Cuando le anunciaron la súbita llegada de los visitantes, la hermana Karale fue a recibirlos al pórtico, sorprendida.
—¡Madre Venerable! —exclamó al ver a Gaedalu—. No esperábamos vuestro regreso hasta… —se interrumpió al ver a Qaydar y a Alsan.
«Hermana», dijo la varu, con gravedad, «creo que ya conoces a Alsan, rey de Vanissar».
La feérica abrió mucho los ojos, impresionada. Cierto; había conocido a Alsan el día en que la cólera de Neliam se había abatido sobre el Oráculo. Pero en aquel entonces tenía un aspecto diferente, se dijo, y respondía a otro nombre. Y en ningún momento había comentado nada acerca de ser rey.
—Nos conocemos, sí —dijo Alsan, con una serena sonrisa.
«Y puede que no conozcas a Qaydar, el Archimago», prosiguió Gaedalu, «pero no me cabe duda de que has oído hablar de él».
Karale tardó un poco en reaccionar.
—Sí…, claro…, cómo no. —Recordaba muy bien los sermones de la Madre acerca de confiar en los magos, y especialmente en los magos poderosos, pero se recuperó de su estupor y logró balbucir—. Es un honor.
«Venimos para hacer una consulta en la Sala de los Oyentes», dijo Gaedalu.
Karale palideció.
—Pero, Madre, ¡no podéis estar hablando en serio! Sabéis que esa sala ha sido clausurada. Estamos en vías de derruir la cúpula, porque, por más que hemos tratado de insonorizarla, el ruido es cada vez más intenso, y no nos permite…
«Aun así, entraremos, hermana», cortó Gaedalu, inflexible. «El Archimago se encargará de proteger nuestros oídos convenientemente».
Karale logró murmurar un asentimiento y los escoltó a través de los pasillos. El Oráculo se había recuperado bastante bien del embate de las aguas. Las sacerdotisas se habían esmerado mucho en reconstruir las partes más dañadas, y aunque todavía se veían algunos desperfectos aquí y allá, aquel lugar volvía a ser un hogar.
En otros tiempos, Gaedalu se habría sentido orgullosa de su comunidad de sacerdotisas y de todo lo que habían trabajado. Pero en aquel momento apenas se percató de todo ello. Solo tenía una cosa en mente.
«Hermana», dijo, cuando ya enfilaban por el corredor que los conduciría a la Sala de los Oyentes, «ve a buscar a la pequeña Ankira. Hoy, más que nunca, vamos a necesitar del sagrado don que los dioses le concedieron».
Zaisei seguía sin ver.
Como el castillo volvía a ser habitable, la habían trasladado a una de las habitaciones superiores, junto a otras personas afectadas por la luz de Irial. La mayoría se iba recuperando lentamente, pero ella no; sus ojos habían quedado demasiado dañados.
El tornado se había alejado hacia el sur y el globo de oscuridad volvía a proteger la ciudad. Los refugiados del sótano se atrevieron, uno tras otro, a abandonar su escondite y a regresar a sus casas o a sus estancias, en el caso de aquellos que estaban alojados en el castillo. El Padre Venerable, no obstante, se había quedado con Zaisei y los demás.
Habían tratado de explicarles lo que había sucedido, pero no podían entenderlo, y, por tanto, no podían aceptarlo. Zaisei era la única que permanecía en silencio, con los ojos cerrados, aguardando.
Ha-Din sabía que estaba esperando a Shail.
No era el único que había desaparecido durante aquellos caóticos momentos. Covan había buscado a Alsan por todo el castillo, pero no había ni rastro de él. Tampoco aparecían Jack, Victoria, Qaydar ni Gaedalu.
—El mago dijo que Jack había descendido a los túneles subterráneos —le dijo a Ha-Din cuando regresó para informarle—, pero los demás no estaban con él. Espero de corazón que el tornado no se los haya llevado.
El celeste entornó los ojos.
—Yo me inclino más bien a pensar que se han ido por voluntad propia.
—¿Ido? —repitió Covan—. Pero ¿a dónde?
Ha-Din no tuvo ocasión de responder. En aquel momento, entraron a decirle que un recién llegado preguntaba por el rey Alsan. El maestro de armas se despidió de Ha-Din con una inclinación de cabeza y salió apresuradamente de la habitación.
El visitante lo aguardaba en el patio. Era un joven alto y decidido que se erguía junto a un dragón artificial.
—Me envían Denyal y Tanawe para hablar con el rey —proclamó.
—El rey no puede recibirte: no se encuentra en el castillo en estos momentos, y no sabemos cuándo volverá.
Al escuchar estas palabras, todo el aplomo del piloto pareció desmoronarse.
—Pero ¿cómo? —se desesperó—. ¡Hoy era el día! No podemos esperar más. Yo tendría que haber llegado aquí hace horas, pero el tornado me obligó a refugiarme en las montañas. El mensaje…
—¿El tornado? —cortó Covan—. ¿Y qué hay de la luz?
—Tanawe le aplicó al dragón un hechizo de oscuridad antes de partir. Pero escuchad, caballero, eso no es lo más importante ahora. Ayer llegaron a Thalis los hechiceros prometidos por Qaydar. Hace tres días regresó también uno de los pilotos enviados a Kash-Tar, con el último ingrediente que precisaba Tanawe para completar los dragones. Ahora, la flota está lista para partir. Los ejércitos de Nanetten, Dingra y Raheld nos aguardan también. Necesitamos una respuesta del rey Alsan con urgencia.
Covan reflexionó. Sabía que el ataque a los Picos de Fuego era inminente, y que Alsan lo había dejado todo cuidadosamente planeado. Se preguntó si estaría autorizado a tomar aquel tipo de decisiones en su nombre.
«Sé lo que diría él», pensó de pronto. «Llevaba mucho tiempo planeando esto. Si regresa pronto estará satisfecho de ver que todo marcha según lo previsto, y si tarda en volver… bien, el reino no puede estar sin una mano que lo guíe en estos momentos tan difíciles». Shail tenía razón. El era el otro candidato al trono, el que debía sustituir a Alsan en su ausencia.
—Di a Denyal que ordene la partida de la flota —dijo por fin—. Los ejércitos de Vanissar partirán de inmediato. Nos veremos en los Picos de Fuego.
El joven piloto inclinó la cabeza y subió de nuevo a su dragón. Momentos después, sobrevolaba los tejados de Vanis, rumbo a Thalis.
—¡No quiero volver a entrar! —chillaba Ankira, tratando de aferrase a los marcos de las puertas, mientras Alsan la arrastraba hacia la sala de los Oyentes—. ¡No quiero!
La última palabra que pronunció terminó en un aullido de terror cuando Alsan consiguió que se soltara y se la echó al hombro, a pesar de sus lloros y pataleos. La hermana Karale observaba la escena, angustiada.
—¿Es necesario todo esto, Madre?
«Absolutamente», respondió Gaedalu. «También yo preferiría no tener que recurrir a una niña, pero las otras dos Oyentes no están en condiciones de ayudarnos. Y necesitamos a Ankira, hermana. El mundo entero la necesita ahora mismo».
Ankira lloraba mientras Alsan se la llevaba hacia la terrorífica Sala de los Oyentes. Suplicó entre lágrimas que la dejaran marchar; pidió ayuda a la hermana Karale, pero esta no pudo hacer otra cosa que quedarse pegada a la pared, mirando, impotente, maldiciéndose por su cobardía.
Vio que el Archimago aplicaba sobre los cuatro un conjuro para proteger sus oídos, pero eso no le hizo sentirse mejor. Se quedó mirando cómo retiraban los colchones, las mantas y los almohadones que protegían la puerta de la sala, hasta que el ruido fue tan ensordecedor, tan insoportable, que no tuvo más remedio que salir huyendo.
Los que se quedaron oían aquel sonido, pero mucho más amortiguado. Parecían voces, era cierto; pero no llegaban a entender lo que decían. Sonaba como un galimatías sin sentido, como el sonido de muchos susurros entremezclándose, susurros que retumbaban con la potencia de un huracán.
—Nos van a matar, nos van a matar —gemía Ankira.
«Son nuestros dioses, pequeña», dijo Gaedalu, amablemente. «No harán daño a aquellos que confíen en ellos».
—¡Pero es que no saben que estamos aquí! —chilló ella, desesperada.
Nadie le hizo caso. Abrieron la puerta de la sala y entraron en su interior. Fue Qaydar el encargado de cerrarla tras ellos y bloquearla de nuevo con su magia para que no los molestaran.
—Necesitaré un poco de tiempo para preparar el conjuro —dijo.
«No nos queda mucho», replicó Gaedalu, «pero esperaremos».
Ankira, todavía en brazos de Alsan, gimió y enterró la cara en su ancho pecho. Y por un instante, el joven evocó el rostro de otra niña aterrada a quien él y Shail habían salvado de la muerte años atrás. Sacudió la cabeza, mientras una punzada de dolor atravesaba sus recuerdos. «Le fallé a Victoria», se dijo. «Le dije que la protegería de Kirtash y no lo he hecho. Él acabó por seducirla, se la llevó consigo, a pesar de que le juré que la defendería. No le planté cara y me la arrebató. No volverá a pasar».
—No temas, pequeña —le dijo a Ankira—. Eres una elegida de los dioses; ellos no permitirán que te pase nada malo… y yo tampoco.
Ella no respondió. Seguía temblando, muda de terror.
Shail se precipitó en el interior de la habitación.
—¡Zaisei! —exclamó.
Ella volvió hacia él sus ojos sin vida.
—¿Shail? —murmuró, pero no pudo añadir más, porque el mago la sofocó en un apretado abrazo.
—¿Qué… qué te ha pasado?
—La luz la deslumbró —dijo Ha-Din en voz baja—. No puede ver nada. Puede que recupere la visión en las próximas horas, pero…
Shail se separó un poco de la sacerdotisa, tomó su rostro con las manos y contempló sus ojos.
—Dioses —susurró, e inmediatamente se arrepintió de haber utilizado aquella expresión. Apretó los dientes, con rabia.
Zaisei captó aquellos sentimientos.
—No… —murmuró, pero Shail cortó:
—Sí, siento pena, siento rabia y siento ira, Zaisei. Sé que estas emociones turban la paz de mi espíritu, pero soy humano y no puedo evitarlo.
Se le quebró la voz. La estrechó otra vez entre sus brazos.
—Tal vez Victoria pueda hacer algo por ella —dijo la voz de Jack a sus espaldas.
El mago alzó la cabeza hacia él. Victoria no estaba allí, y recordó por qué: nada más llegar, había corrido a su habitación en busca del báculo. Esa idea lo devolvió a la realidad.
—No —decidió—. Vosotros id a detener a Alsan. Después, cuando todo haya terminado… si seguimos todos aquí… le pediré ayuda para Zaisei. Pero ahora tenéis que marcharos cuanto antes.
—¿Marcharnos? ¿No vas a venir con nosotros?
Shail negó con la cabeza, sin apartar la mirada de Zaisei.
—No soy un héroe, Jack. Mi lugar está aquí, junto a ella. Lo siento.
—No lo sientas —murmuró Jack—. Tú no tienes la obligación de salvar el mundo. Sé que suena a consejo egoísta, pero… aprovéchate de ello.
Shail asintió.
—Vete a buscar a Victoria —dijo—, y marchaos ya. No dejes que entre aquí, o querrá quedarse a curar a toda esta gente.
Jack se mordió el labio inferior.
—No creas que no me tienta la idea de dejarla aquí —reconoció—. En su estado…
—Pero sin ella no llegarás a tiempo al Oráculo, Jack.
Él lo miró sin entender.
—¡Vete! —lo apremió Shail, impaciente.
Jack abrió la boca, pero no dijo nada. Inspiró hondo, asintió y, tras despedirse con un gesto de Ha-Din, dio media vuelta y salió de la habitación.
Instantes después, volaba sobre el castillo, con Victoria montada sobre su lomo, rumbo a Gantadd.
Qaydar pronunciaba las palabras lenta y concienzudamente. En el centro del hexágono, Ankira sollozaba de puro terror. Un poco más apartados, Alsan y Gaedalu aguardaban en silencio. Cuando el hexágono, trazado con finas líneas de polvo dorado, se iluminó un breve instante, ambos cruzaron una mirada. Tanto Alsan, un caballero de Nurgon, como Gaedalu, una sacerdotisa, desconfiaban de la magia, pero ninguno de los dos detuvo a Qaydar, como tampoco lo habían detenido a la hora de invocar a Talmannon. Gaedalu esbozó una amarga sonrisa y, aunque no dijo nada, Alsan comprendió su significado, porque él estaba pensando lo mismo: la necesidad obliga a hacer extraños aliados.
El hexágono brilló con más intensidad, y Qaydar elevó el tono de su voz. Las palabras mágicas resonaron con fuerza en el interior de la burbuja que el propio Archimago había creado para aislarlos a todos del sonido atronador de la sala. Ankira gritó de miedo y se dejó caer de rodillas sobre el suelo, sujetándose la cabeza con las manos.
Qaydar pronunció las últimas palabras, dio un paso atrás y esperó.
Ankira gritó otra vez y sacudió la cabeza. Temblaba violentamente, pero no fue capaz de ponerse en pie y tratar de escapar del hexágono.
—¿Qué le está pasando? —preguntó Alsan, inquieto de pronto.
—Estoy abriendo sus sentidos —dijo Qaydar—, abriendo el canal de su mente que la comunica con los dioses, para que esa comunicación sea en ambas direcciones.
«¿Le duele?», preguntó Gaedalu.
—Posiblemente; pero pasará pronto.
Qaydar tenía razón. Tras un último alarido, que murió lentamente en sus labios, la niña alzó la cabeza y abrió los ojos de par en par.
Alsan tragó saliva. Los ojos de Ankira se habían vuelto completamente blancos, y su rostro moreno se había vuelto tan frío e inexpresivo como el de una estatua de ébano.
—¿Ankira? —preguntó Alsan, inquieto, pero ella no respondió, ni dio muestras siquiera de haberlo oído. Estaba en trance.
—¿Hay alguien… al otro lado? —preguntó Qaydar.
Ankira entreabrió los labios. Un extraño murmullo salió de su boca, como si varias voces hablasen al mismo tiempo. Pero todas aquellas identidades hablaban con la voz de Ankira.
El susurro se hizo un poco más audible, pero no mucho más inteligible.
—¿Hay alguien? —repitió Qaydar.
Por fin, Ankira habló en idhunaico. Y fue una voz extraña, porque parecía formada por seis voces diferentes que se trenzaban en un solo murmullo, pero todas hablaban con la voz de la niña:
—Mortales —dijo Ankira, con un tono carente de toda emoción—. ¿Qué queréis?
—¡No llegaremos a tiempo! —gritó Jack, batiendo las alas con todas sus fuerzas.
Victoria no respondió inmediatamente. Estaba inquieta por Christian, que había partido hacia los Picos de Fuego para avisar a Gerde y a los sheks de las intenciones de Alsan. También él tardaría demasiado en llegar. Probablemente se toparía con algún dios por el camino y tendría que dar un rodeo. Pero lo que más le preocupaba era que, sin el anillo, había perdido aquel contacto tan tranquilizador que le permitía saber que, por muy lejos que estuviese, por muchos peligros que corriera, seguía estando a salvo.
—¡Victoria! —insistió Jack—. ¡Shail ha dicho que puedes hacer que lleguemos antes!
—Sí —respondió ella, volviendo a la realidad—. Puedo moverme con la luz. Pero no es muy seguro.
—¿Por qué? ¿Es algo así como la teletransportación?
—No; la teletransportación consiste en desaparecer en un sitio y aparecer en otro, y yo no puedo hacer eso. El único riesgo de la teletransportación es que aparezcas en un lugar inesperado, como en el interior de una pared, o algo así; pero se soluciona visualizando con claridad el lugar al que quieres transportarte. Esto es diferente. Lo que yo puedo hacer consiste en moverme con la luz, y no puedo prever todos los obstáculos que encontraré en mi camino. ¿Cómo crees que sería estrellarse contra un pico montañoso a la velocidad de la luz?
Jack se lo imaginó, y se le pusieron las escamas de punta.
—Pero ¿lo has hecho alguna vez?
Victoria recordó cómo había acudido al rescate de Jack y de Christian, cuando Ashran los había capturado en la Torre de Drackwen.
—Sí, pero era una emergencia.
—¡Esto también lo es!
—Antes no estaba embarazada; ahora, sí.
Jack no dijo nada.
Victoria pensó en todo lo que Christian les había contado acerca de Gerde, de lo que había comprendido sobre los dioses, del plan de exilio de los sheks. Era un concepto tan diferente a todo lo que les habían enseñado que les había costado asimilarlo, y sabían que los demás tampoco lo aceptarían. Pero no podían correr el riesgo.
—No existen dioses creadores y dioses destructores —les había contado Christian, en la soledad de la cabaña semiderruida de Alis Lithban—, porque todos los dioses proceden del mismo caos creador, de una voluntad creadora y destructora al mismo tiempo. Porque el orden y el caos, la luz y la oscuridad, el día y la noche, son una sola cosa y no se pueden separar. Están en la esencia de todas las cosas y todas las criaturas.
—Pero los Seis lo hicieron —había objetado Jack—. Extrajeron de ellos esa parte destructora y la encerraron en una especie de cápsula indestructible.
—Y por eso el Séptimo fue oscuro, caótico y destructor al principio —asintió Christian—, y las primeras generaciones de hombres-serpiente fueron monstruos crueles y destructivos. Pero no se puede separar para siempre ambas esencias. Si los dioses se hubiesen liberado del caos, no destruirían las cosas a su paso. No habrían podido crear dragones capaces de odiar.
»Y si el Séptimo fuese solamente caos y destrucción —añadió—, jamás habría sido capaz de dar vida a una nueva especie.
—¿Quieres decir que, con el tiempo, la parte creadora y la parte destructora volvieron a equilibrarse en la esencia de cada dios? —dijo Victoria.
Habían reflexionado mucho sobre aquello. Jack lo había comparado con lo que sucede cuando se intenta separar los polos positivo y negativo de un imán: no se obtiene un polo positivo y un polo negativo, sino dos imanes diferentes, cada uno con ambas polaridades.
—Y lo irónico del caso —dijo Christian—, es que los Seis no son conscientes de que esa parte destructiva ha vuelto a aflorar en ellos con el tiempo, no se dan cuenta de la destrucción que provocan a su paso. De la misma forma que el Séptimo no tenía conciencia de ser un dios creador.
—¿Tenía? —había repetido Victoria, mirándolo con una súbita sospecha. Christian se había limitado a sonreír.
—Jamás podrán destruir al Séptimo —dijo el shek—, porque, aunque lo consideren la parte sobrante de sí mismos, los desechos que arrojaron al mundo, en el fondo es un dios tan completo como los otros Seis. Saben que es indestructible y por eso lo encerraron. Y tratarán de volver a encerrarlo cuando lo encuentren. Después, privadas de la energía de su dios, las serpientes perderán fuerza y serán exterminadas. Todas ellas —añadió.
—Incluido tú, supongo —dijo Jack—. En tal caso, ahora entiendo por qué defiendes a Gerde con tanto interés.
—Incluido yo, o una parte de mí, al menos. Pero no hago esto solamente por mí. El Séptimo lleva milenios huyendo de los dioses, ocultándose en otras dimensiones o en cuerpos mortales; incluso dio vida a una raza destinada a plantar cara a los dragones creados para encontrarlo y destruir cada una de sus encarnaciones. Si es descubierto, si Gerde muere y la esencia del Séptimo sale a la luz… no se rendirá sin oponer resistencia. Los dioses no podrán destruirlo. Lucharán contra él hasta que logren encerrarlo de nuevo. No quedará gran cosa de nosotros cuando eso suceda, pero a los Seis no les importará. Son dioses creadores. Siempre pueden crear otro mundo, un mundo donde el Séptimo no exista. Y seguirán intentándolo una y otra vez, porque esa es su esencia, la esencia del universo, crear cosas y luego destruirlas para crear otras nuevas. Nosotros no nos damos cuenta porque nuestras vidas son tan breves para un dios que no somos capaces de abarcar la idea de que cada mundo no es más que un nuevo proyecto de uno o varios dioses. Intentan cuidarlos, pero nada puede permanecer inmóvil y estable mucho tiempo. Por eso, tarde o temprano, todos los mundos mueren. O son violentamente destruidos por el caos, o perecen tras marchitarse largo tiempo en un no-cambio que no les proporciona energía para evolucionar.
—Los dioses quisieron que el mundo permaneciera sin cambios —murmuró Victoria—, pero un mundo que no cambia es un mundo muerto. Por eso crearon a los unicornios: para que mantuviesen esa energía en movimiento, sin necesidad de que ellos tuviesen que seguir destruyendo y creando cosas.
—No fue suficiente, y se libraron del caos encerrándolo en una prisión que sepultaron en el mar. Pero no lograron acabar con él, y por eso, tiempo más tarde, crearon a los dragones, y el Séptimo dio vida a los sheks; los sheks eran el caos, la destrucción y el cambio; los dragones eran los guardianes del orden y de la creación de los Seis. Pero ahora, las cosas han cambiado. Los dragones fueron destruidos y el Séptimo y los sheks se hicieron con el poder, y no lo destruyeron todo, como se esperaba de ellos, sino que, en cierto sentido, mantuvieron estable la creación de los Seis, limitándose a gobernarla. ¿Entendéis lo que quiero decir?
—¿Y crees que también se limitarán a gobernar la Tierra, sin más? ¿Por eso los ayudas a escapar?
Christian sonrió. Fue una sonrisa con un punto pícaro que no solía ser propio de él.
—Ese era el plan principal —admitió—; Gerde sabía, gracias a los informes de Shizuko, lo difícil que le resultaría conquistar la Tierra, y estaba haciendo planes a largo plazo. Esos planes incluían el adiestramiento de una futura encarnación humana que le permitiera moverse por ese nuevo mundo sin llamar la atención, hasta que se asegurase de que la humanidad terrestre sucumbía a las serpientes y no había ninguna divinidad colérica que le negase la entrada en el panteón de la Tierra. Pero ese plan pasó a ser nuestro plan secundario cuando Gerde asumió que también podía ser una diosa creadora.
Jack y Victoria lo entendieron de golpe, y miraron a Christian, anonadados.
—Sí —confirmó él—. Es el proyecto más importante, el más grandioso que jamás hayan emprendido el Séptimo y sus criaturas. Pero si los Seis encuentran a Gerde, si descubren que ella es la identidad actual del Séptimo, todo se habrá terminado. Por eso hemos de darles tiempo. Por eso hay que proteger a Gerde. Si nosotros nos vamos, no habrá enfrentamiento y puede que Idhún sobreviva como mundo varias decenas de milenios más. Si nos quedamos, y nos descubren, todo habrá terminado… para todos.
Las palabras de Christian flotaron aún un instante más en el recuerdo de Victoria. Apretó los dientes y gritó:
—¡Jack, remonta el vuelo y sube todo lo alto que puedas! —gritó—. ¡Viajaremos con la luz!
Jack volvió su largo cuello para mirarla un instante, pero asintió, con una larga sonrisa, y batió las alas, elevándose todavía más en el seno del firmamento idhunita.
—Mortales —dijo de nuevo Ankira—, ¿qué queréis?
El tono de aquella voz, formada por seis voces entrelazadas, era frío e inhumano, y a la vez, tan profundo y aterrador que les hizo caer de rodillas ante la niña, muertos de miedo. Había algo estremecedor en aquellas voces, en los ojos de ella, en el mismo ambiente, algo tan grande, tan inconmensurable, que habrían enloquecido de terror si no hubiesen estado demasiado turbados como para pensar siquiera.
Al cabo de unos instantes de amedrentado silencio, Gaedalu se atrevió por fin a lanzar unas palabras telepáticas a la mente de Ankira, tan vasta e inmensa de pronto, como un arroyo que se hubiese transformado en un océano en un solo instante.
«Divinos señores…», empezó, preguntándose, si era ese el tratamiento adecuado para los dioses, «nos concedéis un gran honor al escuchar nuestras torpes palabras. Mi nombre…».
—Mortales —repitió Ankira—. ¿Qué buscáis?
De nuevo, la voz les hizo encogerse de terror. Gaedalu decidió saltarse las formalidades para no impacientarlos, aunque las voces divinas no habían sonado en absoluto impacientes, sino más bien indiferentes.
«Divinos señores», osó susurrar, «hemos tenido el atrevimiento de invocaros para revelar la identidad de la última encarnación del Séptimo dios».
—Podéis permanecer tranquilos, mortales —dijo Ankira—: él y sus criaturas pronto serán erradicadas de este mundo
Aquello era una buena noticia, pensó Alsan, aliviado. Era reconfortante saber que por fin había alguien, más sabio y poderoso que él, que asumiría la responsabilidad de librar al mundo del Séptimo y sus serpientes. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse cómo era posible que los dioses no supieran que estaban destruyendo el mundo que pretendían salvar. Se aclaró la voz, porque tenía la garganta seca y, tras varios intentos, logró decir, con voz temblorosa:
—Divinos señores… no quisiera resultar irrespetuoso, pero desearía hacer notar que vuestro paso por nuestro mundo está causando… bastantes estragos. Si tuvierais a bien…
—Estamos renovando la energía del mundo —dijeron las voces, y sonaron, por un instante, con el tono de un padre paciente que explica algo muy complicado a un niño muy pequeño, o muy corto de entendederas.
Alsan tenía el corazón desbocado de puro terror, y reprimió el impulso de dar media vuelta y salir corriendo, y otro, más preocupante, que le instaba a suicidarse allí mismo por haber osado cuestionar a los dioses. Cerró un momento los ojos y trató de calmarse antes de atreverse a decir, con un hilo de voz:
—Pero… está muriendo gente…
—Eso no tiene importancia. Muere y nace gente nueva. Lo hacen constantemente. Llevan haciéndolo desde que el mundo fue creado. Ya nadie se acuerda de la gente que nació y murió durante la primera generación de mortales. Esta generación no es más importante que las anteriores.
Alsan no supo qué decir. Tenía la mente completamente en blanco.
«El Séptimo», intervino Gaedalu, hablando muy deprisa, «habita entre nosotros y perturba nuestra existencia, dedicada a la gloria y exaltación de vuestras Seis divinidades. Su nombre ahora es Gerde. Es una feérica».
Se había repetido aquellas palabras muchas veces para sí misma, reuniendo valor para atreverse a transmitirlas a la mente de Ankira; y, cuando lo hizo, envió aquellos pensamientos de golpe, aterrorizada por su propia osadía y, a la vez, aliviada por quitárselos de encima.
Los dioses permanecieron mudos. Alsan pensó que no les había gustado que les insinuaran que debían acabar con el Séptimo, y trató de aliviar un poco aquella impresión.
—Podemos… podemos hacerlo nosotros, los mortales —tartamudeó—. Podríamos seguir luchando sin necesidad de molestar a sus divinidades. Si regresasen los dragones —añadió, en voz más baja—, podríamos encargarnos de derrotar a Gerde y a los sheks, y de exterminarlos a todos.
—Y si volviesen los unicornios —logró añadir Qaydar, temblando y sin atreverse a mirar a Ankira a los ojos—, la Orden Mágica recuperaría su antiguo esplendor… y los hechiceros dedicaríamos nuestra vida y nuestra magia a luchar contra las serpientes.
«… para mayor gloria de los Seis», se apresuró a aclarar Gaedalu, escandalizada ante tantas peticiones.
—Cuando atrapemos al ser que vosotros llamáis el Séptimo —dijo Ankira, con su susurro de seis voces entrelazadas—, todas las serpientes sucumbirán con él y ya no serán necesarios los dragones. Tampoco son necesarios ya los unicornios —añadió—, porque hemos recargado el mundo de energía con nuestro paso. Hasta dentro de muchas generaciones no volverá a marchitarse de nuevo.
Qaydar palideció.
—Pero la Orden Mágica… —susurró; calló inmediatamente, sin osar continuar, temeroso de la ira de los Seis.
Los dioses no se enfadaron. Parecía como si nada de lo que ellos pudieran hacer o decir, comprendió Alsan de pronto, pudiera molestarles ni agradarles, ni tan siquiera interesarles.
—Todo eso no tiene importancia —respondieron las voces—. Los mortales nacen, viven y mueren; las estructuras, las ciudades, las organizaciones, también. Hace tiempo que perdimos el interés por las vidas de las personas y por todas las cosas que hacen. Apenas duran lo que el parpadeo de una estrella.
Los tres se quedaron atónitos, sin saber qué decir. También los dioses permanecieron callados, hasta que Gaedalu susurró en la mente de Ankira:
«Os lo ruego, no castiguéis nuestra estupidez con vuestro silencio… si os hemos importunado…».
—Estamos buscando a la mortal llamada Gerde —dijeron las seis voces a través de la boca de la niña, con un timbre monótono y absolutamente impersonal. Entre líneas, Alsan creyó entender que los dioses no estaban castigando a Gaedalu con su indiferencia; la indiferencia ya estaba ahí, y los dioses nunca se molestarían en castigar a los mortales, porque nada de lo que estos pudieran hacer podría llegar a molestarles ni a afectarles lo más mínimo.
—Si no es… muy osado por mi parte —vaciló Qaydar—, siento curiosidad por saber… cómo pensáis encontrarla.
—Todos los mortales llevan su nombre escrito en su conciencia. Son un confuso caos de nombres y de voces y de rostros, tan parecidos unos a otros, tan pequeños e insignificantes que son difíciles de distinguir. Pero, conociendo su nombre, podemos encontrar su conciencia entre millones de conciencias similares, y de esta manera, encontrarla a ella.
No dijeron nada más, y los tres mortales no se atrevieron a seguir preguntando. De pronto, los ojos completamente blancos de Ankira relucieron de un modo extraño.
—Eso es —susurraron las seis voces.
Qaydar se removió, inquieto.
—¿Ya… ya la habéis encontrado? —tartamudeó.
El rostro de la niña seguía sin expresar la más mínima emoción y, no obstante, las voces sonaron siniestras y aterradoras cuando dijo:
—Sí.
Gerde se estremeció de pies a cabeza y miró a su alrededor, aterrorizada, como si varios pares de ojos hostiles se hubiesen clavado en ella desde las sombras.
—No —murmuró—. No, aún no… Aún es demasiado pronto.
Se dio la vuelta con brusquedad. Tras ella, en el desfiladero, aguardaban docenas de szish, perfectamente organizados por hileras. Aguardaban con estoicismo, sin una sola queja. Gerde se sintió orgullosa de ellos.
Sabía que la formación llegaba mucho más allá, y que a cada momento se le unían más y más szish. Todos preparados para el gran salto. Todos dispuestos a emigrar a un nuevo mundo.
Gerde paseó la mirada por aquella multitud. Había también mujeres y niños. Los habían dejado pasar primero y, aun así, el desfiladero era casi una tumba. Cuando lloraban, los bebés szish lo hacían muy bajito. No les era necesario alzar la voz para que el fino oído de sus madres detectara su llanto.
Gerde suspiró para sus adentros. La Puerta interdimensional estaba allí, reluciente, aguardando a ser traspasada. Todavía no estaban todos los problemas solucionados. Todavía había aristas que limar. Pero no podían esperar más.
Alzó la cabeza hacia Eissesh, que aguardaba, muy quieto, a su lado.
—Me han encontrado —dijo.
La serpiente entornó los ojos, pero no dijo nada.
—Tardarán un poco en llegar hasta aquí, porque por este mundo se desplazan muy despacio —prosiguió Gerde—. Quizá tengamos tiempo de evacuar a todos los szish, pero vosotros…
No terminó de hablar, porque no era necesario. Eissesh sabía que la Puerta interdimensional era aún demasiado pequeña como para permitir el paso de muchos sheks a la vez. Requeriría un poco más de tiempo abrir un orificio más grande, y además, tampoco debían apresurarse. La Puerta debía ensancharse en el último momento. El tejido entre ambas realidades no debía mantener un orificio tan grande durante tanto tiempo, porque ello podría inestabilizar los dos mundos.
«Entonces, no hay tiempo que perder», dijo Eissesh.
Se volvió hacia los szish y les transmitió, a todos ellos, una breve orden telepática. Pareció que los primeros dudaban solo una fracción de segundo. Entonces, lentamente, se pusieron en marcha.
Assher, de pie junto a Gerde, los contempló en silencio. Descubrió un rostro familiar: el de una joven hembra szish a la que un día había dejado caer en una trampa de barro. Recordó su nombre: Sassia.
Ella también le miró, pero no dijo nada. Simplemente, giró de nuevo la cabeza hacia el frente y siguió caminando. Assher no la detuvo ni trató de hablarle. Después de todo, no tenían nada que decirse.
Cuando los primeros hombres-serpiente cruzaron la Puerta interdimensional de camino a un nuevo mundo, Gerde tuvo la impresión de que ya no había vuelta atrás.
Se sintió inquieta, pero a la vez exultante y extrañamente triste.
Gaedalu lloraba.
Grandes lágrimas caían de sus enormes ojos acuosos mientras sostenía entre sus brazos el cuerpo de la pequeña Ankira. Su piel se estaba resecando por momentos, pero no le importaba.
Los dioses se habían retirado de la mente de la niña nada más localizar a Gerde, y ella se había deslizado hasta el suelo, inerte, como una hoja de otoño. Sus ojos seguían estando en blanco. Su corazón todavía latía, pero lo hacía con esfuerzo, como si no creyera que valiese la pena continuar haciéndolo. Habían tratado de reanimarla, pero era inútil.
También ellos estaban muertos de cansancio. Fue como si, una vez que los dioses dejaron de prestarles atención, se hubiesen llevado consigo toda la energía que los mantenía en pie. Qaydar estaba sentado sobre el suelo, con los hombros hundidos y la mirada baja, como un anciano que se hubiese cansado de vivir. Alsan había hundido el rostro entre las manos y sollozaba sin saber por qué.
Sobre sus cabezas, aún protegidas por el hechizo del Archimago, las voces de los dioses seguían retumbando en aquel susurro incomprensible, señal de que seguían estando en aquel mundo, en alguna parte… pero ya no hablaban con ellos ni tenían la menor intención de seguir escuchándolos.
Fue así como los encontraron Jack y Victoria cuando se precipitaron en el interior de la Sala de los Oyentes, momentos más tarde. Victoria se detuvo de golpe y se tapó los oídos, con un gemido, pero Jack tiró de ella hasta llevarla al interior de la campana protectora.
Alsan no alzó la cabeza siquiera. Jack lo agarró por la ropa y le hizo volverse hacia él, con violencia. Después, cerró el puño y descargó un golpe contra su mandíbula, con todas sus fuerzas.
—Esto por haberle puesto las manos encima a Victoria y a mi hijo —le echó en cara, irritado.
Iba a pegarle de nuevo, pero Victoria lo detuvo.
—¡No tenemos tiempo para esto, Jack!
El joven se contuvo a duras penas.
—Hablaremos de esto —le prometió—. No creas que voy a dejar las cosas así.
Alsan no respondió. Se había llevado la mano a la cara, al lugar donde Jack le había golpeado. Sin duda le había dolido, pero no parecía importarle. Alzó la cabeza hacia ellos, con la mirada perdida. Jack lo sacudió sin contemplaciones.
—¡Escúchame! ¿Lo habéis hecho? ¿Les habéis dicho a los dioses dónde está el Séptimo dios?
Alsan asintió, con cierto esfuerzo. Jack dejó escapar una maldición.
—¡Eres un inconsciente! —le recriminó—. ¿Tienes idea de lo que has hecho? ¡Si destruyen a Gerde liberarán al Séptimo y la batalla entre ellos será tan feroz que acabará con todos nosotros!
Alsan lo miró, pero no respondió. Jack lo zarandeó de nuevo:
—¡Lo has estropeado todo! —le gritó—. ¡Los planes de Gerde, el exilio de los sheks, todo! ¡Habían encontrado un nuevo mundo, un mundo vacío, para marcharse y dejarnos en paz de una vez por todas! Gerde ha pasado meses tratando de hacerlo habitable. ¿Por qué no has sido capaz de entender que la única forma de ganar esta guerra consistía en dejar escapar al enemigo? ¡Si los dioses se enfrentan, seremos los mortales quienes perderemos, en uno y en otro bando! ¿Por qué no lo entiendes?
—Lo entiendo —dijo entonces Alsan en voz baja—. Lo entiendo.
Jack lo soltó y lo miró, un poco confuso.
—Lo entiendo —murmuró Alsan—. Los dioses tienen sus propios planes para el mundo. Nosotros formamos parte de ese mundo, pero no lo somos todo. Para ellos no somos tan importantes. Les da igual lo que hagamos o lo que digamos. Sus planes son demasiado grandes y llevan desarrollándolos desde el principio de los tiempos. En comparación con la grandeza y la inmensidad de sus proyectos, las vidas de los mortales no significan gran cosa. Lo he entendido.
Jack no supo qué decir. Comprendió que el haberse enfrentado a los dioses, cara a cara, le había abierto los ojos… quizá demasiado tarde.
—¿Qué… qué puedo hacer? —murmuró Alsan, y por primera vez en su vida, Jack lo vio perdido y confuso. No encontró palabras para responderle.
Victoria, por su parte, había tomado a Ankira en sus brazos y trataba de curarla con su magia. Pronto, el rostro de la niña se relajó, y sus ojos se cerraron. Momentos después, profirió un chillido de terror y volvió a abrirlos, sobresaltada. Gaedalu respiró, aliviada, al ver que volvían a tener la misma apariencia de siempre.
Ankira se echó a llorar, y Victoria la abrazó para consolarla. Ninguna de las dos habló. No fue necesario.
Entonces, Victoria alzó la cabeza y miró a los ojos a Gaedalu, muy seria. Y, lentamente, extendió la mano hacia ella. La varu la contempló con la mirada perdida, como si no estuviese viéndola realmente. Después, bajó la cabeza. Buscó entre los pliegues de su túnica y sacó una pequeña cajita con una gema negra incrustada en la tapa. Tras una breve vacilación, la depositó en la palma abierta de Victoria. Ella tomó la caja, la abrió y sacó de su interior el Ojo de la Serpiente. Cuando lo deslizó de nuevo en su dedo y percibió que la presencia de Christian volvía a tantear suavemente su conciencia, no pudo evitar cerrar los ojos, con un suspiro de alivio.
Jack se puso en pie.
—Me voy —anunció.
Alsan reaccionó.
—¿A dónde?
—Con Kirtash. Sí —asintió, al ver su expresión interrogante—, jamás pensé que diría esto, porque odio profundamente a Gerde, pero tengo que cubrirle la retirada. A ella y a lo que queda de la raza shek —añadió, sombrío.
Victoria apartó con suavidad a la temblorosa Ankira y se incorporó con cierto esfuerzo, apoyándose en el báculo.
—Yo también. Y no vas a convencerme para que me quede atrás —añadió, antes de que Jack abriese la boca—. Voy a ir contigo y con Christian.
—Pero ¿cómo vais a llegar a los Picos de Fuego a tiempo? —murmuró Alsan, desconcertado.
—Los dioses se mueven despacio —dijo Jack—, porque para ellos el tiempo no significa lo mismo que para nosotros. Al fin y al cabo, son eternos y no tienen prisa —añadió, con una breve sonrisa—. Con un poco de suerte, los adelantaremos antes de que logren llegar hasta Gerde.
Alsan asintió. Se levantó y, con un gesto enérgico, se arrancó el brazalete que llevaba y lo arrojó al suelo. Gaedalu lo vio caer ante ella, pero no reaccionó.
—Os acompañaré —dijo, con aplomo—. No creo que sirva para nada, pero si puedo ayudar en algo para enmendar mi error, lo haré. Os lo debo… y a ti especialmente —añadió, mirando a Victoria.
Ella inclinó la cabeza, pero no dijo nada.
Jack miró a Qaydar y Gaedalu, pero ninguno de los dos dijo nada, ni hizo el menor gesto. Estaban demasiado conmocionados todavía, y el joven entendió que tardarían mucho tiempo en asimilar la experiencia que habían vivido. Se volvió hacia Alsan. También él estaba pálido y temblaba todavía, pero se esforzaba en mantener una expresión resuelta.
—Bien —dijo Jack, asintiendo—. Entonces, no hay tiempo que perder.
Ankira no quiso quedarse allí. Cuando Jack, Victoria y Alsan salieron de la Sala de los Oyentes, deprisa, la niña iba prendida de la mano de Victoria.
Los dioses se estaban desplazando.
Los Seis a la vez comenzaron a moverse, sin prisa, hacia el lugar donde habían detectado la presencia de Gerde.
Antes, para ellos Gerde no había sido Gerde. Solo era una partícula más de aquella masa de criaturas vivas que habitaban el mundo. Vivían y morían demasiado deprisa como para que los Seis llegaran a conocerlas a todas ellas. Incluso las razas más longevas, como feéricos o gigantes, no eran para ellos más que breves existencias que se apagaban con la facilidad de una vela al viento.
Cada vez que miraban al mundo había nuevas criaturas, todas ellas pequeñas e insulsas, todas ellas parecidas. Los únicos seres que habían llegado a llamar su atención, por su complejidad y su capacidad para alterar el mundo que ellos habían creado, eran los unicornios, los dragones y los sheks. Algunos de los hechiceros más poderosos habían logrado atraer su interés en alguna ocasión, y de este modo habían descubierto a Ashran tiempo atrás, y al individualizarlo, al estudiarlo separado del resto, habían hallado al Séptimo agazapado en su alma. Por supuesto, habían ordenado a los dragones y los unicornios que se ocupasen de él, pero el Séptimo los había exterminado a casi todos. Y los Seis habían centrado su atención en los únicos supervivientes.
Una vez destruido Ashran, la encarnación mortal del Séptimo, este se había mostrado claramente ante ellos. Los dioses sabían que ni todos los dragones y los unicornios juntos lograrían vencer al Séptimo dios. Y habían decidido intervenir. Pero entonces, él se había ocultado otra vez, de nuevo un mortal anónimo entre toda aquella masa de mortales que nacían, vivían y morían.
Ahora, por fin, la nueva encarnación del Séptimo había dejado de ser un mortal anónimo. Se llamaba Gerde. Los dioses habían sabido dónde buscar, en esta ocasión, y la habían encontrado.
Y acudían a ella.
Desde los océanos del sur, Neliam avanzaba alterando las aguas a su paso, provocando una nueva marea, tan brutal como no se había visto jamás en Idhún, una marea que llegó a sumergir completamente las islas Riv-Arneth, que no regresaron a la superficie hasta varias horas después. Las olas que la diosa producía a su paso se estrellaban contra las costas de Awinor, batiendo las montañas y filtrándose por los desfiladeros, arrastrando a su paso los mudos esqueletos de los dragones. Las tierras pantanosas de Raden quedaron completamente sepultadas bajo las aguas. La ciudad de Sarel desapareció bajo el mar.
Lenta, muy lentamente, Neliam se deslizó río arriba, hacia el mar de Raden, provocando crecidas y desbordamientos. Pero los habitantes de Kosh, la ciudad que se erguía junto a aquel pequeño mar interior, estaban demasiado ocupados peleando en su guerra como para darse cuenta de lo que se les acercaba.
Karevan había estado haciendo rugir a las rocas de la Cordillera de Nandelt; pero ahora avanzaba lentamente hacia el sur, en línea recta. Abandonó las montañas y se internó en la llanura de Nangal, estremeciendo la roca a su paso, abriendo simas y quebradas y provocando erupciones de piedra que se transformaban, lentamente, en una nueva cordillera. Los sheks más rezagados lo vieron venir, y los supervivientes a la Batalla de los Siete jamás olvidaron el día en que las montañas brotaron del suelo y crecieron, igual que árboles, en la llana tierra de Nangal.
Wina seguía desplazándose hacia el sur; había sentido deseos de pasearse por Derbhad, pero los Picos de Fuego le cortaban el paso. De modo que viajaba en dirección a Raden, expandiendo el bosque de Alis Lithban hacia tierras más meridionales, buscando rodear las montañas y atravesar el sur de Kash-Tar, o tal vez Awinor, si encontraba un resquicio de tierra por el que deslizarse, una franja en la que el suelo no estuviese formado de dura roca, para extender por ella su verde manto de vida. Pero ahora que tenía un objetivo más concreto dio la vuelta y volvió a recorrer, una vez más, el bosque de Alis Lithban, en dirección al norte. Era la diosa más cercana a la Sima y, por tanto, la que primero llegaría, aunque probablemente no podría llegar a acercarse al Séptimo dios, que se había encerrado en un desfiladero rodeado de roca.
Yohavir se había manifestado en Vanissar, pero había empezado a deslizarse hacia el sur de nuevo, porque Celestia lo atraía como un imán. Destrozó aldeas y cultivos a su paso por Nandelt, y apenas tuvo que desviar su rumbo cuando tuvo noticia de la nueva identidad del Séptimo. Arrancó tejados y se llevó carros, animales y algunas personas en las ciudades de Les y Kes, donde también produjo un fuerte oleaje en el río, que se abatió contra las murallas de ambas poblaciones y por poco echó abajo el puente; después, con su habitual despreocupación y ligereza, siguió avanzando hacia el sur, sin percatarse de que todo un ejército lo seguía a una prudente distancia, y de que sus líderes se preguntaban cómo era posible que aquel extraño tornado llevase exactamente la misma dirección que ellos.
Aldun no era un dios que se caracterizase, precisamente, por su gran movilidad. Probablemente era el más destructivo de todos, y por eso su manifestación era la más pequeña en cuanto a tamaño. Aldun solía compactarse todo lo que podía cuando descendía al mundo físico. Expandido al máximo, podía llegar a alcanzar el tamaño de uno de los soles gemelos. Pero ello habría fundido instantáneamente todo Idhún, de modo que Aldun tendía a mostrarse mucho más pequeño de lo que realmente era. Se había limitado a ir de un lado a otro del desierto de Kash-Tar, porque mucho tiempo atrás había acordado con Wina cuáles serían los límites de su espacio de influencia. Aldun podía destruir toda la vida de Idhún si no tenía cuidado, y un mundo muerto es un fracaso para cualquier dios. Pero el Séptimo estaba demasiado cerca como para quedarse allí, simplemente, esperando, por lo que Aldun se dirigió hacia el norte, desde las estribaciones de los montes de Awinor, a donde se había retirado en espera de noticias. Tenía la vaga impresión de que por allí cerca había un gran número de mortales, y de hecho hacía poco que había percibido algo que había atraído su interés, una manifestación del poder del Séptimo. De modo que prestó un poco más de atención y descubrió criaturas frías entre ellos: serpientes.
Debido a su naturaleza ígnea, Aldun era, de los Seis, al que más disgustaba la simple existencia de los sheks, y por ello había participado tan activamente en la creación de los dragones. Pero aquel sentimiento, un leve disgusto de un dios (los sheks eran seres formidables, pero demasiado insignificantes, en comparación con los dioses, como para que estos pudiesen llegar a tomárselos realmente en serio) se transformó, en los pequeños cuerpos de los dragones, en un odio intenso y visceral.
En realidad, Aldun era demasiado grande e inabarcable como para tener verdaderos deseos de abrasar a todos aquellos pequeños sheks. Pero los encontró de camino y, aun sabiendo que estaban allí, no se desvió.
Irial también se había manifestado en Vanissar. Desde allí, nada más llegar, había llamado a Yohavir, el último rezagado, y este había aparecido no muy lejos, justo encima de la capital.
Irial, en realidad, había estado vagando por los confines de Vanissar, cerca de las montañas. Pero su luz era tan intensa que había llegado a cubrir todo el reino. Cuando empezó a desplazarse se contrajo un poco, reduciendo su zona de influencia. Siguió la misma trayectoria que Yohavir, en línea recta, pero más al oeste, de modo que atravesó Shur-Ikail de parte a parte.
Nadie había advertido a los bárbaros y, aunque trataron de huir, en las amplias praderas de Shur-Ikail no había realmente muchos sitios para esconderse. Dio la casualidad de que dos de los clanes acampaban en aquellos momentos en distintos puntos de las estribaciones de la cordillera, y pudieron correr a refugiarse en las profundas cuevas y grietas que las montañas les ofrecían. La inmensa mayoría de los demás perdieron la vista ante la cegadora luz de Irial.
Los Seis se desplazaban, y lo hacían lentamente, sin prisa, pero sin pausa, provocando el caos a su paso. Cuando encontraran al Séptimo y lo obligaran a deshacerse de su envoltura carnal, el choque sería mucho más brutal. Los dioses no saldrían malparados, porque los dioses eran inmortales e invulnerables. Los dioses eran eternos.
Pero los mortales, no.
Al caer el tercero de los tres soles, Christian llegó volando al desfiladero donde se abría la Puerta interdimensional. Los sheks le enseñaron los colmillos, con siseos amenazadores, cuando lo vieron planear sobre ellos en busca de un espacio para aterrizar, pero Gerde apenas le prestó atención. Cuando, recuperada ya su forma humana, Christian se acercó a ella, el hada no desvió la mirada de la Puerta interdimensional, por la que todavía cruzaban, uno a uno, docenas de szish.
—Los dioses pronto sabrán que estás aquí —dijo Christian; estaba agotado tras un vuelo precipitado y sin descansos, y no perdió tiempo ni energías con preámbulos innecesarios.
—Llegas tarde —repuso ella, sin inmutarse—. Hace horas que lo saben. Y hace horas que yo sé que ellos lo saben.
—Entonces, ¿por qué seguís todavía aquí? ¡He venido desde Vanissar, y Yo havir me pisaba los talones! ¡No tardará en llegar hasta aquí!
Por fin, Gerde apartó la mirada de los szish y se volvió hacia él. Los ojos de ella, de un gris plateado, como habían sido los de Ashran, se clavaron en los suyos y lo hicieron estremecerse de terror.
—Veo que también has tenido un encuentro con Irial —comentó, aludiendo al velo de oscuridad que protegía los ojos del shek, y que había sido obra de Shail.
Christian le restó importancia con un gesto.
—No he llegado a toparme con ella. Estaba relativamente lejos de mí, pero la influencia de su luz es muy grande.
—Imagino que no habrá sido fácil volar a ciegas.
—No; pero no tenía alternativa. He venido a… —calló un momento, desconcertado. En realidad, no sabía por qué estaba allí. En principio había acudido para informarle de que corría peligro, pero ella ya lo sabía. Y Christian no podría protegerla de lo que se le venía encima. «¿Cubrirle la retirada?», preguntó, de pronto. «¿Y cómo pretendo hacer eso?».
Gerde percibió su confusión y sonrió.
—Has venido a cruzar la Puerta con nosotros —dijo con suavidad—. Eres un shek, ¿no es cierto? —añadió, al ver el desconcierto de él—. ¿Creías acaso que podías hacer oídos sordos a la llamada de tu diosa? ¿Pensaste, siquiera por un instante, que podías desobedecerme?
—Pero… —balbuceó Christian, mientras una oleada de frío pánico se apoderaba de su cuerpo; no estaba acostumbrado a experimentar ese tipo de sensaciones, y no le gustó—. Pero no puedo irme con vosotros. Yo… quiero quedarme aquí… con Victoria… y con mi hijo…
La sonrisa de Gerde se hizo más amplia, y también más taimada.
—Sí —se limitó a responder—. Lo sé.
En las arenas del desierto de Kash-Tar, Sussh también había oído la llamada de su diosa.
No obstante, había otra cosa que lo llamaba, una voz tan poderosa como la del Séptimo: la voz del instinto.
Para proteger Kosh, Sussh había decidido que no aguardarían el ataque de los rebeldes yan, sino que acudirían a su encuentro. Sabía dónde se habían reunido todos, sabía que no estarían preparados aún, y mucho menos organizados. De modo que reunió a su gente, a los szish y a los sheks que todavía le eran leales, y que habían optado por quedarse con él en lugar de seguir a Gerde, y se había lanzado al ataque.
Percibió el miedo y el desconcierto de todos aquellos yan y humanos que se habían alzado contra él, y a los que acababa de sorprender antes de que estuviesen realmente listos para atacar. Supo que, si nada lo impedía, aquel día aplastaría por fin a los rebeldes de Kash-Tar.
Ambos ejércitos estaban a punto de chocar cuando Sussh recibió la llamada de Gerde.
En cualquier otra circunstancia, la habría obedecido sin rechistar y sin plantearse por qué lo hacía exactamente. Pero en aquel mismo momento, uno de los dragones artificiales arremetía contra él; el día anterior, su piloto lo había frotado vigorosamente con una pasta hecha de restos de dragón, similar a la que solía emplear Tanawe, y el artefacto apestaba tan profundamente a dragón que Sussh creyó morir de nostalgia, evocando aquellos tiempos pasados en que los sheks habían podido saciar su odio con dragones de verdad.
En cualquier otra circunstancia, Sussh habría huido de allí y habría seguido el mandato de su diosa, pero en aquel momento el instinto fue más fuerte, y lo ignoró.
De modo que los dos ejércitos luchaban con fiereza, gente del desierto contra soldados szish, dragones artificiales contra sheks de verdad, cuando llegó Aldun.
Al principio solo sintieron un aumento de la temperatura, pero en el fragor de la batalla, entre espadas, lanzas, hondas, hachas y puñales, y bajo el fuego de los dragones, nadie le concedió importancia.
Kimara, sí.
Fue un presentimiento, tal vez, un sexto sentido. Estaba peleando espalda contra espalda junto a Goser. Había conseguido una espada corta y una daga, y las manejaba con mortífera rapidez. Entre salvajes gritos de guerra, hundía su filo en la carne escamosa de los szish, cercenaba miembros, traspasaba entrañas. Hacía tiempo que habían dejado de impresionarle aquellas carnicerías. Cuando luchaba se olvidaba de todo, dejaba escapar todo su odio, su ira, su miedo. Con cada golpe que descargaba sentía que se liberaba de una parte de su rabia, pero, a la vez, perdía también una parte de su alma.
No le concedía demasiada importancia a esto. Admiraba a Goser, su arrojo temerario, su fuerza, su seguridad y, sobre todo, su poder para hacer que pasaran cosas. Kimara no era una persona capaz de esperar durante mucho tiempo a que las cosas pasaran por sí mismas, tenía que provocarlas ella. Y Goser era el tipo de persona capaz de aceptar y entender esto, porque él se sentía igual. Eran almas gemelas.
Ahora luchaban juntos, como lo habían hecho desde que se habían conocido, varios meses atrás. Kimara se dejaba llevar, corriendo riesgos, jugándose la vida irreflexivamente en cada batalla, un imparable huracán de fuego y acero que no se detendría hasta caer bajo las armas de sus enemigos, o hasta que el último enemigo cayese muerto a sus pies.
Pero en aquel momento, nunca supo muy bien por qué, después de hundir su espada en el corazón de un hombre-serpiente, se detuvo.
Fue apenas un instante. En medio de la locura, del fragor de la batalla, de los gritos y los alaridos y el olor a sangre, Kimara se detuvo, miró a su alrededor y tuvo un pensamiento extraño: «¿Qué estoy haciendo yo aquí?». Lo siguiente que pensó fue: «Hace mucho calor». Y este era un pensamiento todavía más extraño, puesto que Kimara era una hija del desierto y jamás hacía mucho calor para ella.
Una de las hachas de Goser descendió de pronto junto a ella, sobresaltándola, y fue a hundirse en el pecho de un szish que estaba a punto de atacarla. Contempló, un poco aturdida, cómo el poderoso yan arrancaba el hacha del cuerpo del szish, con cierta brutalidad, y oyó su voz, irritada:
—¿Quétepasa? ¡Prestamásatención! ¡Porpocotematanynosiem-prepodrécubrirtelasespaldas!
Avergonzada, Kimara alzó sus armas de nuevo y trató de centrarse. Pero una parte de sí misma le dijo que ella en realidad no quería estar allí.
—Hace… demasiado calor… —murmuró.
Volvía a estar distraída, y probablemente la habrían matado, de no ser porque alguien dio la voz de alarma, un alarido de terror tan escalofriante que se elevó por encima de los gritos de guerra. Algunos lo escucharon y se detuvieron, confusos, y eso acarreó la muerte a más de uno. Pero pronto el miedo, como una enfermedad contagiosa, se desparramó por aquella masa caótica de guerreros hinchados de odio, y, uno tras otro, volvieron su mirada hacia el horizonte que habían estado ignorando, y por el cual asomaba un único sol que se aproximaba a ellos con estremecedora resolución.
Pronto, todo el mundo lo vio, y ya no pudieron seguir luchando. Se detuvieron, sobrecogidos. El miedo paralizó a muchos de ellos, y no fueron capaces de reaccionar. Otros lograron dar media vuelta y huir, despavoridos.
Kimara no se movió. No podía. A pesar de que cada vez hacía más calor, y gruesas gotas de sudor se deslizaban por todo su cuerpo, a pesar de que la piel le quemaba y los ojos le escocían, fue incapaz de desviar la mirada de aquella bola de fuego, contemplándola con fascinado terror.
Goser tampoco huyó. Pero no se quedó quieto, como Kimara, porque Goser era completamente incapaz de detenerse. De modo que siguió peleando, y sus hachas continuaron buscando enemigos, a pesar de que estos habían comenzado a huir, presas de un terror irracional.
El líder yan no era el único que continuaba luchando. En el cielo, los dragones artificiales trataban de batirse en retirada, pero los sheks no se lo permitían. Ignorando, inconsciente o deliberadamente, la mortífera esfera de fuego que se les acercaba, los sheks seguían peleando y hostigando a los dragones. Ellos, al igual que Goser, no podían dejar de luchar.
Sin embargo, querían huir, deseaban huir, desesperadamente, porque nada en el mundo podía causarles tanto miedo como el fuego. El único shek que no quería escapar de allí, a pesar de todo el miedo que sentía, era Sussh. Y así, uno tras otro, sheks y dragones fueron liberándose de la inercia del combate y batiéndose en retirada. Sussh, no. Sussh continuó luchando, hostigando al dragón contra el que peleaba una y otra vez, impidiéndole huir, obligándolo a enfrentarse a él. Sussh sabía que aquella sería su última gran batalla, y quería morir luchando.
En ese momento, Kimara supo con total seguridad que no quería estar allí. Encontró fuerzas para moverse y gritó a Goser que debían marcharse. El yan no la escuchó.
Kimara trató de detenerlo, tomándolo del brazo, pero Goser se desasió, alzó las hachas por encima de su cabeza y lanzó un salvaje grito de guerra. Después, bajó las armas y miró a Kimara.
La pelea había desprendido el paño que cubría su cabeza y su rostro, de modo que, cuando obsequió a la semiyan con una larga sonrisa, ella pudo ver perfectamente que aquel gesto no era más que una mueca siniestra, y que en sus ojos rojizos había un destello de locura.
Ninguno de los dos dijo nada. La temperatura seguía aumentando, se oían gritos de terror y lejanos alaridos agónicos: los que habían tenido la desgracia de quedarse más rezagados habían sido alcanzados por el mortífero calor de aquella cosa. Sus pieles se quemaban como hojas de papel colocadas al sol bajo un vidrio.
Kimara y Goser estaban demasiado lejos como para contemplar aquel terrible espectáculo, pero los gritos llegaron hasta ellos con espantosa claridad. Kimara le pidió a Goser con la mirada que la acompañara. La sonrisa del yan se hizo más amplia. Después le dio la espalda y, con un nuevo grito de guerra, enarboló las hachas con violencia y cortó la cabeza de un szish que pasó corriendo por su lado, huyendo del calor.
Kimara, horrorizada de pronto, dio media vuelta y echó a correr, sin mirar atrás.
A sus espaldas, dos seres tan distintos como la noche y el día, dos criaturas con alma de guerrero, siguieron luchando, sin poder detenerse, hasta que el fuego los alcanzó.
El último szish cruzó por fin la Puerta interdimensional. Gerde respiró hondo.
—Ya están todos —dijo.
Eissesh la miró.
«¿Todos…?», repitió. «¿Y qué hay de la gente de Sussh?».
—No vendrán. Sussh ha caído en Kash-Tar.
Apenas un par de segundos después de que ella pronunciara estas palabras, Eissesh percibió, efectivamente, que la estrella de la conciencia de Sussh se apagaba en la constelación de la red telepática shek. Se sintió anonadado, pero no lo demostró. Se limitó a entornar los ojos.
Gerde se dio la vuelta. Vio a Assher mirándola. Llevaba a Saissh en brazos.
—Deja a la niña y cruza —ordenó Gerde.
Assher se mostró inquieto.
—¿Qué va a pasar con ella?
Gerde contempló a Saissh con cierta indiferencia.
—El lugar a donde vamos no es un sitio adecuado para ella.
El szish la miró, confuso.
—Pero, mi señora… ¡la trajiste aquí para llevártela contigo!
—Para llevármela a la Tierra —puntualizó Gerde—. Pero no vamos a la Tierra, al fin y al cabo. Así que déjala y cruza la Puerta con los demás, Assher.
Assher tembló.
—No, mi señora, te lo ruego. Permíteme aguardar aquí contigo. Permíteme esperar hasta el último momento. Yo…
Las palabras murieron en sus labios. Bajó la mirada, turbado.
No pudo ver que Gerde le sonreía alentadoramente.
—Como quieras —dijo; se volvió entonces hacia Christian, que aguardaba, sombrío, un poco más lejos—. Ven —le ordenó.
El shek trató de resistirse, pero cuando quiso darse cuenta estaba junto a ella. Se sintió furioso, comprendiendo, una vez más, hasta qué punto no era más que un juguete en manos de su diosa.
Gerde se había situado ante la Puerta, con los brazos extendidos. Sus ojos relucieron un breve instante y, tras un breve estremecimiento, la abertura empezó a ensancharse lentamente.
Christian sintió de pronto un leve temblor de tierra bajo sus pies.
«Están llegando», pensó. Aquel pensamiento flotó un momento y se topó con uno similar. Cruzó una mirada con Eissesh. Nunca se habían llevado especialmente bien; el ex-gobernador de Vanissar siempre había mostrado una fría indiferencia hacia el híbrido, como si de esa manera lograse olvidar que existía realmente. Pero en aquel momento, las mentes de ambos entrelazaron un mismo pensamiento.
«No quiero marcharme», se dijo Christian. Aquella idea llegó también hasta Eissesh.
«Sussh tampoco quería marcharse», comentó solamente.
Christian no dijo nada más. Lo cierto era que no estaba muy seguro de lo que deseaba hacer.
Los sheks se marchaban. Todos ellos, o al menos, casi todos. En aquellos instantes, Umadhun estaba completamente vacío. Centenares de sheks sobrevolaban las inmediaciones o aguardaban en las oquedades y quebradas de los picos cercanos, esperando el momento de cruzar al mundo que les esperaba más allá de la Puerta, el mundo que Gerde había creado para ellos. Cuando se marcharan, Christian se quedaría vacío e irremediablemente solo. Y una parte de él ansiaba seguirlos, a pesar de que sabía que muchos de ellos le matarían si tenían ocasión, a pesar de que la posibilidad de perder de vista a Gerde era lo que más le gustaba de todo aquel plan. Una parte de él se estremecía de terror ante la simple idea de estar tan insondablemente solo. De ser el último de su especie.
Pero, por otro lado, si se marchaba, probablemente jamás volvería a ver a Victoria, ni vería nacer a su hijo.
—No te esfuerces en tomar una decisión —dijo Gerde—. No tienes opción.
Había terminado de trabajar en la Puerta, que ahora flotaba ante ellos, mucho más amplia y alta que antes, lo bastante como para que un shek pudiera traspasarla con comodidad. Más allá no se veía otra cosa que un leve resplandor rojizo; por alguna razón, Gerde les velaba la visión de su futuro hogar.
Christian cerró los ojos, comprendiendo, de pronto, que en realidad deseaba quedarse en Idhún, aunque fuera la última serpiente del mundo de los tres soles. Sonrió con cierta amargura. Se lo debía a Gerde: ella haría lo posible por hacerlo desgraciado, por lo que, si de verdad hubiese deseado marcharse, le habría obligado a quedarse.
—No te quedes ahí parado —dijo ella—. Necesito que la mantengas estable.
Christian vio que los bordes de la abertura tendían a contraerse de nuevo. Entendió lo que tenía que hacer. Se acercó a la puerta, alzó las manos y utilizó su poder para mantenerla abierta del todo. Gerde le dio la espalda para dirigirse a Eissesh.
—Es la hora —dijo.
El shek asintió. Transmitió la información a todos los sheks de Idhún, y pronto empezaron a planear sobre el desfiladero y a descender, uno por uno, hacia la Puerta interdimensional. Cuando el primero de los sheks la cruzó para adentrarse en aquel nuevo mundo desconocido, Christian sintió que una parte de su alma se iba con él.
Kimara se sintió asfixiada por la oleada de gente que huía, desesperada, hacia el corazón del desierto. A sus espaldas, los más rezagados habían estallado en llamas. La semiyan no quería mirar atrás, pero tenía ya la espalda cubierta de ampollas producidas por el intenso calor.
Se dejó arrastrar por aquella marea de gente, humanos, yan, szish, todos juntos, corriendo en una misma dirección… Kimara no pudo dejar de pensar que, después de todo lo que había pasado, después del odio, de aquellas sangrientas batallas… resultaba irónico que se hubiesen puesto todos de acuerdo con tanta rapidez.
De pronto, no quiso ser una más. Trató de cambiar de dirección para alejarse de todo el mundo, y avanzó a trompicones, abriéndose paso entre la aterrorizada multitud, desplazándose hacia uno de los flancos de la masa. Le costó un buen rato, muchos empujones y quedarse un poco más rezagada, recibiendo, de nuevo, una bofetada del ardiente calor de Aldun, pero logró escapar de la multitud y correr, sola, sobre la abrasadora arena del desierto.
Entonces tropezó y cayó cuan larga era. Gritó de dolor al sentir los granos de arena que se clavaban cruelmente en su maltratada piel, trató de levantarse, pero no pudo. Quiso llorar, y tampoco fue capaz. El calor había secado todas sus lágrimas.
Estaba ya a punto de sucumbir al fuego, cuando algo tapó la luz de aquel corazón de llamas, proporcionándole sombra durante un breve y glorioso instante. Parpadeando, Kimara alzó la cabeza y sintió que la esperanza renacía en su corazón.
Era un dragón.
Volaba en círculos sobre ella, y era evidente que la había visto y que estaba allí para ayudarla. Por un momento, creyó ver reflejos dorados en sus escamas; pero fue solo una ilusión óptica confundida por el recuerdo.
Porque el dragón era negro como el ébano, y Kimara solo pudo pensar, antes de que descendiera en picado sobre ella y la atrapara entre sus garras, que debía de ser un sueño, porque a aquellas alturas él ya debía de estar lejos, muy lejos de allí…
Apenas fue consciente de que el dragón se la llevaba, alejándola de la aterradora bola de fuego. Debió de perder el conocimiento, y por eso no se dio cuenta de que el dragón volaba hacia el oeste. No vio desde el aire la desoladora estampa de Kosh, que había sido inundada por las aguas, tras la súbita y espectacular crecida del mar de Raden. No despertó hasta que el dragón se posó, con suavidad, a las afueras de la ciudad, y la dejó caer en una charca de poca profundidad.
Eso la despertó inmediatamente. El agua estaba turbia, pero refrescó su piel y alivió el calor que sentía. Aún aturdida, se deslizó hasta el fondo de la charca para mojarse hasta el cuello.
El dragón negro descansaba cerca de ella. La escotilla superior se abrió de golpe, y de ella surgió Rando, que bajó hasta el suelo y acudió a su encuentro.
Kimara alzó la cabeza, todavía sin saber muy bien lo que estaba sucediendo. Se topó con los ojos bicolores del semibárbaro y detectó que estaban repletos de emoción.
—Menos mal que te he encontrado a tiempo —dijo Rando.
Kimara no pudo más. Un torrente de emociones inundó su pecho y, sin poder evitarlo, se echó a llorar. Rando la abrazó con cierta torpeza. La semiyan dejó caer la cabeza sobre su ancho pecho y siguió llorando, liberándose de todas las tensiones, calmando su miedo y su dolor. El contacto del semibárbaro le hacía daño porque tenía la piel quemada por el fuego de Aldun, pero no le importó. La sola presencia de Rando era ya un bálsamo que alivió todas las heridas de su alma.
De nuevo, el temblor de tierra, esta vez más intenso.
Karevan se acercaba. Christian contempló a los sheks que volaban en círculos sobre la Puerta interdimensional. Uno tras otro iban cruzándola, camino de un nuevo mundo, pero, aunque el tránsito se estaba realizando de forma rápida y eficaz, seguían siendo muchos, y él se estaba cansando.
Gerde pareció leer sus pensamientos.
—Aparta de ahí, ya sigo yo —dijo, y se colocó a su lado para reforzar la Puerta.
Christian asintió, sin una palabra. A sus pies, el suelo tembló de nuevo.
«¿Cuántos quedan todavía?», le preguntó a Eissesh.
«Trescientos cincuenta y ocho», respondió él. Entonces, de pronto, entornó los ojos y alzó la cabeza, con un siseo amenazador. El instinto de Christian se disparó apenas unos instantes después.
Dragones.
Habían dado un rodeo para esquivar el tornado que, en aquellos momentos, abandonaba los confines de Shia para deslizarse por la Cordillera de Nandelt. Habían sobrevolado el campamento base de los szish y lo habían hallado vacío. Pero no se les había escapado la nube de sheks que, a lo lejos, volaban sobre las montañas.
Denyal y Tanawe iban montados en el mismo dragón. Era uno especialmente grande, en el que cabían tres personas, incluyendo al piloto. Los dos hermanos contemplaron el campamento vacío a través de las escotillas, y luego Tanawe comentó:
—Deberíamos esperar a Alsan y a los ejércitos de tierra.
Denyal negó con la cabeza. Estaba al tanto de que el ejército había partido sin Alsan. Y, aunque sabía que les habría sido de mucha utilidad contar con su fuerza y su habilidad, él, personalmente, no lo echaba de menos. Además, estaba el hecho de que las tropas de tierra se habían quedado demasiado atrás, por culpa del tornado. Tendrían que aguardar a que se disipase, o bien dar un larguísimo rodeo.
—Creo que los sheks ya saben que hemos llegado —dijo—. No podemos esperar más. Además, ese extraño remolino se dirige hacia aquí: cuanto antes terminemos con todo esto, mejor.
Tanawe asintió, sombría. Denyal dio instrucciones al piloto, y el dragón dio un par de vueltas, para atraer la atención de los demás, y se dirigió hacia el lugar donde se habían reunido todos los sheks. Los pilotos, encantados de experimentar al fin un poco de acción, lo siguieron.
Los sheks trataron de luchar contra el instinto. Algunos lo consiguieron, y siguieron pendientes de la Puerta interdimensional. Otros, los más jóvenes, observaron a los dragones que se acercaban, enseñándoles los colmillos y siseando por lo bajo.
Gerde les ordenó a todos, en silencio, que no respondieran a los dragones, y las serpientes lo intentaron. Pero el odio era demasiado poderoso.
Cuando el primer shek se abandonó al instinto y salió al encuentro de los dragones artificiales, varios más lo siguieron.
El hada se volvió hacia Christian, que contemplaba el cielo, sombrío. También él deseaba con todas sus fuerzas transformarse en shek y unirse a la lucha.
—Te dije que no quería ver por aquí a los sangrecaliente —le dijo Gerde, irritada.
Christian se encogió de hombros.
—Ya te expliqué que yo solo no conseguiría retenerlos —dijo, pero lo cierto era que, desde su experiencia con aquella gema siniestra que por poco lo había matado, no había vuelto a ocuparse del tema.
Gerde exhaló un suspiró de impaciencia.
—Ocúpate tú de esto —ordenó, y se retiró de la Puerta. Christian volvió a emplear su poder para mantenerla del todo abierta, mientras los sheks, uno tras otro, seguían cruzando.
El hada alzó la mirada y contempló a los dragones artificiales, que atraían como imanes a los sheks. Eran listos aquellos humanos, pensó el hada. Aquellos artefactos despertaban el instinto de los sheks y los arrastraban a una lucha irracional, pero los pilotos no estaban encadenados a ese odio que había dominado también a los dragones de verdad. En época de guerra, el odio había sido útil a ambos bandos. Ahora resultaba un tremendo contratiempo. Por una vez en la historia de la especie, la Séptima diosa no deseaba que los sheks luchasen. No podían perder tiempo con algo así.
Y, sin embargo, el número de sheks que abandonaban el grupo que aguardaba su turno para cruzar la Puerta era cada vez mayor.
Acudían al encuentro de los dragones artificiales, y pronto se enfrentarían a ellos. Había que hacerlos volver.
—¡Libéralos del odio! —exclamó entonces Christian—. ¡Es la única manera de que atiendan a razones!
Gerde se rió.
—Tendría que modificarlos uno a uno, o destruirlos a todos y volver a crear a la especie de nuevo. No; hay un método más rápido.
Alzó la mano y la dirigió al dragón más avanzado, uno pequeño y veloz que, llevado por el entusiasmo, había adelantado al gran dragón que parecía ser el líder. Fue apenas un instante; el aire se onduló y el dragón artificial y su piloto estallaron en millones de partículas.
Gerde volvió a alzar la mano. Esta vez la dirigió hacia toda la flota en pleno. Podría destruirlos a todos con solo desearlo.
Pero, entonces, un destello dorado cruzó su campo de visión, algo que voló velozmente al encuentro de los dragones, interponiéndose entre ellos y los sheks.
Christian también lo había visto.
—¡No! —gritó; abandonó la Puerta para correr junto a Gerde—. ¡No lo hagas!
Gerde había reconocido ya al dragón dorado, el último de Idhún. Bajó la mano y dirigió una aviesa sonrisa a Christian.
—Tu amigo el dragón no quiere perderse la acción —comentó—. Y la pequeña unicornio, tampoco, ¿verdad?
Christian se quedó helado al darse cuenta de que, en efecto, Victoria iba también a lomos de Jack. Palideció.
—Déjalos —le pidió—. Han venido para tratar de detener a los dragones, no para luchar contra nosotros.
—Será más rápido destruirlos a todos de golpe —comentó Gerde con indiferencia—. Vuelve a la Puerta; hemos de mantenerla abierta.
Christian la miró a los ojos. La fuerza de la mirada de Gerde no admitía réplica, y sabía que, si ella quería que permaneciese allí, manteniendo estable la brecha interdimensional, tendría que hacerlo. No tenía opción.
¿O sí?, se preguntó, de pronto, recordando a Sussh. Entrecerró los ojos.
Tenía opción. Una sola opción, pero serviría. Había otro mandato de su diosa, una orden grabada a fuego en su alma. Ambas órdenes, en aquel preciso instante, se contradecían. Christian podía elegir entre obedecer una, u otra.
Se transformó en shek.
—¡Kirtash! —ordenó Gerde—. ¡La Puerta!
Christian no la escuchaba. Con un chillido de ira, alzó el vuelo en dirección a los dragones que se acercaban por el horizonte. En aquel momento atendía a otro de los mandatos de su diosa, el que decía que, si había un dragón cerca, los sheks tenían que luchar.
Gerde trató de detenerlo, pero era tarde: Christian ya se alejaba en dirección a Jack, que volaba hacia los dragones artificiales, con la esperanza de interceptarlos. Sobre su lomo montaban Alsan y Victoria. Gerde podría haberlos matado a todos en un solo instante, pero la Puerta se estaba cerrando. Con un suspiro exasperado, se ocupó de ella y volvió a abrirla al máximo, para que los sheks pudiesen seguir atravesándola.
Podría ocuparse de ambas cosas a la vez. Podía mantener abierta la Puerta y, al mismo tiempo, desatar su poder contra los dragones. Pero, en tal caso, correría el riesgo de llevarse por el camino a todos sus sheks. No; debía controlar aquel poder si quería que sólo afectase a los dragones, y para ello necesitaba concentración: no podía dividir su atención entre aquella Puerta y sus enemigos.
No había tiempo para ocuparse de los dragones. La Puerta era mucho más importante.
En aquel momento, el suelo volvió a temblar bajo sus pies. A lo lejos, retumbó una montaña.
Gerde fue consciente entonces de que había demasiada luz, una luz que no era natural: hacía mucho rato que se había puesto el último sol, y las lunas debían brillar pálidamente en un cielo nocturno. Pero la luz las eclipsaba.
Una ráfaga de aire sacudió sus ropas. Un nuevo aviso.
El hada cerró los ojos un momento y transmitió a los sheks la orden de que se dieran prisa. «Está bien», pensó. «La nueva generación de serpientes no va a necesitar el odio en un mundo sin dragones. Sobrevivirán aquellos que sean capaces de cruzar la Puerta. Los que se queden atrás porque no fueron capaces de dominar su instinto, morirán».
Bien mirado, no era tan mala idea. Los sheks entretendrían a los dragones y le darían un poco más de margen. Y como los Seis no tardarían en hacer acto de presencia, de todas formas no tendría tiempo de llevárselos a todos consigo.
Alsan todavía no daba crédito a lo que veía. Todo el ejército de los Nuevos Dragones estaba allí, dispuesto a iniciar una batalla contra los sheks.
—¿Cómo diablos han llegado hasta aquí? —se preguntó en voz alta.
—Tú estabas preparando un gran ataque contra Gerde y los suyos —le recordó Victoria.
—¡Pero nunca di la orden de…! —se interrumpió de pronto, entendiéndolo—. Covan —murmuró—. Teníamos que atacar hoy, y él lo sabía.
—¡Maldita sea! —estalló Jack—. ¡Distraerán a los sheks e interferirán en su partida! ¡Por no hablar de la llegada de los Seis! ¡Los van a matar a todos!
—Eso si Gerde no los mata primero —murmuró Victoria, sombría.
Alsan empezó a agitar los brazos como un loco, y a gritar a los dragones que dieran la vuelta. Victoria dudaba que pudieran escucharlo. Percibió, de pronto, una presencia familiar tras ella, y se giró sobre el lomo de Jack, para mirar a una serpiente que había levantado el vuelo y acudía hacia ellos. Alsan también la vio.
—¡Jack, alerta! —exclamó, pero Victoria interrumpió:
—Tranquilos, es Christian.
Inmediatamente, la voz del shek inundó sus mentes.
«¿Por qué habéis venido? ¿Os habéis vuelto locos?».
«Queríamos…», empezó Jack, pero de pronto se detuvo, confuso. Era cierto que no sabía muy bien por qué razón habían acudido allí. ¿Para ayudar a Gerde? ¿Y cómo pensaban defenderla de los dioses?
«Teníamos que sacarte de aquí», pensó Victoria. Christian se sintió conmovido al detectar que la preocupación de ella era genuina. No obstante, les respondió:
«No vuelvas a poner en peligro la vida de tu hijo por mí. Tenías razón al decir que eres libre de tomar tus propias decisiones y elegir si quieres arriesgarte o no, pero ahora tienes que pensar también en él».
Victoria calló, sorprendida. Era cierto que no había pensado en su bebé al acudir allí. Y, lo que era también sorprendente, Jack tampoco.
Y fue él quien lo entendió.
«No hemos tomado la decisión nosotros», comprendió. «Los dioses nos han convocado a la última batalla. Hemos venido aquí para pelear contra los sheks, nos guste o no… de la misma forma que, en su día, no tuvimos más opción que luchar contra Ashran».
«Bien», dijo Christian, tras un momento de silencio. «Eso puedo entenderlo. Pero ¿qué hacen estos dragones aquí? ¿También han sido convocados por los dioses?».
«No», respondió Victoria. «Por lo visto ha sido un error».
Los ojos tornasolados del shek se clavaron en Alsan, acusadoramente.
«¿Y qué haces tú aquí?».
«No hay tiempo para eso», pensó Jack. «Tenemos que detener a los dragones y hacer que se vayan de aquí…».
No tuvo ocasión de seguir hablando. De pronto, los sheks que habían partido al encuentro de los dragones artificiales los alcanzaron y se lanzaron contra ellos, locos de odio. Estaba claro que nada olía más a dragón que un dragón de carne y hueso.
—¡Maldita sea! —exclamó Jack, sintiendo que el instinto despertaba en él de nuevo, hambriento y feroz, y le instaba a responder a la provocación.
—¡Es el dragón! —exclamó Denyal, perplejo—. ¡El de verdad!
—Y Alsan y el unicornio van con él —añadió Tanawe—. ¿Qué es lo que pretenden?
—Se han unido a nosotros —dijo el piloto, jubiloso—. ¡Yandrak va a guiarnos en la última batalla!
Se sintieron muy aliviados de pronto. Por muy orgullosa que estuviese Tanawe de sus dragones artificiales, la presencia de Yandrak tenía un significado simbólico que aquellos artefactos jamás alcanzarían. Por otra parte, habían visto a uno de sus compañeros desintegrarse ante sus ojos sin ninguna razón ni causa aparente, y estaban nerviosos y asustados.
No obstante, Tanawe no estaba convencida.
—Tenía entendido que ella estaba embarazada —murmuró—, o al menos, eso había oído.
—¿Y? —preguntó su hermano.
—Una mujer embarazada no acude a luchar a una guerra. Da la sensación… Mira, Alsan nos está haciendo señas. Es otra cosa la que pretenden.
Denyal abrió la boca para contestar, pero no hubo tiempo. Todos vieron cómo, en aquel momento, los sheks los alcanzaban y se abatían todos sobre Jack, ignorando a los demás.
—¡Tenemos que ayudarlo! —exclamó el piloto, y, lanzando un grito de guerra, maniobró para llevar a su dragón al encuentro de Yandrak.
Todos los Nuevos Dragones lo siguieron.
Christian se detuvo en el aire, confuso.
No sabía qué hacer. Los sheks y los dragones pronto chocarían en el aire, y Jack estaba en medio… con Victoria. Si era lo bastante inteligente, huiría de la confrontación y se alejaría de los sheks. Pero, por desgracia, no se trataba de una cuestión de inteligencia: el instinto podía obligar a Jack a perder todo rastro de sensatez, y poner en peligro, con ello, la vida de Victoria.
También él deseaba luchar, lo deseaba con toda su alma. Y eso resultaba un problema. Podía tratar de reprimir el instinto, pero, si lo hacía, el otro mandato de Gerde, el que lo obligaba a ayudarla a mantener abierta la Puerta, cobraría fuerza, y no tendría más remedio que regresar. Y si ayudaba a Gerde con la Puerta, dejándole las manos libres, nada le impediría destruir a todos los elementos molestos: dragones artificiales, dragones de verdad, unicornios, humanos y algún shek que estuviera demasiado cerca de sus enemigos.
Luchó contra sí mismo durante unos instantes, sin saber qué hacer, y entonces optó por aferrarse a la parte de su alma que aún le pertenecía.
Llegó hasta la mente de Victoria a través del anillo, y la llamó, con tranquilidad. Cuando la muchacha respondió, Christian se aferró a ella, deslizando un par de tentáculos de su conciencia hasta la mente de ella, libre del odio ancestral. Victoria entendió muy bien el dilema de Christian y, aunque estaba ocupada manejando el báculo para mantener alejadas a las serpientes, acogió a la mente del shek en la suya, como a un ladrón perseguido que llamase a las puertas de un santuario.
Christian se esforzó, de nuevo, por controlar el odio. La orden de Gerde seguía resonando en cada rincón de su ser, pero ahora sonaba más lejana, y pudo permitirse el lujo de ignorarla.
«Tenemos que sacar a Jack de ahí», le dijo a Victoria.
El joven dragón se debatía también entre el odio que le inspiraban los sheks, que lo hostigaban sin piedad, y el deseo de escapar de aquella locura y buscar un lugar seguro para Victoria. La llegada de los Nuevos Dragones, que arremetieron contra los sheks, lo alivió un poco, pero no demasiado. Seguía teniendo enemigos contra los que pelear, y los tenía demasiado cerca.
Entonces percibió la llamada de Christian en su mente.
«Jack, sal de ahí».
«Lo intento», pensó él, con desesperación, mientras exhalaba una nueva llamarada contra un shek que se había aproximado demasiado. De momento se contentaba con mantenerlos a raya, porque sabía que si llegaba a enzarzarse en una lucha cuerpo a cuerpo, Alsan y Victoria no sobrevivirían. Eran demasiado frágiles, comparados con aquellas soberbias criaturas.
«No lo intentes, hazlo», ordenó Christian.
Le transmitió, de pronto, un torrente de imágenes de Victoria, recuerdos fragmentarios en los que se apreciaba el rostro de la muchacha, su sonrisa, el brillo de sus ojos. Llenó la mente de Jack de Victoria, Victoria, Victoria, y el dragón jadeó al principio, confuso, pero pronto no fue capaz de pensar en nada más. Vio el puente que Christian le tendía y aprovechó aquel instante para lanzarse hacia él y cruzarlo. Con un soberano esfuerzo de voluntad, batió las alas y se elevó un poco más, para librarse de sus perseguidores. Una violenta ráfaga de viento le quitó a los sheks de encima, y Jack, tras dar algunos bandazos en el aire, descendió como pudo.
Se reunieron los cuatro en tierra firme. Christian recuperó su forma humana y se vio casi ahogado por el intenso abrazo de Victoria. Jack se metamorfoseó también y alzó la cabeza hacia el cielo, un cielo anormalmente claro, tanto, que hacía daño a los ojos. Justo sobre ellos, dragones artificiales y serpientes aladas se habían enzarzado en una lucha sin cuartel. Algunos de los sheks les lanzaban miradas envenenadas; sabían que Jack era el dragón auténtico, su instinto se lo decía, pero en aquel cuerpo humano no resultaba tan interesante.
—Hemos llegado tarde —murmuró, desanimado—. No creo que haya nada que podamos hacer.
El viento soplaba cada vez con más fuerza. Además, ahora que estaban en tierra firme percibían con claridad el temblor del suelo. De nuevo retumbó otra montaña, escalofriantemente cerca.
Los cuatro se volvieron hacia todas partes, inquietos, buscando señales de los otros dioses. Percibían vagamente la lejana presencia de Wina, porque los pocos parches de tierra que había entre las rocas se estaban cubriendo de vegetación, y porque el árbol de Gerde parecía estar creciendo. Pero le costaría mucho tiempo abrirse paso por la estéril roca de las montañas.
También notaron que hacía más calor. Y Victoria señaló un torrente que caía por un desfiladero cercano; antes no había sido más que un hilillo de agua, pero ahora parecía haber aumentado inexplicablemente su caudal. Se miraron unos a otros: incluso la diosa Neliam sería capaz de llegar hasta allí, remontando el curso de los ríos de Celestia.
Christian se volvió hacia el lugar donde Gerde mantenía abierta la Puerta interdimensional. Los sheks seguían cruzándola, uno tras otro, pero había algo extraño en la figura del hada. Parecía iluminada, como si hubiesen proyectado un foco de luz sobre ella.
—No —entendió de pronto—. La han encontrado.
Echó a correr hacia ella. Los otros tres se quedaron un momento quietos, sin saber qué hacer.
Entonces, la luz se hizo más intensa y todos tuvieron que cubrirse los ojos. Victoria lanzó una exclamación consternada, pero reaccionó rápido. Alzó el báculo y empezó a absorber la luz, creando un círculo de oscuridad en torno a ella.
—¡Venid! —dijo, y Alsan y Jack se refugiaron a su lado. Victoria lanzó una mirada angustiada a Christian, que aún corría, a trompicones, hacia Gerde. Sintió que el poder de los dioses volvía a recorrer su cuerpo, llenándolo de energía, pero el báculo absorbía buena parte de esa energía, y decidió que no se marcharía, que aguardaría a Christian hasta el final.
En el aire, la batalla era un caos. Sheks y pilotos de dragones habían quedado deslumbrados por la luz de Irial y volaban a ciegas. Pero, mientras los dragones no tenían ningún punto de referencia, los sheks se dejaban llevar por el instinto y localizaban fácilmente a sus enemigos. Confusos, los dragones trataban de buscar una vía de escape; los sheks, en cambio, seguían arremetiendo contra ellos, a pesar del viento huracanado que los zarandeaba, a pesar de la luz que los cegaba. Los sheks no podían dejar de luchar.
Gerde seguía manteniendo la Puerta abierta. Era consciente de que los dioses ya la habían encontrado. «Tengo que cruzar», se dijo. Solo un instante, cruzaría al otro lado y escaparía de allí, y nadie podría ya alcanzarla. Dejaría atrás a todos los sheks que no habían traspasado la Puerta aún, pero…
Percibió a Christian corriendo hacia ella, pero no fue eso lo que la distrajo, sino un potente llanto infantil y la voz angustiada de Assher, que estaba junto a ella, sosteniendo a Saissh entre sus brazos y tratando de protegerla del viento y de la luz.
—¡Mi señora! —dijo el muchacho, gritando para hacerse oír por encima del vendaval—. ¿Qué está pasando?
Gerde lo miró un momento. Dudó un instante entre cruzar la Puerta, dejándolos a todos abandonados a su suerte, y esperar, aun sabiendo lo que podía suceder si lo hacía.
Aquel instante de duda decidió por ella.
Christian lo vio venir. Gritó el nombre de Gerde, corrió con todas sus fuerzas, pero un violento temblor de tierra lo hizo perder el equilibrio y caer al suelo cuan largo era. El haz de luz que enfocaba a Gerde se hizo aún más intenso, y Christian, tan deslumbrado que apenas podía ver nada, se protegió el rostro con las manos…
Llegó a distinguir el cuerpo esbelto de Gerde en aquella columna luminosa, una sombra sutil alzándose en medio de aquel glorioso resplandor divino, un débil cuerpo mortal abandonado a la furia de los dioses. Llegó a ver a Gerde un último momento, apenas un instante antes de que la luz de los dioses la desintegrara para siempre.
Su última mirada había sido para Assher.
El joven szish no habría sido capaz de definir lo que había en la expresión del rostro del hada un instante antes de que desapareciera en la luz de Irial. Terror, pena, dolor, ternura… tal vez todo eso, o tal vez más, o tal vez menos. Nunca lo sabría.
Le costó unos momentos darse cuenta de que Gerde ya no estaba, de que jamás volvería a verla, de que la había perdido para siempre. Se dejó caer de rodillas sobre el suelo, ignorando el hecho de que temblaba y retumbaba, ignorando el viento que destrozaba sus oídos, la luz que hería sus ojos, el calor que abrasaba sus sentidos. Estrechó a la llorosa y aterrada Saissh entre sus brazos y lloró por Gerde, con el corazón roto en pedazos.
—Mi señora… —sollozó—. Yo era tu elegido… y te he fallado…
El llanto ahogó sus palabras.
De pronto parecía que había menos luz. Christian se arriesgó a incorporarse un poco y a echar un vistazo. No vio a Gerde, y comprendió enseguida lo que había pasado.
«La Puerta se está cerrando», dijo entonces una voz en su cabeza. Christian reconoció a Eissesh.
Alzó la cabeza y vio a los sheks, esperando en torno a la Puerta, inquietos. Entendió lo que debía hacer.
Se levantó, no sin esfuerzo, y avanzó, cojeando, hasta la brecha interdimensional. Sobrepasó a Assher, que seguía sollozando, protegiendo a Saissh entre sus brazos, se colocó ante la Puerta y la mantuvo abierta para los sheks.
«Vete, Eissesh», le dijo. «Marchaos antes de que sea tarde».
Sintió la mirada del shek sobre él.
«Si te quedas aquí, morirás», dijo Eissesh.
«Lo sé. Pero este es mi mundo, y aquí está mi vida. No puedo marcharme a ninguna otra parte».
«Si sobrevives al día de hoy», vaticinó el shek, «cambiarás de opinión».
Christian no respondió, y Eissesh no añadió nada más. Fue el siguiente en cruzar la Puerta.
Victoria deshizo el globo de oscuridad y avanzó como pudo sobre aquel suelo convulso para tratar de llegar hasta Christian. Jack la sostuvo del brazo para evitar que se cayera.
—¿A dónde vas?
—Con Christian. Allí… corre peligro.
—Y tú también. No permitiré…
—¿Qué? ¿Vas a tratar de impedirme que acuda en su ayuda?
Los dos cruzaron una larga mirada.
—No —dijo Jack—. Voy contigo.
—Mirad eso —dijo entonces Alsan, señalando al cielo.
Algo había ensombrecido la luz de Irial, algo parecido a una nube de tormenta henchida de electricidad, algo informe que se desplazaba sobre ellos, hostigado por las energías de las seis divinidades. Todos los que lo miraron se estremecieron de terror, y los que estaban más cerca sintieron cómo hasta su alma se deslizaba algo indefinible, poderoso y oscuro, que los hizo temblar y sentirse pequeños e insignificantes y, al mismo tiempo, inquietantemente vivos. Todos los sheks lo contemplaron con veneración. Incluso Christian alzó la mirada para verlo y sintió que algo le estallaba en el pecho, una sensación de jubiloso reconocimiento.
Aquello era el Séptimo dios.
No estaba en su mejor momento. Los Seis lo rodeaban y parecían estar creando en torno a su esencia una especie de manto luminoso, que iba envolviéndolo y atrapándolo. Todas las serpientes sisearon, horrorizadas.
—Van a volver a encerrarlo —murmuró Victoria.
Pero nadie la oyó, porque la roca retumbaba, los vientos aullaban y el torrente de agua que caía por el desfiladero se había convertido en una atronadora cascada que seguía agrietando la pared rocosa. No tardaría en hacerla estallar, y entonces toda la quebrada se vería inundada de agua.
Jack miró entonces a Christian largamente. Le estaba pasando algo extraño. De pronto, deseaba matarlo, lo deseaba con todas sus fuerzas. Luchó contra aquel impulso, y en un instante de lucidez comprendió que sus dioses le estaban ordenando que acabara con la vida del shek que mantenía abierta la Puerta por la que escapaban las serpientes. Y quiso rebelarse ante aquella orden, quiso luchar, pero la voz de los dioses fue superior a su voluntad: con un grito, desenvainó a Domivat y corrió hacia él.
Christian dio un salto atrás para esquivar la arremetida de Jack. Se mostró confuso un momento, pero un instante después ya había sacado a Haiass de su vaina y respondía a la provocación, abandonando la Puerta a su suerte.
—¡Jack! —gritó Victoria—. ¿Qué se supone que estás haciendo?
Jack no la escuchó. Encadenó una serie de movimientos para llegar hasta Christian, pero él hizo una finta y se apartó de su camino, interponiendo a Haiass entre ambos. Una vez más, ambas espadas chocaron, y sus filos se estremecieron de odio y de placer. Victoria trató de correr hacia ellos, pero Alsan la retuvo.
—¡No te acerques! ¡Podrían hacerte daño!
—¡Sé cuidar de mí misma! —protestó ella.
—Pues ten un poco de sentido común. ¡Estás embarazada!
Victoria apenas lo escuchaba. Estaba observando las caras de ambos, de Jack, de Christian. Siempre había habido rivalidad entre ellos, una enemistad manifiesta, pero jamás se habían mirado de aquella manera. Sus rostros ahora eran una máscara de odio; sus ojos no reconocían al contrario. A pesar de seguir todavía bajo su aspecto humano, en aquellos momentos eran solamente un dragón y un shek.
Y no parecía importarles que el suelo retumbara bajo sus pies, o que el viento entorpeciera sus movimientos. Nada de todo aquello era importante. Nada, salvo la voluntad de matarse el uno al otro.
—¿Qué les pasa? —dijo Victoria, angustiada.
Un poderoso trueno ahogó sus palabras. Sobre sus cabezas, aquella extraña niebla oscura, siniestra y cambiante, que se deslizaba de un lado para otro, seguía tratando de escapar de la luz envolvente que trataba de aprisionarla. Todo el firmamento parecía estar contemplando la última batalla de los Siete.
—¡Los dioses pelean entre ellos! —gritó Alsan, para hacerse oír por encima de aquel estruendo—. ¡Sus criaturas, también!
Victoria buscó señales de los dragones artificiales en el cielo, pero no vio ninguno. Los que no habían caído en la batalla contra los sheks, habían sido arrastrados por el tornado, o habían logrado escapar. Los sheks supervivientes regresaban a las inmediaciones de la Puerta, que se estaba cerrando por momentos. Sin embargo, a nadie parecía importarle; por alguna razón, todos contemplaban, sobrecogidos, la doble lucha que se desarrollaba allí mismo, entre los Seis y el Séptimo, entre un dragón y un shek.
Jack logró alcanzar a Christian, pero el shek se movió a un lado, y el golpe le acertó en la cadera. Fue doloroso. Ahogó un grito y se retiró un poco más, cojeando. Detuvo una nueva estocada de Jack. A pesar del dolor, golpeó de nuevo. Estuvo a punto de hundirle a Haiass en el estómago, pero Jack dio un salto atrás, trastabilló y un nuevo movimiento sísmico le hizo caer de espaldas al suelo. Rodó a un lado para escapar de la embestida de Christian, que llegó a producirle una fría brecha en el antebrazo izquierdo. Jack gritó, pero instantes más tarde estaba de nuevo en pie y atacando otra vez.
—¡Hay que detenerlos! —insistió Victoria—. ¡En cualquier momento cambiarán de forma, y en cuanto Jack vuelva a ser un dragón, todos los sheks se le echarán encima!
Alsan frunció el ceño. Dio una mirada circular, buscando a los sheks, y descubrió a varias docenas de ellos acurrucados contra las paredes de roca, contemplando, impotentes, cómo su dios luchaba por su libertad contra los otros seis. Se dio cuenta entonces de que la Puerta continuaba cerrándose; soltó de golpe a Victoria y echó a correr hacia allí, desafiando a los elementos, tratando de mantener el equilibrio sobre aquel suelo bamboleante. Pasó junto a Jack y a Christian, que seguían luchando entre ellos, pero no les prestó atención, ni ellos a él. Pasó junto a Assher, que seguía de rodillas, acunando a una berreante Saissh, y se detuvo en seco frente a la Puerta. Observó, entornando los ojos para protegerse de la luz, la abertura rojiza que se iba estrechando por momentos, y se dio cuenta, de pronto, de que no tenía ni la menor idea de cómo mantenerla abierta. Hizo lo primero que se le ocurrió: extrajo a Sumlaris de la vaina y la hundió en aquella pantalla fluida. Fue como si clavara la espada en un charco de agua. Sin embargo, aquel material pareció succionar el arma, y Alsan, con un grito, tiró de ella para no ser arrastrado también. Sintió, de pronto, que una gran oleada de energía pasaba a través de la espada y llegaba hasta la misma empuñadura, abrasando las palmas de sus manos y obligándole a gritar, pero no cedió.
Los bordes de la abertura siguieron estrechándose durante unos segundos más, y después se estabilizaron. Alsan clavó bien los pies en el suelo, tratando de mantener el equilibrio, y aferró con más fuerza aún el puño de la espada. Apretó los dientes y cerró los ojos, en un esfuerzo por aguantar el dolor…
La abertura seguía siendo lo bastante amplia. Uno de los sheks replegó las alas y se atrevió a reptar hasta ella y cruzar al otro lado.
Lentamente, los demás lo siguieron, pasando junto a Alsan, que seguía manteniendo la Puerta abierta, tendiendo a las serpientes un puente hacia su libertad.
Con un nuevo grito salvaje, Jack y Christian volvieron a arremeter el uno contra el otro. Las espadas estuvieron a punto de chocar por encima de sus cabezas, pero algo se interpuso, una vez más: el báculo de Ayshel, brillante, cristalino, y más henchido de energía que nunca.
El choque entre las tres armas fue brutal. La energía despedida del báculo los lanzó hacia atrás, separándolos y rompiendo la espiral de odio en la que estaban atrapados el shek y el dragón. Los dos cayeron al suelo con violencia.
Jack sacudió la cabeza y trató de volver a la realidad. Y la realidad no le gustó.
Los vientos bramaban sobre ellos. En la lejanía, los volcanes retumbaban. La cordillera entera temblaba, y la cresta del desfiladero empezaba a desprenderse. Un violento torrente de agua estaba agrietando la pared rocosa de parte a parte. Hacía tanto calor que apenas podía respirar. Y las enredaderas estaban empezando a extenderse, como tentáculos, por todas partes. Además, había tanta luz como si fuera de día, a pesar de que algo cubría sus cabezas, una niebla que se movía de un lado a otro, una especie de garra oscura que lanzaba sus dedos ganchudos en todas direcciones, buscando una manera de escapar de la brillante red de relámpagos en la que los dioses la habían atrapado. Y aquella trampa se hacía cada vez más compacta y más resistente, asemejándose cada vez más a una especie de crisálida. De nuevo, los Seis estaban a punto de encerrar al Séptimo en la nueva Roca Maldita que estaban creando.
Los sheks contemplaban todo aquello, sin ser capaces de reaccionar. Jack podía oler su miedo, su incertidumbre. ¿Qué sería de ellos si su dios era capturado?
Volvió la mirada hacia la Puerta, por la que iban escapando, uno a uno, mientras Alsan la mantenía abierta a duras penas. Buscó entonces a Christian, y vio que él trataba de incorporarse, con dificultad, y sacudía la cabeza para despejarse. Vio también a Victoria cerca de allí, arrodillada en el suelo, con el báculo entre las manos. Su cuerpo estaba envuelto en un centelleante manto de chispas, y ella, temblando y con la cabeza gacha, trataba de extraer de sí misma toda aquella energía. La piedra del báculo parecía a punto de explotar. Inquieto, Jack pensó que su vientre parecía todavía más abultado que antes.
Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado. Colocó una mano sobre el abdomen de ella, y, en efecto, le pareció que su bebé seguía creciendo, lentamente.
—Tengo que sacarte de aquí —le dijo, pero ella no le oyó.
Christian, por su parte, se levantó y trató de ir a reunirse con ellos, pero alguien lo detuvo. Se volvió y se topó con la mirada de Assher, extraordinariamente seria.
Él dijo algo, pero Christian no pudo escucharlo porque el estruendo que provocaba la presencia de los dioses hacía retumbar todo el desfiladero. Sin embargo, tomó a Saissh en brazos cuando Assher se la tendió.
«¿Qué significa esto?», le preguntó el shek.
«Tendrás que cuidar de ella», dijo Assher. «Yo soy el elegido de Gerde. He de hacer lo que ella esperaba de mí».
Lo demás sucedió muy deprisa. Haiass había caído al suelo, cerca de Christian. Antes de que este pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, Assher cayó de rodillas junto a la espada y la cogió con ambas manos. Gritó de dolor cuando le congeló las palmas, pero se sobrepuso, alzó el arma… y, con un certero y decidido movimiento, se clavó la espada en el corazón.
Christian reprimió el impulso de tratar de detenerlo. Había subestimado a Assher, pensó. Sabía muy bien cuál era su función dentro del círculo de Gerde. Había intuido, tal vez mucho tiempo atrás, para qué lo estaba entrenando.
Contempló, impasible, la autoinmolación de Assher, haciendo caso omiso de las exclamaciones de alarma de Jack y Victoria, del alarido de dolor que emitió el szish cuando la espada de hielo empezó a congelar sus órganos internos. Se limitó a esperar, hasta que el corazón de Assher dejó de latir, convertido en una fría flor de escarcha.
Entonces, Christian se cargó a la llorosa Saissh sobre el brazo izquierdo y, con la mano derecha, tiró de su espada para recuperarla. A sus pies quedó el cuerpo de Assher, rígido, frío, muerto.
—¡Christian! —oyó la voz de Jack, entre el bramido del viento. Él y Victoria se habían reunido con el shek y contemplaban la escena, anonadados.
«Una muerte», replicó Christian, telepáticamente, para que ambos lo captaran con claridad. «Un nuevo comienzo».
Le entregó a Saissh, que seguía llorando a pleno pulmón, y Jack la cogió, preguntándose qué diablos estaba sucediendo, preguntándose si saldrían vivos de aquella locura. Se sintió, más que nunca, un pequeño insecto en un mundo de titanes.
Y entonces, de pronto, algo sucedió.
Victoria se había inclinado junto a Assher y lo contemplaba, entristecida. Fue ella quien dio la voz de alarma cuando el cuerpo del szish se estremeció un momento y comenzó a regenerarse de forma espontánea. Jack retrocedió, aterrorizado, al ver que una fina niebla oscura, que parecía densa y maleable como el mercurio, se estaba introduciendo en el cuerpo del szish, a través de sus fosas nasales. Los dioses rugieron con más fuerza. Un pico montañoso estalló en miles de fragmentos, y todos se cubrieron la cabeza para protegerse de las esquirlas que pudieran llegar hasta ellos. Cuando volvieron a alzar la mirada, Assher estaba vivo de nuevo. Se había incorporado y los contemplaba con una mirada plateada e insondable. La masa oscura que se retorcía entre relámpagos, sobre sus cabezas, había desaparecido.
La luz volvió a golpear el desfiladero con fuerza, pero ellos estaban protegidos por el báculo de Victoria, que absorbía la luz y creaba un agradable espacio de penumbra a su alrededor.
Assher los miró de nuevo, y sonrió. Fue una sonrisa fría y distante que, por alguna razón, los hizo estremecerse de terror.
—Ha llegado la hora —anunció y, a pesar del fragor de los elementos, lo oyeron perfectamente—. Dessspedíosss de nosssotrosss, ssangrecaliente. No volveréisss a vernosss, y oss asseguro que en el futuro nosss echaréisss de menosss.
Dirigió una larga mirada a Victoria, y ella se sintió incómoda, como si estuviese desnudando su alma. El szish sonrió, simplemente, pero no hizo ningún comentario.
«Lo sabe», pensó Victoria, horrorizada. «Ya sabe quién es el padre del bebé». Retrocedió unos pasos, temerosa. Recordaba lo que le había contado Christian acerca de las intenciones de Gerde con respecto a su hijo. Si era hijo de Jack, los mataría a los tres. Si el shek era el padre, se llevaría al bebé consigo… y a la madre también, si aún no había dado a luz.
Pero Assher no hizo nada contra ella. No trató de secuestrarla ni de hacerle daño. Solo dio media vuelta y se alejó en dirección a la Puerta, que Alsan todavía mantenía abierta, a duras penas.
Victoria temblaba. Tal vez, pensó, el dios de las serpientes ya no tuviese interés en nada de lo que Idhún pudiese ofrecerle, puesto que tenía, por fin, un mundo para él y sus criaturas. Un mundo por el cual no tendría que luchar.
—¿Quién… qué es? —murmuró Jack, estremeciéndose.
«El Séptimo dios», dijo Christian.
Alsan seguía manteniendo la Puerta abierta, sujetando con fuerza a Sumlaris, que le transmitía fuertes pulsaciones de energía, como descargas eléctricas que eran cada vez más dolorosas. Sin embargo, en ningún momento se le ocurrió soltarla. Una parte de él encontraba extraña la idea de estar cubriendo la retirada a los sheks, los hijos del Séptimo, el dios al que le habían enseñado a odiar. Y seguía sin apreciar a aquellas criaturas, seguía siendo leal a los Seis. Pero también sentía que había cometido un error, un terrible error, que podía costarles la vida a todos. Todo aquel caos, toda aquella destrucción… la caída de más de un centenar de dragones artificiales, arrastrados por el poder de los elementos como si fuesen frágiles hojas al viento… había sido culpa suya. Si ayudando a los sheks a escapar podía detener todo aquello…, tenía que intentarlo.
Mientras las sombras sinuosas de los sheks se deslizaban, una tras otra, a través de la Puerta, percibió una sombría presencia a su lado y se estremeció sin saber por qué. Sin embargo, no pudo ver nada: la luz de Irial era tan intensa que lo obligaba a mantener los ojos cerrados.
—Buena essspada —comentó una voz siseante a su lado; había algo en ella que hizo que el estómago se le retorciera de puro terror; apretó los dientes e hizo un soberano esfuerzo de voluntad para seguir sosteniendo a Sumlaris—. Un arma legendaria que abssorbe la energía de la Puerta y ssse convierte en un puente entre ambos mundos. En cuanto la sssueltes, la Puerta ssse cerrará.
Alsan no fue capaz de responder. Estaba paralizado de miedo.
Assher tampoco dijo nada más. En aquel momento, el último shek cruzó a través de la Puerta. El szish sonrió.
—Adiósss, ssangrecaliente —dijo simplemente.
Y cruzó la Puerta él también, apenas unos instantes antes de que los Seis descargaran todo su poder contra el lugar por el que se les habían escapado el Séptimo y sus criaturas. Alsan solo tuvo tiempo de retirar su espada y ver cómo la Puerta se cerraba tras los sheks, y entonces toda la ira de los dioses cayó sobre él.
En aquel mismo instante, las montañas se estremecieron y se derrumbaron, y todos los volcanes de la cordillera entraron en erupción; un impetuoso torrente de agua inundó el desfiladero, con increíble violencia, y brotes de espinos cubrieron todas las paredes, como tentáculos siniestros. Se oyó, de nuevo, el aullido de un furioso huracán. Después hubo un intensísimo rayo de luz…
Y la Puerta estalló con increíble violencia.
Y después, el silencio.
Lentamente, las aguas bajaron, y las montañas dejaron de temblar. La luz se apagó. Por fin se hizo de noche, la temperatura volvió a ser agradablemente fresca y el aire se calmó. Poco a poco, las plantas dejaron de crecer.
Después de un largo rato, que le pareció eterno, Jack abrió los ojos. Aún llegó a ver cómo se desvanecía la burbuja de energía que los había protegido de la furia de los elementos. Una parte de su mente se preguntó si todo aquello no sería más que un mal sueño. Entonces algo se removió entre sus brazos y le exigió atención con un sonoro llanto. El joven volvió a la realidad y sentó a Saissh sobre sus rodillas, tratando de calmarla.
Miró a su alrededor, y vio a Victoria echada de bruces sobre Christian. El báculo yacía en el suelo, cerca de ella.
—¿Victoria? —murmuró—. ¿Estás bien?
Ella abrió los ojos y lo miró, un poco aturdida. Christian despertó de pronto y, en un movimiento reflejo, alargó la mano en busca de su espada. Se relajó un tanto al verlos.
—¿Qué ha ocurrido? —murmuró el shek—. Me ha parecido que nos han pasado seis dioses por encima, y seguimos vivos. ¿Cómo es posible…?
Victoria sacudió la cabeza y se incorporó un poco.
—Yo… fue todo muy rápido. Los dioses se lanzaron sobre nosotros y utilicé el báculo para crear un escudo de protección… jamás pensé que funcionaría.
Christian frunció el ceño, pensativo.
—Cualquier cosa que hagas con el báculo funcionará mejor cuanta más energía puedas utilizar. Ha canalizado toda la energía de los dioses. Tenía que ser un escudo a prueba de todo.
Victoria se incorporó, con cuidado. Palpó su abdomen con delicadeza. Sintió a su hijo moviéndose dentro de ella.
—Aún está vivo —murmuró, con lágrimas de alivio—. No puedo creerlo. Después de todo lo que ha pasado… aún está vivo.
Jack sonrió, también enormemente aliviado. La estrechó entre sus brazos. De pronto, ella alzó la cabeza, con la cara congelada en una mueca de horror.
—Alsan… no.
—¿Qué pasa con Alsan? —preguntó Jack, con el corazón en un puño.
—Traté de extender el escudo también hacia él, pero estaba demasiado lejos. No sé… no sé si llegué a tiempo.
Jack dejó a Saissh en el suelo, se puso en pie de un salto y vociferó:
—¡Alsan! ¿Me oyes?
Solo el eco le devolvió sus palabras. Una leve brisa sacudió el pelo y el rostro de Jack, pero él apenas lo notó. Corrió de un lado a otro, saltando charcos y trepando por encima de las rocas, llamando a Alsan una y otra vez, mientras Victoria hundía el rostro entre las manos y se echaba a llorar suavemente. Christian la abrazaba, tratando de consolarla, mientras Saissh, agotada, se acurrucaba en un rincón y caía profundamente dormida.
Jack siguió buscando a Alsan, incansablemente, hasta que las luces del primer amanecer tocaron la cresta del desfiladero. Se negaba a creer que hubiesen perdido a Alsan y, sin embargo, la lógica acabó por imponerse: nadie habría podido sobrevivir a aquello.
Con un nudo en el estómago, regresó junto a Christian y Victoria. Seguían abrazados. Ambos tenían un aspecto lamentable; estaban agotados, pero, sobre todo, parecían perdidos y asustados. Jack los miró, desolado. También él se sentía así.
Victoria alzó la cabeza hacia él. Cruzaron una larga mirada de entendimiento.
Jack se derrumbó. Se arrodilló junto a Victoria y la abrazó él también. Enterró la cara en su hombro y lloró, como la noche en que se conocieron, allá, en Limbhad; lloró por el amigo perdido, por Alsan, rey de Vanissar, que había muerto por ayudar a salvar el mundo, que se había sacrificado para enmendar su terrible error. Por Alsan, rey de Vanissar, en cuyo pecho había latido el corazón de un héroe.
Se quedaron allí, los tres, largo rato, sin moverse, abrazados, como una piña. El mundo les parecía sorprendentemente tranquilo y vacío. Todavía no se acostumbraban al silencio, a la sensación de que todo había terminado, de que, por fin, podrían descansar.
El Séptimo y los sheks habían huido a otro mundo. Los Seis ya no tenían nada que hacer en Idhún, por lo que habían regresado a su dimensión.
El mundo volvía a pertenecer a los mortales.