55

El lunes, Eric tiene que viajar a Alemania. Me pide que vaya con él, pero me niego. En un principio se enfada, pero le hago entender que, por mucho que nos apetezca estar las veinticuatro horas del día juntos, debe comprender que a su sobrino no le haría mucha gracia compartirlo conmigo.

El mismo lunes por la noche me llama por teléfono y hablamos más de tres horas. Me cuenta lo muchísimo que me echa de menos y yo le cuento lo aburrida que estoy sin él.

El martes, cuando salgo de trabajar, decido ir al gimnasio. Desde que Eric está conmigo, apenas tengo tiempo para ir. Correr en la cinta y hacer una clase de spinning consiguen que me relaje. Cuando termino, estoy completamente sudada. La marcha que mete la profesora de spinning me encanta. Es justo lo que necesito. Entro en el baño, me desnudo y me voy directa a la ducha. ¡Oh, qué gustazo! En cuanto me refresco, me asomo al jacuzzi del gimnasio y, al no ver a nadie, decido meterme unos minutos. Y cuando estoy a punto de hacerlo oigo una voz detrás de mí:

—¿Judith?

Miro a la persona que me llama. Es una mujer que se acerca a mí.

—Hola, ¿no me recuerdas?

La miro. Su cara me suena de algo pero no consigo saber de qué hasta que ella dice:

—Soy Marisa. Marisa de la Rosa. Nos conocimos este verano en Zahara de los Atunes, en una fiesta de los años veinte. Nos presentó Frida, ¿sabes de lo que hablo?

Rápidamente sé quién es y de lo que habla.

—Oh, sí… ya te recuerdo. Eras de Huelva, ¿verdad?

—Exacto. —Sonríe, mientras se sujeta la toalla al cuerpo—. ¿Qué tal estás?

—Agotada —contesto, señalándome—. Me acabo de machacar con una clase de spinning y me he quedado como nueva.

Marisa sigue sonriendo.

—Yo no puedo con el spinning. Me deja totalmente fuera de combate. ¿Vas al jacuzzi?

—A eso iba.

—Anda, pues genial, te acompaño.

Durante varios minutos, las dos charlamos mientras las burbujas explotan a nuestro alrededor. Estoy alerta. Esa mujer ya me tiró los trastos en la fiesta de Zahara, pero sorprendentemente esta vez no me hace la más mínima insinuación. Tras el jacuzzi, las dos nos duchamos y antes de despedirnos nos pasamos los teléfonos móviles.

El viernes a las doce de la mañana me llega un precioso ramo de rosas rojas a la oficina y, cuando abro la nota adjunta, se me saltan las lágrimas al leer: «Me muero por besarte, morenita».

A las cuatro, cuando regreso de comer, me sorprendo al ver a Eric hablando con varios jefes. Mi alegría se convierte en júbilo y quiero saltar de felicidad. Él me ve y, durante unos segundos me observa, para luego darse la vuelta y continuar hablando.

Diez minutos después, recibo un mensaje en mi móvil de él que dice: «Te espero en mi hotel. Ponte guapa. TQ».

Feliz como una perdiz, a las seis abandono la oficina. Llego a casa, me ducho y me arreglo. Hoy quiero estar guapa para Eric y me pongo un vestido que me he comprado en color burdeos que estoy segura de que le encantará. A las ocho llego al Villa Magna y, sin preguntar, me dirijo directamente hacia el ascensor. El ascensorista ya está advertido de mi llegada y me lleva hasta la planta en la que se aloja Eric.

Cuando entro en la suite, me extraña no verlo allí. Lo busco pero sólo encuentro su maletín, con su portátil sobre la cama. Convencida de que no tardará, regreso al salón y pongo música. La música es buena para alegrar el ambiente. Localizo la emisora que suelo poner y en ese momento comienza a sonar September de Earth, Wind and Fire. Me encanta esa canción. Sin dudarlo me quito los zapatos y comienzo a bailar mientras canto:

Do you remember the 21st night of september?

Love was changing the minds of pretenders

While chasing the clouds away

Our hearts were ringing

Ba de ya - say that you remember

Ba de ya - dancing in september

Ba de ya - never was a cloudy day.

Meneo las caderas al compás de la música mientras canto y disfruto aquella canción. Con los ojos cerrados, doy vueltas al llegar al estribillo, levanto los brazos y me dejo llevar por la melodía. De pronto, la música se detiene, abro los ojos y me encuentro ante Eric y una mujer de mediana edad que me observan.

Con la lengua fuera por el bailecito que me he marcado, me avergüenzo de pronto por el espectáculo que he debido de ofrecer hasta que la mujer me sonríe y se acerca hacia mí.

—Reconozco que cada vez que escucho esta canción me hace bailar… Hola, soy Sonia, la madre de Eric, ¿y tú eres?

¿Su madre?

¿Qué hace su madre allí?

Me recompongo lo mejor que puedo y me retiro el pelo de la cara, mientras me acerco yo también a ella.

—Encantada de conocerla, señora. Yo soy Judith.

La mujer me da dos besos. Después mira a su hijo, que no ha abierto la boca, y pregunta mientras me pongo los zapatos:

—¿Y Judith… es?

Eric la mira divertido.

—Mamá, ella es… Jud.

La señora a mirarme y grita:

—¡Oh… qué tonta soy, claro…! Judith es Jud… ¡Tú eres la novia de Eric!

Yo, que estoy apoyada en una mesita para calzarme el zapato, me desplomo en el suelo al escuchar aquello. ¿Novia?

Eric y su madre se acercan corriendo hacia mí.

—¿Estás bien, hija?

—Sí… sí… no se preocupe. Me he resbalado.

—Por Dios, Jud… háblame de tú.

—Vale, Sonia. Estoy bien.

Eric me levanta del suelo y me acerca a él, mirándome.

—¿Estás bien, cariño?

Como un muñequito, muevo mi cabeza mientras pestañeo y me acaloro.

¿Su novia?

¿Acabo de conocer a su madre y ha dicho que soy la novia de su hijo?

Me siento como en una nube durante la siguiente media hora. Sonia, la madre de Eric, es encantadora y dicharachera. Físicamente no se parece en nada a él, excepto en lo clásica que es vistiendo. Es morena de ojos negros, como yo, y se la ve una mujer que cuida su aspecto. Cuando se marcha a su habitación para cambiarse para cenar, Eric me mira y murmura:

—¿Estás bien?

—Vamos a ver, Eric, ¿tu madre ha dicho que soy tu novia?

—Sí.

—¿Y cómo es que lo sabe ella antes que yo?

Eric me mira. Piensa… piensa… y piensa y cuando ve que voy a estallar dice:

—¿Tú no sabías que eras mi novia?

—No.

—¿No?

Alucinada por aquello, me separo de él.

—Pues no. No lo sabía.

Eric se acerca de nuevo a mí.

—¿Seguro, morenita? ¿De veras estás segura de ello?

—Y tan segura. Yo… yo pensaba que era tu… tu amiga… tu amante… tu rollito… tu chica, como me presentaste ante algunos amigos en Zahara. Pero ¿tu novia?

—Te recuerdo que en el Moroccio tú solita dijiste que eras la señora Zimmerman.

—Ya, pero…

—No hay peros… señorita Flores. Te he propuesto que te vengas a vivir conmigo a Alemania. Se lo he comentado a mi madre y ella quería conocerte.

—¿¡Cómo!?

Eric sonríe y murmura acercándose a mí:

—Cariño, ante la insistencia de mi madre porque regrese a Alemania, no me quedó otro remedio que explicarle que aquí hay una preciosa española que me tiene loco y a la que estoy convenciendo para que se venga a vivir conmigo. Al saber eso, ha querido conocerte y aquí está. Te quiero y eres mi novia. No hay más que hablar.

—¿Cómo que no hay más que hablar?

Eric clava su inquietante mirada en mí y da un paso al frente.

—¿No quieres ser mi novia?

El corazón me aletea desenfrenado, yo sólo deseo todo, absolutamente todo lo que él quiera, pero decido jugar un poco con él y murmuro mientras doy un paso atrás:

—No sé, Eric… no sé si tú y yo…

—Tú y yo ¿qué? —insiste y se acerca de nuevo a mí.

—Pues eso… que tú y yo somos muy diferentes y…

Se da cuenta de mi juego y eso lo alegra, pero sigue acercándose a mí.

—¿Recuerdas nuestra canción?

Sonrío al recordar la canción Blanco y negro de Malú. Ésa es nuestra canción.

—Sí.

—Si fueras tan rígida en muchas cosas como lo soy yo, te aseguro que nunca me habría fijado en ti. Me gusta quién eres, cómo actúas, cómo me retas y, sobre todo, cómo me haces ver la vida en colores y no en blanco y negro.

Un gesto risueño se dibuja en mi boca por lo que escucho.

—Vaya… señor Zimmerman, está usted muy romántico. ¿Qué le ocurre?

Eric se acerca de nuevo a mí, abre la mano y veo una cajita de terciopelo rojo.

Pestañeo… pestañeo y pestañeo. Hasta que Eric murmura al ver mi confusión.

—Ábrelo. Es para ti.

Con las manos temblorosas, abro la cajita y ante mí aparece un precioso anillo de brillantes. No puedo hablar.

—¿Te gusta?

—Pe… pe… pero esto es demasiado, Eric. Yo no necesito nada de esto.

Él sonríe, saca el anillo y me lo pone.

—Pero yo sí necesito regalártelo. Quiero darle caprichos a mi novia.

En cuanto me lo pone me miro la mano, embelesada. Es precioso. Un solitario brillante y elegante. Contenta por ello, me agarro al cuello de Eric.

—Gracias, cariño. Es precioso.

—En este instante, oficialmente eres mi novia.

Lo beso con pasión. Con amor. Con morbo.

—Señorita Flores —murmura cuando me separo de él—, está usted muy juguetona.

Eso me hace sonreír y me dejo llevar por mis apetencias.

—Eric… ¿Cuándo me vas a volver a ofrecer?

Sorprendido por mi pregunta, frunce el ceño.

—No lo sé. Me tiene tan atontado que sólo te quiero para mí. —Me río y pregunta—: ¿Tiene ganas de que te ofrezca?

—Sí… —respondo, roja como un tomate.

—Vaya… vaya… ¿Deseosa de jugar, señorita Flores?

—Sí… muy deseosa de cumplir sus caprichos, señor Zimmerman.

Lo miro embelesada mientras me besa el cuello.

—Mmmm… no me diga eso, señorita Flores, o tendré que azotarla mientras le ordeno a otro que se la folle.

—Me gusta ser mala.

—¿Mala, muy mala?

—Por usted… sí.

Divertido, me toca los pechos por encima del vestido.

—Estoy más que dispuesto a ello, señorita. Pero déjeme recordarle que hemos quedado con mi madre y esos jueguecitos son entre usted y yo.

Me aprisiona contra la pared y eso me hace reír. Su boca busca la mía y susurra antes de besarme:

—Me vuelves loco… cuchufleta.

Me besa. Mete su lengua en mi boca y la saquea con fuerza. En sus manos, como siempre, me vuelvo de plastilina mientras disfruto de su posesión. Sus manos recorren mi cuerpo y, cuando jadeo, él aprieta su dura erección sobre mí y vuelvo a jadear. Estoy lista. Quiero que me desnude. Que me arranque las bragas y haga conmigo lo que quiera. Me chupa la barbilla y, cuando un nuevo jadeo sale de mi interior, él se aparta.

—Contrólese, señorita Flores. Su suegra podría pensar que es una depravada sexual. Vamos… nos espera en recepción.

Eso me hace reír… ¡Suegra! Nunca he tenido suegra.

—Ésta me la pagas —le digo, mientras lo cojo de la mano—. Recuérdalo.

—Mmmmm… no veo el momento.