lorena y la dueña del local desnudas sobre un sillón, jugando. Me quedo sin habla. Rebeca se me acerca por detrás y me coge los pechos.
—Ellas lo están pasando bien en este instante. Vamos, déjate llevar.
Suelto el corsé y me deshago de sus manos. Me alejo de ella. Voy hasta mi ropa, me agacho para coger los pantalones y me comienzo a vestir. No quiero mirar y me quiero ir de allí cuanto antes. De pronto, me agarra por las caderas, acerca su monte de Venus a mi trasero y lo restriega.
—Vamos, Judith… lo estás deseando. Estás deseando abrirte de piernas para mí. No lo niegues.
—He dicho que no y ¡suéltame!
Mis palabras hacen que las otras mujeres nos miren. Rebeca se aleja de mí. No vuelve a tocarme, pero su mirada no me gusta. Parece pasarlo bien con mi incomodidad. Cuando termino de vestirme salgo de allí como alma que lleva el diablo y sin decir nada.
Cuando llego a mi casa, estoy histérica. ¿Cómo he podido ser tan tonta? Me ducho, nerviosa. Pienso en Eric y siento unas irrefrenables ganas de hablar con él y explicarle lo que me ha pasado. Lo llamo y oigo su fría voz al otro lado del teléfono.
—Dime, Jud.
—¿Estás bien?
—Sí.
Preocupada por que se encuentre mal, pregunto:
—¿Te duele la cabeza o algo?
—No.
—¿Te has mareado o has tenido vómitos?
—No.
—Vale, entonces, ¿por qué no has regresado esta tarde a la oficina?
No responde. Su silencio me molesta.
—Vamos a ver… Si físicamente te encuentras bien, ¿qué te ocurre? Si es por lo de hoy en la oficina, por favorrrrrrr, ¡es una tontería!
—Será una tontería para ti, para mí no.
—Te recuerdo que soy una persona adulta, no un niño, como tu sobrino, a quien puedas regañar.
—Eso… tú enfádame más —gruñe.
Su desconfianza me toca el alma. Y yo necesito explicarle lo que me ha sucedido.
—Eric…
Pero él está enfadado y me corta.
—Sabes que ese tal Miguel no es objeto de mi devoción. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí… pero.
—No. Escúchame, Jud. ¿Qué te parece si mañana dejo que tu amada jefa me toque el pelo mientras desayuno con ella? Estoy segura de que a ella le gustaría. ¡Oh…!, y quizá también esté encantada de darme un besito, ¿lo probamos?
No… no… no.
Sólo de pensarlo me pongo enferma. Conozco a mi jefa y sé que está deseosa de que Eric le dé cancha para llegar con él a algo más. Cierro los ojos y con ese ejemplo acabo de entender su frustración.
—Vale… mensaje captado.
—Exacto, Jud… Me alegra saber que por fin me entiendes. Una cosa es que tú permitas que otra mujer me toque, y otra muy distinta es que una mujer, que sabes que me desea, me toque sin tu permiso, ¿lo comprendes ahora?
—Sí.
—Piensa en ello, porque no estoy dispuesto a repetirlo ni una sola vez más —añade tras un silencio sepulcral—. No me importa que desayunes con Miguel o con quien tú quieras, pero no acepto que nadie, hombre o mujer, sin mi consentimiento te toque ni te bese… Buenas noches, Jud. Mañana te veré en la oficina.
Dicho esto cuelga y me quedo desconcertada.
¿Cómo le digo lo que ha pasado sin que eso le ocasione más desconfianza?
Con la cabeza como un bombo, me siento sobre el sofá con la sensación de que, sin querer, acabo de hacer algo que lo va a enfadar mucho si se entera. Me pica el cuello y me rasco. No hay nadie que me lo impida.