XI
Lazos

Todo se había vuelto de un extraño tono grisáceo. Al menos, esa fue la impresión que tuvieron Jack y Victoria cuando sobrevolaban Vanissar, de regreso al castillo de Alsan. No habrían podido decir cómo había sucedido, pero, de pronto, habían pasado de un día claro, radiante… tan radiante que hacía daño a los ojos, a un paisaje en el que todos los colores eran mucho más desvaídos, y el cielo parecía verse desde un filtro que lo volvía más oscuro y de un curioso tono mate.

—¿Qué está pasando aquí? —murmuró Jack, atónito.

—¡Es un hechizo! —exclamó Victoria—. ¡Qué extraño!

También era extraño lo que estaba sucediendo a ras de tierra. Parecía como si todos los campesinos y aldeanos de Vanissar se hubiesen echado a los caminos, emprendiendo un precipitado éxodo hacia las ciudades. Algunos arrastraban carros en los que habían cargado gran parte de sus cosas, pero otros caminaban con lo puesto.

A medida que se iban aproximando a la capital, la luz también disminuía, bañando el mundo como si tuviera que traspasar una pesada capa de nubes de lluvia para llegar hasta él. Pero el cielo seguía estando completamente despejado. Y, cuando llegaron por fin a Vanis, y vieron el castillo dominando el horizonte, quedó claro que aquel extraño manto de oscuridad tenía su foco allí.

«¿Qué opinas?», preguntó Victoria mentalmente.

Le llegó, lejana, la respuesta de Christian.

«Ya lo he visto. Diría que es una especie de protección. Utilizan la oscuridad para resguardarse de la luz».

«Irial», pensaron los dos a la vez.

Victoria sonrió para sí. Era la primera vez que armonizaban sus pensamientos de aquella forma, y resultó reconfortante y, a la vez, curiosamente excitante, como si, por un momento, hubiesen alcanzado una unión casi perfecta.

Christian no volaba a su lado, sobre el lomo de Jack. Tampoco había adoptado una forma de shek para viajar con ellos. Era demasiado peligroso para él acercarse a Vanissar, sobre todo ahora que Alsan tenía poder para causarle daño. No obstante, tampoco había regresado con Gerde; Victoria sabía, aunque él no se lo había dicho, que estaba preocupado por ella, y que, antes de volver a separarse, quería asegurarse de que iba a estar a salvo en Vanissar.

De modo que los seguía, a una prudente distancia.

Victoria jamás olvidaría el momento en el que Christian se había transformado en shek de nuevo, y que había supuesto para él la confirmación de que su alma volvía a estar sana y completa.

Había sido un momento íntimo en el que solo habían participado ellos dos. Jack había preferido retirarse discretamente para que el odio instintivo que les resultaba tan difícil de controlar no lo estropease. Le había costado casi todo el día, pero, por fin, Christian había logrado adoptar de nuevo la forma de una serpiente alada. Victoria sonrió al recordarlo. Los sheks no eran muy expresivos, pero ella había podido leer con total claridad el alivio y la alegría en aquellos ojos de reptil.

Christian los había acompañado, volando, hasta los límites de Nandelt. Una vez allí, recuperó su forma humana y dijo que los seguiría de una forma más discreta. Victoria lo había perdido de vista, pero sabía que andaba cerca: el contacto telepático no se había roto.

La llegada del dragón no dejó de causar impresión en la ciudad. Pese a que la capa de oscuridad impedía que los soles arrancaran reflejos dorados de las escamas de Jack, todos reconocieron en él al último dragón, el único dragón de carne y hueso que quedaba en Idhún.

Para cuando descendieron, planeando, sobre el patio del castillo, ya había varias personas esperándolos. Jack se posó donde pudo, replegó las alas y esperó a que Victoria bajara hasta el suelo por una de sus garras para recuperar su forma humana.

Allí, en el patio, el filtro mágico que tamizaba la luz la había convertido en una penumbra extraña, irreal, como la que hay en el momento de un eclipse de sol.

—¿Qué está pasando? —preguntó Jack a Alsan, que los observaba, inquisitivo, con los brazos cruzados ante el pecho—. ¿Irial se ha manifestado cerca de aquí?

—Se trata de una luz tan intensa que quema literalmente los ojos a todos los que la contemplan —explicó Shail—. Estamos creando globos de oscuridad en todas las ciudades para que la gente pueda refugiarse de la claridad, pero no sé si servirá de algo cuando Irial se acerque. A pesar de que aún se encuentra lejos, su luz incide con tanta fuerza en nuestra oscuridad que la desbarata. ¿Veis esta penumbra? Debería ser una oscuridad tan impenetrable que no nos veríamos unos a otros. Tal vez…

—¿Cómo te has atrevido a volver aquí? —cortó Alsan, bruscamente, mirando a Victoria.

Ella iba a responder, pero Jack se adelantó y le pasó un brazo por los hombros.

—Está conmigo. ¿Algún problema?

—Antes estaba con Kirtash. ¿Acaso la has arrancado de su lado, o es que ya ha muerto y ella no tiene ningún sitio a dónde ir?

—No ha muerto —dijo Victoria con tranquilidad; alzó la mirada hacia él—. Y puedes dar gracias por ello.

El semblante de Alsan se endureció.

—Te veo un poco cambiada —comentó—. ¿Es que las serpientes crecen más deprisa que los humanos en los vientres de sus madres?

—Alsan, basta —cortó Jack.

—No voy a permitir que dé a luz al hijo de ese bastardo en mi castillo —replicó él.

—No hay problema —dijo Victoria—. Me iré…

—No, Victoria, me temo que no te irás. Prendedla —ordenó a los soldados.

—¡Qué! —exclamó Shail, atónito—. ¿Te has vuelto loco?

Jack ya se había colocado ante Victoria, dispuesto a defenderla.

—Disculpad —intervino entonces la voz apacible de Ha-Din—. No sé qué está sucediendo, pero sin duda no será necesario llegar a las armas.

El Padre Venerable se abrió paso hasta llegar junto a ellos.

—Jack —dijo, con una suave sonrisa—. Victoria. Que los dioses os bendigan. Me alegro de volver a veros sanos y salvos.

—Padre Venerable —gruñó Alsan—. Estáis obstruyendo el trabajo de mis soldados.

—No es mi intención intervenir en asuntos que no son de mi incumbencia, solo sentía curiosidad. Me pareció que estabais a punto de prender a una mujer embarazada.

—Es evidente que está embarazada. Demasiado evidente, diría yo. También es evidente que confraternizó con el enemigo… en exceso.

Ha-Din lo miró, sonriendo con inocencia.

—¿Eso anula el hecho de que se trata de una joven encinta? ¿Pensabais acaso arrojarla a uno de vuestros lóbregos calabozos, majestad?

—Os lo agradezco, Padre Venerable, pero no soy de cristal —sonrió Victoria; volvió a mirar a Alsan, seria—. Puedes encerrarme si quieres, pero eso no cambiará el hecho de que hay cosas mucho más importantes que debatir el origen de mi hijo, y cosas mucho más peligrosas, ahora mismo, que un bebé que ni siquiera ha nacido todavía. Habéis asistido a la manifestación de Irial en Nandelt; Jack ha visto a Aldun en Kash-Tar, y Wina vuelve a pasearse por Alis Lithban. Los dioses han regresado, y me temo que ahora ya están todos. No tardarán en volver a llegarnos noticias de nuevos tornados, maremotos y corrimientos de tierras. No tardaremos en saber dónde están los tres que faltan.

Hubo un breve silencio, tenso, lleno de malos presagios.

—Han venido a luchar contra el Séptimo dios —prosiguió Victoria—, que ahora se oculta de ellos en un cuerpo material. Si ese cuerpo es destruido… si la esencia del Séptimo vuelve a ser liberada, los dioses lucharán contra ella y todos nosotros seremos aniquilados en el proceso.

Alsan arrugó el entrecejo.

—No es la primera vez que escucho esta historia. ¿Cómo puedes estar tan segura de que no acabarán de una vez por todas con el Séptimo, de que no se marcharán después por donde han venido?

—Porque los dioses no pueden ser destruidos —dijo Jack—. Son la energía misma que dio origen al mundo. Pueden estar luchando eternamente entre ellos sin que haya un claro vencedor. Y todo lo demás será devastado mientras tanto. Ya lo hicieron una vez… en el primer mundo que crearon, antes de Idhún. Lo destruyeron con sus disputas, y eso que aún no existía el Séptimo.

—¿Que no existía el Séptimo? ¿Insinúas que fue creado después? Si fue creado, puede ser destruido.

Jack inspiró hondo, se armó de valor y lo soltó:

—El Séptimo procedía de los otros Seis. Se libraron de toda la energía negativa que había en ellos y después la arrojaron al mundo como si fuera basura.

«Jamás había escuchado tanta blasfemia junta», restalló en sus mentes la voz de Gaedalu. Nadie la había oído llegar, pero ahora estaba junto a ellos, con Zaisei a su lado, observando a Jack con reprobación. Ha-Din ladeó la cabeza y la miró con amabilidad.

—¿Tú crees? Pues a mí me parece una teoría interesante.

—Por eso hay que proteger a Gerde, no luchar contra ella —dijo Jack—. Porque, en el momento en que los dioses la encuentren y la destruyan, liberarán la esencia del Séptimo, comenzará la guerra y todo habrá terminado para los mortales.

»Porque, desde que destruimos a Ashran, ya no tenemos papel en esta historia. Ahora todo queda en manos de los dioses, y todo lo que están haciendo favorece sus propios intereses, y no los nuestros. Si todo va bien, Gerde y los sheks se marcharán a otro mundo, lejos del alcance de los Seis, que regresarán a su propio plano.

—¿Regresarán a su propio plano? —repitió Alsan con sarcasmo—. Eso no puedes saberlo. Tal vez se queden por aquí y sigan destruyéndolo todo. ¿Cómo puedes sugerir siquiera que nos quedemos a cubrir la retirada a Gerde y a los sheks, que dejemos que huyan? ¿Cómo puedes creerte esa patraña? ¡Está claro que todo eso se lo han inventado los sheks para que no luchemos contra ellos! ¡Porque saben que no pueden ganar!

Jack cruzó una mirada con Victoria.

—Te dije que no era buena idea contárselo —comentó.

—Lo sé —respondió ella con suavidad—, y por esta razón Christian no quería decirnos nada de todo esto. Pero tienen que saber la verdad.

—¡La verdad! —dijo Alsan—. ¿La verdad que te ha contado Kirtash? ¿O tal vez Gerde?

«No sé por qué estamos hablando de todo eso», intervino Gaedalu. «Está claro que es una de ellos…».

—¿Y yo? —cortó Jack—. ¿También yo soy uno de ellos?

«Actúas cegado por tus sentimientos», observó Gaedalu. «Te niegas a creer que ella te ha engañado y que solo te está utilizando. Ha demostrado repetidas veces su amor por el hijo de Ashran».

—Cierto —asintió Alsan—. Siento decírtelo, Jack, pero yo no me creo que a Victoria le importes tanto como te hace creer. Está claro para qué ha regresado, y de quién es el hijo que espera y al que defiende con tanta pasión.

—Hay un lazo entre nosotros —declaró Jack, con rotundidad.

Todos miraron a Ha-Din y a Zaisei. La sacerdotisa desvió la mirada, turbada, y el Venerable murmuró:

—No es así como deben hacerse las cosas.

Miró a Victoria, que sostuvo su mirada sin pestañear.

—Ella no quiere que hagamos pública esa información —dijo—. Mientras no diga lo contrario, la existencia o no de un lazo solo podemos revelarla a las personas unidas por ese lazo, y a nadie más.

—¡Pero yo puedo declararlo! —dijo Jack—. ¡Sé que hay un lazo, cualquier celeste me lo confirmará, aunque sea en privado!

—Estás loco por ella —gruñó Alsan—. Harías cualquier cosas por ella, incluso aceptar que tenga un hijo con un shek. ¿Crees que no sé que también mentirías para protegerla?

Jack suspiró y miró a Victoria, pero ella se mantenía imperturbable.

—No sabía que pudieses llegar a ser tan testaruda —le reprochó.

Ella le dedicó una sonrisa, pero no cedió.

—Yo confío en ellos dos —intervino entonces Shail—. Lucharon contra Ashran, que fue, también, quien no hace mucho torturó brutalmente a Victoria y le arrebató su cuerno. Piensa con lógica, Alsan. ¿Crees de veras que ella defendería esas ideas si no creyese que son verdad?

—Estoy harto de discutir —cortó Jack—. Hemos venido desde Alis Lithban y estamos cansados. Así que, Alsan, decide ya si nos echas, nos acoges o nos encarcelas, nos juzgas y nos ejecutas por traidores.

—No estamos hablando de ti…

—Estás hablando de mí, porque no permitiré que pongas la mano encima a Victoria ni a mi hijo, ¿queda claro?

Había alzado la voz, y miraba a Alsan fijamente. Este sostuvo su mirada un momento, pero no fue capaz de aguantar mucho más. Procuró que su voz siguiera sonando firme cuando dijo:

—Hablaremos más tarde. De momento, podéis alojaros donde siempre. Ya conocéis el camino.

El monte Lunn era el lugar donde, según las leyendas, el primer unicornio había recibido el poder de los dioses a través de su cuerno y lo había transformado en magia.

Todos los magos solían visitar el lugar alguna vez a lo largo de sus vidas, no solo por lo que simbolizaba, sino también porque, según se decía, todavía flotaba algo de energía en el ambiente, pese a que habían transcurrido más de quince mil años desde entonces. Pero también otro tipo de personas habían acudido con frecuencia a rezar frente al pequeño templo que se había construido en su cima. A lo largo de cientos de generaciones, semimagos de todas las razas y condiciones habían ido allí a suplicar a los dioses que les concediesen la magia completa.

Porque allí, en el monte Lunn, lo mágico y lo sagrado se daban la mano. No había hechicero que no hubiese descendido de su cima sin elevar una fervorosa plegaria a los Seis, ni sacerdote que no hubiese deseado, tras pisar el lugar donde la magia había tocado el mundo por primera vez, haber visto un unicornio.

El templo del monte Lunn era más un refugio de peregrinos que un auténtico lugar de culto. Lo atendía un anciano ermitaño celeste que llevaba allí muchos años, más de los que nadie podía recordar. Si le hubiesen preguntado, habría respondido que no recordaba haber dado cobijo a ningún hechicero particularmente ilustre.

Y, no obstante, durante muchas generaciones, los magos más poderosos habían visitado el monte Lunn, porque era allí donde se ocultaba uno de los mayores secretos de la Orden Mágica, un secreto que, a lo largo de la cuarta Era, solo había estado en manos de los Archimagos… y que, en la actualidad, solo Qaydar conocía.

El Archimago había abandonado Vanissar poco después de haber llegado allí en busca de Victoria. Alsan le había dejado claro que para él era más urgente tratar de controlar a Irial antes de que todos sus súbditos perdieran la vista, y, por otra parte, la conversación que había mantenido con él y con Shail le había abierto nuevas posibilidades, al lado de las cuales el asunto de la pérdida de Victoria parecía algo irrelevante.

Ahora avanzaba por un largo pasadizo que se hundía en las entrañas del monte Lunn, acompañado solo por una esfera de luz mágica que bailaba ante él, alumbrando su camino.

Sabía lo que iba a encontrar al final del túnel, porque no era la primera vez que visitaba aquel lugar. No obstante, aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, más de doscientos años atrás, si no le fallaba la memoria. En aquel tiempo, la Torre de Drackwen había sido una escuela de magia floreciente. Antes de que los sacerdotes obligaran a los magos a abandonarla.

Qaydar frunció el ceño. Los sacerdotes siempre habían temido el poder de los hechiceros, y habían hecho todo lo posible por restringirlo. Era cierto que los dioses eran mucho más poderosos, y que podían obrar milagros que no estaban al alcance de los magos. Pero los dioses pocas veces se dejaban ver y los milagros escaseaban, mientras que los prodigios de los hechiceros eran mucho más frecuentes y, por otra parte, los unicornios, dadores de magia, eran criaturas de carne y hueso que podían verse y tocarse, al menos en algunos casos. Era inevitable que las Iglesias temieran perder su influencia en favor de la Orden Mágica. A pesar de que los magos siempre habían sido una minoría, la gente solía confiar más en ellos que en los sacerdotes.

Excepto cuando los hechiceros abusaban de su poder… como en la Era Oscura.

Qaydar sonrió amargamente. Después de la derrota de Taimannon había llegado la Era de la Contemplación, y los magos habían sido perseguidos y exterminados de forma sistemática. Por aquel entonces, los unicornios empezaron a verse como criaturas malditas, a pesar de que habían ayudado a Ayshel a derrotar a Talmannon. En otras épocas, ser tocado por un unicornio se consideraba una bendición. Durante la Era de la Contemplación fue una desgracia.

No era de extrañar, se dijo Qaydar, que desde la Era Oscura los magos guardaran secretos que nadie debía conocer jamás. Mucho menos los sacerdotes.

Suspiró para sus adentros. La Cuarta Era, la llamada Era de los Archimagos, estaba tocando a su fin, puesto que él era el último. ¿Qué vendría después? Sin unicornios, la Orden Mágica moriría irremediablemente. Y se abriría en Idhún una nueva Era de la Contemplación, mucho más árida y estricta que la anterior. Porque, por muchos hechiceros que hubiesen ejecutado los sacerdotes, nunca habían logrado ponerle las manos encima a un unicornio.

Mientras que Ashran los había exterminado en un solo día.

Tenían razón. Aquel condenado mago tenía que haber sido el Séptimo. Y si aquello lo había hecho un dios, solo otro podía repararlo.

Y las leyendas decían que la diosa Irial siempre había sentido predilección por los unicornios.

Desembocó, por fin, en una amplia sala hexagonal iluminada por seis antorchas que daban una luz lúgubre, irreal. No había nada de magia en aquel lugar. Las antorchas las mantenía encendidas un ser vivo, alguien que, con toda probabilidad, era la criatura más desdichada de Idhún. Alguien que llevaba allí abajo mucho más tiempo que el ermitaño que vivía en la cumbre, alguien que no había visto la luz de los soles en más de dos mil años.

—Custodio —llamó—. Un hechicero desea verte.

Sabía que él sabía que estaba allí. Pero había que llamarlo para que él se atreviese a mostrar su rostro a otras personas.

Lo llamaban el Custodio, pero también, el Imperecedero, o el Sempiterno. Nadie recordaba su verdadero nombre. Había vivido allí desde la misma noche de la caída de Talmannon, y había permanecido oculto. Los más leales servidores de Talmannon lo habían escondido allí, junto con otros tesoros que habían rescatado de su castillo; y posteriormente, durante la represión religiosa, aquel había sido el lugar elegido para guardar los más preciados tesoros de la Orden Mágica de la severa mirada de los sacerdotes.

El Custodio los protegería, como había hecho siempre. Y lo haría por toda la eternidad, porque ningún futuro lo aguardaba en el exterior, y porque mucho tiempo atrás lo habían bendecido o condenado con el don de la inmortalidad.

Qaydar lo observó, sobrecogido, cuando avanzó hacia él, portando un candil, con el rostro cubierto por una amplia capucha que ocultaba sus rasgos.

—Soy Qaydar, el Archimago —dijo el hechicero con gravedad.

—Oh —respondió el Custodio, sin mucho entusiasmo—. Esperaba a otra persona.

—Esperabas a Ashran, ¿verdad? El estuvo aquí hace mucho tiempo.

El Custodio no respondió a la pregunta.

—¿Has venido a hacer una consssulta?

Qaydar se estremeció. De vez en cuando, el Custodio siseaba sin darse cuenta. Decían que tenía la lengua bífida, pero no había tenido ocasión de comprobarlo.

—He venido a entregarte esto —dijo, y le mostró una pequeña urna marcada con el símbolo del Séptimo dios—. Ashran —dijo solamente.

El Custodio dio un paso atrás y, aunque Qaydar seguía sin verle la cara, notó que había quedado conmocionado.

—Lo conocías, ¿no es cierto?

El Custodio recuperó la compostura y se irguió para decir:

—Sígueme.

Echó a andar por el corredor, y Qaydar lo siguió. Atravesaron hasta siete puertas distintas, que el Custodio abrió con cada una de las siete llaves que portaba colgadas al cuello, hasta que llegaron a la Sala de las Reliquias.

A pesar de ser el hombre más poderoso de Idhún, Qaydar se sintió intimidado al entrar en aquella habitación, que databa de los tiempos del mismo Talmannon. Aquello había nacido como un santuario dedicado al Séptimo dios, y los seguidores de Talmannon, aquellos que seguían sirviéndole incluso después de que Shiskatchegg dejase de ejercer su influencia sobre ellos, habían ocultado allí todos sus tesoros, incluyendo sus restos mortales, una urna de cenizas que aún se conservaba en el nicho más profundo de la sala.

El resto de hechiceros debieron haber destruido aquel lugar, y a su Custodio, en cuanto descubrieron su existencia. Pero el Custodio no podía ser destruido, y, por otro lado, aquel fue el único lugar de Idhún en el que pudieron refugiarse durante los años más lóbregos de la Era de la Contemplación. Sin la Sala de las Reliquias, la Orden Mágica jamás habría podido recuperarse, y ellos lo sabían.

En agradecimiento, permitieron al Custodio seguir con su tarea, y adoptaron la costumbre de llevar allí las cenizas de todos los grandes hechiceros. De vez en cuando, alguien utilizaba parte de aquellas cenizas para realizar una invocación y consultar al espíritu del difunto. Pero nadie, jamás, habría osado invocar al mismísimo Talmannon y, por otra parte, daban por sentado que el Custodio no lo permitiría.

El Custodio lo guió hasta una hornacina que quedaba libre. Después, le tendió las manos para que le entregara el recipiente con las cenizas de Ashran. Qaydar no pudo evitar fijarse en que aquellas manos estaban cubiertas por una fina capa de escamas traslúcidas. Le dio la urna, y el Custodio la colocó en su lugar.

—Séllalo —dijo.

Qaydar pronunció un hechizo de protección sobre la vasija, que emitió un breve resplandor azulado y después recuperó su aspecto habitual.

Los dos permanecieron un instante en silencio.

—¿Hemos acabado? —preguntó el Custodio.

—Aún no —dijo Qaydar—. Necesito que me respondas a algunas preguntas.

La criatura se rió amargamente.

—¿Qué puedo saber yo, que hace tanto tiempo que no sssalgo de aquí?

—Cosas que ocurrieron en este lugar —hizo una pausa—, hace más de veinte años.

El Custodio no respondió. Dio media vuelta y se alejó de él, en dirección a la entrada de la Sala de las Reliquias. Qaydar lo retuvo por el brazo.

—¡Espera! Vino un joven hechicero llamado Ashran, ¿verdad? ¿Cómo entró aquí?

—No lo sé. Vosotros, los magos, sabréis cómo mantenéis protegido este lugar, y qué requisitos exigís para entrar. Solo sé que desde que estoy aquí, solo poderosos hechiceros han logrado traspasar sus puertas.

Qaydar reflexionó.

—Está bien —dijo—. Es difícil que Ashran averiguara la existencia de este lugar, y más aún que encontrara la clave para hallar la entrada y traspasarla… pero no es del todo imposible. ¿Qué fue lo que te dijo? ¿Te pidió cenizas para una invocación?

—¿Para qué otra cosa, si no, vienen aquí los magos?

—¿Quién fue el hechicero al que invocó? ¿Lo recuerdas, Custodio?

La criatura se estremeció.

—No podría olvidarlo —dijo—. Me pidió invocar al más grande hechicero de todos los tiempos. A mi Amo y Señor, Talmannon.

Nadie había osado jamás hacerme una petición semejante. Nadie se habría atrevido a profanar sus cenizasss.

—¿Le dijiste que no, entonces?

El Custodio alzó la cabeza hacia él.

—Le dije que ssssí. Pero no le permití que se llevara la urna, ni siquiera un saquillo de cenizas. Realizamos la invocación aquí mismo.

Qaydar dio un paso atrás, anonadado.

—¿Dejaste que invocara a Talmannon? ¿Por qué razón?

—¿Por qué razón invocan los hechiceros a personas que murieron mucho tiempo atrás? Para preguntar. Para saber. Nada de lo que vuestros magos muertos tengan que decir me interesa lo más mínimo. Pero mi Amo… tenía que preguntarle… quería saber…

—¿Saber, qué? —preguntó Qaydar, con impaciencia.

El Custodio se volvió hacia él y se retiró la capucha, con brusquedad.

—¡Esssto es lo que quiero saber! ¡Si sirvió de algo! ¡Si mi existencia tiene algún sentido! ¡Cuánto tiempo… voy a continuar en la oscuridad… siendo único… siendo un monsssstruo!

Qaydar se había quedado mudo de horror.

Sabía lo que era el Custodio. De niño, había creído que los szish, los hombres-serpiente que habían servido a Talmannon y a los sheks, no eran más que leyendas… hasta que había visto a aquella criatura.

Pero el Custodio no era exactamente un szish. Era, tal vez, el único hombre-serpiente de Idhún que merecía realmente aquel nombre.

Porque tenía un rostro que era más humano que reptiliano. Tenía unos ojos con iris, pupilas y un brillo de emoción humana. Y, no obstante, también mostraba rasgos de serpiente y toda su piel estaba cubierta por una fina película escamosa. Qaydar sabía que, bajo la túnica que usaba, lucía una cola anillada, como la de cualquier szish.

—«Sssangretibia», solía llamarme —dijo el Custodio, y Qaydar vio esta vez, con claridad, que su lengua mostraba una pequeña muesca que no llegaba a ser una lengua bífida, pero que tampoco era del todo redondeada—. El estaba orgulloso de mí, decía que era el futuro, y que pronto todos se darían cuenta de que los szish no eran tan diferentes a los sangrecaliente, puesto que pueden mezclarse con ellos. Pero para el resto del mundo yo no era más que una aberración, un monstruo. Por eso, para protegerme de los demás, mi Amo me hizo inmortal. Nada ni nadie podría dañarme, ni siquiera el tiempo… viviría eternamente… aguardando el día en que habría en Idhún más criaturas como yo. Pero llevo aguardando más de dos milenios, y solo siguen entrando aquí los magos sangrecaliente.

Qaydar recordó de pronto lo que sabía de Kirtash: que Ashran lo había creado fusionando el alma de un ser humano y el alma de un shek. ¿Había sido una idea suya, o seguía un plan que el Séptimo llevaba acariciando desde hacía siglos… cuando, bajo la identidad de Talmannon, cruzaba humanos con hombres-serpiente?

—Querías preguntarle por qué te creó, ¿no es cierto?

—¿Crearme? ¿A mí? —el mestizo rió sin alegría—. Yo no soy una criatura suya. Soy fruto del amor que existió entre una hechicera humana y un capitán szish. Nací de forma natural, y el Amo me adoptó.

—¿Amor? —repitió Qaydar, y no pudo evitar una mueca de repugnancia—. ¿Entre una humana y una serpiente?

De nuevo volvió a pensar en Kirtash… y en Victoria.

—No nací de la violencia, ni de la pasión de una noche —insistió el Custodio—. Mis padres se amaban. Los recuerdo a ambos. Formábamos una familia. Pero ahora… ya no queda nadie. Ni mi padre, ni mi madre, ni el Amo están aquí. Así que, cuando Ashran me dijo que quería invocar a Talmannon… quise estar presssente. Para pedirle que me retirara el don que me había concedido, y que me permitiera morir.

—Invocasteis a Talmannon, pues. ¿Qué le preguntó Ashran?

—No lo recuerdo. Salí de la habitación después de hablar con el Amo, y los dejé a solas.

—¿Por qué? ¿Qué te dijo a ti?

El Custodio tardó un poco en responder.

—Me dijo que ya no tenía poder para retirarme el don y permitirme morir. Que perdió ese poder al abandonar su cuerpo. Y que solo alguien con el mismo poder podría concederme mi mayor deseo.

Qaydar lo miró largamente.

—Sabías que Ashran adquirió ese poder a lo largo de su vida, ¿verdad?

El semiszish inclinó la cabeza.

—Me dijo que lo intentaría —murmuró—. Y me prometió que volvería cuando lo consiguiera.

—Hace casi veinte años que lo logró, si no me han informado mal —dijo Qaydar con suavidad—. Nunca regresó a buscarte.

Se preguntó porque no lo había hecho. Tal vez la existencia de aquel extraordinario mestizo seguía suponiendo un logro para él, pero, en tal caso, ¿por qué no lo había sacado de aquella cripta y lo había mantenido a su lado, tal y como hiciera Talmannon?

También existía la posibilidad de que se hubiese olvidado de él. Podía parecer cruel, pero, al fin y al cabo, Ashran había llegado a ser un dios. Tal vez el tiempo ya no tuviese la misma importancia para él, o quizá la lucha contra la profecía de los Oráculos hubiese sido entonces un asunto de tal prioridad para él que todo lo demás quedó en segundo plano.

—Y ahora está muerto —concluyó el Custodio.

Qaydar se preguntó si debía decirle que existía otra persona en el mundo que atesoraba ese poder. Tal vez el semiszish reuniría el valor suficiente como para salir de aquella tumba en la que llevaba dos mil años encerrado, y buscar a Gerde para pedirle clemencia. Descartó la idea. Si el Custodio moría, no habría nadie encargado de guardar las reliquias de la Orden Mágica.

—Lo siento —murmuró Qaydar—. Tal vez el Séptimo dios tenga todavía planes para ti.

—Si es asssí, no los ha compartido conmigo.

El mestizo se volvió a echar la capucha sobre la cabeza, dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia la puerta. Qaydar sintió entonces un leve temblor en el suelo, pero no le concedió importancia.

—Aguarda, Custodio —lo detuvo por segunda vez—. No he terminado. Deseo hacer una invocación.

El Custodio lo miró.

—Quiero invocar a Talmannon. Necesito parte de sus cenizas.

El semiszish negó con la cabeza.

—No, Archimago. Los restos del Amo permanecerán donde están. No volveré a cedérselos a nadie.

Qaydar frunció el ceño.

—¿Cómo vas a impedir que me lleve la urna?

—Protegiéndola con mi vida. Y, como ya sabes, mi vida es algo que nadie puede arrebatarme. Ni siquiera tú.

El suelo volvió a retumbar, esta vez con más fuerza. Los dos lo notaron y miraron a su alrededor, inquietos.

—Parece un temblor de tierra —murmuró Qaydar.

No había terminado de hablar cuando el seísmo se repitió, y toda la caverna rugió, con un sonido parecido al bostezo de un titán. Ambos, mestizo y hechicero, perdieron el equilibrio y cayeron al suelo.

—Algo se acerca —dijo el Custodio, nervioso.

El Archimago se levantó, a duras penas. El suelo seguía temblando. Algunas pequeñas piedras se desprendieron del techo y cayeron sobre ellos.

—¡Tenemos que salir de aquí! —lo apremió Qaydar, pero el semiszish lo miró, aturdido, sin ser capaz de responder.

Otro movimiento, más violento que el anterior, resquebrajó una de las paredes e hizo caer una urna al suelo. El hechizo de protección evitó que se rompiera y que las cenizas se desparramaran, pero el ruido hizo reaccionar al Custodio, que se volvió, sobresaltado.

De nuevo, las entrañas de la tierra parecieron crujir, como si se despertaran de un sueño de millones de años. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Qaydar; había pasado demasiado tiempo hablando con Shail en los últimos meses como para no reconocer lo que estaba sucediendo.

—¡Levántate! —le gritó—. ¡Todo esto se va a venir abajo!

El mestizo lo miró, anonadado.

—No puede ser. Tu magia…

—¡Mi magia no puede hacer nada contra lo que se nos viene encima! ¡Levántate y salgamos de aquí!

El Custodio sacudió la cabeza.

—No puedo… no puedo… el Amo… las cenizas…

Se incorporó de pronto y, desafiando al temblor sísmico, echó a correr hacia el fondo de la estancia. Qaydar gruñó por lo bajo, pero lo siguió.

Lo alcanzó cuando ya regresaba con una urna que oprimía contra su pecho como si fuese su posesión más preciada. Qaydar sabía qué llevaba allí dentro, y recordó de pronto su misión.

—¡Custodio! ¿Queda algo más de Talmannon que quieras rescatar?

El semiszish negó con la cabeza.

—Nada importante. Nada personal. La bruja de Awa lo destruyó todo cuando conquistó el castillo. Solo… conservaba un cinturón que le perteneció, pero Ashran se lo llevó. Le permití que lo hiciera porque prometió regresar…

Una nueva sacudida hizo que se desprendieran varios bloques del techo. Qaydar tiró del Custodio para apartarlo del peligro.

Juntos, salieron de la Sala de las Reliquias. Contemplando el largo corredor que los recibía, Qaydar comprendió que no saldrían vivos de allí a menos que usara la magia.

—Voy a teletransportarnos a ambos al exterior.

El semiszish lo miró, aterrorizado.

—¿Al… exterior? ¿Bajo los soles?

Se echó a temblar.

—¡Pero tienes que salir! —gritó Qaydar—. ¡Si te quedas aquí, las rocas te aplastarán! ¡Dudo mucho que ni siquiera tú seas capaz de sobrevivir al paso de uno de los Seis!

De pronto, el rostro del Custodio se iluminó con una amplia sonrisa. Tendió la urna a Qaydar.

—Toma —dijo—, llévatelo. Es lo único que quiero sssalvar de este lugar.

El Archimago sostuvo el recipiente entre sus manos, abrumado.

—¡Pero no puedes quedarte aquí!

El Custodio sacudió la cabeza.

—Realiza la invocación, si así lo deseas. Dile al Amo que espero volver a verlo pronto. Y utiliza todas sus cenizas, para que nadie más vuelva a molestarlo.

Qaydar quiso decir algo más, pero no tuvo ocasión. El Custodio dio media vuelta y corrió de nuevo hacia el interior de la Sala de las Reliquias. Uno de los arcos que sostenían el techo terminó de agrietarse y cayó, con estrépito, separando al mestizo del Archimago y sellando su destino para siempre.

Conmovido, Qaydar realizó el hechizo de teletransportación y salió de allí, llevando consigo la urna con las cenizas de Talmannon.

Varias toneladas de roca más arriba, el ermitaño contemplaba la destrucción de la montaña, sobrecogido. Había llamado a un pájaro haai al notar los primeros temblores y, por fortuna, había uno en las inmediaciones, uno que procedía de Alis Lithban y que había escuchado su canto. Y ahora, montado sobre el lomo del pájaro dorado, asistía a la devastación del lugar donde había nacido la magia, y se preguntaba si no sería aquello una señal de los nuevos tiempos que estaban por venir, tiempos donde los unicornios y los dragones serían leyenda, donde solo los dioses serían más poderosos que las personas.

Cuando estaba a punto de retirarse, aún conmocionado, percibió una intensa emoción que venía del corazón de la montaña: un miedo cerval, y después un inmenso alivio, y después, nada más…

Sacudiendo la cabeza, el celeste se alejó de allí, aún temblando de terror, dando la espalda al que había sido su hogar durante los últimos ochenta años.

La cercanía de Irial hizo que todos se olvidaran momentáneamente de la posible traición de Victoria: había mucho que hacer, y muchos otros problemas que solucionar. Lo más urgente era encontrar alojamiento y comida para todos los que llegaban a la ciudad a refugiarse en su acogedora semioscuridad. Pero también se estaban enviando mensajeros a distintos lugares de Idhún, para tratar de averiguar dónde estaban todos los dioses y qué estaban haciendo. Así, pronto tuvieron noticias que confirmaron lo que Victoria había dicho sobre lo que estaba sucediendo en Alis Lithban; también recibieron nuevas del derrumbamiento del monte Lunn, y pronto supieron que Karevan se desplazaba lentamente hacia la cordillera de Nandelt; si no cambiaba de rumbo, los gigantes tendrían que marcharse otra vez. Los mensajeros hablaron también de inundaciones en Raden, debidas a unas mareas especialmente violentas.

Así, poco a poco, fueron conformando el mapa de dioses, y no tardaron en darse cuenta de que les faltaba uno. Todavía no habían recibido noticias de ciclones ni tornados, ni de vientos huracanados, y eso los aliviaba, pero también los inquietaba. ¿Dónde podría haberse metido Yohavir?

Mientras, los magos seguían creando globos de oscuridad. La Torre de Kazlunn había quedado vacía, porque todos estaban poniendo su poder al servicio del resto del mundo. El único que faltaba era Qaydar; nadie sabía dónde había ido, ni cuándo volvería, pero no había tiempo para echarlo de menos.

La inminente batalla contra Gerde quedaba aplazada de forma indefinida mientras todos trabajaban frenéticamente en la búsqueda de una solución, y los sacerdotes mantenían larguísimas reuniones en las que se debatían, por primera vez, los fundamentos de unas cuestiones teológicas que habían permanecido estables durante milenios.

Jack no podía dejar de preguntarse, sin embargo, si Alsan habría actuado así de no haberse manifestado Irial en su propio reino. Estaba casi convencido de que, de no tener que proteger a su propia gente, se habría lanzado a la guerra de todos modos. Pero no pensaba preguntárselo y, de todas formas, aquello convenía a sus planes. Habían prometido a Christian que harían lo posible por entretener a Alsan y sus aliados para dar tiempo a Gerde y a los sheks a abandonar Idhún.

Aquella tarde, Jack encontró un momento libre para ir a hablar con Ha-Din. El celeste salía de una de sus reuniones con Gaedalu y con otros sacerdotes y sacerdotisas, con evidentes síntomas de estar padeciendo un terrible dolor de cabeza. Jack se detuvo en seco en mitad del pasillo, sin saber si era o no un buen momento para plantearle sus dudas. Ha-Din lo vio.

—Ven, Jack —dijo, con una sonrisa—. Acompáñame a las almenas, a que me dé un poco el aire. Me vendrá bien.

Jack aceptó, de buena gana.

—Estos… concilios… son largos y aburridos —opinó el Padre—. Antiguamente solían celebrarse en el Gran Oráculo, que era terreno neutral, más o menos. Hemos llegado a discutir sobre si deberíamos estar hablando de todas estas cosas en el Oráculo de Gantadd, o en el de Awa. Creo que al final hemos optado por quedarnos aquí porque a nadie le apetece viajar más —añadió, con una sonrisa—. Aunque no importa el lugar que elijamos, las conclusiones a las que lleguemos serán siempre las mismas: no tenemos ni la más remota idea de lo que está pasando.

Jack inclinó la cabeza.

—Nosotros hemos ido reuniendo información —dijo—, y hemos reconstruido lo que creemos que es una historia bastante aproximada de este mundo. Entre lo que sabe Kirtash, lo que Victoria ha descubierto, lo que Shail ha encontrado en los libros y lo que he averiguado yo… todas las piezas parecen encajar. Y, sin embargo… no estoy seguro de que todo lo que hemos aprendido pueda ayudarnos a afrontar el momento presente, o a tratar de averiguar qué nos deparará el futuro.

—Sabias palabras, Jack —sonrió el celeste—. No sé si estoy preparado para conocer toda esa información, y tampoco sé si me ayudaría en algo conocerla. Pero sí necesito saber una cosa: cuando Victoria sacó a Kirtash de las mazmorras, y se lo llevó para tratar de salvarle la vida, le pedí que buscara datos sobre ese objeto… que la Madre Venerable extrajo de las profundidades del mar, y que ha servido, a la vez, para reprimir la bestia de Alsan y subyugar a un shek. No he tenido ocasión de hablar con ella todavía. No sé si a ti te habrá dicho algo al respecto.

Jack sonrió, y le contó a Ha-Din cómo, miles de años atrás, los dioses se habían liberado de aquella parte de sí mismos que los llevaba a luchar unos contra otros, toda la destrucción y el caos que formaban parte, también, de todo proceso de creación.

—Lo encerraron en una especie de cámara —prosiguió—, que en teoría no podía romperse. Y lo arrojaron al mar. Pero, mucho tiempo después, esa roca se rompió, y un nuevo dios emergió de su interior.

»La sustancia con la que fue creada la roca estaba… diseñada, por así decirlo, para reprimir esa esencia de caos y destrucción que querían mantener encerrada en su interior. La esencia de la que está formado el Séptimo y que dio origen a los sheks. Por esta razón, esa cosa los repele y anula sus sentidos. Pero también reprime todo aquello que es, en esencia, caótico y destructivo. Por eso ha anulado la bestia que hay en el interior de Alsan.

—Pero no la ha destruido —hizo notar Ha-Din.

—No creo que pueda ser destruida, Padre Venerable. El espíritu del lobo forma ya parte de él. Arrancarlo de su cuerpo equivaldría a desgarrar su propia alma. La única opción que le quedaba era… reprimirlo, anularlo, encarcelarlo en su interior. Algo que puede funcionar bien en el caso de Alsan, porque las dos esencias no convivían en armonía en su cuerpo, sino que luchaban constantemente por la supremacía. Pero en el caso de Kirtash por poco resultó letal, porque en él, el humano y el shek son una sola cosa. No obstante… —frunció el ceño—, no estoy muy seguro de que el cambio le haya sentado bien a Alsan.

—Puede parecer extraño —asintió Ha-Din— pero, desde que lleva ese brazalete, tengo la sensación de que se ha convertido en un monstruo más terrible aún que el que trataba de destruir.

—¿Por qué razón? —preguntó Jack, intrigado—. Alsan siempre ha sido severo e inflexible, pero nunca cruel o intolerante. ¿Cómo es posible?

—Tú mismo lo has dicho: se ha librado de todo lo caótico y destructivo que había en él. Eso le lleva a querer crear el orden a su alrededor, a que todo siga las normas establecidas. A luchar contra el caos con todas sus fuerzas. Por la misma razón por la cual nuestros dioses se esfuerzan con tanto empeño en destruir esa oscuridad de la que quisieron librarse… sin darse cuenta de que, al hacerlo, reproducen ese mismo caos que tanto les disgusta.

—Es un círculo vicioso —murmuró Jack.

—Sí —asintió Ha-Din—, y eso me lleva a pensar que uno no puede deshacerse con tanta facilidad de esa parte oscura y caótica. No me cabe duda de que tu amigo Alsan cree que hace lo correcto, luchando contra el mal, encarnado en el Séptimo y en sus serpientes. Él es un caballero de Nurgon, fue educado para pelear, no conoce otra cosa. Tienes que darle un enemigo físico contra el cual dirigir su espada justiciera. Si le dices que las serpientes no son tan malas, no te escuchará, porque creerte supondría para él asumir que su vida, tal y como le han enseñado a vivirla, no tiene sentido.

—Pero él mismo ha experimentado ese caos. El mismo estuvo a merced de una criatura destructora, y por un tiempo… me pareció que hasta la aceptaba.

—Eso es lo que más odia de sí mismo: que se convirtió en una de las criaturas a las que juró combatir. Y, porque el caos le esclavizó, ahora buscará el caos y luchará contra él, donde quiera que este se encuentre. Aunque sea en una joven a la que antaño apreciaba.

Jack se estremeció.

—De eso justamente quería hablaros. El apreciaba a Victoria, la ha visto crecer, la ha educado, junto con Aile y Shail, y ha sido, prácticamente, como su hermano mayor. No sería capaz de hacerle daño, ni a ella, ni a su bebé, ¿verdad?

Ha-Din movió la cabeza, y una sombra de duda cubrió su rostro.

—Los hombres como él, tan comprometidos con unos ideales que consideran por encima de todas las personas, incluso por encima de ellos mismos… no son capaces de crear lazos fuertes con nadie, porque para ellos, los lazos no son tan importantes como el deber. No dudo que en el fondo le duele atacar a Victoria, pero lo hará, si cree que es lo que debe hacer. Es una de las formas en que se rompen los lazos. Alsan te aprecia, Jack, pero te sacrificaría sin dudarlo si creyese que ese es su deber. Por mucho que le doliera, cumpliría con su obligación.

Jack inclinó la cabeza.

—Entiendo. Pero si existiese un lazo de auténtico amor entre Victoria y yo… tal vez confiaría más en ella, ¿no?

Ha-Din lo miró.

—¿Quieres que te diga si existe un lazo entre los dos?

El joven negó con la cabeza.

—No es necesario. Ya conozco la respuesta a esa pregunta. Lo que quiero saber es por qué Victoria no quiere que se bendiga su unión conmigo. Necesito saber qué se lo impide. Por su propio bien, es necesario que la ceremonia se lleve a cabo, en público o en privado, me da igual. Pero debo protegerla de Alsan. A ella y a mi hijo.

Ha-Din sonrió.

—Puedo saber lo que sienten las personas, Jack, no lo que piensan.

Jack iba a responder, cuando el propio Alsan salió a las almenas.

—Venerable —saludó, con una inclinación de cabeza—. Jack, te estaba buscando. He de hablar contigo.

—Yo tengo que regresar a mi reunión —suspiró Ha-Din—. Nos veremos a la hora de la cena.

Los dos aguardaron a que el celeste se marchara y permanecieron un momento más en silencio, sintiéndose algo incómodos.

—Quería preguntarte —dijo entonces Alsan— por los dragones que fuiste a buscar a Kash-Tar.

—Se han visto envueltos en una sangrienta guerra contra el líder shek del lugar. No tienen la menor intención de volver.

Alsan frunció el ceño.

—Pero les dijiste que volvieran, ¿no? ¿Por qué no te obedecieron?

—¿Acaso estaban obligados a obedecerme? —preguntó Jack, perplejo.

—¡Claro que sí! Jack, ¿aún no lo entiendes? Eres un dragón. El último que queda. En un futuro no lejano, cuando hayamos acabado con todas las serpientes, tú gobernarás sobre todos los pueblos de Idhún.

Jack retrocedió como si hubiese recibido un mazazo.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loco?

—No; eres tú el que no actúa con cordura. ¿Cuánto tiempo más vas a seguir eludiendo tus responsabilidades?

Jack dejó escapar una breve carcajada de incredulidad.

—¿Para esto nos hemos jugado la vida? ¿Derrotamos a un dictador para que tú coloques a otro en su lugar?

—¿Cómo puedes insinuar que es lo mismo? ¡Tú eres un dragón, y Ashran era la encarnación del Séptimo!

Jack seguía tan atónito que fue incapaz de hablar. Alsan aprovechó su silencio para añadir:

—¿Comprendes ahora por qué es tan condenadamente importante que dejes de tratar con las serpientes? ¡No es un comportamiento digno del que va a ser el soberano de Idhún! Traté de explicarle a Victoria que su relación con Kirtash era un error, que no era apropiada… tenía la esperanza de que tú la harías entrar en razón, de que la convencerías de que olvidara al shek y estableciera de una vez un lazo de verdad. Pero eras tú el que debía…

—Espera —cortó Jack, con voz extraña—. ¿Has dicho «un lazo de verdad»?

—Un lazo entre los que deberían ser los futuros emperadores de Idhún, Jack —respondió Alsan, solemne.

Pero Jack no lo escuchaba.

—Ya lo entiendo —dijo solamente, y, dando media vuelta, echó a correr hacia el interior del castillo, dejando a Alsan con la palabra en la boca.

Aquella noche, después de la cena, otra persona se acercó a Ha-Din para hablar con él.

—Padre Venerable, necesito vuestro consejo… si tenéis un momento.

Ha-Din se detuvo.

—Tú dirás, hija.

Zaisei alzó la cabeza y dejó que Ha-Din notara su preocupación, sus dudas y su sentimiento de culpa.

—No es correcto que un sacerdote se niegue a bendecir una unión, ¿verdad?

—Si no existe un lazo…

—Hablo del tipo de unión en que el lazo está fuera de toda duda —cortó Zaisei.

—Supongo —dijo Ha-Din, con precaución—, que si el sacerdote se niega, se deberá a otros motivos, ¿no es cierto? ¿Qué motivos podrían ser ésos? ¿Que la unión no parece… adecuada… o aceptable?

Zaisei negó con la cabeza.

—Los prejuicios del sacerdote no son nunca motivo para no bendecir un lazo existente, Padre. Aunque el sacerdote no supiera muy bien a qué dioses, exactamente, solicitar la bendición —añadió en voz un poco más baja; Ha-Din sonrió al notar su desconcierto—. Pero… ¿qué sucedería si el sacerdote se sintiera… agraviado de alguna manera por causa de uno de los miembros de la pareja?

—El sacerdote es celeste, sin duda comprenderá los motivos por los que se produjo el agravio.

—Podría resultar un tanto difícil ponerse en el lugar de algunas personas —murmuró Zaisei—. Pero ¿y si no se trata de uno de los miembros de la pareja, sino de un familiar… a quien el sacerdote no conoce?

Ha-Din sonrió.

—Ve al grano, Zaisei; resulta muy enojoso hablar de este tema como si se tratase de un problema teológico —bajó la voz—. Sé que Kirtash tiene muchas cuentas pendientes, y su padre, más todavía…

—No me refiero a su padre, sino a su madre, Venerable.

Sobrevino un breve silencio.

—¿Qué te ha contado Gaedalu? —quiso saber Ha-Din.

Zaisei inclinó la cabeza.

—Que la madre de Kirtash envenenó a la mía. Sé que no debería importarme, y que, si sus sentimientos son sinceros, los míos no…

—Aguarda —la detuvo Ha-Din—. Las cosas no fueron exactamente así.

Zaisei la miró, con los ojos muy abiertos.

—¿Vos conocíais…? —empezó—. Entonces, ¿la Madre me ha mentido?

—No del todo —Ha-Din inspiró hondo—. Conocí a tu madre, Zaisei, aunque solo de vista. Escuchamos juntos la primera profecía.

También la madre de Kirtash estaba allí, pero a ella tuve ocasión de conocerla más a fondo algunos años más tarde… después de la segunda profecía y de la muerte de tu madre.

—¿Es cierto que la madre de Kirtash la envenenó para poder ocupar su lugar en la Sala de los Oyentes?

—Es cierto que Manua quiso ocupar el lugar de tu madre en la Sala de los Oyentes, para escuchar una profecía que, según creía, y no se equivocaba, hablaría de su hijo, el niño que Ashran le había arrebatado. Pero en ningún momento tuvo intención de hacerle daño a tu madre.

»Cuando la prendieron y la encerraron, fui a verla. Su dolor y su desconcierto eran reales. Ella no había querido matar a Kanei. Solo le había administrado un somnífero, me dijo. La pobre mujer no había tenido en cuenta que el metabolismo de los celestes no es igual que el de los humanos. Nosotros somos físicamente más frágiles que ellos y, por eso, algunas cosas no nos afectan de igual modo que a ellos. La dosis que a un humano solo le habría hecho dormir durante varias horas, para tu madre resultó letal.

Zaisei se dejó caer contra la pared, temblando, con los ojos llenos de lágrimas.

—A diferencia de Kirtash —prosiguió Ha-Din—, su madre nunca tuvo intención de hacer daño a nadie. Y su amor por Ashran… por la persona que era Ashran antes de convertirse en lo que ya conocemos… era sincero.

»La saqué del Oráculo y encontré un lugar apartado para ella, un lugar donde pudiera vivir oculta, lejos de la mirada de Ashran y de un mundo que no la veía tampoco con buenos ojos. Sé que vivió en el anonimato durante muchos años, hasta que un día, sin ninguna razón aparente, Ashran envió a un grupo de szish a matarla. Kirtash debía de tener entonces, si lo calculé correctamente, unos quince o dieciséis años.

Zaisei bajó la cabeza.

—¿Lo sabe él? —murmuró.

—Lo dudo mucho —respondió Ha-Din amablemente—. Todos hemos visto en qué se convirtió ese niño al cabo de los años. La educación que Ashran le dio no habría tenido el mismo éxito si el recuerdo de su madre hubiese influido mínimamente en él.

Zaisei guardó silencio durante un largo rato. Después alzó la cabeza y dijo:

—Muchas gracias, Padre. Gracias por despejar las nieblas de mi espíritu.

Ha-Din sonrió.

—De nada, hija. ¿Bendecirás su unión, pues?

Ella inspiró hondo y se irguió cuando dijo:

—No hay motivo para no hacerlo.

—Victoria se alegrará de que hayas aceptado —comentó Ha-Din, pero Zaisei negó con la cabeza.

—Victoria no sabe nada. Es Jack quien me ha pedido que los bendiga a ambos, a ella y al shek.

Ha-Din se mostró impresionado.

—Ese muchacho —comentó—, parece atolondrado a veces, pero en el fondo sabe muy bien lo que hace. Ten cuidado, Zaisei. Por muy fuerte y sólido que sea ese lazo, mucha gente querrá romperlo. Podrías verte implicada.

—Es un lazo —respondió Zaisei con sencillez—, y mi obligación es dar testimonio de que existe, si ambos me lo piden.

—No —replicó Christian—. No pienso hacerlo.

—Pero, Christian —protestó Jack—, ¿qué más te da? Será algo discreto, solo estaremos cuatro personas, y el resto del mundo no se enterará.

—No necesito que uno de vuestros sacerdotes me diga algo que yo considero evidente —replicó el shek.

Jack respiró hondo, armándose de paciencia.

Se habían reunido en un bosque cercano a la ciudad, después de que Jack le pidiera a Victoria que le dijese a Christian, a través del vínculo telepático que ambos mantenían, que quería hablar con él. El shek, en realidad, ya se iba; había retrasado su regreso a los Picos de Fuego solo para reunirse con Jack aquella noche.

—Alsan no confía en ella —explicó—. Desde que se fugó contigo, está convencido de que es una especie de espía de los sheks, o algo así. Pero en mí… en mí todavía confían. Si ven que existe un lazo verdadero entre nosotros dos…

—Eso no tiene nada que ver conmigo. No necesitáis mi permiso para que bendigan vuestros lazos, o como quiera que se llame eso.

—Sí que tiene que ver contigo, Christian. Porque Victoria no quiere que la ceremonia de nuestra unión sirva para tapar lo que siente por ti, que se utilice para hacer creer al mundo que no te quiere. No quiere seguir ocultándose; está orgullosa de amarte, de la misma forma que estará tremendamente orgullosa de su bebé cuando nazca, sea hijo de un dragón, o sea hijo de un shek. Hay lazos, Christian. Hay un lazo entre ella y yo, y hay un lazo entre tú y ella. Victoria no quiere que uno de ellos sea oficial, y el otro, un secreto vergonzoso que haya que ocultar. Los dos son para ella igual de importantes, por lo que no aceptará que los sacerdotes bendigan su unión conmigo, si no bendicen también el lazo que comparte contigo.

Christian lo miró, pensativo.

—¿Te lo ha contado ella?

—No, pero lo sé. Y también sé por qué no me explicó esto. Porque, o bien no lo entendía, y me sentía herido y traicionado, o bien sí lo entendía, y trataba de convencerte de que aceptases que bendigan vuestra unión…

—… que es lo que estás haciendo ahora mismo.

—Ella no quiere ponerte en peligro, pero a mí eso me da más o menos igual. Sé que eres capaz de correr riesgos si es por una buena razón.

—¿Que tú puedas bendecir tu unión con Victoria es una buena razón?

—Sé que a ella le encantaría y le haría mucha ilusión, pero no es por eso por lo que te lo pido, y tampoco es por mí. Es porque se la está jugando, Christian, igual que se la jugó cuando te sacó de esa celda y huyó contigo a cuestas, porque está defendiendo a capa y espada lo que siente por ti. Y eso puede ser muy perjudicial para ella. Más de lo que tú piensas.

Christian reflexionó.

—¿Y no sería peor para ella que se supiera que, efectivamente, mantiene una relación seria conmigo? —preguntó—. Es lo que supone todo el mundo, ¿no? Eso es lo que horroriza a Alsan y a los demás. Por eso tienen tanto afán en demostrar que tú eres su única pareja verdadera.

—Eso es lo que Victoria quiere evitar. Nosotros hemos tratado de protegerla, tú manteniéndote alejado de ella, yo fingiendo que estoy convencido de que el hijo que espera es mío, pero no es eso lo que ella quiere. No quiere que la protejamos, quiere decidir por sí misma. Y ha decidido que no quiere seguir fingiendo. Te quiere, Christian, y no le importa lo que vaya a decir la gente. Está dispuesta a afrontar las consecuencias.

Christian no respondió, y Jack aclaró:

—Tampoco te estoy pidiendo que comparezcas en una ceremonia pública, eso sería una locura. No dudo que Alsan y Gaedalu estarán encantados de tener otra oportunidad de echarte el guante.

Te estoy hablando de algo más íntimo. Ella y tú, un sacerdote y un testigo. A mí no me importa ser ese testigo, y Zaisei ya ha aceptado oficiar la ceremonia. A Victoria le bastará con eso. No necesita que todo el mundo sepa lo que sentís el uno por el otro. Le bastará con que los dioses lo sepan, al menos de forma simbólica.

Los ojos de Christian brillaron de manera extraña.

—Los dioses, ¿eh? —murmuró; reflexionó un momento y añadió—. El último unicornio osa plantar cara a los Seis, reivindica su derecho a amar a quien le plazca y exige que reconozcan que se ha enamorado de un malvado shek, que además es hijo de una encarnación del Séptimo dios. Qué disgusto para todos los sangrecaliente.

Jack lo miró.

—Christian, no estarás pensando…

El shek no respondió. Sonreía, de forma un tanto siniestra, cuando alzó la cabeza y dijo:

—De acuerdo. Dime un día, una hora y un lugar, y allí estaré.

Qaydar depositó la vasija sobre la mesa y miró largamente a Alsan.

—Aquí está —dijo con gravedad—. Las cenizas de Talmannon.

El rey de Vanissar sacudió la cabeza y arrugó el ceño.

—Me resulta difícil creer que la Orden Mágica guardase semejante aberración. Claro que, tratándose de magos, todo es posible, ¿no?

—Una de las primeras cosas que enseñamos a nuestros aprendices —señaló el Archimago— es que todo en el mundo es neutro, ni bueno, ni malo. Todo depende de para qué se use. Al igual que la magia —añadió, tras una pausa.

Alsan ladeó la cabeza.

—¿Pretendéis decirme que las cenizas que Ashran utilizó para traer de vuelta al mundo al Séptimo dios son algo neutro?

—Sí. Porque nosotros vamos a usar estas mismas cenizas para contactar con los Seis y comunicarles dónde se halla ese mismo Séptimo dios. Cada hechizo tiene su contrahechizo, Majestad. O lo tendría, en este caso —añadió, con un suspiro—, si hubiese conseguido algún objeto personal de Talmannon. Me temo que el único que conservaba la Orden se lo llevó Ashran. Y sospecho que se perdió con él, de modo que, en el fondo, lo que hay en el interior de esta vasija no sirve para nada.

Alsan se acarició la barbilla, pensativo.

—Tal vez sí —dijo—. ¿Podríais invocar el espíritu de Talmannon si yo os consiguiese un objeto suyo?

—Podría —asintió Qaydar.

Alsan sonrió. Iba a comentar algo más, cuando la puerta se abrió de golpe, y entró Jack.

—¡Alsan, estás aquí! Te estaba buscando —reparó en el Archimago y lo saludó con una sonrisa—. ¿Cuándo has vuelto, Qaydar? Shail preguntaba por ti…

—Jack —cortó Alsan—. Deberías llamar a la puerta antes de entrar.

—Lo sé, lo siento —dijo él—. Solo quería invitaros a la ceremonia de bendición de la unión.

Alsan alzó una ceja.

—¿De quién?

Jack sonrió ampliamente.

—¿Cómo que de quién? De Victoria y mía, naturalmente. Ha-Din la oficiará. Será mañana al mediodía.

Alsan dio un respingo.

—¡Mañana! ¡Pero hay que organizar…!

—No hay que organizar nada —lo tranquilizó Jack—. Tienes a medio Vanissar alojado en la capital y alrededores. Haz correr la voz de que habrá empanadas gratis y verás cómo vienen todos —bromeó—. No, ahora en serio: no es momento de organizar una gran fiesta, pero será una ceremonia a la que puede asistir bastante gente. Los Venerables están aquí, hasta el Archimago podrá estar presente. Y demostraremos a todos que existe un lazo entre nosotros dos, y eso les dará confianza y seguridad en estos momentos de incertidumbre. ¿No era eso lo que querías?

Alsan sacudió la cabeza.

—Pero ella se fugó con el shek —le recordó.

—Porque él también le importa, Alsan, más de lo que estás dispuesto a admitir. Pero eso no resta valor a lo que ella siente por mí. Si me quiere de verdad, no me traicionará ni se volverá contra mí. ¿No te bastaría con eso?

Alsan todavía estaba perplejo.

—Supongo que sí. Pero… si Ha-Din ha aceptado… significa que…

—Significa que realmente cree que hay un sentimiento verdadero entre ellos dos —concluyó Qaydar, con una pausada sonrisa.

—Te dije que existía un lazo, Alsan. Y no quisiste creerme, ni a mí, ni a Victoria, pero a partir de mañana ya no tendrás más dudas.

Alsan cerró los ojos un momento.

—Gracias a los dioses —murmuró.

Jack sonrió.

—Sabía que te encantaría la noticia —comentó, con algo de sarcasmo.

Uno tras otro, los sheks regresaron a través de la Puerta. El último fue Eissesh.

Gerde esperó un poco más, pero los szish no aparecieron.

«Han muerto todos», le explicó Eissesh. Gerde entornó los ojos, pero no dijo nada. «Creemos que era el agua. No nos ha sentado bien a nosotros tampoco, pero para ellos ha sido letal».

—¡El agua! —repitió Gerde, exasperada—. ¡Son tantas cosas, tantas pequeñas cosas!

«Todo este plan es una locura», opinó Eissesh. «A primera vista parecía una buena idea, pero en el fondo no es más que una trampa. Hace semanas que podríamos estar lejos de aquí y, sin embargo, te entretienes con este proyecto monumental y nos obligas a todos a esperar. Cuando queramos marcharnos, ya será tarde. Me pregunto si no era ésa la intención del híbrido desde el principio».

El resto de sheks sisearon mostrando su conformidad.

—¿Insinúas acaso que Kirtash sería capaz de engañarme? —dijo ella, con peligrosa serenidad.

«No sería la primera vez», hizo notar Eissesh.

Gerde alzó la cabeza y lo miró fijamente. La gran serpiente entrecerró los ojos.

—Marchaos —dijo el hada por fin, con un suspiro—. Necesitáis descansar. Yo trataré de arreglar el problema del agua.

Uno por uno, los sheks alzaron el vuelo y se alejaron de allí. El último, de nuevo, fue Eissesh.

«Comprendo que es un bello sueño», le dijo, esta vez, solamente a ella. «Pero no nos sacrifiques a todos por un sueño. Danos algo real, algo que pueda servirnos de verdad».

Gerde sonrió con amargura, pero no respondió. Eissesh agitó las alas y se elevó en el aire.

«De todas formas», susurró en su mente, antes de marcharse, «me ha parecido muy hermoso».

Gerde no dijo nada. Aguardó a que los sheks se perdieran de vista y entonces, con un suspiro, se dispuso a cruzar la Puerta una vez más.

Alguien la detuvo. Gerde se volvió y se topó con la mirada de Assher.

—¿Algún problema?

—Permíteme que vaya contigo, mi señora —le rogó el szish.

Gerde sacudió la cabeza.

—No es una buena idea. Te quedarás aquí, cuidando de Saissh… como de costumbre.

—Pero es peligroso cruzar al otro lado —insistió Assher—. No te sienta bien; siempre regresas débil y confundida. Sé que también puedes ir allí con la mente, lo haces cuando entras en trance, y eso no te sienta tan mal. ¿Por qué razón tienes que viajar allí a través de esa Puerta?

Gerde suspiró, pero colocó las manos sobre sus hombros y explicó, pacientemente:

—Hay muchos mundos, Assher. Mundos que están separados unos de otros por distancias tan grandes que no podrías ni tratar de imaginarlas. Y cada uno de esos mundos tiene varios planos superpuestos. El plano físico es el aquel en el que se mueven todos los seres materiales: el plano en el que existes tú, y todo lo que puede verse y tocarse.

»Pero hay otros planos. Está el plano espiritual, y hay incluso un plano superior a ese… el plano en el que se mueven los dioses. Hasta hace muy poco, los dioses habitaban en ese plano. Pero ahora han descendido al plano material y se manifiestan como fuerzas poderosas a las que ningún mortal podría hacer frente.

—Eso lo sé —asintió Assher—. Y lo entiendo.

—En ese plano, las distancias entre mundos no existen. Cuando entro en trance y parte de mi esencia viaja hasta el plano de las divinidades, puedo llegar a cualquier punto del universo. Pero solo a su plano inmaterial. No podría descender al plano material de otro mundo que no fuese el mío, y menos aún si mi cuerpo físico está en otra parte.

»De modo que desde el estado de trance puedo llegar hasta el lugar que se abre al otro lado de mi Puerta, pero no puedo hacer nada allí. Para actuar en ese mundo, para modificarlo, necesito llegar físicamente hasta él.

»Como ya te he dicho, las distancias entre mundos son inconmensurables. Los habitantes de mundos que no poseen magia se afanan en construir artefactos que cubran esas distancias a velocidades imposibles, pero somos nosotros, las criaturas de los mundos donde la magia sigue viva, quienes poseemos el secreto de viajar a través de todos los universos, de todas las dimensiones. Aunque se trata siempre de una técnica compleja y sólo reservada a aquellos cuyo extraordinario conocimiento de la magia es solo equiparable a su gran poder. Así, somos capaces de rasgar el tejido de la realidad entre dimensiones y viajar instantáneamente de un mundo a otro.

»Los sheks, unicornios y dragones tuvieron ese poder en tiempos remotos, y solían viajar, con relativa frecuencia, al mundo conocido como la Tierra. Sus habitantes todavía conservan leyendas que hablan de unicornios y dragones. Los sheks, por lo visto, fueron bastante más discretos —sonrió—. Pero los Seis estrecharon los caminos entre ambos mundos para impedir que unos y otros viajaran hasta la Tierra. Es una larga historia —añadió, aburrida de pronto—, y además, eso ya no importa, puesto que levanté esa prohibición en cuanto Ashran murió, y los sheks son libres para cruzar la Puerta a la Tierra, si lo desean, sin miedo a verse privados de sus cuerpos.

—Entonces, ¿por qué no se van? —inquirió Assher.

—Quedan aún… pequeños asuntos que zanjar.

—Como el agua —adivinó Assher.

Gerde se rió, como si hubiese dicho algo muy divertido.

—Algo así —sonrió—. Y ahora, vete a ver qué hace Saissh. No tardaré en volver.

Y, antes de que el szish pudiera detenerla, el hada se irguió y, de un ligero salto, volvió a atravesar la Puerta interdimensional.

Jack encontró a Victoria en su habitación, pero no estaba sola. Junto a ella se hallaba Shail, y, tendido en la cama, había un hombre con una venda que le cubría parte del rostro. Parecía profundamente dormido.

Victoria se había sentado a su lado y había colocado las manos sobre la cara del enfermo, sin llegar a tocarlo. Parecía muy concentrada, y Jack se detuvo en la puerta, sin saber si podía o no interrumpirla. Shail lo vio, y se reunió junto a él.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Jack en voz baja—. Tenía entendido que ni siquiera Qaydar había podido hacer nada por esos pobres desgraciados.

Shail se encogió de hombros.

—Qaydar no es un unicornio.

—Aun así, ¿qué clase de hechizo puede ser imposible de realizar para un Archimago, pero factible para un unicornio?

—No es exactamente un hechizo. Verás, el cuerpo tiende a regenerarse solo cuando lo hieren. Solo que, cuanto más compleja es la herida, más tarda en curarse, y a menudo el individuo no sobrevive al proceso. Pero, si proporcionamos al cuerpo energía suficiente, si lo estimulamos para que se regenere más deprisa… en teoría podría curar casi cualquier cosa. El problema está en que normalmente los magos tienen un límite de energía mágica. Incluido Qaydar. Pero Victoria no tiene ese límite, porque la magia que ella transmite no es la suya propia, es la misma energía del mundo, que es inagotable. De modo que, si canaliza energía el tiempo suficiente…

—… ¿podría hacer que se le regenerasen los ojos?

—Es un proceso lento y laborioso, y necesitará mucho tiempo. Pero Victoria cree que puede hacerlo.

Jack recordó cómo Victoria había curado a Christian después de que este recibiese una estocada de Domivat en pleno estómago. Había estado varios días transmitiéndole energía, hasta que el cuerpo del shek había sanado por completo.

—Pero hay docenas de afectados —dijo Jack—. Necesitarías años para curarlos a todos… si es que puedes curarlos realmente.

—Eso no importa —respondió la propia Victoria, alzando la cabeza para mirarlo—, porque tengo mucho tiempo libre. Alsan no me permite salir de aquí. ¿No has visto los guardias del pasillo? Están ahí para vigilarme.

Jack se quedó helado.

—¿Qué? ¡No puede hacer eso! Le he dicho…

—Le has dicho que van a bendecir nuestra unión —murmuró Victoria, volviendo de nuevo su mirada hacia el ciego—. Podrías haberme consultado primero.

Jack la miró, apenado.

—Venía a decírtelo ahora mismo. Me habría encantado decírtelo yo. ¿Quién ha sido el bocazas?

—Ha-Din vino a verme hace un rato —dijo Victoria—. Para bendecir una unión se necesita tener la conformidad de los dos y, por lo visto, olvidaste decirle lo que yo opinaba al respecto.

—Eh… os dejo solos —murmuró Shail.

Ninguno de los dos le prestó atención cuando salió de la habitación.

—No lo olvidé —repuso Jack, muy serio; avanzó hasta ella y se sentó a su lado—. ¿Qué más te ha contado?

—Que la ceremonia está prevista para mañana. —Victoria alzó la mirada hacia él, preocupada—. Jack, ¿cómo has podido hacerme esto? ¿Tienes idea de lo que significa para mí…?

—Lo sé, tranquila. —Jack la abrazó, y por un instante sintió, también, la energía que fluía a través de ella—. Lo he tenido todo en cuenta. Todo está en orden.

Victoria negó con la cabeza.

—No, Jack, nada está en orden. No entiendes…

Jack le pidió silencio, colocando la yema del dedo índice sobre sus labios.

—Lo entiendo todo perfectamente. De verdad. Dime, ¿confías en mí?

—Claro que sí, Jack. Plenamente, lo sabes. Pero…

—Te prometo que he tenido muy en cuenta tu situación, y tus circunstancias, y que no te arrepentirás. Así que, dime… si confías en mí… ¿estarías dispuesta a que mañana bendijesen nuestra unión?

Victoria lo miró un momento, llena de dudas. Después, lentamente, asintió. Jack se sintió tan feliz y aliviado que la abrazó con fuerza y la besó, impulsivamente.

Aquella noche, Jack despertó a Victoria cuando gran parte de la gente del castillo dormía ya. Aturdida, la joven logró murmurar:

—¿Qué sucede? ¿Y los ojos?

Jack tardó un instante en comprender que se refería al aldeano al que había estado tratando de curar. Había pasado todo el día junto a él, y aún había pretendido entrar en trance a su lado para seguir transmitiéndole energía incluso mientras dormía, pero Jack no se lo había permitido. El sueño curativo podía durar días enteros, y el joven le recordó que no era buena idea que se abandonase de aquella manera, con un bebé en camino. De modo que habían devuelto al ciego a la habitación del castillo donde lo habían alojado, y Victoria se había dormido casi enseguida, después del segundo atardecer. Ni siquiera había bajado a cenar.

Jack la había dejado dormir. Necesitaba recuperar fuerzas.

—Todo está bien —le susurró al oído—. Tengo que enseñarte una cosa. Levántate y vístete. No tenemos mucho tiempo.

Victoria obedeció. Cuando ya cogía la capa que le tendía Jack, se detuvo y lo miró, ya algo más despejada.

—Espera, no puedo marcharme. Estoy prisionera, ¿recuerdas?

—Les he dicho a los guardias que se fueran —sonrió—. Ayer mismo, Alsan me decía que debo empezar a hacer que la gente me obedezca, y me pareció un buen momento para comenzar a practicar.

Victoria iba a replicar, pero Jack la tomó de la mano y la sacó a rastras al pasillo.

—No hagas ruido —le dijo mientras recorrían juntos las estancias del castillo—. Será mejor que nadie se entere de que nos marchamos.

—Pero ¿a dónde vamos? —susurró ella.

El le dedicó una sonrisa enigmática.

—Ya lo verás.

Cuando salieron al patio, descubrieron que la noche volvía a mostrarse tan oscura como solía.

—Es porque Qaydar ha regresado —explicó Jack en voz baja—. Ha dado fuerza al globo de oscuridad de los magos. Pero fuera de las murallas de la ciudad, lejos de la zona de influencia del hechizo, hay casi tanta claridad como si fuera de día.

En el patio había gente, y las murallas del castillo estaban coronadas de vigías y soldados, pero Jack se deslizó, arrastrando a Victoria tras de sí, hasta la parte trasera. Allí no había gran cosa, salvo los establos y, un poco más allá, un invernadero abandonado. Victoria no tardó en darse cuenta de que era allí a donde la guiaba Jack.

—El invernadero de la reina Gainil —susurró Jack—. Lo descuidaron un poco cuando murió, y se ha convertido en un pequeño jardín salvaje, pero creo que servirá.

La puerta se abrió con un chirrido cuando Jack la empujó. Avanzaron entre altísimas plantas y flores de embriagadora belleza, hasta una pequeña plaza, en el centro mismo del invernadero, donde había una fuente que lanzaba al aire tintineantes chorros de agua. Junto a ella distinguieron dos figuras que los estaban aguardando. Victoria reconoció a Shail y a Zaisei.

—No he querido dejarla salir sola a estas horas —explicó Shail, ante la mirada acusadora de Jack—, y casi la he obligado a decirme a dónde iba. Lo siento si me estoy entrometiendo… Como compensación he reparado la fuente con mi magia —añadió—. Llevaba años sin funcionar, y me pareció que…

—Esperad un momento —cortó Victoria—. ¿Alguien quiere explicarme qué está pasando aquí?

Zaisei se mostró desconcertada.

—¿Cómo, no lo sabes? Voy a bendecir vuestra unión… si estás de acuerdo, claro. Oh, debería haber hablado contigo primero, pero Jack me aseguró que…

—¿Pero la ceremonia no era mañana? —dijo Victoria, impaciente; miró a Jack, creyendo entender—. ¿Querías algo más íntimo? ¿Es por eso por lo que me has traído hasta aquí?

Jack desvió la mirada, azorado.

—No exactamente…

—¿No lo sabe? —repitió Zaisei, alarmada.

—Se suponía que iba a ser una sorpresa… —empezó Jack, pero calló de repente y alzó la cabeza, alerta.

Victoria también lo había notado. Le dio un vuelco el corazón.

Shail y Zaisei tardaron un poco más en percibir que la temperatura había descendido un poco. Pero apenas unos instantes después vieron una elegante figura acercándose a ellos desde las sombras del invernadero.

Jack sujetó a Victoria por los hombros y le dio un suave empujón para que avanzara un poco.

—Zaisei va a bendecir tu unión con Christian —le dijo al oído—. Si tú estás de acuerdo, claro. Y mañana será nuestra ceremonia. ¿No te parece que es mejor así?

—¿Mi… unión con Christian? —repitió ella; parecía tímida de pronto—. ¿Y qué dice él al respecto?

—Obviamente, si no estuviese de acuerdo no habría venido hasta aquí esta noche —respondió el propio Christian, con calma.

Avanzó hasta quedarse justo frente a Victoria. Los dos se miraron, y todos pudieron captar la intensa conexión que había entre ambos. Jack retrocedió un poco para dejarlos a solas. Victoria no sabía qué decir, y Jack habría asegurado que hasta el mismo shek estaba un tanto cortado.

—¿Y tú, Victoria? —preguntó Zaisei, con delicadeza—. ¿Estás conforme?

Victoria se volvió para mirar a Jack, insegura.

—Mañana me toca a mí —le recordó él, con una sonrisa.

Victoria sonrió a su vez, y fue una sonrisa llena de agradecimiento que inundó el corazón de él como un bálsamo sanador. Se alegró de haber acertado, y pensó que, después de todo, entender a Victoria no era algo tan complicado.

La joven había vuelto a centrarse en Christian.

—Sí que estoy conforme —murmuró.

Zaisei se situó junto a ellos. Alzó la cabeza, pero no fue capaz de mirar al shek, que la intimidaba.

—Comencemos —dijo—. Se trata de una ceremonia muy sencilla, pero los preliminares son necesarios para que os relajéis poco a poco y dejéis que vuestros verdaderos sentimientos fluyan con facilidad. Tomaos de las manos.

Christian cogió las manos de Victoria. Ella se estremeció y alzó la cabeza para mirarlo, con cierta timidez.

—Decid vuestros nombres —los invitó Zaisei.

—Me llamo Kirtash —dijo Christian—. Algunas personas me llaman también Christian.

—Yo soy Victoria d’Ascolli —respondió ella—. También me conocen por el nombre de Lunnaris.

—¿Cuánto tiempo hace que os conocéis?

Victoria frunció el ceño, tratando de calcular los años que habían pasado. Pero Christian se le adelantó:

—Seis años —respondió, sereno.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Tanto?

—Te vi por primera vez en Suiza —repuso él—. Tendrías diez u once años entonces. Estabas de vacaciones con tu abuela… en un balneario.

Victoria recordó la sombra que la había perseguido por el bosque cuando ella era aún una niña.

—Pero apenas pude verte entonces —murmuró. «Lo cual fue una suerte», pensó, sin poderlo evitar. Christian pareció captar sus pensamientos, porque le dedicó una media sonrisa.

—Cuatro años, pues. El día que nos vimos en el metro.

Victoria sonrió, emocionada, al comprender hasta qué punto estaban vividos aquellos recuerdos en la mente de Christian.

—¿Qué sucedió ese día? —preguntó Zaisei.

Victoria tragó saliva. La celeste captó un rastro de miedo en su corazón.

—Entonces éramos enemigos —relató la joven—. El había sido entrenado para encontrar y matar a todos los miembros de la Resistencia. Especialmente al dragón y al unicornio.

Hizo una pausa, esperando, tal vez, que Christian tomase el relevo. Pero él no lo hizo, de modo que Victoria prosiguió:

—Ese día me encontró. Me persiguió para matarme, pero logré escapar. Y justo cuando conseguí ponerme fuera de su alcance, cruzamos una mirada. Fue la primera vez que nos vimos cara a cara. Y pensé… no sé lo que pensé —concluyó, un poco cohibida. Recordaba vagamente haber pensado que había imaginado a Kirtash de otra manera, y que había algo en él que la atraía de forma inquietante y misteriosa, pero aquella sensación, si había sido real, había quedado sepultada por una oleada de miedo y de angustia.

—Yo sí sé lo que pensé —dijo entonces Christian, a media voz—. Pensé: «Qué lástima que tenga que morir».

Reinó un silencio sorprendido.

—¿Es… verdad eso? —preguntó por fin Victoria, con timidez.

El shek asintió.

—Lo recuerdo —dijo—, porque era la primera vez que cruzaba por mi mente un pensamiento parecido. Me preocupó, sinceramente. Traté de comportarme como si nada hubiese sucedido, pero la siguiente vez que nos vimos, en el desierto, no pude evitar volver a mirarte… y preguntarme por qué.

Los dos cruzaron una mirada larga, intensa. Zaisei dejó que compartieran recuerdos y emociones, que fuesen, poco a poco, rememorando aquellos primeros sentimientos de la historia que ambos compartían. Después preguntó, con amabilidad:

—¿Cuánto tiempo hace que estáis juntos… como pareja?

Victoria cerró los ojos un momento y volvió a experimentar aquel electrizante primer beso. Recordó el encuentro a escondidas, la daga, el beso robado, las súplicas y las amenazas… y, ante todo, aquel sentimiento que había nacido en los dos. Sonrió. Si aquello había sido su primera cita, no había dejado de ser extraña.

Esta vez fue ella quien respondió:

—Dos años, más o menos.

—¿Y querríais seguir juntos… durante más tiempo?

Victoria volvió a mirar a Christian. Sus ojos estaban clavados en ella, una mirada intensa, inquisitiva. La joven sintió que volvía a dominarla la timidez, pero se sobrepuso y susurró:

—Sí.

—Pero habrá habido malos momentos, ¿no es así? —dijo Zaisei, con suavidad.

Sí, había habido muy malos momentos. Todos ellos cruzaron por la mente de Victoria, todos a la vez, como una masa de oscuros nubarrones de tormenta.

Zaisei percibió sus sentimientos, de miedo, de dolor, de inseguridad, y suspiró para sí misma, entendiendo lo difícil que había resultado para ambos llevar adelante aquella relación.

—Sí que los ha habido —reconoció Victoria.

—¿Y quieres seguir con él, a pesar de todo?

Victoria suspiró.

—Sí —dijo, esta vez en voz más alta.

Zaisei se volvió hacia Christian.

—¿Y tú… Christian? —preguntó.

El shek no contestó enseguida. Se había quedado mirando a Victoria, fijamente. Los segundos que permaneció en silencio se le hicieron eternos.

—Sí —dijo finalmente.

Zaisei dio un paso atrás y los contempló a ambos, mirándose a los ojos, tomados de la mano. No fue difícil para ella detectar el sentimiento que los unía a los dos. Sonrió.

—Existe un lazo entre vosotros —declaró—. Un lazo fuerte, hermoso y sincero. Y no son solo vuestras palabras las que dan fe de ello, sino también vuestros sentimientos. Soy testigo ante los dioses de que os amáis, y suplico a los Seis… a los Siete —se corrigió, ruborizándose; le costó un poco, no obstante, pronunciar la palabra—; les suplico que derramen todas sus bendiciones sobre vosotros, que vuestro lazo perdure y que os colme de felicidad a ambos.

Victoria sonrió y parpadeó, porque se le habían empañado los ojos de emoción. Christian alzó una mano para acariciarle la mejilla y se acercó un poco más. El corazón de la joven empezó a palpitar con más fuerza, al pensar que él iba a besarla, delante de Jack, de Shail y de Zaisei. Pero Christian se volvió bruscamente hacia la celeste y clavó en ella una mirada de hielo.

—Hay un lazo entre nosotros, ¿no es cierto? —preguntó, sin alzar la voz.

Habían visto la Luz.

Zaisei titubeó.

—Eso… acabo de decir.

Christian sonrió. Atrajo a Victoria hacia sí y rodeó su cintura con un brazo.

—Un lazo entre un unicornio y un shek —dijo—. Entre la criatura predilecta de los Seis, y un hijo del Séptimo. ¿Existe ese lazo?

Zaisei no fue capaz de responder. La intensa mirada del shek la hacía temblar de terror.

—Ya basta —intervino Jack—. No creo que sea necesario…

—¿Existe? —insistió el shek.

Zaisei alzó la cabeza, con un intenso escalofrío.

—Sí que existe —murmuró.

Christian sonrió. No fue una sonrisa agradable.

—Bien —dijo—. Desafío a tus dioses a tratar de probar que no es cierto. A que me arrebaten esa parte del corazón de Victoria que me pertenece.

Reinó un silencio horrorizado.

—Yo no…, no sé… —tartamudeó la pobre Zaisei; quiso añadir algo más, pero no fue capaz.

Por fin, Christian pareció relajarse un tanto.

—Díselo a tus dioses, celeste —murmuró—. Diles que hay un lazo.

Cerró los ojos y abrazó a Victoria, y por un momento pareció cansado y derrotado. Jack contempló cómo ella rodeaba la cintura del shek con los brazos y apoyaba la cabeza en su pecho, con un suspiro.

—Bien… —murmuró Zaisei—. Supongo que podemos dar por concluida la ceremonia. Enhorabuena a los dos.

Victoria abrió los ojos.

—Gracias por bendecir nuestra unión, Zaisei —dijo—. Sé que no te ha resultado fácil.

Había en sus ojos, sin embargo, un rastro de tristeza.

No muy lejos de allí, alguien les estaba observando. Tres figuras se habían reunido en torno a un gran cuenco con agua, en cuya superficie se reflejaba la imagen de lo que estaba sucediendo en el invernadero en aquellos instantes. Alsan contemplaba, sombrío, a Christian y a Victoria, aún abrazados, ante Zaisei. Y había escuchado cada una de sus palabras.

«La arrogancia de ese shek no conoce límites», dijo Gaedalu, disgustada.

—¿Habéis autorizado esto, Madre Venerable? —preguntó Alsan, tenso.

«Por supuesto que no».

—Es vuestra pupila quien ha oficiado esa ceremonia. Y ha mencionado al Séptimo dios, todos lo hemos oído.

«Esa ceremonia ha sido organizada por vuestro pupilo, Majestad», repuso Gaedalu con sequedad. «El dragón que iba a guiar a vuestros ejércitos en la batalla contra los sheks. Y uno de vuestros magos», añadió, volviéndose hacia Qaydar, «está presente también. El sedujo a Zaisei y la ha llevado a tener tratos con los aliados del Séptimo».

Qaydar no dijo nada. Sus ojos estaban fijos en la figura de Victoria, que seguía junto a Christian.

—Eso debería ser motivo suficiente para prenderlos a todos, por traidores. A los cuatro —murmuró Alsan—, ya que, por lo visto, la fruta podrida ha envenenado el resto del árbol. Y, de paso, dar muerte a ese maldito shek. Se nos escapó una vez, pero no volverá a hacerlo de nuevo.

«Eso espero», dijo Gaedalu, con rabia. «¿Cómo es posible que siga vivo? ¿Cómo logró salvarlo Victoria?».

—Sin duda Gerde la ayudó —replicó Alsan—. Creo que hemos sido demasiado generosos con ellos. Enviaré a la guardia a prenderlos a todos inmediatamente.

—Aguardad —lo detuvo Qaydar—. El Padre iba a bendecir mañana la unión de Jack y de Victoria, ¿no es verdad?

—Zaisei acaba de bendecir otra unión… monstruosa y sacrilega… entre Victoria y esa retorcida serpiente. Después de esto, no me queda sino pensar que lo de mañana no será más que una farsa.

—¿Y si existiesen dos lazos?

Alsan le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Es eso posible?

«Para los celestes no existe nada imposible en cuestión de lazos, o, al menos, eso dicen», admitió Gaedalu, de mala gana.

—La propia Victoria decía que estaba convencida de amarlos a los dos —recordó Alsan, pensativo.

—Que sea Ha-Din quien lo confirme o lo desmienta —propuso Qaydar.

«No podemos esperar hasta mañana. El tiempo apremia».

Alsan frunció el ceño, meditabundo.

—Esperaremos hasta mañana —decidió por fin—. Si intervenimos ahora perderemos a Jack definitivamente; pero si aguardamos a la ceremonia, y Ha-Din anuncia que no existe vínculo verdadero, al menos por parte de ella… aún podremos recuperarlo para nuestra causa.

«¿Y qué sucederá si el Padre bendice su unión, después de todo?».

Alsan calló durante un largo rato.

—Que nuestra gente lo verá, y eso les dará valor para luchar contra el enemigo —murmuró después—. Después, si Victoria cae… en la batalla… o de cualquier otra manera… todos la recordarán como una heroína. Y será algo mejor que lo que merece. Mejor morir con honor que vivir como una traidora.

Qaydar dio un paso atrás.

—No puedo creer que estéis sugiriendo…

Alsan alzó la mirada hacia él. Sus ojos oscuros mostraban, pese a todo, una calma insondable.

—Estaba pensando en voz alta solamente, Archimago —murmuró.

«Independientemente del resultado de la ceremonia de mañana», intervino Gaedalu, «aun en el caso de que ella no sintiese nada por él… su bebé podría ser hijo de Jack. ¿Os arriesgaríais a permitir que el último unicornio muriese… en la batalla, o de cualquier otra manera… sin que haya transmitido su legado? ¿Sacrificaríais también al hijo de Jack?».

Alsan clavó en ella una mirada serena.

—¿Os arriesgaríais vos a que diera a luz al hijo de un shek? ¿Al hijo de Kirtash?

Gaedalu se estremeció visiblemente y desvió la mirada.

—Apenas ha pasado diez días fuera, y su embarazo ha avanzado de forma desmesurada —añadió Alsan—. Puede que ya no tengamos por delante todo el tiempo del que creíamos disponer. Puede que la gestación de su hijo siga siendo anormalmente acelerada. Podría dar a luz dentro de pocos días. ¿Cómo podemos saber que su bebé no es uno de ellos?

—Jack lo sabría —murmuró Qaydar—. Tiene un extraño sentido para detectar a las serpientes; no en vano es un dragón.

—Pero sería capaz de mentir para protegerla. Sería muy capaz de ocultarnos el verdadero origen del bebé… igual que nos ha ocultado esto —añadió, señalando a la escena que reflejaban las tranquilas aguas del recipiente.

El Archimago movió la cabeza.

—No puedo permitirlo. Por el bien de la magia, protegeré a esa muchacha…

—Si hubiese más unicornios —interrumpió Alsan—, unicornios puros, que no tuviesen nada que ver con los sheks, que cumpliesen con su tarea en lugar de coquetear con el enemigo… ¿sería Victoria igual de importante para la Orden Mágica?

Qaydar lo miró fijamente.

—¿Estáis seguro de que los dioses atenderán mi petición?

—Llevan meses buscando al Séptimo dios. Cuando les digamos dónde se encuentra, se sentirán agradecidos…

«Si es que los dioses pueden sentir tales cosas hacia los mortales», intervino Gaedalu.

—Si es su voluntad que la magia perdure, atenderán a la petición de Qaydar. Y, por otro lado, no creo que les guste saber que su elegida ha pasado a engrosar las filas del Séptimo. Nos entregarán un sustituto, alguien que pueda otorgar la magia, alguien en quien podamos confiar.

Qaydar movió la cabeza, no muy convencido.

—Parecéis muy seguro de que podremos hablar con los dioses —comentó—. No obstante, yo preferiría no hacer daño a Victoria ni a su hijo hasta que hayamos aclarado todo esto. Prometí a Aile que cuidaría de ella. Fue lo último que me pidió antes de dar su vida para salvarnos a todos en Awa.

—Sí —gruñó Alsan—. Aile se sacrificó por todos nosotros, y así se lo paga su protegida… traicionándonos.

Qaydar parecía incómodo.

—Tal vez no nos haya traicionado… —empezó, pero Alsan alzó la cabeza para mirarlo, muy serio, y dijo:

—¿La palabra «Shiskatchegg» os dice algo, Archimago?

Qaydar entornó los ojos y lo miró, con cautela, pero no dijo nada.

—Así llama Victoria al anillo que luce en su dedo —añadió Alsan brevemente—. El anillo que Kirtash le regaló.

El Archimago pareció horrorizado. Sacudió la cabeza.

—Tiene que ser un error… —murmuró, palideciendo.

—Tal vez. Pero, si no lo es, probaría de una vez por todas que no podemos ya confiar en Victoria… y, por otro lado, podría proporcionarnos la clave para solucionarlo todo…

Gaedalu los miraba, ligeramente irritada.

«Doy por hecho que tendréis a bien explicarme en qué consiste esa clave de la que habláis».

Alsan sonrió.

—No faltaría más, Madre Venerable. De hecho, me encantaría contar con vuestra bendición antes de ejecutar el plan que tengo en mente. Un plan que no puede llevarse a cabo sin Victoria… o, más bien, sin algo que ella posee. Este plan, a su vez, podría traer consigo la caída definitiva de Kirtash. Porque en cuanto él detecte que tenemos a Victoria, acudirá a buscarla.

Qaydar lo contempló, todavía conmocionado.

—Os estáis volviendo maquiavélico y retorcido, Majestad —comentó, con cierta sequedad—. Tenéis fama de ser un buen estratega, pero, sinceramente, empiezo a preguntarme dónde termina el genio militar y comienza el manipulador.

Alsan no respondió. Se había quedado mirando fijamente la imagen del grupo del invernadero, con semblante impenetrable.

Jack se había llevado aparte a Christian y a Victoria.

—¿Pero a ti qué te pasa? —le echó en cara al shek—. ¡Casi lo echas a perder todo! ¿A qué venía eso?

El lo miró con una breve sonrisa.

—Cálmate, Jack. Al fin y al cabo, acabas de asistir a un hecho histórico. Una sacerdotisa de los Seis ha admitido oficialmente que uno de sus unicornios se ha enamorado de…

—Cállate —cortó Jack, sin poderse contener—. Ahora eres tú el que habla de Victoria como si fuese un trofeo. Te enorgulleces de que se haya enamorado de ti, como si fuera un mérito tuyo, cuando lo que tendrías que proclamar al mundo es que tú la amas a ella. Eso es lo que has intentado enseñarme durante todo este tiempo, ¿verdad?

El semblante de Christian se ensombreció.

—Tienes razón —admitió, tras un instante de silencio; buscó la mirada de Victoria y le dijo, con suavidad—. Lo siento. Últimamente he estado bajo mucha tensión. No suelo… Esto no es propio de mí.

Victoria sacudió la cabeza.

—No pasa nada. En cierto modo, te comprendo. Vamos en contra de todo el mundo manteniendo viva esta relación. Lo de esta noche era algo íntimo, era una forma de decir que estamos preparados para seguir juntos, porque nuestros sentimientos son sinceros; pero, al mismo tiempo, es un acto de rebeldía contra todos aquellos que han tratado de separarnos. Si no fuese así —añadió—, no lo haríamos a escondidas, como ladrones —añadió, con cierta amargura.

—Y, no obstante, yo os envidio —sonrió Jack—, porque habéis venido aquí por voluntad propia, y porque ha sido algo privado y personal; mientras que lo nuestro será una especie de acto público, casi como un examen —suspiró—. Y me alegro de que vayamos a hacerlo, pero preferiría que las cosas fueran de otro modo, y que el hecho de que nosotros nos queramos, o no, solo nos importase a nosotros, y a nadie más.

—Sentimos interrumpir —intervino entonces Shail, acercándose—, pero deberíamos regresar ya, o alguien nos echará de menos.

Jack, Christian y Victoria cruzaron una mirada.

—En rigor, deberíais pasar el resto de la noche juntos —dijo Jack—. Supongo que tener que separaros justamente ahora será triste para los dos…

—Pero es lo más prudente —cortó Christian, con firmeza, apartándose suavemente de Victoria—. Para ella, para mí y también para vosotros.

Jack los miró, sonriendo.

—Despedios, pues —dijo—. Os esperamos en la puerta del invernadero, pero no tardéis mucho, o terminarán por encontrarnos.

Y no tardaron mucho. Apenas unos instantes después, Victoria se reunía en silencio con Jack, Shail y Zaisei. No dijo nada, pero sus ojos mostraban un brillo especial, y estaban ligeramente húmedos. Jack sonrió, rodeó su cintura con el brazo y la besó en la sien, con cariño.

—¿Se ha ido ya? —le preguntó en voz baja.

Victoria asintió, y Jack sacudió la cabeza, perplejo.

—Me pregunto cómo hace para entrar y salir a su antojo en sitios como este. Parece un fantasma.

Victoria sonrió, pero no dijo nada. Shail se volvió hacia ellos, algo preocupado.

—No se lo vamos a decir a Alsan, ¿verdad?

—Ni hablar —negó Jack—. No lo entendería.

La mirada de Shail se suavizó.

—No —coincidió, tomando la mano de Zaisei—. No lo entendería.