Cuando salgo de la oficina a las seis de la tarde, cojo mi coche y me encamino a mi casa. Nada más llegar, dejo el bolso sobre el sillón, me quito la chaqueta del traje e inmediatamente suena el timbre. Abro y Eric se lanza sobre mí para saquearme la boca. Me besa con deleite, me coge entre sus brazos y murmura tras darme un azote:
—Depravada. ¿Qué es eso de calentarme en la oficina?
Río divertida mientras él juguetea con mi cuello.
—Te voy a hacer pagar el calentón que llevo todo el día.
Me sigo riendo mientras él me desabrocha la falda y ésta cae al suelo. En ese momento, escapo de sus manos y corro por la casa. Él va detrás de mí y ambos nos reímos a carcajadas. Llegamos a mi habitación y, de un salto, me subo a la cama donde, nerviosa, comienzo a saltar como una niña. Eric me mira, sonríe y murmura mientras se desabrocha la camisa y después los pantalones:
—Salta… salta… que cuando te pille te vas a enterar…
Feliz por el momento tan tonto que estamos viviendo, salto por encima de la cama y corro de nuevo hacia el comedor. Eric me pilla en el pasillo. Me sujeta por la cintura y me pone contra la pared. Su boca vuelve a estar contra la mía y su lengua saquea mi boca con avidez.
Me abre la camisa y cae al suelo. Me desabrocha el sujetador y cuando me tiene sólo vestida con el tanga, me lo arranca de un tirón.
—Dios… —me dice entre risas—. Llevaba todo el día deseando hacer esto.
—¿En serio?
—Sí, cariño… en serio.
Lo beso… Yo también deseaba que lo hiciera y, al ver mi inminente respuesta, deja escapar un gruñido de satisfacción, me alza entre sus brazos y se sumerge lentamente en mí. Cierro los ojos, gimo, me arqueo y, cuando siento que no se mueve, abro los ojos y murmuro cerca de su boca:
—Vamos… vamos…
Eric se ríe, se retira de mí y lentamente vuelve a penetrarme.
—Eric…
—¿Qué, cariño?
—Más… quiero más.
Vuelve a salir de mí.
—Más ¿qué?
La sangre bulle por mi cuerpo descontrolada y le araño en la espalda exigiéndole que vuelva a penetrarme. Él ríe y lo hace. Incrementa su ritmo y me da lo que le pido. Una y otra… y otra vez, mientras yo me deleito y él me muerde la barbilla con pasión.
Sus embestidas cada vez son más profundas y, cuando me llega el orgasmo y chillo, él hace lo mismo y me aprieta contra él.
—Sí, Jud…, sssí.
Agotados, nos quedamos apoyados en la pared del pasillo, mientras yo le beso en el hombro y él respira sobre mi cuello. De nuevo, acabamos de hacer lo que mejor sabemos hacer y ambos estamos llenos y satisfechos.
Me deja en el suelo y caminamos desnudos hacia la cocina. Necesitamos agua y, cuando regresamos al salón, vuelve a cogerme entre sus brazos como segundos antes.
—Verte en la oficina y no poder tocarte es una tortura.
—Sí… lo confieso… para mí también lo es.
—Te vi esta mañana con Miguel, ¿qué hacías?
—Desayunar, como cada mañana.
—Ese tipo…
—Escucha, guaperas —le corto—, Miguel y yo sólo somos compañeros. Nos llevamos fantásticamente bien, pero nada más. Sí que es cierto que me tira los trastos, pero él sabe que conmigo no tiene nada que hacer.
—¿Lo ves? Me lo acabas de confesar. ¡Te tira los trastos!
Su gesto serio me encanta. Sus celos tontos e infundados se me antojan entrañables. Lo beso.
—No hay peligro. No te comas la cabeza por algo que nunca será.
—¿Nunca?
—Nunca, Eric… créeme, cielo. Yo sólo te quiero y te necesito a ti. —Cuando veo cómo me mira, me asusto de lo que acabo de decir y añado—: En cambio, yo sí me puedo comer la cabeza y preocuparme.
—Tú, ¿por qué?
Resoplo y pregunto:
—¿Has jugado alguna vez con mi jefa?
Clava sus ojazos azules en mí. Durante un rato, que se me hace eterno, madura la respuesta.
—He cenado con ella y reconozco que he tonteado verbalmente en esas cenas, pero poco más. Nunca mezclo el trabajo con mis juegos.
Su contestación me hace reír.
—Vale… ¿Y yo qué soy? Te recuerdo que trabajo para tu empresa…
—Tú has sido mi única excepción. Desde el momento en el que te vi en el ascensor y me confesaste que podías convertirte en la niña de El exorcista, creo que me enamoré de ti.
—¿Ah, sí?
—Sí… por eso no he parado de perseguirte hasta tenerte así como te tengo ahora. Desnuda y entre mis brazos.
—Me gusta saberlo —reconozco encantada.
Eric me besa y me roba el aliento.
—Más me gusta a mí saber que te tengo… morenita.
Sonrío y esta vez soy yo la que lo besa.
—A partir de ahora te prohíbo que tontees verbalmente con mi jefa, ¿entendido?
Mi adonis particular mueve su cabeza en un gesto afirmativo y me devora los labios como sólo él sabe hacer.
—Yo sólo te quiero a ti, cariño. Sólo me haces falta tú.
Su boca baja a mis pechos; me echo hacia atrás y se los retiro. Al moverme noto el movimiento de su erección y ya anhelo que continúe el juego. Eric sonríe y me da un azote en el trasero justo en el momento en el que se abre la puerta de la calle y me quedo a cuadros al ver a mi hermana y a mi sobrina.
—Por el amor de Dios, ¿qué hacéis? —grita mi hermana al vernos.
Rápidamente tapa los ojos a mi sobrina y se dan la vuelta.
Eric me mira divertido y yo lo miro a él. Me quiero reír pero al ver que mi sobrina intenta darse la vuelta para mirarnos, le murmuro a Eric:
—Vamos a vestirnos.
Él asiente.
—Raquel, danos un momento. En seguida regresamos.
—Vale, cuchufleta.
Eric me mira y me pregunta desconcertado:
—¿Cuchufleta?
Le pellizco en el brazo.
—Ni se te ocurra llamarme así, ¿entendido?
Entre risas, regresamos a la habitación. Nos vestimos en pocos minutos, y acto seguido salimos al encuentro de mi hermana en el salón.
Ésta, al vernos, mueve la cabeza en tono de reproche. La cojo del brazo y me la llevo a la cocina.
—Ven, Raquel… acompáñame.
Eric y la pequeña se quedan en el salón. Cuando entro con mi hermana en la cocina, susurro:
—¿Quieres hacer el favor de llamar a la puerta antes de entrar?
—Yo… yo… lo siento. Pero al veros desnudos… y estar con Luz…
—Raquel… deja de balbucear. Y tranquila, Luz no ha visto nada que la vaya a traumatizar. Pero te aseguro que si llegáis a aparecer cinco minutos antes, quizá sí, por lo tanto, por favor, llama antes de entrar, ¿vale?
—Vale… y… ¡Oh, Judith! Es Eric, ¿verdad?
—Sí.
—Qué bien, cuchufleta. ¿Os habéis arreglado?
—De momento parece que sí.
—Oh, cuánto me alegro —salta mi hermana feliz por mí.
—Y yo…
Raquel sonríe y se me acerca.
—Qué contento se va a poner papá. Me habló de él y me dijo que le cayó muy bien este chico. Por cierto… qué culo más bonito tiene.
—¡¿Raquel?! —Río divertida.
—¡Ay, hija…! ¿Qué quieres que te diga? No he podido remediar fijarme. Tiene un culo precioso.
—Sí. No lo niego.
—Y qué pedazo de espalda… Y no te digo nada de lo otro que he visto, que… ¡Oh, Diossssssssss…!
—Para… —Río—. Para… que te conozco.
Mi hermana también está riéndose.
—Que sepas que tienes mucha suerte de que él sea tan grande. Ya me gustaría a mí que mi Jesús me pudiera coger en brazos como él te tenía a ti. ¡Oh, Dios… que me acaloro! Anda, toma. Venía a traerte unas croquetas y… perdona por haber aparecido en un momento así.
Dos minutos después, mi hermana y mi sobrina se van. Eric me mira.
—¿Sabes lo que me ha dicho tu sobrina?
Convencida de que esa pequeña bruja ha soltado alguna de sus lindezas, lo miro y él comienza a desternillarse de risa.
—Literalmente ha dicho: «Como vuelvas a darle otro azote a mi tita, te doy una patada en las pelotas que te las dejo de corbata».
Me tapo la boca y abro los ojos como platos antes de reír a carcajadas. Eric, al ver mi gesto, ríe conmigo y deseoso de seguir jugando murmura:
—Vamos a la ducha. Estoy deseando retomar lo que estábamos haciendo.
—Te recuerdo que dijiste que teníamos que hablar muy seriamente.
—Exacto… —Sonríe como un lobo—. Pero ahora tengo otras cosas más importantes que hacer… cuchufleta.