Gerde cruzó el Portal, ligera como un rayo de luna, y, seguidamente, se desplomó en el suelo.
Assher corrió a socorrerla. Era habitual que el hada se sintiera débil tras uno de sus viajes al extraño mundo que se abría más allá de aquella pantalla rojiza.
—Todo es distinto allí —había murmurado ella una vez, aún mareada—. Cuesta mucho acostumbrarse a los cambios.
Assher solía dejarle espacio para respirar y aguardaba con paciencia a que ella se sintiera mejor. Sin embargo, en aquella ocasión había algo urgente que tenía que notificarle.
—Mi señora… tenéis visita —le dijo.
—¿Visita…? —repitió Gerde, aturdida.
Alzó la cabeza y trató de enfocar la mirada en la enorme figura que se alzaba en la entrada del desfiladero.
—¿Qué está haciendo aquí? —murmuró—. Dejé bien claro que nadie debía acercarse a este lugar.
—Dice que tiene una información que os interesará.
Gerde se levantó, a duras penas, y avanzó hacia la gran serpiente alada que la aguardaba sin mover un músculo. Para cuando llegó junto a ella, ya era de nuevo completamente dueña de sí misma.
—¿Y bien? —exigió saber.
El shek había mantenido sus ojos irisados fijos en el Portal, que contemplaba con curiosidad y cierta suspicacia. Los volvió hacia Gerde.
«Me envía Eissesh», dijo. «Quiere que te informe de que el híbrido ha caído. Hace días que ya no percibimos su conciencia en ningún lugar de este mundo».
Gerde frunció el ceño.
—¿Kirtash ha caído? ¿Y no es posible que se haya ocultado de forma voluntaria?
La serpiente esbozó una breve sonrisa.
«La mente de un shek, incluso la de un medio shek como él, es demasiado poderosa como para pasar inadvertida, feérica. Ninguno de nosotros podría ocultarse de los demás. No durante tanto tiempo».
Gerde inclinó la cabeza, pensativa.
Sabía que las mentes de los sheks eran como islas navegando a la deriva en un inmenso océano. La red telepática era semejante a una tupida maraña de puentes que comunicaban unas islas con otras, y las mantenían unidas incluso en la distancia.
Hacía tiempo que los sheks habían expulsado a Kirtash de aquella red telepática. Y, no obstante, el hecho de que una isla no estuviese comunicada con las demás no implicaba que el resto no estuviese al tanto de su existencia. Los sheks sabían que Kirtash seguía existiendo, aunque hubiesen roto aquella conexión. Si el híbrido moría, las serpientes lo detectarían de todas formas. Sería como si una estrella se hubiese apagado en el cielo, aunque esa estrella no perteneciese a ninguna constelación.
—¿Cómo habrán podido derrotarlo? —se preguntó Gerde en voz alta—. Los sangrecaliente no son rival para él.
«Pero el dragón sí», dijo el shek.
Gerde frunció el ceño, pero no dijo nada.
«Espera», dijo entonces el shek, y sus ojos adquirieron un leve tinte azulado. «Un mensaje para ti».
Gerde alzó una ceja.
—¿Otro? Qué solicitada estoy esta tarde.
La serpiente se alzó sobre sus anillos. Parecía divertida.
«Por lo visto, el híbrido sigue vivo. Te espera en tu propia base». Hizo una pausa y añadió: «No está solo».
—No… puedo verte… —dijo Christian—. ¿Qué me está pasando?
—Tranquilo —susurró Victoria—. Tus ojos están bien. Trata de utilizar solo tus sentidos humanos y aléjate de tu conciencia de shek. Sé que no te gusta, pero tus sentidos de serpiente no te van a ser muy útiles, de momento.
Christian cerró los ojos y respiró hondo.
Victoria había sobrevolado los Picos de Fuego durante horas, por las proximidades de la Sima, evitando las zonas donde se abrían los grandes volcanes y las calderas de lava. Por fin había localizado, desde el aire, el campamento de los szish. Un par de sheks le habían salido al encuentro, y ella había dejado que exploraran sus pensamientos superficiales para que entendieran que solo quería hablar con Gerde y que no tenía ninguna intención de atacarla. También les dejó entrever el maltrecho estado de Christian.
No obstante, no fue nada de esto lo que llevó a los sheks a escoltar a su aterrorizado haai hasta la base de Gerde, sino la siniestra gema que lucía en el pecho de Christian. Habían detectado su poder, habían percibido que había algo en ese objeto que no era bueno para ellos.
Hicieron aterrizar a Victoria en un claro cerca del campamento, y, antes de molestarse en avisar a Gerde, la interrogaron a fondo.
Ella les contó todo lo que sabía acerca de la procedencia de aquel objeto. Les preguntó si sabían algo más, si conocían el modo de contrarrestar aquel poder.
Los sheks no respondieron.
No obstante, los condujeron, a ella y a Christian, hasta una de las cabañas exteriores del campamento, y les dijeron que esperasen allí.
Y eso estaban haciendo.
Victoria deslizó los dedos por encima de la gema negra que Al-san le había clavado a Christian en el pecho. Aquella cosa le había producido al shek unas profundas marcas en la piel que su magia no había podido borrar, pero eso era lo de menos. Lo peor de todo era que había tratado por todos los medios de romper aquella piedra, y no había sido capaz.
—Puedo intentar arrancártela del pecho —murmuró—, pero no sé si funcionará. Está clavada tan profundamente en tu cuerpo que tengo miedo de matarte si lo intento.
Christian abrió lentamente los ojos. Se esforzó por enfocar la vista, y la clavó en el rostro de Victoria.
—Ya… te veo —musitó.
Victoria lo estrechó entre sus brazos, con una sonrisa.
—Eso está bien —dijo.
—Pero no… te veo como siempre —añadió él, con esfuerzo—. ¿Dónde está la luz de tus ojos?
—Donde siempre, Christian. No soy yo quien ha cambiado, sino tú. Tus poderes de shek están totalmente bloqueados. Si no quieres volverte loco, tendrás que tenerlo en cuenta.
—Me siento… como si me hubiesen mutilado…
—Lo sé, Christian. Te juro que haré lo posible por ayudarte. Tengo un plan. No sé si es un buen plan, pero de momento es el único que tengo.
Christian dejó caer la cabeza, agotado. Victoria oyó un ruido fuera y se separó de él para aproximarse a la puerta de la cabaña:
—¿Victoria? —murmuró Christian.
La joven se apresuró a volver a su lado.
—Tranquilo, estoy aquí. No me he ido. No voy a dejarte solo.
Él la miró, con cierto cansancio.
—No podré acostumbrarme —dijo—. Si no te veo, si no te toco, no sé que estás aquí. Es… una sensación horrible.
Victoria sonrió.
—No me separaré de tu lado, entonces —susurró en su oído, apartándole el pelo de la frente.
Christian cerró los ojos otra vez, apoyó la cabeza en su regazo y buscó su mano. Victoria se la estrechó con fuerza.
Apenas unos instantes después, había perdido el conocimiento de nuevo. Victoria lo contempló, con el corazón roto en pedazos.
Aún tardaron un rato en ir a buscarlos. Victoria cargó con Christian y siguió a los szish hasta el árbol de Gerde. Observó los rostros de los hombres-serpiente, preguntándose si sería capaz de reconocer a Assher entre ellos. Pero todos le parecían iguales.
Nadie la ayudó a arrastrar al shek por entre las raíces hasta franquear la abertura que llevaba a la sala principal, pero tampoco le metieron prisa. Cuando, por fin, se encontró en presencia del hada, alzó la cabeza y la miró, con serenidad.
—Victoria —saludó Gerde, con una amplia sonrisa—. ¿Vienes a devolverme lo que queda de mi espía? Qué detalle por tu parte.
—Vengo a pedirte que le salves la vida —dijo ella.
El hada avanzó hasta la pareja y contempló el rostro de Christian, con cierta desgana.
—Qué mal aspecto tiene —comentó—. Diría que hasta se ha puesto amarillo.
—Por favor —insistió Victoria—. Si no hacemos algo pronto, morirá.
Gerde le dirigió una mirada divertida.
—¿Crees que me importa, acaso?
Victoria alzó la cabeza.
—Lo necesitas —le recordó—. Si no fuese así, lo habrías matado hace ya mucho tiempo.
—Lo necesitaba —corrigió Gerde—. Pero ya me dio una información valiosa, en su día, y también me proporcionó un plan interesante. Resultaba un espía útil, pero, dado que los tuyos le han dado caza y lo han dejado en este lamentable estado, queda claro que no era tan útil como yo suponía. Puedes quedártelo —concluyó, con indiferencia.
—¿Vas a dejarlo morir? ¡Es uno de los tuyos!
—Eso es lo que quiere hacerme creer.
Victoria sacudió la cabeza.
—Está bien, ¿qué es lo que quieres a cambio de su vida?
Gerde alzó una ceja, interesada.
—Oh, quieres hacer un trato. ¿Qué tal la vida de tu hijo?
Victoria apretó los dientes.
—Si Christian no significa nada para ti, entonces no puedes pretender cambiarlo por algo realmente valioso —replicó—. Y sé que mi hijo te interesa… mucho.
—No estamos hablando de lo que significa Kirtash para mí, sino de lo que significa para ti. Has renunciado a tu dragón para salvarle la vida, ¿no es cierto? ¿Renunciarías también a tu bebé?
Victoria respiró hondo.
—No puedes volver a hacerme esto —musitó.
Pero Gerde se echó a reír, con una risa pura como un arroyo.
—Estaba bromeando —dijo—. Lo cierto es que no puedo hacer nada por él… salvo darle una muerte rápida para ahorrarle sufrimientos. Pero eso es algo que no voy a hacer, por la simple razón de que me gusta verlo sufrir.
—¿Que no puedes hacer nada por él? —repitió Victoria, incrédula—. ¡Eres una diosa! No hay nada que no puedas hacer.
Gerde se volvió hacia ella y le dirigió una mirada insondable. De pronto, su rostro se había vuelto serio, extraordinariamente serio. Sus ojos negros parecieron taladrar a Victoria, que tembló de puro terror.
—Te equivocas —dijo—. Hay cosas que no puedo hacer… porque no soy la única diosa de este mundo.
Con un enérgico movimiento, apartó los restos de la camisa de Christian para dejar su pecho al descubierto.
—¿Ves eso? —dijo, señalando la gema que estaba matando al shek—. Eso forma parte de mis primeros recuerdos sobre este mundo.
Su tono de voz se había vuelto helado y lleno de un odio tan profundo que Victoria dio un paso atrás, de forma instintiva.
—¿Tus primeros recuerdos… como Gerde? —se atrevió a preguntar, aunque conocía la respuesta.
Pero ella negó con la cabeza.
—Mis primeros recuerdos como Gerde tienen que ver con árboles, creo —dijo—. No; desde que regresé a la vida tengo recuerdos de otras cosas que hice antes. Antes de ser Gerde, quiero decir.
Alzó la mirada hacia la muchacha.
—¿Qué es lo primero que ven los bebés cuando nacen? —preguntó—. ¿Qué es lo primero que verá tu hijo, Victoria?
—Luz… supongo —dijo ella—. No creo que los bebés tengan una vista muy aguda, al principio.
—¿Qué es lo primero que ven los dioses al nacer? Nunca lo he preguntado —se encogió de hombros—. Se supone que ellos estaban aquí desde siempre, ¿no? Antes de que existieran todas las cosas. Antes de que hubiese luz y oscuridad. Y, no obstante, yo… lo primero que recuerdo… es oscuridad. Frío y oscuridad. Fue lo primero que sentí cuando tomé conciencia de que existía.
Le dio la espalda y se alejó de ella. A Victoria le pareció que temblaba.
—Esa piedra ha encarcelado al espíritu del shek que habita en Kirtash —dijo—. Lo ha confinado en un lugar pequeño, frío y oscuro, olvidado del mundo, lo ha condenado a la soledad. No es tan extraño que produzca ese efecto en él, puesto que los sheks están hechos de mi misma esencia. Y esa cosa… también me encarceló a mí, hace muchos milenios. Era mi condena… mi prisión.
Victoria alzó la cabeza, sorprendida.
—La llaman la Roca Maldita —dijo—. Es un meteoro que cayó en el mar, hace mucho tiempo.
Gerde suspiró profundamente.
—Allí fue donde nací —dijo—. En el interior de esa roca, en el fondo del mar. Cuando tomé conciencia de mí misma, lo primero que pensé fue que el mundo era sorprendentemente pequeño —añadió, con amargura—. Pero había tantas ideas en mi mente… tantas cosas que sabía que existían… o que podían existir… no era posible que todo se redujese a aquellas paredes de roca, a aquella celda que cada día que pasaba se volvía más y más estrecha.
Hizo una pausa. Victoria escuchaba, conteniendo el aliento.
—Así que ya lo sabes —dijo—. Eso que tú llamas la Roca Maldita fue creado por los Seis para recluirme antes incluso de mi nacimiento. Para mantener cautiva mi esencia. Tardé varios siglos en escapar de allí, en acumular la fuerza necesaria para liberarme. ¿Y tú pretendes que destruya esta gema en unos minutos?
Se rió con sarcasmo.
—Entiendo —murmuró Victoria—. Entonces, solo los Seis podrían salvar a Christian.
Gerde la miró, sonriendo con fingida inocencia.
—Podrían… si quisieran. Pero, en primer lugar, son un poco sordos a la voz de los mortales y, por otro lado, dudo mucho que estén dispuestos a salvar a un shek.
Victoria apretó los dientes.
—No me importa —dijo—. Yo voy a intentarlo de todas formas.
Dio media vuelta para marcharse, aún cargando con Christian.
—Deberías dejarlo morir —oyó que decía Gerde a sus espaldas—. No vale la pena, ¿sabes? Además, se lo ha buscado él solo, con esa manía suya de ir por libre. ¿Ves lo que ha conseguido? Que todo el mundo lo odie, lo tema o lo desprecie. Nadie moverá un dedo por ayudarlo, Victoria, porque a nadie le importa.
—Te equivocas —replicó Victoria—. A mí sí me importa.
Gerde rió de nuevo, burlona, pero Victoria no se molestó en volverse. Salió del árbol, con Christian a cuestas, y avanzó, vacilante, hacia el lugar donde había dejado al pájaro haai.
Los szish los observaron con recelo, pero ninguno de ellos intentó detenerlos. Probablemente, nunca antes habían visto al poderoso Kirtash en aquel estado tan lamentable.
El trayecto hasta los límites del campamento fue largo y difícil. Victoria avanzaba paso a paso, cargando con Christian, bajo la atenta mirada de los hombres-serpiente.
Entonces, de pronto, una figura salió entre la multitud y acudió a ayudar a Victoria, sosteniendo a Christian por el otro brazo. Victoria lo miró, y sonrió.
—Gracias, Assher —dijo.
Pero el muchacho sacudió la cabeza y entornó los ojos, molesto.
Entre los dos arrastraron a Christian hasta el claro donde los esperaba el pájaro haai. Victoria abrió la boca para decir algo más a Assher, pero el joven szish volvió sobre sus pasos antes de que ella pudiera pronunciar una sola palabra.
Montó a Christian sobre el haai y subió tras él. Lo aseguró bien al lomo del ave para que no resbalara. Él despertó en aquel momento y la miró, desorientado.
—¿Dónde… a dónde vamos? —preguntó.
Los ojos de Victoria se llenaron de lágrimas, pero se mordió los labios para contenerlas.
—No lo sé, Christian —susurró—. No lo sé.
El shek no hizo ningún comentario. Cerró de nuevo los ojos y se recostó contra Victoria, sin fuerzas para nada más.
En silencio, Victoria se aferró a las plumas del pájaro haai y lo espoleó para que alzara el vuelo.
Y, momentos después, se alejaban de allí, dejando atrás el campamento base de Gerde.
Gaedalu acudió a hablar con Alsan al tercer atardecer.
Lo hacía todos los días. Sabía que lo encontraría en las almenas, contemplando la ciudad a sus pies, como solía hacer antes de retirarse a dormir. Si Alsan recibía con disgusto aquellas visitas de la Madre, desde luego no lo demostraba.
«¿Alguna noticia?», preguntó Gaedalu, una vez más.
Alsan negó con la cabeza.
—Todavía no los han encontrado. Hemos hallado a más testigos que dicen haber visto un haai sobrevolándoles, y que iba en dirección al sur, pero el rastro se difumina más allá del río, lo cual no es de extrañar; al otro lado del río está Shia, y en Shia no queda mucha gente a la que preguntar.
Gaedalu inclinó la cabeza, pero no dijo nada. Alsan captó su mirada de reproche.
—¿Creéis que no hago lo suficiente, Madre Venerable? —preguntó, con calma—. Todo apunta a que han ido a reunirse con Gerde. Y Gerde se ha rodeado de un ejército formidable. No tardaremos en enviar nuestro propio ejército a luchar contra ellos, pero aún no estamos preparados.
»Además —añadió, con una serena sonrisa—, no debéis preocuparos por el shek. Si no está muerto aún, no tardará en estarlo.
Gaedalu entornó los ojos.
«Lo sé», dijo, «pero me habría gustado verlo morir. Si no se os hubiesen escapado», añadió, acusadora, «ahora mismo no estaríamos manteniendo esta conversación».
Alsan se volvió hacia ella. No parecía molesto ni ofendido, pero habló con aplomo y seguridad cuando dijo:
—No conocíamos el alcance del poder de Victoria. Ahora ya sabemos qué es capaz de hacer, de modo que en el futuro estaremos preparados.
«¿En el futuro?», repitió la varu. «¿Creéis que habrá una segunda vez?».
—Cuando muera el shek, Victoria regresará —vaticinó Alsan—, tal vez para tratar de recuperar a Jack, o tal vez para vengarse de mí. Pero regresará, y entonces ya no podrá escapar.
«A no ser que algún celeste llame a un haai para ella», apostilló Gaedalu, con cierto sarcasmo.
Alsan se irguió.
—Solo hay dos celestes en el castillo, Madre Venerable. Uno de ellos está con vos.
«Zaisei no tuvo nada que ver. Estuvo en su habitación toda la noche».
Alsan guardó silencio un momento. Después, añadió:
—¿Habéis hablado con él al respecto?
Aunque mencionaran en todas sus conversaciones la posibilidad de que Zaisei los hubiera traicionado, lo cierto era que los dos sabían que había sido Ha-Din, el Padre Venerable, quien había propiciado la huida de Victoria.
«Se lo he mencionado, sí. Pero no ha querido hablar del tema».
Alsan no respondió.
«Tal vez fuera por el bebé de Victoria», añadió Gaedalu. «Los celestes son una gente muy sentimental. Quizá le pareció que la criatura no debía quedar huérfana de padre antes incluso de su nacimiento».
—Tal vez —murmuró Alsan, frunciendo el ceño—. O tal vez estemos pasando por alto lo evidente, Madre Venerable.
«¿Qué es lo evidente?», quiso saber Gaedalu, con peligrosa suavidad.
—Que puede que, en el fondo, Ha-Din sea un adorador del Séptimo.
Sobrevino un largo silencio.
«Ha-Din es el Padre de la Iglesia de los Tres Soles», hizo notar Gaedalu, con frialdad.
—Raelam también era el Padre de la Iglesia —se limitó a responder Alsan.
La varu entrecerró los ojos, ofendida.
Raelam había sido el último Padre durante la Era de la Contemplación. En una época de exaltación de la doctrina de los Seis dioses y de persecución de la magia, Raelam había sido sorprendido adorando al Séptimo ante un altar oculto en los sótanos del Oráculo de Raden, en una cámara llena de objetos e imágenes que evocaban el culto a las serpientes. Aquello había escandalizado a todo Idhún, había propiciado el regreso de los magos, había desacreditado a la Iglesia y había provocado su escisión en dos: la Iglesia de los Tres Soles y la Iglesia de las Tres Lunas.
«No tenemos por costumbre hablar de aquel lamentable incidente», replicó Gaedalu, con dignidad. Alsan sonrió para sí. No pudo evitar recordar que, tiempo atrás, en Limbhad, también Shail se había sentido molesto ante la mención de la Era Oscura. Entonces había mencionado a Shiskatchegg, un objeto que había controlado la voluntad de todos los magos.
Un objeto que, a juzgar por sus últimas averiguaciones, era mucho más que un mito. Y que, si Jack estaba en lo cierto, ahora lucía Victoria.
Decidió no compartir con Gaedalu esta información. Después de todo, aún no estaba seguro de que el Shiskatchegg que había mencionado Jack, el anillo de Victoria, fuera el objeto de la leyenda.
—Cierto, tal vez me haya precipitado —concedió—. No sospecho del Padre Venerable, en realidad. Pero tenemos que estar abiertos a esa posibilidad.
«¿Cuánto tiempo más lo retendréis aquí?».
Alsan se mostró genuinamente desconcertado.
—No lo estoy reteniendo. Se ha quedado porque ha manifestado su deseo de quedarse, al menos un tiempo más. Igual que vos.
«Yo estoy aguardando al regreso de Victoria, que, según decís, ha de producirse en breve. Estoy esperando noticias de la muerte del shek. Y, además, quiero bendecir personalmente los ejércitos que acudan a la batalla contra las serpientes».
—Sería un gran honor para nosotros, Madre Venerable.
«¿Por qué razón se está retrasando tanto el ataque?».
Alsan dudó un momento antes de hablar, pero finalmente se encogió de hombros y dijo:
—No tenemos ninguna posibilidad de vencer sin dragones. Y a los dragones de Tanawe les faltan, hoy por hoy, dos cosas: hechiceros que renueven su magia y un ingrediente que suele utilizarse en su fabricación, y que es necesario para engañar los sentidos de los sheks en la batalla. Llevamos mucho tiempo aguardando a que nos traigan ese ingrediente de Kash-Tar, pero hemos enviado a alguien a buscar a los pilotos a los que se les encargó que lo obtuvieran. Y en cuanto a los magos… sé que Qaydar no nos proporcionará aprendices de buen grado, pero tengo una propuesta que hacerle… una propuesta que no rechazará.
«Entiendo», asintió Gaedalu.
—Pero no tardaremos en estar preparados —le aseguró Alsan—. Cuando eso suceda, atacaremos a Gerde con todo lo que tenemos. Y, si Kirtash sigue vivo y está con ella, lo mataremos.
No mencionó a Victoria, y Gaedalu tampoco lo hizo. Juntos, contemplaron la caída del último de los soles por el horizonte.
«¿Qué estoy haciendo yo aquí?», se preguntó Jack.
Apenas hacía unas horas que había sobrepasado los límites marcados por el río Ilvar, pero ya se había hecho aquella pregunta al menos diez veces.
En realidad, sabía perfectamente lo que estaba haciendo allí. Aunque apenas había tenido un momento de respiro en los días anteriores, y las horas que había dormido podían contarse con los dedos de una mano, recordaba muy bien cada detalle de todo lo que había sucedido, de modo que no podía alegar que estaba distraído cuando aceptó aquella misión.
Recordaba con claridad su reunión con Tanawe en Thalis. Ella le había mirado algo recelosa, como si no terminara de creerse que por fin el último dragón se dignara a visitar su base, o como si temiera que fuese a reprocharle el hecho de que estuviera repoblando los cielos de Idhún con dragones artificiales, pálidas sombras de su orgullosa raza. Jack había tratado de mostrarse amable, pero estaba irritable aquellos días, y se notaba que tenía la cabeza en otro sitio.
Habían recorrido juntos las instalaciones de los Nuevos Dragones, y Jack había podido admirar el nuevo ejército de Tanawe: doscientos dragones nuevos listos para ser pilotados.
—Los pilotos no son un problema —dijo ella—, porque cada día nos llega gente nueva. El problema son los magos —añadió, frunciendo el ceño.
Jack ya estaba al tanto de que Qaydar y Tanawe habían estado disputándose a los escasos hechiceros de Idhún prácticamente desde la batalla de Awa. Ahora que Victoria estaba consagrando a nuevos magos, los dos se lanzaban sobre ellos como perros de presa. Suspiró para sus adentros. Sabía lo que vendría a continuación.
—No podremos hacer funcionar todos estos dragones el día de la batalla —dijo Tanawe, señalando los artefactos con un amplio gesto de su mano— si no contamos con suficientes magos. Sería de gran utilidad que Lunnaris nos visitase un día y seleccionase, de entre nuestros pilotos, a los que ella considere más adecuados…
—No funciona así —cortó Jack—. Ella… no consagra magos de esa manera.
Se abstuvo de decir que Victoria había huido con Christian, y probablemente no regresaría por allí en mucho tiempo. Y no lo hizo por encubrirla: al fin y al cabo, las noticias corrían rápido, y la traición del último unicornio no tardaría en conocerse en todos los rincones de Nandelt. No; lo que le dolía de verdad era admitir que ella lo había dejado por otro.
«¿O he sido yo quien la ha dejado a ella?», se preguntó de pronto.
Tanawe cruzó los brazos ante el pecho.
—¿No consagra magos de esa manera? —repitió—. ¿Y cómo lo hace, pues? Sé que las estancias de la Torre de Kazlunn se están llenando de aprendices. Si ella puede hacer magos para Qaydar. ¿Por qué no para mí?
—Porque la función de los unicornios es repartir la magia por el mundo, no fabricar hechiceros en cadena, como tú fabricas dragones —replicó Jack, sin poderse contener.
La maga entornó los ojos, y Jack supo que la había herido.
—Si no fuera por mis dragones, tu raza se habría extinguido ya —le espetó ella.
—Mi raza ya se ha extinguido, con tus dragones, o sin ellos.
—En tal caso, no puedes reprocharnos a los humanos que busquemos otras formas de enfrentarnos a los sheks. Si no queríais dragones artificiales, haber exterminado a las serpientes cuando tuvisteis ocasión.
Habló con dureza y con un frío odio que impresionó a Jack. No obstante, el joven estaba ya cansado de discusiones, y clavó en ella una larga mirada. Finalmente, Tanawe titubeó y bajó la cabeza, intimidada.
—Yo no puedo hablar en nombre del unicornio —dijo Jack con suavidad—. No soy yo quien tiene el poder de otorgar la magia.
No le dijo que él mismo era ya un mago. La idea seguía resultándole demasiado nueva. Por otra parte, tampoco estaba seguro de ser capaz de renovar la magia de un dragón artificial. Por lo que sabía, era muy posible que le prendiese fuego en el intento.
—Entonces, ¿para qué has venido? —quiso saber Tanawe.
«Eso», se dijo Jack: «¿para qué he venido? ¿Porque Alsan me lo ha ordenado? ¿Y por qué razón tengo que acatar sus órdenes?».
—Para supervisar la creación del ejército —dijo sin embargo—. Si os faltan magos, transmitiré el problema a Alsan y a Qaydar, y veremos qué se puede hacer al respecto. Pero necesito datos más concretos —añadió, tratando de darle un toque de profesionalidad a su voz.
Tanawe se relajó un tanto y reanudó su paseo por el hangar de la base. Jack se puso a su altura.
—Aquí, en Thalis, somos dos —dijo ella—. Pero contamos con otro mago en Vanissar. Denyal me ha dicho que tu amigo Shail se ha unido a nosotros.
Miró a Jack, esperando confirmación.
—Nos acompañó en la lucha contra Eissesh —dijo Jack, esquivo; no pensaba decirle que Shail no tenía la menor intención de dedicar su tiempo al mantenimiento de los dragones artificiales, y que en aquel momento estaba en la Torre de Kazlunn… con Qaydar.
Pero Tanawe pareció darse por satisfecha con la respuesta.
—Muy pocos magos —dijo—. También tenemos a otros dos magos en Kash-Tar, pero hace tres meses que deberían haber regresado y…
Jack se detuvo en seco.
—¿Kimara no ha vuelto de Kash-Tar?
Tanawe negó con la cabeza, y procedió a contarle que, por lo que sabía, la escuadra de dragones que habían enviado al desierto seguía allí, enzarzada en una sangrienta lucha contra Sussh, y desoyendo todas las órdenes de retirada que les habían enviado desde Thalis.
—Volvieron dos de los dragones hace tiempo —explicó—, pero el resto se ha quedado. Y ha habido varios pilotos que se han unido a ellos, a pesar de nuestras órdenes expresas de no hacerlo. Parece ser que los rebeldes yan son una facción muy violenta y desorganizada, y por alguna razón eso atrae a muchos de nuestros jóvenes. Encuentran que Kash-Tar es sinónimo de acción, aventura y libertad.
—En cierto modo, lo es —murmuró Jack, recordando el tiempo que había pasado allí; apartó aquellos pensamientos de su mente, porque le recordaban dolorosamente a Victoria.
Tanawe lo miró largamente.
—Es cierto, estuviste allí. Bien… —dudó un momento antes de añadir—, si de verdad quieres hacer algo por nosotros… nos sería de gran ayuda que fueses a Kash-Tar a sacarlos a todos de ahí. Tanto los magos como los dragones son muy valiosos; en su día nos pareció buena idea enviarlos al desierto, pero ahora los necesitamos en otra parte.
Jack dudó. La idea de regresar a Kash-Tar le resultaba tentadora y, además, sospechaba que le vendría bien un cambio de aires. Por no hablar de que, aunque no quisiera admitirlo, tenía ganas de ver a Kimara otra vez. Por su mente cruzó, fugaz, el recuerdo del baile que habían compartido tiempo atrás, en Hadikah, y se le aceleró el pulso.
Sacudió la cabeza. Le parecía patético ir a buscar a Kimara cuando no hacía ni tres días que había roto con Victoria.
—Eres el único que puede traerlos de vuelta —insistió Tanawe—. Ni Denyal ni yo podemos permitirnos el lujo de abandonar Nandelt en estas circunstancias.
Al final había aceptado la propuesta. No solo porque Tanawe realmente necesitaba a aquellos magos, sino también porque estaba preocupado por Kimara. El hecho de que la rebelión de Kash-Tar se hubiese vuelto tan sangrienta no presagiaba nada bueno para ella y, por otro lado, no dejaba de resultar extraño. Los yan eran gente práctica que pocas veces se embarcaba en empresas suicidas. No obstante, cuando lo hacían era por motivos de peso, y ni los bárbaros llegaban a igualarlos en ferocidad y salvajismo. Y algo debía de haber detonado la bomba de relojería de Kash-Tar. Algo había hecho saltar a los yan, después de casi veinte años de tolerar la dominación shek.
«Supongo que eso es lo que estoy haciendo aquí», se dijo Jack, con cansancio, mientras sobrevolaba las rosadas arenas de Kash-Tar: «averiguar qué está pasando en realidad, y qué tiene que ver Kimara con todo esto».
Pero para ello, primero tendría que encontrarla.
La última vez que había estado en Kash-Tar, la propia Kimara había sido su guía en el desierto, llevándolos, a él y a Victoria, de oasis en oasis, buscando en la arena caminos que solo ella podía ver. Ahora, Jack podía sobrevolar la inmensa extensión de Kash-Tar, pero no soportaría mucho tiempo el intensísimo calor.
Al principio se adentró en el desierto sin preocuparse por ello, con cierta temeridad. Y el primer día tuvo suerte. Divisó a lo lejos un oasis y descendió para beber.
Le sorprendió comprobar que estaba desierto, a pesar de que había agua en la laguna y los árboles rebosaban de unos frutos azulados que resultaron ser comestibles. Pero, fijándose mejor, Jack descubrió que aquel lugar parecía haber sido escenario de una batalla. Muchos de los árboles estaban calcinados o destrozados, y un poco más lejos descubrió, turbado, un montón de cadáveres carbonizados: soldados caídos en la batalla, cuyos cuerpos habían sido apilados y quemados.
Desde aquel momento le fue más fácil entender que nadie quisiese pernoctar allí.
Tampoco él tenía intención de quedarse toda la tarde. Bebió agua en abundancia y se atiborró de fruta y, cuando estuvo listo, emprendió de nuevo el vuelo. No dejó de echar de menos, sin embargo, los oasis llenos de color y actividad que había tenido ocasión de visitar en su último viaje. Curiosamente, en aquella época era solo un adolescente que aún no controlaba sus poderes de dragón, Kash-Tar estaba bajo la férrea mano de las serpientes y Ashran lo buscaba por todo el continente; y, no obstante, recordaba aquellos días con añoranza.
Tal vez porque, aunque ahora ya estaba en la plenitud de su poder, aunque todos le temían y respetaban, aunque las serpientes habían sido derrotadas, Ashran ya no existía y los dioses parecían haberse marchado… Victoria ya no estaba a su lado.
Al día siguiente, cuando el calor ya estaba empezando a hacer mella en él, un shek lo interceptó.
Daba la sensación de que estaba buscando algo, o tal vez patrullaba por la zona. Voló derecho hacia Jack en cuanto lo detectó, y cogió al joven dragón por sorpresa. Se defendió como pudo, con un poco de torpeza, acusando ya el hambre, la sed y el cansancio. Le sorprendió, no obstante, la ciega ira con que el shek lo atacaba. Siempre había admirado y envidiado la fría dignidad con que las serpientes aladas sobrellevaban su odio, mostrándose majestuosas incluso en pleno ataque de cólera, como si quisieran hacer creer al mundo que controlaban su odio hacia los dragones, y no al revés. No obstante, aquel shek mostraba un brillo de locura asesina en su mirada; estaba desatado, descontrolado.
Jack estaba demasiado cansado como para hacerse más preguntas. Se defendió con todas sus fuerzas, huyendo de los letales colmillos de la serpiente, de su asfixiante abrazo, de su mirada de hielo. Se defendió, porque no le quedaba energía para atacar.
Y, cuando creía que todo estaba perdido, llegaron los dragones al rescate.
Eran tres. Se arrojaron contra el shek con aquella misma ferocidad que había detectado en la serpiente, lo hostigaron hasta volverlo loco de odio, lo hicieron caer al suelo y, una vez allí, lo inmovilizaron y lo maltrataron con saña hasta que exhaló su último aliento.
Jack contemplaba todo esto sin intervenir, sobrecogido. La actitud de los dragones le recordaba a la forma en que él había destrozado la piel de shek que había hallado en las montañas. «Pero a mí me dominaba el instinto», se dijo, «y estos no son dragones de verdad. ¿Cuál es su excusa?».
Planeó suavemente hasta el suelo y se dejó caer sobre la arena, exhausto. Desde allí, contempló a los dragones. Ninguno de ellos era la dragona roja de Rimara, y se sintió levemente decepcionado.
Los momentos siguientes le resultarían confusos. Los pilotos salieron de los dragones y corrieron a su encuentro, y tiempo después Jack recordaría haber pensado que casi daban más miedo ellos que los propios dragones. Se habían teñido el rostro con feroces pinturas de guerra y llevaban el cabello largo y peinado en trenzas sucias y desgreñadas. Los soles habían tostado su piel, tornándola más oscura. Iban armados hasta los dientes, y Jack se preguntó para qué necesitaban tantas armas unos hombres que luchaban a bordo de dragones.
Con todo, lo recibieron con salvajes gritos de alegría y, en cuanto se transformó en humano otra vez, lo contemplaron con sobrecogido respeto.
Acababa de caer la noche cuando llegaron a la base de los rebeldes en las montañas. Jack estaba aturdido todavía, de modo que lo alojaron en una tienda y le dieron un odre de agua fresca para que bebiera y se refrescara un poco. Después le llevaron algo de comer, y el joven dio buena cuenta de todo, hambriento. Solo entonces empezó a pensar con claridad.
Oyó tambores y gritos de júbilo, y el crepitar de las hogueras; y, de nuevo, recordó aquella inolvidable noche en Hadikah. Sonriendo, se levantó y salió de la tienda.
El espectáculo que le recibió, no obstante, no tenía nada que ver con la mágica velada que él recordaba.
Habían dejado el cuerpo del shek en medio del campamento, horriblemente mutilado: le habían sacado los ojos y cortado las alas, y varios rebeldes se ensañaban con él, arrancándole las escamas una a una o descargando dagas y espadas contra él.
Y, aunque Jack odiaba a las serpientes, no pudo evitar que se le revolviera el estómago. «Menos mal que está muerto», pensó. Y de pronto entendió que no era la primera vez que hacían aquello; que lo de los ojos, las alas, las escamas… no había sido una ocurrencia improvisada.
Y que probablemente alguna vez, quizá en varias ocasiones, habían torturado así a serpientes vivas.
Se estremeció de horror y repugnancia. Retuvo al primero que pasó junto a él:
—¡Espera! ¿Conoces a Kimara?
—Kimaranohavueltoaún —dijo el yan, y Jack se dio cuenta de que era muy joven, probablemente más joven que él—. Laesperamosconlaprimeraluna.
Jack asintió, aliviado, y alzó la cabeza para mirar al cielo. Aún no habían salido las lunas, pero no tardarían en emerger por el horizonte. No tendría que esperar mucho para hablar con Kimara, para encontrar algo de sensatez en aquella locura.
Dio la espalda a la serpiente mutilada y se alejó un poco, turbado. Los rebeldes parecían haberse olvidado de él, de modo que aprovechó para dar una vuelta por el campamento.
Descubrió, no sin sorpresa, a varios dragones artificiales reposando un poco más allá. Uno de ellos era el de Kimara.
Se preguntó si el yan se habría equivocado y Kimara sí estaba en el campamento. ¿Qué otro motivo tendría para salir sin su dragón? Tal vez, pensó de pronto, se habría estropeado, o necesitara magia… Sacudió la cabeza: Kimara era una hechicera, y era perfectamente capaz de renovar la magia de su dragona ella sola.
Detectó entonces la primera uña de luna emergiendo tras las montañas y regresó con los demás.
Parecía que se habían olvidado del shek, porque ahora estaban trabajando en otra cosa. Jack los vio amontonando trastos ante el cuerpo de la criatura y, seguidamente, levantar postes verticales en cada uno de los montones, mientras entonaban feroces cánticos de guerra al ritmo de los tambores.
—¡Yandrak! —lo llamó alguien.
Se volvió. A la luz de las hogueras reconoció a uno de los pilotos que lo habían salvado por la mañana.
—Celebro ver que ya te has repuesto —dijo; hablaba casi tan rápido como Kimara—. ¿Nos acompañarás en la fiesta de esta noche?
—¿Qué clase de fiesta? —preguntó Jack con precaución.
El humano rió.
—Eso depende de cómo se les haya dado la caza a Goser y los demás —sonrió, enseñando todos los dientes—. Pero apuesto a que será memorable. —Señaló con un gesto vago los postes y los montones de trastos—. Bonita pira, ¿verdad? Arderá muy bien…
Jack retrocedió un paso. Aquel tipo empezaba a resultarle siniestro.
Iba a comentar algo cuando, de pronto, los vigías lanzaron gritos de aviso. Pero, a juzgar por la reacción jubilosa del resto de los rebeldes, parecía que los recién llegados eran amigos. El corazón de Jack dio un vuelco.
Corrió hacia el lugar por donde un grupo de figuras llegaban triunfales, bañadas por la luz de las hogueras. Los demás las recibieron con una algarabía de tambores y gritos de aliento. Jack se detuvo a unos metros, de golpe, cuando vio que los recién llegados llevaban prisioneros. Sin poder creer lo que veían sus ojos, contempló cómo subían a los cautivos, ocho szish, a las piras que habían preparado para ellos, y los ataban fuertemente a los postes. «Los van a quemar vivos», entendió, estremeciéndose. Había algo grotesco y perverso en la idea de sacrificar a aquellos soldados szish ante el cadáver de la gran serpiente, sin ojos y sin alas. «Probablemente le habrían arrancado también los colmillos, si se hubiesen atrevido a enfrentarse al veneno», pensó Jack, asqueado.
Tenía que detener aquella locura. Avanzó hacia ellos, con paso firme, cuando otra cosa llamó su atención.
Alguien había subido a lo alto del cadáver del shek y lanzaba un potente grito de triunfo, enarbolando un hacha en el aire. Todos corearon su nombre:
—¡Goser! ¡Goser! ¡Goser! ¡Goser!
Casi enseguida, otra figura subió junto a él. Una figura femenina.
Ambas siluetas se confundieron un momento, recortadas contra la luz del fuego, y volvieron a separarse. La mujer emitió un grito de júbilo y alzó los puños en señal de victoria. Los rebeldes la secundaron, y los tambores sonaron más alto.
Jack reconoció a Kimara, y no lo soportó más. Se abrió paso entre la gente y se acercó, a empujones, hasta el cuerpo del shek.
Interceptó a Kimara cuando esta bajaba de un salto desde el muñón del ala derecha. Casi tropezó con ella.
—¡Jack! —exclamó la semiyan, encantada, al reconocerlo—. ¡Has venido a unirte a nosotros!
Jack retrocedió un paso y la contempló. También ella parecía tan salvaje como sus compañeros.
—Si esto es lo que hacéis aquí —dijo con frialdad, señalando el cuerpo del shek y a los szish que estaban siendo amarrados a los postes—, no quiero tener nada que ver.
La sonrisa se borró del rostro de Kimara.
—¿Sigues defendiendo a las serpientes? Hemos ejecutado a gente por mucho menos que eso —amenazó.
Jack entornó los ojos.
—Atrévete a ponerme una sola mano encima —la desafió.
Kimara echó un breve vistazo a su alrededor. Estaban rodeados de gente que los miraba con curiosidad. Indicó a Jack con un gesto a que la siguiera a un lugar más discreto.
—¿A qué has venido, entonces?
—Tanawe exige que volváis a Nandelt.
Kimara hizo un gesto de fastidio.
—Otra vez con eso. Pues no voy a volver. Este es mi hogar y es aquí donde de verdad estamos luchando… Vosotros, gente de Nandelt, no hacéis más que organizar y preparar cosas, pero nunca pasáis a la acción.
—¿Es así como deberíamos pasar a la acción? —casi gritó Jack—. ¿Mutilando sheks?
Kimara le dirigió una breve mirada.
—Veo que aún eres amigo de Kirtash.
—Kirtash no… —empezó Jack, pero se mordió la lengua; acalló aquella parte de su mente que le recordó, de forma muy poco oportuna, que el shek se había llevado a su novia, y dijo, conteniendo la ira—: Kirtash será un asesino y un traidor, pero aún no ha caído tan bajo como vosotros.
—¿De qué estás hablando? —le espetó Kimara, y sus ojos llameaban de ira—. ¡Tú eres un dragón! ¡Deberías odiar a los sheks!
—Y lo hago… pero también los respeto. Pueden ser fríos o despiadados, pero no son crueles. No hieren ni matan por placer. Esa, me temo… es una cualidad de los sangrecaliente. Una cualidad de la que deberíamos avergonzarnos.
Kimara sonrió de forma siniestra.
—Yo no me avergüenzo —dijo—. Yo me enorgullezco de estar viva y de sentir cosas… aquí —se golpeó el pecho con el puño—. ¡Me enorgullezco de que corra fuego por mis venas, y no hielo! ¡Y de tener valor para vengar las atrocidades que los sheks cometen contra mi gente, día tras día! ¿Acaso tú no sientes cosas? ¿O es que ya tienes el corazón congelado?
Se acercó a él… lo bastante como para que pudiera sentir el olor de ella, salvaje y almizclado… demasiado como para que se sintiera cómodo.
Jack respiró hondo y se apartó de ella. Y esta vez no lo hacía por Victoria, sino por sí mismo.
—No, Kimara —dijo—. Me enorgullezco de mis emociones, pero no de todas ellas. No de las que podrían llegar a convertirme en alguien… como la persona que has llegado a ser tú.
Ella se rió de él.
—Bien —dijo—, si has venido a sermonearme, me temo que no tengo tiempo para escucharte. Ya puedes volver a Nandelt con Victoria y tu amigo shek.
Jack deseó con toda su alma poder hacerlo.
—Me vuelvo a la fiesta —prosiguió ella—. Creo que me la he ganado, ¿no te parece? Al menos yo sí me dejo la piel luchando contra el enemigo. ¡Ah! Puedes llevarle la dragona a Tanawe. Ya no la necesito.
—No es eso lo que Tanawe quiere de ti, y lo sabes.
—Ya lo sé —dijo ella—. Pero se le pasará el enfado en cuanto le des lo que hay en el interior de la dragona, ya lo verás.
—¿Qué hay en el interior de la dragona? —preguntó Jack, frunciendo el ceño.
—¿Cómo, no te lo dijo? Me pidió restos de dragón: escamas, colmillos, garras y cosas así. Y yo he cumplido con mi parte.
Jack la miró, sin dar crédito a lo que oía.
—¿Entraste en Awinor para saquear los restos de los dragones?
—Sí, y fue tu admirada Tanawe quien me lo pidió. ¿No es encantadora? —añadió, con sequedad—. Y ahora, vete, antes de que se nos acabe la paciencia.
Jack no respondió. Los gritos agónicos de los szish, mezclados con siseos desesperados, empezaban a resonar por el campamento. El joven, ignorando a Kimara, desenvainó a Domivat y se abrió paso hasta la pira. Los rebeldes lo abuchearon y varios trataron de detenerlo, pero Jack los rechazó, blandiendo su espada de fuego. Después, fue de poste en poste, hundiendo a Domivat en los fríos corazones de los hombres-serpiente, otorgándoles la muerte rápida y limpia que los rebeldes les negaban, ahorrándoles el sufrimiento de ser incinerados vivos.
Cuando bajó de la pira de un salto, se topó con Goser, que lo observaba con sus brazos tatuados cruzados ante el pecho y sus ojos de fuego fijos en él.
—¿Porquéhashechoesoextranjero? —quiso saber.
Jack sostuvo su mirada.
—No me gusta ver cómo torturan a la gente —dijo—. No me parece que sea un espectáculo que pueda disfrutar nadie que tenga corazón —añadió, en voz lo bastante alta como para que Kimara lo oyese.
Goser entrecerró los ojos.
—Losszishnosongente —dijo—. Sonmonstruos.
—Son gente —replicó Jack—. Aunque no tengan nuestro mismo aspecto.
El yan movió la cabeza.
—Nodiríasesosihubiesesvistoloquesoncapacesdehacer.
Jack sostuvo su mirada un momento más, tratando, tal vez, de leer en el alma del líder yan. Le pareció ver, bajo su capa de seguridad y determinación, una honda tristeza.
Sacudió la cabeza, dio media vuelta y se alejó de él.
No dijo nada a Kimara cuando pasó junto a ella. No dijo nada a nadie ni respondió a los gritos ni a los abucheos. Se limitó a entrar en su tienda, a tenderse en la estera y a cerrar los ojos, con amargura.
La fiesta continuó hasta bien entrada la noche. Como si quisieran desafiar a Jack, los rebeldes tocaron, cantaron y bailaron en torno al fuego y al cuerpo del shek, lanzando gritos de salvaje júbilo a las estrellas. Sin embargo, cuanto más altos sonaban los cánticos, más tenía Jack la certeza de que aquella fiera alegría no hacía sino enmascarar un profundo poso de ira, dolor y desesperación.
Durmió apenas un rato, lo bastante como para recuperar fuerzas. Después, salió de la tienda.
La celebración proseguía. Los yan ejecutaban en aquel momento la danza de las antorchas que tan gratos recuerdos le traía. Goser y Kimara bailaban junto a la hoguera, y Jack se quedó un momento a contemplarlos desde lejos, admirando, a su pesar, la fuerza de cada uno de sus movimientos, la energía que derrochaban, como si lo que latiera en sus pechos fuera el corazón de una estrella. Sonrió con cierta melancolía: también él había bailado aquella danza con Kimara, pero no cabía duda de que Goser lo hacía mucho mejor.
«Tengo que marcharme de aquí», se dijo; pero, por alguna razón, se quedó hasta el final, hasta el momento en que ambos entraron juntos en una de las tiendas.
Cerró los ojos. Los recuerdos seguían acudiendo a su mente y resultaba difícil echarlos.
La noche en que había bailado con Kimara había echado de menos a Victoria. Parecía haber pasado una eternidad desde entonces. Él había cambiado, y Kimara también había cambiado, y había encontrado a otra persona que le gustara lo bastante como para bailar con ella en torno al fuego. Pero había cosas que permanecían inalterables.
Todavía seguía echando de menos a Victoria. Desesperadamente.
Jack sacudió la cabeza y se alejó del campamento, hasta un lugar más discreto. Allí, se transformó en dragón, alzó el vuelo y abandonó la base de los rebeldes sin despedirse de nadie.
Victoria encontró la cabaña por pura casualidad cuando sobrevolaban los márgenes de Alis Lithban.
Estaba semiderruida. El desmesurado crecimiento de la flora del bosque había estado a punto de derribarla por completo; pero, misteriosamente, las paredes habían aguantado, y el tejado, aunque asfixiado por el abrazo de los árboles, no se había hundido por completo.
El interior, no obstante, estaba mucho peor.
Con un suspiro de resignación, Victoria cubrió con su capa una extensa mata de helechos que había crecido en un rincón y depositó sobre ella a Christian, con sumo cuidado. Después, procedió a adecentar la cabaña, a retirar las hierbas y a colocar en su sitio los muebles y utensilios que todavía pudiesen utilizar. Mientras se subía a uno de los troncos para tratar de retirar la maleza que cubría una de las ventanas, se dio cuenta de que Christian la miraba. Bajó con cuidado y se reunió con él.
—¿Qué sucede? —le preguntó, preocupada—. ¿Te encuentras bien?
—Nada. Solo… bueno… me gusta mirarte.
Victoria sonrió.
—¿Redescubriendo los sentidos humanos, por fin? —bromeó, pero su voz se quebró en la última sílaba, y se mordió los labios para contener las lágrimas.
—No deberías… estar haciendo esto —dijo Christian con esfuerzo—. Vas a tener un bebé.
Victoria tragó saliva y se secó una lágrima indiscreta.
—La cama no se puede usar —dijo, sin responder al comentario del shek—. Pero voy a hacerte un lecho de hierbas y hojas. Intentaré que no resulte demasiado húmedo…
—No importa. No estoy… acostumbrado a las comodidades. Puedo descansar en cualquier parte.
Victoria deslizó sus dedos por el rostro de Christian, pero él alzó la mano para cogerla por la muñeca. La miró a los ojos, y la tristeza volvió a invadir a la joven, al no ver en ellos aquel brillo gélido que solían reflejar.
—¿Qué… está pasando, Victoria? —pudo decir él; trató de que su voz sonara firme, pero estaba demasiado débil, y fue solamente un susurro.
Ella respiró hondo.
—Hemos… te he traído aquí para cuidar de ti. Sé que no es gran cosa, pero es que… no sabía dónde llevarte.
«No te quieren en ninguna parte», pensó, pero no se atrevió a decírselo en voz alta.
El seguía mirándola.
—Necesito saber más —dijo—. Por favor… sé sincera.
Había una nota de pánico en su voz. «Por una vez, no puede leer mi mente», pensó Victoria. «No sabe qué pienso, no sabe que está pasando». Se sintió conmovida. No podía mentirle.
Incorporó la cabeza de él, con cuidado, para apoyarla en su regazo.
—No sé cómo curarte, Christian —susurró—. Nadie sabe cómo curarte. He acudido a Gerde, pero ni siquiera ella puede hacer nada por ti. La materia de la que está hecha esta gema fue creada por los Seis para encarcelar la esencia del Séptimo. Una vez que se activa para cumplir con su cometido, no hay fuerza sobre el mundo capaz de destruirla. Solo los Seis podrían salvarte… y me temo que no van a hacerlo.
—¿Dónde está Jack? —preguntó Christian de pronto.
Victoria apretó los dientes. Pensar en Jack le hacía mucho daño, le rompía el corazón en pedazos: por eso trataba de apartarlo de su mente para centrarse en Christian, en buscar la forma de ayudarlo… pero eso era casi peor.
—Se ha… quedado en Vanissar.
—¿Por qué… no está aquí, contigo?
Victoria no supo qué responder. No le parecía que fuese el momento adecuado para hablar de sus problemas sentimentales.
—Porque… bueno, ha preferido quedarse allí.
—Tendría que estar… contigo. Vas a tener un bebé. —Parecía obsesionado con esa idea; la miró, con un brillo febril en los ojos—. ¿Quién… va a cuidar de vosotros cuando yo no esté?
—¡No digas eso! —casi gritó Victoria—. Y deja ya de hablar de cuidar de mí. Deja que sea yo quien cuide de ti, por una vez. Yo no me he rendido, ¿me oyes? Te juro… que encontraré la forma de salvarte.
Christian la miró un momento, casi sin verla, y después cerró los ojos y volvió a sumirse en un estado de inconsciencia. Victoria lo alzó un poco más, con cuidado, para estrecharlo entre sus brazos.
—No te rindas… —susurró—. Por favor, no te rindas. No puedes acabar así. Te prometo que… —su voz quedó ahogada por las lágrimas, y tardó un poco en poder hablar de nuevo—. Ojalá supiera qué hacer. Ojalá…
Shail halló a Ymur leyendo atentamente un enorme libro, sentado junto a la ventana, ante una de las pocas mesas especiales para gigantes que había en la Torre de Kazlunn. Junto a él había otra pila de libros pendientes de revisar. La mayor parte de ellos eran volúmenes de un tamaño considerable.
Shail también llevaba sus propios libros, aunque de tamaño más reducido. Los dejó sobre la mesa contigua, y el ruido sobresaltó al gigante.
—¿Algo nuevo? —le preguntó el mago.
—Es muy interesante este libro —respondió el sacerdote—. Me sorprende la visión de la historia tan errónea que tenéis los hechiceros. Presentáis la Era de la Contemplación como una época de represión y oscurantismo.
«Porque lo fue», pensó Shail, pero no lo dijo. No tenía ganas de iniciar una discusión con Ymur.
—Es el mismo libro que estabas leyendo ayer —señaló, con una sonrisa—. ¿Sigues con él porque es muy interesante, o porque tiene las letras muy grandes y resulta más fácil de leer que los otros?
El sacerdote gruñó, pero no respondió a la pregunta.
—Y tú, ¿qué has visto en esos libros? —quiso saber, señalando los volúmenes en arcano que Shail había sacado de la Biblioteca de Iniciados.
El mago movió la cabeza.
—Se puede invocar a demonios, genios, espíritus e incluso elementales —dijo—, pero no dice nada de cómo invocar a un dios. Me pregunto de dónde sacaría Ashran la idea de que se puede hablar con los dioses. Y cómo consiguió que la Sala de los Oyentes sirviera para algo más que… escuchar.
Ymur no lo escuchaba. Había vuelto a su libro, y Shail, encogiéndose de hombros, se sentó frente a él y empezó a examinar los volúmenes que se había traído.
Pero apenas lograba concentrarse.
No podía dejar de pensar en la huida de Victoria. Sabía que podía cuidarse sola, pero no podía evitar preocuparse un poco. También le entristecía la ruptura de Jack y Victoria. Lo había hablado con Zaisei, antes de despedirse de ella para ir a la Torre de Kazlunn, y la joven se había mostrado sinceramente apenada.
—Era un lazo tan hermoso —suspiró—. Ojalá no permitan que se rompa.
Shail le pidió que hablara con Jack, que le dijera lo que sabía acerca de los sentimientos de ambos chicos, pero Zaisei se había negado.
—Es algo que deben solucionarlo ellos dos, Shail. Si después de todo este tiempo, Jack todavía tiene dudas acerca de sus sentimientos y de los de Victoria, nada de lo que yo pueda decirle lo arreglará. Sería como poner un parche sobre la herida sin limpiarla primero, ¿comprendes?
Shail había dicho que sí, pero lo cierto era que no lo comprendía del todo.
Se había despedido de Zaisei con el corazón encogido. Había actuado de forma impulsiva al decirle a Alsan que se iba a la Torre de Kazlunn, sin consultarlo con la celeste, y ahora se arrepentía. Zaisei y Gaedalu seguían en Vanissar, pero pronto partirían de vuelta al Oráculo. Para cuando Shail regresara, ellas ya se habrían marchado.
También Qaydar y el resto de los hechiceros habían vuelto a la Torre de Kazlunn. Nadie había dicho aún al Archimago que Victoria se había marchado; solo sabía que Kirtash había escapado pero, por lo visto, eso no le inquietaba. Uno de los aprendices había desaparecido, y Qaydar estaba sinceramente preocupado por él. Shail lo conocía de vista: se trataba de un joven de aspecto amargado que no sonreía nunca. Qaydar había vuelto a la Torre de Kazlunn con la esperanza de encontrarlo allí, pero no había ni rastro de él. Shail no entendía por qué le concedía tanta importancia. Era cierto que había pocos magos, pero, por lo que él sabía, aquel en concreto no era precisamente un aprendiz prometedor. No obstante, se había ofrecido a acompañar a los magos de regreso a la Torre; no había motivo para retrasar el viaje y, además, sentía curiosidad por saber si Ymur había averiguado alguna cosa más.
Aunque la verdad era que regresaba porque, después de todo lo que había pasado, ya no se sentía a gusto con Alsan. Era cierto que Kirtash era un asesino, era cierto que había sido su enemigo. Pero eso no justificaba, en su opinión, que lo humillaran, lo maltrataran y lo asesinaran de aquella forma. «Debería morir en combate», se dijo, «como el guerrero que es; o, en su defecto, debería tener una muerte rápida y limpia, sin dolor, como las que él mismo dispensa». Le costaba entender cómo era posible que Alsan, precisamente Alsan, no fuera capaz de comprender esto. No era propio de él utilizar aquellos trucos para acabar con sus enemigos y, no obstante, seguía estando convencido de que actuaba con justicia.
Un golpe seco interrumpió sus pensamientos. Alzó la cabeza, sobresaltado. Ymur acababa de cerrar el libro con cierta violencia.
—Qué sarta de mentiras —dijo, disgustado—. ¿Cómo se puede justificar en modo alguno el comportamiento de los hechiceros en la Segunda Era? ¡Estaban todos de parte de Talmannon!
—Se debía a Shiskatchegg… —empezó Shail, pero Ymur lo interrumpió:
—Ya he leído eso. Menuda excusa más pobre. Todo el mundo sabe que Shiska-lo-que-sea no es más que un mito.
Shail no quiso discutir.
—Talmannon fue un hechicero poderoso —comentó—. No logró hacerse con el poder en Idhún por casualidad.
—Claro que no; el Séptimo estaba de su parte, todos lo sabemos. El y los sheks…
Se interrumpió de pronto, porque Shail se había puesto en pie de un salto.
—¡Pero qué estúpido soy! —exclamó—. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¡Talmannon! El fue una de las primeras encarnaciones del Séptimo. Ashran debió de imaginarlo, de alguna manera… se inspiró en él, quiso emularlo…
Ymur lo miró fijamente.
—¿Talmannon, una encarnación del Séptimo? —repitió—. No puede ser. Si fuese un dios, ¿cómo habría logrado derrotarlo Ayshel?
—Igual que Jack y Victoria derrotaron a Ashran: porque los dioses actuaron a través de ellos, les prestaron su poder… quizá, en el caso de Ayshel, fue a través de los unicornios… quizá hubo otra profecía…
Pero no tenía certezas. Sacudió la cabeza, confundido.
—Es una teoría interesante, mago —gruñó Ymur—. Pero eso no explica cómo averiguó Ashran la forma de invocar a un dios.
Shail sacudió la cabeza, perplejo.
—Debió de leerlo en alguna parte, estoy seguro. Pero ¿dónde?
Ymur se rió sin alegría.
—Esto no me lo oirás decir muchas veces, Shail, pero mucho me temo que no se trate de un conocimiento que pueda leerse en los libros. De lo contrario, mucha más gente tendría constancia de ello. Más gente aparte de Ashran, claro.
Shail cerró los ojos y se recostó sobre el respaldo de la silla, con un suspiro. El razonamiento de Ymur tenía sentido y, no obstante, no podía dejar de pensar en el libro que Victoria había encontrado en Limbhad, un libro cuyo contenido había sido celosamente guardado por los unicornios hasta aquel momento. Pero Ashran, que él supiera, no había tenido ocasión de viajar a Limbhad, por lo que la información que estaban buscando no podía encontrarse allí.
—Desde la época de Talmannon hasta ahora —estaba diciendo Ymur—, hemos tenido un largo periodo de paz. Si tu teoría es acertada, cuando Talmannon fue derrotado por la Doncella de Awa el Séptimo abandonó Idhún… hasta que Ashran lo volvió a llamar.
—¿Y dónde estuvo todo ese tiempo? —murmuró Shail, aún con los ojos cerrados.
—… Desde Talmannon hasta Ashran —prosiguió Ymur—, nadie más invocó al Séptimo. Ese conocimiento permaneció oculto. ¿Cómo lo descubrió Ashran? ¿Dónde lo obtuvo?
—Como no se lo preguntemos a él mismo… —dijo Shail, alicaído.
—Sí —gruñó Ymur, molesto—. No me cabe duda de que los magos sois capaces de hacer ese tipo de cosas. Molestar a los muertos de su eterno descanso para preguntarles cosas absurdas.
—No todo el mundo puede hacer eso —protestó Shail, irguiéndose—. Es una rama de la magia prohibida y peligrosa. Se llama…
Se calló, de golpe, y el color desapareció de su rostro. Ymur lo vio y arrugó el ceño.
—… ¿Nigromancia? —lo ayudó.
Shail se había quedado sin habla.
—No puede ser —dijo—. ¿Ashran fue capaz de invocar al mismísimo Talmannon para preguntarle cómo había contactado con el Séptimo?
Ymur frunció el ceño.
—Mmmm —murmuró, pensativo—. Mmmnm. Sí, ¿por qué no? Después de todo, estamos hablando del hombre que exterminó a los dragones y los unicornios. Del que, según me has contado, fue capaz de implantar el espíritu de un shek en el cuerpo de su propio hijo.
—Pero esas cosas las hizo cuando ya era el Séptimo.
—¿De veras? También Talmannon, si nuestra teoría es acertada, estaba poseído por el Séptimo. Si se hubiese visto obligado a hacer cosas que no quería hacer, ¿por qué razón iba a contar a alguien, después de muerto, cómo renovar su imperio?
Shail sacudió la cabeza.
—Estamos sacando conclusiones precipitadas.
—¿Se podría invocar el espíritu de Talmannon, Shail? ¿Podría hacerlo alguien lo bastante poderoso… o lo bastante loco? ¿Podría haberle preguntado cómo logró hacer volver a Idhún al Séptimo?
Shail hundió la cabeza entre las manos, temblando.
—Yo… no lo sé —admitió—. Tendría que investigarlo un poco más. Tendría que…
Se levantó de un salto y salió volando de la habitación, en dirección a la Biblioteca de Iniciados.
Gerde se despertó de golpe. Se encontraba a solas en el árbol-vivienda. Assher y Saissh dormían en una tienda que habían levantado no lejos de allí… cerca del Portal interdimensional. Y, sin embargo, sentía una presencia muy cerca de ella. Retrocedió hasta la pared y lanzó una mirada cautelosa al cuenco de agua que reposaba en un rincón.
El agua temblaba y se ondulaba, emitiendo un extraño resplandor. Gerde sabía que eso significaba que, desde la Tierra, Shizuko quería hablar con ella.
Cuando la imagen de la mujer fue claramente visible en la superficie del agua, Gerde le espetó:
—¿Qué es lo que quieres ahora, Ziessel? Te dije que aguardaras a mi señal.
Ella no la escuchó. Alzó la cabeza hacia Gerde, y el hada vio que, por primera vez, el rostro marfileño de Shizuko mostraba un rictus de profundo sufrimiento.
—Te lo ruego… —dijo, con voz ahogada—. No puedo soportarlo más… no puedo… por favor… devuélveme mi cuerpo.
Gerde retrocedió y la miró con disgusto.
—¿Y para eso me molestas?
—Hace tiempo me dijiste que tuviese paciencia; que, cuando estuviésemos todos en la Tierra, harías algo por mí… pero ya no puedo… no puedo seguir viviendo así…
El hada no respondió. Se limitó a mirarla con expresión inescrutable, y Shizuko comprendió, de pronto, lo que estaba sucediendo. Palideció.
—No tienes la menor intención de ayudarme, ¿verdad?
—Por el momento, no.
Shizuko entornó los ojos, pero no dijo nada. Gerde le dedicó una encantadora sonrisa.
—Sé lo que estás pensando. Tienes intención de regresar a Idhún en cuanto acabe esta conversación. Sabes, Ziessel, eso no sería una buena idea. Te concedí el poder de viajar entre dimensiones, pero fui yo quien abrió la Puerta a través de ti tras la caída de Ashran. Porque nunca te enseñé a utilizar ese poder, ¿no es cierto?
—No, que yo recuerde —dijo Shizuko con lentitud.
—Déjame adivinarlo: Kirtash te ha enseñado, ¿verdad? Entrometido híbrido —suspiró—. ¿No se os ocurrió pensar que si no te enseñé fue porque no quería que regresaseis?
Shizuko pareció perder su compostura. Sus hombros temblaron en una convulsión silenciosa.
—No puedo quedarme más tiempo allí, mi señora. Te lo ruego… permítenos volver. Devuélveme mi cuerpo.
—Todo a su debido tiempo, Ziessel. Todavía es pronto…
—Pronto, ¿para qué? —se desesperó ella, y no era una criatura propensa a la desesperación—. ¡He hecho todo lo que me ordenaste! ¡Lo tengo todo preparado, incluso estoy haciendo gestiones para recuperar los grandes bosques, como me dijiste! Estoy invirtiendo toda la fortuna de mi familia… de la familia de Shizuko Ishikawa —se corrigió— en adecuar este mundo a tus necesidades. Pero es demasiado esfuerzo para una sola persona, y cuando te busco al otro lado solo encuentro silencio.
—Demasiado esfuerzo para una sola persona —murmuró Gerde—. Te comprendo muy bien. Sabrás, pues, que toda tarea importante lleva su tiempo. Sabes… que la Tierra no es todavía un lugar adecuado para los sheks… ni para mí. Me dices que está todo listo, pero sé muy bien que tardarás años, tal vez décadas, en terminar tu tarea.
Los ojos rasgados de Shizuko se agrandaron al máximo.
—¿Vas a esperar… tanto tiempo?
—Esperaré todo lo que haga falta —replicó Gerde, con sequedad—. Y tú, mientras tanto, vas a quedarte donde estás. Tu labor en la Tierra es muy importante para todos nosotros. Siempre y cuando te atengas al plan establecido, por supuesto. Y, para asegurarme de que lo haces… voy a retirarte el poder de abrir Puertas. No podrás volver si yo no te lo permito.
Shizuko palideció, aterrada, y quiso replicar, pero Gerde no le dio oportunidad. Cortó la comunicación, y el cuenco de agua volvió a quedar oscuro y en silencio.
Se incorporó, inquieta. No había sido tan brusca con ella simplemente porque la hubiese molestado. Había algo fuera, algo que requería su atención inmediata. Salió del árbol, con precaución, y atisbo por entre las ramas. Entornó los ojos, irritada, cuando vio dos dragones sobrevolando el desfiladero. Estaban descendiendo; debían de haber visto ya el suave resplandor rojizo de la Puerta, y bajaban a investigar.
Un movimiento junto a ella le indicó la presencia de Assher.
—¿Habéis visto eso, señora? —susurró el szish.
Gerde asintió, pero no se volvió para mirarlo. Sus ojos seguían fijos en los dragones.
De pronto, uno de ellos inspiró hondo y lanzó una bocanada de fuego contra la Puerta interdimensional. Gerde gritó y trató de detenerlo con un hechizo, pero el fuego alcanzó su objetivo igualmente. La frágil brecha entre dimensiones tembló bajo el ataque y parpadeó.
—¡Malditos dragones! —siseó Gerde. Corrió hasta plantarse ante la Puerta interdimensional, dispuesta a defenderla. Los pilotos la vieron. Debieron de reconocerla, puesto que tomaron impulso para descender en picado hacia ella.
Gerde empleó la magia para construir una barrera mágica en torno a sí misma y a la Puerta. Dudó un instante. Podía utilizar el poder que latía en el fondo de su alma, un poder que iba mucho más allá de la magia que le habían entregado los unicornios tiempo atrás. Podía usar ese poder y destruir a los dragones en un instante. No obstante, temía llamar la atención si lo hacía. Había seis dioses que la estaban buscando por otras dimensiones, pero estaba convencida de que, en el fondo, no habían dejado de vigilar Idhún ni un solo instante, aguardando una señal que les indicase que ella seguía allí.
Usó la magia del rayo para atacar al primero de los dragones, pero no tuvo el efecto que esperaba. Aquellos artefactos estaban construidos con madera ignífuga. Ni canalizaban la electricidad, como el metal, ni el fuego podía prender en ellos. Recordó que, meses atrás, la presencia de Yohavir había acabado con la mitad de una flota de dragones, si era cierto lo que le habían contado. Recurrió a la magia del viento.
Uno de los dragones descendió hacia ella para atacarla, pero se vio atrapado en el tornado que había creado. Lo vio rugir mientras daba vueltas en el aire, y entonces utilizó un hechizo para succionar toda la magia que recorría aquel armazón de madera.
De pronto, el dragón dejó de parecer un dragón. Agitó las alas inútilmente y fue a caer, dando vueltas sobre sí mismo, sobre las rocas que bordeaban el desfiladero, no muy lejos de la Puerta. Gerde ejecutó un último hechizo destructor, energía pura que lanzó con violencia contra el dragón caído. Ambos, máquina y piloto, estallaron en una espectacular explosión.
El hada sonrió para sí misma. Pero entonces vio que el otro dragón se batía en retirada y se alejaba de allí. Entrecerró los ojos. Los sheks estaban demasiado lejos como para interceptarlo a tiempo, pero si permitía que regresase a Vanissar y que revelase el lugar exacto en el que se encontraba, no tardaría en tener encima a toda la flota de dragones artificiales de los sangrecaliente. Cerró los ojos y tomó una decisión.
El piloto había visto lo que había sucedido con su compañero. Había comprendido que, en aquellos momentos, era más urgente regresar a Nandelt para revelar a todo el mundo lo que había descubierto que quedarse a pelear y correr el riesgo de que aquella información se perdiera con él.
Los Nuevos Dragones llevaban ya tiempo enviando patrullas a explorar los Picos de Fuego. Sabían exactamente dónde encontrar a los sheks y a los szish, pero todavía no habían atacado su base. Se limitaban a recorrer los alrededores, reconociendo el terreno. Alguna vez habían sido interceptados por sheks. Pero nunca antes habían topado con Gerde. Todo el mundo daba por supuesto que ella se encontraría en el mismo lugar donde se habían refugiado el resto de las serpientes, cerca de la Sima. La noticia de que se escondía en otro lugar iba a interesar mucho a Denyal, a Covan y al rey Alsan.
Nunca llegó a salir de los Picos de Fuego. Lo último que vio fue el rostro de la feérica al otro lado de la escotilla, un rostro terrible y sobrenatural, enmarcado por una revuelta cabellera que parecía tener vida propia; Gerde lo miraba sin expresión alguna en sus facciones de alabastro, y era una mirada que pareció taladrar su mente e hizo temblar de horror cada partícula de su cuerpo.
Aquella sensación de puro terror fue lo último que sintió antes de que él y su dragón se desintegrasen igual que un muñeco de arena aplastado por la mano de un titán.
Gerde volvió a posarse en tierra, suavemente, y oteó el cielo sobre ella. No había más dragones. Sonrió, satisfecha… y se estremeció, de pronto, sin saber por qué. Alzó la cabeza, preocupada, deseando que su percepción se hubiese equivocado.
—No, aún no… —murmuró—. Aún es demasiado pronto…
«¿Qué demonios estoy haciendo aquí?», se preguntó Jack, por segunda vez en muy poco tiempo. «Soy un dragón: tengo una dignidad…».
Pero también era en parte humano y, por alguna razón, le había parecido algo natural, al deambular sin rumbo por las calles de Lumbak, entrar en la primera taberna que había encontrado.
No le sorprendió ver que la regentaba un humano. No obstante, los clientes eran yan, en su mayoría. Después de lo que había visto en el campamento de los rebeldes, no sentía ganas de tener más tratos con yan, por el momento; de modo que ocupó un lugar libre no lejos de un enorme humano barbudo que roncaba, de bruces sobre la mesa, ante la que con toda seguridad no era, precisamente, su primera jarra.
Jack suspiró para sus adentros. Aquello era un antro caluroso, ruidoso y maloliente, pero en aquellos momentos no le importaba. Sentía que no tenía ningún otro sitio a donde ir. Ya no quería regresar a Nandelt, con Alsan, Tanawe y los demás. Tenía la extraña sensación de que había visto su futuro en aquel campamento yan; de que, si las cosas seguían así, pronto la guerra contra las serpientes se convertiría en algo muy semejante a lo que estaba sucediendo en Kash-Tar.
El tabernero interrumpió sus lúgubres pensamientos.
—¿Qué te sirvo, muchacho?
Jack lo miró con cierta desgana.
—¿Qué es lo típico por aquí?
—El darkah —respondió el hombre, con una amplia sonrisa—. Pero es una bebida yan. Puro fuego, ya sabes.
Jack se encogió de hombros.
—No me asusta el fuego.
—Como quieras —rió el tabernero.
Lo cierto era que Jack no estaba acostumbrado a beber alcohol, y suponía que lo que iban a servirle le sentaría como un tiro. Pero no le importaba. El borracho que yacía a su lado dormía como un bendito, y en aquellos momentos Jack lo envidiaba profundamente.
El tabernero plantó ante él una jarra llena de un líquido rojizo. Jack no quiso preguntar con qué se elaboraba el darkah. Sospechaba que no le sentaría mejor si lo sabía.
—Banzai —murmuró, y bebió un sorbo.
Fue mucho peor de lo que había imaginado. El licor abrasó su boca, su lengua y su garganta y cayó por su esófago como un río de lava. Jack empezó a toser, sin poderlo evitar, despertando al borracho y provocando un coro de risas en el local.
—¡Por Aldun, muchacho, ya te dije que era fuerte!
Jack trató de decir algo, pero no fue capaz. Entonces, un vozarrón tronó a su lado:
—¡Vete a llenarle las tripas a un swanit, Orfet! ¿Es que quieres envenenarlo?
Después le ordenó al tabernero que le sirviera algo que Jack no entendió. Momentos más tarde, tenía ante sí una nueva jarra. Aún boqueando, la miró con cierta desconfianza.
—Bebe, te sentará bien.
Cualquier líquido tenía que ser, por fuerza, más refrescante que lo que le acababan de dar, por lo que Jack, con la garganta abrasada, bebió con avidez. Y fue casi milagroso: el brebaje calmó su sed y lo refrescó por dentro. Se volvió hacia su salvador, el enorme humano borracho, que resultó tener, despierto, una desconcertante mirada de dos colores.
Abrió la boca para darle las gracias, pero de pronto, todo empezó a darle vueltas y dejó caer pesadamente la cabeza sobre la mesa. Sintió, vagamente, que el barbudo lo agarraba del cuello de la camisa y lo levantaba un poco en el aire. Después lo dejó caer otra vez.
Jack respiró hondo y, poco a poco, fue recuperándose. Logró alzar la cabeza un poco, parpadeó y enfocó la vista. Todavía le daba vueltas la cabeza, pero empezaba a sentirse mejor.
—Caray —fue todo lo que pudo decir.
El borracho le dio un par de cachetes en las mejillas. Bastante certeros, para estar borracho, pensó Jack. Se despejó del todo.
—Ya… para, para. Ya estoy bien.
—Tu primer trago de darkah, ¿eh? Suele producir ese efecto en la gente. Deberías andar con cuidado y, si te dicen que algo es fuerte, hacer caso.
Jack se sintió molesto de pronto. Le entraron ganas de gritar a todo el mundo que él no era ningún niño, que había cazado un swanit, matado a varios sheks, y derrotado a un dios. Se contuvo al pensar que nadie le creería y que, de todas formas, no había entrado en aquella taberna buscando notoriedad sino, precisamente, pasar desapercibido. El gesto del barbudo era amistoso, por lo que se esforzó por sonreír.
—Gracias —dijo—. Me llamo Jack.
—Qué nombre tan raro —comentó el hombre—. Bueno, yo soy Rando.
No parecía tan borracho como Jack había supuesto. Volvió a mirarlo con más atención y se dio cuenta de que su primera impresión había sido correcta: tenía un ojo de cada color.
Desvió la mirada, para no parecer descortés, y volvió a hundirla en las profundidades de su jarra.
—Puedes beber eso tranquilamente —dijo Rando—. Te entonará un poco, pero no te matará. Al menos, al principio —añadió, con una risotada.
Jack sonrió. No fue una sonrisa alegre.
—Problemas con las mujeres, ¿eh? —dijo entonces Rando.
—¿Por qué cuando alguien tiene un problema la gente siempre da por sentado que se trata de mujeres? —replicó Jack, molesto.
—Problemas con las mujeres —entendió Rando, asintiendo enérgicamente.
Jack no pudo reprimir una sonrisa, pese a que lo intentó.
—Problemas con muchas cosas, en realidad —murmuró.
—Bueno —respondió Rando, encogiéndose de hombros—. Nada puede ser tan grave como para querer suicidarse bebiendo el que, probablemente, es el peor darkah de todo Kash-Tar —añadió, levantando la voz para que lo oyera el tabernero; este lo mandó a paseo desde la barra.
Rando cogió la jarra de darkah de Jack y, alzándola en el aire, se la bebió de un trago, a la salud del tabernero. Jack lo miraba, atónito. Cuando Rando dejó la jarra en la mesa, aún se quedó mirándolo un momento más, sin poder creerse que siguiera tan tranquilo.
—Tú sí que debes de tener problemas —comentó—. ¿Cómo puedes tragarte eso?
—Precisamente porque no tengo problemas —sonrió Rando—. Los problemas son un engorro; te impiden ser feliz, ¿no te parece?
Jack sonrió.
—Supongo que sí —murmuró—. Pero ¿qué pasa si los problemas lo persiguen a uno?
—Pasa que al final terminamos huyendo de ellos a base de darkah. Pero es sorprendente la gran cantidad de problemas que se resuelven simplemente hablando. Sobre todo cuando se trata de mujeres.
—Eso es simplificar las cosas —protestó Jack—. Hay muchos otros asuntos que me preocupan.
—Si fuera así, no estarías aquí tirado; estarías tratando de solucionarlos —razonó Rando; suspiró, y sacudió la cabeza—. Y todo es mucho más sencillo cuando tienes a una mujer a tu lado. Parece mentira, pero te crees capaz de cualquier cosa. Y no te das cuenta, hasta que la pierdes… de hasta qué punto te apoyabas en ella. Es por eso por lo que acabamos derrumbándonos en cualquier bar.
Jack lo miró, con cierta curiosidad.
—¿Por eso estás aquí? ¿Porque no tienes una mujer en la que apoyarte?
—En cierto modo. Pero la tuve. Ah, sí, la tuve —sonrió con nostalgia, y Jack entendió que la bebida sí le había afectado, al menos hasta el punto de soltarle la lengua—. Y la perdí por no hablar con ella.
—Yo hablaba con ella —replicó Jack—. Hablábamos mucho.
—¿Y la escuchabas?
—Claro que sí. Yo era la persona en quien más confiaba. Era su mejor amigo…
Calló, de pronto, al recordar que, pese a todo, Christian siempre había conocido y comprendido a Victoria mucho mejor que él. Y eso que apenas había pasado tiempo con ella, en comparación. Sacudió la cabeza. «El tiene ventaja», pensó. «Puede leerle la mente».
—Y querías ser algo más, ¿no?
—Era algo más. Eramos… bueno, llevábamos bastante tiempo juntos —se rindió por fin—. Es cierto —murmuró—. Creo que en el fondo temo no ser más que un buen amigo para ella… a pesar de todo lo que hemos pasado juntos.
—Oh —comentó Rando—. Entonces es que hay otro.
Jack sonrió con cansancio.
—Siempre ha habido otro. —Hundió la cabeza entre las manos—. ¿Qué se supone que debía hacer? Hasta hace poco lo he llevado… no sé, más o menos bien. Pero ahora… están pasando muchas cosas. —Suspiró—. Le pregunté si quería que bendijesen nuestra unión, y me dijo que no. ¿Qué se supone que debo pensar?
—Nada —respondió Rando, rotundamente—. Por mucho que te esfuerces no vas a comprender las razones por las que una mujer hace tal o cual cosa. Porque las mujeres siempre tienen razones para hacer las cosas, razones que, aunque nosotros no les concedamos importancia, para ellas sí son importantes. Así que ante la duda, lo mejor es preguntar. Siempre. Y no darlo todo por sentado.
—Gracias por el consejo —murmuró Jack, arrepintiéndose ya de haber iniciado aquella conversación; estaba empezando a darse cuenta de que la bebida lo había hecho hablar demasiado a él también.
—Es lo que me pasó a mí —prosiguió Rando, sin hacerle caso—. Yo tenía una mujer. Preciosa, lista, dulce, valiente… perfecta, o por lo menos, a mí me lo parecía. Se llamaba Yenna. Cuando encuentras a una mujer así, y encima ella siente algo por ti… quieres creer… deseas creer que para ella no existe nada en el mundo, aparte de ti. Pero, por muy importante que seas para ella… es una persona, y tiene su propia vida, y otras cosas que le importan.
»Yenna y yo éramos felices. Había un lazo entre nosotros, los sacerdotes habían bendecido nuestra unión. En aquel entonces, yo trabajaba como soldado en el ejército del rey Kevanion. Se me daba bien —añadió, con una sonrisa—, porque tengo algo de sangre Shur-Ikaili y soy más alto y fuerte que la mayoría de los hombres. Pero para mí no era más que un trabajo. Así que, cuando los sheks invadieron Idhún, y el rey Kevanion se alió con ellos… para mí no cambió nada. Seguí luchando, como siempre, aunque algunos de mis compañeros desertaron.
»Pero con el tiempo Yenna empezó a comportarse de forma diferente. La encontraba más callada, más esquiva. Me estaba ocultando algo, y empecé a sospechar que se veía con otro.
Jack alzó la cabeza, interesado.
—Un día los vi juntos —prosiguió Rando—, mientras regresaba a casa. Estaban en un callejón oscuro, y hablaban en susurros, compartiendo un secreto, algo que no me incluía a mí. Me puse furioso, para qué negarlo. Regresé a casa y la esperé y, cuando llegó, le pedí explicaciones. Le pregunté quién era ese hombre, y qué estaba haciendo con él.
—¿Qué te dijo? —quiso saber Jack.
—Nada —respondió Rando—. No me dijo nada. Se limitó a mirarme, y entonces dio media vuelta y salió de casa. Esa fue la primera vez en toda mi vida que me emborraché —añadió, abatido—. Fui a la taberna y bebí hasta el tercer amanecer, y compartí mis penas con otros solitarios, como estoy haciendo contigo ahora. Cuando regresé a casa ella no había vuelto aún, pero yo estaba tan ebrio que apenas me di cuenta. Al día siguiente pasé todo el día durmiendo. Al despertar me extrañó que Yenna aún no hubiese regresado, y lo primero que pensé fue que se había ido con el otro. Pero entonces me di cuenta de que algo no andaba bien en casa. Todas sus cosas seguían en su sitio. Y parecía que había habido un forcejeo.
»Entendí entonces que alguien se la había llevado a la fuerza, y me lancé a las calles a buscarla, sin éxito. Apenas un par de días después, me llegó un mensaje oficial desde el castillo. Me informaban de que no hacía falta que buscase más a Yenna, porque había sido acusada de traición… y ejecutada.
Se le quebró la voz. Jack se había quedado helado.
—Pensé que debía de ser una broma pesada. ¿Yenna, mi Yenna… tenía tratos con los rebeldes? Y entonces recordé… cuando nos llegó la noticia de que los sheks habían arrasado Shia. Ella había llorado toda la noche. Yo la consolé como pude, pensé que era muy sensible, de hecho me gustaba que fuera sensible. Pensé que se le pasaría. Como al día siguiente ya no lloraba, creí… que ya se le había olvidado.
—Pero no fue así —murmuró Jack.
Rando dio un puñetazo sobre la mesa.
—Si hubiera sabido escucharla… Si me hubiese dado cuenta de que su dolor iba mucho más allá de la empatia, si hubiese concedido importancia al hecho de que ella tenía raíces shianas… tal vez me habría dado cuenta antes de lo que estaba sucediendo. Estábamos luchando en bandos contrarios, y yo no lo sabía. Pero, lo que para mí era un trabajo… para ella era una pasión. Creía firmemente en la causa de los rebeldes, hasta el punto de dar su vida por ella. Pero no quería arriesgar la mía, y por eso nunca me dijo nada. Sabía que, si me mantenía al margen, me protegería incluso aunque las serpientes la capturasen a ella. Y yo, estúpido de mí, no fui capaz de darme cuenta de que Yenna tenía una vida más allá de nosotros dos y de nuestro hogar. Cuando la vi con ese hombre no pude evitar pensar que tenía que ver conmigo, que era una amenaza para nuestra relación. Pero, aunque yo era el centro de su mundo, no era todo su mundo, ¿entiendes? Es lo que no fui capaz de ver. Y por eso la delaté sin darme cuenta.
—¿Que la delataste? —repitió Jack, perplejo. Rando asintió.
—Fue la noche en que le pregunté por el hombre del callejón, que no era sino uno de sus compañeros rebeldes. Ella no respondió a mis preguntas. Y no solo lo estaba protegiendo a él, sino también a mí. Podría habérmelo contado todo, pero entonces me habría puesto en peligro. Pero consideró que salvar mi vida era más importante que salvar nuestra relación. Y la traicioné sin darme cuenta. En la taberna… cuando conté que había visto a mi mujer con otro hombre, y que no había obtenido ninguna explicación ni excusa por parte de ella… había oídos szish escuchando cada una de mis palabras. Las serpientes son astutas, y llevaban tiempo siguiendo la pista de Yenna. Algo de lo que yo dije les dio el dato que necesitaban para descubrir su identidad. Yo la traicioné, la mataron por mi culpa… y todo por no haber sabido escuchar.
Jack escuchaba, sobrecogido. Cuando Rando hundió el rostro entre las manos, temblando, solo fue capaz de decir:
—No fue culpa tuya. Ellos la ejecutaron. No podías saberlo…
Rando alzó la cabeza.
—Yo era su hombre. Debía saberlo. Debía conocerla mejor. —Sacudió la cabeza—. Después de eso fui incapaz de seguir sirviendo en el ejército a las órdenes del rey Kevanion. Deserté…, pero tampoco fui capaz de odiar a las serpientes por lo que habían hecho. No más de lo que me odiaba a mí mismo, en cualquier caso.
Sobrevino un largo silencio.
—Pero no estábamos hablando de mí —concluyó el semibárbaro, súbitamente animado—. Esto pasó hace mucho tiempo. Y ahora eres tú el que tiene que aprender a escuchar a su chica, ¿no?
—No necesito escuchar más para saber que está con otro —murmuró Jack—. ¿Crees que se puede querer a dos personas a la vez?
—Por supuesto —afirmó Rando, muy convencido—. Aunque una de las dos suele ser un capricho, y la otra, tu amor de verdad. A veces cuesta un poco distinguirlos.
—¿Y cómo puede saberse si es o no un capricho?
—Pues porque los lazos de verdad duran mucho más tiempo —respondió Rando, como si fuera obvio—. Pero si aún te quedan dudas, preguntas a un celeste y listo. Aunque yo siempre he pensado que eso es como hacer trampa.
Jack dejó caer los hombros.
—Me temo que su «capricho» dura ya dos años, puede que más —murmuró—. Supongo que tengo miedo de que al final resulte que el «capricho» era yo. ¿Se pueden tener dos lazos verdaderos con dos personas distintas?
—Ya lo creo. Yo mismo tengo dos amores —declaró, con una sonrisa pícara—. Cualquier chica que quiera algo conmigo tendrá que aceptar que mi corazón no puede pertenecerle solo a ella.
Jack lo miró con estupor.
—¿Dos amores… y aún hablas de una tercera chica? —preguntó, atónito.
Rando se echó a reír.
—Claro, hombre. Mi primer amor —enumeró, alzando un dedo—, es, y siempre será, Yenna. Aunque ella ya no esté, siempre la recordaré y siempre la llevaré aquí, conmigo, en mi corazón. Por supuesto que sé que puedo enamorarme otra vez, y de hecho estoy en ello; pero no tiene sentido fingir que he olvidado a Yenna, o que ya no la quiero, igual que no tiene sentido creer que nunca volveré a amar a ninguna otra mujer, o compararlas a todas con mi Yenna. Una vez —añadió, pensativo—, una chica me dijo que no podía competir con el recuerdo de Yenna. Me quedé bastante sorprendido. «¿Y quién te ha pedido que compitas con ella?», le pregunté. No lo entendió. No sé si lo que pretendía era que borrara su recuerdo de mi corazón, o es que de verdad creía que mi corazón estaba tan muerto como Yenna y no volvería a amar a nadie más, pero el caso es que no fue capaz de resistirlo.
—Pero realmente no las quieres a las dos a la vez —razonó Jack.
—¿Estás seguro? Ponte en mi lugar. Imagina que quieres a una mujer más que a nada en el mundo… y después la pierdes. La lloras, la echas de menos, pero acabas por rehacer tu vida y seguir adelante. Y encuentras a otra persona a la que amas, no porque sea un reflejo de la que perdiste, ni porque necesites llenar un vacío, sino simplemente por ser ella. Iniciáis una vida juntos… pero… ¿qué pasaría si la mujer a la que creías muerta siguiese viva, y volvieses a encontrarte con ella?
Jack no supo qué responder.
—Yo te lo diré —prosiguió Rando—. Si ambos lazos son verdaderos, y no hay motivo para pensar que no lo son, ¿por qué razón no voy a creer que se puede amar a dos personas a la vez?
—¿Pero te quedarías con ambas? —insistió Jack; Rando se encogió de hombros.
—Eso dependería de ellas. Las personas son libres de tomar sus propias decisiones, y yo no puedo obligar a nadie a estar conmigo, o no estar. Así que lo que yo pudiera decidir al respecto no tiene mucha relevancia. Podría decir a las dos que las amo, y sería verdad. También podrían creer ellas que tengo mucha cara dura, y estarían en su derecho de dejarme plantado —rió—, pero yo no podría evitar seguir queriéndolas de todas formas.
Jack sonrió, desconcertado.
—Entonces, ¿ya has encontrado a otra chica a la que puedes compartir con el recuerdo de Yenna? —quiso saber.
—Todavía no, pero estoy en ello. De momento, estoy esperando.
—Esperando, ¿a qué?
—A que se dé cuenta de que el tipo con el que está ahora no es más que un capricho —sentenció Rando, y apuró su jarra de darkah.
Jack se rió; su seguridad y su alegría resultaban contagiosas.
—¿Y cuándo piensas decirle que es una candidata a ser tu segundo amor?
—Qué dices, pero si ya tengo un segundo amor. ¿Quieres conocerlo? —preguntó, cómplice.
—¿Conocer… lo? —repitió Jack, perplejo.
Rando se levantó y arrojó unas monedas sobre la mesa.
—Invito yo.
—Ni hablar… —protestó Jack; Alsan le había dado dinero para el viaje, y, aunque había estado a punto de rechazarlo, enseguida había pensado que, después de todo lo que había hecho por Idhún, bien merecía una compensación… hasta los héroes tenían que vivir de algo.
—Invito yo —repitió Rando—. Es lo menos que puedo hacer, después de haberte aburrido durante tanto rato.
Jack se rindió ante la avasalladora simpatía del semibárbaro.
Salieron del local y recorrieron las estrechas y retorcidas calles de Lumbak. Hacía ya rato que se había puesto el tercero de los soles, y las lunas iluminaban suavemente los achaparrados edificios de la ciudad. Jack siguió a Rando hasta las afueras de la población. Llegaron hasta una especie de almacén abandonado; Rando franqueó las puertas con paso firme.
Jack fue tras él. Cuando sus ojos se acostumbraron a la semioscuridad, vio un bulto al fondo de la estancia, cubierto con una lona.
El instinto habló por él.
—¡Es un dragón! —exclamó, antes incluso de verlo.
—¡Vaya!, ¿cómo lo has sabido?
Rando encendió una lámpara de aceite y retiró un poco la lona.
—Te presento a Ogadrak —dijo—. Te aseguro que estamos total y sinceramente enamorados el uno del otro. Y que se atreva cualquier celeste a llevarme la contraria.
Pero Jack no rió la broma. Había retrocedido y miraba a Rando con cautela.
—Sé que no tiene aspecto de dragón —dijo el semibárbaro, malinterpretando su gesto—. Pero eso es porque hay que renovar su…
—Eres uno de los pilotos de Tanawe —cortó Jack—. Del grupo que envió a Kash-Tar.
Rando pestañeó, perplejo.
—¡Sabes muchas cosas, tú! —dijo, y se puso repentinamente serio—. ¿Quién eres?
—Me enviaron desde Thalis a buscaros. Pero, a juzgar por lo que he visto —añadió, y su voz se endureció—, habría preferido no encontraros nunca.
Rando le dirigió una larga mirada.
—Comprendo —dijo—. Por ese motivo me separé del grupo. —Acarició la madera del dragón, pensativo—. Ya no tengo nada que ver con ellos. Me uní a los rebeldes por seguir el ejemplo de Yenna, pero era su guerra, no la mía. Y, sin embargo… la primera vez que volé… a bordo de un dragón… me sentí feliz por primera vez en mucho tiempo. Y sé que el dragón no es mío y que, si me niego a luchar con los Nuevos Dragones, tendré que devolverlo… y me niego a separarme de él, así que supongo que lo he robado —añadió, y miró a Jack, desafiante.
—Por mí, puedes quedártelo —respondió Jack, con una sonrisa—. Creo que está mejor en tus manos que en las de cualquier otro piloto, y te lo dice alguien que realmente disfruta matando serpientes —añadió, con cierta tristeza.
—Por supuesto que me lo quedaré. Ogadrak y yo estamos hechos el uno para el otro. Nada ni nadie podrá separarnos.
—¿Renunciarías a él… a volar… por amor? ¿Si te lo hubiese pedio Yenna, por ejemplo?
—Por amor se hacen muchas tonterías, Jack. Supongo que sería capaz de renunciar a mi dragón para demostrar mi amor por ella. Pero, por el simple hecho de pedírmelo, Yenna habría demostrado todo lo contrario. Si amas a una persona no puedes exigirle que renuncie a algo que es importante para ella. Yo lo aprendí con Yenna. Si hubiese sabido lo que hacía, si le hubiese exigido que abandonara la lucha contra las serpientes… la habría matado por dentro. Aunque con ello le hubiese salvado la vida… obligarla a renunciar a sus ideales, a aquello que ella amaba, habría sido como mutilar su espíritu.
Jack sacudió la cabeza, confundido. Rando descargó una palmada sobre su hombro.
—Eres un buen chaval —dijo—. Solo necesitas aclararte un poco.
—Supongo que sí —murmuró él—. Me acostumbré con el tiempo a que mi chica tuviese… dos amores, como dices tú. Pero es que pronto tendrá tres —gimió—. Se ha quedado encinta.
Rando se rascó la cabeza.
—Vaya, vaya. ¿Te preocupa que el niño sea hijo del otro y eso te deje a ti fuera de la familia? ¿Y por qué no lo hablas con ella?
—Demasiado tarde, me temo.
—Nunca es demasiado tarde si algo te importa de verdad.
Jack cerró los ojos. De pronto, tuvo ganas de correr a buscar a Victoria, donde quiera que se encontrase, y decirle lo mucho que la quería. Recordó las palabras de Rando: «Consideró que salvar mi vida era más importante que salvar nuestra relación». Respiró hondo. «Qué idiota he sido», pensó. Victoria no había elegido entre los dos. Se había visto obligada a elegir entre salvar la vida de Christian o salvar su relación con Jack. Se preguntó, de pronto, cómo estarían los dos… los tres. «El bebé», pensó. Le había costado asimilar la idea de que Victoria iba a ser madre, pero se había acostumbrado ya y aguardaba el nacimiento del niño con la misma ilusión que la propia Victoria. Y no soportaba la idea de que resultase ser hijo de Christian, y eso supusiese perder a ambos definitivamente.
«Pero la he dejado sola», recordó de pronto, «embarazada de tres meses y cargando con un shek moribundo». Tenía que ir a ayudarla… a ayudarlos. A los tres. A Victoria, a Christian y al bebé que aún no había nacido pero al que, en el fondo, ya quería como a un hijo. «No importa que sea hijo de Christian», pensó entonces.
«Quiero a ese bebé, y quiero a Victoria, y… y quiero estar con ellos», comprendió.
—Creo que tengo que hablar con ella —murmuró.
Rando sonrió, e hizo ademán de palmear de nuevo la espalda de Jack. Pero el muchacho se apartó con presteza y se volvió bruscamente. Había oído un suave siseo en la puerta del almacén.
—¿Quién essstá contigo, Rando? —preguntó, irritada, una voz siseante.
Jack desenvainó a Domivat, casi sin pensarlo. Rando dio un paso atrás, alarmado.
—¡Eh! ¿Qué es esa cosa? ¡Guárdala! ¡Ersha es una amiga!
Jack lo miró, sin terminar de creer lo que acababa de oír.
—Amiga no —rectificó la szish—. Conocida, nada másss. —Se acercó un poco más, sin apartar la vista del filo de Domivat—. Tengo noticiassss, Rando —dijo—. El corazón de llamassss ha vuelto.
Rando entornó los ojos, repentinamente serio.
—Esperaba no tener que volver a oír eso nunca más.
—Pero ahora podrán verlo —dijo Ersha—. Comprenderán todo lo que passsó.
—¿A costa de qué, Ersha? ¿Cuántas más personas tienen que morir calcinadas para que entendamos de una vez qué es esa cosa?
—Perdón —intervino Jack—. Sé que probablemente no es de mi incumbencia, pero… ¿de qué estáis hablando?
Ersha lo miró con desconfianza, pero Rando respondió:
—Estamos hablando de lo que ha hecho que la gente se vuelva loca, aquí, en Kash-Tar. Pero no tiene sentido que te lo explique; tienes que verlo con tus propios ojos.
Jack entrecerró los ojos, asaltado por una súbita sospecha.
—Llévame a verlo —pidió—. Creo que sé de qué se trata.