Shail levantó la vista del libro que estaba leyendo, sobresaltado, cuando alguien cerró de golpe la puerta de la Biblioteca de Iniciados.
Los dos aprendices que estudiaban en la mesa contigua se levantaron de un salto, cohibidos, al ver entrar a Qaydar con evidente gesto de enfado, y se echaron a temblar como flanes.
Shail también se levantó, con lentitud y gesto resignado. No tenía muy claro por qué, pero sospechaba que él era el blanco de las iras del Archimago.
—Dejadnos solos —pidió Qaydar, y los aprendices se apresuraron a marcharse, claramente aliviados.
Shail cerró el libro que estaba leyendo, tratando de ocultar su título, pero Qaydar no le prestó atención.
—Me han llegado noticias de que Victoria se ha escapado, de que ha huido con el shek —dijo—. ¿Es eso cierto?
—Bueno… —vaciló Shail.
—¿Por qué no me habías informado? —estalló Qaydar—. ¡Sabes que ella es vital para el futuro de la Orden Mágica! Ahora el enemigo tiene dos cuernos de unicornio…
—Con todos mis respetos, Victoria es una persona, no un cuerno de unicornio —cortó Shail, con sequedad—. Tiene sentimientos…
—¡Y también responsabilidades!
—Sí; pero, si tiene que rendir cuentas a alguien, no es a vos, Archimago.
Qaydar entornó los ojos.
—Dicen que el hijo que espera lleva la sangre del shek.
—¿Pero cómo se entera la gente de esas cosas? —dijo Shail, perplejo.
—¡Entonces, es verdad!
El mago alzó las manos para tranquilizarlo.
—No sabernos si es verdad. Ni la propia Victoria está segura, así que no deberíamos sacar conclusiones precipitadas.
Qaydar se dejó caer sobre una de las sillas, temblando.
—Esto es inaudito —murmuró—. ¿Cómo ha sido capaz…? ¿Que clase de unicornio se comportaría de esa forma?
—Solo está tratando de salvar la vida de Kirtash. Nos guste o no, hay un lazo entre ellos dos. Si queréis tener a Victoria de vuestra parte, Archimago, haríais bien en respetar ese lazo.
—Un lazo… con un shek —repitió Qaydar; sacudió la cabeza—. Es repugnante.
Shail recordó cómo Victoria había protegido a Christian, herido de muerte, de Alsan y Gaedalu, y sonrió con cierta tristeza.
—A mí, en cambio, me parece hermoso —dijo.
Qaydar se levantó con brusquedad.
—Hermoso o repugnante, lo cierto es que Victoria no debería poner ese lazo por encima de sus obligaciones. Recoge tus cosas —ordenó—. Nos vamos a Vanissar. Hay que organizar una búsqueda. La traeremos de vuelta, lo quiera o no.
—Pero…
—Sin excusas, Shail. Nada de lo que puedas estar haciendo es más importante que encontrar al último unicornio, ¿no?
«Lo cierto es que sí», pensó Shail, alicaído, pero no dijo nada.
Era la primera vez que Jack montaba en un dragón artificial, pero no estaba seguro de que le gustase. Era una sensación parecida a volar en avión… un avión bamboleante y tan, tan inestable que incluso él, acostumbrado a volar y sin miedo a las alturas, se sintió inquieto.
—¿No es fantástico? —le dijo Rando cuando despegaron; su rostro mostraba una extática expresión de alegría.
—Sí… fantástico —masculló Jack, que empezaba a marearse.
Había optado por no revelar todavía quién era, no porque no confiara en Rando, sino porque el semibárbaro le caía bien y no quería que él empezara a tratarlo de forma diferente. Dado que Ersha había decidido quedarse en Lumbak, puesto que no tenía intención de volver a acercarse al «corazón de llamas», había un sitio en la cabina para él.
Rando le había puesto al tanto de lo que había visto tres meses atrás en el desierto, y que, en su opinión, había hecho arder Nin hasta los cimientos. Jack había escuchado, con semblante grave, la historia del semibárbaro.
—¿Quieres decir que ambos bandos culpan al otro de una masacre que ocurrió por culpa de Al… de la bola de fuego? —preguntó, moviendo la cabeza con incredulidad.
—A estas alturas, poco importa quién empezó —dijo Rando—, porque ambas facciones han cometido ya tantas atrocidades que tienen excusas de sobra para seguir matándose unos a otros durante muchos siglos más.
«Así es como se perpetúan las guerras», recordó Jack que había dicho Victoria.
—Vamos en la dirección que indicó Ersha —informó Rando, interrumpiendo sus pensamientos—. No sé cuánto tardaremos en avistarlo pero, de todas formas, no podremos acercarnos mucho. Si empiezas a tener calor, avisa.
Jack asintió, inquieto.
Aún tardaron varias horas más en comenzar a notar la presencia de lo que Ersha llamaba el «corazón de llamas». La temperatura subió dentro del dragón, y los dos empezaron a sudar.
—¿Dónde está? —preguntó Jack, mirando a través de todas las escotillas.
—Todavía estamos lejos —dijo Rando, y la preocupación de Jack aumentó. Los efectos del dios se dejaban sentir incluso a gran distancia. ¿Cómo sería verlo de cerca?
El corazón del joven se aceleró un momento. Había tenido bastantes dioses para el resto de su vida, pero, aun así, sentía una extraña atracción hacia Aldun. Se preguntó si se debía a que, según las leyendas, aquel era el dios que había intervenido de forma más directa en la creación de los dragones.
En aquel momento, Ogadrak coronó una enorme duna y, de pronto, el corazón de llamas se mostró ante ellos, vomitando lenguas de fuego, como el núcleo de una estrella.
—¡Cuidado! —gritó Jack, alarmado. Rando dejó escapar una sonora maldición y tiró de las palancas para remontar el vuelo. Una oleada de aire abrasador los golpeó de lleno y, de pronto, una de las alas de Ogadrak se incendió como una tea.
—¡No, no, no! —chilló Rando, moviendo los mandos frenéticamente. Dio media vuelta y trató de escapar, pero el dragón no respondía—. ¡Ogadrak! —gritó, como si estuviesen torturándolo a él.
—¡Tienes que aterrizar, Rando! —exclamó Jack.
—¡Pero qué…! ¡Lo que he de hacer es salir de aquí!
—¡Hazme caso! ¡Aterriza! ¡Aterriza! —insistió Jack, mientras el dragón daba un par de vueltas de campana en el aire.
Finalmente, Ogadrak se estrelló contra una duna, con un fuerte bandazo. Rando y Jack salieron despedidos de sus asientos. Jack chocó contra una de las paredes, pero, en cuanto el dragón se estabilizó, salió a toda prisa por la escotilla superior. Rando tardó un poco más en despejarse. Lo hizo en cuanto oyó el crepitar de las llamas que estaban devorando a su dragón y lanzó un alarido de alarma.
Pero enseguida, un montón de arena cayó sobre el dragón, arena rosada que se desparramó a través de la escotilla en varias oleadas, hasta que el sonido del fuego se apagó.
Rando salió al exterior. Una noche clara y agobiante lo recibió, y el ambiente asfixiante lo hizo resoplar.
—¡Oye! —gritó—. ¿Cómo has hecho para arrojar tanta arena de golpe sobre…?
Se calló en cuanto vio que no estaba hablando con un humano, sino con un gran dragón dorado que contemplaba a Ogadrak con preocupación.
—Por todos los… —empezó el piloto, pero no fue capaz de terminar la frase.
Bajó a la arena de un salto y se acercó a Jack, con precaución.
—Ya sé quién eres —le dijo—. He oído hablar mucho de ti.
—Qué bien —respondió Jack, sin mucho entusiasmo.
Volvió a transformarse en humano y corrió a examinar los desperfectos de Ogadrak.
—Solo se ha quemado la capa externa, parece —dijo—. El armazón ha resistido. Solo está un poco chamuscado.
Rando se había quedado con la boca abierta, pero sacudió la cabeza y trató de centrarse.
—Debería haber resistido más —dijo—. El recubrimiento de los dragones… de los dragones artificiales, quiero decir —añadió, mirándolo de reojo—, está protegido con conjuros antifuego. Y esto es madera de olenko, se supone que no arde. Ni se chamusca.
Jack movió la cabeza y señaló con un gesto a la gran esfera de fuego que iluminaba el horizonte.
—Dudo mucho que exista algo que no arda cerca de eso —dijo.
El mismo sentía que la piel le quemaba y que tenía la garganta seca. Se pasó un brazo por la frente cubierta de sudor. Lo apartó inmediatamente; el simple roce le escocía y, al mirarse los brazos, vio que su piel estaba enrojeciendo.
—Tenemos que salir de aquí cuanto antes —murmuró—. Esto es un auténtico horno.
Rando ya estaba de nuevo concentrado en Ogadrak. También él sudaba copiosamente.
—Se puede arreglar —dijo, con una sonrisa de alivio—. A pesar de todo, los daños han sido solo superficiales. Creo que si reparo el ala incluso podremos volar hasta un lugar civilizado.
Jack dejó escapar un suspiro de impaciencia.
—No sé si podré esperar tanto —dijo—. Escucha, tal vez pueda cargar con el dragón y alejaros a los dos de aquí.
—¿Cargar con el dragón? —repitió Rando—. ¿Te has vuelto loco?
—Ya sé —dijo Jack— que lo lógico sería llevarte a ti solamente y dejar aquí este trasto, pero no me hago ilusiones. —Sonrió—. Es tu segundo amor, ¿no?
Rando soltó una carcajada.
—Cierto, cierto… Bien, si nos llevas a ambos, te lo agradeceré. No me parece que este sea un lugar demasiado seguro para pasar la noche —añadió, y se volvió para contemplar, sombrío, el corazón de llamas. Le dio la espalda inmediatamente porque no soportaba el calor, y se abanicó con la mano, tratando de aliviar el ardor que mordía su piel.
—No esperaba volver a toparme con ninguno de ellos —dijo Jack a media voz.
Rando lo miró, desconcertado.
—¿Habías visto antes algo parecido?
—No exactamente —dijo—, pero me he cruzado antes con otros de su clase.
—Y… ¿qué es?
Jack se volvió para clavar en él una larga mirada, pero no contestó.
—Vamonos de aquí —concluyó—. Ya no puedo quedarme parado.
«Los próximos días van a ser muy largos», se dijo, pesaroso.
También resultó largo el viaje de vuelta. El dragón artificial pesaba más de lo que Jack había supuesto, y el semibárbaro, montado sobre su lomo, no era, ni mucho menos, tan ligero como Victoria. Cuando, por fin, los dejó a ambos de nuevo junto al almacén de donde habían partido, estaba a punto de amanecer, y Jack estaba molido.
—Deberías descansar un poco antes de marcharte —le dijo Rando—. No hemos dormido nada en toda la noche.
Pero Jack negó con la cabeza.
—No hay tiempo que perder —dijo—, tengo que ir a avisar de que han regresado. Y tengo que encontrar a Victoria —añadió, preocupado—. Quién sabe lo que puede pasarle si vuelve a cruzarse con uno de ellos.
—Hablas de tu chica, ¿verdad? —sonrió Rando—. Bien, te deseo mucha suerte con ella. Confieso que jamás me habría imaginado que me encontraría al último dragón en el antro de Orfet —añadió, un tanto desconcertado—, ahogando sus penas amorosas en una jarra de darkah.
—Que no todo se reduce a eso —protestó Jack, un tanto molesto; pero enseguida sonrió—. Bien, ten por seguro que no volverás a verme probar el darkah. Que te vaya todo bien, Rando. Me alegro de haberte conocido —añadió, dando una palmada amistosa en el musculoso brazo del semibárbaro—, y espero que volvamos a vernos. Entretanto, me gustaría pedirte un favor.
Rando se rió.
—¿Tú, pidiéndome un favor a mí…? —empezó, pero calló al ver el gesto, extraordinariamente serio, de Jack—. Bien… ¿de qué se trata?
—Cuida de Kimara —le pidió, para su sorpresa—. Asegúrate de estar cerca de ella cuando se le pase el capricho, ¿quieres? Le vendrá bien tener a su lado a alguien como tú —añadió, guiñándole un ojo.
Después, dio media vuelta y se alejó hacia la puerta del almacén.
—¡Espera! —lo llamó Rando—. ¿Cómo sabías lo de Kimara?
Jack no respondió. Se despidió con un gesto, sin volverse, y salió de nuevo a encontrarse con el desierto.
Victoria se despertó de golpe al sentir que algo se movía bajo su cuerpo, hormigueando. Se incorporó, sobresaltada. En cuanto se despejó del todo, se volvió para mirar a Christian, que yacía junto a ella, inerte. Preocupada, Victoria se apresuró a asegurarse de que todavía respiraba. Suspiró, más tranquila, cuando comprobó que seguía vivo. Su pulso era muy débil, y su respiración, apenas un leve aliento, pero aún vivía. Apretó los dientes para aguantar las lágrimas. No sabía cuánto tiempo más resistiría, y sabía que no soportaría verlo morir. Pero no podía hacer otra cosa por él, aparte de cuidarlo con todo el cariño de que era capaz.
Se incorporó un poco. Las luces del primer amanecer ya se filtraban por las ventanas y los resquicios de la ruinosa cabaña. Victoria miró a su alrededor, en busca del cuenco que utilizaba para traer agua del arroyo para Christian. El shek apenas sí podía tragar, pero Victoria le daba de beber de todas formas. También había estado alimentándolo con frutas y bayas del bosque, pero hacía un par de días que ya no tenía fuerzas ni para masticar.
De pronto volvió a sentir que algo se movía bajo su cuerpo, y se puso en pie de un salto, alarmada. Apartó la capa, que hacía las veces de sábana, y que había tendido sobre el montón de maleza que les servía a ambos de cama, con precaución, para ver qué había debajo.
Al principio le pareció un gusano, o una pequeña serpiente, que se retorcía entre las hojas. Pero, cuando lo vio mejor, se dio cuenta de que se trataba de un pequeño brote verde que crecía, lentamente, buscando la luz solar.
—No puede ser —murmuró Victoria.
Apartó un poco a Christian, con delicadeza, y despejó la zona un poco más.
Allí estaba: entre las losas del suelo crecían plantas, lentamente, pero sin pausa. Victoria alzó la cabeza, mientras el corazón empezaba a latirle con fuera, y vio que todas las plantas que ella no había retirado de la cabaña habían comenzado de nuevo a desarrollarse. La joven inspiró profundamente y cerró los ojos para concentrarse. Sintió aquella extraña vibración que percibía cuando un ambiente se cargaba de energía.
Ya no cabía duda. Los dioses habían regresado.
Cuando abrió los ojos otra vez, los tenía empañados de lágrimas. Aquel era el milagro que había estado esperando.
Cargó con Christian, con cierta precipitación, y salió al exterior. Allí buscó con la mirada al pájaro haai, y se sintió aliviada al comprobar que no se había marchado. Había estado alimentándolo todos los días y parecía que el ave le había cogido cariño, pero Victoria no lo mantenía atado, por lo que el animal podía irse cuando quisiera. Lo llamó con un suave silbido que había aprendido de Man-Bim, y el haai se acercó a ella, amistosamente. Victoria cargó a Christian sobre su lomo y, seguidamente, montó tras él. Momentos más tarde, se elevaban en el aire, sobrevolando la cúpula arbórea de Alis Lithban.
Le costó trabajo dominar al haai, cuyo nerviosismo aumentaba por momentos a medida que se iban acercando al lugar donde el bosque volvía a crecer desaforadamente. Victoria frunció el ceño, preocupada. Sabía que era peligroso, sabía que no debía aproximarse más… pero se trataba de salvar la vida de Christian. Cuando juzgó que se había acercado lo suficiente, instó al ave a descender, deseando no haberse equivocado en sus cálculos.
A ras de tierra, los árboles volvían a crecer, y a desarrollar ramas, flores y hojas a una velocidad prodigiosa. Victoria tuvo problemas para encontrar un espacio donde aterrizar y, cuando lo hizo, se apresuró a atar al haai con una liana que colgaba de uno de los árboles. El animal trató de levantar el vuelo, pero la cuerda lo retuvo.
Aterrorizado, dirigió una mirada suplicante a Victoria, mientras dejaba escapar un suave gorjeo de reproche.
—Lo siento —murmuró Victoria—, pero te necesito. Por favor, espera un poco más. Después serás libre, te lo prometo.
Dejó a Christian al pie de un árbol y lo contempló un instante, sobrecogida. Pero sacudió la cabeza y se esforzó por mantener la sangre fría. Se miró las manos. Empezaba a sentir un cosquilleo en las puntas de los dedos. Tuvo miedo, y reprimió el impuso de salir corriendo de allí. Cerró los ojos y respiró hondo. «Por Christian», se dijo.
Siguió inspirando profundamente, tratando de calmarse, mientras el haai piaba, desesperado, y los árboles crecían cada vez más deprisa. Cuando abrió los ojos otra vez y volvió a mirarse las manos, vio que estaban envueltas en chispas. «Ahora», pensó.
Se transformó en unicornio.
Fue espantoso. Un brutal torrente de energía la recorrió por dentro, casi destrozándola, y la hizo lanzar un alarido de dolor. Trató de detener aquello, pero no pudo, y recordó, como si hubiese sucedido el día anterior, cómo Ashran la había utilizado para succionar la energía del mundo. Aquello era parecido, pero era su propio cuerpo el que absorbía más magia de la que podía contener, y se veía completamente desbordado, como un cauce demasiado estrecho ante una inundación. Victoria inclinó la cabeza, rota de dolor por dentro. El cuerno pesaba tanto que creyó que le iba a partir el cuello.
Apretó los dientes y abrió los ojos, con esfuerzo. La luz del cuerno la deslumbró. Luchó por levantar la cabeza y alejar el cuerno del cuerpo de Christian. Cualquier cosa que rozara en aquellos momentos estallaría en millones de fragmentos.
Cualquier cosa…
Victoria aguantó aún un momento más, aterrorizada, a punto de estallar. Sabía lo que podría sucederle si no descargaba toda aquella energía, pero tenía miedo de hacer daño a Christian. «Tengo que intentarlo», se dijo, con esfuerzo. «Es la única oportunidad que tiene».
Con un gemido de dolor, volvió a mover la cabeza, luchando por controlar el movimiento al milímetro. Si se equivocaba, y el cuerno rozaba la piel de Christian, aunque solo fuera un instante…
Procuró no pensar en ello.
Lenta, muy lentamente, bajó la cabeza, acercando la punta del cuerno a la gema que latía en el pecho del shek. Su cuerno tembló un instante, a escasos centímetros de la piedra. Junto a ella, el pájaro haai chillaba de terror.
«Un poco más», se dijo Victoria, con un jadeo de agonía. «Solo un poco más».
La punta del cuerno rozó la piedra negra.
Victoria sintió cómo se descargaba de la energía divina, cómo pasaba a través de ella violentamente, desgarrando su alma y obligándola a gritar de dolor, pero se mantuvo firme. La gema absorbió aquel poder, palpitando como un corazón de obsidiana, y Victoria aguantó… aguantó…
De pronto, la gema se rompió en mil pedazos. El unicornio retiró el cuerno, y la magia se detuvo de golpe, hinchiéndola por dentro hasta que se sintió a punto de estallar.
No aguantó más. Se transformó en humana otra vez, y el dolor remitió.
Sintió ganas de llorar, pero se contuvo. Se dejó caer junto a Christian y se miró las manos. Aún despedían chispas, pero no tantas como antes. Respiró hondo. Tenía que salir de allí…
No se atrevió a mirar a Christian. No estaba preparada, todavía, para saber si había funcionado o no. De momento, lo más urgente era regresar a la cabaña, a un sitio donde pudieran estar seguros.
Se incorporó, y entonces fue consciente de que algo iba terriblemente mal.
Bajó la mirada, inquieta, y dejó escapar un grito de terror al ver que su vientre se hinchaba lentamente. Lo palpó con las manos, muerta de miedo. Podía sentir a su hijo creciendo dentro de ella.
—¿Qué estás haciendo? —chilló, con una nota de pánico en su voz—. ¿Qué está pasando?
Tuvo una fugaz visión del bebé aumentando de tamaño a tal velocidad que acababa por rasgar su vientre y salir de ella violentamente; trató de serenarse, pero entendió que, si el niño seguía creciendo, podía hacerla romper aguas y obligarla a dar a luz allí mismo, en pleno bosque…
Dejó escapar un gemido de terror, y siguió sujetándose el vientre, sintiéndolo aumentar de volumen; se había quedado bloqueada, sin saber qué hacer.
De pronto, una mano aferró su muñeca. Se volvió, y se topó con la mirada de Christian.
—Tienes que salir de aquí —dijo solamente.
Hablaba todavía con esfuerzo, pero estaba consciente. El alivio inundó el pecho de Victoria. Ayudó a Christian a incorporarse, tratando de no mirar hacia abajo, pero se sentía muy débil y extrañamente hambrienta. Su cuerpo estaba utilizando todos los recursos a su alcance para hacer crecer a su bebé a toda velocidad, contagiado de la fiebre creadora de Wina.
Llegaron a duras penas hasta el pájaro haai, que chillaba escandalosamente y aleteaba, desesperado. Victoria ayudó a Christian a subir a su lomo. El propio Christian tuvo que tirar de ella, porque apenas podía caminar.
Cuando la joven, una vez acomodada sobre el lomo del animal, soltó por fin sus ataduras, el haai lanzó un grito de libertad, abrió las alas y levantó el vuelo. Y, poco después, los tres se alejaban de allí, hacia el cielo coronado por los tres soles.
Llegaron a la cabaña, y Victoria comprobó aliviada que las plantas habían dejado de crecer: Wina se estaba alejando hacia el sur, hacia Raden.
Dejó libre al haai con unas palabras de agradecimiento y, cuando el ave alzó el vuelo, con un agudo gorjeo, ayudó a Christian a traspasar el umbral. No se detuvo a analizar qué le había pasado. Tendió al shek sobre el lecho de hojas y examinó su pecho, con ansiedad.
La gema había desaparecido. No obstante, las cicatrices permanecían: una marca oscura y redonda en el lugar donde había estado clavada la piedra, como una quemadura que hubiese abrasado la piel del shek; y aquellas estrías que partían de la marca central y que recorrían su pecho, como las patas de un insecto siniestro. Victoria rozó la marca con la yema del dedo.
—¿Te duele? —preguntó. Como Christian no respondía, alzó la cabeza para mirarlo.
Vio que tenía sus ojos fijos en ella. Estaba consciente y parecía que, poco a poco, su mirada iba recuperando aquel brillo de inteligencia que la caracterizaba. Victoria, no obstante, no quiso hacerse ilusiones tan pronto.
—¿Te duele? —repitió.
Christian negó con la cabeza, sin dejar de mirarla. Victoria se concentró entonces en sus cicatrices y puso en juego todo su poder curativo, para regenerar su piel y hacerlas desaparecer.
Fue inútil. Exhausta, retiró las manos. Se sentía mareada, pero, aun así, lo intentó de nuevo.
—Descansa —dijo Christian con suavidad, obligándola a detenerse. Tomó sus manos y las deslizó hasta su vientre. Victoria temblaba de miedo y rehuyó su mirada.
—El bebé ha crecido de golpe —observó Christian.
Victoria bajó la cabeza para mirar, desolada, la nueva curva que presentaba su abdomen.
—Pero ¿por qué? —susurró; la voz le temblaba y estaba a punto de llorar.
—Te lo habría dicho si hubiese tenido ocasión. Wina no solo hace crecer las plantas. También acelera el desarrollo de todo tipo de criaturas.
Victoria palpó su vientre, preocupada. Cerró los ojos un instante. Christian aguardó, sin molestarla, hasta que ella lo miró, con una débil sonrisa.
—Ya da patadas —dijo—. ¡Lo he notado moverse! ¿Crees que… estará bien?
Christian la rodeó con sus brazos.
—Espero que sí. En teoría, lo único que ha hecho ha sido ahorrarte varios meses de embarazo —la observó con aire crítico—, pero creo que aún es demasiado pequeño. No vas a dar a luz esta noche —añadió, sonriendo.
Victoria lo miró, seria.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Agotado, pero… mejorando, creo. —Arrugó levemente el ceño—. Es como si mi visión hubiese estado desenfocada y fuera aclarándose poco a poco.
Ella sonrió, pero no respondió. Alzó la mano para tocarle la frente.
—Me parece que estás un poco más frío.
Christian se recostó sobre el lecho y cerró los ojos, con un suspiro de cansancio.
—La esencia de shek va recuperando poco a poco el terreno que había perdido —dijo—. Quizá tarde un tiempo, pero me parece que volveré a recobrar mis fuerzas y mi poder.
—Eso está bien —murmuró Victoria, acurrucándose junto a él.
Christian la abrazó, con gesto protector, pero la muchacha, rendida, cerró los ojos y, apenas unos instantes más tarde, ya dormía profundamente. Christian sonrió.
—Me has salvado la vida —le dijo al oído—. Nunca lo olvidaré.
Era lo único que sabían, lo único que eran capaces de balbucear cuando les preguntaban qué había sucedido y quién los había dejado en aquel estado.
—Vienen todos de una aldea cercana a las fuentes del Adir, Majestad —informó Covan—. Y aún hay muchos más que vagan perdidos por el valle. Los soldados están recogiendo a todos los que pueden, pero… no sé si podremos devolverlos a sus casas.
—¿Por qué no? —preguntó Alsan, inquieto—. ¿Sigue allí lo que los ha atacado?
Covan negó con la cabeza.
—Es que no hay manera de encontrar la aldea, Alsan. Dicen que la zona está envuelta en un resplandor tan intenso que nadie puede aproximarse sin que le duela la vista. Y, teniendo en cuenta el estado de toda esa gente, no sé si resulta prudente acercarse más.
Alsan frunció el ceño, pensativo. Se inclinó junto a un bulto que se había acurrucado en un rincón, gimiendo y cubriéndose la cara con las manos.
—Vanissardo, te hallas ante tu rey —dijo—. Dime, ¿qué os ha sucedido?
El hombre alzó apenas la cabeza. Alsan se estremeció cuando vio aquel rostro, pálido como el de un cadáver y con las cuencas de los ojos completamente vacías.
—La Luz… la Luz… —gimoteó el aldeano.
—¿Por qué no lo han curado todavía? —inquirió Alsan.
—Los curanderos no saben qué hacer con ellos —respondió Covan—. No pueden devolverles los ojos, y parece, en cualquier caso, que no les duele. Parece como si… esa luz de la que hablan les hubiese quemado los ojos y, no obstante, no les importa. Por lo visto, algunos hasta bendicen a los dioses por haberles arrebatado la vista. Porque no son dignos de contemplar la Luz y su resplandor les hiere por dentro. O algo parecido.
—Bendicen a los dioses… —murmuró Alsan, presa de un horrible presentimiento.
Iba a seguir hablando, pero algo lo interrumpió. En aquel momento llegó Shail como una tromba.
—¡Alsan! —exclamó—. ¿Qué está pasando? Acabamos de llegar, y en el patio del castillo hemos visto a todas esas personas… ¿quiénes son? ¿Qué les pasa? Parece que se han vuelto…
—… Ciegas —confirmó Alsan—. Todas ellas.
Covan avanzó para cortarle el paso a Shail.
—¿Qué maneras son estas, mago? ¡Te encuentras ante el rey de Vanissar!
Shail se detuvo, perplejo.
—Covan, que soy yo —protestó.
El caballero iba a replicar, cuando vio a Qaydar, que acababa de entrar. Frunció el ceño, pero no dijo nada más.
—Archimago —dijo Alsan, con una sonrisa—. Celebro volver a veros tan pronto. Vamos a necesitar vuestra ayuda.
—Oímos las noticias acerca de la huida de Victoria, y hemos venido a colaborar en su búsqueda —informó el Archimago, cruzando las manos ante el pecho.
—Victoria tendrá que esperar —cortó Alsan—. Tenemos otro problema mucho más urgente. —Señaló al ciego que se acurrucaba en un rincón, y que seguía musitando «La Luz… la Luz…»—. Tengo a una docena de aldeanos en estas mismas condiciones aquí, en el castillo, y me han dicho que hay muchos más perdidos por el reino. Debo encontrarlos a ellos primero y averiguar qué está pasando.
Qaydar frunció el ceño.
—¿Un ataque de las serpientes?
—No es su estilo.
Qaydar se había acuclillado junto al ciego y examinaba su rostro, con preocupación.
—¿Podéis sanarlo? —preguntó Shail.
—¿Reconstruir sus ojos? —Qaydar negó con la cabeza—. Eso está lejos de mi alcance. De todas formas, creo que el mayor daño lo ha recibido su mente, no su visión. —Suspiró—. Este hombre ha perdido la razón.
—Como los Oyentes de los Oráculos —murmuró Shail, y dirigió a Alsan una larga mirada significativa.
—Sí —asintió él—, ya lo había pensado. Pero hace tiempo que ya no suceden este tipo de cosas en Idhún. Tenía entendido que se habían marchado.
—Tal vez han regresado a terminar lo que empezaron —sugirió Shail—. Puede que ya sepan dónde encontrar a Gerde.
—En tal caso no estarían aquí, en Vanissar —gruñó Alsan.
—Pero no están todos. Si lo que ha llegado a Vanissar puede definirse como «Luz», creo que ya sé cómo debemos llamarla.
Sobrevino un silencio incómodo, lleno de aprensión.
—No me resulta cómoda esa idea —declaró Alsan.
—¿Por qué? —preguntó Shail sin alzar la voz—. ¿Pensabas acaso que nuestra diosa sería menos destructiva o más amable que los otros cinco?
—¿De qué estáis hablando? —intervino Covan—. ¿Qué tiene que ver Irial con todo esto?
Los dos le dirigieron una mirada incómoda. Pero fue Qaydar quien contestó:
—Hace tres meses, un extraño tifón sacudió los cimientos de la Torre de Kazlunn. El joven Jack afirmaba que se debía a la presencia del dios Yohavir en nuestro mundo.
Covan palideció.
—¿Pero cómo… cómo se puede decir semejante insensatez?
—No es tan insensato —dijo Alsan—. Nosotros asistimos a un violento terremoto en Nanhai, y una ola gigantesca barrió las costas de Derbhad en las mismas fechas. Tampoco es un secreto para nadie que Alis Lithban se regeneró de forma asombrosa. Ni siquiera las serpientes podrían haber hecho eso, y tampoco es lógico creer que Gerde pueda estar detrás de todo esto.
—Karevan, Neliam y Wina —resumió Shail—. Los hemos representado siempre como seres parecidos a nosotros, pero ¿por qué razón habrían de tener nuestro mismo aspecto?
Covan dio un paso atrás.
—Estáis todos locos —dijo—. No quiero escuchar más blasfemias.
Dio media vuelta, no sin antes inclinarse brevemente ante Alsan, y salió de la habitación.
—Parece ser —dijo Alsan al cabo de un rato—, que la diosa Irial me ha hecho el honor de visitar mi reino.
—Pues ya están todos, entonces —murmuró Shail—. A excepción de Aldun, claro. Me pregunto por qué no se ha manifestado todavía.
Alsan sacudió la cabeza.
—¿Quién dice que no lo haya hecho? Hace tres meses que Tanawe envió a un grupo de dragones a Kash-Tar, y aún no han vuelto. Y tampoco Jack, a quien enviamos para buscarlos —añadió.
Shail entornó los ojos, preocupado.
—¿No ha regresado aún?
—De modo que hemos vuelto a perder al dragón y al unicornio en vísperas de una batalla crucial —gruñó Qaydar.
—Hemos perdido mucho más que un dragón y un unicornio, Archimago —dijo Alsan—. Estamos perdiendo dragones artificiales: el grupo de Kash-Tar no ha vuelto, y sospecho que ya no regresará. También han desaparecido dos dragones que fueron enviados hace poco a patrullar por los Picos de Fuego. Es cierto que Tanawe tiene una gran flota preparada y que hay un número significativo de pilotos entrenándose… pero esos dragones no volarán sin magia.
Qaydar lo miró con fijeza.
—No estoy dispuesto a arriesgar a mis magos en una guerra.
—¿Ni siquiera para recuperar a Victoria? ¿O para obtener el cuerno de unicornio de Gerde?
El Archimago frunció el ceño.
—¿Insinúas que, si Gerde fuese derrotada…?
—… pondríamos el cuerno que posee a disposición de la Orden Mágica —asintió Alsan—. En principio había pensado devolvérselo a Victoria, pero, dadas las circunstancias…
La arruga de la frente de Qaydar se hizo más profunda.
—Entiendo —asintió—. Hablaré con Tanawe y veré qué puedo hacer.
—Os lo agradecería, Archimago. Hace tiempo que tenemos localizada la base de los sheks y, si no hemos atacado aún, es precisamente por esta razón. Pero en cuanto los Nuevos Dragones dispongan de hechiceros que puedan poner en marcha sus máquinas… la batalla comenzará.
—No sé si es buena idea luchar contra las serpientes en estas circunstancias —dejó caer Shail entonces, mirando a Alsan; este se volvió hacia él.
—¿Qué sugieres, pues? ¿Que luchemos contra los dioses?
—No se puede luchar contra ellos, Alsan, lo sabes tan bien como yo. Además, no tienen nada contra nosotros. Es al Séptimo a quien buscan.
—Pues más vale que lo encuentren pronto —gruñó Alsan—. Si pudiera, yo mismo les diría dónde buscarlo. —Miró de nuevo a Shail, súbitamente interesado—. Tú te fuiste a Kazlunn para averiguar más cosas sobre Ashran. Sobre cómo aprendió a invocar al Séptimo, ¿no?
Shail se removió, incómodo, sintiendo sobre él la inquisitiva mirada de Qaydar.
—Sí… Ymur y yo tenemos una teoría —dijo—. Pero, por supuesto, no está confirmada.
Les contó, en pocas palabras, la conclusión a la que habían llegado.
—Eso es absurdo —dijo Qaydar—. Para invocar al espíritu de Talmannon, Ashran habría necesitado al menos dos cosas: un objeto que le hubiese pertenecido y restos de su cuerpo: huesos, cenizas, lo que sea. Estamos hablando de un hechicero que vivió en la Segunda Era, Shail. Todo lo que hubiera podido quedar de él se perdió hace mucho tiempo.
Shail se acarició la barbilla, reflexionando.
—¿Todo…? —preguntó—. ¿Sabemos acaso qué fue de Talmannon después de que Ayshel lo derrotara? ¿Qué fue de su cuerpo?
Qaydar lo miró, entornando los ojos.
—Los restos mortales de Ashran estaban bajo las ruinas de la Torre de Drackwen —insistió Shail—. Lo rescatamos todo e hicimos una pira con su cuerpo. Recogisteis las cenizas, Archimago. ¿Qué fue de ellas?
—No estarás insinuando que se puede invocar a Ashran después de muerto —intervino Alsan, alarmado—. ¿No deberíamos esparcir sus cenizas por el mar, para asegurarnos de que nadie…?
—No queda nada de Ashran que pueda ser utilizado en una invocación —cortó Qaydar, categóricamente.
—A Ashran lo llamaban el Nigromante —insistió Shail—. Si de algún modo logró llegar hasta los restos de Talmannon…
—Tampoco queda nada de Talmannon. Es absurdo suponer que alguien pudo invocar su espíritu.
Sin saber muy bien por qué, Shail tuvo la impresión de que el Archimago estaba mintiendo.
—Pero —intervino Alsan— si quedara algo y se pudiera realizar la invocación… y preguntarle a Talmannon cómo se habla con un dios…
Hubo un largo silencio. Qaydar y Alsan cruzaron una mirada. Shail la captó.
—No… no estaréis pensando…
—Si pudiésemos hablar con Irial —reflexionó Alsan— le haríamos ver que estamos aquí. Le contaríamos lo que su presencia, y la de los otros dioses, está suponiendo para nosotros. Podríamos decirle dónde está Gerde. Nosotros lo sabemos, ellos no.
—Podríamos pedirle que volvieran a crear a los unicornios, como en tiempos pasados —añadió Qaydar.
Shail los miraba, alternativamente, a uno y a otro.
—No podéis estar hablando en serio. Talmannon fue el primer emperador oscuro, el antecesor de Ashran… ¿y estáis hablando de invocarlo para preguntarle cómo contactó con el Séptimo… para hacer vosotros lo mismo?
—Lo mismo, no —puntualizó Alsan—. Nosotros invocaríamos a uno de los Seis, no al Séptimo. No es lo mismo.
Shail movió la cabeza, sin poder creer lo que estaba oyendo.
—Es una locura —dijo—. Por fortuna, no poseemos ningún objeto de Talmannon ni conservamos restos de su cuerpo. Así que estamos solo conjeturando, ¿verdad? —insistió.
Reinó un breve silencio.
—Sí —dijo Qaydar entonces—. Es una lástima.
Alsan no dijo nada. Solo entornó los ojos, pensativo.
Cuando Christian se despertó, aquella noche, Victoria no estaba a su lado. No obstante, tuvo la sensación de que estaba cerca. No se trataba de aquella absoluta certeza que solía experimentar tiempo atrás, sino más bien un presentimiento, una intuición. Era mejor que nada.
Inspiró hondo y cerró los ojos. Trató de localizar la red telepática shek, pero solo obtuvo información fragmentaria e imprecisa. «Todo lleva su tiempo», se recordó a sí mismo.
Se levantó, en silencio, y salió de la cabaña.
Sentada junto a la puerta encontró a Victoria, que se sobresaltó al verlo llegar y se secó los ojos apresuradamente. Christian vio que soltaba la Lágrima de Unicornio, que había estado oprimiendo entre los dedos como si se tratase de su más preciado talismán.
—No podía dormir —murmuró ella ante la mirada inquisitiva del shek.
—Echando de menos a Jack, ¿no es cierto? —sonrió él, sentándose a su lado.
Victoria se encogió de hombros.
—Es mejor así. Estaba claro que yo no podía hacerle feliz, así que…
—¿De verdad piensas eso? —preguntó Christian, mirándola fijamente.
—Se merece tener a su lado a una chica que pueda quererle solamente a él —murmuró Victoria—. Y yo no soy esa chica.
Christian movió la cabeza con desaprobación.
—Claro —dijo—. Y el hecho de que hayas entregado tu vida para salvar la suya en un par de ocasiones no cuenta nada, ¿verdad?
—Por lo visto, no —respondió Victoria, con una sonrisa cansada—. Pero no se lo reprocho. Cada uno tiene sus prioridades. Quizá tendríamos que haberlo aclarado mucho antes… tendríamos que haber hablado de todo esto. Pero supongo que había que salvar el mundo y no tuvimos ocasión de ser sinceros el uno con el otro. Me parece que en el fondo él estaba esperando que tú y yo rompiéramos nuestra relación. Creía que era cuestión de esperar. Tendría que haberle dicho…
—Se lo dijiste —cortó Christian—, de cien maneras distintas. Y creo que lo aceptó, pero… parece que lo del bebé ha sido demasiado para él.
—Normal —sonrió Victoria, acariciando su vientre con ternura—. Somos tan jóvenes… Tendría que haberle aclarado que yo seguiría queriéndole aunque mi hijo fuera hijo tuyo también. Pero no sé si habría servido de algo. No —concluyó—, es mejor así. Es mejor que tenga la posibilidad de encontrar a una mujer con la que formar una familia en el futuro, sin una tercera persona…
—¿Crees de verdad que llegará a querer a alguien de la misma forma que a ti? No sois del todo humanos, Victoria.
—Lo sé. Pero Jack es un chico cariñoso, sociable y abierto. Creo que puede llegar a ser feliz con otra persona que no sea yo. Sabes… puede que yo haya sido el gran amor de su vida, al menos hasta el momento, pero la gente no siempre termina emparejándose con su gran amor. Puede que llegue a ser feliz con una mujer a la tenga mucho cariño y que llegue a ser una buena compañera para él. Alguien que pueda entregarse solamente a él… alguien a quien no tenga que compartir con nadie.
Christian movió la cabeza en señal de desaprobación.
—¿Y es eso más importante que un verdadero sentimiento?
—Para Jack, quizá sí.
—Pues no le des más vueltas. Si de verdad le importa más poseerte que amarte, entonces es que no se merece tu amor.
—Es por lo del bebé —murmuró Victoria, tratando de justificarlo—. Supongo que tenía miedo de que yo decidiese abandonarlo si resulta que es hijo tuyo.
—¿Y por eso te ha abandonado él antes a ti?
Ella trató de aguantar las lágrimas, pero no fue capaz. Christian la atrajo hacia sí, y Victoria lloró largo rato sobre su hombro.
—Si no te importara tanto —murmuró el shek, cuando ella se calmó—, te juro que hace mucho tiempo que le habría arrancado las entrañas, por estúpido.
—Atrévete a tocarle un solo pelo y lo lamentarás —susurró Victoria.
Christian sonrió, a pesar de que sabía que no estaba bromeando.
—Supongo que no soy quién para hablar de esto —dijo—. Me enerva que te haga daño y, no obstante, yo tampoco te he tratado siempre bien.
Victoria esbozó una sonrisa amarga.
—Estoy acostumbrada —dijo—, a la indiferencia de uno y los celos del otro. Pero nadie es perfecto, ¿no?
Christian deslizó la mano hasta el vientre de Victoria y guardó silencio.
—¿Has notado eso? —susurró la joven, con los ojos brillantes—. Se ha movido.
Christian asintió.
—¿Ya has pensado en ponerle nombre?
—En realidad necesito cuatro nombres. Dos de chico y dos de chica. Uno idhunita y uno terrestre para cada caso. ¿Es muy complicado?
—No —repuso él—. Porque será hijo de los dos mundos.
—Eso si queda algún mundo al cual pertenecer, cuando todo acabe.
Christian sacudió la cabeza.
—No hables de eso ahora. Quiero disfrutar de este momento. Dime, ¿en qué nombres estabas pensando?
Victoria inclinó la cabeza.
—Lo cierto es que los nombres idhunitas no los había pensado aún. Casi todos los nombres que se nos ocurrieron eran nombres terrestres. Por ejemplo, si es niño… Jack había sugerido llamarlo Erik.
—¿Qué significa?
—No lo sé. A Jack le gustaba simplemente. Me dijo que era un nombre común en Dinamarca y que varios reyes daneses lo habían llevado.
—Entonces, tal vez su nombre idhunita sería Kareth. Varios reyes de Nandelt llevaron ese nombre.
—Kareth —repitió Victoria con suavidad; sonrió—. Me gusta. Si es niña —añadió—, me gustaría llamarla Eva. Tampoco sé lo que significa. Según la tradición, este fue el nombre de la primera mujer.
—En rigor, la primera mujer fue Lilith —la corrigió Christian, con una sonrisa—. Pero Eva es un buen nombre. La primera mujer idhunita, según dicen, no fue humana, sino feérica. Su nombre era Lune.
Victoria cerró los ojos.
—Erik o Kareth, Eva o Lune. Me gustan todos los nombres. Gracias.
Christian se encogió de hombros.
—Me gusta poder aportar algo al tema de la elección del nombre. Sea o no hijo mío, me siento responsable.
Victoria lo miró, sonriendo.
—¿Te has hecho a la idea de ser padre, Christian?
—Desde el mismo instante en que me dijiste que estabas encinta —respondió él—, supe que protegería a ese niño con mi vida, sin importar si era mío o no. Y sigo pensando igual. Pero no sé si seria un buen padre o, al menos, de los que están en casa todos los días.
—Puedo imaginar cómo serías como padre —murmuró Victoria—. Porque sé cómo eres como pareja. Capaz de hacer los mayores sacrificios, de luchar hasta la muerte por las personas que amas… pero incapaz de atarte a nadie. De estar en los pequeños momentos de cada día en los que se necesita un hombro en el que apoyarse. Yo puedo soportar eso, con o sin Jack. Pero no sería justo para mi hijo.
—Tiene dos padres —señaló Christian—, lo bastante canallas como para hacerte sufrir más a menudo de lo que sería deseable, pero no tanto como para abandonarte con un bebé a cuestas. O al menos, eso creía en el caso de Jack. Veo que estaba muy equivocado.
—Basta, por favor —murmuró Victoria, cansada—. Sé que no era el mejor momento para romper nuestra relación, pero prefiero que hayamos dejado las cosas claras. No creo que fuera bueno para el bebé tener un padre que no es feliz estando a mi lado. O, peor aún, que lo tratara mal, lo despreciara o lo ignorara por ser el hijo de otro hombre. Así que puede que, después de todo, las cosas estén mejor así. Y tampoco… —vaciló.
—¿Tampoco crees que sea buena idea que yo me ocupe de él, si al final resulta ser hijo de Jack? —Christian movió la cabeza—. Victoria, ya te he dicho que eso me es indiferente. Puede que no sea capaz de estar siempre que me necesites, pero te aseguro que, si tu hijo se mete en problemas, me dejaré la piel para sacarlo de ellos, aunque, por un casual, apeste a dragón. ¿No lo hago ya con Jack, acaso?
Victoria sonrió, aunque recordar a Jack seguía provocándole una angustiosa opresión en el pecho. Parpadeó para retener las lágrimas. No pudo, y se cubrió el rostro con las manos.
Christian aguardó un poco a que se calmara, y después la abrazó por detrás, con suma delicadeza, y le dijo al oído:
—Sé que le echas de menos, y sé que lo harás durante el resto de tu vida. Ni siquiera yo puedo cambiar eso, ni hacerte feliz si él no está; pero deja, al menos, que trate de reconfortarte un poco.
Victoria cerró los ojos, tragó saliva y trató de resistirse:
—Deberías guardar reposo. Has estado muy enfermo…
—Estoy guardando reposo. Pero, cuando deje de hacerlo, cuando me recupere del todo, tendré que marcharme otra vez. Puede que tardemos en volver a vernos.
Victoria se volvió hacia él, y detectó en sus ojos un rastro del hielo que solían mostrar.
—Parece que estás mucho mejor —observó.
—No lo suficiente —dijo él—. No lo suficiente.
Le dedicó otra de sus medias sonrisas, y fue un bálsamo para el corazón herido de Victoria.
Eissesh se inclinó sobre el nido para acariciar a una de las crías. La pequeña serpiente alzó la cabeza y lo miró. Parecía agotada. Sus alas eran apenas dos frágiles membranas húmedas y arrugadas que se le pegaban al cuerpo. Tardaría aún un tiempo en desplegarlas, y más aún en aprender a volar.
«Quince», informó la madre. «Seis varones y nueve hembras. Otras dos no han logrado salir del huevo».
«Buena prole», aprobó Eissesh. «Mi enhorabuena».
La madre shek entornó los ojos y siseó con suavidad. Después, levantó la cabeza para mirar a Eissesh.
«Son muy jóvenes», dijo. «¿Resistirán el viaje?».
El shek se alzó sobre sus anillos, pensativo.
«No lo sé», respondió. «Aún no sé cuándo nos iremos, ni cómo será el viaje a ese otro mundo en el que nos esperan Ziessel y los demás. Es la primera vez que nuestra especie hace algo parecido, si exceptuamos, claro está, cuando nos exiliamos por culpa de los dragones. Pero haremos lo posible por proteger a las crías. A las tuyas, y a todas las demás. Son el futuro de nuestra especie».
La hembra bajó la cabeza para devolver a su lugar a una cría que reptaba demasiado lejos.
«Por el momento», añadió Eissesh, «estarán mejor aquí, en Umadhun. Lejos de los sangrecaliente y sus dioses desquiciados».
Un aviso lo interrumpió. Alguien deseaba hablar con él, y Eissesh le prestó atención.
«Gerde desea hablar contigo», le dijeron.
Eissesh siseó, molesto.
«Espero que sea importante».
«No me ha dicho de qué se trataba», respondió la serpiente. «Quiere hablar contigo en persona».
Eissesh entornó los párpados, pero no dijo nada. Se despidió de la madre y salió a la galería principal. Un rato después, ya se encontraba en lo que los sheks llamaban «la estancia del Portal», la gran caverna donde se abría la grieta interdimensional que comunicaba con Idhún.
Detestaba profundamente aquella sensación de intenso calor que tenía que soportar cada vez que cruzaba la Puerta interdimensional entre ambos mundos. Y, en los últimos tiempos, tenía que hacerlo muy a menudo. Con un siseo irritado, alzó el vuelo y, tras dar un par de vueltas en el aire, se atrevió a cruzar el Portal.
Fue tan desagradable como en otras ocasiones, pero le reconfortó comprobar que al otro lado era de noche, una noche suave y fresca, que calmó la sensación de calor que había traspasado sus escamas y amenazaba con alcanzar su corazón. Dedicó una breve mirada a las lunas, maravillándose, como siempre que lo hacía, de su turbadora belleza, pero no se entretuvo mucho más. Contactó inmediatamente con la red shek y preguntó por Gerde. Le informaron de que no estaba en la base principal. Eso quería decir que lo esperaba en su refugio secreto, donde estaba terminando de ultimar los detalles para el exilio de las serpientes. Eissesh se sintió intrigado. Sabía que Gerde no deseaba que ningún shek se acercara por allí, para no llamar la atención sobre aquel lugar, vital para la supervivencia futura de la especie.
El cielo empezaba ya a clarear cuando divisó el árbol de Gerde encajonado entre dos paredes montañosas; no lejos de él, un suave resplandor rojizo delataba el Portal que ella mantenía permanentemente abierto.
Se posó cerca del árbol, con suavidad, y aguardó. Apenas unos instantes después, el interior del árbol se iluminó y Gerde apareció en la entrada.
—Eissesh —dijo, al reconocerlo—. Me alegro de que hayas podido venir tan deprisa.
El shek inclinó un poco la cabeza para verla más de cerca.
«¿De qué se trata?».
El semblante del hada se ensombreció.
—Los dioses han regresado —dijo—. Están volviendo, uno tras otro. No sé si algo de lo que hemos hecho ha llamado su atención, o simplemente se cansaron de buscar por el plano espiritual y han decidido regresar al plano material. El caso es que irán manifestándose todos, otra vez, y cuando se haya reunido el panteón al completo, seguirán arrasando Idhún hasta que nos encuentren. No podemos esperar más.
El cuerpo de Eissesh se estremeció. Pensó en la shek a la que acababa de visitar, en sus crías recién nacidas.
«¿A dónde iremos?», quiso saber.
Gerde inspiró hondo. Pareció mostrarse indecisa por primera vez desde que la conocía.
—¿Ves esa Puerta? —dijo, señalándola—. Es la Puerta a nuestro futuro, Eissesh. Pero es un futuro que no veo claro todavía. Necesito que alguien vaya al otro lado para comprobar que todo marcha bien.
Eissesh siseó suavemente.
«Entiendo».
—Sheks y szish —dijo Gerde—. No un grupo demasiado numeroso, cuatro o cinco individuos, como mucho. Si regresan sanos y salvos, y con informes favorables, sabré que puedo conduciros a todos al otro lado.
«Tú cruzas esa Puerta a menudo», observó Eissesh.
Gerde rió.
—Sí, pero yo no soy una serpiente —hizo notar.
«Es peligroso, ¿verdad?».
—Probablemente. En rigor, debería ser responsabilidad de Ziessel, pero ella no está aquí para asumir esa responsabilidad. De modo que deberás elegir a los que formarán el grupo y traerlos aquí, como muy tarde, mañana al primer atardecer.
«¿Qué sucederá si el grupo no regresa, o si los informes no son favorables?».
—Que pondremos en marcha el plan de reserva. En cualquier caso, ha llegado la hora de reunir a todos los sheks. —Hizo una pausa y añadió—: incluyendo a Sussh y a los suyos.
La serpiente ladeó la cabeza.
«No vas a poder arrancar a Sussh de Kash-Tar. Está demasiado apegado a ese pedazo de desierto, quién sabe por qué».
—Iré a buscarlo, entonces. Igual que fui a buscarte a ti. Ahora retírate, Eissesh, y vuelve mañana con tu gente.
Pasaron el día explorando los alrededores de la cabaña, sin alejarse demasiado. Las plantas habían dejado de crecer. Parecía que Wina seguía avanzando hacia el sur.
Meses atrás, su paso había transformado al marchito Alis Lithban en una selva llena de vida y colorido. Fue sencillo encontrar frutas comestibles, y Christian llegó incluso a pescar en el arroyo. Victoria, por su parte, encontró que su nuevo estado restringía su movilidad. Le resultaba difícil acostumbrarse, dado que había sucedido de la noche a la mañana.
—No deberías hacer esfuerzos —dijo Christian cuando regresó con el pescado y la vio arrodillada ante lo que había sido el brasero, despejándolo de maleza—. Estás embarazada.
—Tampoco tú —replicó ella, alzando la cabeza para mirarlo—. Estás convaleciente.
Christian sonrió y se inclinó junto a ella para ayudarla.
—Cuando estés mejor, nos marcharemos de aquí —dijo Victoria—. Como refugio, esta cabaña deja bastante que desear.
El shek se encogió de hombros.
—Tal vez —dijo—, pero a mí me trae buenos recuerdos.
Victoria se volvió hacia él, desconcertada.
—¿Buenos recuerdos? ¿Es que habías estado aquí antes?
Christian asintió y paseó la mirada por las ruinosas paredes.
—Viví aquí con mi madre —explicó—, antes de que Ashran viniera a buscarme.
Victoria se quedó con la boca abierta.
—¿Quieres decir… que esta era tu casa?
—Ya ves —sonrió él—. No tengo muchos recuerdos de aquella época, pero los pocos que conservo se ajustan a este lugar. Por lo visto, nadie ha vuelto a vivir aquí desde entonces.
Victoria tardó un poco en responder. Observó a Christian mientras este terminaba de despejar el brasero.
—Christian —dijo entonces—, Jack y Shail estuvieron buscando información sobre Ashran y averiguaron cosas sobre tu madre.
El no respondió. Ni siquiera la miró. Seguía con toda su atención puesta en la tarea que estaba llevando a cabo, como si no la hubiese escuchado.
—Se llamaba Manua —prosiguió ella, en voz baja—. Era Oyente del Gran Oráculo. —Hizo una pausa y añadió—: allí fue donde conoció a tu padre, cuando invocó al Séptimo a través de la Sala de los Oyentes. Y allí naciste tú, meses después.
Christian alzó la cabeza por fin y la miró.
—¿Dices que invocó al Séptimo a través de la Sala de los Oyentes? —repitió—. Eso no lo sabía.
Victoria inclinó la cabeza.
—Por lo visto, se clavó una daga en el pecho y murió allí mismo para después resucitar como el Séptimo dios.
—Suponía que habría hecho algo así —asintió él; sonrió levemente—. También Gerde murió antes de ser la Séptima diosa, doy fe de ello. Lo que me llama la atención es que Ashran necesitó la Sala de los Oyentes para invocar al Séptimo, no lo hizo desde cualquier lugar. Eso quiere decir que el Séptimo no estaba en Idhún, sino en alguno de esos planos inmateriales por los que se mueven los dioses. Y sería un lugar, imagino, donde los otros Seis no lo habían encontrado. Vaya —añadió, frunciendo el ceño—. Eso no me lo había contado.
—¿No te llama la atención lo que te he contado sobre tu madre?
—Eso pertenece al pasado y no tiene relevancia para el momento presente, Victoria.
—Pero tu madre…
—Mi madre está muerta —cortó él, con serenidad. No había rabia ni dolor en su voz cuando lo dijo, y Victoria se estremeció. Y, aunque quiso preguntarle cómo lo sabía, no se atrevió a insistir.
Aquella tarde, Victoria, agotada, se quedó profundamente dormida después del segundo crepúsculo. Christian la dejó dormir y permaneció en la entrada de la cabaña, contemplando el bosque, pensando.
Cuando se hizo de noche, entró en la casa y se tendió junto a Victoria, todavía meditabundo.
Habían llegado puntualmente con el primer atardecer. Eran tres sheks y cuatro szish.
Gerde los observó con atención y asintió aprobadoramente ante la elección de Eissesh.
Uno de los sheks era una hembra vieja que, probablemente, habría puesto sus huevos mucho tiempo atrás, y ya no sería necesaria para la continuidad de la especie. El otro era un macho joven, pero que parecía débil. Y el tercero era el propio Eissesh.
En cuanto a los szish, ninguno de ellos era un mago. Con eso le bastaba.
—¿Vas a guiar personalmente al grupo?
«Sí», respondió Eissesh. «Me he hecho cargo de los sheks de Nandelt desde la batalla de Awa. Ziessel no está; alguien ha de asumir responsabilidades».
Gerde alzó una ceja.
—¿Y si no regresáis?
«Queda Ziessel. Imagino que algún día estará en condiciones de liderar a todos los sheks».
Gerde esbozó una leve sonrisa, pero no dijo nada.
«Información», pidió entonces Eissesh.
Gerde abrió su mente y le ofreció los conocimientos que precisaba. El shek se inclinó un poco más y la miró a los ojos, y ella notó que los tentáculos de la conciencia de Eissesh penetraban en la suya propia y bebían de todos los datos que ella le proporcionaba acerca del mundo que iban a explorar.
Cuando el contacto se cortó, Eissesh entornó los párpados, pensativo.
«No es como lo había imaginado», reconoció.
—Nunca lo es —aseguró Gerde—. De todas formas, se está desarrollando muy deprisa, es un mundo en constante cambio. Puede que lo que encontréis ahora no sea lo mismo que yo vi ayer en él.
Los sheks cruzaron una mirada de incertidumbre, pero no dijeron nada.
Eissesh dirigió una breve orden telepática a los szish, y ellos fueron los primeros en cruzar la Puerta. Después, los otros dos sheks los siguieron. Antes de ir tras ellos, Eissesh se volvió de nuevo hacia Gerde.
«Espero que sepas lo que haces», le dijo.
—Yo también —murmuró Gerde, y por una vez, no sonreía.
Se quedó mirando la Puerta, incluso mucho rato después de que las serpientes se hubiesen marchado. Ni siquiera se percató de que Assher se colocaba a su lado, inquieto, ni de que Saissh gateaba a sus pies.
—Como esto no funcione —susurró para sí misma—, juro que encontraré a ese medio shek, si todavía sigue vivo, y se lo haré pagar.
Christian se despertó unas horas más tarde. Abrió los ojos y escuchó con atención, alerta. Después, en absoluto silencio, se levantó y se deslizó hasta la entrada, desde donde escrutó las sombras hasta que percibió un leve movimiento, o, al menos, eso le pareció.
Volvió al interior de la cabaña y fue al rincón donde Victoria había dejado a Haiass. Dudó un momento antes de cogerla, pues no estaba seguro de si se habría recobrado lo suficiente como para poder sacarla de la vaina. De todas formas la recogió y se la ajustó a la espalda. Al hacerlo, sus dedos se deslizaron sobre la marca que le había dejado en el pecho la gema maldita. Se estremeció. Nunca, jamás, lo había pasado tan mal como cuando aquella cosa constreñía su alma de shek. Había sido para él peor que cualquier tortura.
Procuró no pensar en ello. Alzó la cabeza y trató de concentrarse en lo que rondaba por el exterior. Lo inquietaba el hecho de no saber de qué se trataba. Todavía no había recuperado del todo sus sentidos de shek, y no estaba acostumbrado a ser, simplemente, un humano con una percepción notable. Aun así, salió de la casa y penetró en la selva, con cautela.
Momentos más tarde, algo hizo que su parte shek, enferma como estaba, despertase de pronto en su interior. Casi sin pensarlo, Christian desenvainó a Haiass. Sintió cómo el hielo quemaba su piel, pero no hasta el punto de resultar peligroso para él. Entornó los ojos. Solo había algo capaz de hacerlo reaccionar de aquella manera.
Jack no tuvo tiempo de desenvainar a Domivat. Algo surgió de las profundidades del bosque, a medias entre una sombra y un torbellino, que empuñaba un filo de hielo que conocía muy bien. El dragón, cogido por sorpresa, retrocedió, tropezó y cayó hacia atrás. Su espalda topó con el tronco de un enorme árbol. Inmediatamente, el acero de Haiass acarició su cuello, produciéndole un escalofrío.
—Christian —murmuró Jack—. Veo que vuelves a estar bien, aunque… no te he detectado hasta que te me has echado encima. ¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué haces aquí? —replicó el shek, con sequedad.
Jack captó la mirada hostil de él, y tampoco se le escapó que no había retirado la espada todavía. Lo miró, con cautela.
—Os estaba buscando.
Christian ladeó la cabeza, pero no apartó la espada.
—Supongo que estás enfadado porque no ayudé a Victoria a rescatarte —murmuró Jack—. Vale, fue una estupidez. En mi defensa diré que estaba completamente convencido de que esa cosa no podía hacerte daño. Y por lo visto no me equivocaba, porque estás… —calló cuando el filo de Haiass se hundió un poco más en su piel, produciéndole un fino corte que le causó una intensa sensación de frío.
—He estado a punto de morir.
Jack hizo un amago de inspirar hondo, pero sentía la espada de Christian demasiado clavada en su carne como para que aquello fuera una buena idea.
—Créeme si te digo que en ningún momento pensé que ningún sangrecaliente, ni siquiera Alsan, tuviera poder para herirte, y mucho menos matarte —dijo, y lo decía con total sinceridad—. Pero no se trata solo de eso. Aquel día estaba furioso y…
—Lárgate —cortó Christian—. Lárgate y no vuelvas a acercarte a nosotros nunca más.
Jack lo miró como si no creyera lo que estaba oyendo.
—¿¡Qué!?
Christian retiró la espada, solo un poco.
—Ya me has oído. Por deferencia hacia lo que Victoria siente por ti no te mataré esta noche, pero si vuelves a acercarte a ella…
—¡Un momento! —interrumpió Jack, y el fuego del dragón llameó en sus ojos verdes—. ¿Quién eres tú para hablarme así?
—El hombre que está con ella ahora mismo. Y tú eres el que la abandonó. Así que vete.
Jack entornó los ojos. Sentía que Domivat latía a su espalda, sedienta de sangre de shek. Se contuvo para no dar rienda suelta a su rabia.
—¿Que yo la abandoné? ¿Y cuánto tiempo has pasado tú lejos de ella, cuántas veces fuiste a visitarla en los tres meses que han transcurrido desde que te dijo que iba a tener un bebé? ¡Un bebé que puede que sea tuyo!
—Es eso lo que te duele —sonrió Christian—. Tienes miedo de reconocer mis rasgos en ese niño. Te da pánico la idea de sostenerlo en brazos y sentir que tiene algo de shek, ¿no es cierto?
Jack abrió la boca para responder, pero no fue capaz. Christian retiró la espada, con brusquedad.
—Vete —dijo—. No pongas a prueba mi paciencia.
Jack alzó la cabeza. En el cuello tenía la marca azulada del beso de Haiass.
—No me iré sin hablar con Victoria primero.
—No voy a permitir que te acerques a ella.
—¿Con qué derecho? ¿Le has dicho acaso que he venido y ella se ha negado a verme?
—No pienso decírselo. Lo mejor para ella es que salgas de su vida de una vez.
—¿Pero qué…? —estalló Jack—. ¡Va a tener un bebé! ¡Y puede que sea mi hijo!
—Haberlo pensado antes de romper con ella.
—¡Pero eso no es asunto tuyo! —casi gritó Jack—. Si ella no quiere volver a verme, lo aceptaré, pero no tienes derecho a hablar en su nombre ni a decidir lo que debe o no debe hacer. ¿No eras tú el que me reprochaba que la tratara como a un objeto de mi propiedad?
—Por eso mismo. He sido muy paciente, pero me he cansado de ver cómo juegas con ella. No voy a permitir que la confundas más.
Jack lo miró, todavía atónito. Frunció el ceño y dio un paso adelante.
—Voy a ver a Victoria.
Christian alzó a Haiass, cuyo resplandor iluminó suavemente sus rasgos.
—Tendrás que pasar por encima de mí.
Jack desenvainó a Domivat y la sintió palpitar con feroz alegría. No respondió con palabras al desafío de Christian. Sin más, se arrojó sobre él y descargó el primer golpe.
Y, una vez más, Haiass y Domivat se enfrentaron.
Los movimientos de Christian eran más torpes que de costumbre, y pronto se dio cuenta de que le costaba anticiparse a su contrario. Los árboles y la maleza les estorbaban, y fue una pelea brusca, diferente del baile ágil y elegante de otras ocasiones. Christian no tardó en notar, también, que el poder de Haiass había menguado. Recordó cuando había peleado contra Jack, en la Tierra, en la playa, y cómo él había roto su espada, que más tarde había reparado Ydeon. No podía permitir que aquello volviera a suceder.
Retrocedió, esquivando a Jack. Si la lucha se alargaba, perdería. Y, por el bien de Victoria, no debía dejar que eso sucediera.
Realizó un brusco giro de muñeca para voltear la espada y detener un golpe a media altura. La fuerza de Domivat hizo temblar a Haiass un breve instante. No solo Christian lo notó.
—Estás débil —dijo Jack—. No quiero pelear contra ti, Christian. No es necesario todo esto.
El shek no respondió. Retiró la espada y la descargó de nuevo sobre Jack, que dio un salto atrás e interpuso su propio acero entre ambos. De pronto, el dragón perdió de vista a Christian, que parecía haberse fundido con las sombras. Se mostró desconcertado un breve instante, y después se dio la vuelta.
Pero aquel segundo de vacilación fue su perdición. Notó que algo se deslizaba entre sus pies y lo hacía tropezar. Instantes después, estaba tendido sobre la maleza, con la punta de Haiass sobre el pecho.
—Has hecho trampa —gruñó.
Christian se encogió de hombros.
—Era necesario. Guarda eso —dijo, señalando con un gesto a Domivat—, antes de que prenda algo.
Todavía con la espada de hielo muy cerca de su corazón, Jack envainó lentamente a Domivat.
—¿Vas a matarme? —preguntó, con calma.
—Esta noche, no —repuso Christian—. Voy a dejarte marchar. Pero antes de hacerlo vas a escucharme… con mucha atención. Y vas a hacerlo porque, si haces que me enfade, puede que se esfumen todas mis buenas intenciones. ¿Queda claro?
Jack inspiró hondo y asintió.
—Dispara —murmuró.
—Estoy cansado de esta situación —empezó Christian—. Estoy cansado de que constantemente vengas con exigencias, con protestas y con malos humos. Victoria no tiene ninguna obligación de estar contigo. Lo hace porque quiere. Porque te quiere.
—Eso lo sé… —dijo Jack, pero el shek lo cortó:
—Sé que vienes de un mundo con unas normas distintas, en el que es más importante lo que está socialmente aceptado, lo que es socialmente correcto, que los verdaderos sentimientos de cada uno. Y también sé que desde el principio todos se han esforzado en separarnos a Victoria y a mí, y en haceros creer a vosotros dos que vuestro destino, vuestra obligación, es estar juntos. Sé que nada de lo que diga podrá cambiar tu forma de pensar porque te han educado así, de modo que voy a hablarte en tu mismo idioma. Y más vale que prestes atención.
Jack frunció el ceño, pero no dijo nada. Christian clavó en él una mirada fría como la escarcha.
—Victoria es mi novia —dijo, muy serio—. Tú llegaste después. Yo fui el primero en besarla; la primera vez que ella dijo a alguien «te quiero», solo yo estaba allí para escucharlo. Nosotros empezamos a salir juntos mucho antes de que tú osaras decirle lo que sentías por ella. El hecho de que ella también sintiera algo por ti casi desde el principio no es relevante. Porque, al fin y al cabo, lo que cuenta son las normas, no los sentimientos, ¿no?
—Sabes que no pienso así —murmuró Jack, pero Christian acercó aún más la espada a su pecho, y calló.
—Hemos tenido discusiones y diferencias —dijo el shek—, pero nunca hemos roto nuestra relación, nunca hemos decidido, de común acuerdo, que debíamos seguir cada uno nuestro camino. Nunca. Ni siquiera cuando ella se enteró de que yo era un shek. Ni siquiera cuando la rapté para llevarla a la Torre de Drackwen. Incluso en plena tortura, ella seguía diciendo que me quería. Incluso cuando trató de matarme por lo que hice en los Picos de Fuego… mi anillo aún lucía en su dedo, y eso significa que ella todavía sentía algo por mí.
Jack cerró los ojos, incapaz de seguir escuchando.
—Y claro que me importa —prosiguió Christian, sin piedad—. Los dos hemos sufrido mucho, hemos sacrificado mucho por esta relación. No vamos a romperla solo porque tú te empeñes en creer que tienes algún derecho sobre la vida de Victoria.
—Me estás diciendo que yo soy el que sobra —dijo Jack—. Ya lo he captado.
—No, Jack, no has entendido nada. A mí no me importa en absoluto que ella esté enamorada de ti también. Lo que haga cuando no está conmigo es asunto suyo. Lo único que quiero que comprendas es que, hablando en los términos de la cultura en la que te has criado, ella es mi novia, y tú estás con ella porque yo te lo permito.
—¿Crees que no lo sé? —casi gritó Jack—. ¡Lo he sabido desde siempre!
—Sé que lo sabes. Y sé que lo entiendes. Lo que quiero es que lo asumas. Ella todavía te quiere, te echa de menos y daría su vida por ti. Pero no va a pedirte que vuelvas con ella porque cree que mereces algo mejor. Es demencial.
Ahora era Christian el que se estaba enfadando. Jack lo notó y, por alguna razón, eso templó un poco sus ánimos.
—¿Pero qué es lo que quieres? ¿Que vuelva con ella o que la deje en paz?
Christian le dedicó una media sonrisa sardónica.
—Decir «ella es mi novia y tú estás con ella porque yo te lo permito» es una de las cosas más absurdas y estúpidas que he dicho en mi vida. Pero, probablemente, es el único punto de vista que hará que entres en razón. Ella estará con quien le dé la gana, porque le dé la gana, y punto. Si está embarazada, cuidaré de ella y me preocuparé por ella, porque me importa. Porque el bebé que dé a luz será hijo suyo, y eso basta para que sea importante para mí también. Y porque al fin y al cabo, los bebés son criaturas a las que hay que proteger y cuidar, no importa quiénes sean sus padres. Tú lo sabes —añadió—. Te jugaste la vida ante una diosa para defender a una niña que no era hija tuya, ni de Victoria. Y, no obstante, no puedes soportar la idea de cuidar del hijo de otro hombre, por más que haya nacido de una mujer a la que quieres más que a tu propia vida. ¿Entiendes lo absurdo de tus planteamientos?
Jack dejó caer los hombros.
—No es eso —murmuró—. No es eso.
Quiso añadir algo más, pero no fue capaz. Ambos cruzaron una mirada, inquisitiva la de Christian, llena de angustia la de Jack. El shek entendió sin necesidad de palabras. Dio un paso atrás, anonadado, y bajó la espada.
—Todavía dudas de sus sentimientos por ti. Todavía crees que no te quiere. ¿Cómo es posible? —añadió, irritado—. ¡Tú viste, igual que yo, que se sacrificó para salvarnos, a ti y a mí! ¿Cómo puedes… cómo puedes dudar de ella? ¿Cómo te atreves a dudar de ella?
—Eso fue hace tiempo —repuso Jack—. Antes de lo del bebé.
Christian sacudió la cabeza.
—El bebé no va a hacer que tome una decisión que en su día fue incapaz de tomar. ¿Crees que, si Victoria da a luz a un hijo mío, te apartará de su vida para siempre?
—No sé lo que creo. Solo sé que tú no estás nunca con ella y, a pesar de eso, no puede dejar de pensar en ti.
—No puede olvidarme precisamente porque no estoy con ella. Porque me echa de menos. Pero desde que yo estoy fuera de peligro, no puede dejar de pensar en ti, porque te echa de menos. Es así de simple. Claro que… si crees que es mejor no estar con ella y que te eche de menos…
—Ve al grano —cortó Jack, molesto—. ¿A dónde quieres ir a parar?
La espada de Christian se alzó de nuevo y lo hizo retroceder, alarmado. Contempló con cautela el filo de Haiass, que otra vez estaba peligrosamente cerca de su barbilla.
—Es sencillo —dijo el shek, con calma—. Ella todavía te quiere. Si le dices que quieres volver a su lado, la harás la mujer más feliz de este mundo y el otro… pero solo hasta que vuelvas a hacerla sufrir con tus dudas y tus miedos. Y no estoy dispuesto a permitirlo.
»Así que decide de una vez. Asume de una vez que somos tres y que, cuando nazca el bebé, seremos una familia de cuatro miembros, o déjala en paz.
—¿Eso… eso es todo? —preguntó Jack, aliviado; pero Haiass se acercó todavía más.
—Estoy hablando en serio, Jack. Ayer mismo, ella me decía que cree que mereces tener a tu lado a una mujer que solo tenga ojos para ti. Pregúntate a ti mismo si estás de acuerdo. Asume que Victoria no es esa mujer. Y decide si prefieres estar con ella, con todo lo que ello implica, o ser libre, por fin, para elegir a otra persona con la que puedas formar una pareja, sin nadie más. La decisión es tuya. Hagas lo que hagas, ella te seguirá queriendo y no te guardará rencor. Pero, si decides regresar a su lado, no tendrás derecho a volver a culparla por estar conmigo.
Jack se mordió los labios.
—He vuelto porque quiero estar con ella. Me parece que todo esto no era necesario.
—Sí era necesario, Jack. Te dejas llevar por los impulsos del momento. Imagino que rompiste con ella en un momento de ira o de frustración. Puede que sea la añoranza lo que te haya hecho volver junto a ella y que, cuando estés de nuevo a su lado, olvides fácilmente toda esta conversación. Por eso te pido que reflexiones. Y que no pienses en lo que quieres hacer ahora, sino en lo que quieres hacer siempre, de ahora en adelante. Hay un bebé en camino; esto nunca ha sido un juego, pero ahora, menos todavía.
Retiró la espada. Jack bajó la cabeza, pensativo.
—Entiendo —murmuró.
—Tienes hasta el primer amanecer —dijo Christian, muy serio—. Si decides que no vas a ser capaz de soportar esta relación, entonces no te molestes en regresar. No le diré a Victoria que has venido, ni que hemos hablado. Solo serviría para hacerla sufrir más. Y en cuanto al bebé… no tendrás que volver a preocuparte por él. Lo protegeré, no importa quién sea el padre. Porque, si abandonas ahora a Victoria por miedo a que dé a luz al hijo de otro hombre, entonces no tienes ningún derecho a exigir a un niño al que nunca has querido. Y como vuelvas a acercarte a Victoria, o a su bebé, te mataré.
»Si estás aquí con el primer amanecer, dejaré que hables con Victoria y que arregléis las cosas. Y todo volverá a ser como antes. Ahora bien… si vuelves a molestar a Victoria a causa de su relación conmigo, o si se te pasa por la cabeza abandonarla después de que dé a luz porque su hijo no es como tú esperabas, te mataré. Así que tú eliges, Jack. Has tenido dos años para sopesar las ventajas e inconvenientes de esta relación. Sabes lo que es estar con Victoria y lo que es estar sin ella. Ahora, decide, o lo tomas, o lo dejas. Pero, sea cual sea tu decisión, llévala hasta el final. Y yo la respetaré.
Jack se puso en pie, lentamente. Dirigió a Christian una mirada cansada.
—Piénsalo bien —dijo este—, porque ya no estamos hablando de Victoria, sino de ti. Decide lo que quieres para ti y, por una vez en tu vida, no te precipites.
—Lo sé —asintió él.
Ambos cruzaron una mirada. Después, sin una palabra más, Jack dio media vuelta y se internó de nuevo en el bosque.
Christian se quedó allí un momento. Luego regresó, sin prisas, a la cabaña.
Victoria seguía durmiendo profundamente. Christian pudo ver, en la semioscuridad, la curva de su vientre. Sonrió. Se despojó de Haiass, pero no la dejó muy lejos. Después, se tendió junto a ella y dedicó el resto de la noche a contemplar su rostro mientras dormía.
Cuando Victoria abrió los ojos, Christian ya se había marchado. Tardó unos segundos en despejarse lo bastante como para mirar a su alrededor. Pero la cabaña estaba vacía.
Se incorporó, temerosa de que él hubiese regresado con Gerde sin despedirse de ella. Se llevó la mano al vientre, de forma inconsciente. Trató de tranquilizarse. Tal vez hubiese ido a buscar algo para desayunar.
Se levantó, con cierta dificultad, sacudió la capa y la colgó de una rama que entraba por la ventana, para que se ventilase. Después se lavó la cara en la jofaina con agua que habían dejado sobre la desvencijada alacena y salió al exterior.
Los rayos del primer amanecer hirieron sus ojos y la hicieron parpadear, pero llegó a ver una figura que la aguardaba, en pie, un poco más lejos.
—¿Christian? —murmuró.
Se hizo visera con la mano y miró mejor. El corazón le dio un vuelco y se quedó paralizada en el sitio, sin atreverse a avanzar más.
—Hola, Victoria —saludó Jack, con una sonrisa entre tímida y afectuosa; le tendió el ramo de flores que había recogido para ella—. ¿Me perdonas?
El corazón de Victoria latía con tanta fuerza que sintió que se le iba a salir del pecho. Todavía sin poder creérselo, dio unos pasos hacia Jack y lo miró, vacilante, sin terminar de saber si era real o producto de un sueño.
—He sido un idiota —prosiguió Jack, un poco preocupado al ver que ella no decía nada—. Quiero decirte que te echo muchísimo de menos y que, si tú me dejas, y a Christian no le parece mal, querría volver contigo y con el bebé. Para siempre —añadió.
Victoria tragó saliva y trató de controlar el impulso de arrojarse a sus brazos. Inspiró hondo.
—No es buena idea —dijo; Jack nunca llegaría a saber lo muchísimo que le costó pronunciar estas palabras—. No vas a ser feliz conmigo, Jack. Porque yo estoy con Christian y nunca podré dedicarte mi vida solamente a ti.
—Ni lo pretendo —respondió él, muy serio—. No quiero que me entregues tu vida. Solo quiero compartirla contigo. Y si Christian es parte de tu vida, al igual que tu bebé… no deberías renunciar a todo eso por mí. Lo único que te pido es que me dejes volver a formar parte de tu vida… igual que tú formas ya parte de la mía.
Victoria ya no pudo retener más las lágrimas. Algo pareció estallar en su pecho, una felicidad tan intensa que hasta la asustó; y, temblando de emoción, corrió hasta él y le echó los brazos al cuello. Jack, algo aturdido, la abrazó y hundió el rostro en su melena castaña, sintiéndose más feliz de lo que había sido nunca. De pronto se dio cuenta, al abrazarla, de que su cintura era mucho más ancha de lo que recordaba. Se separó de ella y la contempló, atónito.
—Victoria, ¿qué te ha pasado? —preguntó, con una nota de auténtico pánico en su voz—. ¡Si solo hace nueve días que no te veo! ¿Cómo es posible?
—¿Has… contado los días?
—Todos y cada uno de ellos —le aseguró él—. ¿Estás bien? —insistió—. ¿Y el bebé?
Colocó las manos sobre el vientre de ella, angustiado. Victoria sonrió, conmovida.
—Estamos bien los dos —le aseguró—. Tuvimos un encuentro con la diosa Wina, eso es todo. Y ahora parece que voy a ser mamá antes de lo que había calculado.
Jack movió la cabeza, entre perplejo y maravillado. Victoria tomó su rostro con las manos, con sumo cuidado; Jack reprimió una mueca de dolor.
—¿Y qué te ha pasado a ti? —murmuró la joven—. Tienes la piel requemada, como si hubieses pasado muchas horas tomando el sol. Hasta se te ha despellejado la nariz.
Jack se encogió de hombros.
—Aldun —se limitó a responder. Victoria suspiró, preocupada.
—En momentos como este se echa de menos una buena crema hidratante —comentó, con una sonrisa—. No importa; trataré de aliviarte con mi magia.
Jack sonrió. Hundió los dedos en su cabello, le hizo alzar la cabeza con suavidad y la contempló largamente. Después, la besó, y fue un beso largo, anhelante. Ambos bebieron con avidez el uno del otro, como náufragos que hubiesen hallado por fin un poco de agua dulce.
—Cómo te he echado de menos —murmuró él, estrechándola de nuevo entre sus brazos—. Oh, cómo te he echado de menos.
—Yo también a ti, Jack —respondió ella, con voz ahogada—. Siento haberme marchado de forma tan brusca. Tenía que…
—Lo sé, Victoria. Siento no haber sido capaz de comprenderlo.
—Gracias por volver —dijo ella, a punto de llorar de emoción.
—Gracias a ti por aceptar que vuelva —contraatacó Jack, con una amplia sonrisa—. Lo he pensado mucho, y creo que soy más feliz contigo, con todo lo que ello implica, que sin ti. Así que te agradezco que, a pesar de todo, me dejes volver a formar parte de esto.
—Tú siempre has sido parte de esto, Jack —sonrió ella—. En ningún momento he dejado de quererte.
Jack la abrazó de nuevo. Al hacerlo vio, por encima de su hombro, una sombra que se apoyaba calmosamente contra la deteriorada fachada de la cabaña. Sonrió.
—Supongo que el shek tendrá que acostumbrarse de nuevo a mi presencia —comentó, burlón, en voz más alta.
—Contaba con ello —respondió Christian, sereno—. No eres de los que abandonan con facilidad. Lástima. Pero en fin, no es asunto mío. Todos aquellos que sienten aprecio por Victoria merecen mi respeto, así que bienvenido de nuevo.
La sonrisa de Jack se ensanchó.
—Añade esto a la larga lista de favores que te debo, serpiente.
—Empieza a ser demasiado larga —repuso Christian, moviendo la cabeza; se incorporó—. Me voy a dar un paseo. Volveré con el primer atardecer. Tenemos que hablar de muchas cosas.
Jack asintió, aún estrechando a Victoria entre sus brazos. Christian dedicó a Victoria una de sus medias sonrisas y después, silencioso como una sombra, se internó en la selva.
—Ya veo que conseguiste salvarle la vida —murmuró Jack, en voz baja, sin apartar la mirada del lugar por donde se había marchado—. Así que, si no hubiese sido por ti, ahora mismo estaría muerto.
—Sí —susurró Victoria, y una sombra cruzó su rostro; Jack adivinó lo mucho que había sufrido aquellos días, y se odió a sí mismo por no haber estado a su lado para apoyarla.
—Tengo que reconocer —dijo Jack, frunciendo el ceño—, que si hubiese muerto, lo habría lamentado.
Victoria alzó la cabeza para mirarlo.
—Solo un poco —se apresuró a puntualizar Jack.