XII
Invocación

Acudió a él como una aparición surgida del aplastante bochorno del desierto, caminando descalza sobre las arenas candentes como brasas, sin que la más mínima señal de calor o cansancio estropeara su fina piel aceitunada.

Sussh alzó apenas la cabeza al verla llegar. Las serpientes, criaturas de sangre fría, toleraban relativamente bien el calor, y a menudo permitían que los soles caldearan sus cuerpos. Pero era tan contrario a su propia esencia que tendían a retirarse a la sombra al cabo de un rato. Cuando Gerde llegó hasta él, Sussh había buscado refugio a la sombra de una formación rocosa en lo alto de una colina. Había ocultado su enorme cuerpo tras las rocas de forma tan eficaz que resultaba prácticamente invisible. Sin embargo, Gerde caminaba derecha a él, sin vacilar. A Sussh no le sorprendió. Ningún hada sería capaz de hacer lo que ella estaba haciendo en aquel momento. Cualquier feérico sucumbiría a la eterna extensión del desierto, tan lejos de cualquier bosque.

Cuando Gerde se detuvo por fin ante él, ambos se miraron un instante, el viejo shek curtido en mil batallas, el hada que había regresado de la muerte. Fue ella quien habló primero:

—Eres esquivo, Sussh.

La gran serpiente entornó los ojos.

«¿Esperabas encontrarme en Kosh, acaso?».

—Cualquier otro habría esperado encontrarte en Kosh. Yo, no. Yo sabía que estabas aquí.

Sussh no respondió. Bajó de nuevo la cabeza hasta reposarla sobre su cuerpo, enrollado sobre sí mismo, y contempló largamente el horizonte. Gerde se dio la vuelta para mirar en aquella dirección. A sus pies, en la base de la colina, se había reunido un nutrido grupo de personas. La gran mayoría de ellos eran yan; se los reconocía por su forma de moverse, inquietos y desorganizados, corriendo de un lado para otro, incapaces de permanecer inactivos un solo instante.

Hablaban deprisa y gesticulaban mucho, y se notaba que estaban impacientes por entrar en acción.

Pero también había humanos entre ellos, humanos que parecían haberse contagiado del entusiasmo de los yan, porque hablaban a gritos y se impacientaban casi tanto como ellos. Gerde suspiró para sus adentros. Casi todas las razas de Idhún se habían limitado a asentarse en el territorio donde se habían desarrollado como pueblos, pero los humanos, no. Los humanos estaban en todas partes.

Aquel grupo en concreto, humanos y yan, era más un caótico revoltijo de bultos desarrapados que un grupo de personas. Pero algunos se habían reunido en torno a dos hombres que permanecían en pie junto a sendos dragones que se habían tumbado a descansar sobre la arena. Los soles arrancaban reflejos de sus escamas bruñidas.

—¿No sospechan que los espías?

«Son sangrecaliente», repuso Sussh, como si eso lo explicara todo.

—También yo soy una sangrecaliente.

«Pero tú sabías que estaba aquí».

Gerde no vio necesidad de responder.

«Creen que no lo sabemos, pero estamos al tanto de todos sus movimientos», prosiguió el shek. «Están reuniendo a todas las tribus del desierto y reclutando aliados en las ciudades limítrofes. Ya son bastantes como para lanzar una ofensiva contra Kosh, así que atacarán mañana».

—¿Tan pronto? ¿Sin aguardar a trazar un plan?

«Son yan», le recordó Sussh.

Gerde movió la cabeza.

—¿Por qué te molestas en luchar contra ellos? ¿Por qué insistes en pelear por este pedazo de desierto?

Sussh siseó con suavidad, pero no respondió.

—Nosotros estamos listos para marcharnos —dijo Gerde—. Estoy ensanchando ya la Puerta interdimensional para que pueda dar comienzo nuestro viaje…

«Nuestro exilio», rectificó Sussh. Gerde lo miró.

—¿Es eso lo que crees? ¿Que nos echan?

La serpiente la obsequió con una larga sonrisa.

«¿Acaso no es así?».

Gerde se encogió de hombros.

—No, no lo es. Podríamos quedarnos a pelear hasta el final, pero es una pérdida de tiempo. No es lógico y no es razonable, Sussh, lo sabes.

«Tal vez no. Pero dime, feérica, ¿hay dragones en el lugar a donde pretendes conducirnos?».

—No —reconoció Gerde—. Pero tampoco los hay aquí.

«Están los artefactos de los sangrecaliente. Una pálida sombra de los dragones de antaño, un pobre sustituto para alimentar nuestro odio insatisfecho. Pero es mejor que nada».

—¿Deseas seguir luchando? ¿Es eso todo lo que esperas del futuro?

Sussh alzó la cabeza y la miró fijamente.

«¿Acaso no era eso lo que esperabas de nosotros?», la interrogó.

Gerde esbozó una media sonrisa.

—¿Lo sabías?

Sussh cerró los ojos, cansado.

«Lo intuía».

—Entonces, si te digo que debemos emigrar a otro mundo, sabrás que no tienes alternativa.

«No», dijo Sussh. «Los sheks fuimos creados para luchar contra los dragones. Fue entonces cuando no nos diste alternativa. Se nos ordenó que lucháramos contra los dragones por toda la eternidad, y, que yo sepa, esa orden sigue vigente. Si tenías planeado que dejásemos de luchar algún día, entonces deberías habernos evitado el odio y el instinto. Quedándome a pelear, defendiendo este pedazo de tierra muerta, no hago sino obedecer el mandato que nos fue implantado en el alma, en los albores de nuestra historia. ¿Serías tú capaz de extirpar el odio de nuestra sangre?».

Gerde sonrió.

—Tal vez.

«Pues ahí tienes mi respuesta. Mientras desee pelear contra un dragón, aunque sea un sucedáneo, permaneceré allá donde haya dragones, obedeciendo las órdenes que mi dios nos transmitió a todos los de nuestra raza. Seguiré luchando, porque es lo que he hecho siempre, y porque los sheks fuimos creados para la guerra. No se nos puede pedir que vivamos en paz. Quien pretenda que lo hagamos, deberá cambiar esa circunstancia, porque de lo contrario nos condenará para siempre al terrible vacío que supone para una criatura no poder cumplir la función para la cual fue creado. La mayoría de las criaturas se conformarían simplemente con vivir. Pero nosotros hemos de luchar. Así que, al fin y al cabo, depende de ti».

—No querrás estar aquí cuando lleguen los Seis.

«Depende de ti», repitió Sussh.

Gerde se rió.

—Oh, sí, tal vez. Deja que te ahorre trabajo, entonces. Si no quedan enemigos contra los que luchar, tal vez cambies de idea.

Alzó la mano, solo una vez, y algo sucedió. El paisaje pareció ondularse un instante, como si la misma realidad se estremeciera. Y, momentos después, todos los miembros del grupo rebelde, incluyendo los dragones artificiales, estallaron en miríadas de partículas y se fundieron con la arena del desierto. Sussh entornó los ojos. Si estaba impresionado, no lo demostró.

«Has destruido un pequeño grupo», observó, «pero quedan muchos más».

El hada se encogió de hombros.

—Podría desintegrarlos a todos —admitió—, pero tengo cosas más importantes que hacer. Y además, no lo he hecho para quitártelos de encima, Sussh. Considero que tú también deberías tener cosas más importantes que hacer. Lo comprenderás en cuanto este lugar reciba la visita de alguien mucho más poderoso y peligroso que un grupo de sangrecaliente.

El shek entornó los ojos.

«Conozco los rumores acerca de la presencia que abrasa el desierto».

—Son mucho más que rumores —se rió Gerde—. No tardarás en comprobarlo por ti mismo. Estoy convencida de que a estas alturas ya ha detectado lo que acabo de hacer, y no tardará en presentarse aquí.

«¿Tienes intención de enfrentarte a él, acaso?».

—Sabes que no. Por eso estoy abriendo una Puerta a nuestra libertad. Cuando te hayas enfrentado a uno de ellos, si es que sales con vida, lo entenderás.

«Nuevamente», dijo Sussh, «no tiene que ver con el entendimiento, sino con el instinto. Llévame a un mundo donde haya dragones o elimina el odio que late en mi ser, y entonces te seguiré».

Gerde se rió otra vez, pero no dijo nada.

«Te estás marchitando», observó él.

Y era cierto; la piel de Gerde parecía más mustia, menos tersa. El brillo acerado de sus ojos también parecía estar debilitándose.

—Ya ves —dijo ella con sencillez—. Todos tenemos que luchar contra cosas que escapan a nuestro control. Es lo malo de tener un cuerpo, ¿no te parece?

Sussh no respondió. Cerró los ojos, como si estuviera tremendamente cansado. Cuando volvió a abrirlos, Gerde ya había desaparecido.

Victoria alzó el largo vestido azul y lo contempló con aire crítico. Después, bajó la vista hasta su cintura y suspiró.

—Ese traje era de mi madre —se oyó una voz desde la puerta—. Lo llevaba puesto el día en que los sacerdotes bendijeron su unión con mi padre.

Victoria se volvió para mirar a Alsan, cautelosa. El rey de Vanissar se había apoyado en el quicio de la puerta y, por lo visto, no parecía importarle el hecho de que la joven llevase todavía la ligera túnica que solía usar para dormir.

—Ya me lo habían dicho —repuso ella—. Y te lo agradezco mucho, pero me temo que no me lo voy a poner hoy; es demasiado estrecho de talle.

Alsan se encogió de hombros.

—Te habría valido hace unos días —observó—. ¿Qué te ha pasado exactamente?

Victoria se alegró de que Alsan pareciese por fin dispuesto a escucharla.

—Me acerqué demasiado a la diosa Wina. Ya sabes, la diosa que hace crecer las cosas vivas. Todas ellas —añadió.

Alsan la miró, asombrado.

—¿Y qué habría pasado si llegas a acercarte más? —quiso saber.

Victoria se estremeció.

—Procuro no pensar en ello.

Se había inclinado junto a un arcón que había en un rincón de la habitación y examinaba su contenido, sacando unas prendas y desechando otras. Casi nada de lo que había allí dentro era suyo realmente; en su primer viaje a Idhún había llevado solo lo imprescindible, y cuando había regresado por segunda vez, con Christian, tampoco se había molestado en hacer la maleta. Las ropas que solía usar en su mundo natal no encajaban allí.

Levantó en alto una amplia túnica blanca y la estudió con atención. Era un poco sosa, pero le cabría. Suspiró para sus adentros. No era una joven coqueta, pero aquel día deseaba de corazón estar radiante para Jack. También le habría gustado poder prepararse de forma apropiada para la ceremonia de la noche anterior, con Christian, pero había algo romántico y excitante en el hecho de que se hubiera realizado de forma tan furtiva. La misma relación que mantenía con él era así, construida sobre momentos inesperados, no planificados. Y no era la primera vez que salía de su habitación en plena noche para reunirse con él en secreto, pensó, recordando aquellas primeras citas, cuando él acudía a buscarla, y ella corría a su encuentro en pijama, sin preocuparse para nada por su aspecto. En aquellos momentos, el aspecto era lo que menos les había importado a los dos.

Con Jack era diferente. No porque él concediera importancia a la ropa que llevaba, sino porque a su lado tenía la oportunidad de llevar adelante una relación más convencional. Incluso Jack lo había mencionado alguna vez. «Llevarte al cine, invitarte a cenar en un restaurante bonito, regalarte rosas el día de los enamorados», había dicho. Victoria suspiró de nuevo. No cambiaría los momentos que habían pasado juntos por nada del mundo, pero tampoco habría dicho que no a una cita así. Y también ella añoraba, a veces, hacer las cosas al estilo de la Tierra. «Llevar un traje bonito el día de mi boda», se dijo. «Ponerme guapa para él».

—Ojalá hubiera tenido tiempo de buscar un vestido en condiciones —murmuró.

—¿Te importa de verdad?

La voz de Alsan desde la puerta la sobresaltó. Casi había olvidado que él estaba allí. Se volvió y lo vio mirándola de una forma que la inquietó.

—No especialmente. Quiero decir, que me habría gustado que hoy todo fuera precioso y perfecto, porque es un día muy especial para mí. Pero creo que en el fondo no importa cómo salga, porque seguirá siendo un día que recordaré con cariño el resto de mi vida.

Alsan tardó un poco en responder.

—Ambos erais casi niños cuando os acogimos en Limbhad —dijo entonces, a media voz—. Recuerdo haber pensado en ocasiones, cuando os veía juntos, que hacíais buena pareja. Y cuando se desveló vuestra verdadera identidad pensé que solo podía ser una señal de los dioses: el último dragón y el último unicornio encarnados en cuerpos humanos, un cuerpo masculino y uno femenino. Estaba claro cuál era su voluntad: que formarais pareja y tuvieseis descendencia, hijos que heredarían parte de vuestra esencia. Y soñé con el día en que vería cumplido ese plan divino: el día en que destruiríamos a las serpientes de una vez por todas y celebraríamos la libertad de Idhún con la ceremonia de unión más espléndida y radiante que se hubiera visto jamás. Yo os habría acompañado con orgullo ante el sacerdote, Victoria. También habría sido para mí el día más feliz de mi vida.

Victoria lo miró, pero no dijo nada.

—Y podría haber esperado —prosiguió Alsan—, porque sois jóvenes, y porque aún queda mucho por hacer. Podría haber esperado a que se solucionase todo este asunto de los dioses, a derrotar a Gerde y a los sheks. Y después habríamos culminado nuestro triunfo y el regreso de la paz a Idhún con vuestra unión. Habría sido todo perfecto, ¿no crees?

Victoria desvió la mirada y empezó a doblar la ropa para volver a guardarla en el arcón.

—Podríamos haber aguardado si hubiese podido confiar en ti —prosiguió Alsan, con sequedad—. Si no hubieses desafiado la voluntad de los dioses manteniendo una relación sacrilega con un shek.

Victoria no se inmutó. Siguió doblando la ropa, con calma.

—¿De quién es el niño que esperas, Victoria? —preguntó él, directamente.

Victoria alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.

—No lo sé —respondió con franqueza—. Puede ser de Jack, o puede ser de Christian. Sé que me odias por ello, pero lo cierto es que no me importa quién de los dos sea el padre.

Las uñas de Alsan se clavaron en el marco de la puerta. Fue su única manifestación de ira.

—Pues debería importarte. ¿Eres consciente de que puede que des a luz al nieto de Ashran?

Victoria sonrió con cierta amargura.

—Sí, no deja de ser irónico —admitió.

—Es mucho más que irónico. ¿Tienes la menor idea de lo que eso supondría para todo el mundo?

—Puedo imaginarlo. Escucha, sé que te he decepcionado, que he roto todas las expectativas que tenías puestas en mí. Puedes odiarme por amar a un shek, por no representar el papel que habías escrito para mí, pero hay tres cosas que quiero que sepas, y que, pase lo que pase, tengas muy claras. La primera es que siento de verdad no ser lo que tú esperabas que fuera. Tienes razón, habría sido bonito y perfecto que esto fuera simplemente una historia de buenos y malos, y que la chica y el chico mataran a la malvada serpiente y salvaran el mundo y después fueran felices para siempre. Habría sido todo infinitamente más sencillo y más cómodo. Y no te imaginas la de veces que he deseado que las cosas fueran así. Pero no lo son, y nunca lo han sido.

Alsan no dijo nada. Siguió mirándola, casi sin verla.

—La segunda cosa que quiero que sepas —prosiguió Victoria—, es que defenderé a mi hijo y lo protegeré con mi vida, te guste o no. Sé que será un alivio para todos si resulta ser hijo de Jack; pero, si no lo es, no voy a avergonzarme por ello, ni mucho menos voy a librarme de él. Así que no te molestes en pedírmelo.

Alsan entornó los ojos, pero siguió sin hablar.

—Y por último —concluyó ella—, me gustaría que me creyeras si te digo que quiero a Jack de corazón, que estoy sinceramente enamorada de él, y que nunca le he mentido ni engañado al respecto. Sé que le tienes mucho cariño y que temes que pueda estar haciéndole daño. Esta relación es dolorosa a veces, es verdad, pero no solo para él. No estoy jugando con sus sentimientos ni le hago concebir falsas esperanzas. Es verdad que le amo. Daría mi vida por él sin dudarlo un solo instante.

Alsan esbozó una breve sonrisa.

—No me crees —comprendió Victoria—. Dentro de un rato el Padre Venerable confirmará que mis sentimientos por Jack son sinceros. Puede que a él sí le creas, pero no me importa; quería que lo escucharas primero de mis labios. Quería decírtelo yo.

Alsan la taladró con la mirada. Después, sus ojos bajaron lentamente hasta las manos de Victoria, y el anillo que lucía en uno de sus dedos.

—¿Vas a llevar eso en la ceremonia de tu unión con Jack? —le preguntó con frialdad.

Victoria miró el anillo. No tenía intención de quitárselo, pero comprendía que Alsan no lo encontrara apropiado. Recordó entonces que durante la bendición de su unión con Christian había llevado puesto el colgante que Jack le había regalado, y que el shek no le había concedido la menor importancia.

—Sí —dijo solamente.

Alsan no respondió. Solo volvió a mirarla de aquella manera, como si ella no fuese una persona, sino una mancha que había que limpiar porque estropeaba un suelo pulcro e impoluto. Victoria le sostuvo la mirada, aparentemente en calma, aunque por dentro sentía que el muro que los separaba se hacía cada vez más y más alto. Finalmente, Alsan se retiró de la puerta y dio media vuelta para marcharse.

—Lo siento —dijo Victoria, y era sincera. Lo sentía por Alsan, aunque no se arrepintiera de las decisiones que había tomado.

El rey de Vanissar inclinó la cabeza.

—Me ocuparé de que busquen un traje que te sirva —dijo con tono impersonal, antes de abandonar la habitación.

La ceremonia tendría lugar en el patio del castillo, el mismo lugar en el que, días atrás, Alsan se había sometido a la prueba del Triple Plenilunio. Habían vuelto a disponer los asientos casi de la misma forma, solo que, en lugar del trono con cadenas, habían llevado hasta allí un pequeño altar hexagonal. El suelo estaba alfombrado de flores blancas, que habían crecido allí de manera espontánea, y pequeñas chispas de colores, como luciérnagas bailarinas, animaban el ambiente. Aquellos detalles habían sido un pequeño obsequio de Shail.

Victoria alzó la mirada para contemplar los soles, pálidos discos que se veían como a través de una espesa capa de niebla. No obstante, a pesar del globo de oscuridad que aún protegía la ciudad, había tanta luz como en un día despejado… porque no era la luz de los soles lo que los alumbraba en aquellos momentos.

Se esforzó por alejar aquellas preocupaciones de su mente. Se volvió hacia Jack y le sonrió.

Estaban aún bajo el pórtico de entrada, sin atreverse a salir al patio. Había mucha gente fuera: personajes importantes, como Gaedalu, Qaydar, Covan y algunos otros caballeros y nobles de Vanissar. También estaban allí sus amigos: Alsan, Shail, Zaisei. Y muchas otras personas a las que no conocían.

—Para haber avisado con tan poca antelación —murmuró Jack, nervioso de pronto—, se ha reunido mucha gente, ¿verdad?

—Hurra por nuestro gran poder de convocatoria —respondió ella, alicaída. Jack la miró, y se dio cuenta de que estaba temblando como un flan.

—¿Estás asustada? No deberías estarlo; al fin y al cabo, tienes en esto más práctica que yo —bromeó.

—Lo de anoche no se parecía en nada a esto —replicó Victoria—. Y, además, sigue siendo algo nuevo para mí. —Lo miró, y sonrió—. Es la primera vez que hago esto contigo. Quiero que sepas… —tragó saliva, y continuó, un poco sonrojada— que me hace mucha, muchísima ilusión.

—A mí también —aseguró Jack, emocionado—. Aunque habría preferido algo más íntimo.

—Y yo —suspiró Victoria—, pero no podemos decepcionarlos ahora, ¿verdad?

Jack sonrió otra vez.

—Hay algo que tengo que decirte —susurró—. No es muy importante, pero quería decírtelo.

—¿De qué se trata?

—Anoche, durante tu ceremonia de bendición de la unión con Christian… dijiste tu nombre. Tu nombre completo, quiero decir.

El nombre que tenías en la Tierra. Supongo que ya lo sabía de antes porque lo debo de haber visto escrito en alguno de tus libros de texto, pero no había prestado atención y no lo recordaba. Eres Victoria d’Ascolli. Para mí siempre habías sido simplemente Victoria.

Ella sonrió.

—¿A dónde quieres ir a parar?

Jack la miró con seriedad.

—¿Sabes acaso cómo me llamo yo? ¿Conoces mi nombre completo?

Victoria abrió la boca para responder, pero enseguida la cerró y negó con la cabeza. Jack sonrió otra vez.

—Me llamo Jakob Redfield. —Se rió al ver la cara de desconcierto que puso ella—. Jakob es un nombre danés, me lo puso mi madre. Pero mi padre era inglés y solía llamarme, simplemente, Jack.

—Creía que Jack era el diminutivo de John —murmuró ella, aún consternada.

—En mi caso, no. En realidad mi padre debería haberme llamado Jake, pero le gustaba más Jack.

—Jakob Redfield —repitió Victoria en voz baja—. Se me hace raro. Es como si me estuvieses hablando de otra persona.

Jack sonrió ampliamente.

—¿Verdad que sí? En fin, sé que esto no es exactamente una boda, pero se le parece mucho, y además vamos a tener un niño… así que me pareció obvio que por lo menos deberías saber mi nombre… antes de que lo pronuncie ante el sacerdote y te lleves una sorpresa.

—Puede que en el fondo no sea tan importante —opinó Victoria—. Al fin y al cabo… no es más que un nombre, ¿no? —Se rió, y recordó a Christian. Se preguntó, de pronto, dónde estaría, si se habría marchado ya, o si se había quedado cerca para observar la ceremonia desde las sombras—. Por otro lado —añadió—, aunque mi nombre oficial es Victoria d’Ascolli, en realidad no era ese el apellido de mis padres. Fui adoptada, ¿recuerdas?

—Victoria d’Ascolli suena muy bien —comentó Jack—. Suena elegante.

—Mi abuela siempre fue muy elegante —sonrió Victoria—. Ojalá estuviese aquí hoy —añadió, con la voz teñida de emoción.

Jack la tomó de las manos para consolarla. Victoria tragó saliva, parpadeó y sacudió la cabeza. El muchacho la contempló con cariño.

—Estás guapísima hoy.

Victoria enrojeció y se recogió un poco el borde del vestido, que se ajustaba justo debajo del pecho, dejando el vientre y la cintura sueltos. Era blanco, pero solo la capa inferior; livianos velos de gasa verde caían por su espalda y desde su cintura. Delicados bordados en plata adornaban el bajo de la túnica.

Jack la tomó de la barbilla y le hizo alzar el rostro hacia él. También la habían peinado con esmero, retirándole el cabello de la cara y dejándolo suelto sobre sus hombros. El joven no podía dejar de mirarla.

Durante un instante, todo el universo pareció detenerse a su alrededor. Se quedaron prendidos en los ojos del otro, saboreando toda una constelación de sensaciones.

—Te quiero —dijo Jack simplemente, y la besó con ternura.

El breve suspiro de Victoria quedó ahogado en aquel beso.

—Yo también a ti —susurró ella, temblando, cuando apoyó la cabeza en su hombro.

Jack demoró un poco más el instante de la separación. Cuando se apartó de ella, con delicadeza, aún sonreía.

—Pues que todo el mundo se entere —declaró—. ¿Estás preparada?

Victoria asintió. Jack deslizó una mano hasta su vientre.

—¿Y tú, pequeñín? ¿Listo?

Una enérgica patada pareció ser la respuesta. Los dos sonrieron.

Jack tomó a Victoria de la mano. Ambos inspiraron profundamente y salieron al patio. Cuando se percataron de su presencia, todos se volvieron para mirarlos.

Jack oprimió con fuerza la mano de Victoria y alzó la cabeza con aplomo. Juntos, los dos recorrieron la distancia que los separaba del altar. Allí los aguardaba Ha-Din.

—Bienvenidos —sonrió el Padre Venerable—. Celebro veros juntos otra vez.

—Gracias, Padre —respondió Jack. Victoria corroboró sus palabras con una inclinación de cabeza.

—La ceremonia de la bendición de la unión —prosiguió Ha-Din—, es motivo de alegría para la pareja y sus allegados. Es una forma de decir a todo el mundo que sentís algo el uno por el otro, un vínculo sólido y verdadero, que deseáis que sea duradero y que os aporte a ambos paz y felicidad. El vínculo es parte de vosotros mismos. Nace del corazón de cada persona y la une a aquellos que más le importan. Los vínculos son algo íntimo y privado, y los sacerdotes no podemos crearlos ni deshacerlos; solo dar testimonio de que existen… o de que no.

»Vuestro caso es especial. Que se sepa, nunca antes había existido un vínculo de esta naturaleza entre un dragón y un unicornio.

Pero también es cierto que nunca antes había habido dragones y unicornios con cuerpos y almas humanos. Por esta razón, vuestra relación es tan importante para todo el mundo. Sois el símbolo de Idhún. Sois el último dragón y el último unicornio. Y los dioses os han dado cuerpos humanos que pueden procrear.

El rostro de Victoria se había ensombrecido. No era aquello lo que esperaba. Dirigió una mirada fugaz a Jack, y vio que él también se había puesto serio.

—A pesar de todo ello —continuó el Padre—, esto sigue siendo una ceremonia de bendición de la unión. Una ceremonia que celebra un vínculo privado y personal que no debería concernir a nadie más. Por eso, antes de seguir, necesito saber que venís por voluntad propia, porque lo deseáis de corazón, y no porque se os haya presionado o porque creáis que es vuestro deber.

Hubo murmullos apagados entre el público. Ha-Din sonrió al percibir el desconcierto de ambos jóvenes. También supo que Alsan lo taladraba con la mirada, pero no se inmutó.

Victoria fue la primera en hablar.

—Yo he venido porque lo deseo —dijo—. Puede que hubiese preferido que la ceremonia se llevase a cabo de otra manera, pero no estoy en contra de que se celebre. Quiero hacer esto. De todo corazón.

Oprimió con fuerza la mano de Jack, que sonrió.

—Yo también he venido por voluntad propia —dijo.

Ha-Din asintió con placidez.

—No esperaba menos de vosotros. Ahora es vuestro turno: decid vuestros nombres.

—Mi nombre humano es Victoria d’Ascolli —dijo Victoria—. Mi nombre de unicornio es Lunnaris.

Jack la miró aprobadoramente. Se preguntó si Victoria había pensado en aquella fórmula después de su unión con Christian, o se le había ocurrido en aquel mismo momento de forma espontánea. De cualquier modo, le gustó.

—Mi nombre de humano es Jakob Redfield, o Jack, para los amigos —dijo—. Mi nombre de dragón es Yandrak.

Ha-Din sonrió.

—Hablad de vuestra relación y de vuestros sentimientos —los invitó.

Fue Jack quien empezó. Rememoró el momento en que había conocido a Victoria, recordó cómo había empezado a sentirse atraído por ella al llegar a la adolescencia. No dio detalles, porque había mucha gente presente, gente extraña; pero Ha-Din no los necesitaba. Bastaba con que él recordase cada momento, aunque no lo expresase en voz alta. Porque los recuerdos despertaban en su interior las emociones más puras y sinceras. Porque le hacían olvidarse de lo que sucedía a su alrededor para pensar solamente en Victoria.

Ella, a su vez, evocó el momento en que se habían reencontrado, después de dos años separados. Ambos se rieron al recordarse en la puerta del colegio de Victoria, felices de volver a verse pero demasiado tímidos como para demostrarlo.

Después, callaron un momento. En silencio, recordaron su primer beso, sus primeros momentos juntos, cada instante que les había pertenecido solo a ellos dos. Victoria se ruborizó levemente al evocar algunas escenas más íntimas. Jack tragó saliva, un tanto azorado. Ha-Din sonrió al percibir los sentimientos de ambos. Estaba claro que no iban a hablar en público de aquellos momentos privados, pero no hacía falta. El celeste detectaba ya, con total claridad, la ternura y la pasión que emanaban de ellos.

—Una relación hermosa y sincera —comentó, bajándolos a ambos de la nube—. Pero ¿qué hay de los malos momentos?

Victoria cerró los ojos al recordar las discusiones, los celos y las suspicacias. Jack inspiró hondo y revivió el dolor de creer que Victoria lo abandonaría en cualquier momento para irse con el shek.

—La nuestra es, a veces, una relación difícil —reconoció Victoria.

No dijo nada más. Sobrevino un breve silencio, mientras ambos evocaban algunos de aquellos momentos dolorosos. Ha-Din entornó los ojos para percibir con mayor claridad los sentimientos de dolor, recelo, miedo e inseguridad. Claro que era una relación difícil. Victoria también estaba enamorada de otro hombre, pero Jack no tenía la menor intención de renunciar a ella.

Ha-Din valoró todo esto en conjunto. Valoró los buenos momentos y los malos, los sentimientos positivos y los negativos. Y después, lentamente, preguntó.

—Pese a todo, ¿queréis seguir juntos?

—Sí —respondió Jack sin dudar.

—Sí —dijo Victoria con aplomo.

Ha-Din dio un paso atrás y los contempló. Sí, allí estaba el lazo. Lo había visto en multitud de ocasiones, cuando ambos estaban juntos. Un fino cordón de energía que los unía y que resplandecía como si estuviese trenzado con rayos de los tres soles. Un vínculo sólido.

—Existe un lazo entre vosotros —anunció por fin—. Un lazo fuerte, hermoso y sincero. Y no son solo vuestras palabras las que dan fe de ello, sino también vuestros sentimientos. Soy testigo ante los dioses de que os amáis, y suplico a los Seis que derramen todas sus bendiciones sobre vosotros, que vuestro lazo perdure y que os colme de felicidad a ambos.

Victoria sonrió, emocionada, mientras el público estallaba en vítores, aplausos y buenos deseos para la pareja. Jack la besó con intensidad; no sabía si aquello era o no apropiado en aquella ceremonia, pero no le importaba.

Aún en brazos de Jack, Victoria detectó, por encima de su hombro, una sombra fugaz en las almenas. Fue apenas un instante y enseguida desapareció, pero no pudo engañarla. Sonriendo para sí, Victoria comprendió que Christian no había podido resistir la tentación de asistir… a su manera. Le dio las gracias mentalmente, pero no obtuvo respuesta. No le sorprendió. El shek sabía ser discreto cuando era necesario, y sabía que aquel momento, aquel día, era solo de Jack y de Victoria.

Enseguida se vieron rodeados de gente que se acercaba para felicitarlos. Victoria, algo aturdida, permaneció junto a Jack, mientras murmuraba agradecimientos y trataba de ubicar todas las caras. Tuvo la sensación de que había incluso menos gente de la que le había parecido en un principio. Demasiados desconocidos, pensó, turbada, y echó de menos a los que no estaban allí: a Christian, a Kimara, a Allegra… al Alsan que había conocido tiempo atrás, en Limbhad. Alzó la cabeza y lo buscó entre la multitud. Lo vio un poco más lejos, mirándola fijamente. Su rostro era una máscara inexpresiva, pero la fulminaba con la mirada, y a Victoria le apenó no ver el más mínimo rastro de cariño en sus ojos. Se preguntó, inquieta, si aquello era obra del brazalete que llevaba o si, por el contrario, había cometido un crimen tan horrible como para que él no pudiera perdonarla, como para que la rechazase hasta ese punto. Junto con Shail, Alsan había sido casi como su hermano mayor en los tiempos de la Resistencia. ¿Tanto habían cambiado todos?

Detectó a Shail un poco más allá. Estaba junto a Zaisei, diciéndole algo al oído. Ella se había ruborizado. Descubrió a Gaedalu mirándolos casi con la misma cara con que Alsan la había estado observando a ella. Shail debió de advertirlo, porque se apartó un poco de Zaisei. Fue entonces cuando sus miradas se cruzaron, y el mago le dedicó un saludo y una cálida sonrisa que hizo que Victoria se sintiese un poco mejor.

Jack la tomó de la mano y la arrastró lejos del corro de gente. Trató de llevarla hasta el pórtico, de nuevo, pero Victoria se detuvo de pronto y miró a su alrededor, extrañada.

—¿Qué sucede? —preguntó él, inquieto.

—¿No notas que hay menos luz? Como si, de repente, el hechizo de los magos tuviese más fuerza.

Por un instante, la esperanza de que Irial se hubiese retirado prendió en sus corazones. Pero les bastó con alzar la cabeza hacia el cielo para que fuera sustituida por un profundo horror.

Sobre sus cabezas había aparecido, de pronto, una enorme espiral de nubes que giraba lentamente, cubriendo los soles por completo. Incluso a través del conjuro de oscuridad que protegía el castillo podían ver con claridad el resplandor sobrenatural que emitía aquel torbellino, como si hubiera cientos de relámpagos trenzándose en su interior; el color de aquella masa nebulosa, de un violáceo intenso, tiñó por un momento sus aterrados rostros, dándoles un aspecto fantasmal. De pronto, el cielo entero emitió un espantoso crujido, y se levantó un viento huracanado que sacudió las ropas de todos e hizo gritar a algunas mujeres. Todos se habían quedado mirando el cielo, horrorizados, pero una nueva ráfaga de aire tumbó algunos asientos e hizo perder el equilibro a los más livianos, y Jack reaccionó:

—¡¡A cubierto!! —gritó—. ¡¡Todos a cubierto!!

Y cundió el pánico. La gente empezó a chillar y salió en desbandada, algunos hacia la puerta principal del castillo, en dirección a la ciudad; otros, hacia el pórtico de acceso al edificio. Nadie entendía qué estaba sucediendo ni sabían qué era aquella extraña tormenta, pero su simple presencia llenaba sus corazones de una angustia que jamás habían experimentado y que no sabían explicar.

Jack entendía el por qué de esa sensación: el horror ante lo grandioso, lo inconmensurable, la terrorífica fascinación de saberse, de pronto, nada más que una mota de polvo en un universo demasiado grande como para ser consciente de tu existencia.

«Pero incluso las motas de polvo tienen derecho a existir», se dijo el joven, con firmeza. Trató de coger a Victoria de la mano para llevársela de allí, pero no pudo tocarla; la muchacha se había cargado de energía de forma tan rápida y brutal que su mirada parecía una galaxia de estrellas en miniatura. De nuevo, un manto de chispas centelleaba a su alrededor.

—¡El báculo! —gritó Jack—. ¿Dónde tienes el báculo?

—¡No pretenderías que cargara con él el día de mi boda! —pudo decir ella.

—¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? —gritó Alsan, que acababa de llegar junto a ellos.

—¡Hay que llevar a todo el mundo bajo tierra! —dijo Jack—. ¡A un sótano, a las mazmorras, a donde sea!

—¡Pero hay que tratar de detenerlo!

—¡No se puede detener a Yohavir, es un dios! ¡Lo que hay que hacer es ponerse a cubierto!

Alsan los miró un momento, aturdido.

—¡Pero no puedes salir huyendo! —le reprochó—. ¡Tenemos que sacar a todo el mundo de aquí!

Jack resopló, exasperado.

—¡Mira cómo está Victoria! ¡Tengo que acompañarla a buscar el báculo, es lo único que puede ayudarla ahora!

—Yo iré con ella —dijo entonces la voz de Qaydar, junto a ellos—. Ya sé por experiencia que mi magia no resultará muy útil contra eso —añadió, señalando el torbellino que se estaba formando sobre sus cabezas.

—Pero… —empezó Jack; Alsan lo interrumpió tirando de él y llevándoselo a rastras.

—No hay más que hablar. La dejo en vuestras manos, Archimago.

A Victoria no se le escapó la mirada de entendimiento que habían cruzado Alsan y Qaydar, pero no tuvo tiempo de decir nada. Una ráfaga de viento la obligó a taparse el rostro con un brazo y, cuando pudo volver a mirar, Alsan y Jack ya se alejaban de nuevo hacia el centro del patio, desafiando al vendaval.

—¡Vámonos! —gritó Qaydar, y entró en el castillo.

Victoria no podía entretenerse más. Lo siguió, mientras sentía que su corazón palpitaba a toda velocidad, bombeando energía a cada célula de su cuerpo. Sabía que estaba a punto de estallar y que no aguantaría mucho más. Y temía que su bebé no lo resistiera tampoco.

Los dos subieron a toda velocidad por la escalera de caracol hasta la habitación de Victoria. La joven se precipitó sobre el báculo de Ayshel y, en cuanto lo tomó en sus manos, sintió que el objeto absorbía aquella energía, descargándola y aliviándola inmensamente.

—Hazte a un lado, Qaydar —murmuró, estremeciéndose al ver que el extremo del báculo comenzaba a brillar intensamente.

El Archimago obedeció. Contempló, fascinado, cómo ella se arrastraba hasta la ventana y se quedaba allí, un momento, mientras la energía fluía a través de ella hasta el báculo y se acumulaba en la piedra que lo remataba. Finalmente, Victoria liberó toda aquella energía, y un poderoso rayo brotó del báculo y salió disparado por la ventana, perdiéndose en el firmamento.

La joven se dejó resbalar hasta el suelo, agotada, pero aún aferrada al báculo. Qaydar se inclinó junto a ella.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó, con amabilidad.

—Creo… creo que sí —jadeó Victoria—. Pero estoy muy cansada, y…

Deslizó una mano hasta su vientre, inquieta. Esperaba que el bebé estuviese bien.

Cuando alzó la cabeza de nuevo, le sorprendió ver el rostro del Archimago muy cerca de ella. Y la miraba de una forma extraña.

—¿Qaydar…?

—Lo siento, Victoria —murmuró él.

Alzó una mano y la alargó hacia ella. Victoria, alarmada, vio que su palma relucía con un siniestro resplandor azulado, y retrocedió, pero el Archimago fue más rápido. En cuanto la mano de él tocó su frente, Victoria sintió que se le apagaba la conciencia de pronto, como quien extingue una vela de un soplido.

Christian había asistido a la ceremonia de unión desde su escondite, en lo alto de las murallas, pero se había apresurado a refugiarse en una de las torres nada más iniciarse el huracán. Ahora observaba desde una ventana a la gente del patio, corriendo de un lado para otro, como pequeños insectos huyendo de una tempestad. El cono del tornado descendía lentamente hacia tierra, y Christian vio cómo succionaba a los que no habían podido agarrarse a nada todavía, levantándolos del suelo y arrastrándolos por el aire, en medio de un caos de alaridos y pataleos. Él mismo, a pesar de estar protegido tras la gruesa pared de piedra, sentía que la presión le dificultaba la respiración. Se aferró con todas sus fuerzas al marco de la ventana antes de atreverse a mirar de nuevo.

Descubrió abajo a Alsan y a Jack; vio a Shail tratando de poner a cubierto a Zaisei y a los Venerables; pero no vio a Victoria, y eso no le pareció una buena señal. La sintió, no obstante, al otro lado del anillo, y dejo que su percepción lo guiase por los corredores del castillo, ahora desiertos. A través de una ventana vio el rayo de energía descargado por el báculo, y apretó el paso.

Pero cuando llegó a la habitación de Jack y Victoria la encontró vacía; solo el báculo permanecía allí, en el suelo, abandonado de cualquier manera.

Jack trató de abrirse paso a través de la marea humana que avanzaba por los sótanos del castillo. Estiraba el cuello en busca de Alsan, pero no lo vio por ninguna parte. Se topó con Shail en la puerta.

—¿Has visto a Alsan? —le preguntó.

—No —repuso este—. Puede que esté al fondo, con los primeros que han entrado. ¿Por qué no vas a ver?

—Estoy esperando a Victoria y a Qaydar —dijo Jack, y no pudo evitar que a su tono de voz aflorase la preocupación que sentía—. Ya deberían haber bajado.

En aquel momento, Ha-Din y Zaisei se reunieron con ellos.

—¿Alguien ha visto a la Madre Venerable? —preguntó Ha-Din, preocupado.

Ambos negaron con la cabeza.

—Ven, te ayudaré a buscarla —se ofreció Shail, tomando de la mano a Zaisei.

—Yo voy a recoger a Victoria —anunció Jack—. Tenemos a Yohavir justo encima, debería estar ya resguardada, como los demás.

Ha-Din lo retuvo cuando ya se iba.

—Ten cuidado, Jack —le dijo—. Puede que Yohavir no sea lo único peligroso hoy aquí.

El joven lo miró un momento, asintió y salió disparado hacia las escaleras.

Subió los escalones de dos en dos, sorteando a los últimos rezagados que bajaban a los sótanos del castillo, huyendo del monstruoso tornado que gemía y rugía sobre sus cabezas. Jack ya había pasado por ello tiempo atrás; entonces, su situación había sido mucho más precaria, porque la Torre de Kazlunn se alzaba junto a un acantilado, y no solo habían tenido que hacer frente a la furia del viento, sino también a la de las aguas. El castillo de Alsan, no obstante, parecía más sólido… y, lo más importante, no tenía todo un océano de olas rugientes a sus pies.

Sin embargo, Jack no pudo evitar sentirse inquieto. Sabía que los balcones podían hundirse y que los tejados podían salir volando. Sabía que pasar junto a una ventana abierta sería todo un desafío. Por todo ello, caminó con cuidado por los corredores de la morada de los reyes de Vanissar, pegado a las paredes, agradeciendo que su habitación no estuviese en un piso superior.

Cuando llegó, no obstante, no encontró allí ni a Victoria ni a Qaydar. Corrió al interior de la habitación y estuvo a punto de recoger el báculo caído; pero se detuvo a tiempo, recordando que él ya no era un semimago, sino un mago completo, y que el artefacto absorbería su energía, en lugar de permitir que lo sostuviese.

Dejó el báculo donde estaba y recogió a Domivat del lugar donde la había guardado, preguntándose, otra vez, por qué diablos confiaba tanto en aquella espada, que de ninguna manera lograría protegerlo de un dios. Recordó las palabras de Ha-Din, sacudió la cabeza y se la ajustó a la espalda, por si acaso.

Y de pronto su instinto lo avisó de que había alguien tras él, y se volvió con rapidez, llevándose la mano al pomo de la espada. Se topó con los ojos azules de Christian.

—¿Dónde está Victoria? —fue lo primero que le dijo, en cuanto logró controlar el impulso de extraer a Domivat de la vaina.

—Yo iba a hacerte la misma pregunta —repuso él.

A pesar de su aparente calma, Jack se dio cuenta de que estaba muy preocupado. Trató de tranquilizarse y de pensar con frialdad.

—Vino a buscar el báculo —dijo.

Christian frunció el ceño.

—Lo utilizó para descargarse de energía hace solo unos momentos —dijo—. Pero ya no estaba cuando llegué. No lo habría abandonado en estas circunstancias, ¿verdad? —Jack negó con la cabeza—. ¿Sabes si había alguien con ella?

—Qaydar —dijo Jack—, pero él sabía que les estaríamos esperando ab…

—¿El Archimago? —cortó Christian, y la arruga de su frente se hizo más profunda—. ¿La has dejado a solas con él?

Jack detectó la alarma subyacente en sus palabras.

—¡No veía motivos para desconfiar de él! Nos acogió en la Torre durante meses, cuidó de Victoria cuando estaba enferma…

—Victoria es un unicornio, Jack —interrumpió Christian, con impaciencia—. El último que queda. Ya deberías haber aprendido que hay mucha gente dispuesta a utilizarla y a obligarla a que entregue sus dones. Y deberías haber sospechado que, en cuando Qaydar se diese cuenta de que ella no va a seguir sus normas, dejaría de ser amable.

Jack respiró hondo para tranquilizarse. No era el mejor momento para empezar a discutir.

—Hablaremos después de sus motivaciones. Si Qaydar se la ha llevado, quiero saber a dónde ha ido. ¿Puedes percibirla al otro lado del anillo?

—Sí —respondió él—. No está muy lejos… todavía.

—Entonces, ¿a qué estamos esperando?

«Bebe».

Victoria abrió un poco la boca, aturdida, pero volvió a cerrarla.

«Bebe», insistió la voz de su cabeza.

Victoria entreabrió los labios y sintió algo frío apoyándose en ellos y un líquido deslizándose en su boca. Sacudió la cabeza con un gemido y tosió violentamente, pero ya era tarde: el brebaje descendía por su garganta. Tosió más todavía hasta que se despejó del todo y abrió los ojos. La luz hirió sus pupilas y la hizo parpadear.

Distinguió tres figuras inclinadas sobre ella. Tardó unos instantes en reconocer a Alsan, Qaydar y Gaedalu. Trató de incorporarse, pero descubrió que unos grilletes la mantenían encadenada a la pared.

—¿Qué me habéis hecho? —pudo decir, con una nota de pánico en su voz; notó que tenía la boca pastosa. Una agotadora debilidad se iba apoderando de su cuerpo, y la obligó a dejar caer la cabeza, porque le pesaba demasiado.

«Asegurarnos de que no puedes moverte», dijo Gaedalu. «Tratándose de una criatura como tú, nunca se sabe».

Victoria cerró los ojos un instante y trató de pensar. Cuando los abrió de nuevo, clavó una mirada acusadora en Alsan.

—¿Qué… significa esto? —se esforzó por decir.

El rey de Vanissar inclinó la cabeza, con un suspiro pesaroso.

—Los dioses saben que confiaba en ti, que te quería como a una hermana —dijo—. Pero el honor y el deber han de estar por encima de los sentimientos. Es la única lección que nunca aprendiste… la más importante.

Victoria lo miró sin entender. Acababa de demostrar al mundo que sus sentimientos por Jack eran sinceros. ¿No era eso lo que había querido Alsan desde el principio?

Gaedalu no pudo ocultárselo por más tiempo.

«Has tenido la osadía de hacer que bendijesen tu abominable unión con un shek. Con el hijo de Ashran. Tú, quien además admites creer que Ashran era el Séptimo dios. Tu alma ha sido corrompida por él y sus criaturas, y por eso los dioses han venido a buscarte hoy».

Victoria esbozó una amarga sonrisa.

—No… somos… tan importantes —logró decir—. No ha venido… por mí… sino… por Irial.

«Mientes. Todos hemos visto cómo te afectaba la presencia del sagrado Yohavir…».

—Soy… un… unicornio —cortó ella—. Absorbo… energía.

—Puede que hayas absorbido energías… poco apropiadas —replicó Alsan, con frialdad—. Pero es tarde para arrepentirse. Has tenido ocasiones de sobra para dar marcha atrás.

Se acercó más a ella. Victoria trató de retroceder.

—¿Qué… vas a hacer? Mi… hijo…

Alsan esbozó una sonrisa siniestra. Alargó hacia ella su mano izquierda, su mano de tres dedos, y le hizo alzar la barbilla.

—No he venido por tu hijo hoy, Victoria. Pero puedes estar segura de que, como sea una serpiente, el día en que nazca le clavaré a Sumlaris en su frío corazón.

Victoria palideció. Sacudió la cabeza para liberarse del contacto de Alsan.

—Es… un bebé —susurró.

—Pero yo no puedo permitir que el último unicornio dé a luz un engendro. Deberías haberlo sabido antes de permitir que Kirtash te tocara.

Hablaba con un desprecio tan profundo que hirió a Victoria en lo más hondo. No dijo nada, sin embargo. Se limitó a levantar la cabeza y a clavar en Alsan una mirada desafiante.

—No deberíamos perder más tiempo —intervino Qaydar, con impaciencia.

Alsan asintió. Gaedalu se aproximó a Victoria llevando en la mano un fragmento de roca que ella reconoció inmediatamente. Retrocedió, inquieta. Alsan sonrió, y tomó la roca de la mano de Gaedalu.

—¿Tanto hay de serpiente en ti, que temes lo que la piedra de los dioses puede hacerte? Comprobémoslo —añadió, con una sonrisa, y acercó la roca al vientre de Victoria.

La joven gritó y trató de apartarse, pero no le quedaban fuerzas.

—¡Maldita sea… Alsan! —exclamó, y su voz tenía un tono de urgencia y desesperación que detuvo la mano del rey y le hizo alzar la cabeza hacia ella—. ¿Te has… vuelto loco? ¡Estoy embarazada! ¿Por qué… es más importante la identidad del padre… de mi hijo… que el hecho de que yo… sea su madre?

Alsan entornó los ojos, sin saber a dónde quería ir a parar.

—Soy yo…, Alsan —insistió Victoria—. Es a mí a quien… tienes prisionera. A Victoria. ¿Por qué… haces esto?

El joven respiró hondo; pareció, de pronto, muy cansado.

—Porque es mi deber, Victoria. Los dioses exigen que luchemos contra los hijos del Séptimo. Así es como ha sido siempre, y así es como ha de hacerse. Y yo… dudé de ellos cuando creí que Jack había muerto y que la profecía no se cumpliría. Me demostraron cuán equivocado estaba… me devolvieron a la luz de Irial… —añadió, tocándose el brazalete.

—Fue… Jack quien te salvó —dijo Victoria—. Te trajo… desde Nanhai. Te rescató… de tu exilio. Si no… vas a escucharme a mí… piensa en él… piensa en si le gustaría… que pusieras en peligro… la vida de… su hijo.

Por un instante, Victoria detectó un destello de ternura en la mirada de él. Pero Alsan sacudió la cabeza y respondió, con voz impersonal:

—Jack no puede entenderlo. Por mucho que lo intente, no pertenece a este mundo.

—Entonces —repuso Victoria—, ¿por qué… has insistido tanto… en hacerle creer que sí?

Él no contestó.

«Majestad», intervino Gaedalu, apremiante. Alsan respiró hondo, se incorporó un poco y tomó la mano de Victoria. Ella sintió que Alsan le extendía los dedos y observaba, con una mezcla de curiosidad y repugnancia, el anillo que lucía, y que la mantenía en contacto con Christian.

También Qaydar se había quedado contemplándolo, con una mezcla de temor, curiosidad y fascinación.

—De modo que es esto —comentó—. ¿Cómo podemos estar seguros de que se trata del verdadero Ojo de la Serpiente?

—Lo comprobaremos enseguida.

«¿No podemos arrebatárselo, sin más?», preguntó Gaedalu.

Alsan negó con la cabeza.

—A través de este anillo, Kirtash vigila a Victoria y está al tanto de todos sus movimientos. Es, además, un objeto peligroso, y como tal, sabe protegerse solo. Pero contiene parte de la esencia de ese shek… y ya sabemos a qué es vulnerable la esencia de una serpiente.

Victoria hizo acopio de fuerzas y se debatió, gritando con rabia. No sirvió de nada. Alsan se limitó a sujetarla hasta que cayó entre sus brazos, rendida a los efectos de la pócima de Gaedalu. Entonces volvió a atrapar su mano, colocó la piedra sobre el Ojo de la Serpiente… y dejó que empezara a actuar.

Victoria gimió. Quiso resistirse, pero la pócima ya había terminado de relajar todo su cuerpo, y no fue capaz de moverse. No tardó en sentir cómo el anillo se iba debilitando cada vez más bajo la presencia de aquel fragmento de la Roca Maldita, cómo la conciencia de Christian se retiraba apresuradamente, expulsada con violencia del que había sido uno de los apéndices de su percepción. La gema de Shiskatchegg emitió un breve parpadeo alarmado y después, lánguidamente, se apagó.

Y Victoria se sintió sola y vacía, mucho más sola y vacía de lo que había estado jamás. En los últimos tiempos había creado una conexión sólida y estrecha con Christian, una conexión que había culminado aquella noche, en el ático de él, en Nueva York, cuando ambos habían fusionado sus mentes. Si ella hubiese sido una shek, no habría necesitado el anillo para mantener viva aquella conexión.

Pero no lo era. Y, cuando Shiskatchegg se rindió al poder de la Roca Maldita, el vínculo mental con Christian fue brutalmente cortado. Victoria dejó escapar un gemido, mientras Alsan extraía el anillo de su dedo sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo. Cerró los ojos y dos lágrimas corrieron por sus mejillas.

Christian se detuvo de golpe, con tanta brusquedad que Jack chocó contra él.

—El anillo… —murmuró—. ¡El anillo!

—¿Qué? —preguntó Jack, inquieto; Christian parecía fuera de sí, y la última vez que lo había visto en aquel estado había sido cuando Victoria había caído en manos de Ashran, y ellos estaban en Limbhad, sin poder llegar hasta ella.

—He… he perdido la conexión con ella —dijo el shek, anonadado—. Es como si no estuviese ahí.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Que le ha pasado algo malo?

Christian respiró hondo y trató de centrarse.

—No necesariamente. Puede que se haya quitado el anillo, pero…

—Ella no se lo quitaría por voluntad propia, bajo ninguna circunstancia.

Christian no respondió. Parecía profundamente preocupado, y Jack supo que no se lo había contado todo aún. Aguardó.

—He sentido… algo muy desagradable. Justo antes de perder la conexión, algo me ha obligado a retirar mi conciencia del anillo. Algo que ya había experimentado antes.

—¿La Roca Maldita?

—Solo se me ocurre que la hayan empleado para arrebatarle el anillo, para que perdiera todo contacto conmigo. Si utilizan esa cosa contra Victoria puede que a ella no le afecte, pero…

Los dos cruzaron una mirada.

—El bebé —dijeron a la vez.

Se precipitaron pasillo abajo, manteniendo la dirección que seguían antes de que Christian perdiese el contacto. Desembocaron en una sala que el rey utilizaba para reuniones privadas. No había ninguna otra salida allí, pero Christian ya se había fijado en los gruesos tapices que forraban las paredes y estaba tirando de ellos.

Jack le ayudó. En unos instantes desnudaron los muros, pero solo hallaron en ellos piedra sólida y fría. Fuera, el viento aullaba con fuerza.

«Tiene que haber un pasadizo secreto», dijo Christian telepáticamente. «Tiene que estar por aquí».

Jack lo observó mientras palpaba las paredes con desesperación.

«Si eso fuera cierto», respondió, pensando tan solo, «significaría que Alsan está detrás de todo esto. Dudo mucho que Qaydar conozca los secretos de este castillo mejor que él».

Christian le dirigió una breve mirada.

«¿Y te extraña?», dijo solamente.

Jack entornó los ojos. Sabía que Alsan y él no estaban de acuerdo en muchas cosas; pero la posibilidad de que hubiese secuestrado a Victoria, justo después de su unión con él… la idea de que tuviese intención de hacerle daño, a pesar de que sabía que tal vez ella diese a luz al hijo de ambos… le hizo sentirse herido y traicionado.

«Eramos amigos», respondió, sin más.

Christian no dijo nada. Siguió examinando las paredes, y Jack se le unió, sin una palabra.

Victoria logró incorporarse un poco y trató de ver lo que estaban haciendo. Qaydar y Alsan ya no le prestaban atención. La habitación en la que estaban encerrados los cuatro, una amplia mazmorra apenas iluminada por algunas antorchas, estaba prácticamente desnuda. El Archimago trazaba en el suelo símbolos arcanos, utilizando para ello unos polvos blancuzcos que extraía de una vieja vasija. Victoria detectó el signo del Séptimo grabado en la vasija, y entornó los ojos.

Gaedalu, que estaba junto a ella, advirtió su mirada.

«Durante los últimos años», dijo, «los hijos del Séptimo nos han utilizado y manipulado para su conveniencia. Ya es hora de que nosotros devolvamos el golpe».

Victoria no fue capaz de hablar, ni de moverse. Contempló, sobrecogida, cómo Qaydar terminaba de prepararlo todo. En el centro del hexágono de cenizas depositó a Shiskatchegg.

«¿Qué estáis haciendo?», quiso preguntar Victoria, pero no le salió la voz. La Madre sí captó aquellos pensamientos; no obstante, se limitó a mirarla, sin responder a su pregunta.

Alsan retrocedió para dejar espacio al Archimago, que alzó las manos y empezó a recitar, lenta y solemnemente, una larga letanía en idhunaico arcano. Victoria conocía algo del idioma de los magos, porque Shail se lo había enseñado, tiempo atrás, pero aquellas palabras le resultaron incomprensibles. Debía de tratarse de una magia antigua y secreta, solo reservada a los hechiceros más poderosos, a aquellos que conocían sus misterios más profundos.

De cualquier modo, a Victoria no le gustó.

Lenta, muy lentamente, el hexágono formado con las cenizas se fue iluminando.

Victoria sintió, de pronto, que había algo invisible en la habitación, con ellos. Era solo una intuición, y tampoco sabía exactamente de qué se trataba, pero sospechaba que, si se transformaba en unicornio, sería capaz de verlo. No lo hizo, de todas formas. El instinto le impedía cambiar de aspecto allí, delante de personas a las que no tenía la menor intención de entregar la magia. Se estremeció, cerró los ojos y trató de percibir qué había allí.

Era algo real, no tenía la menor duda. Algo que no solamente era invisible, sino que ni siquiera era material. Pero existía, y tenía conciencia. Una criatura espiritual.

Y aquel ser acudía a la llamada de Qaydar, que había utilizado el anillo y las cenizas para llamarlo. Una invocación. Estaban invocando a un fantasma.

Victoria abrió los ojos de golpe y clavó la mirada en la vasija con el símbolo del Séptimo dios. No era posible que Qaydar invocase a Ashran. ¿O sí?

Poco a poco, la temperatura en la celda fue descendiendo, y se abatió sobre ellos una especie de calma sobrenatural, como si el tiempo se hubiese detenido. Ninguno de los cuatro pudo evitar un escalofrío de puro terror. De pronto, el simple hecho de respirar los convirtió en extraños, en intrusos, en personas insultantemente vivas en el umbral de una puerta que aún no debían traspasar. Y, mientras tanto, algo iba conformándose en el interior del hexágono, una bruma grisácea que se hacía más consistente con cada nueva palabra de Qaydar, hasta que el fantasma adquirió un rostro de rasgos feéricos, un rostro delicado y armonioso, pero frío e impasible.

Por fin, la voz de Qaydar se extinguió. Todos contuvieron el aliento.

El espíritu se volvió hacia el Archimago, y su boca fantasmal se curvó en una irónica sonrisa.

—Tú eres nuevo —dijo; su voz susurrante sonaba lejana, fría y sin emoción—. ¿Dónde está el joven que me invocó la última vez?

—Muerto —repuso Qaydar; parecía cansado, pero, no obstante, se irguió y miró al fantasma fijamente cuando dijo—. Te saludo, Talmannon, Señor de las Serpientes. Te doy las gracias por acudir a mi llamada…

—Como si tuviera otra opción —comentó el fantasma, con sarcasmo.

Qaydar no se dejó arredrar.

—Yo soy Qaydar, el Archimago, líder de la Orden Mágica. Se encuentran conmigo el rey Alsan de Vanissar y Gaedalu, la Madre Venerable. Se te ha invocado…

—Qué gran honor —cortó Talmannon—. ¿Y quién es la joven prisionera?

El espectro clavó sus ojos fantasmales en Victoria, que fue incapaz de moverse. Aún no podía creer que todo aquello estuviese sucediendo de verdad. Talmannon había gobernado en Idhún mucho tiempo atrás, en la Segunda Era, en pleno apogeo de la guerra entre sheks y dragones. Había oído hablar mucho de él. Había leído historias sobre él. Pero jamás se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que alguien pudiese invocar su espíritu y conversar con él. Se estremeció de pronto al darse cuenta de que el anillo de Christian, el que los mantenía tan estrechamente conectados a ambos, había pertenecido a Talmannon. Shiskatchegg, el Ojo de la Serpiente, había sido el arma más preciada del Señor de las Serpientes, el Emperador Oscuro. Victoria lo había sabido desde el principio, pero nunca se había detenido a pensarlo seriamente. Siempre le había parecido un personaje de leyenda.

Estaba claro que era mucho más que una leyenda, y Victoria lamentó no haber averiguado más cosas sobre él. De entrada, siempre se lo había imaginado como un humano. Y, por lo visto, resultaba que había sido un silfo.

Qaydar quiso recuperar las riendas de la conversación.

—Se te ha invocado…

—¿Quién es ella? —exigió saber el espectro.

Sin saber muy bien por qué, Victoria se encogió sobre sí misma.

—Ella es Lunnaris —intervino Alsan con calma—, un…

—… ¡Unicornio! —aulló Talmannon, furioso de pronto. Pareció que trataba de salir de los límites del hexágono, pero Qaydar había hecho bien su trabajo y no había fisuras—. ¿Qué hace ella aquí? ¿Cómo os habéis atrevido a traer ante mi presencia a semejante criatura?

—Acabamos de arrebatar de su dedo el Ojo de la Serpiente —le informó Qaydar, con frialdad.

—Shiskatchegg ha caído en manos de los unicornios —murmuró el espectro, comprendiendo.

«Me temo que fue un shek quien se lo entregó», intervino Gaedalu, con una amarga sonrisa.

—En todos los bandos hay traidores, ¿verdad? —comentó Alsan, al advertir el desconcierto de Talmannon.

—Los unicornios son traidores por naturaleza —dijo Talmannon—. Ellos no deberían haber intervenido y, no obstante, se aliaron con Ayshel y los suyos y se volvieron contra nosotros. Los unicornios no fueron creados para la guerra, pero vosotros creasteis el báculo, os unisteis a los dragones y desequilibrasteis la balanza. Dime, criatura, ¿por qué?

Victoria alzó la cabeza y lo miró. Entendió que, a pesar de todo el tiempo que había pasado, para Talmannon aquella derrota seguía siendo tan reciente como si acabara de producirse.

—Lunnaris aún no había nacido cuando eso sucedió —señaló Qaydar.

—Fue… por los magos —logró decir Victoria al fin; era cierto que no había estado allí, que no había vivido aquella guerra, pero en aquel momento comprendió, con claridad meridiana, por qué los unicornios habían intervenido entonces—. Esclavizaste… a todos los magos. Nuestros… elegidos. Los unicornios… no lucharon contra los… sheks. No lucharon… para derrotar al Séptimo. Solo… para liberarlos a ellos… para que tuvieran… la oportunidad de elegir…

El esfuerzo pudo con ella, y dejó caer la cabeza de nuevo. Cerró los ojos. Pese a ello, percibía la helada mirada de Talmannon clavada en ella, envolviendo cada fibra de su ser. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.

—Si no hubiese sido por los unicornios —dijo entonces Talmannon—, jamás habríamos sido derrotados.

Nadie se lo discutió. Aquellos hechos databan de un pasado demasiado remoto como para interesar a nadie más que a él.

—¿Y por eso Ashran los exterminó a todos? —inquirió Qaydar, dominando su cólera.

Talmannon rió suavemente.

—Oh, ¿así que lo hizo, por fin? Le advertí sobre ellos. Ya sabía que los dioses enviarían a los dragones contra ellos, pero le avisé de que no perdiera de vista a los unicornios. Con magos o sin ellos, con dioses o sin ellos… existía la posibilidad de que intervinieran.

—Hablaste con Ashran —dijo Qaydar—. Te invocó para preguntarte acerca de los dioses. Acerca del Séptimo.

Talmannon le dirigió una mirada de desprecio.

—¿Crees de verdad que voy a compartir con vosotros, adoradores de los Seis, los secretos del Séptimo dios… Archimago? Es así como os hacéis llamar los hechiceros poderosos ahora, ¿no? En mis tiempos, a un hechicero poderoso se le llamaba «Amo» o «Señor».

—Tus tiempos han pasado —cortó Alsan—. Si fuiste el mago vivo más poderoso, ahora no eres más que una sombra muerta. Si alguna vez llegaste a ser un dios, ahora solo eres un pobre fantasma. Así que, ¿qué puede importarte?

El espectro se rió. No fue una risa agradable.

—Mi legado sigue vivo. Muchas de las cosas que creé han llegado hasta vuestro tiempo. El imperio de los sheks se renovó a través de Ashran. El Séptimo dios regresó al mundo a través de él, al igual que, en el pasado, regresó a través de mí.

—¿Cómo? —insistió Qaydar.

Talmannon clavó en él una mirada gélida y profunda.

—Adoradores de los Seis —escupió—. ¿Creéis que no sé lo que está sucediendo? Los dioses están provocando el caos en el mundo. Los siete. Y si os habéis molestado en invocarme es porque deseáis hablar con ellos, al igual que hizo Ashran en su día. ¿Creéis de verdad que os revelaría ese secreto? Jamás traicionaré a mi dios.

«Eres un silfo», repuso Gaedalu con frialdad. «Wina es tu diosa».

—Por nacimiento —respondió él—, pero no por adopción. Adoro al Séptimo dios y todo lo que él creó. Hay que estar ciego para no apreciar la belleza y la suprema inteligencia de los sheks. Ella lo sabe —añadió, volviéndose de nuevo hacia Victoria—. ¿No es cierto, unicornio?

Victoria no respondió.

—Tú fuiste el Séptimo dios —dijo Qaydar—, hasta que Ayshel acabó con tu vida…

—No seáis engreídos, adoradores de los Seis —cortó Talmannon, malhumorado—. Una semimaga sola no habría podido vencerme. Tenía a todos los unicornios de su parte. Tenía ese artefacto, ese báculo. Y en aquella época, en pleno esplendor de la era de los unicornios, aquella cosa era mucho más poderosa de lo que es ahora. Por no hablar de vuestros dioses, claro. Ayshel no fue convocada por casualidad. Los unicornios la eligieron porque los dioses habían ordenado a los dragones que acabaran conmigo. Conmigo, específicamente, y no con Esshian, que era la soberana de los sheks en aquella época. Los dioses lo sabían. Los dioses propiciaron la victoria de Ayshel, y los unicornios le otorgaron todo su poder. Ella no fue más que un juguete en manos de fuerzas más poderosas y, no obstante, vosotros seguís atribuyéndole todo el mérito —dejó escapar una carcajada sarcástica—. Como si una semimaga pudiese derrotar a un dios.

—Antes de ser un dios, ¿qué eras? —insistió Qaydar—. ¿Un hechicero más? ¿Tuviste que sacrificar tu propia vida para que tu dios regresara a Idhún a través de ti?

—Estamos perdiendo el tiempo, vosotros y yo —replicó el espectro, aburrido—. Me hacéis preguntas cuyas respuestas conocéis de sobra; y las preguntas para las que no tenéis respuesta no pienso contestarlas.

—No tienes ningún tiempo que perder —cortó Qaydar—. Eres un espíritu. Eres eterno. Y estás atrapado en mi hexágono de poder. Estás obligado a obedecerme, lo quieras o no. Y cuanto más tiempo permanezcas en este mundo, más se debilitará tu esencia. ¿Cuántas invocaciones más podrás soportar antes de verte reducido a la nada?

Hubo un largo intercambio de miradas. La presencia de Talmannon era aterradora e intimidante, pero el Archimago no cedió. Finalmente, el fantasma dijo:

—Hablé con el Séptimo dios. Le entregué mi vida a cambio de su esencia. El precio que tuve que pagar fue ínfimo en comparación con lo que él me proporcionó.

—¿Cómo te pusiste en contacto con él?

Talmannon rió.

—¿Cómo nos ponemos en contacto con los dioses? A través de los Oráculos, por supuesto.

—Es lo que hizo Ashran —intervino Alsan a media voz—. Se sacrificó a sí mismo en la Sala de los Oyentes del Oráculo de Nanhai. Pero, cuando lo hizo… ya había hablado con el Séptimo.

—¿Cómo lo consiguió? —exigió saber Qaydar.

El espectro esbozó una sonrisa desagradable.

—Los dioses hablan —dijo—, pero por lo general no nos hablan a nosotros. En tiempos remotos aprendimos a construir cúpulas que captaban la voz de los dioses, y el secreto fue celosamente guardado por los sacerdotes. La base de su poder estaba en que solo ellos podían comunicarse con las divinidades, decían. Pero esto no era del todo cierto. Podían escuchar a los dioses, pero no hablar con ellos. Y algunos escuchaban mejor que otros.

—Los Oyentes —murmuró Qaydar.

—Existe una fórmula para revertir el proceso. Una fórmula que hace que, en lugar de escuchar nosotros a los dioses, nos escuchen ellos a nosotros. Pero el conjuro ha de realizarse en un sitio especial. Con una persona especial.

Reinó un largo silencio.

«Entiendo», dijo entonces Gaedalu.

—Yo también —dijo Qaydar.

De pronto, uno de los bloques del muro se deslizó hacia atrás, y después hacia un lado, dejando al descubierto un oscuro pasadizo.

—Por aquí —dijo Christian, y se internó por él.

Parecía haber recuperado su sangre fría. Había puesto todos sus sentidos en lo que estaba haciendo y procuraba no perder la calma. Jack lo siguió, inquieto.

Ante ellos se abría una escalera descendente que se perdía en la oscuridad. Christian, que iba delante, desenvainó a Haiass para que alumbrara el camino. En silencio, ambos descendieron un largo rato, hasta que desembocaron en un largo pasillo. Christian se detuvo un momento y miró a su alrededor.

—Creía que esto llevaría a los sótanos —murmuró Jack—, donde se ha reunido todo el mundo huyendo de Yohavir. Pero parece un lugar apartado.

—Y laberíntico —añadió el shek, alzando la espada; a su luz pudieron ver que a ambos lados del pasillo se abrían nuevos pasadizos—. Y bien, ¿por dónde?

—¿No puedes detectar a Victoria?

—Sin el anillo, no. Está demasiado lejos. Pero tú sí deberías saber cómo llegar hasta ella. Tenéis una conexión espiritual muy estrecha. Podrías encontrarla en cualquier parte, si quisieras.

Jack lo miró un momento, pensando que estaba bromeando. Pero los ojos de Christian hablaban en serio.

—Lo intentaré —suspiró por fin.

Extrajo a Domivat de la vaina para que le iluminase en la oscuridad, se adelantó unos pasos y echó a andar por el corredor.

Shail empezaba a estar preocupado. Jack tampoco había regresado, y en el exterior, por encima de ellos, el viento rugía y aullaba, amenazando con llevarse el castillo entero por los aires.

—Voy a echar un vistazo —le dijo a Zaisei.

—Ten cuidado —le pidió ella.

Cruzaron un rápido beso. El mago subió las escaleras, con precaución. Llegó hasta la planta baja y se encontró allí con Covan, quien, protegido tras una de las columnas, contemplaba a través de una ventana el furioso vendaval que azotaba el castillo.

—¿Has visto a Jack y a Victoria? —le preguntó, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del viento.

Covan negó con la cabeza.

—¡Nadie ha pasado por aquí! —replicó—. ¡Todos están ya refugiados en los sótanos!

—¡Todos, no! ¡Tampoco encontramos a la Madre, al Archimago ni al rey!

El maestro de armas de volvió hacia él con rapidez.

—¿Alsan no está abajo?

Shail negó con la cabeza. Covan dudó.

—El tornado se está retirando —dijo—, pero aún es demasiado arriesgado salir ahí fuera. ¿No puedes tratar de localizarlos con tu magia, hechicero? Será más rápido que recorrer el castillo a ciegas.

—Puedo intentar un conjuro localizador —admitió Shail. «Pero no funcionará con Victoria», pensó. No sabía por qué lo sabía, pero intuía que era así. Los unicornios no habrían permanecido ocultos durante milenios si cualquier mago hubiese podido encontrarlos con conjuros localizadores. «No importa», pensó. «Puede que logre ponerme en contacto con Qaydar, o puede que consiga encontrar a Jack; Victoria estará con ellos».

—¿Puedes hacerlo? —insistió Covan, al ver que él se había quedado en silencio.

—Puedo; pero necesito un lugar tranquilo.

Covan esbozó una media sonrisa irónica.

—Lo más tranquilo posible… dadas las circunstancias —puntualizó Shail.

La habían dejado sola.

De la estremecedora invocación solo quedaba un leve rastro de cenizas en el suelo y una extraña sensación en el ambiente, como si el espectro de Talmannon no se hubiese marchado del todo. Por lo demás, se lo habían llevado todo: la vasija con lo que quedaba de las cenizas, los fragmentos de la Roca Maldita… y el Ojo de la Serpiente.

Y la habían dejado allí, encadenada a la pared, encerrada en aquella húmeda celda, todavía vestida con el precioso traje blanco y verde que había llevado en la ceremonia de su unión con Jack. Alsan parecía haberse ablandado un poco al verla así, porque se había quitado la capa y la había cubierto con ella, para protegerla del frío.

—Deberíamos llevarla con nosotros —dijo Qaydar.

—Estará más segura aquí —repuso Alsan—, a salvo de los dioses. Donde nadie pueda encontrarla.

Para asegurarse de ello, se habían llevado el anillo con ellos. Gaedalu lo había guardado en una pequeña cajita, en cuya tapa había hecho engarzar una gema hecha con un fragmento de la Roca Maldita. Victoria sonrió con amargura al recordarlo. Probablemente sin saberlo, Gaedalu reproducía el comportamiento de los dioses a los que servía. Por fortuna, aquella caja encerraba tan solo un anillo, uno de los tentáculos de la percepción de Christian. Pero Victoria no dudaba de que la Madre habría sido muy capaz de encerrar al propio Christian en una caja similar, de haber podido.

Llevaba un rato pensando en todo lo que había visto y tratando de encontrarle un sentido. Había entendido que tanto Talmannon como Ashran habían sido encarnaciones del Séptimo dios, al que habían invocado para traerlo de vuelta al mundo, en distintas épocas de la historia de Idhún. Pero ¿por qué razón Alsan, Qaydar y Gaedalu estaban dispuestos a repetir la experiencia? ¿Tal vez para tratar de comunicarse con Gerde? Era absurdo; la única opción que tenía sentido era que quisieran contactar con alguno de los Seis. Victoria recordaba que Shail había mencionado alguna vez algo al respecto: hablar con los dioses, hacerles ver que los mortales estaban allí, suplicarles que se detuvieran.

La idea de que Shail pudiese estar implicado en todo aquello se clavó en su corazón como mil agujas punzantes; pero enseguida comprendió que no era posible que él estuviese al tanto de lo que estaban haciendo aquellos tres. Alsan había tomado medidas muy drásticas, secuestrándola, drogándola y manteniéndola allí encerrada.

«No va a suplicar clemencia a los dioses», comprendió de pronto. «Esto es la guerra, y por eso está tomando decisiones difíciles. Va a revelarles la identidad del Séptimo dios. Va a decirles dónde encontrar a Gerde».

Recordaba ahora que Alsan había planteado aquella posibilidad en alguna reunión. Entonces, a Jack le había parecido buena idea. Pero después de hablar con Christian, después de poner las cartas sobre la mesa, comprendían por qué los Seis debían permanecer sin conocer el paradero de Gerde. Por qué, de pronto, era necesario cubrirle las espaldas a su enemigo.

—No quería decíroslo —había dicho Christian—, porque sois el dragón y el unicornio, los héroes elegidos por los Seis. Se espera de vosotros que luchéis contra el Séptimo, sus criaturas y sus aliados. Si los líderes de los sangrecaliente descubren que protegéis a Gerde, no os lo perdonarán. Yo puedo hacerlo, porque es lo que se espera de mí. Vosotros, no. De modo que lo mejor que podéis hacer es fingir que los apoyáis en su lucha contra Gerde, pero manteniéndoos al margen. Podemos ocuparnos de todo esto. Solo necesitamos un poco más de tiempo.

Victoria cerró los ojos. No le gustaba la idea de que los Seis anduvieran dando vueltas por Idhún, destrozándolo todo; pero si encontraban a Gerde y obligaban al Séptimo a dar la cara sería peor, mucho peor.

Y eso era lo que Alsan pretendía.

«Hay que detenerlo», se dijo Victoria. Pero seguía siendo incapaz de moverse y, de todas formas, estaba encadenada y no podría escapar de allí. ¿O sí?

Inclinó un poco la cabeza y trató de transformase en unicornio.

No lo consiguió. Su cuerpo no le obedecía. Por alguna razón, la pócima que le había dado Gaedalu le impedía transformarse, al igual que le impedía moverse. Suspiró. Sabía que ella era lo bastante fuerte como para soportar aquello, pero temía por su bebé. Si había heredado la resistencia sobrenatural de sus padres, tal vez podría superar aquella prueba sin consecuencias. Pero aún era pronto para saberlo.

Tenía que limpiar su cuerpo de aquella sustancia. Cerró los ojos otra vez y trató de ir liberando poco a poco su otra esencia. Un destello de luz se iluminó en su frente, mientras, lentamente, su poder de unicornio iba purificándola por dentro.

Por fin recuperó parte de movilidad. Intentó metamorfosearse de nuevo en unicornio y, tras varios intentos, lo consiguió.

Las delicadas patas del unicornio se deslizaron fuera de los grilletes sin problemas. Victoria bajó los cascos al suelo y sacudió la cabeza, sintiendo el peso de su largo cuerno, y una cascada de crines suavísimas deslizándose por su cuello. Trató de ponerse en pie, pero le temblaban las patas. Se arrastró como pudo hasta la puerta. Estaba cerrada por fuera.

«… Unicornio…».

La voz, susurrante, que parecía venir de todas partes y de ninguna, la sobresaltó. Miró a su alrededor y descubrió algo que antes, con sus ojos humanos, no había sido capaz de ver, pero que su mirada de unicornio percibía con claridad.

Una tenue forma plateada se deslizaba por los rincones de la celda, algo similar a una fina masa de niebla que se movía en una y en otra dirección, confusa y desconcertada.

—¿Talmannon? —murmuró ella, inquieta.

«No, Talmannon no», susurró la voz en algún rincón de su conciencia. «Yo soy solo su impronta».

—¿Impronta? —repitió Victoria.

«Cada vez que un espíritu es obligado a regresar al mundo de los vivos mediante una invocación», explicó el ser, «deja tras de sí, al marcharse, una impronta, una huella. Parte de su esencia. Yo no soy Talmannon. El ha vuelto a su dimensión. Yo soy la huella que su presencia ha dejado en el mundo de los vivos».

—¿Y… qué eres, exactamente?

«Nada», respondió él. «¿Qué otra cosa puede ser la sombra de un espíritu?».

Habló con amargura, y Victoria lo notó.

—Lo siento —murmuró.

«No lo sientas. Tu mundo está lleno de criaturas como yo, creadas por los mortales irresponsables que juegan con la vida y la muerte. Por eso la nigromancia es un arte prohibido. Pero eso no ha impedido a los magos guardar las cenizas de todos sus grandes hechiceros, para importunarlos de vez en cuando con problemas que ellos mismos no saben resolver».

Victoria no supo qué decir.

«Vete», dijo la impronta. «Vete de aquí y evita que los dioses se enfrenten… o no. Si vuelven a chocar, será el final para todos los seres vivos… y el principio de un nuevo mundo y una nueva historia. Quién sabe si su tercer mundo no será un mundo perfecto».

—Sería un mundo perfecto, pero sin nosotros —replicó Victoria—. Y yo voy a tener un hijo. Quiero que nazca mi hijo, quiero que vea la luz de los soles.

«Ah, una extraña criatura, tu hijo», comentó la impronta. «Desde aquí puedo ver su alma. ¿Quieres saber cómo es?».

—No —respondió Victoria, con decisión—. Prefiero verla por mí misma la primera vez que lo mire a los ojos.

Habia estado examinando las bisagras de la puerta bajo la suave luz que emitía su cuerno, y preguntándose qué sucedería si les transmitiese energía. No sería la primera vez que hacía aquello con un objeto inanimado. Pero la pierna artificial de Shail estaba hecha de un material preparado para absorber y asimilar aquel poder.

No tenía tiempo para pensar en ello. Bajó la cabeza y colocó la punta de su cuerno sobre uno de los goznes.

Y se esforzó en transmitirle la magia.

Al principio, fue como si topara con una sólida pared infranqueable. Estaba claro que, salvo algunas excepciones, los objetos inanimados no estaban preparados para recoger la magia. Pero Victoria insistió.

Se hallaban en una celda subterránea, muy lejos de la superficie. No había por allí demasiada energía que canalizar. Y, no obstante, justo sobre ellos, un dios vociferaba con la fuerza de todos los vientos. Una pequeña parte de aquella energía lograba filtrarse hasta ella y recorrer su cuerpo. No se le escapó que también estaba transmitiendo a la puerta una parte de la impronta de Talmannon, que no era otra cosa que un rastro de energía. Pero no se detuvo.

Pronto, el metal empezó a fundirse, hasta que terminó goteando hasta el suelo. Victoria se alzó sobre sus patas traseras para alcanzar la bisagra superior, y repitió el proceso. Cuando concluyó, empujó la puerta hasta que consiguió que cediera.

Salió al corredor. Estaba oscuro, pero su cuerno la iluminaba, y su instinto la guiaría hasta la salida. Antes de internarse por el túnel, se volvió hacia el interior de la celda y descubrió allí, en un rincón, a la impronta de Talmannon.

—¿Estarás bien ahí? —le preguntó.

«Estaré bien en cualquier parte», replicó el ser, lúgubremente. «Y tú vete ya y haz lo que tengas que hacer. Y procura recuperar ese anillo. No siento cariño por los unicornios, pero, si es cierto que fue un shek quien te lo entregó, entonces prefiero que lo tengas tú».

Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Ligera como un rayo de luna, echó a correr por el túnel, en dirección a la libertad.

—¡Shail! ¡Shail! —lo llamó Covan.

El mago mantenía los ojos cerrados, y una expresión de intensa concentración marcaba su rostro. Pese a ello, el maestro de armas lo sacudía con fuerza, gritando para hacerse oír por encima del aullido del viento.

Se habían encerrado en la despensa, una pequeña habitación anexa a las cocinas, que no tenía ninguna ventana abierta al exterior.

Aunque el huracán todavía resultaba ensordecedor, su sonido se oía un poco más amortiguado que en las salas exteriores.

Por fin, Shail abrió los ojos y lo miró, un tanto aturdido.

—¿Qué pasa? ¿Qué es ese ruido?

—¡El ruido no es lo más preocupante ahora mismo! —exclamó Covan—. ¡Mira!

Aún confuso, Shail volvió la cabeza en la dirección que señalaba el caballero. La puerta de la despensa estaba cerrada, pero una luz intensa se filtraba por debajo. Demasiada luz, comprendió Shail de pronto.

—¡El conjuro de oscuridad! —exclamó—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué ya no funciona?

—Esperaba que pudieses decírmelo tú.

Shail trató de pensar.

—Puede que el foco de luz se esté acercando todavía más. O puede que la magia del conjuro esté fallando. Tal vez… —vaciló antes de añadir—, tal vez se deba a que Qaydar se ha marchado.

—¿Que Qaydar se ha marchado? —casi gritó Covan. Shail alzó las manos para calmarlo.

—Puede que haya fallado mi hechizo de localización, no lo sé. He buscado a Alsan, a Gaedalu, a Qaydar, a Jack y a Victoria —inspiró hondo—. Solo he encontrado a Jack. Está muy por debajo de nosotros. Por debajo de los sótanos, incluso. Sí —añadió—, tiene que ser un error. Seguramente la energía que genera el huracán ha interferido con…

—No —cortó Covan—, tiene sentido. He oído contar historias acerca del entramado de túneles que se extiende por debajo de la ciudad. Se dice que los primeros reyes de Vanissar los hicieron construir en tiempos remotos.

—Puede que Jack haya encontrado una entrada y se haya refugiado allí —reflexionó Shail—, pero ¿dónde están los demás?

—¡La luz es lo más urgente ahora! —señaló Covan.

—Todos los magos de la ciudad estamos aportando una parte de nuestra energía para mantener activo el conjuro. Incluso yo. Podría dedicar toda mi magia a ello, pero eso no bastaría. Necesitaríamos que todos los magos volviesen a levantar el conjuro. Yo solo no puedo hacer nada.

Covan frunció el ceño.

—¿Y pretendes quedarte aquí, escondido?

—No. —Shail se puso en pie—. Utilizaré una variante del conjuro localizador para tratar de llegar hasta Jack. Tal vez él sepa dónde está Qaydar. Tú deberías volver al sótano, con los demás, y asegurarte de que se cubren bien los ojos, y de que taponáis todos los resquicios por donde pueda entrar la luz. Cuanto más oscuro esté el sótano, mejor. Y que los demás magos traten de volver a levantar el conjuro.

—Haré lo que pueda; pero el rey…

—El rey ahora no está —cortó Shail—. Tú sabes, mejor que nadie, quién era el otro candidato al trono. Alsan confía en ti, de modo que, en su ausencia, eres tú quien ha de tomar las decisiones.

El maestro de armas lo miró, pensativo; después, asintió.

—Espera —lo llamó Shail, cuando ya se iba. Colocó las manos sobre su rostro y pronunció en voz baja las palabras de un hechizo. Cuando las retiró, una espiral de tinieblas cubría los ojos de Covan.

—¿Qué me has hecho? —exclamó, sobresaltado—. ¡No veo nada!

—Es para protegerte la vista —replicó Shail—. Ni siquiera mi magia puede bloquear la luz de Irial, así que te recomiendo que, además del velo de oscuridad que te he aplicado, te cubras los ojos con alguna otra cosa. Toda precaución es poca.

Covan respiró hondo y asintió, tratando de calmarse. Desgarró de un tirón su manga izquierda y se vendó los ojos con ella. Después, avanzó a tientas hacia la puerta.

—Voy a abrir —avisó, cuando sus manos se posaron sobre el picaporte.

Shail se cubrió los ojos con ambos brazos y pronunció para sí mismo el conjuro de oscuridad. Apenas terminó, una intensa luz bañó toda la estancia, deslumbrándolo, a pesar de todas sus precauciones. Oyó la exclamación de asombro de Covan, y de nuevo el ruido de la puerta al cerrarse, y después percibió que una reconfortante penumbra volvía a rodearlo. Se atrevió a retirar los brazos de los ojos, lentamente. Sus ojos tardaron aún un rato en volver a acostumbrarse a la oscuridad.

Más adelante, el túnel se acababa.

Victoria había llegado hasta allí siguiendo una luz intensa. Le sorprendió ver que procedía de una puerta situada al fondo. Una puerta que estaba cerrada a cal y canto.

Aquella luz se colaba por los finos resquicios de sus bordes. Victoria recuperó su forma humana y tiró del pomo para abrirla. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que la salida estaba obstruida por algún pesado mueble que alguien había situado delante para taparla. Victoria empujó, tratando de apartarlo.

Era muy, muy pesado. Victoria jadeó y volvió a empujar, una y otra vez. Lenta, muy lentamente, fue separándolo de la pared.

Mucho rato después, con los brazos y los hombros doloridos, y cubierta de sudor, logró deslizarse fuera del túnel y salió al exterior. Se encontró en un sótano, frío y húmedo, pero para nada oscuro. Había unas escaleras al fondo, y al término de ellas, una puerta cerrada. No obstante, la luz que se filtraba por los resquicios de la madera era tan intensa que iluminaba el sótano como si estuviese al aire libre. Victoria subió por la escalera; al llegar arriba se detuvo para arrancar, no sin cierta pena, uno de los velos de su vestido, y se vendó los ojos con él. Después, abrió la puerta.

La luz hirió sus ojos a través de la venda, a través de sus párpados cerrados, y le hizo lanzar una exclamación de sorpresa. A pesar de ello, avanzó a ciegas, torpemente, hasta que topó con una pared, y luego con un mueble desvencijado y cubierto de polvo. Entendió que estaba en el interior de una casa, y se sorprendió de que, pese a todo, hubiese tanta luz. Supuso que se habrían dejado alguna ventana abierta.

De pronto sintió una presencia cerca de ella, en la misma habitación.

—¿Quién eres? —sonó una voz junto a ella; era una voz masculina, y hablaba con lentitud—. No puedo verte; me he vendado los ojos para protegerlos de la luz.

—Yo tampoco puedo ver nada —respondió Victoria—. Siento haber invadido tu casa. He entrado aquí a través del sótano, buscando un refugio.

—Esto no es mi casa. No es más que una vieja posada abandonada. Pero conozco el sótano —añadió; parecía que le costaba mucho hablar—. No hay en él ninguna salida al exterior.

—Estaba oculta tras una alacena. Es la entrada a una red de túneles subterráneos.

—¿De verdad? ¿Y a dónde conducen?

—Al castillo, creo.

—Muéstramelo, por favor.

—Bien, sigúeme; además, estaremos más seguros en el sótano, está más oscuro.

Se buscaron a tientas, guiados por el sonido de sus respectivas voces, hasta que las manos de Victoria atraparon las de su compañero. Sintió entonces algo extraño. Pensó, inquieta, que no le gustaba aquel contacto, que le transmitía algo desagradable. Trató de quitarse aquella idea de su cabeza.

—Pasa algo con tus manos —dijo él—. Noto un cosquilleo.

«Estoy canalizando la energía de los dioses», pensó Victoria.

—No me cojas, entonces —murmuró—. No lo necesitas; por lo visto, conoces esta casa mejor que yo.

El otro no respondió. Victoria se puso en pie y después, lentamente, ambos avanzaron a ciegas hacia el sótano.

Tardaron un rato en llegar hasta la puerta, porque Victoria avanzaba muy despacio. No quería poner en peligro a su bebé, corriendo el riesgo de tropezar y caerse. Sin embargo, su acompañante no le metió prisa. Cuando, por fin, abrieron la puerta del sótano, Victoria se aferró al pasamanos y tanteó los primeros escalones con el pie.

—Hemos llegado —murmuró.

Sintió cómo el otro bajaba los primeros peldaños, junto a ella. Oyó el chirrido de la puerta al cerrarse. De pronto, la luz que percibía al otro lado de la venda pareció menos intensa. Respiró hondo, se destapó los ojos y parpadeó para volver a acostumbrarse al ambiente. Ante ella, la persona que la había acompañado también se retiraba la venda de la cara.

Tardaron unos segundos en mirarse y reconocerse.

—¡Tú! —exclamó Yaren, entornando los ojos.

Jack se volvió hacia todos lados, irritado.

—¡Hemos vuelto a llegar tarde!

Estaban en el interior de una celda vacía. Christian se había inclinado junto a los restos de un hexágono que parecía haber sido trazado en el suelo con cenizas, y los estudiaba, con el ceño fruncido. Jack, en cambio, se había quedado de pie ante los grilletes de la pared, y temblaba de rabia.

—Como la haya encadenado… —murmuraba—. Como le haya puesto esos grilletes, te juro que lo va a pagar muy caro.

Christian se volvió hacia él.

—¿Quién, exactamente?

Jack alzó una capa que había recogido en el suelo.

—Es de Alsan.

Christian podría haber dicho «Te lo dije», pero no hizo ningún comentario. Se incorporó y señaló los restos del suelo.

—Es reciente —dijo—. Han usado esto para hacer algún tipo de conjuro en presencia de Victoria. No estoy seguro, pero podría ser una invocación.

—¿De qué tipo?

Christian iba a responder, pero oyeron pasos en el corredor y salieron, con precipitación.

Una luz venía bailando pasillo abajo.

—¡Jack! —se oyó la inconfundible voz de Shail—. Jack, ¿eres tú?

—¡Shail! ¡Estamos aquí!

—¿«Estamos»? ¿Quién está contigo?

No hizo falta que Jack contestara. El mago había llegado ya junto a ellos y había visto a Christian.

—Alsan se ha llevado a Victoria —fue lo primero que dijo Jack—. La ha secuestrado.

Shail lo miró con estupor.

—Pero ¿cómo…?

Jack no perdió el tiempo en explicaciones. Lo condujo al interior de la celda y dejó que lo viese por sí mismo.

—Y, si estaba aquí —pudo decir Shail, cuando asimiló aquella información—, ¿a dónde se la ha llevado ahora?

—Se ha debido de escapar ella misma —respondió Christian, señalando a la puerta—. No puede estar muy lejos, entonces. No tardaremos en encontrarla si nos damos prisa.

—Sí —asintió Jack—, vámonos. Además, este lugar me pone los pelos de punta. ¿No sentís como si hubiese algo raro aquí?

—Sí —dijo Christian, pero no añadió nada más.

Los tres salieron de nuevo al pasillo y se internaron en el laberinto de túneles. El shek, antes de abandonar la celda, echó un último vistazo, inquieto.

—Tú… —dijo Yaren—. Tenía que haberlo sabido.

Victoria fue a decir algo, pero no tuvo tiempo. El mago la empujó con violencia, y ella perdió el equilibrio y estuvo a punto de precipitarse escaleras abajo. Por fortuna, pudo aferrarse al pasamanos antes de caerse.

—¿Te has vuelto loco? —le gritó, temblando—. ¡Estoy embarazada!

—Lo sé —respondió Yaren, con una sonrisa siniestra—. ¿Crees que habrá sufrido daños tu hijo? Vamos a curarlo, entonces.

Colocó las dos manos sobre el vientre de Victoria e inició el hechizo de curación. Una oleada de energía oscura, llena de malas vibraciones, inundó el cuerpo de Victoria, que gritó, alarmada, mientras sentía que su bebé se revolvió en su interior. Recuperó el equilibrio y apartó a Yaren de un empujón. Estaba lívida de ira, pero su corazón se estremecía de miedo ante la sola idea de haber podido perder al niño que esperaba.

—Puedes castigarme a mí, si quieres. Pero no permitiré que hagas daño a mi hijo.

Yaren sonrió de nuevo.

—No podrás impedirlo.

«Claro que sí», pensó Victoria, y se transformó en unicornio. No le gustaba hacerlo delante de la gente, aunque fuese gente que, como Yaren, ya la hubiese visto antes con aquel aspecto. Pero no tenía alternativa. Era consciente de que, embarazada como estaba, en lo alto de la escalera era frágil y vulnerable ante Yaren.

El mago se quedó mirándola un momento, asombrado. Victoria aprovechó para empujarlo a él escaleras abajo.

Con un grito ahogado, Yaren rodó hasta el suelo del sótano. Victoria bajó tras él, con la gracia natural que caracterizaba a los unicornios; sus ojos, no obstante, estaban repletos de una luz intensa e indomable. Cuando el mago trató de levantarse, dolorido, el cuerno de ella apuntaba a su pecho.

—Este es el instrumento que entrega la magia —dijo ella—, pero ahora mismo, muy cerca de aquí, hay un dios, o dos, que son pura energía, y toda mi esencia capta esa energía como si fuera una esponja. De modo que, si te toco ahora, probablemente no te entregaré la magia, sino un torrente de energía tan intenso que tu cuerpo podría estallar en pedazos. Así que no me provoques.

Yaren bajó la mirada para clavarla en el cuerno. Relucía de forma extraordinaria, tanto, que tuvo que apartar la vista.

—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?

Victoria respiró hondo.

—¿Qué es lo que quieres ? Tienes un aspecto lamentable. ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

Yaren vaciló.

—Unos cuantos días… no sé. Después de lo que pasó tras la coronación de Alsan no fui capaz de regresar con Qaydar. Tampoco con Gerde —añadió—. No sabía qué hacer, de modo que traté de quitarme la vida. No tuve valor.

Sus últimas palabras fueron tan solo un susurro. Victoria entornó los ojos, conmovida.

—No sé qué puedo hacer por ti —murmuró—. Sé que no debería haber atendido a tu petición aquella tarde, junto a la Torre de Kazlunn.

Yaren, hundido y derrotado, cerró los ojos.

—Yo insistí —dijo, con esfuerzo—. Siempre creí que hay que perseguir los sueños hasta… hasta el final. ¿Debería haberlo dejado pasar?

Victoria calló un momento, pensando.

—No lo sé —dijo, con sinceridad—. Probablemente yo habría actuado igual que tú. Supongo que, a veces… hay que arriesgarse. Aunque pueda salirte mal. En eso consiste el riesgo.

El mago enterró el rostro entre las manos.

—Ya no puedo más —susurró—. No puedo más. Nunca debí perseguir el sueño equivocado. Debí imaginar que, si el primer unicornio que vi, cuando era niño, no me entregó su magia… habría tenido sus razones…

—No las tenía —replicó Victoria—. Entregar la magia es algo que sale del corazón. Puede que aquel unicornio no encontrara motivos para convertirte en un mago. Pero otro, tal vez sí… —hizo una pausa—. Yo lo habría hecho. Me negué tantas veces porque sabía lo que podía suceder, sabía que no estaba preparada. Pero en cualquier otro momento, lo habría hecho.

Yaren alzó la cabeza para mirarla.

—Eres hermosa —le dijo al unicornio—. Debería haberme conformado con verte. Me obstiné en arrancar una flor y se marchitó entre mis manos.

Victoria inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Yaren alzó la mano para acariciar sus crines, lentamente. Victoria sintió la energía que emanaba de su alma, una energía llena de dolor y rabia, y le hizo daño, pero no se movió. También Yaren sintió que un torrente de magia recorría sus dedos al tocarla, y eso le produjo más dolor, pero lo soportó.

Finalmente, él retiró la mano.

—Puedes hacer algo por mí —dijo, con esfuerzo.

Victoria lo miró, y leyó en la expresión de su rostro lo que iba a pedirle. Horrorizada, volvió a metamorfosearse en humana para que él viese la angustia y la consternación pintadas en sus facciones.

—No puedes pedirme eso —susurró.

Yaren esbozó una amarga sonrisa.

—Es lo último que voy a pedirte. Y sabes que no puedes negármelo. Me lo debes.

Victoria parpadeó. Tenía los ojos húmedos y el corazón en un puño.

—Me lo debes —insistió Yaren—. Demuéstrame que valió la pena perseguir a un unicornio. Demuéstrame que tu corazón es más fuerte que el mío.

Después de avanzar a ciegas por la planta baja del castillo, pegado a los muros para orientarse, Covan llegó hasta la entrada del sótano. Se encontró con la puerta cerrada, y la golpeó con los puños.

—¡Abrid! —llamó—. ¡Soy yo, Covan!

Escuchó voces al otro lado. Gritos, sollozos y lamentos, y un aviso: «¡Cubrios los ojos, hay alguien fuera!».

—¡Vamos a abrir un resquicio! —le gritaron desde dentro—. ¡Entra y cierra enseguida!

Covan tanteó la puerta y aguardó, muy pegado a ella. Oyó el chasquido del cerrojo y el chirrido de las bisagras al moverse. Se introdujo de cabeza por el hueco y cerró la puerta de golpe tras él.

Lo recibió un ambiente un poco más oscuro, y respiró, aliviado. No obstante, había gente que gemía y gritaba, y retrocedió un paso, inquieto.

—Puedes quitarte la venda —dijo una voz cerca de él—. Aquí la luz es tolerable.

Tras un breve instante de duda, el maestro de armas se retiró la venda. Cerró los ojos enseguida, porque la luz todavía hería sus pupilas, pero, poco a poco, fue acostumbrándose, y se arriesgó a abrirlos de nuevo. Los sollozos se oían de nuevo.

—¿Quién llora? —preguntó, con el corazón encogido.

—La pérdida del globo de oscuridad nos cogió por sorpresa —dijo la persona que estaba con él; Covan lo miró, y descubrió que era uno de los magos—. Hubo gente que no tuvo tiempo de apartarse de la puerta, o de cubrirse los ojos. Vaya, tú tienes además una protección mágica —añadió, mirándolo a los ojos—. No te será necesaria aquí, pero te la mantendré en su sitio, por si acaso.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué hemos perdido el hechizo?

El mago negó con la cabeza.

—Se debilitó de pronto —dijo—, y además, la luz se hizo mucho más intensa, como si el… foco, o lo que sea… se hubiese acercado tanto como para tenerlo casi encima. Estamos restaurando el hechizo, pero aún tardaremos un poco más. La buena noticia es que el huracán parece estar amainando. Y ahora, si me disculpas, tengo que volver al trabajo —añadió, y bajó apresuradamente por la escalera.

Covan bajó tras él, inquieto. La gente mantenía la mirada baja y buscaba los rincones en sombras; comprendió que la luz que se filtraba por debajo de la puerta era todavía lo bastante intensa como para resultar molesta. Él, no obstante, veía sin problemas, y agradeció que Shail lo hubiese ayudado con su magia.

En una esquina oscura, bajo la protección de un arco, una voz femenina murmuraba con desesperación:

—¿Qué pasa? ¿Qué está pasando? ¡No puedo ver nada!

Se acercó, con el corazón encogido, y se inclinó junto a la mujer ciega y su acompañante, que la sostenía en brazos y trataba de calmarla.

—¿Qué sucede? —murmuró.

—¿Covan…? ¿Eres tú?

El maestro de armas se quedó helado al ver que la joven que yacía allí era Zaisei.

—¿Dónde está Shail? —imploró la celeste, que acababa de percibir la sorpresa y la piedad que brotaron del corazón de Covan—. ¿Qué me pasa?

El maestro de armas no pudo decir nada, al principio. Tomó la mano de ella para tratar de consolarla.

—Está bien —dijo—. Iba a ir a buscar a Jack.

—Zaisei había subido a la planta baja para esperar al mago —explicó la otra sacerdotisa en voz baja—. La luz la sorprendió demasiado lejos de la puerta del sótano.

Covan se estremeció de horror y de pena; los hermosos ojos de la celeste, abiertos de par en par, tenían la mirada perdida; sus iris azules habían perdido color, volviéndose de un extraño tono traslúcido.

Cuando Jack, Christian y Shail se precipitaron en el interior del sótano, hallaron una escena extraña.

Victoria estaba allí, arrodillaba en el suelo, con las mejillas mojadas de lágrimas. Acunaba entre sus brazos un cuerpo pálido e inerte.

Jack se precipitó hacia ella, pero Christian lo retuvo con brusquedad.

—¿Qué…? —susurró Shail; no fue capaz de continuar.

Victoria alzó la mirada hacia ellos.

—Lo he matado —susurró, con la voz quebrada de emoción, y los tres pudieron ver que el joven que yacía en sus brazos tenía una marca sangrienta en el pecho, justo sobre el corazón.

—¿Por qué? —pudo preguntar Jack, impresionado por el dolor que se reflejaba en la expresión de ella.

Victoria sacudió la cabeza.

—Porque me lo pidió —musitó—. Porque era lo único que podía hacer por él.

«Es Yaren», informó Christian a Jack. El dragón comprendió. Acudió a su lado, se arrodilló junto a ella y la abrazó para consolarla.

Victoria se secó las lágrimas y trató de recuperar su entereza.

—Pero no hay tiempo que perder —dijo—. Tenemos que detener a Alsan.

Christian frunció el ceño.

—¿Por qué te secuestró? ¿Para robarte el anillo?

Con delicadeza, Victoria apoyó el cuerpo de Yaren contra la pared y se levantó para mirar a Christian.

—Me quitó el anillo para utilizarlo en una invocación, y Gaedalu se lo ha llevado consigo. Lo siento mucho. Traté de impedirlo, pero…

—No te preocupes —la tranquilizó Christian—. Lo recuperaremos.

Jack fue testigo de cómo se abrazaban, profundamente afligidos. Sabía que aquel anillo mantenía un fuerte vínculo entre los dos, un vínculo que les hacía soportables los largos períodos que permanecían separados. Perderlo había supuesto una pequeña tragedia para ambos.

—¿Qué clase de invocación? —quiso saber Shail.

Victoria respiró hondo y relató en pocas palabras lo que había sucedido. Shail se quedó muy sorprendido al saber que el anillo de Victoria era el mítico Shiskatchegg, el arma que había utilizado Talmannon, en tiempos remotos, para controlar a todos los magos.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó, impresionado.

—¿Te habrías sentido más tranquilo, de haberlo sabido?

Shail dirigió miró de reojo a Christian, que los observaba, muy serio.

—La verdad es que no —reconoció—. Pero, si ni siquiera yo lo sabía, ¿cómo se enteró Alsan?

—Creo que se lo dije yo sin darme cuenta —murmuró Jack, profundamente avergonzado—. Debí de mencionar el nombre del anillo delante de él. Lo cierto es que no se me ocurrió pensar que era el anillo de Talmannon. Es verdad que lo sabía, pero… no sé, no suelo pensar en ello. Para mí siempre ha sido el anillo de Christian y Victoria.

—No pasa nada —dijo ella, con una breve sonrisa—. A mí me pasa igual.

—Ya está hecho —zanjó Christian—. Ahora tenemos que centrarnos en el presente. ¿Dónde están ahora Alsan y los demás?

—Se han ido al Oráculo de Gantadd. Van a invocar a los dioses a través de la Sala de los Oyentes.

Jack frunció el ceño.

—Tenemos que impedírselo. Aunque el Oráculo está muy lejos y tardarán en llegar…

—Es Qaydar —le recordó Victoria.

—No es su estilo —dijo Shail—, pero, si lo considera absolutamente necesario, hará el esfuerzo de teletransportarlos a los tres hasta allá.

—Maldita sea —murmuró Jack.

En aquel momento, un velo de oscuridad cubrió el sótano, que hasta aquel momento había estado tan iluminado como si hubiese amplios ventanales abiertos en sus paredes.

—El globo de oscuridad vuelve a funcionar —dijo Shail—. Por fin una buena noticia.

Nadie dijo nada. Aquella buena noticia era solo una gota de aceite en un océano de malas noticias.