Era muy tarde cuando uno de los novicios sacó a Ha-Din de la cama para comunicarle que dos desconocidos querían verle. El celeste captó el desconcierto del joven, su inquietud, y se apresuró a vestirse y a acudir al encuentro de los recién llegados.
Cruzó con rapidez los pasillos del Oráculo de Awa, formados por troncos de árboles vivos, que se entrelazaban entre sí para formar un edificio sorprendentemente vital. Tenía una sospecha acerca de quiénes podían ser los visitantes, a pesar de que hacía casi un mes que nadie tenía noticias de ellos. Desde el día en que la furia de los dioses se había desatado sobre Idhún, y las serpientes habían desaparecido misteriosamente.
Había costado mucho volver a la normalidad. Centenares de muertos, ciudades enteras destrozadas, multitud de damnificados. No había mucha gente en Idhún que creyese realmente que todas aquellas catástrofes habían sido directamente provocadas por los dioses, pero los que lo sabían, y lo aceptaban, renegaban de ellos. Ha-Din sabía que se acercaban tiempos difíciles para ambas Iglesias y, no obstante, él todavía tenía fe. Era cierto que los dioses no habían resultado ser los padres sabios y comprensivos que había creído, pero, aun así, no podía evitar admirarlos y adorarlos por su grandeza. Los dioses eran la vida y la muerte, los dioses eran el mundo, los dioses lo eran todo. Y la existencia era a menudo caótica y cruel, y la vida podía parecer a veces injusta y sin sentido. Pero, pese a ello, la mayor parte de los mortales agradecían estar vivos y luchaban por seguir en el mundo, por cada segundo de existencia. Y por eso Ha-Din seguía agradeciendo a los dioses, aunque ellos jamás escucharían su voz. Ellos no solo habían creado el mundo; ellos eran el mundo. Un mundo imperfecto, un mundo que seguía sus propias reglas, un mundo en el que los mortales solo eran una pieza más, pero un mundo, al fin y al cabo. Ha-Din se sentía parte de ese mundo, y no le importaba que este no girase a su alrededor. Daba gracias, simplemente, por existir en él.
Llegó por fin al pórtico, formado por dos gigantescos árboles cuyas ramas se trenzaban entre sí, formando un delicado techo en forma de arco apuntado. Al pie de uno de los troncos lo aguardaba la pareja.
Se habían retirado a un rincón en sombras y ocultaban sus rostros bajo las capuchas de sus capas de viaje, pero Ha-Din los reconoció.
Se volvió hacia el novicio.
—Gracias, puedes retirarte. Yo mismo los acompañaré a las habitaciones de invitados.
El Padre Venerable tenía fama de ser un anfitrión amable y atento, por lo que el muchacho no pareció sorprenderse. Inclinó la cabeza y los dejó a solas.
El joven inició la conversación:
—Lamentamos venir a estas horas, y sentimos molestar, pero es que…
—… Es que no sabíamos a dónde ir —completó ella.
Ha-Din la miró. Percibió su inquietud, su miedo, su angustia…, y su cansancio.
—Seguidme —dijo—, os buscaré una habitación apartada. Hablaremos allí.
Parecieron aliviados. Ha-Din los guió a través del Oráculo, y no se le escapó que la muchacha caminaba con dificultad, apoyándose en su compañero, y que se detenía a menudo a descansar. Cuando entraron en la habitación, entre los dos la llevaron con cuidado hasta el lecho, un enorme hongo de aspecto gomoso. Ella suspiró, y, cuando se aseguró de que la cortina de hojas estaba echada, se retiró la capucha de la cara. Estaba pálida y sudorosa.
—¿Ha comenzado ya? —preguntó Ha-Din.
—Hace un rato —dijo Jack, quitándose la capa—. Hacía tiempo que habíamos decidido venir aquí cuando fuese el momento, pero no hemos sido lo bastante rápidos. Calculamos mal el tiempo, supongo.
—No me sorprende. No es precisamente habitual que una mujer dé a luz tras solo cuatro meses de gestación.
—Han pasado muchas cosas raras últimamente —dijo Jack, ayudando a Victoria a recostarse sobre la cama. Hablaba con calma, pero Ha-Din detectó con claridad sus nervios y su inquietud.
—No temas; avisaremos a las hadas, estarán encantadas de ayudar. Normalmente no les permitimos la entrada, porque les gusta distraer y turbar a los novicios, lo encuentran divertido; pero se toman muy en serio todo lo que gira en torno a la concepción y el nacimiento. Enviarán a una partera de confianza. El único problema es que, tratándose de ellas, no tardará en correr la noticia de que estáis aquí. Los sacerdotes del Oráculo suelen ser discretos; las hadas, no.
Jack se encogió de hombros.
—Para entonces, ya estaremos muy lejos.
Ha-Din lo miró largamente. Pareció que iba a preguntarle algo, pero en aquel momento Victoria lanzó una exclamación de dolor, y el celeste sacudió la cabeza y dijo:
—Voy a enviar a buscar a la partera.
Un rato más tarde, el hada ya había llegado. Había traído consigo a dos hadas más jovencitas, que trataban de parecer serias y formales, aunque no podían disimular su emoción y su alegría. Para los feéricos, todo nuevo nacimiento era una gran fiesta.
Echaron a Jack de la habitación, sin contemplaciones. El joven protestó y dijo que quería quedarse, y Victoria también suplicó que le permitieran permanecer junto a ella, pero las hadas eran inflexibles: había cosas, dijeron, que una mujer tenía que hacer sin hombres molestando alrededor, y dar a luz a su hijo era una de ellas.
—¡En mi tierra se permite a los padres estar presentes en el parto! —protestó Jack, pero la partera lo echó de todas formas.
—El día en que seas tú quien lleve un bebé en la barriga, podrás quedarte —dijo—. Y ahora, largo.
Frustrado y angustiado, Jack no tuvo más remedio que quedarse fuera. Le alivió ver que Ha-Din estaba allí y le sonreía amablemente.
—Vamos —le dijo—, salgamos al jardín.
Jack se resistía a alejarse de allí. Cuando oyó un nuevo grito de Victoria, estuvo a punto de volver a entrar. El Padre lo detuvo.
—Déjalas. Saben lo que hacen. Además, he de hablar contigo.
Jack respiró hondo y se obligó a sí mismo a serenarse. Siguió dócilmente a Ha-Din hasta el jardín, aunque su corazón seguía en aquella habitación, con Victoria.
Ha-Din fue al grano.
—¿Por qué no estáis en Vanissar, Jack? ¿Por qué habéis acudido a mí?
Jack desvió la mirada.
—En Vanissar ya no está Alsan.
—Pero aún tenéis amigos allí.
Jack respiró hondo. Era cierto, allí todavía estaban Shail y Zaisei. Después de haber sobrevivido a lo que algunos llamaban ya la Batalla de los Siete, los tres habían pasado un tiempo recuperándose de las emociones pasadas y del horror que habían experimentado aquel día. Por fin, cuando se había sentido con fuerzas, el joven había dejado a Victoria a cargo de Christian y había volado hasta allí para relatar todo lo que había pasado. Los ejércitos que Covan había enviado a la batalla regresaron sin haber combatido siquiera, porque, por suerte para ellos, no llegaron a tiempo. Los Nuevos Dragones no habían sido tan afortunados: ciento treinta y cuatro dragones, con sus correspondientes pilotos, habían caído, bien entre los anillos de los sheks, bien arrastrados por el huracán.
Covan había enviado una patrulla para recuperar los cuerpos. Lo último que Jack sabía era que habían encontrado el de Alsan sepultado bajo un alud de rocas, en un estado lamentable, aún aferrándose a su espada. Iban a trasladarlo a Vanissar. El funeral se celebraría poco después, y, por supuesto, Jack no pensaba faltar.
Entonces, ¿por qué había llevado a Victoria al Oráculo, en lugar de a Vanissar? Era cierto que aquel lugar le traía muchos recuerdos, y que aún no había asimilado, y mucho menos superado, la pérdida de Alsan, su amigo y maestro. Pero no era solo eso.
—Se trata de Covan —dijo—. Pronto será el nuevo rey de Vanissar. Y no me malinterpretéis, es un gran tipo, pero para ciertas cosas es tan intransigente como lo fue Alsan. Jamás quiso aceptar que todo lo que hemos pasado se deba a los dioses. Y lo cierto es que hubo una batalla en los Picos de Fuego, contra las serpientes. No me creyó cuando le dije que se habían marchado todas. Cree que están ocultas en alguna parte, preparándose para volver a atacarnos. Les echa la culpa de la masacre de los Nuevos Dragones… y, en concreto, a Christian. Al hijo… al heredero de Ashran —se corrigió—. Además, ha encajado muy mal la muerte de Alsan. Todos lo hemos hecho, pero para él… no sé, creo que era casi como un hijo, y creo que se arrepiente de haberle dado la espalda después de la caída de Amrin. ¿Recordáis que, el día de su coronación, Alsan juró que no descansaría hasta matar a la última serpiente de Idhún?
—Temes que el nuevo rey de Vanissar pretenda acabar la tarea que Alsan empezó.
—Traté de decirle que el propio Alsan había ayudado a los sheks a huir, y no reaccionó muy bien. Se lo tomó como una grave ofensa contra el recuerdo de Alsan. Llegó a decir que yo estaba celoso de su heroica muerte y que estaba intentando ensuciar su memoria insinuando que tenía tratos con las serpientes.
—Entiendo —murmuró Ha-Din.
—En vida de Alsan, Vanissar llegó a convertirse en un entorno hostil para nosotros, pero sobre todo para Christian y Victoria. Y me temo que las cosas siguen igual. No quiero ni pensar lo que sucedería si nuestro hijo llega a tener la sangre de un shek.
Ha-Din sonrió levemente al advertir que Jack hablaba de «nuestro hijo» incluso en el caso de que fuese Christian su padre biológico. Era una extraña familia, sin duda, pero había algo de belleza y ternura en todo aquello: «nuestro» hijo, había dicho Jack. El hijo de los tres.
—Covan perseguirá a todas las serpientes de Idhún —prosiguió Jack—, solo para seguir el ejemplo de Alsan. Pero solo queda una serpiente en Idhún. Puede que dos, ahora mismo —añadió, preocupado; se volvió bruscamente al escuchar un nuevo grito de Victoria, esta vez más apagado debido a la distancia; trató de controlar su nerviosismo—. Y ahora, él y sus partidarios, es decir, todos aquellos que culpan a los sheks de lo que pasó en los Picos de Fuego, tienen un arma contra ellos. Gaedalu poseía fragmentos de la Roca Maldita…
—No has de preocuparte más por ella —lo tranquilizó Ha-Din—. Gaedalu ha renunciado a su cargo como Madre Venerable en favor de la hermana Karale.
No había tenido más remedio que hacerlo, pensó Ha-Din, con tristeza. Después de su experiencia con los dioses, Gaedalu no había vuelto a ser la misma. Apenas hablaba con nadie y pasaba el tiempo con la mirada perdida, derramando, de vez en cuando, lágrimas amargas. Habían acabado por llevarla de nuevo a Dagledu, con la esperanza de que, al dar la espalda a la tierra firme y regresar a sus orígenes, lograra superar todo aquello… con el tiempo.
—Pero dejó fragmentos de la Roca Maldita en Vanissar —señaló Jack—, y Covan los está utilizando para crear armas contra Christian. Lo están buscando y, si lo encuentran, puede que terminen acabando con él.
—¿Por eso no ha venido hoy con vosotros?
Jack sonrió misteriosamente, pero no dijo nada. Ha-Din entendió sin necesidad de palabras: el shek sí estaba allí, oculto en alguna parte, tal vez entre la maleza que rodeaba el Oráculo, quizá escondido entre sus mismísimas paredes.
—No se oculta por miedo, en realidad —le explicó Jack—. Es simplemente que no queríamos que su presencia alterara a los habitantes del Oráculo. Necesitábamos que nos acogierais hoy —añadió en voz baja.
—Sois bienvenidos, Jack, lo sabes. También el shek.
Jack sonrió, agradecido.
—¿Y Zaisei? —quiso saber Ha-Din, cambiando de tema.
—Mejorando. Shail está cuidando de ella, y dice que parece que empieza a ver formas borrosas. Los médicos que la atienden confían en que terminará por recuperar la vista.
«Lo cual no puede decirse de muchas otras personas», se dijo, alicaído. La luz de Irial había sorprendido a Zaisei en el interior del castillo, y aún así la había cegado. Pero otros no habían tenido tanta suerte. Desde el día de la Batalla de los Siete se habían multiplicado los casos de personas que habían perdido no solo la visión, sino también los ojos. Especialmente los Shur-Ikaili.
Jack había podido comprobar personalmente el lamentable estado en el que se encontraban siete de los Nueve Clanes. Todos ciegos, todos obligados a aprender a vivir de otra manera. Los clanes bárbaros siempre habían guerreado entre ellos, pero ahora no habían tenido más remedio que unirse. Los miembros de los dos clanes que se habían salvado cuidarían de los demás. Los bárbaros acabarían por volver a ser lo que habían sido, pero sería necesario que una nueva generación de niños sanos naciese, creciese y sustituyese a los adultos.
Por eso habían acogido a Saissh con los brazos abiertos. La niña había quedado deslumbrada por la luz de Irial, pero el báculo de Victoria la había protegido, y a los dos días ya podía ver de nuevo a la perfección. Recuperó su nombre Shur-Ikaili, Uk-Sun, y localizaron a sus familiares más cercanos. Agradecieron a Jack que les devolviera a la pequeña.
Nunca sabrían que aquella niña había sido la elegida por Gerde para ser la futura encarnación del Séptimo dios, en el caso de que decidiese iniciar la conquista de la Tierra. Aquel plan había sido desechado por uno más arriesgado, pero mucho mejor, a largo plazo: la creación de un mundo completamente nuevo para los sheks. Uk-Sun nunca sabría lo cerca que había estado de viajar a la Tierra y ser, de mayor, la líder de todos los sheks, al menos hasta que ellos conquistasen aquel extraño mundo dominado por humanos y no necesitasen que su diosa siguiera ocultándose tras un disfraz mortal. El arriesgado plan de Christian, que había propiciado que, finalmente, fuese Assher el elegido, un hombre-serpiente para un mundo de serpientes, había liberado a la pequeña de aquel destino. Podría crecer como una niña normal.
¿Normal…?
Jack sonrió. Los bárbaros habían obviado el hecho de que Uk-Sun ya caminaba, cuando en teoría no tenía más de unos pocos meses de vida, pero no tardarían en darse cuenta de que a aquella niña se le había concedido el don de la magia.
¿Qué haría, entonces? Jack trató de imaginársela de mayor, estudiando hechicería en la Torre de Kazlunn, junto a Qaydar. También se la imaginó cabalgando por las praderas de Shur-Ikail, libre, salvaje y feliz. Cualquiera de las dos estampas le valía, y comprendió que aquello debía ser decisión de Uk-Sun, o Saissh, y no de Qaydar. Por eso no había dicho una palabra sobre los dones de la pequeña.
—Me alegra saber que Shail está con ella —dijo Ha-Din, y Jack recordó, de pronto, que estaban hablando de Zaisei.
—Sí —asintió—. Victoria quiere ir a verlos, pero de momento no nos parece prudente. Quizá después de que nazca el bebé.
Volvió a darse la vuelta, angustiado. Seguía oyendo gritar a Victoria.
—Todo está bien —lo tranquilizó Ha-Din, aunque comprendía su nerviosismo a la perfección—. Y sé que no es el momento más adecuado, pero me gustaría que me contases qué pasó exactamente en los Picos de Fuego.
Jack lo miró, con cansancio.
—¿Queréis saberlo todo? —preguntó—. ¿Todo lo que yo sé?
Ha-Din suspiró.
—Creo que, si voy a seguir siendo el Padre de la Iglesia de los Seis, sería conveniente que conociese todos los detalles acerca de la manifestación divina más importante de la historia, después de la creación. No sería serio ni profesional que me mantuviese en una deliberada ignorancia, ¿no te parece?
Jack sonrió, a su pesar.
Y procedió a contárselo todo, desde el principio.
Estuvo mucho rato hablando. Le contó todo lo que habían averiguado en los últimos tiempos, Um, Erna, Umadhun, los unicornios, la génesis del Séptimo, la Roca Maldita, la Sombra Sin Nombre y la creación de las serpientes, la aparición de los dragones, su eterna lucha contra los sheks, Talmannon, Shiskatchegg, la caída y exilio de los sheks, la verdadera función de los Oráculos, Ashran, las encarnaciones del Séptimo, la dualidad de los siete dioses, los planes de Gerde, la Tierra, la creación de un nuevo mundo para los sheks, la búsqueda de los Seis, y cómo, finalmente, habían logrado escapar de Idhún.
—No sé cómo les irá —murmuró Jack—, y no sé si este mundo estará mejor sin ellos. Se diría que mucha gente desea volver a encontrarlos, aunque solo sea para cargarles las culpas de todo lo malo que pasa en el mundo. Covan necesita vengar la muerte de Alsan de alguna manera, y los dragones artificiales no tienen razón de ser si no están ellos…
—Tampoco los dragones de verdad, ¿no es así? —dijo Ha-Din amablemente. Había escuchado con atención el relato de Jack, cada pieza del rompecabezas que parecía encajar en su sitio, y sabía que tardaría mucho tiempo en asimilarlo todo y en aceptarlo. Pero la nostalgia de Jack podía palparse, era real.
—Fuimos creados para luchar —respondió él, con sencillez—. Toda nuestra existencia, generación tras generación, giró en torno a los sheks. Y ahora ellos ya no están. Una parte de mí se siente inútil y vacía.
—Pero eres en parte humano. Eso te ayudará a sobrellevarlo mejor.
—Ellos son del todo sheks. No sé qué harán en un mundo sin dragones. Supongo que el Séptimo debería hacer algo al respecto, pero no sé si le importa realmente.
—No tendrá mucho tiempo para preocuparse por ello. No entiendo de mundos nuevos, ni de procesos de creación, pero se me ocurren muchas cosas que podrían salir mal cuando uno intenta conformar un mundo nuevo, un mundo vivo, en tan poco tiempo. Esas cosas tardan millones de años en hacerse.
Jack sonrió.
—Les irá bien. Siempre han sido más listos que nosotros, y creo que eso, en el fondo era lo que más odiábamos de ellos —admitió.
—Y los unicornios —dijo Ha-Din—, ¿tampoco regresarán?
—Por lo visto, Qaydar preguntó a los dioses al respecto. No mostraron mucho entusiasmo. Parece ser que Idhún ha quedado tan cargado de energía que no será necesaria la magia, de momento.
El rostro de Ha-Din se ensombreció.
—No me parece buena cosa —comentó—. Los magos y los sacerdotes siempre nos hemos disputado el dominio sobre las creencias de las personas. Había quien tenía fe en los dioses, había quien confiaba más en la magia, y, aunque nos peleáramos para decidir en qué debía creer la gente, lo cierto es que lo más importante es que tengan algo en qué creer. Y después de todo lo que ha pasado, me temo que la religión no va a ser precisamente fuente de consuelo en tiempos difíciles. Los pocos magos que quedan utilizarán su poder para ayudar a reconstruir el mundo; puede que la gente pueda volcar su fe en ellos, pero son pocos, y con el tiempo se extinguirán. Ni siquiera Victoria podrá mantener viva la magia para siempre.
—Yo provengo de un mundo donde la magia se extinguió hace mucho —murmuro Jack.
—¿De veras? ¿Y cómo les va?
Jack sonrió.
—No muy bien, ciertamente —admitió—. Y tampoco sabría deciros en qué cree la gente. Algunos creen en dioses, otros no creen en nada.
—No se puede no creer en nada —replicó Ha-Din, un tanto desconcertado.
—Se puede no creer en alguien superior —dijo Jack—, pero pienso que sí que se puede tener fe en otro tipo de cosas. En la gente que te rodea, y en la que confías. En tu propia capacidad para sacar adelante tu vida y poner un poco de tu parte para que el mundo mejore… no sé. Hubo un tiempo en que yo pensaba que no creía en nada. Odiaba a los dioses por obligarme a tomar parte en una profecía, me sentía incapaz de tener fe en ellos. Pero sí tenía fe en otras cosas. Si no creyese en nada, estaría muerto por dentro.
Ha-Din asintió, pensativo. No añadieron nada más. Se mantuvieron un momento en silencio, y justamente entonces oyeron un llanto que rasgó la noche y se elevó hacia las luces del primer amanecer.
Ha-Din no tuvo tiempo de reaccionar. Cuando se quiso dar cuenta, Jack ya corría hacia la habitación de Victoria. Nada ni nadie habría podido detenerlo en aquel momento.
Cuando se precipitó en el interior del cuarto, las hadas todavía estaban allí. Sostenían un bebé rubicundo y lloroso que no dejaba de patalear. Estaban terminando de limpiarlo con agua de rocío, y Jack se sintió, de pronto, tremendamente tímido. Miró a Victoria, desde la puerta, y ella le sonrió débilmente, exhausta.
—Todo está bien —dijo la partera—. Es un niño. Y está sano.
Un inmenso alivio inundó el corazón de Jack. Contempló cómo el hada envolvía al bebé en una manta suave y sedosa y lo depositaba en brazos de su madre. Esperó a que saliera de la habitación, seguida de sus ayudantes. Solo cuando estuvieron a solas osó Jack acercarse a Victoria y a su bebé.
—Mira —musitó ella, emocionada—. Mira… es Erik.
—Hola, Erik —susurró Jack, acariciando la manita del bebé; no se atrevió a más—. Hola, pequeño —añadió, pero se le quebró la voz.
Abrazó a Victoria y parpadeó, pero no fue capaz de retener las lágrimas. La besó, con inmenso cariño, y volvió a contemplar al niño.
—Qué grande es —comentó, con una amplia sonrisa—. Para haber sido un embarazo de cuatro meses solamente, no está nada mal.
—Sí, no veas lo que ha costado sacarlo —suspiró ella; Jack la abrazó más fuerte—. Se debe al efecto de Wina —prosiguió Victoria—. Espero que esto sea todo y que se desarrolle como un niño normal.
—¿Normal? ¿Crees que… bueno, que es del todo humano?
Victoria sonrió.
—No, no lo es, aunque lo parezca. Tiene algo de la esencia no humana de sus padres. No sé si eso le dará poderes especiales ni si podrá transformarse. A mí… a mí me gustaría que fuese un niño normal —añadió—. Así nadie intentará convertirlo en un héroe.
—Eso no lo sabes —replicó Jack, sombrío—. Simplemente por ser hijo de quien es, tenga o no habilidades especiales, ya significará mucho para mucha gente… para bien o para mal.
Victoria alzó la mirada hacia él. Era una mirada triste y cansada.
—Después de todo lo que hemos hecho —dijo—, después de todo lo que hemos sacrificado, ¿crees que es mucho pedir a cambio que le den a nuestro hijo la posibilidad de llevar una vida tranquila y feliz?
Jack no supo qué responder. Como no quería nublar aquel momento con malos presagios, cambió de tema:
—¿Y tú? ¿Cómo estás?
Ella cerró los ojos. El bebé había dejado de llorar y se acurrucaba plácidamente entre sus brazos.
—Estoy agotada. Creo que dormiría una semana entera.
Jack sonrió, y la besó otra vez.
En aquel momento, alguien entró en la habitación. Ambos alzaron la cabeza.
Se trataba de Christian.
Se había quedado parado en la puerta, dubitativo, casi tímido, igual que había hecho Jack momentos antes. Contemplaba a la pareja y al bebé sin saber todavía si debía esperar a ser invitado para acercarse.
—¿Te ha visto alguien? —preguntó Jack.
Christian sacudió la cabeza.
—Todo estaba muy despejado. Demasiado despejado, en realidad.
Jack sonrió.
—Parece que Ha-Din ya sabía que vendrías —comentó.
—Todo un detalle por su parte —dijo Christian, y se aproximó a ellos. Rodeó el lecho para acercarse a Victoria por el otro lado y contempló al niño con expresión indescifrable.
—Te presento a Erik —sonrió Victoria, muy orgullosa.
Christian no dijo nada, no se movió, ni hizo el menor gesto. Seguía contemplando al bebé.
Pero Victoria detectó un destello de profunda emoción en sus ojos de hielo.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que por fin, Christian habló.
—Erik —repitió—. Kareth. Es hermoso —comentó, con una media sonrisa—. Es perfecto.
Se sentó sobre el lecho, junto a Victoria.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó en voz baja, con una suavidad que rozaba la dulzura. Por toda respuesta, Victoria sonrió y dejó caer la cabeza sobre su hombro. Christian la rodeó con el brazo y la besó en la frente.
Jack no podía dejar de contemplar al bebé, todavía maravillado. Acarició la mejilla de Erik con la yema del dedo y sonrió al ver cómo él movía las manitas, buscándolo. Se moría de ganas de sostenerlo en sus brazos, pero no se atrevió a decirlo. Sin embargo, Victoria leyó en su rostro como en un libro abierto.
—Ten, cógelo —dijo, entregándole al bebé.
Jack se sobresaltó.
—¿Quién… yo? ¿Y si se me cae? —preguntó, con un breve acceso de pánico.
Victoria se lo puso entre los brazos.
—Sé que no vas a dejarlo caer.
Jack cogió al bebé con infinitas precauciones. Erik no pareció inmutarse. Abrió la boca y dejó escapar un pequeño bostezo. Jack sonrió.
—Parece que se aburre estando con papi —comentó—. No sé si eso es buena señal.
Acunó al bebé un rato, le habló, pero todo lo que obtuvo de él fue una amodorrada indiferencia. Finalmente, alzó la mirada hacia Christian y sonrió, burlón.
—Vamos, ve con tu otro papi —le dijo a Erik—. Ya es hora de que le conozcas.
El shek abrió los ojos súbitamente, un tanto alarmado, pero cogió al bebé que Jack le tendía. Lo hizo con serenidad y seguridad desde el principio, aunque lo sostenía con tanta delicadeza como si fuese de cristal.
—¿No es un milagro? —susurró Victoria. Christian sonrió.
—Sí que lo es —dijo en voz baja.
Entonces, de pronto, Erik se echó a llorar en brazos de Christian, con tanta energía y desesperación que el shek se apresuró a devolverlo a los brazos de su madre.
—A lo mejor tiene hambre —aventuró Jack, algo desconcertado.
—No es la primera vez que me pasa algo así —sonrió Christian, recordando a Saissh—. No te preocupes. A los bebés no suelen gustarles los sheks.
De pronto, los dos fueron conscientes de lo que implicaban aquellas palabras. Cruzaron una mirada y después se volvieron hacia Victoria, que seguía acunando a Erik, con la cabeza gacha.
—¿Lo sabías? —preguntó Jack en voz baja.
Victoria alzó la cabeza para mirarlos.
—Desde hace apenas unos momentos. Mientras estábamos los tres mirando al bebé… he tenido una intuición. Y parece que era correcta.
Christian alargó el dedo para rozar con la yema la punta de la nariz del bebé; este hizo una mueca y les hizo sonreír a los tres.
—Será mucho mejor para él —comentó—. Tendrá muchos menos problemas.
Jack se encogió de hombros.
—Para mí, Erik sigue teniendo dos padres y una madre —dijo—. El hecho de que lleve los genes de uno o de otro no es más que una coincidencia totalmente casual. Además —añadió—, todos nosotros tuvimos dos padres y dos madres, ¿no?
—Sí —susurró Victoria—. Y resulta extraño pensar que ahora ya no nos queda ninguno. Los tres somos huérfanos por partida doble.
Sobrevino un pesado silencio.
—Visto así —murmuró Jack—, lo cierto es que me alegro de saber que este niño va a tener quien se preocupe por él. Cuantos más, mejor. Así que supongo… que somos una familia, ¿no?
—No estoy seguro de que vaya a caerle bien —dijo entonces Christian, un poco preocupado. Victoria sonrió, enternecida al ver que, a pesar de todo, el bebé no le era indiferente.
—Se acostumbrará a ti —lo tranquilizó Jack—. Yo lo he hecho, ¿no?
De nuevo se quedaron en silencio, contemplando a Erik.
—¿Qué vamos a hacer a partir de ahora? —murmuró entonces Victoria.
Jack sonrió ampliamente. —Vivir, sin más. ¿Te parece poco?
La mayor parte de los habitantes de Vanissar apenas sabía gran cosa de su difunto rey. Habían estado gobernados por Amrin durante muchos años, y después había subido al trono su hermano mayor; pero lo había hecho tras derrotarlo en una batalla, después de la cual había desaparecido durante meses. Tras la coronación, lo primero que había hecho había sido organizar un ejército para luchar contra las serpientes, y morir en aquella guerra.
No, los vanissardos no sabían muy bien qué pensar del rey Alsan. Les había traído el caos y la guerra, tras más de una década del organizado gobierno de las serpientes. Pero al final les había devuelto la libertad.
A muchos, sin embargo, no les parecía que hubiesen ganado con el cambio. Alsan los había abandonado con el reino arrasado por el tornado y lleno de personas que habían perdido la vista. Las cosas tardarían mucho tiempo en volver a ser como antes.
Covan tenía mucho trabajo por delante.
Jack no pudo evitar pensar en ello mientras contemplaba, entristecido, cómo las llamas devoraban el cuerpo amortajado de Alsan. Todavía le costaba creer que Alsan los hubiese dejado. El le había enseñado muchas cosas, le había salvado la vida, lo había ayudado a crecer. No siempre habían estado de acuerdo en todo; además, Jack había evolucionado de una forma distinta a como Alsan había esperado. Pero, por mucho que se hubiesen distanciado en los últimos tiempos, Jack sentía que en el fondo nunca habían dejado de ser amigos.
Desvió la mirada de la pira y la dirigió al pequeño Erik, que dormía en brazos de Victoria. Le acarició la manita con ternura. Alsan no había llegado a conocer a aquel bebé. «Cuando sea mayor, le hablaré de ti», le prometió a su amigo en silencio.
Tomó a Erik en brazos para que Victoria pudiese descansar. El pequeño se despertó, pero no hizo ningún ruido. Parecía como si comprendiera de verdad lo importante que era aquel momento para sus padres.
Ahora que tenía los brazos libres, Victoria se enjugó una lágrima indiscreta. Se había propuesto no recordar en aquel momento al Alsan de los últimos tiempos, el rey rígido e intolerante que la había secuestrado y encadenado, amenazando a su bebé. El caballero que consideraba que tener un corazón de serpiente era un delito imperdonable. El mismo que había tratado de matar a Christian.
No; en aquellos momentos, Victoria evocaba al joven sereno y seguro de sí mismo que la había acogido en Limbhad en tiempos inciertos, y a cuyo lado se había sentido protegida cuando no era más que una niña. También a ella le había enseñado muchas cosas.
Volvió la mirada hacia Shail, que también estaba allí, triste y sombrío. A su lado estaba Zaisei. Su mirada perdida denotaba los estragos que la luz de Irial había obrado en ella; Victoria había tratado de curarla y, aunque no le había devuelto la vista del todo, sí la había hecho mejorar.
Tuvo que retirarse al cabo de un rato, porque Erik estaba hambriento. Jack hizo ademán de acompañarla, pero Victoria negó con la cabeza. Sabía lo importante que era para él quedarse hasta el final. Tomó al bebé en brazos y, tras una larga y última mirada a los restos mortales de Alsan, se despidió de él y se fue.
Poco a poco, mientras la pira se consumía, la gente se fue retirando. Qaydar acompañó a Zaisei y a la reina Erive al interior del castillo. Uno tras otro se fueron marchando.
Al final, solo quedaron Jack, Shail y Covan. Se quedaron hasta que la hoguera se consumió por completo.
—Siempre supe que sería un buen rey —suspiró Covan, a media voz—. Y sabía que era un valeroso guerrero. Los que no temen a la muerte, como él, mueren jóvenes. Pero siempre deseé que él fuera diferente, o, al menos, que sobreviviera a muchas batallas más.
—Murió como un héroe —murmuró Jack.
—Combatiendo a las serpientes —asintió Covan.
Jack no lo contradijo. Ya no había serpientes contra las cuales combatir, por lo que tampoco tenía sentido, a aquellas alturas, tratar de explicar a la gente qué había sucedido en realidad.
Shail sí lo sabía. Los dos cruzaron una mirada sombría.
—Y todo por culpa de ese condenado Kirtash —siguió diciendo Covan—. Provocador de catástrofes y señor de serpientes, igual que su padre. Maldito sea.
Jack se quedó helado. Se volvió hacia él.
—Covan, nada de lo que ha pasado fue culpa de Kirtash —dijo con voz extraña.
—Los supervivientes afirman que estaba allí, con las demás serpientes —replicó Covan—. Muerto Ashran, ¿quién si no habría podido causar semejante destrucción en nuestro mundo? Pero acabaremos por darle caza, tenlo por seguro. No podrá esconderse para siempre.
—Pues no contéis conmigo —murmuró Jack, molesto—. Estoy cansado de tener que repetir siempre la misma historia y que nadie quiera escucharme. Kirtash no…
—Sedujo a Victoria —cortó Covan, fríamente—. Si es cierto lo que dicen por ahí, vuestro hijo bien podría haber sido el vástago de esa retorcida serpiente. Victoria… Lunnaris… podría haber dado a luz al nieto de Ashran. ¿No lo entiendes? Mientras los herederos de Ashran existan en este mundo, los sheks podrán volver…
Jack quiso replicar, pero en aquel momento, una sombra negra cubrió el cielo y los hizo alzar la cabeza. Un enorme dragón negro volaba en círculos sobre la ciudad.
—Tanawe envía a alguien —gruñó Covan—. Veo que por fin ha cambiado de idea.
Jack se hizo visera con la mano para contemplar al dragón, y supo inmediatamente que no lo enviaba Tanawe. Pero no dijo nada.
Los Nuevos Dragones habían sido masacrados en la Batalla de los Siete Dioses. Denyal y Tanawe habían sobrevivido de milagro. La mayor parte de los dragones que habían escapado eran aquellos en los que iban montados los magos. Gracias a su poder, habían logrado protegerse del tornado, y habían escapado de allí. No todos, por supuesto, pero sí unos cuantos. El dragón en el que volaba Tanawe era uno de ellos.
Culpaban a Alsan por haberlos embarcado en una empresa suicida. Habían roto toda relación con Vanissar. Seguirían luchando, había dicho Tanawe, pero sin ellos.
Jack no pudo dejar de preguntarse, cuando se enteró, contra quién pensaban seguir luchando, y qué harían cuando buscaran serpientes por todo Idhún y no las encontraran.
De todas formas, los Nuevos Dragones y los Caballeros de Nurgon volvían a ser entidades separadas. Como Covan sería coronado nuevo rey de Vanissar, tendrían que elegir a un nuevo líder para que tomase las riendas de Nurgon y devolviera a la Academia el esplendor de días pasados. Todos esperaban que Jack se uniese a los caballeros, en memoria de Alsan, pero él se había negado. Tampoco lideraría a los Nuevos Dragones.
A Covan, destrozado por la muerte de Alsan, apenas le había importado. A Denyal le había molestado, pero Jack sospechaba que en el fondo se alegraba de que no fuera a interferir.
Sabía bien que aquel dragón negro no lo habían enviado desde Thalis. Y, cuando se posó en el patio del castillo y se abrió su escotilla superior, se dio cuenta de que no se había equivocado.
Un rostro con una tupida barba castaña asomó por la abertura.
—¿Llegamos tarde? —el vozarrón del semibárbaro se oyó en todo el castillo. Covan le dirigió una mirada irritada.
Rando bajó de un salto del lomo de Ogadrak y después, para sorpresa de Jack, se volvió para tender la mano a otra persona que iba con él en el dragón.
—¡Kimara! —exclamó, encantado de volver a verla.
La pareja se reunió con ellos. Jack y Kimara se fundieron en un cálido abrazo. El joven saludó afectuosamente a Rando, que le devolvió una palmada en la espalda tan fuerte que lo dejó sin aliento.
—¡Me alegro de volver a verte, chaval!
—¿Os conocíais? —preguntó Kimara, un tanto perpleja.
Los dos sonrieron, pero no dijeron nada.
Hubo un instante de silencio mientras los recién llegados presentaban sus respetos ante los restos mortales de Alsan.
—Le echaremos de menos —murmuró Kimara.
Hablaron de Alsan en voz baja, hasta que Victoria salió al patio a recibirlos. Abrazó con cariño a Kimara, contenta de volver a verla.
—Oímos noticias de lo que había pasado en Kash-Tar —dijo ella—. Me alegra ver que estás bien.
—¿Dónde está Erik? —le preguntó Jack en voz baja, inquieto.
—Estaba rendido, y lo he dejado dormido —respondió Victoria en el mismo tono—. Pero no quiero que se quede solo mucho rato.
—Dicen por ahí —intervino Kimara, con cierta timidez— que habéis tenido un bebé. ¿Es… bueno…, es verdad?
Los dos sonrieron, orgullosos. Momentos más tarde, Victoria arrastraba tras de sí a Kimara para presentarle a Erik. No tardaron ni dos minutos en llegar allí.
—Qué guapo es —dijo Kimara en voz baja para no despertarlo—. ¿A quién se parece?
—Tiene los ojos castaños, como yo. Pero es rubio. Aunque puede que se le oscurezca el pelo cuando crezca. ¿Tú crees que se parece a Jack?
—Sí que tiene un aire —sonrió la semiyan.
Salieron de la habitación en silencio, y se quedaron en el pasillo, para poder hablar con más tranquilidad.
—¿Y qué va a pasar con él cuando crezca? —quiso saber Kimara—. ¿Crees que… heredará vuestros poderes?
Victoria se encogió de hombros.
—Es pronto para saberlo. ¿Y tú? —preguntó de pronto, cambiando de tema—. ¿Qué ha sido de tu dragona?
El rostro de Kimara se ensombreció.
—Fue destruida por el fuego, igual que muchas otras cosas en Kash-Tar —dijo a media voz.
Victoria le presionó el brazo con suavidad, para consolarla.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Regresarás a tu tierra o vas a quedarte por aquí?
Kimara alzó la cabeza.
—Voy a volver a la Torre de Kazlunn, con Qaydar —declaró—. Estudiaré hechicería y aprenderé a utilizar mi poder. Y después regresaré a mi tierra y utilizaré mi don para ayudar a mi gente. Hay muchas heridas que sanar, y no solo heridas físicas. Así que… te agradezco mucho que me convirtieras en maga, porque eso me dará la oportunidad de hacer muchas más cosas.
—No tienes que agradecérmelo —murmuró Victoria, un tanto cortada—. Lo hice porque deseaba hacerlo. Me alegro mucho de saber que, después de todo, no fue una carga para ti. Pero ¿y Rando? ¿Te esperará?
—Eso dice —sonrió Kimara—. Parece que al final le ha gustado Kash-Tar, así que regresaremos juntos allí cuando yo termine mis estudios… si es que Qaydar me lo permite —añadió, sombría.
—Lo hará —la tranquilizó Victoria—. Qaydar ha cambiado mucho.
Y, en efecto, lo había hecho. Del mismo modo que la fe de Gaedalu en los dioses había sufrido tal revés que se había sentido incapaz de seguir ocupando el cargo de Madre Venerable, tampoco Qaydar había encajado bien el hecho de que los Seis no tuviesen la menor intención de hacer que los unicornios regresasen al mundo, al menos en varias decenas de miles de años.
—Regresaré a mi torre —le había dicho a Victoria— y no creo que volváis a verme muy a menudo fuera de ella. Acogeré allí a todos aquellos que deseen ser iniciados en los caminos de la magia y posean el don, pero aguardaré a que ellos acudan a Kazlunn. Vive libre, criatura, y cuida de tu hijo. Al fin y al cabo, no habrías sido capaz de mantener viva la magia en el mundo tú sola.
Había hablado con profunda tristeza, y Victoria sintió de veras no poder hacer lo que él sugería.
—Qaydar se alegrará de volver a verte —le dijo a Kimara, con una sonrisa.
Cuando anocheció, retiraron los restos mortales de Alsan y los llevaron a la cripta, donde reposarían para siempre junto a los de sus antepasados. Jack se preguntó si alguna vez acudiría a visitar aquella cripta, y comprendió que era poco probable. Todavía le resultaba extraño pensar que lo que quedaba de su amigo estaba ahí dentro. Prefería aceptar, simplemente, que se había marchado y que no regresaría jamás.
Buscó un momento para hablar a solas con Shail después de la cena. Victoria se había quedado con Zaisei, hablando con ella y utilizando su magia sanadora para tratar de acelerar el proceso de curación de sus ojos. Jack recordó la sonrisa de Zaisei cuando le habían puesto a Erik en los brazos, y deseó que se pusiera bien.
—¿Qué pasa, Jack? —le preguntó Shail, un tanto preocupado, cuando él se lo llevó aparte.
—Nada grave —lo tranquilizó él—. Aunque supongo que tardaremos un poco en volver a acostumbrarnos a la tranquilidad, ¿verdad? No todas las noticias tienen por qué ser malas noticias.
Shail sonrió.
—Cierto. La última noticia que me diste era magnífica —comentó, refiriéndose al nacimiento de Erik.
También él estaba encantado con el bebé, y Victoria ya lo llamaba, en broma, «tío Shail».
—Esta nueva noticia es buena, al menos para nosotros. Tenemos algo parecido a un hogar.
—¿Un hogar? —repitió Shail—. ¿Dónde?
—Esta es la parte delicada. Ha-Din se comprometió a buscar un sitio donde pudiésemos vivir más o menos en el anonimato, y creo que lo ha encontrado. Será una casa apartada, en un lugar donde a nadie le importe quiénes somos realmente, donde no nos conozcan… donde podamos criar a nuestro hijo con tranquilidad. Por eso nadie va a saber dónde encontrarnos, salvo Ha-Din… y tú.
Shail respiró hondo, entendiendo las implicaciones de lo que le estaba contando. Se sintió conmovido ante aquella muestra de confianza.
—Jack, no es necesario…
—Sí que lo es. Nos sentiremos más tranquilos si sabes dónde estamos. Pero, por lo que más quieras, no se lo digas a nadie.
—¿Y qué hay de Kirtash?
Jack pareció ligeramente sorprendido ante la pregunta.
—Al decir que tenemos un hogar me refería, naturalmente, a los tres. A los cuatro —añadió—. De hecho, él es otro de los motivos por los cuales hemos buscado un sitio apartado. Quiero que pueda venir a ver a Victoria y a Erik cuando quiera, que pueda quedarse con nosotros, o con ellos, el tiempo que quiera, sin sentir que corremos peligro o que pueden atacarlo en cualquier momento. Todavía tiene muchos enemigos. Hay quien dice que mientras siga vivo, las serpientes tendrán la posibilidad de regresar a Idhún. Es el hijo de Ashran, Shail. Me temo que habrá gente que no lo olvidará nunca. Y ahora… en fin, ahora ya no es tan invencible.
—Pero, si vosotros desaparecéis, la gente empezará a buscaros…
—No vamos a ocultarnos para siempre. Por supuesto que seguiremos dejándonos ver, y sobre todo ahora, que hay que reconstruir medio Idhún y puede que seamos necesarios. Pero no solo se trata de eso. Hoy hemos venido al funeral de Alsan. Dentro de un mes podríamos estar visitando a Qaydar en la Torre de Kazlunn. No vamos a ser invisibles. Es solo que quiero mantener un espacio privado para mí y para mi familia.
—Lo entiendo —asintió Shail—. Podéis contar conmigo.
Jack sonrió.
Cuando vieron la casa, ninguno de los dos pudo hablar durante un largo rato. Simplemente se quedaron mirándola, emocionados, sin poder creer lo que estaban viendo.
Naturalmente, tendrían que haber esperado algo así, pensó Victoria más tarde. Estaban en Celestia, a las afueras de un pequeño poblado cerca de Kelesban, en medio del bosque. Era lógico que una casa construida allí, al estilo celeste, fuera similar a la casa de Limbhad.
No habían elegido Celestia porque pudiera recordarles al acogedor hogar que habían conocido, sino porque allí, en aquel rincón perdido, nadie los conocía ni sabía quiénes eran. Y, aunque lo supiesen, probablemente no dirían nada a nadie, porque eran gentes sencillas que lo único que querían era vivir en paz y, por tanto, podían comprender perfectamente que los recién llegados tuviesen las mismas modestas pretensiones.
Y allí estaba la casa, con sus cúpulas, con su planta redondeada, con sus habitaciones exteriores como pequeñas burbujas. Era, por supuesto, de tamaño mucho más reducido que la casa de Limbhad, pero eso solo hacía que pareciese aún más acogedora.
Victoria deslizó la mano hasta la de Jack y la estrechó con fuerza.
—Me encanta —susurró.
—A mí también —respondió Jack, sonriendo.
Durante los meses siguientes, vivieron apaciblemente en la casa de Kelesban, que pronto se convirtió en su hogar. Jack había sido un joven inquieto, viajero, acostumbrado a ir de un sitio a otro, pero, después de todo lo que había pasado, acogió su nueva vida familiar como una bendición. Junto a la casa había un huerto, que ambos cuidaban con esmero. Los celestes eran vegetarianos y cultivaban una gran variedad de frutas y verduras, por lo que no les faltaban semillas y brotes para plantar. Pero Jack, que no podía evitar sentirse más bien carnívoro, solía ir a cazar al bosque de vez en cuando. Había aprendido dos cosas al respecto: una, que nunca debía matar a un animal en presencia de un celeste, y dos, que nunca debía matar a un pájaro, bajo ningún concepto, porque esa idea les horrorizaba todavía más que percibir los sentimientos del pobre animal moribundo. Una vez asumido esto, la convivencia con sus vecinos celestes no supuso ningún problema.
Y Erik seguía creciendo. Lo estaban criando entre los tres. Christian pasaba mucho tiempo en la casa; tenía un cuarto para él, que podía usar cuando le apeteciera, y solía quedarse durante largos períodos de tiempo, de varios meses, a veces. Jack sabía que Victoria y él pasaban la noche juntos de vez en cuando, pero Christian era lo bastante discreto como para no mencionarlo jamás ni acercarse a Victoria si Jack estaba cerca; y Jack era lo bastante considerado como para hacer viajes cortos de vez en cuando, dejándoles intimidad. Además, de esta manera podía seguir viajando y visitando a sus amigos y conocidos: a Kimara y Dablu en la Torre de Kazlunn; a Shail y Zaisei en Haai-Sil, donde se habían establecido, ahora que Zaisei estaba casi completamente recuperada; a Ha-Din en el Oráculo de Awa; a Covan, en Vanissar, y a Rando en Les, donde vivía ahora, para poder estar cerca de Kimara mientras ella terminaba su aprendizaje. Y también acariciaba la idea de ir a Nanhai para visitar a Ymur, que había vuelto a su hogar en el Gran Oráculo, pero nunca se decidía.
Sabía, por otra parte, que a la gente le gustaba verlo volar sobre sus cabezas, bajo los tres soles. Los veía señalarlo con el dedo, alzar a sus hijos para que lo vieran bien, y casi podía escucharlos decir: «¡Mirad, es Yandrak, el último dragón de Idhún!». Le llenaba de orgullo, pero también lo entristecía. Había regresado en otra ocasión a Awinor y le había parecido oír los susurros de los espíritus de todos los dragones que murieron en la conjunción astral.
«Pero yo no soy el último», quiso decirles. «Erik es mi hijo. Puede que el fuego de Awinor corra por sus venas, aunque solo sea un poco».
El no era el único que viajaba a menudo. De vez en cuando, normalmente coincidiendo con el plenilunio de Erea, Victoria empezaba a mostrarse nerviosa. Durante el primer plenilunio permaneció en casa, con Jack y con Erik, pero Jack notó que le pasaba algo extraño.
—Es tu instinto de unicornio, ¿verdad? —dijo Christian, cuando Jack lo planteó—. Necesitas vagar por el mundo para entregar la magia.
—Buscar estrellas fugaces —dijo Jack, con una sonrisa.
A partir de entonces, Victoria desaparecía varios días cada vez que Erea estaba llena. Habría podido hacerlo en cualquier otro momento, pero lo decidieron así, para que los chicos supieran cuándo no podían contar con ella. Después de tomar aquella decisión, recordaron inmediatamente a Alsan y sus noches de plenilunio.
También, con el tiempo, Christian empezó a sentirse inquieto. La primera en notarlo fue Victoria.
—¿Tienes que marcharte otra vez? —le preguntó, una noche que contemplaban juntos las estrellas desde el porche.
—Siempre me marcho. Voy y vengo, ya lo sabes.
—Sí, pero esta vez es diferente. Quieres marcharte mucho más tiempo, ¿verdad?
Christian inclinó la cabeza.
—Quiero ir a Nanhai —dijo.
—¿A ver a Ydeon?
—En parte. También me gustaría visitar el Gran Oráculo.
—El lugar en el que naciste —dijo Victoria a media voz.
Christian no respondió.
Apenas habían hablado del tema, pero era obvio que Christian le había dado vueltas. Ahora sabía que Ashran había utilizado a Manua en la Sala de los Oyentes para contactar con el Séptimo, de la misma manera que Qaydar, Alsan y Gaedalu habían utilizado a la pequeña Ankira. En cuanto a la niña, Victoria había insistido mucho en que regresara con su gente, los limyati, y Karale no había podido negárselo; ya tendría tiempo de decidir si quería servir en el Oráculo cuando fuera mayor.
No había podido evitar preguntarse si Manua sabía realmente lo que hacía; si Ashran la había engañado, si la había forzado o lo había hecho por voluntad propia. Expuso sus dudas a Christian, y él había dicho:
—Dudo mucho que él la sedujera; siempre le interesó más la magia que las mujeres. Si hubiese querido utilizarla simplemente para la invocación no habría pasado con ella tanto tiempo como para que concibiese un hijo. Creo que ella le importaba de verdad. Y luego… simplemente hubo otras cosas que le importaron más que ella.
—¿Piensas, entonces, que estaban enamorados?
—¿Importa tanto eso?
Victoria había alzado la mano para apartarle un mechón de la frente, con ternura.
—Importa más de lo que crees —sonrió.
Christian sonrió a su vez, pero no le dio la razón, ni la contradijo.
—Creo que mantuvieron una relación más o menos sincera el tiempo que él estuvo estudiando los textos de Ymur, en el Oráculo, hasta que decidió hacer la invocación. Tal vez la convenciera o tal vez la engañara, no lo sé. Solo tengo la sensación, por lo que sabemos, de que mi madre nunca fue realmente consciente de lo que pretendía Ashran de verdad.
»Y sí, creo que él la quería entonces. Porque, de lo contrario, la habría matado al abandonar el Oráculo. Habría matado a la única persona que sabía lo que había pasado de verdad. La única que podría delatarlo antes de que estuviese preparado para traer de vuelta a los sheks.
No habían vuelto a mencionar el tema, pero por alguna razón, Christian seguía pensando en ello. Tal vez le había llamado la atención el detalle del canasto que Ymur utilizaba para sus libros, y que había sido la cuna del propio Christian cuando era un bebé no mayor que Erik. Tal vez deseaba comprender por qué Ashran había decidido cambiar el curso de la historia, trayendo de vuelta a los sheks de Umadhun. O quizá era, simplemente, que, ahora que los sheks se habían marchado, se sentía terriblemente solo.
Victoria conocía aquel sentimiento, pero la conciencia de ser el último de una raza extinta siempre había afectado más a Jack. No obstante, aunque los dos chicos se llevaban bastante bien, Victoria sabía que no podía pretender que ambos compartieran dudas y temores como si fuesen amigos de toda la vida.
—Si has de marcharte, hazlo —le dijo en aquel momento—. Nosotros estaremos aquí cuando vuelvas.
Christian sonrió.
—Aunque no lo parezca, eso me reconforta mucho —dijo solamente.
Cuando Victoria despertó a la mañana siguiente, él ya se había marchado.
Y tardó mucho tiempo en regresar.
Jack y Victoria siguieron haciendo su vida, viendo cómo crecía Erik y adaptándose a la apacible vida de Celestia. Fueron a la bendición de la unión de Shail y Zaisei, que se celebró en Haai-Sil poco después de que Erik cumpliera un año, cuando Zaisei ya estaba del todo recuperada de su ceguera. También asistieron casi todos los miembros de la familia de Shail; Victoria se alegró de conocerlos, y Jack, de verlos otra vez. De nuevo, recordaron a Alsan, que ya no estaba con ellos.
Y cuando Victoria echaba de menos a Christian más de lo que se creía capaz de soportar, él regresó.
Llegó con el tercer atardecer. Jack estaba solo en casa con Erik, y salió a recibirle.
Los dos se miraron un momento.
—Bienvenido a casa —sonrió Jack.
Christian sonrió a su vez. Fue una sonrisa un tanto forzada, como si llevara mucho tiempo sin ensayarla.
Parecía mayor y más cansado. El tiempo que había pasado en Nanhai lo había curtido todavía más. Quizá por eso había vuelto un poco más inexpresivo, como si el hielo hubiese congelado sus facciones.
—Me alegro de estar de vuelta —dijo, y lo decía de verdad.
—Victoria te ha echado de menos —comentó Jack—. Ha ido a la aldea; no tardará en volver.
Christian asintió.
No entraron en la casa. Se estaba muy bien allí, de modo que se sentaron en el porche a contemplar la puesta de sol. Christian saludó a Erik, que se enfurruñó casi enseguida y volvió a entrar en la casa corriendo.
—En el fondo le caes bien —dijo Jack—. Ha preguntado por ti, te ha echado de menos. Creo que el rechazo que siente hacia ti en tu presencia es algo…
—Instintivo —lo ayudó Christian.
—Supongo que sí —suspiró Jack.
Hubo un breve silencio.
—Jack, tú sabes que las cosas no serán siempre así —dijo entonces Christian.
Jack bostezó perezosamente.
—¿A qué te refieres? Yo creo que todo va bien.
—Todo va bien porque hemos pasado mucho tiempo en tensión, luchando en una guerra, y estamos cansados de pelear. Pero cuando nos hayamos acostumbrado a la calma, el instinto volverá a jugarnos malas pasadas.
—No sé tú, pero yo tengo a Domivat bien guardada y hace mucho tiempo que no la uso. Benditos celestes —sonrió.
Christian movió la cabeza con desaprobación. Jack comprendió.
—Te marchas, ¿verdad? Has venido a decir que vas a irte, y esta vez por mucho más tiempo.
Christian paseó la mirada por el horizonte.
—Me vuelvo a la Tierra —dijo solamente.
Jack se quedó helado.
—¿Que te vuelves a la Tierra?
—Eso he dicho.
—Pero… ¿por qué?
—Tú eres el último dragón. Si supieras que puedes llegar a un mundo donde queda un puñado de dragones, ¿qué harías?
—Es verdad —comprendió Jack—. Hay sheks en la Tierra. Pero, según Victoria, no te tienen aprecio. Tratarán de matarte.
—No sería muy inteligente por su parte. Soy el único que puede decirles a dónde se fueron los otros sheks.
—¿Gerde no les avisó? —Jack no podía creerlo—. ¿Los abandonó en la Tierra?
—No van a alegrarse mucho cuando lo sepan, pero alguien tiene que decírselo. No creo que deseen seguir siendo leales al Séptimo cuando se enteren. Podré pactar con ellos; les ayudaré a buscar a los otros sheks si me garantizan que me van a dejar en paz.
—Pero la idea de crear un nuevo mundo en lugar de conquistar la Tierra fue tuya. Si no fuera por ti, ahora todas las serpientes estarían allí, en la Tierra. O sea que, indirectamente, es culpa tuya que ellos se hayan quedado allí tirados.
—Me aseguraré de que no descubran ese pequeño detalle.
—Pero —dijo Jack—, ¿realmente puedes reunirte con ellos en su nuevo mundo?
—No. Los Seis destruyeron la Puerta por completo, el único enlace que había entre este mundo y el otro. La conexión con la Tierra sigue existiendo, y por eso puedo seguir viajando de un lado a otro. Pero no puedo reunirme con los míos en el lugar donde viven ahora.
—Seguirías estando fuera de lugar —dijo Jack—, porque tienes un cuerpo humano, y en su nuevo mundo no hay humanos.
—Lo sé. Por eso la Tierra es el lugar perfecto para mí. Podemos tardar años, tal vez siglos, en averiguar dónde está ese mundo exactamente y en tratar de llegar hasta él. Pero yo soy el que tiene la poca información de que disponemos. Me necesitan… otra vez.
Pensó en Shizuko y sonrió.
—¿Y si deciden regresar a Idhún?
—¿Ellos solos? Son solo treinta y dos. Regresar a Idhún sería un suicidio para ellos en estas circunstancias.
Hubo un breve silencio.
—No es solo por eso —dijo Jack entonces; Christian lo miró—. Podrías ir a la Tierra y regresar en poco tiempo, y no tendrías necesidad de dar tantas explicaciones. Vas a ir para quedarte. Los otros sheks no tienen tanta importancia en el fondo, ¿verdad?
—Me voy para no poneros en peligro —admitió el shek—. Los Nuevos Dragones están removiendo cielo y tierra para buscarme. No tienen sheks contra los que luchar, así que su mera existencia ya no tiene ningún sentido, de modo que se han vuelto contra mí. ¿Has oído las historias?
—Sí —asintió Jack—. Dicen que pretendes devolver a la vida a Ashran, y que todo lo que pasó cuando vinieron los dioses fue porque estabas jugando con magia prohibida para traerlo de vuelta. Dicen que toda la culpa es tuya. Es curioso, nadie habla de Gerde.
—Muy poca gente sabe que ella estuvo implicada en todo lo que pasó. Y sé que no se sentirán tranquilos hasta que hayan acabado conmigo. Y si siguen mi rastro, tarde o temprano os encontrarán a vosotros también. No quiero que perdáis todo esto que habéis conseguido.
—Estamos dispuestos a arriesgarnos, Christian, lo sabes. Si te vas solo por no ponernos en peligro, le partirás el corazón a Victoria.
Christian respiró hondo.
—Son muchas cosas —dijo—. Supongo que la más importante de ellas es que, a pesar de haber nacido aquí, hace mucho que ya no siento este mundo como mío. —Se volvió hacia Jack y dijo—. Existe otra posibilidad, y es que os vengáis conmigo los tres, de vuelta a la Tierra.
La propuesta era tan tentadora que a Jack le dolió el corazón de nostalgia.
—Sería mucho lo que dejaríamos aquí —dijo, sin embargo—. Y nadie nos espera al otro lado, después de todo. Pero háblalo con Victoria. Creo que en el fondo ella es la principal interesada.
Se puso en pie de un salto.
—Me voy —anunció—. Victoria está al caer, y, si te vas a marchar mañana, como supongo que harás, esta noche yo sobro aquí —añadió, con una sonrisa.
Christian sonrió a su vez.
—Gracias —dijo.
—¿Quieres que me lleve al niño para que no os moleste?
—No, déjalo. Tiene un sueño muy pesado; dormirá como un tronco hasta el amanecer.
—En eso se parece a mí —comentó Jack—. Bien, pues me marcho. Dile a Victoria que volveré con el tercer amanecer. Y en cuanto a ti… buena suerte, y buen viaje. Y vuelve de vez en cuando, aunque solo sea para saludar. No puedes abandonarla ahora —añadió, muy serio.
—No voy a abandonarla. Nunca.
Jack sonrió otra vez, pero no dijo nada más. Se despidieron y, momentos más tarde, Jack se elevaba hacia las tres lunas, en dirección a las montañas.
Victoria volvía ya cuando lo vio alejarse. Lo llamó, pero él no la oyó. La joven corrió a casa, preocupada porque Erik pudiera haberse quedado solo.
Christian la estaba esperando en el porche.
Victoria se detuvo en seco. Hacía casi un año que no lo veía, y se quedó mirándolo, sin poder creer que fuera de verdad. El anillo no le había transmitido nada aquella vez; Christian había querido mantener su llegada en secreto, tal vez para que fuese una sorpresa.
Cuando él avanzó unos pasos y la luz de las lunas iluminó su rostro, Victoria corrió a refugiarse entre sus brazos, ebria de felicidad.
—¡Christian! —susurró—. ¡Has vuelto! Te he echado mucho de menos.
El shek sonrió, le acarició el pelo, pero no dijo nada. Juntos, cogidos de la cintura, regresaron al interior de la casa.
Dieron de comer a Erik, lo bañaron y lo acostaron. Solo cuando el niño ya dormía profundamente, se sentaron junto a la ventana, con las luces apagadas, y hablaron en voz baja.
Victoria le contó todo lo que había pasado cuando él estaba fuera. Hablaba feliz y entusiasmada, y Christian sabía que le rompería el corazón si le decía que tenía que marcharse otra vez. Deseó, por un momento, ser como Jack, ser capaz de quedarse con Victoria constantemente, de formar parte de una familia. Pero sabía que necesitaba estar a solas, y sabía que terminaría por marcharse a la Tierra tarde o temprano. Podría quedarse varios días, varios meses en Kelesban, con ellos, antes de irse, pero en el fondo no le parecía buena idea. Tenía que hacerlo ahora, cuanto antes, porque cada minuto que pasara allí le costaría más trabajo marcharse.
Pero necesitaba volver a estar con Victoria al menos un rato más. Al menos una noche más.
—Y a ti —dijo ella entonces—, ¿cómo te ha ido?
Christian empezó a contarle, en pocas palabras, lo que había sido su vida en Nanhai todo aquel tiempo, pero no llegó a terminar su relato. Calló y la miró intensamente, en silencio.
—¿Qué? —susurró Victoria, estremeciéndose, sin saber por qué.
El shek respiró hondo.
—Victoria, tengo que volver a marcharme.
Ella lo miró, pero no dijo nada. Permaneció callada mientras él le explicaba todo lo que le había dicho a Jack.
—… Por eso he de irme —concluyó—. Pero me gustaría que vinierais conmigo.
Victoria suspiró.
—Ojalá pudiéramos. Pero tengo que pensar en Erik. No sé qué puedo ofrecerle en la Tierra. Y, además… tampoco podemos marcharnos, sin más. Darles la espalda a Shail, a Zaisei, a Kimara… a todo el mundo.
—¿Todavía te sientes responsable por todo lo que pase aquí? —sonrió Christian.
Victoria sacudió la cabeza.
—Es una sensación difícil de olvidar.
Tomó su mano, tímidamente, como si no quisiera que él creyese que trataba de retenerlo.
—Voy… voy a echarte de menos —susurró.
—Volveré, Victoria. Te prometo que vendré a menudo. Pero no será como antes, porque estaremos en mundos diferentes.
Victoria no dijo nada. Christian la tomó de la barbilla, con delicadeza, y le hizo alzar la cabeza para mirarla a los ojos.
—Yo también voy a echarte de menos —dijo—. Muchísimo.
Y la besó, como nunca antes la había besado. Victoria se dejó envolver por sus brazos, hundió los dedos en su pelo y lloró como una niña.
—Quiero irme contigo —le susurró al oído.
—Ven cuando quieras —respondió él, también en su oído—. Si algún día no eres feliz, o te sientes en peligro, o crees que ya no perteneces a este mundo… no tengas miedo y cruza la Puerta. Te estaré esperando al otro lado. A ti, y a Jack y Erik, si quieres.
Victoria lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Siempre me dices que vaya contigo —murmuró—, y yo nunca lo hago.
—Siempre me pides que me quede contigo —respondió él—, y yo nunca puedo. Y, a pesar de eso… me siento más unido a ti que a ninguna otra persona que haya conocido jamás.
Victoria cerró los ojos y se abandonó a sus besos y a sus caricias.
«No te vayas», pensó.
«Nunca me iré del todo», respondió él.
Christian se quedó hasta el primer amanecer. Normalmente se iba cuando todavía era de noche, pero aquel día quería estar junto a Victoria cuando ella despertase.
No obstante, al verla tan profundamente dormida, Christian supo que no tendría valor para despertarla, o para esperar a que abriese los ojos, y tener que despedirse… otra vez.
De modo que se levantó y se vistió en silencio. Besó a Victoria suavemente en la frente antes de salir, y abandonó la habitación.
No les había contado, ni a Jack ni a Victoria, que lo que le había hecho decidirse por exiliarse a la Tierra había sido algo que le había sucedido días atrás, cuando sobrevolaba Nanetten.
Siempre tenía buen cuidado de no mostrarse bajo su forma de shek, y cuando volaba, lo hacía de noche. Pero en aquella ocasión, alguien le había visto: uno de los dragones artificiales de Tanawe.
Iba solo; en principio, Christian no tuvo ningún problema en enfrentarse a él. Le sentaría bien y, además, no creía que corriese verdadero peligro. Casi todos los buenos pilotos de los Nuevos Dragones habían muerto en la Batalla de los Siete. Aquel solo podía ser un novato.
De modo que había lanzado un intenso siseo para provocarlo y se había preparado para la lucha.
Pero entonces había detectado algo que le había puesto las escamas de punta, algo que había inspirado en su corazón un oscuro terror que no estaba dispuesto a afrontar.
Eran las garras del dragón. Estaban fabricadas con material de la Roca Maldita.
Christian no temía al combate, pero no estaba dispuesto a volver a pasar por eso otra vez. Había dado media vuelta y había salido huyendo.
Ahora, los Nuevos Dragones sabían que todavía quedaban sheks en Idhún. En realidad solo quedaba uno, y tal vez alguien inteligente ataría cabos, pero, en cualquier caso, no se hacía ilusiones: si Tanawe seguía fabricando dragones, y además con «mejoras», no cabía duda de que era porque aún esperaban encontrar sheks en alguna parte. Así que no se detendrían hasta dar con ellos.
Hasta dar con él.
Christian no quería alarmar a Victoria, pero no estaba dispuesto a seguir huyendo. Había muchas cosas en el mundo que podían matarlo, pero solo una capaz de hacerle experimentar un estado que para él era peor que la muerte. Los sangrecaliente habían descubierto la Roca Maldita; hasta que aquel objeto no desapareciese de la faz de Idhún, Christian no se sentiría cómodo allí.
Pasó por el cuarto de Erik y se asomó a su cama. El niño dormía, pero se despertó cuando Christian le acarició la mejilla. Lo miró con unos profundos ojos castaños. El shek habría jurado que había en ellos un destello de luz.
—Hola, pequeño —susurró—. Me marcho.
Respiró hondo. Sabía que también echaría mucho de menos a aquel niño. A pesar del ligerísimo olor a dragón que despedía, Christian lo quería como a un hijo.
—¿Cuidarás de tu madre? —le preguntó suavemente.
El niño no dijo nada. Solo siguió mirándolo.
—Y de Jack también —siguió diciéndole Christian—. Suele meterse en problemas con más facilidad de la que quiere reconocer.
Erik seguía sin hablar. Christian sintió que ya era hora de despedirse.
—No te olvides de mí, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja.
—Kistan —dijo Erik.
Christian sonrió. Hacía mucho que no pasaba por aquella casa y, sin embargo, Erik había aprendido a pronunciar su nombre.
Le hizo una nueva carantoña y salió de la habitación.
Momentos después, abandonaba la casa, tal vez para no volver.
Jack regresó con el tercer amanecer y encontró a Victoria en un estado profundamente melancólico. La abrazó y la consoló lo mejor que pudo.
—Iremos a la Tierra, con él, si eso te hace sentir mejor —le prometió.
Victoria dijo que no era necesario, pero Jack sabía que, si Christian no regresaba en un plazo razonable de tiempo, tendrían que ir a reunirse con él. Era tan sumamente cruel mantenerlos tanto tiempo separados que Jack se preguntó por qué insistiría el shek en marcharse una y otra vez.
—Tranquila —murmuró en su oído—. Volverás a verlo cuando menos te lo esperes. Sabes que nunca nos libraremos de él —añadió, burlón.
Victoria sonrió.
A sus pies, Erik jugaba con un perrito de madera que Jack había tallado para él. Todo estaba bien, todo parecía tranquilo y apacible y, no obstante, tanto Jack como Victoria sabían que faltaba algo en aquel cuadro para que estuviese completo.
Muy lejos de allí, en otro universo, tal vez, Shizuko Ishikawa acababa de salir de una reunión de negocios. Se movía con elegancia, casi deslizándose, casi ondulando, como lo había hecho cuando era una shek. Era hora punta y había mucha gente en la calle, demasiada como para que ella se sintiese cómoda. Sus ojos rasgados buscaron un taxi para regresar a su propia oficina.
Y entonces lo vio a él.
Frío, sereno, vestido de negro, como de costumbre. Había pasado bastante tiempo, tal vez un año, tal vez dos, suficiente como para que una mujer olvide a un hombre que la ha decepcionado.
Pero los sheks nunca olvidan.
Se quedó quieta, con el semblante impenetrable, y simplemente esperó a que él se acercase. Cuando estuvieron frente a frente no hubo ningún saludo verbal, ningún apretón de manos. Solo se miraron a los ojos.
«¿Qué haces aquí?», quiso saber ella.
Christian se lo explicó.
En apenas unos segundos puso a su disposición toda la información que creía que ella debía conocer. A medida que fue conociendo los detalles, el semblante de porcelana de Shizuko palideció cada vez más.
«Mientes», dijo. «No pueden habernos dejado atrás. Ella prometió…».
«Tenía un plan mejor», respondió Christian.
Shizuko lo miró, en silencio.
«Y ahora, ¿qué vamos a hacer?», preguntó después. «¿Cómo vamos a sobrevivir en este mundo?».
«Como hemos hecho siempre», dijo Christian. «Puede que tardéis años, o décadas, pero os las arreglaréis para ser los señores de este mundo. Y probablemente los humanos jamás lo sabrán».
«Es un pobre consuelo».
«No tenía intención de consolarte».
Volvieron a cruzar una larga, larga mirada. Después, Christian dio media vuelta y se alejó de ella, sin mirar atrás.
Shizuko se quedó parada, en medio de la gente, del tráfico, del ruido y del humo, del caos de Tokio, que se arremolinaba en torno a ella, sin llegar a advertir, ni por un solo instante, la vasta desolación que podía llegar a esconderse en el interior de aquella mujer de hielo, de aquella serpiente condenada a vivir entre humanos.