La ceremonia de la coronación tendría lugar cuando Kalinor, el sol mayor, alcanzase su punto más alto sobre el cielo idhunita.
Hasta entonces todavía faltaba tiempo.
Los que habían presenciado la prueba de Alsan hasta el final apenas habían dormido: salvo el propio Alsan y los caballeros que lo vigilaban, que no habían pegado ojo, el resto sí habían dado alguna cabezada en el transcurrir de la larga noche. No obstante, no hubo tiempo para descansar. Aún quedaban muchas cosas que preparar para la ceremonia.
Habían elegido una explanada a las afueras de la ciudad, cerca del bosque. Allí se había dispuesto una tarima con tres asientos, como era habitual en las coronaciones de los reyes de Nandelt. Dos de ellos los ocuparían el futuro rey y la persona que iba a colocar la corona sobre su cabeza. Normalmente este gesto solía realizarlo alguien de la misma familia, pero, dado que Alsan ya no tenía hermanos, y que sus padres también habían muerto tiempo atrás, sería otro soberano quien le ceñiría la corona. En este caso, Alsan había elegido a Erive, reina de Raheld.
El tercer asiento estaba reservado para un representante de la Orden de Caballería de Nurgon. Naturalmente, lo ocuparía Covan.
También habían dispuesto una grada para que se situaran los invitados importantes.
El resto del público tendría que permanecer de pie, puesto que no había sillas para todos. Por su parte, los cocineros del castillo habían pasado toda la mañana y gran parte de la noche anterior preparando cientos de las empanadas de ave típicas de Vanissar. También se servirían grandes cantidades de nunk, un tipo de bebida muy común en todo Nandelt, que se hacía con bayas silvestres fermentadas. De modo que todos los que acudiesen a la ceremonia de la coronación no solo contemplarían el espectáculo que iban a ofrecer los magos y los dragones artificiales de Tanawe, sino que además se marcharían a sus casas con el estómago lleno.
A pesar del cansancio que sentían, los amigos de Alsan siguieron supervisando los últimos detalles, hasta que apenas quedó nada por supervisar.
—Acaban de enviar el altar desde el templo, y en la explanada no tienen muy claro dónde ponerlo —informó Jack a Shail y a Victoria, a media mañana—. ¿Qué hago? ¿Pregunto a Gaedalu dónde deberían colocarlo?
—No es necesario molestarla por algo tan obvio —repuso Shail—. Se trata de un pequeño altar de ofrendas, y se coloca siempre a la entrada del lugar de oración: en este caso, junto al camino que conduce a la explanada, por donde va a llegar la gente. Eso lo sabe todo el mundo. ¿Qué problema tienen?
—Por lo visto, bloquea la entrada —repuso Jack.
Shail dejó escapar un suspiro exasperado.
—Iré a ver qué pasa. ¿Me acompañáis? —les preguntó.
—Yo, sí —dijo Jack—, pero Victoria debería quedarse en el castillo hasta la hora de la ceremonia.
Ella asintió, con cierta resignación. En los últimos tiempos apenas salía del castillo a plena luz del día. La gente solía abordarla por la calle para suplicarle que les concediese la magia.
—Me aseguraré de que todo va bien en la cocina —dijo—. ¿Dónde está Alsan?
—Ha ido a la capilla a rezar —dijo Shail—. Para pedir a los dioses salud y buena fortuna en su reinado, ya sabes. Es la tradición.
Victoria echó un breve vistazo al cielo.
—Daos prisa —dijo—, pronto empezará a llegar la gente a la explanada, y todo tiene que estar a punto.
Christian había llegado a la ciudad con el primer amanecer, pero no se había acercado al castillo. Tras rondar por la explanada donde iba a celebrarse el acto de la coronación, se había ocultado entre la maleza con las primeras luces del día, y se había dedicado a observar desde allí a la gente que iba y venía, preparándolo para la ceremonia.
No había dejado de preguntarse por qué razón habían elegido aquel día, el día de año nuevo, para la fiesta de la coronación de Alsan. La noche anterior había habido un Triple Plenilunio, y Christian sabía el efecto que las lunas ejercían sobre el príncipe. Imaginaba que habían mantenido encadenado a Alsan toda la noche; no estaría en muy buenas condiciones, por tanto, para asistir a su propia coronación.
¿Por qué aquel día? El aniversario de la muerte de Ashran era una fecha simbólica, sin duda. Pero también se trataba del aniversario de la muerte de Amrin, el hermano de Alsan, a manos de este. Coronarse rey de Vanissar el día en que todo su pueblo recordaba a su anterior soberano no era una idea inteligente. ¿Por qué?
Christian estaba al tanto de la presencia en Vanissar de Ha-Din, Qaydar y Gaedalu. No había tardado en enterarse de los rumores acerca de la «prueba» a la que supuestamente iban a asistir como testigos. No le costó trabajo atar cabos y comprender que tenía que ver con el Triple Plenilunio.
¿Habría conseguido Alsan dominar el espíritu de la bestia? Parecía imposible y, sin embargo, era la única explicación que tenía sentido.
Mientras cavilaba sobre aquello, fue testigo de cómo un grupo de novicios del templo llegaban a la explanada y colocaban el altar de las ofrendas bloqueando el camino de entrada. Había espacio para pasar, pero, por lo visto, no el suficiente, porque pronto les llamaron la atención y les pidieron que lo retiraran. Estalló una discusión hasta que, momentos después, un muchacho fue enviado al castillo, seguramente para solicitar la intervención de alguien con más autoridad.
Christian aguardó pacientemente. Un rato más tarde vio llegar a Jack y a Shail.
Como cada vez que veía al dragón, tuvo que controlar el impulso que lo llevaba a desenvainar a Haiass y a lanzarse contra él. Observó a Shail con curiosidad, al ver que caminaba con bastante soltura sobre sus dos piernas, y sonrió para sí. No cabía duda de que Ydeon había hecho un buen trabajo.
El shek contempló cómo, entre todos, movían el altar de ofrendas, un pesado bloque con forma hexagonal, para colocarlo a un lado del camino. Cuando Jack se incorporó para secarse el sudor de la frente, Christian clavó en él su mirada de hielo.
Jack no tardó en sentir un escalofrío y en mirar a su alrededor, visiblemente inquieto. Por fortuna, los demás estaban ocupados con el altar de ofrendas y no repararon en el gesto.
«Quieto», le dijo Christian telepáticamente. «No seas tan obvio, vas a llamar la atención de alguien».
Jack dio un pequeño respingo.
«¿Christian?», pensó. «¿Dónde estás?».
«Oculto, por el momento. Tengo que hablar contigo».
«¿De qué?».
«Te lo diré en persona, si tienes un rato y podemos hablar a solas. Tiene que ver con Victoria».
Jack dudó un momento. Alzó la cabeza y clavó la mirada en el lugar exacto donde se ocultaba Christian, señal inequívoca de que ya lo había detectado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Shail, inquieto.
Jack volvió a la realidad.
—Sí, yo… estoy un poco mareado. Demasiadas emociones y demasiado trabajo, supongo. Creo que, si no me necesitáis aquí, iré a dar una vuelta: necesito despejarme. No tardaré.
Shail asintió. Jack dio media vuelta y se alejó por el sendero, sin mirar atrás.
Si lo hubiese hecho, habría visto que Alsan se aproximaba por entre los árboles. Llegó junto a Shail cuando Jack ya se perdía por un recodo.
—Me han dicho que había problemas con el altar de las ofrendas —dijo—. ¿Qué ha pasado?
—Nada que no hayamos podido solucionar nosotros —lo tranquilizó Shail—. Relájate, ¿quieres? El futuro rey de Vanissar no tendría que salir corriendo de su castillo por un altar mal puesto.
Alsan apenas lo escuchaba.
—¿A dónde va Jack? —preguntó, con curiosidad.
El mago se encogió de hombros.
—Ha dicho que necesitaba despejarse.
Alsan frunció el ceño, pero no dijo nada.
Desde la maleza, Christian también lo había visto a él. Se había percatado del cambio en su expresión y en el color de su pelo. Se preguntó si habría usado un tinte para hacer desaparecer de su cabello el color gris que tan poco congeniaba con sus facciones juveniles, pero desechó la idea: no era el estilo de Alsan, o Alexander o como quiera que se llamase.
¿Sería cierto, entonces, que había logrado dominar a la bestia que había en él? La rápida mente de Christian ya estaba estableciendo conexiones. Si existía algo, o alguien, capaz de someter un espíritu tan lleno de rabia y de furia como el que latía en el interior de Alsan… ¿podría ese algo o alguien subyugar el odio innato de sheks y dragones?
La presencia de Jack lo distrajo de aquellos pensamientos. Sacudió la cabeza y se deslizó por entre la maleza para acudir a su encuentro.
Se reunieron un poco más lejos, en un claro del bosquecillo que rodeaba la explanada.
—¿Qué has venido a hacer aquí? —le preguntó Jack, con cierta brusquedad.
—Traigo malas noticias.
—¿Y cuándo no traes malas noticias?
—No seas tan agresivo, ¿de acuerdo? Traigo malas noticias porque las cosas se están poniendo muy feas ahí fuera, aunque en esta ciudad, en este castillo, os empeñéis en pensar que todo marcha bien.
Jack trató de calmarse.
—Está bien. ¿De qué se trata esta vez?
—Sé que estáis preparando un ataque contra la base de Gerde en los Picos de Fuego.
—¿Y?
—Suspendedlo.
Jack se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo has dicho?
—Ya me has oído.
Jack respiró hondo, varias veces, para no responderle una barbaridad. Después, logró decir:
—¿Por alguna razón en especial?
Christian lo miró un momento. Parecía que estaba buscando las palabras adecuadas, y aquello no era propio de él.
—Porque lo dice Gerde. Si no cumplís sus exigencias… si no la dejáis en paz… Victoria morirá.
Jack se quedó sin habla un momento.
—¿Y lo dices tan tranquilo? —le reprochó.
—¡No estoy tranquilo! —estalló de pronto Christian; se dominó, a duras penas—. Se trata de una situación muy delicada. Gerde es muy poderosa, Jack, por si no te habías dado cuenta. Si quiere matar a Victoria, lo hará. Si quiere matarte a ti, lo hará. Si quiere matarme a mí, le bastará con chasquear los dedos…
—¿Y por eso te has convertido en su esclavo?
—No —repuso el shek; había recuperado su gélida calma—. Estoy con ella por otros motivos, que no espero que comprendas. Pero tu último encuentro con Gerde ya debería haberte enseñado que no eres rival para ella. No es como en los tiempos de Ashran. No hay profecía, Jack, y eso significa que los dioses no os protegen.
Jack sacudió la cabeza.
—No te creo —dijo—. Si pudiera matar a Victoria, lo habría hecho ya.
Christian tardó un poco en responder.
—Ya sabes que está interesada en su bebé —dijo a media voz—. Aguardará a que nazca el niño, pero si se ve importunada por los sangrecaliente…
—Espera —cortó Jack—. Entonces, ¿el interés de Gerde por el bebé de Victoria es real? ¿No estamos hablando de especulaciones? ¿Significa eso que de verdad piensa que el alma de ese niño le pertenece? Eso querría decir…
No terminó la frase. Miró a Christian, pálido, y con los ojos muy abiertos, pero el shek no contestó a su pregunta.
—Tenemos entre cinco y seis meses más, calculo yo —dijo—. No es mucho, pero es mejor que nada. Por el bien de Victoria, no molestéis a Gerde. Se enfada con mucha facilidad.
Jack estaba temblando, pero logró decir:
—No pienso ceder a su chantaje.
—¿Arriesgarías la vida de Victoria y de su hijo… por una cuestión de orgullo?
Jack alzó la cabeza.
—¿Qué tienes que ver tú con ese niño? —exigió saber—. ¿Cómo te atreves a venir aquí, cuando en todo este tiempo no has sido capaz de acercarte a ella, aunque solo fuera para ver cómo estaba? ¿Cómo… cómo te atreves a volver, después de haber pasado todo este tiempo con Gerde? ¿Quién te crees que eres?
Había alzado la voz, y Christian lo fulminó con la mirada. Jack se controló a duras penas.
—No tienes derecho a venir a decirme lo que he de hacer —concluyó—, y mucho menos, con la excusa de que es por el bien de Victoria. Porque soy yo quien está cuidando de ella, soy yo el que se preocupa por ella y por su bebé. ¿Dónde has estado tú todo este tiempo?
Christian no respondió. Jack sacudió la cabeza.
—No puedes volver ahora e insinuar… que, al fin y al cabo…
No pudo continuar.
—¿Que, al fin y al cabo, qué? —preguntó Christian, con suavidad—. ¿Acaso te atormenta la posibilidad de que el bebé de Victoria no sea hijo tuyo?
Jack entornó los ojos y lo miró con odio.
—Van a bendecir nuestra unión —le espetó—. Será una ceremonia pública.
—Me alegro por vosotros —repuso Christian, con calma—. Pero será mejor que se lo digas a Victoria primero.
Jack se llevó la mano al pomo de la espada, furioso, pero se contuvo y, a duras penas, abrió el puño.
—A veces, me cuesta trabajo creer que es cierto que la quieres —dijo a media voz—. No puedo dejar de preguntarme qué ha visto ella en ti. No la mereces.
Christian no dijo nada. Jack movió la cabeza, agotado.
—No sé si creerte cuando vienes y me pides que no levante la mano contra Gerde. Si realmente es tan poderosa como dices, no se molestaría en exigir que no la ataquemos. Si lo hace, es porque nos teme.
—No lo creo —respondió Christian—. Simplemente, se limita a ordenarme que cierre la ventana para que no entren bichos molestos.
Jack entornó los ojos.
—Ya, pues, ¿sabes una cosa? Que se moleste en cerrarla ella misma.
Christian le dirigió una larga mirada.
—También a mí me cuesta creer a veces que sientas algo por Victoria —comentó—. Algo que no sea solamente el deseo de obtenerla como si fuera una medalla, claro está.
No hablaron más. Jack no respondió a la acusación de Christian, que se despidió con una leve inclinación de cabeza y desapareció, como una sombra, entre los árboles.
Cuando Jack regresó a la explanada, Alsan y Shail todavía estaban allí.
Regresaron juntos al castillo, pero Jack no les habló de su encuentro con Christian. No obstante, ambos se dieron cuenta de que estaba arisco y poco hablador. Shail lo atribuyó a que había dormido poco. Alsan, por su parte, no hizo ningún comentario…, pero le dirigió una extraña mirada.
Victoria estaba terminando de prepararse para la ceremonia. Las doncellas del castillo habían elegido para ella una túnica blanca de mangas anchas, con un amplio cinturón azul…, un cinturón que se ajustaba a su talle más de lo que ella habría deseado. Su embarazo no era ya ningún secreto entre sus amigos, pero tampoco era un asunto de dominio público… todavía. Estaba decidiendo si ponerse o no el cinturón, cuando sintió un leve cosquilleo en un dedo, y dio un respingo. Alzó la mano derecha; sí, allí estaba: Shiskatchegg emitía suaves destellos de color rojo.
Se sentó en el borde de la cama, cerró los ojos y se llevó la piedra del anillo a los labios.
«¿Christian?», pensó, casi con timidez.
La voz telepática de él sonó en algún rincón de su mente.
«Hola, Victoria».
El corazón de ella latió más deprisa. Tragó saliva. Lo había echado muchísimo de menos todo aquel tiempo. No obstante, su sensatez se impuso a sus emociones.
«No deberías haber venido», le dijo. Sabía que, para poder contactar con ella con tanta facilidad, Christian debía estar relativamente cerca. «Corres peligro».
«También tú», replicó él. «Y sé que no debería contactar contigo, pero…».
Victoria aguardó, anhelante, a que él terminara aquella frase, a que dijera algo parecido a «te echaba de menos», «necesitaba oírte otra vez»…
«… Esto es importante», añadió Christian, y Victoria nunca llegó a saber si era el final de la frase anterior o el principio de la siguiente. «Sé que Alsan está preparando un ejército, Victoria. Un ejército para luchar contra Gerde. Ella…».
Se interrumpió de pronto. Victoria captó pensamientos confusos, como si el shek tratara de poner en orden sus ideas, establecer una lista de prioridades. Aquello no era propio de él.
«No», dijo de pronto Christian, con brusquedad. «No era eso lo que quería decirte».
Hubo un breve silencio, cargado de expectación.
«¿Cómo estás?», preguntó él, de pronto. «¿Y el bebé?».
Victoria respiró hondo.
«Bien», pensó. «Todo bien».
Nuevo silencio.
«Me alegro», dijo Christian entonces. Pareció dudar antes de añadir: «He pensado mucho en ti».
Ella tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.
«Lo sé, Christian», lo tranquilizó. «Haz lo que tengas que hacer pero, por lo que más quieras, sé prudente».
Casi pudo sentir que él sonreía, estuviera donde estuviese.
De nuevo, pareció que él permanecía en silencio. Y, de pronto, algo inundó la mente de Victoria, una sensación intensa como una descarga eléctrica, pero infinitamente más agradable, y la presencia de Christian llenó todos sus sentidos, como si él estuviese allí mismo, junto a ella. Se le escapó una exclamación ahogada.
Sabía lo que había sido aquello. No era la primera vez que experimentaba algo así, aunque, desde luego, nunca lo había hecho de aquella manera.
Christian la había besado sin tocarla, en la distancia, rozando en su mente los puntos necesarios para despertar los recuerdos de besos pasados. Era extraño y hermoso, distante y a la vez mucho más íntimo que cualquier contacto corpóreo. Durante unos instantes, la mente de Victoria quedó en blanco, mientras todo su cuerpo se estremecía en un agradable escalofrío.
«Esto es todo lo que puedo darte, por el momento», dijo él. «Pero no es, ni mucho menos, todo lo que quiero darte».
Victoria no fue capaz de pensar nada coherente. Con suavidad, la mente de Christian abandonó la suya. La joven alzó la mano para besar el anillo, y la otra la deslizó hasta su vientre.
Y así la encontró Jack, cuando entró en la habitación, apenas unos segundos después. Victoria alzó la cabeza, sobresaltada. Tenía los ojos húmedos.
Jack tardó unos momentos en decir:
—¿Estás bien?
Victoria sacudió la cabeza.
—Sí. Es solo que…
—Christian ha contactado contigo por fin… después de tres meses sin dar señales de vida.
Victoria no le preguntó cómo lo sabía. Se encogió de hombros y sonrió.
—Se hace tarde —dijo—. Supongo que ya nos estarán esperando.
Momentos después, la comitiva salía del castillo. Abrían la marcha seis caballeros de la Orden de Nurgon, entre los cuales estaba Covan. Los seguía Alsan, caminando con pie sereno y enérgico. Tras él iban Ha-Din y Gaedalu, con sus respectivos cortejos. Detrás caminaban Jack y Victoria, seguidos por toda la realeza de Nandelt. Y por último, cerrando la marcha, Qaydar y los magos.
Recorrieron toda la ciudad, en medio de los vítores de los vanissardos. Parecía, por fin, que Alsan iba a ser coronado nuevo rey de Vanissar. Tal vez aún hubiese gente que albergara dudas acerca de si Alsan era o no la persona adecuada para ocupar el trono; pero el hecho de que lo respaldasen tantas personas importantes, y el alivio porque, por fin, el futuro de Vanissar parecía aclararse un poco, ayudaron a despejar aquellas dudas de sus corazones.
La comitiva franqueó las puertas de la ciudad y se dirigió hacia la explanada, que ya estaba a rebosar de gente. Sobre ellos, varios dragones artificiales surcaban los cielos.
Pero, por una vez, Jack no alzó la cabeza para contemplarlos y sentir el deseo de volar con ellos.
Enfilaron por el camino que conducía hacia el claro y pasaron junto al altar hexagonal.
Las ofrendas que se depositaban en él eran puramente simbólicas, una expresión de los deseos de buena voluntad de los ciudadanos. Así, a los pies del altar, se amontonaban flores, plumas de ave, cuencos de agua y pequeñas bandejitas con alimentos sencillos.
Victoria se detuvo para dejar sus ofrendas: un frasquito de agua, una flor y un pastelillo.
—¿Y la pluma? —preguntó Jack.
Victoria negó con la cabeza, pero no dio más explicaciones.
La flor simbolizaba el amor y la fertilidad. Aquellos que dejaban flores deseaban al futuro rey o reina que encontrase una pareja con la que formar una familia.
Las ofrendas de comida, ya fueran frutas o pasteles, representaban el deseo de que su reinado fuera próspero para todo el mundo.
El agua implicaba un deseo de salud y longevidad para el nuevo soberano.
Y, por último, la pluma de ave representaba la gloria y la grandeza, el deseo de que el rey volase más alto que ninguno. Normalmente, los reyes obtenían la grandeza sobre los demás por la fuerza de las armas.
Jack entendió.
—Ojalá los dioses escuchen tus plegarias —le dijo al oído.
—Ojalá —suspiró Victoria.
Sin embargo, el altar de las ofrendas estaba lleno de plumas de ave. Alsan se había ganado un nombre combatiendo, y todos esperaban que continuara así. En cambio, pocos habían dejado cuencos con agua. Había una cierta cantidad de ofrendas de comida, y bastantes flores. Pero, sobre todo, plumas.
—¿Esto es lo que todos esperan de él? —dijo Victoria, con cierta amargura—. ¿Que siga luchando?
—Prácticamente no ha hecho otra cosa en toda su vida —comentó Jack—. Pero entiendo lo que quieres decir.
Su mano se entrelazó con la de ella. Victoria lo miró y le sonrió.
Jack deseó, por un momento, que aquel instante no terminara nunca. Pero le pesaba su reciente conversación con Christian. ¿Y si los dos lo sabían ya? ¿Y si el bebé que esperaba Victoria era hijo del shek, y se lo habían ocultado? ¿Y si…?
—Estás nervioso hoy —le dijo Victoria de pronto—. ¿Qué te pasa?
—He estado pensando —cortó él, impulsivamente; se inclinó hacia ella y le dijo al oído—: ¿Te gustaría que bendijesen nuestra unión?
Lo dijo a bocajarro, sin pensar apenas. Aquella mañana se había jactado ante Christian de que iban a celebrar la ceremonia de la unión, y el shek, con aquella irritante capacidad suya de ir por delante de los demás, había adivinado que no lo había consultado todavía con Victoria. En fin, pensó Jack, eso era solo una formalidad. Claramente estaban enamorados. No había motivo para que ella dijese que no.
Pero el semblante de Victoria cambió en cuanto se lo propuso. Sus ojos se agrandaron y palideció un poco; o al menos, a Jack se lo pareció.
—No es como si fuera una boda —se apresuró a aclarar él—. Un sacerdote celeste se limita a…
—Lo sé —lo tranquilizó ella—. Sé lo que significa la bendición de la unión. ¿Ha sido idea de Alsan?
Jack se detuvo un momento, ofendido.
—Alsan me ha explicado en qué consiste —dijo—, y me ha dicho que sería buena idea, sí. Pero ten por seguro que no te lo diría si no lo quisiera de verdad. ¿Por quién me tomas?
Victoria lo tomó de la mano, conciliadora.
—Ya lo sé. Es solo que… bueno, no me esperaba que me hablaras de esto… aquí y ahora.
Jack cerró los ojos, maldiciéndose por su torpeza. La conversación con Christian lo había enervado un poco, y lo había hecho precipitarse. Por supuesto que habría tenido que esperar al momento adecuado, en un entorno más íntimo.
—Lo siento… ha sido un impulso. Pero eso no significa que no quiera hacerlo igual.
La miró, expectante. Pero Victoria le dirigió una mirada de disculpa.
—También a mí me gustaría —repuso—, pero no puedo hacerlo, Jack. Lo siento.
La negativa fue para él como un jarro de agua fría. Se desasió de la mano de Victoria como si le quemara.
—Pero…, ¿por qué? —susurró—. ¿Es por Christian?
Victoria inclinó la cabeza.
—En parte —dijo.
Jack no preguntó nada más, pero el recuerdo de una reciente conversación con Alsan acudió inoportunamente a su memoria: «A todas las futuras madres les encanta declarar que están felizmente enamoradas del padre de su hijo», había dicho él.
También había hablado de lo mucho que todo aquello uniría a Victoria y al padre de su bebé. Solo que Alsan había dado por sentado que se trataba de Jack.
Pero… ¿y si no lo era? ¿Por eso Victoria acababa de negarse a que bendijeran su unión? ¿Y si el tiempo que había pasado con Christian los había unido tanto como para que ella hubiese elegido definitivamente al shek, o para engendrar un hijo, o ambas cosas?
Se estremeció. No quería creerlo, pero ¿qué otro motivo podía llevarla a rechazar su propuesta, salvo el temor a que el sacerdote dijese ante todo el mundo que ella no estaba enamorada de él?
Sintió que la mano de Victoria se enlazaba con la suya, oyó la voz de ella en su oído.
—No tiene que ver contigo, Jack. No necesitas que un celeste te diga lo que ya sabes, o deberías saber.
—¿Y qué debería saber? —replicó él, con un poco de dureza.
Vio el semblante dolido de Victoria, pero no llegó a escuchar su respuesta, porque en aquel momento Alsan subía al estrado y la multitud estallaba en una salva de aplausos.
Fue una ceremonia extraña. Jack y Victoria se sentaron juntos, esforzándose por parecer felices y relajados, pero la preocupación asomaba a sus semblantes, y la tensión era palpable entre ambos.
Por fortuna, la mayor parte de la gente estaba a demasiada distancia de ellos como para darse cuenta de lo que sucedía. Y, por otro lado, también había muchas otras cosas en qué fijarse.
La ceremonia en sí fue corta y austera. Alsan hincó una rodilla ante la reina Erive, quien le hizo pronunciar el juramento de lealtad a su reino. Con voz firme y serena, Alsan proclamó, como era tradición, que todo Vanissar era ahora su hogar, y sus habitantes, su familia. Y, como tal, se esforzaría porque nada les faltase mientras él siguiese con vida, por defenderlos por la fuerza de las armas, si fuera preciso, y por gobernarlos con sabiduría y bondad.
Jack olvidó sus diferencias con Victoria cuando Erive colocó la corona sobre la cabeza de Alsan y todos los presentes prorrumpieron en gritos de júbilo. Alsan se incorporó y dirigió a todos una mirada serena; Jack detectó un brillo de orgullo y alegría latiendo en sus ojos oscuros, y sonrió, aplaudiendo al nuevo soberano de Vanissar con todas sus fuerzas.
A su lado, Victoria también aplaudía. No obstante, no pudo evitar darse cuenta que había una persona en el palco que no se había unido a la alegría general.
De nuevo, Ha-Din, el Padre Venerable.
Permanecía sentado, con las manos sobre el regazo y, aunque su semblante parecía serio e inexpresivo, sus hombros caídos revelaban un profundo abatimiento.
Tras el juramento de fidelidad de los caballeros vanissardos y el saludo formal de los reyes y nobles de los demás reinos, Alsan pronunció un discurso.
No fue un parlamento muy largo, ni muy elocuente. Alsan recordó a su padre, el rey Brun, y juró hacer lo posible por ser tan buen soberano como lo había sido él. Prosiguió hablando de las penalidades sufridas por su pueblo en la era de Ashran. Habló de su viaje en busca del dragón y del unicornio, y de cómo los había traído de vuelta para que los ayudaran en la lucha contra los sheks.
A medida que iba avanzando el discurso, Victoria se iba poniendo cada vez más tensa. Miró por el rabillo del ojo a Jack, y descubrió, por la forma en que fruncía el ceño, que a él tampoco le convencía el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
Alsan terminó su discurso proclamando que la lucha aún no había finalizado. Y declaró, con voz potente, que no descansaría hasta exterminar a la última serpiente de Idhún.
Victoria movió la cabeza, preocupada.
—Esto no puede ser bueno —murmuró, pero nadie la oyó, porque todos estaban aclamando a Alsan.
Apenas se enteró de lo que sucedió a continuación. Los dragones artificiales empezaron a sobrevolar la explanada, haciendo piruetas en el aire, pero Victoria no les prestó atención. Y vio que Jack sí alzaba la cabeza para mirarlos, aunque apenas los veía; por su expresión seria y pensativa, parecía claro que tenía la mente en otra cosa.
Cuando los dragones se alejaron de la ciudad, de vuelta a Raheld, uno de los hechiceros de la Torre de Kazlunn se adelantó e inclinó la cabeza ante el público del palco. Tras él había seis aprendices que iban a ofrecerles a todos una muestra de su magia.
Victoria alzó la cabeza. Aquellos aprendices debían de ser magos a los que ella misma había consagrado en los últimos tiempos. La posibilidad de volver a verlos la animó un poco.
Contempló cómo los aprendices deleitaban a los presentes con una danza de sombras mágicas, que se alzaban sobre ellos y bailaban, entrelazándose, como movidas por la brisa.
Todos los rostros le resultaban familiares. A todos ellos les había entregado la magia no hacía mucho.
Yaren no estaba entre ellos.
Victoria arrugó el ceño, preocupada, y echó un vistazo a Qaydar, que estaba sentado en el palco, cerca de ellos. Yaren tampoco se hallaba junto a él. Respiró hondo. Estaba convencida de que lo había visto salir del castillo junto a los demás. Y su instinto le decía que no podía andar muy lejos.
Tal vez fuera el momento de volver a enfrentarse a él.
Murmurando una disculpa, se levantó de su asiento y se dispuso a marcharse. Lanzó una mirada fugaz a Jack, pero este hizo como si no se diera cuenta. Victoria bajó por las escaleras y se deslizó hacia la parte posterior de las gradas, deseando que nadie detectara su ausencia demasiado pronto.
Lo encontró no muy lejos de allí, en el bosquecillo que rodeaba la explanada. O tal vez fue él quien la encontró a ella. Se miraron a los ojos un momento.
—Volvemos a vernos —dijo Yaren, con lentitud.
—Cierto —respondió Victoria, suavemente—. ¿Qué es lo que quieres hacer ahora? ¿Matarme? ¿Hablar?
El mago entornó los ojos.
—Sé que has recuperado tu poder. Sé también que traté de matarte. Pero, a pesar de eso, me lo debes, Lunnaris. Me debes una magia limpia. No puedes negármela.
Victoria sonrió.
—Después de lo que sucedió la última vez, ¿todavía insistes en pedirme que te entregue la magia?
Yaren palideció.
—Mírate —prosiguió Victoria—. La magia está echando raíces en tu interior, fluye por tus venas cada vez con mayor facilidad. No deberías permitirlo.
—¿Insinúas acaso que no debería seguir estudiando en la torre? ¿Que nunca llegaré a ser un mago como los demás?
Victoria señaló a sus pies con un breve gesto. Yaren bajó la mirada. La hierba se marchitaba a sus pies, se volvía de un color amarillento, como si la tierra en la que crecía hubiese sido regada con veneno puro.
—Irá a más —dijo Victoria con suavidad.
—Entonces arréglalo —replicó Yaren entre dientes.
Victoria cerró los ojos un instante.
—Puedo volver a entregarte la magia, una magia limpia. Pero no podría garantizarte que eso purificara tu cuerpo. Tal vez solo te produzca más dolor y sufrimiento. Quizá sería necesario que canalizara mi magia durante mucho rato, y aun así no sé si funcionaría.
—Estoy dispuesto a probarlo.
—¿Y si no da resultado?
Yaren esbozó una torva sonrisa.
—Entonces nada me impedirá matarte.
Victoria ladeó la cabeza.
—¿Crees que eso aliviará el dolor que sientes?
—Tal vez no —reconoció Yaren—. Pero estoy convencido de que disfrutaré viéndote morir. Porque no soporto que sigas entregando la magia a otras personas, que estés creando nuevos hechiceros y haciendo realidad para ellos el sueño que no pudiste hacer cumplir para mí. No es justo.
—¿Qué es lo que quieres, pues? ¿Quieres que trate de renovar tu magia? ¿Te arriesgarías a probarlo?
Yaren titubeó.
—¿Debo hacerlo?
Victoria se encogió de hombros.
—La decisión es tuya. Ya te advertí en su día de las consecuencias de recibir mi magia y, pese a todo, insististe en seguir adelante. Ahora te advierto de que lo único que puedo hacer por ti tal vez no sea suficiente. Tú eliges.
Yaren la miró largamente. Después, con lentitud, hincó una rodilla ante ella.
—Me lo debes —dijo simplemente.
Victoria suspiró.
—Como quieras. Lo intentaremos… y que los dioses nos ayuden a ambos.
Se transformó en unicornio. Se sintió inquieta, porque de pronto dejó de percibir a su hijo dentro de ella. Le pasaba siempre que llevaba a término aquella metamorfosis, y sabía que, al recuperar su cuerpo humano, recuperaría también a su bebé. Pero no terminaba de acostumbrarse.
Al verla, Yaren se echó un poco hacia atrás, por instinto, y la miró con desconfianza. No tardó, sin embargo, en dejar caer la cabeza. Las greñas de cabello rubio le taparon la cara.
Victoria avanzó hasta él y bajó la cabeza con lentitud, hasta que su largo cuerno rozó el rostro de Yaren, dulcemente.
El torrente de magia penetró en el interior del joven, y era una magia pura, limpia y hermosa. Por un instante, una sensación de paz y de armonía con todo lo bello que había en el mundo lo embargó, y le hizo suspirar, extasiado. Pero terminó de forma rápida y brutal cuando aquella energía removió la suya propia, extendiéndola por cada fibra de su ser, y haciéndole sentir el dolor más intenso que jamás había experimentado.
Yaren dejó escapar un alarido y trató de escapar, aterrado. Pero el unicornio lo empujó, haciéndole caer al suelo, y lo retuvo entre sus patas, mientras seguía canalizando energía hacia él. «Tengo que limpiarlo… tengo que limpiarlo…», era lo único que pensaba. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que aquella magia oscura que estaba removiendo la afectaba también a ella. Volvió a experimentar el dolor, la angustia, el odio, mientras Yaren se revolvía sobre la hierba, gritando en plena agonía. Victoria apretó los dientes y se esforzó por captar todavía más energía del ambiente para derramarla en el interior de Yaren; esperaba que la nueva magia terminaría por hacer desaparecer el antiguo poder oscuro del mago, pero no sabía cuánto tiempo necesitaría, ni si Yaren lo resistiría.
Sobreponiéndose al dolor, Victoria lo miró, inquieta: los ojos de Yaren emitían una luz intensa, radiante, pero su rostro seguía siendo una máscara de sufrimiento. Y Victoria comprendió que era inútil; que, si seguía así, el cuerpo del joven no resistiría toda aquella energía y terminaría por estallar. Y que, derramando más magia en su interior, solo contribuía a extender la energía sucia por su esencia… todavía más.
Con un sordo jadeo, retiró el cuerno y se dejó caer sobre sus cuartos traseros, agotada. Yaren se quedó hecho un ovillo sobre la hierba, temblando y sollozando como un niño. Victoria recuperó su cuerpo humano, pero aún tardó un poco en liberarse de aquella sensación de angustia y sufrimiento. Acarició su vientre, inquieta, deseando que la energía negativa que había absorbido de Yaren no hubiese afectado a su bebé.
Lentamente, el mago se incorporó y la miró con profundo odio.
—Eres un monstruo —dijo, y escupió a sus pies.
Victoria no dijo nada. Se quedó allí, arrodillada sobre la hierba, mientras una espantosa sensación de abatimiento inundaba su corazón. Yaren sacudió la cabeza y, aún tambaleándose, se alejó de allí.
Victoria enterró el rostro entre las manos, destrozada. «Ya está», se dijo. «He matado su última esperanza». Pero tenía que intentarlo, pensó. Era lo menos que podía hacer.
Se quedó un rato más allí, arrodillada sobre la hierba, abrazándose a sí misma, preguntándose qué debía hacer a continuación. No conocía a nadie a quien pudiese consultar acerca del caso de Yaren. Qaydar no sabía cómo curarlo. Si los unicornios habían conocido un remedio para aquellos casos, desde luego, se habían llevado el secreto con ellos.
Entonces, de pronto, un suave escalofrío recorrió su espalda. Conocía esa sensación.
Momentos después, Christian la estrechaba entre sus brazos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el shek, inquieto—. ¿Estás bien? He sentido…
—Estoy bien, Christian —lo tranquilizó ella, con una sonrisa—. Me recuperaré. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? Creía que te habías marchado. Sabes que deberías mantenerte alejado.
Christian sonrió a su vez.
—Todavía rondaba por aquí. Pero tienes razón, no deberíamos estar haciendo esto. Si te ven…
—No es por eso; no me importa que me vean —replicó Victoria, con voz ahogada—. Estoy cansada de fingir que no te quiero. Que piensen lo que quieran, que digan lo que quieran. No voy a renegar de lo que siento por ti.
Christian le acarició el cabello, pensativo, y la miró, con emoción contenida.
—No esperaba verte hoy —reconoció—. Ni siquiera tenía pensado hablar contigo. Pero…
—Pero Jack te ha echado en cara que no te dejas ver por aquí, ¿verdad?
—No ha sido solo por Jack —protestó él—. Necesitaba comprobar que estabas bien.
Le contó que, tras su primera conversación, había estado a punto de marcharse, puesto que nada lo retenía ya allí. Pero lo intrigaba el cambio que se había producido en Alsan, y se había quedado un poco más, para observar la coronación desde las sombras.
—Ahora he de regresar. No sé si Jack cumplirá con lo que le he pedido, pero, por lo menos, a Gerde le gustará saber que tú y tu hijo os encontráis bien.
Victoria inclinó la cabeza.
—De modo que Gerde sigue interesada en mi bebé —dijo—. ¿Tan segura está de que es…?
—¿… mío? Sabe que existe esa posibilidad. Aguardará un tiempo hasta que nazca, o hasta que pueda saber seguro qué aspecto tiene su alma, pero espero haber encontrado una solución para entonces.
Victoria lo miró intensamente.
—¿De veras existe una solución para todo esto?
—No una solución que satisfaga a todo el mundo, naturalmente. Pero a mí me basta con una solución que me sirva a mí y a las personas que me importan.
En aquel momento, sonaron más vítores y aplausos. La exhibición había terminado.
—Es la hora del almuerzo —suspiró Victoria—. Será mejor que vuelva antes de que me echen de menos.
Christian volvió a abrazarla y cerró los ojos para disfrutar de su presencia.
—Yo sí te he echado de menos —confesó en voz baja.
Victoria apoyó la cabeza en su hombro y tragó saliva.
—Y yo —susurró, casi sin voz—. No sé por qué… cada vez me resulta más duro separarme de ti.
—Yo sí sé por qué —dijo Christian, pero no añadió más.
Aún permanecieron juntos unos instantes más, susurrándose tiernas palabras de despedida, antes de separarse, con el corazón encogido.
Victoria regresó a la explanada, que ya se había visto invadida de gente. Casi todos estaban cerca del lugar donde se repartían las empanadas y las jarras de nunk, pero, aun así, a Victoria le costó encontrar a sus amigos entre la multitud. Detectó a Zaisei un poco más lejos, mirando en torno a sí, algo desconcertada. Se dirigió hacia ella, pero un muchacho la interceptó.
—¡Dama Lunnaris! Os lo ruego: sé que no soy digno, pero si quisierais…
—No funciona así —respondió ella, con suavidad—. Discúlpame…
Aún tuvo que eludir a dos personas más antes de llegar a Zaisei.
—¡Victoria! ¿Dónde te habías metido?
—¿Me habéis echado de menos? —preguntó ella, preocupada.
—Supuse que se trataba de una urgencia, pero, como tardabas, empezaba a preocuparme… ¿has visto a la Madre Venerable?
—¿También se ha ido? —se extrañó Victoria—. Tal vez esté con Ha-Din.
—El Padre Venerable regresó al castillo con su escolta antes de la exhibición de los dragones. Gaedalu estaba conmigo entonces…
—Bueno; con tanta gente, no es de extrañar que la hayas perdido de vista. Quizá haya ido a felicitar a Alsan.
—Eso es lo que he supuesto, pero tampoco lo veo a él.
De pronto, un horrible presentimiento empezó a cobrar forma en el corazón de Victoria. Dio media vuelta y, sin una palabra, echó a correr.
Apenas unos instantes más tarde, sintió en su propio pecho el dolor agudo e intensísimo de Christian, un dolor insoportable que iba mucho más allá de lo físico. Se detuvo un instante y dejó escapar un grito.
Varias personas la vieron, y se acercaron a ella para socorrerla. Pero Victoria, sacando fuerzas de flaqueza, se zafó de ellas y siguió corriendo, con desesperación, hacia el lugar donde Christian luchaba por su vida.
El shek se había visto sorprendido en una emboscada al abandonar el pequeño claro en el que se había reunido con Victoria. Se había deshecho de los tres primeros soldados sin grandes dificultades; pero entonces había aparecido Alsan.
Christian retrocedió solo unos pasos y alzó a Haiass para detener el embate de Sumlaris, la Imbatible. Había esperado algún comentario por parte de Alsan; pero él se limitó a dar un paso atrás para luego volver a atacar, sin una palabra.
No era la primera vez que peleaban, pero había transcurrido mucho tiempo, cerca de dos años, desde su último duelo en la Tierra. Entonces, el shek había salido vencedor, y solo la intervención de Jack y de Victoria había impedido que Alsan muriese bajo la fría mordedura de Haiass.
En esta ocasión, sin embargo, hubo algo diferente. Alsan siempre había sido un guerrero sereno y prudente, pero ahora peleaba con fiereza, caminando por la delgada línea existente entre la temeridad y la seguridad de quien sabe, con total certeza, que está haciendo lo correcto. Los golpes de Sumlaris eran, también, más fuertes. La hoja legendaria parecía haberse robustecido, al igual que el ánimo de su portador.
Y un nuevo brillo alentaba sus ojos oscuros, un brillo que nada tenía que ver con la mirada de la bestia.
—¡Pelea, cobarde! —le espetó Alsan cuando Christian lo esquivó con una finta.
El shek no dijo nada, pero tampoco cayó en su provocación. Siguió luchando a su manera, esquivando y contraatacando, moviéndose con la sutileza de un felino. Cuando Alsan asestó un mandoble lo bastante poderoso como para haberle segado el brazo al que estaba destinado, Christian decidió que no podía andarse con miramientos, por mucho que hubiesen combatido juntos en la Resistencia, por mucho que Alsan fuese amigo de Jack y de Victoria. Alzó a Haiass, que centelleó un instante bajo la luz de los soles, y la descargó contra Alsan.
El rey de Vanissar levantó su espada para detenerla, y ambos aceros chocaron de nuevo.
Entonces, de pronto, algo se clavó en el hombro de Christian.
El joven abrió los ojos, sorprendido. Le había atacado por detrás; había oído el silbido producido por el dardo, momentos antes de hundirse en su carne, pero la postura forzada que se había visto obligado a mantener mientras forcejeaba con Alsan le había impedido esquivarlo.
No era nada grave, sin embargo. Su cuerpo de shek aguantaría casi cualquier veneno, si es que el dardo estaba envenenado. Pero, ante todo, debía saber quién lo había atacado por la retaguardia.
Empujó con fuerza hacia atrás para desembarazarse de Alsan, e hizo un brusco giro de cintura.
No llegó a ver a su atacante, no solo porque este parecía haberse esfumado, sino porque Alsan arremetió de nuevo contra él.
Y, por primera vez, lo cogió desprevenido.
El shek ya se había vuelto hacia él y aguardaba el golpe de Alsan. Interpuso a Haiass entre él y su adversario, pero lo que no esperaba era que Alsan atacase con ambas manos. Christian detuvo a Sumlaris a escasos centímetros de su cuerpo y trató de protegerse, en un acto reflejo, de la mano izquierda de Alsan, que se había lanzado hacia él.
Demasiado tarde. El rey de Vanissar alcanzó su objetivo.
Sin embargo, no era una daga lo que sostenía en su mano, sino un objeto negro, redondo y pulido.
Christian retrocedió por instinto.
El objeto lo acompañó.
Se pegó a su cuerpo, como un parásito, quemando su ropa como si fuese ácido y hundiéndose en su piel. Aterrado, Christian soltó a Haiass y trató de arrancárselo del pecho. Pero aquella extraña gema se clavó todavía más en su carne, produciéndole un dolor intenso y punzante.
Christian cayó al suelo de rodillas, mientras percibía un espantoso olor a quemado y contemplaba, atónito, cómo aquella cosa extendía por su piel largos filamentos oscuros, como las patas de una gigantesca araña, que recorrían todo su pecho, marcándolo con horribles cicatrices.
Después, sus sentidos se nublaron de pronto, como si hubiese metido la cabeza bajo el agua, y ya no vio ni oyó nada más.
Alsan y Gaedalu contemplaron al shek inerte a sus pies.
«Ya no parece tan peligroso, ¿verdad?», dijo ella, con rencor.
Alsan lo miraba con un cierto destello de pena en su mirada. No por la suerte del criminal, sino porque un adversario temible había sido derrotado… de una forma que, en el fondo, no parecía del todo justa.
«Podemos matarlo ya», dijo la Madre Venerable.
De pronto, una sombra veloz penetró en el claro y se arrojó sobre Christian. Gaedalu retrocedió un paso, sobresaltada, pero el semblante de Alsan se endureció.
—Apártate de él, Victoria —ordenó.
La muchacha estaba examinando la siniestra piedra incrustada en el pecho de Christian. No hizo caso de Alsan. Acababa de comprobar que la gema absorbía su magia curativa, o tal vez la hiciera rebotar. Victoria no estaba muy segura al respecto; lo que sí sabía era que, de alguna manera, aquella piedra no le permitía ayudar a Christian.
—Apártate de él, Victoria —repitió Alsan.
La joven se volvió hacia él.
—¿Qué le habéis hecho?
«Hacérselo pagar, niña», dijo Gaedalu. «Ni siquiera tú podrás salvarlo de la muerte que merece».
Pero Alsan negó con la cabeza.
—Hay que juzgarlo primero. El mundo entero debe conocer los crímenes que ha cometido, saber que lo castigamos por ellos.
Gaedalu lo miró con cierta rabia.
«En casi todas las culturas idhunitas, el castigo por todo lo que ha hecho es la muerte», dijo.
—Entonces, no importará que esperemos un poco más —dijo el rey—. Además, dicen que si muere el heredero de Ashran todas las serpientes volverán a marcharse. Si eso es cierto, los idhunitas merecen estar preparados para disfrutar del espectáculo de la liberación de nuestro mundo.
Gaedalu estrechó los ojos.
«Es un error posponer su muerte».
Alsan sonrió con tranquilidad.
—Mientras tenga esa cosa clavada en el pecho es completamente inofensivo.
—¡Completamente inofensivo! —repitió Victoria—. ¡Pero si lo está matando!
Los semblantes de piedra de Alsan y Gaedalu no mostraron la menor compasión.
En aquel momento, más personas llegaron al claro. Se trataba de Jack, Covan y Shail, acompañados por varios caballeros de Nurgon.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Shail, perplejo.
Alsan se volvió hacia ellos, sonriente.
—Caballeros, acabamos de capturar a uno de nuestros enemigos más peligrosos: Kirtash, el shek, el hijo de Ashran el Nigromante.
Hubo un murmullo desconcertado, que Alsan acalló con un gesto.
—Esta criatura —añadió, señalando a Christian, que yacía en brazos de Victoria— ha cometido innumerables crímenes. Dotada de una astucia despiadada y retorcida, ha logrado engañar a muchas personas, entre las cuales me incluyo. También yo creí que podía llegar a albergar buenos sentimientos en su oscuro corazón. Pero me equivoqué, y ahora he tratado de enmendar mi error.
Victoria alzó la cabeza. No hacía mucho, también ella había pronunciado palabras parecidas ante Zaisei, para explicarle por qué, tiempo atrás, había querido matar a Christian. La diferencia entre Alsan y ella consistía en que Victoria sí tenía motivos para desear que Christian siguiera con vida. El rey de Vanissar, no.
Algunos de los caballeros habían desenvainado las espadas, pero Alsan los detuvo.
Victoria apenas escuchó cómo trataba de convencerlos de la necesidad de que el shek fuese juzgado en público y que todo Idhún conociese con detalle la larga lista de crímenes que se le atribuían. La muchacha acarició la frente de Christian al apartarle el pelo de la cara y la halló extrañamente caliente. Lo apartó, con suavidad, y se incorporó.
—Esto es cruel —dijo, interrumpiendo a Alsan—. Esa gema que le habéis puesto lo está matando, Alsan. No sobrevivirá mucho más tiempo.
«Ya no podemos quitársela», dijo Gaedalu. «Y, aunque pudiésemos, ten por seguro que no lo haríamos. Es lo único capaz de retener a alguien como él».
Victoria cerró los ojos un momento.
—Sabíais que estaba cerca —murmuró—. Me manteníais vigilada.
Alsan movió la cabeza.
—Sabía que no tardaría en venir a verte, Victoria. Eres su punto débil.
Ella se irguió.
—Te equivocas —dijo—. Soy su mayor apoyo ahora mismo. Porque el que quiera tocarlo siquiera, tendrá que pasar por encima de mí.
Los caballeros la miraron, con incredulidad y un cierto estupor.
—Victoria, no es momento para caprichos —dijo Alsan, tenso, avanzando un paso.
Ella entornó los ojos.
—Por encima de mi cadáver, Alsan —reiteró.
El rey se detuvo un momento y frunció el ceño. Miró a Victoria, y luego volvió la cabeza a Jack, que lo observaba todo con una extraña expresión en el rostro, sin intervenir.
Comprendió. Retrocedió un poco y contempló a la joven y al shek que yacía a sus pies, anonadado.
—Tú… vosotros…
La contempló con profundo asco.
«Ya te lo dije», le recordó Gaedalu.
Alsan sacudió la cabeza.
—Nunca pensé que llegarías tan lejos, Victoria —dijo, y cada una de sus palabras iba cargada de desprecio y repugnancia—. Nunca creí que… harías algo más que tontear con ese shek.
Victoria temblaba por dentro, pero su voz no vaciló ni un ápice cuando, llevándose una mano al vientre, dijo:
—Bien; pues ahora que por fin te tomas en serio lo que siento por él, comprenderás por qué no puedo permitir que toques un solo pelo del que puede que sea el padre de mi hijo.
De nuevo, murmullos escandalizados. Habían llegado más personas al claro, pero Victoria no les prestó atención. Sus ojos estaban clavados en Alsan.
—Me das náuseas —escupió Alsan—. No me importa que hayas pertenecido a la Resistencia o que, por alguna razón que todavía no acierto a comprender, seas el último unicornio del mundo. Si insistes en proteger a esa serpiente… morirás con ella.
Avanzó hacia Victoria, con Sumlaris desenvainada, pero otra persona se interpuso.
—Déjala en paz, Alsan —ordenó Jack, muy serio.
—Apártate, chico —gruñó el rey—. No merece que la defiendas. No merece…
—Déjala en paz —repitió Jack—. Te dije una vez que era la madre de mi hijo, y no mentía, no del todo. Antes has jurado que ibas a defender Vanissar como si fuese tu familia. Bien, yo no soy rey, pero supongo que no me negarás el derecho a defender a mi familia. A todos ellos —añadió.
Alsan los miró un momento. Después echó un vistazo a su alrededor.
—¿Vais a defender al shek… de toda esta gente? —preguntó, ceñudo.
Los murmullos aumentaban en intensidad. Alguien pidió a gritos la muerte para el hijo de Ashran. Jack vaciló.
—Llevadlo al castillo —ordenó Alsan—. Lo encerraremos hasta que podamos celebrar un juicio.
Jack dudó un momento, pero por fin asintió y se apartó un poco. Tuvo que tirar de Victoria para que se retirara también, porque se resistía a separarse de él.
—No vas a poder sacarlo de aquí, Victoria —le susurró—. Si luchas, terminarán por matarlo, y no puedes protegerlo de toda esta gente. Acepta el hecho de que, por una vez en su vida, ha perdido.
Victoria se desasió de él y permaneció junto a Christian. Lo incorporó un poco y se echó el brazo de él sobre los hombros.
—Yo lo llevaré al castillo —dijo—. Y más vale que, entretanto, vayas pensando en cómo quitarle esa cosa del pecho.
—No me amenaces, Victoria —replicó Alsan—. También tú estás bajo sospecha.
Victoria no dijo nada. Echó a andar tras él, de regreso al castillo, escoltada por los soldados y caballeros, que mantenían alejada a la multitud. Jack dudó un momento sobre si ayudarla a cargar con el shek, pero, antes de que pudiera tomar una decisión, Shail acudió junto a ella y sostuvo al inerte Christian por el otro brazo.
—Me salvó la vida un par de ocasiones —dijo, al advertir la mirada de Alsan—. Es lo menos que puedo hacer por él.
—Todo eso podremos discutirlo en el juicio. Aunque sospecho cuál va a ser el resultado: los crímenes de este shek superan ampliamente sus buenas acciones.
—Voy a sacarlo de ahí —declaró Victoria. Jack negó con la cabeza.
—Victoria, no hay nada que tú puedas hacer. Solo conseguirás empeorar las cosas.
—¿Crees que me voy a quedar de brazos cruzados mientras Christian se muere?
Habían vuelto a su habitación en el castillo. Victoria no había protestado cuando Alsan había hecho encerrar a Christian en una mazmorra y apostado varios guardias en la puerta, pero le había dirigido una larga mirada desafiante.
Solo la intervención de Jack, Shail y Zaisei le había impedido encerrarla también a ella.
—No exageres —dijo Jack—; solo está inconsciente. La piedra que lleva en el pecho está hecha del mismo material que el brazalete de Alsan, y a él le sienta bien.
—Él no es un shek —replicó Victoria, con sequedad—. Esa cosa afecta a los sheks, Gaedalu lo sabía muy bien cuando fue a buscar esos fragmentos al Reino Oceánico.
Jack ladeó la cabeza.
—Si existiera algo capaz de matar a los sheks de forma tan efectiva, se habrían librado de ello hace mucho tiempo. Estoy seguro de que solo lo ha debilitado. En su estado, está más seguro encerrado; si lo sacas de ahí, lo matarán.
Victoria alzó la mano ante Jack para mostrarle el anillo que llevaba.
—¿Ves esto? Está mudo, Jack. Muerto. No percibo a Christian al otro lado, y te aseguro que eso no es una buena señal. Todo esto del juicio es una farsa: van a matarlo de todas formas.
Jack la miró fijamente.
—¿No quieres que se le juzgue? Es su oportunidad para contar al mundo su versión de los hechos, Victoria. Podrá explicar de una vez por todas qué motivos tiene para apoyar a Gerde, por qué razón no deberíamos atacar su base, y créeme, lo van a escuchar…
—No podrá contar nada si está muerto.
—¿Es que tienes miedo de oír la larga lista de personas a las que ha asesinado? ¿Temes que no encuentren ningún motivo para perdonarlo?
—Sé todo lo que ha hecho, Jack. Entiendo que Gaedalu lo odie y le guarde rencor por haber matado a su hija, y lo respeto. Gaedalu tiene derecho a luchar por sus seres queridos. Lo mismo estoy haciendo yo.
—La hija de Gaedalu no había matado a nadie, Victoria.
—Tampoco mi abuela había matado a nadie, y estaba en la lista de Christian. El respetó su vida porque era importante para mí, ¿y qué hizo ella con esa vida? ¡Sacrificarla para matar a cientos de sheks!
—¡Allegra fue una heroína, Victoria! ¿Cómo te atreves a hablar así de ella?
—Es una heroína para los sangrecaliente —repuso Victoria—. Para los sheks es una genocida. Pero, para mí, era simplemente mi abuela, y la querré siempre, y la recordaré siempre con cariño. Muchos de nosotros luchamos en esta guerra porque no tenemos otra opción. Tampoco elegimos el bando en el que queremos luchar.
—¿En qué bando lucharías tú, Victoria? —replicó Jack, cortante.
—¿Si pudiera elegir? No lucharía en ninguno, Jack.
—¿Ni siquiera contra aquellos que exterminaron a tu raza?
—Destruirlos no devolverá a la vida a los unicornios. Tampoco a los dragones.
—¿Y crees que debemos olvidarlo todo, así, sin más?
Victoria suspiró.
—Solo digo que Christian no debería ser juzgado por un tribunal humano. ¿A cuántos sheks has matado tú, Jack? ¿Crees que eres menos asesino que él? ¿Te gustaría ser juzgado por un tribunal de serpientes?
Jack no supo qué responder. Victoria dejó caer los brazos, exasperada.
—No puedo creer que, después de todo lo que ha pasado…
—Defenderé a Christian en el juicio, Victoria —cortó él—. Hablaré de todo lo que ha hecho por nuestra causa, de cómo luchó a nuestro lado contra Ashran y cómo nos salvó la vida tantas veces. Pero no puedes negar… a Gaedalu, y a todos los demás… la oportunidad de mirarlo a la cara y preguntarle por qué.
—Porque era lo que tenía que hacer, sin más —respondió Victoria—. Le preguntarán si se arrepiente, y él les dirá que no puede sentir remordimientos por haber hecho lo que en su día consideró lo más correcto. ¿Les hará eso sentir mejor… a Gaedalu, y a todos los demás? ¿Se sentirán mejor cuando Christian haya muerto?
Jack alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
—Tal vez sí —replicó, muy serio.
Victoria respiró hondo.
—No estoy diciendo que apruebe lo que hizo —dijo—. No estoy diciendo que me parezca bien. Pero, simplemente… no puedo permitir que le hagan daño. No puedo quedarme quieta mientras él se muere. Esperar sentada a que lo maten. —Suspiró—. No puedo.
—También tú estuviste a punto de matarlo por venganza —le recordó él—. ¿Lo has olvidado?
—No. Y tampoco he olvidado que fuiste tú quien detuvo mi mano. Así que sabes mejor que nadie de qué estoy hablando.
Jack cerró los ojos, agotado.
—¿Qué pretendes? ¿Que lo saque de ahí?
Victoria alzó la barbilla.
—No. No tiene sentido que trates de rescatarlo si crees que no es más que un criminal. Pero para mí es mucho más que eso, Jack, y sí que voy a hacer algo al respecto. No te estoy pidiendo ayuda, permiso ni aprobación. Solo te pido que entiendas mi postura.
Jack levantó la mirada hacia ella.
—¿Que si la entiendo? —respondió, con voz helada—. La entiendo perfectamente. Estás loca por él, y eso te impide ser objetiva.
—Y tú estás celoso y lo odias, y por eso no puedes ser objetivo.
Jack se levantó de un salto, encolerizado.
—¡Objetivo! —replicó—. ¡Estuve en Umadhun, Victoria, en el mundo de las serpientes! ¡De haberme encontrado, me habrían matado… sin juicio!
—Con juicio, sin juicio, ¿qué más da? Te habrían matado por ser un dragón. De la misma manera que a él lo van a matar por ser un shek, simplemente. Por luchar en el bando contrario.
»También tú has matado a muchos sheks sin juicio. De haber podido, incluso habrías matado a Sheziss, sin conocerla, solo por ser una shek… ¿me equivoco?
Jack no respondió.
—Pero tienes razón en una cosa —prosiguió Victoria—. No importa cuántos motivos pueda darte para justificar mi actitud. Voy a hacer algo por Christian, voy a salvarlo, porque le quiero. Sin más.
—Ya lo había notado —dijo Jack, tenso—. Acabemos con esta farsa, pues. Vete con él, escapaos juntos, criad a vuestro hijo. Yo siempre fui el elemento sobrante en esta relación, ¿no es cierto?
Victoria lo miró, sin creer lo que estaba oyendo.
—No es posible que todavía dudes de lo que siento por ti. ¿Quieres más pruebas? ¿Acaso quieres que deje morir a Christian solo para demostrarte que me importas? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? ¿Era eso lo que esperabas que hiciera cuando Ashran me exigió que eligiese entre los dos? ¿Es eso lo que aún no me has perdonado?
Jack no respondió. Victoria movió la cabeza, exasperada, y dio media vuelta para marcharse.
—Espera —la detuvo Jack, cuando ya estaba a punto de salir—. ¿De veras piensas ir a rescatarlo, a pesar de todo?
—Sí —respondió ella sin vacilar.
Jack apretó los dientes.
—De acuerdo, haz lo que creas conveniente —dijo, sin poder contenerse—. Pero, si cruzas esa puerta… no te molestes en volver.
Victoria entornó los ojos, pero no dijo nada.
En silencio, con suavidad, abrió la puerta, salió de la habitación y volvió a cerrarla tras de sí.
Jack se quedó un momento de pie, temblando. Después, una súbita debilidad invadió su cuerpo y se dejó caer sobre el borde de la cama, pálido. Enterró el rostro entre las manos y murmuró:
—Soy estúpido, estúpido…
Pero no se levantó. No fue a buscar a Victoria, ni tampoco corrió a advertir a Alsan de las intenciones de la joven. Simplemente se quedó allí, angustiado, pensando, preguntándose si había obrado bien: si estaba dejando escapar al amor de su vida, o, por el contrario, acababa de recuperar… su libertad.
Zaisei había estado presente durante la discusión entre Alsan y Victoria, después de la ceremonia de coronación. Había escuchado sin intervenir, pero, como celeste que era, había hecho mucho más que escuchar.
Había percibido las dudas de Jack; el miedo que ocultaba Victoria tras aquella expresión desafiante; la fría determinación de Alsan, rayana en el fanatismo; y, sobre todo, el odio que albergaba el corazón de Gaedalu.
Seguía sintiendo aquel odio ahora, varias horas después. Había acompañado a Gaedalu hasta la capilla del castillo. La Madre Venerable había dedicado una plegaria de agradecimiento a los dioses por haber propiciado la captura del shek; pero, aunque aquel hecho llenaba a la varu de satisfacción, Zaisei sabía que no descansaría hasta verlo muerto.
La joven celeste temía a Kirtash, pero no hasta el punto de desear su muerte, y menos aún después de haber hablado con Victoria acerca del origen de su bebé.
—Lo matarán, ¿verdad? —preguntó de pronto, en voz baja, mientras regresaban a la estancia de Gaedalu.
«Es lo que merece», respondió Gaedalu. «De hecho, debería estar muerto ya».
—Puede que sea el padre de la criatura que espera Victoria.
«Con mayor motivo».
Zaisei guardó silencio un momento. Después suspiró, preocupada.
—Madre, comprendo que odiéis a Kirtash, y respeto vuestro dolor. Pero ese joven no puede ser simplemente un monstruo. Si bien ha despertado el odio en muchas personas, también es capaz de causar sentimientos positivos. Ha provocado un profundo amor en el corazón de Victoria…
Gaedalu se detuvo bruscamente y la miró a los ojos.
«¿Y eso lo exime de todos sus crímenes?».
Zaisei retrocedió, intimidada por la violencia de su odio y su dolor.
—También salvó la vida de Shail —admitió en voz baja—. Tal vez por eso…
«¿Tal vez por eso eres capaz de ver algo bueno en él? ¿Crees que no te ha causado ningún daño? ¿Crees que no tienes nada que ver con ese shek? Pues te equivocas».
Zaisei se quedó inmóvil, en medio del pasillo, mientras Gaedalu seguía caminando. La celeste corrió para alcanzarla.
—¡Madre! ¿Qué habéis querido decir con eso? ¿Qué tengo yo que ver con Kirtash?
Habían llegado ante las puertas de la estancia de Gaedalu. La varu entró, sin responder a las preguntas de Zaisei, y ella la siguió hasta el interior de la habitación.
«Cierra la puerta», ordenó Gaedalu.
Zaisei obedeció. Apenas había terminado de girar el picaporte, cuando la voz telepática de la Madre Venerable ya resonaba en su mente:
«Conocí a la madre de Kirtash. No recuerdo su nombre, solo que era Oyente en uno de los Oráculos… como tu madre. Eran amigas, de hecho. ¿Te sorprende?», sonrió. «Pues eso no es nada».
Zaisei percibió los sentimientos de rabia e ira que latían en el interior de Gaedalu, y tuvo miedo.
—No sé si quiero conocer el resto…
«Pero yo quiero que lo conozcas», dijo Gaedalu, sin piedad. «Porque debes conocerlo. Te lo he ocultado todo este tiempo, pero ya eres mayor para saber la verdad».
La joven celeste tragó saliva y dio media vuelta para encararse a ella. Gaedalu sonrió, con amargura.
«Fue después de la conjunción astral», dijo. «Todos los Oráculos fueron destruidos, menos el nuestro, el de Gantadd. Por eso muchas mujeres vinieron a buscar refugio bajo su techo. Entre ellas estaba la madre de Kirtash. Conocía a tu madre, ambas habían escuchado la Primera Profecía. Llegó, desesperada, diciendo que Ashran le había arrebatado al hijo de ambos. Yo no quise tener entre los muros del Oráculo a alguien que hubiese mantenido una relación tan estrecha con el hombre que había exterminado a los dragones y los unicornios, el hombre que había hecho volver a los sheks. Pero tu madre intercedió por ella. Por eso, solo por eso, la dejamos quedarse. ¿Tienes idea de lo que hizo esa mujer?».
Zaisei negó débilmente con la cabeza.
«Tiempo después, los Oráculos hablaron de nuevo», recordó Gaedalu. «Llamé a tu madre para que anotase las palabras de la Segunda Profecía, junto con la hermana Eline y la hermana Ludalu. Acudió con la cabeza y el rostro cubiertos por una capucha, y dijo que había contraído una dolencia leve en los ojos y le hacía daño la luz. Nadie sospechó que no era ella…, hasta que encontramos a la verdadera Kanei en su habitación, tendida en la cama. Llevaba varias horas muerta».
Zaisei la miró, sin poder creerlo.
«Sí», confirmó Gaedalu. «La madre de Kirtash había envenenado su infusión de hierbas para poder ocupar su lugar entre los Oyentes. Sabía que yo no le permitiría escuchar la Segunda Profecía, y por eso mató a Kanei, para suplantarla. Después, desapareció del Oráculo y no volvimos a verla. Quién sabe si no sigue actuando como espía para Ashran».
Zaisei se dejó caer contra la pared, lívida.
—¿Por qué no me lo dijisteis? —musitó.
«Para no hacerte sufrir, hija. Pero dime, ahora… ¿tendrías más piedad con Kirtash de la que su madre mostró con la tuya?».
Zaisei no dijo nada. Cerró los ojos, y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas.
Había cinco guardias vigilando la mazmorra donde languidecía Christian, aunque el shek estaba demasiado débil para mover un solo músculo. No obstante, todos ellos habían estado en tensión toda la noche. Sabía que custodiaban un enemigo peligroso y que no debían darle una sola oportunidad de escapar. Además… tal vez estuviera fingiendo.
Se asomaban a menudo a través de los barrotes de la ventanilla, solo para comprobar que seguía en la misma postura de siempre, tendido sobre el suelo, como si fuese un saco viejo, musitando palabras incomprensibles, en medio de su delirio. No se parecía al temible asesino que había sido la mano derecha de Ashran. Pero, por si acaso, los guardias seguían atentos al menor indicio de cambio, y el propio Qaydar había reforzado la puerta de la prisión con su magia.
No obstante, ninguno de ellos esperaba que la salvación del shek viniera de otro lado.
De pronto, una luz intensísima inundó el corredor, una luz que los cegó durante un buen rato. Cuando, parpadeando, el primer guardia logró extraer la espada del cinto, una sombra se arrojó sobre él y lo golpeó en pleno rostro, y lo hizo caer hacia atrás, conmocionado. La figura, rápida como el rayo, disparó una patada al estómago de otro de los guardias, y después le golpeó la cabeza contra la pared. El tercero logró esquivar una nueva patada de su atacante, a pesar de que la luz todavía lo obligaba a moverse a ciegas. Blandió la espada, pero algo parecido a un bastón golpeó su filo con fuerza y se la arrebató de las manos. Momentos después, yacía también en el suelo, junto a los otros dos. La figura, amparada en la radiante luz que ofuscaba los sentidos de los guardias, se desembarazó del cuarto, también sin muchos problemas. Solo el quinto logró verle la cara, y la sorpresa lo paralizó un instante:
—¿Dama Lun…? —empezó, pero recibió un golpe en el pecho, que lo dejó sin respiración, y cayó al suelo de rodillas. Otro golpe, esta vez en la sien, le hizo perder el conocimiento.
Victoria apartó los cuerpos de los guardias y se detuvo un momento, con el corazón latiéndole con fuerza. Se llevó una mano al vientre. «Te prometo que no habrá más bandazos, de momento», le dijo en silencio a su hijo no nacido. «Pero aguanta, por favor. Tenemos que salvar a Christian».
Rogando porque la pelea no hubiese tenido efectos negativos sobre su bebé, Victoria alzó el báculo ante la puerta de la mazmorra. La primera descarga de energía la dejó intacta. Mordiéndose el labio inferior, Victoria lo intentó de nuevo, y en esta ocasión absorbió todavía más energía del ambiente. La puerta se tambaleó. La protección mágica de Qaydar se resintió.
Victoria probó por tercera vez y, en esta ocasión, los goznes cedieron, el cerrojo saltó y la puerta se abrió con un chirrido.
La joven se precipitó en el interior de la celda y se agachó junto al prisionero.
—¿Christian? —le preguntó en un susurro—. ¿Estás bien?
—Victoria —murmuró él; tenía los labios resecos—. ¿Dónde estás? No puedo verte.
Ella frunció el ceño, preocupada. La luz que había generado el báculo ya se estaba extinguiendo, y no podía haber cegado los ojos de Christian, porque la puerta estaba cerrada. Pasó una mano ante su rostro, pero la mirada perdida de él no reaccionó.
—Estoy aquí —susurró—. A tu lado.
Le abrió la camisa para ver el estado de la gema que le habían clavado en el pecho. Seguía ahí, como un parásito, aunque las estrías negras que había dibujado en su piel no se habían extendido. Victoria colocó una mano sobre la frente del shek.
—Estás caliente —dijo—. Esto no puede ser bueno para ti. Tengo que sacarte de aquí.
—Estoy… solo —gimió Christian, y había una nota de auténtico pánico en su voz—. No hay nadie, Victoria, todo está… tan oscuro.
—Estoy contigo —insistió ella—. No estás solo.
—No… hay… nadie más —murmuró él, y su rostro, habitualmente impasible, era una máscara de terror—. No siento nada…
A Victoria se le encogió el corazón, pero no perdió más el tiempo. Lo obligó a levantarse y se lo cargó a los hombros.
—Vamos, intenta caminar —le susurró al oído—. Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren.
Lo arrastró por el pasillo, sorteando los cuerpos inertes de los guardias. Uno de ellos empezaba a volver en sí.
—Cierra los ojos, Christian —ordenó, y, de nuevo, dejó que una luz intensísima bañase el corredor. Oyó que el soldado gemía, supuso que se cubriría los ojos con los brazos, pero no se detuvo para mirar atrás. No tenían mucho tiempo.
A trompicones, salieron de las mazmorras. En la sala de guardia, Victoria se detuvo un momento para hacer saltar el candado del baúl de las armas confiscadas a los presos. Encontró allí a Haiass y la rescató, con la esperanza de que Christian pudiera volver a empuñarla en un futuro próximo.
Aún tuvo que enfrentarse a tres soldados más y a dos caballeros de Nurgon antes de salir al exterior. Victoria sabía que no peleaba limpiamente si los cegaba con su luz para derrotarlos, pero en aquellos momentos no podía permitirse el ser considerada.
Por fin llegaron al patio de armas. Victoria se pegó a la pared y empujó a Christian hasta un rincón oscuro, para que la luz de las lunas no revelase su posición. Desde allí estudió todas las posibles vías de escape. Como era de esperar, Alsan había hecho redoblar la vigilancia en todas las puertas. No tardarían en dar la alarma y todos aquellos guardias se les echarían encima.
A pesar de todo, se quedó quieta un momento, esperando. Tal vez aguardaba a que se le revelara, milagrosamente, el modo de sacar a Christian de allí. Pero en el fondo sabía que una parte de sí misma todavía estaba esperando a que Jack se uniese a ellos en el último momento.
Cerró los ojos y respiró hondo. Sabía que si se marchaba, tal vez Jack no se lo perdonaría, tal vez lo perdería para siempre. Pero tenía que salvar la vida de Christian.
Se arriesgó a esperarlo unos momentos más.
Pero Jack no apareció.
Entonces, de pronto, un suave arrullo la sobresaltó y le hizo alzar la cabeza.
Desde lo alto de la muralla la contemplaba un pájaro haai.
—No es posible —murmuró Victoria, sin terminar de creerse su buena suerte. ¿Era aquel el milagro que había estado esperando?
—Lo he llamado yo —dijo una voz a sus espaldas.
La joven se movió para ocultar tras ella el cuerpo de Christian, que respiraba con dificultad, apoyado contra el muro.
—Sabía que no aguardarías al juicio, muchacha —dijo la voz, y Victoria reconoció el tono apacible de Ha-Din, el Padre Venerable—. Espero que sepas lo que estás haciendo.
El celeste se acercó a ella desde las sombras. Parecía cansado, muy cansado, pero su rostro reflejaba también determinación. Victoria alzó la cabeza.
—Padre, sabéis que hay un lazo entre nosotros…
—… Un lazo fuerte y sólido —completó el celeste—. Sí, lo sé. Pero no necesitas darme explicaciones. Si puedes elegir entre salvar una vida y extinguirla, elige siempre salvar una vida, sin importar el pasado ni las circunstancias de esa persona. Porque al asesinarla, lo único que haces es reproducir el comportamiento de aquel al que pretendes castigar. Tú tienes motivos personales para salvar al shek. Yo, no. Pero igualmente lo salvaría, si pudiera. Por eso he llamado a este pájaro para ti.
Victoria cerró un momento los ojos, porque se le llenaban de lágrimas de gratitud.
—Padre, yo… —empezó, pero Ha-Din la interrumpió con un gesto.
—No son necesarias las palabras. Conmigo, no. Vete, hija, y haz lo que creas conveniente. Lo único que te pido es que averigües qué es ese objeto que tiene en el pecho, y que es tan similar al que luce Alsan en el brazo.
Victoria inclinó la cabeza.
—Creo que reprime una parte de su alma… de forma brutal —susurró—. Ha perdido sus sentidos de shek. Su poder mental. Es como si lo hubiesen encerrado en un cubículo diminuto y oscuro, completamente aislado del mundo. Para un shek, eso es una tortura atroz, un estado peor que la muerte.
—Reprimir su parte shek —repitió Ha-Din—. Sí, eso es malo. También la gema que porta el rey de Vanissar tiene un efecto parecido en él. Ha encerrado a la bestia en un rincón de su alma. Y, con la bestia, todo el odio y la ira que pudiera haber dentro de él.
—Pero eso… parece ser bueno, ¿no?
—En ciertos aspectos, sí. Pero, Victoria, cuando alguien cree que el mal no puede tocarlo, empieza a creerse con derecho a juzgar a los demás. Se vuelve intolerante ante los defectos y las faltas ajenas, que empieza a considerar imperdonables, porque está por encima de todo eso.
—Eso es lo que le está sucediendo a Alsan —murmuró Victoria—. No solo quiere reparar los errores que piensa que ha cometido; también cree haberse desembarazado de todo lo malo que había en él, y por eso se comporta de ese modo.
Ha-Din inclinó la cabeza.
—La gema de Kirtash está produciendo el mismo efecto en él —dijo—, separando la luz de la oscuridad, reprimiéndola en el fondo de su alma. Pero los sheks no son como los humanos. Eso lo matará.
—Los sheks no son del todo malos —protestó Victoria—. El…
—No se trata de lo que yo crea —interrumpió Ha-Din—, sino de la visión que los dioses tienen del mundo. Y un objeto así solo puede provenir de ellos. De los Seis, del Séptimo, no sé… está en tu mano averiguarlo.
—Entiendo —asintió Victoria—. Gracias por todo, Padre. Os prometo que haré lo posible por encontrar respuestas.
Ha-Din entonó una breve melodía, y el haai descendió hasta posarse junto a Victoria.
—Que los Seis te protejan, hija —dijo el celeste.
Momentos después, el ave se elevaba sobre los tejados de Vanis, guiada por la mano de Victoria, que sostenía entre sus brazos a Christian, moribundo. Sabía que dejaba muchas cosas atrás… cosas que, probablemente, jamás podría recuperar. Pero, si existía una mínima posibilidad de salvar a Christian, Victoria estaba dispuesta a encontrarla…
—¿Sabías que iba a tratar de rescatar a Kirtash? —dijo Alsan, y sus ojos reflejaban una fría cólera que no se mostraba en su rostro de piedra.
Jack alzó la cabeza. Sus ojos estaban marcados por profundas ojeras, porque no había logrado dormir en toda la noche; pero estaba sereno.
—Sí, lo sabía.
—¿Y por qué no trataste de retenerla?
—Porque estoy cansado de tratar de retenerla. Por una vez, decidí dejarla marchar…, que es, probablemente, lo que ella quería… desde el principio.
Alsan lo miró, pensativo.
—Gaedalu se va a poner furiosa —comentó—. Y no hablemos de Qaydar…
Jack se encogió de hombros.
—Me da igual. No pienso ir a buscarla, no importa lo que digan Qaydar, o Gaedalu, o quien sea. ¿No dicen que «los unicornios han de ser libres, para que la magia sea libre»? Pues, en lo que a mí respecta, Victoria ya lo es. Quizá lo mejor para todos sea perderlos de vista a los dos…, de una vez por todas. Así que, sintiéndolo mucho, debo decir que en el fondo no lamento que Kirtash haya escapado.
Hubo un breve silencio.
—No te preocupes por eso —sonrió Alsan—. Kirtash morirá pronto, esté donde esté, porque no hay nada en este mundo capaz de destruir la gema una vez se ha activado.
Jack lo miró casi sin verlo, entendiendo, de pronto, por qué no estaba furioso por la huida de Christian. Alsan pareció captar sus pensamientos.
—Habría preferido mantenerlo prisionero y condenarlo a muerte oficialmente, después de un juicio. Pero va a morir de todas formas, así que…
—Entonces, es verdad lo que dijo Victoria —murmuró—. Es verdad que el shek se estaba muriendo. —Lo sabía, en el fondo, pero le había convenido no creerlo.
Alsan entornó los ojos.
—¿Victoria sabía eso? ¿Cómo es posible?
—Lo detectó a través de Shiskatchegg —murmuró Jack, abatido. Alzó la cabeza al percibir que Alsan lo miraba fijamente—. Su anillo —explicó—. Ya sabes, el que le regaló Kirtash.
La expresión de Alsan se había vuelto tan severa y sombría que Jack se sintió inquieto y lo miró, desorientado, sin entender el porqué de su reacción.
—¿Ese anillo tiene nombre? —preguntó Alsan, con peligrosa suavidad—. ¿Y se llama Shiskatchegg?
—Sí —dijo Jack, cada vez más preocupado—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque no lo sabía —repuso Alsan—. De modo que el anillo es capaz de indicar a Victoria el estado de su amante shek —comentó.
—No lo llames así —masculló Jack, sin saber muy bien por qué—. Sí, están… unidos a través de él. Por eso Victoria supo que él estaba en peligro —sacudió la cabeza y añadió—. Si esa piedra lo mata, Alsan, Victoria no te lo perdonará.
El rey se encogió de hombros. Todavía había un brillo extraño en su mirada, pero Jack, abatido como estaba, no lo percibió.
—Creo que podré vivir con eso.
Pero Jack negó con la cabeza.
—No, no podrás. Si el shek muere por tu culpa, te aseguro que no habrá fuerza humana capaz de detener a Victoria cuando se vuelva contra ti.
Alsan recordó la transformación que había sufrido Victoria al creer que Christian había matado a Jack. Su rostro se ensombreció.
—Jack… —dijo una voz a sus espaldas.
Alsan y Jack se volvieron. Shail acababa de entrar.
—Ya me lo han contado —dijo; le dirigió una larga mirada—. Eres consciente de que ella te quiere muchísimo, ¿verdad?
—Shail, no confundas más al chico —gruñó Alsan—. Ya está bastante dolido a causa de la traición de Victoria.
—¿Traición? —repitió Shail, estupefacto—. ¿Qué traición?
—¿Cómo que qué traición? Sabes tan bien como yo que Victoria ha abandonado a Jack para unirse al enemigo…
Jack no pudo evitar recordar que Victoria se había marchado porque él la había obligado, en cierto modo. Una parte de él se sentía culpable por no haberla acompañado a rescatar a Christian, pero, sobre todo, por haberla echado de su lado simplemente porque ella había manifestado su intención de hacer lo que consideraba más correcto. No obstante, aquellos pensamientos quedaron ahogados por el dolor y la confusión, y por la acalorada discusión que mantenían sus amigos.
—¡Los unicornios no pueden elegir un bando! —estaba diciendo Shail.
—Pues Victoria sí que lo ha hecho —sentenció Alsan—. Va a tener un hijo del shek.
—¡Eso no lo sabemos! —reaccionó Jack—. ¡Puede que su bebé sea mío!
Los ojos de Alsan se estrecharon.
—Eso es lo que ella te ha hecho creer —se limitó a comentar.
Jack acusó el golpe y lo miró, profundamente herido.
—Si ella estuvo con los dos, ¿cómo esperas que sepa quién es realmente el padre de su hijo? —razonó Shail, perdiendo la paciencia.
Alsan se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es un unicornio, ¿no? Los unicornios pueden saber esas cosas. Y ella lo sabe, Jack. ¿Por qué otro motivo habría escapado con el shek?
—¡Porque lo estabais matando, Alsan! —casi gritó Shail; se volvió hacia Jack, buscando apoyo, y se sorprendió de ver un rastro de duda en su mirada—. ¡Por todos los dioses, Jack! ¡Conoces a Victoria mejor que yo, y hasta yo soy capaz de entender sin problemas por qué se ha ido!
Jack respiró hondo, pero no respondió.
—Ya basta, Shail —cortó Alsan, con firmeza—. Jack tiene que olvidarse de todo este asunto cuanto antes. Pensar en Victoria no va a ayudarlo cuando ataquemos a Gerde.
Shail lo miró fijamente, sin poder creer lo que estaba oyendo.
—¿Vas a seguir adelante con ese plan?
Alsan se mostró sorprendido.
—Claro, ¿por qué no?
Shail suspiró, exasperado.
—Bueno, pues no contéis conmigo. Creo que Kirtash y Victoria trataban de decirnos algo, y no los hemos escuchado. Tal vez…
—Me dijo que Gerde exigía que suspendiésemos el ataque —cortó Jack—. De lo contrario, mataría a Victoria.
—Razón de más para no escucharla —dijo Alsan—. Está claro que es un farol. No mataría a Victoria, está aliada con ella.
—¡Victoria no está aliada con Gerde! —exclamó Jack.
—Victoria está aliada con Kirtash, que está aliado con Gerde —razonó Alsan—. Por tanto, Victoria está aliada con Gerde. Todo es una trampa. No digo que ella tenga toda la culpa: ese shek la ha estado embaucando desde que la conoce. Pero Victoria ha dejado claro esta noche de qué lado prefiere estar —añadió, muy serio—, y tendrá que afrontar las consecuencias. Lo que le suceda a partir de ahora es responsabilidad suya.
Jack cerró los ojos. No podía creer a Alsan, pero una parte de él deseaba creerle. Era una explicación tan sencilla, tan obvia… aunque no fuera la verdad. Jack tragó saliva. La verdad era infinitamente más compleja que todo eso, y tal vez, más difícil de afrontar.
Y, por alguna razón que se le escapaba, las palabras de Alsan resultaban tan reconfortantes…
Shail movió la cabeza.
—Me niego a tomar parte en esto —dijo—. Aun a riesgo de que me declares traidor a mí también, voy a volver a la Torre de Kazlunn, con Ymur. Probablemente en sus libros encuentre más respuestas que en tus espadas y dragones, Alsan.
El le dedicó una serena sonrisa.
—Como quieras —dijo—. Pero nuestros planes seguirán adelante, contigo o sin ti. Jack —dijo, volviéndose hacia él—, sé que puedo contar contigo para seguir luchando contra Gerde y los sheks.
Algo se agitó en el interior de Jack. La vocecita del instinto empezó a susurrarle: «Matar serpientes. Matar serpientes. Matar serpientes».
—De momento —prosiguió Alsan—, quiero que vayas a Thalis y supervises la fabricación de dragones con Tanawe. Ayúdale a conseguir todo lo que necesite para el nuevo ejército. Cuando más dragones tengamos, más serpientes mataremos.
Jack lo pensó. Alsan le ofrecía una misión sencilla, algo que hacer, algo que lo mantendría ocupado y que le impediría pensar, y se lo agradeció mentalmente. Una parte de él se rebelaba ante la idea de seguir luchando. Pero el instinto era poderoso, y, por una vez, no había nada que lo frenara.
—De acuerdo —cedió, con una sonrisa—. Vamos a matar serpientes.