Faltaban ya pocos días para que el nuevo rey de Vanissar tomase posesión del trono, y en todo Nandelt se aguardaba la llegada del día de año nuevo con expectación… y no poca incertidumbre.
Porque, por extraño que pudiera parecer, todo el mundo conocía la fecha de la coronación, pero no estaban seguros acerca de la identidad de la persona que iba a ser coronada.
Para asombro de todos, y alegría de muchos, el príncipe Alsan había regresado a su reino para reclamar el trono. Y Covan, caballero de la Orden de Nurgon, que había sido su maestro en la Academia y había estado actuando como regente durante su ausencia tras la batalla de Awa, lo había recibido en el castillo.
Pocos días después se había hecho pública la noticia de que el día de año nuevo el pueblo de Vanissar tendría un nuevo rey. No obstante, no se había aclarado si ese nuevo rey sería Alsan, o el propio Covan.
En principio, todo apuntaba a que Alsan, heredero legítimo del rey Brun, ceñiría la corona. Pero los rumores decían que se había convocado a varias personas ilustres para que asistiesen a una especie de prueba que tendría lugar la noche del Triple Plenilunio. Si Alsan superaba dicha prueba, sería coronado. De lo contrario, renunciaría al trono en favor de Covan.
En los tres meses que habían transcurrido desde el regreso del príncipe, nadie había aclarado oficialmente si los rumores eran o no fundados. Alsan se ocupaba de gobernar el reino mientras tanto, y Covan era su mano derecha, por lo que, con el tiempo, la gente se acostumbró a la idea de que, en efecto, el príncipe heredero asumiría el trono.
No obstante, apenas unos días antes de la fecha de la coronación, la Venerable Gaedalu en persona llegó a la ciudad.
Corrían rumores de que había estado allí, tiempo atrás, en secreto, y había apoyado a Alsan a la hora de reclamar el trono, pero después había vuelto a marcharse para coordinar la reconstrucción del Oráculo de Gantadd, que había sido arrasado por las aguas. Si bien nadie tenía la certeza de que esto fuera cierto, en esta ocasión no se pudo dudar de que la Madre Venerable estaba en la ciudad. Entró por la puerta principal, con todo su séquito, y Alsan en persona salió a recibirla y la escoltó hasta el castillo.
Los líderes de las iglesias no solían estar presentes en aquella clase de ceremonias. La tradición ordenaba que no se involucraran en asuntos políticos, aunque en la práctica, solían enviar un representante de cada Oráculo a la coronación de un rey de Nandelt. Si el representante no llegaba, el nuevo rey podía entender que desde el Oráculo no se aprobaba aquella coronación. Era todo lo que se le permitía al poder sagrado. Habría sido de mal gusto que el Padre o la Madre opinaran abiertamente sobre un asunto semejante, y por este motivo, tampoco acudían en persona a las coronaciones.
El hecho de que Gaedalu hubiese decidido romper la tradición de una forma tan obvia era un indicio de algo importante. Ciertamente, el mundo había cambiado mucho, y aquella era la primera coronación en Nandelt desde la caída de Ashran. Pero también podía ser que la Madre no acudiese a la ceremonia, sino a aquella supuesta prueba que iba a celebrarse la víspera.
No obstante, Gaedalu no fue la única en presentarse en Vanissar por aquel entonces. Apenas dos días después, cuando el primero de los soles ya se ponía por el horizonte, Ha-Din, Padre de la Iglesia de los Tres Soles, hizo acto de presencia en la ciudad. También en esta ocasión fue a recogerlo Alsan, y lo guió hasta el castillo, junto con todo su séquito.
Al filo del tercer atardecer, un grupo de hechiceros de la Torre de Kazlunn, liderados por Qaydar, el Archimago, se presentaba a las puertas de Vanis.
La llegada de estos tres personajes eclipsó un poco la presencia, menos extraordinaria, de otros soberanos de Nandelt: la reina Erive de Raheld, un representante de la cámara de nobles que regía los destinos de Nanetten, y el príncipe heredero de Dingra, hijo del rey Kevanion, que había fallecido en la batalla de Awa. Aún no había sido coronado por ser todavía muy joven, pero se estaba preparando para asumir las riendas del reino, y su presencia en Vanissar indicaba que tenía intención de olvidar el pasado y establecer una nueva alianza con Alsan.
Todos estaban dispuestos a olvidar el pasado, se dijo Victoria, mientras paseaba por las almenas, contemplando el horizonte.
Habían transcurrido casi tres meses desde que los Seis habían desaparecido inexplicablemente de Idhún. Se habían terminado los seísmos, los maremotos, los ciclones y el crecimiento indiscriminado de árboles y plantas. Parecía que la pesadilla había acabado y los idhunitas se habían apresurado a comenzar con la reconstrucción de las poblaciones afectadas para borrar cuanto antes las huellas de la destrucción. Para retomar sus vidas, como si nada hubiese ocurrido.
Pero no había terminado. Nada había terminado.
Se llevó una mano al vientre, inquieta e ilusionada a la vez. Su hijo crecía dentro de ella, despertando toda clase de nuevas sensaciones en su interior. Aún no lo había dicho a nadie. Jack la había acompañado durante aquellos tres meses, y sabía que Christian, en la distancia, también pensaba en ella y estaba dispuesto a acudir a su lado si hacía falta.
Pero no había hecho falta, al menos, por el momento. Y Victoria deseaba que las cosas siguieran así.
No obstante, aunque había empezado a usar ropas un poco más holgadas, no tardaría en resultar evidente para todo el mundo que estaba embarazada.
Suspiró para sí. Lo cierto era que aquel no era el mayor de sus problemas.
—Te estaba buscando —dijo una voz tras ella, sobresaltándola.
Se volvió. Shail estaba allí, sonriéndole.
—Con todo este lío, Zaisei no ha tenido ocasión de saludarte —le dijo—. Ya me ha preguntado por ti un par de veces. ¿Dónde te escondías?
—También yo he estado ocupada —respondió Victoria, evasiva.
Quería ver a Zaisei, pero no podía. No podía ver a ningún celeste, en realidad, porque su embarazo estaba ya lo bastante avanzado como para que cualquiera de ellos pudiera percibir lo que le sucedía. Hacía ya tiempo que había dejado de molestar a Man-Bim por las noches. Era Jack quien la acompañaba, llevándola sobre su lomo, cuando sentía la necesidad de «buscar estrellas fugaces». Habían seguido utilizando aquella expresión cuando hablaban del tema, aunque ya no era necesario. A aquellas alturas, la noticia de que Victoria estaba consagrando a nuevos magos era ya de dominio público. Y eso estaba causando muchos problemas a la muchacha.
—¿No quieres ver a Qaydar? —dijo Shail—. También ha preguntado por ti.
Victoria no contestó. Shail se situó a su lado.
—¿Por qué no quieres volver a la Torre de Kazlunn, como te supuso?
Ya te lo he explicado, Shail. No soy una de las aprendizas de Qaydar. Quiere que le informe de quiénes son los nuevos magos, cómo son, dónde están… para ir a buscarlos, como si le pertenecieran. Si voy a seguir entregando la magia, no puedo, no debo seguir sus normas. Los unicornios deben ser libres, para que la magia sea libre, ¿recuerdas? Entiendo que él se sentiría más tranquilo si me encerrara en su torre y tuviese constancia de todo lo que hago, pero las cosas no funcionan así. La magia es algo muy serio y poderoso y no debe estar en manos de una sola persona o institución. Por eso los unicornios podemos entregarla, pero no utilizarla. Por eso nadie puede capturar o someter a un unicornio.
—Lo sé, Vic. Pero no puedes vivir siempre como un unicornio: ¿o sí?
—No —dijo Victoria a media voz; suspiró—. Se me pide que cumpla con mi deber de unicornio, pero no se me permite actuar como tal.
Shail inclinó la cabeza.
—¿Y qué vas a hacer, entonces? ¿Quedarte aquí, en Vanissar?
—No lo sé —respondió Victoria, con sinceridad.
Jack había encontrado un lugar en Vanissar. Durante aquellos tres meses, él y Victoria habían viajado mucho. Habían estado en Celestia, habían visitado a las sacerdotisas de Gantadd, incluso habían hecho un breve viaje a la Torre de Kazlunn. Siempre había cosas que hacer, sobre todo, después de la visita de los dioses. Habían ayudado en la reconstrucción y habían actuado como embajadores de Vanissar en más de una ocasión. Victoria había aprovechado aquellos viajes para recorrer, como unicornio, lugares diferentes. Recordaba con claridad, por ejemplo, a la náyade a la que había sorprendido en su estanque, en Derbhad. Se habían mirado un breve instante, y Victoria había sentido aquella conexión, aquel impulso que la había llevado a acercarse a ella y a tocarla con su cuerno. Recordaba la expresión de ella, y cómo sus ojos se habían llenado de luz momentáneamente, cuando le había entregado la magia. A cambio, Victoria solo le había preguntado su nombre.
Se llamaba Lisbe.
No lo había olvidado, ni lo olvidaría jamás. Tampoco olvidaría al joven gigante que había topado en una de sus primeras expediciones, cuando todavía iba sola. Había hallado a los gigantes al borde del camino, descansando tras un duro día de marcha. Se había deslizado entre ellos, como un rayo de luna, y ni siquiera la habían visto. Solo uno de ellos le había llamado la atención. Lo había vigilado desde las sombras hasta que él se había separado del grupo para acercarse al río. Entonces, ella se había mostrado ante él.
Se llamaba Ymon.
Victoria sabía que Ymon no iría nunca a la Torre de Kazlunn; que, tras aquel encuentro, había seguido su camino, y que ahora estaba, junto con los otros gigantes, tratando de comenzar una nueva vida en la cordillera de Nandelt. Una opción tan respetable como la de Lisbe, que ya estudiaba con los aprendices de Qaydar.
Había más, y Victoria recordaba con claridad sus rostros y sus nombres. Y sabía cuántos eran. Demasiados, para tan poco tiempo, pero a Qaydar aún le parecerían pocos.
No; Victoria no podía quedarse en un solo lugar, ya fuera Vanissar, o Kazlunn. Tenía que moverse por el mundo, viajar, recorrer distintas ciudades, pueblos, aldeas. Porque todos, en el norte o en el sur, en todos los rincones de Idhún, tenían derecho a soñar que alguna vez verían un unicornio.
Jack, sin embargo, estaba cada vez más a gusto en Vanissar. Había estado entrenando con Covan, había conocido a otros caballeros de Nurgon, y estaba planteándose entrar en la Orden. Aunque también le atraían los Nuevos Dragones. Había volado otras veces con ellos, y le sentaba bien.
No obstante, Victoria sabía que no compartía del todo los ideales de unos, ni de otros. No quería seguir luchando contra las serpientes, como hacían los Nuevos Dragones. Y las rígidas normas de los caballeros de Nurgon le resultaban artificiales: unos principios que, en muchos aspectos, no se ajustaban a la realidad compleja y cambiante que él conocía.
Sin embargo, ahora todos se habían unido para luchar contra un enemigo común: Gerde.
Todos sabían que el hada se ocultaba en algún lugar de los Picos de Fuego, y Jack apostaba por las cercanías de la Sima, la entrada a Umadhun. Era el único lugar donde podían haberse escondido tantos sheks.
Porque seguían en Idhún, Jack estaba seguro de ello. Sentía la presencia de las serpientes, sabía que algunas de ellas entraban y salían de Umadhun. Lo sabía, porque, si todos los sheks se hubiesen marchado ya a la Tierra, o se hubiesen ocultado en Umadhun, se habría sentido extrañamente vacío.
De modo que estaban preparando un gran ejército para atacar a las fuerzas de Gerde. Jack sabía que Christian seguía con ella, pero le había dicho a Victoria que estaba cansado de esperar con los brazos cruzados a que pasara algo.
—Los dioses se han marchado y nos han dejado aquí a Gerde, y no estoy dispuesto a que reconquiste este mundo, renovando el imperio de Ashran, y mucho menos a permitir que se lleve a todos los sheks a la Tierra. Lucharemos, y obligaremos al Séptimo a salir de su cuerpo. Tal vez así regrese a la dimensión de la que procede, donde los Seis la estarán esperando. Si Christian es tan inteligente como dice ser, se hará a un lado y no se interpondrá.
Victoria dudaba que Christian fuera realmente a hacerse a un lado, pero sabía que no podría disuadir a Jack. Este no solo odiaba estar sin hacer nada sino que, además, detestaba profundamente a Gerde; más, quizá, de lo que había odiado a Ashran. Si alguna vez había tenido dudas acerca de si participar o no en la guerra, su catastrófico encuentro con el hada las había despejado todas.
—Jack está a gusto en Vanissar —dijo Shail, devolviéndola a la realidad—. Cuando todo esto acabe, tal vez quiera quedarse aquí. No en el castillo, claro. Imagino que querréis tener una casa propia y todo eso…
Victoria inspiró hondo.
—El problema no es Jack, soy yo —dijo—. ¿Sabes cuántas personas al día vienen para pedir que les conceda la magia? Alsan ha tenido que designar a un secretario específicamente para que las atienda. Y toma nota de sus peticiones, de sus datos y de los motivos por los que quieren ser magos… Es de locos, Shail. Las cosas no funcionan así.
—¿Y por qué no cambiarlas un poco, entonces? —replicó él—. ¿Por qué no empezar a hacer esto de otra manera?
—¿Seleccionando a los mejores candidatos? —Victoria sonrió—. ¿Así fue como decidiste que amabas a Zaisei? —le preguntó, de pronto—. ¿Tomando nota de las peticiones de las candidatas, y seleccionando a la más apta de todas ellas?
—No es lo mismo —protestó Shail.
—No, pero es parecido. Todos tenemos derecho a ser amados alguna vez. Si solo los mejores pudiesen optar a recibir el amor de otra persona, ¿cuántas personas tendrían pareja? Con la magia sucede igual. Todos tienen derecho a ver alguna vez un unicornio, Shail. No los puedes seleccionar. ¿Con qué criterios lo harías?
—Entiendo —murmuró el mago—. Supongo que es sencillo para mí, puesto que yo ya recibí el don del unicornio. Pero, si no hubiese sido así…, no sé si habría querido que me pusieran en una lista, o que me excluyesen de ella.
—La magia es la energía del mundo, Shail. Es parte de todos. Por eso… no puedo quedarme en Vanissar, ni en Kazlunn, ni en ninguna otra parte. Imagina que estableciese mi casa en alguno de los reinos. Todos los demás exigirían que me mudase al suyo. Se pelearían por tenerme. Porque en el lugar donde yo viva habrá más magos, y eso es algo que le interesa a cualquier soberano. Ahora todos se han unido porque temen a los sheks, pero el día en que ellos no estén, el mundo se dividirá y todos lucharán para obtener los dones del último unicornio… si saben dónde encontrarlo. Por eso a los unicornios nunca había manera de encontrarlos. Así que, si algún día decidiese echar raíces en alguna parte, tendría que ser un lugar secreto que no fuese de dominio público.
—¿Y qué vas a hacer, entonces?
Victoria le dirigió una larga mirada.
—No lo sé —confesó—. Yo quiero estar con Jack, pero no le puedo pedir que pase el resto de su vida viajando de un lado a otro. Por otra parte… Shail, estoy haciendo todo lo que puedo, pero no sé si servirá de algo. ¿Qué será de la magia cuando yo ya no esté? ¿Acaso lo que estoy haciendo no es prolongar su agonía un poco más?
Shail suspiró. No tenía respuestas para aquellas preguntas.
En aquel momento, una tercera persona salió a las almenas. Victoria retrocedió instintivamente, pero ya era demasiado tarde: los había visto.
—¡Estás aquí! —saludó Zaisei—. Shail, te he estado buscando. La Madre está tomando su baño, y yo…
Reconoció entonces a Victoria, y se acercó a ella para saludarla. La joven no tenía dónde esconderse, de modo que se adelantó unos pasos, con una forzada sonrisa.
Zaisei se dio cuenta de que no era bienvenida cuando ya estaba a punto de abrazarla. Se detuvo un momento, confusa, y la miró, casi como pidiendo disculpas. Victoria sacudió la cabeza y la abrazó con calidez.
—Me alegro de verte —le dijo, y era verdad. Zaisei detectó aquel sentimiento de cariño que emanaba de Victoria, y que se impuso por encima del leve rechazo que había percibido en ella al principio. Se separó un poco de ella, y entonces notó algo distinto en los sentimientos que le transmitía, una mezcla de ilusión, dulzura, alegría, expectación e inquietud… todo junto.
Un niño celeste tal vez no habría sido capaz de descifrar aquellos síntomas, pero Zaisei había estado en otras ocasiones cerca de mujeres embarazadas. Dio un paso atrás y la miró, con los ojos muy abiertos. Victoria le devolvió una mirada de advertencia, pero no era necesaria. Zaisei supo inmediatamente que quería mantenerlo en secreto. De lo contrario, ya se habría corrido la noticia.
—Yo también me alegro mucho de verte —respondió, con suavidad—. Espero que podamos hablar un rato: hace mucho que no sé nada de ti.
Victoria asintió, sonriendo.
—Tendremos unos días muy ocupados, pero encontraremos un hueco, estoy segura.
—Me alegro mucho por Alsan —dijo entonces Shail—. Es muy importante para él ocupar el lugar que dejó su padre. Siente que tiene una deuda con él por haber abandonado Vanissar para ir a la Tierra.
—¡Pero lo hizo para salvar Idhún! —objetó Zaisei.
—Sí, y al hacerlo, descuidó a su propio pueblo, permitiendo que su padre muriese en la lucha contra las serpientes, y que su hermano tuviera que rendirse a Ashran. Aunque no lo dice, se siente responsable por todo eso. Quiere enmendar sus errores pasados.
—Sí, eso lo repite mucho últimamente —murmuró Victoria, algo alicaída.
Su relación con Alsan había mejorado un poco, aunque no del todo. Sin duda, la noticia de que Victoria había estado consagrando nuevos magos había aliviado su suspicacia hacia ella, y el hecho de que Christian no se hubiese dejado ver por allí en todo aquel tiempo también era un punto a favor. Pero no bastaba. Cada vez que hablaba con ella, Alsan no podía evitar mirar el anillo que aún lucía en su dedo, prueba irrefutable de que la relación de la joven con el shek seguía adelante. De modo que ambos se trataban con una fría cortesía. No habían vuelto a tener una discusión seria, sin embargo, así que Victoria consideraba que aquello era mejor que nada.
—¿Creéis que el brazalete que lleva lo protegerá del Triple Plenilunio? —preguntó entonces Shail, bajando la voz.
Las dos chicas cruzaron una mirada pensativa.
Alsan no se había separado de aquel brazalete ni un solo instante. Y parecía funcionar: en aquellos tres meses se habían producido tres plenilunios de Ayea, y otro más de Ilea, y ninguno de ellos había parecido afectarlo lo más mínimo. Claro que ni la luna roja, ni la verde, tenían suficiente poder como para transformarlo del todo, con o sin brazalete. La respuesta a la pregunta de si Alsan estaba o no curado la tenía Erea y, desde la noche de la intervención de Gaedalu en el bosque de Awa, la luna mayor no había vuelto a mostrarse llena. La próxima cita con ella era tres días después. La noche de fin de año. La noche del Triple Plenilunio.
Victoria desvió la mirada. Se le hacía extraño pensar que ya había pasado casi un año desde la muerte de Ashran, desde aquella terrible noche que aún le producía pesadillas. Tal vez se tratara de una intuición totalmente irracional, pero el Triple Plenilunio le daba mala espina. La experiencia le decía que nada bueno podía salir de una conjunción astral, aunque aquella llevara desarrollándose en Idhún todos los años, desde el principio de los tiempos, sin ninguna consecuencia, no más peligrosa que cualquier eclipse en la Tierra.
Zaisei movió la cabeza.
—Si el brazalete lo protege —dijo—, será una buena noticia; pero no estoy segura de que el hecho sea bueno en sí mismo. Ese objeto lleva una gema extraída de la Roca Maldita, Shail. Mientras no sepamos qué es…
Dejó la frase inconclusa, pero nadie se animó a terminarla.
Habían buscado más información sobre aquella roca. Habían revisado libros y antiguos documentos, habían preguntado a personas mayores y más sabias, sin éxito. Todavía no tenían idea de la naturaleza de aquel objeto, ni estaban seguros del efecto que podía producir en la gente.
A Alsan parecía estar sentándole bien. Volvía a ser el de antes; incluso estaba recuperando, poco a poco, su antiguo color de pelo.
Y, no obstante, Victoria no estaba segura de que le gustara el cambio.
Ciertamente, Alsan era, de nuevo, el caballero rígido e inflexible que había conocido, duro como una roca, firme en sus convicciones, seguro de sí mismo. Volvía a tener fe en las normas que le habían inculcado desde niño, y conceptos como el honor o el deber tenían, otra vez, un sentido para él.
Y, justamente por eso, ya no toleraba ninguna infracción, nada que se alejara de su concepto del mundo. Todo volvía a ser blanco o negro. El color gris estaba desapareciendo para él, de la misma manera que desaparecía de su cabello.
Shail, Victoria y Zaisei siguieron hablando, esta vez de cosas más banales. Pero los tres sentían aquella inquietud indefinible, aquella impresión de que los problemas no habían terminado todavía, de que estaban solo viviendo un tiempo de receso, la calma que precede a la tempestad.
Que lo peor todavía estaba por llegar.
—Hay algo de lo que quiero hablar contigo, Victoria —dijo entonces Zaisei, cambiando de tema.
La joven la miró, con cautela.
—Es acerca de uno de los hechiceros que han venido con Qaydar.
Victoria frunció el ceño, comprendiendo.
—¿Has hablado con él? —preguntó.
—No ha hecho falta. Me he cruzado con el grupo cuando ha llegado. He sentido… todo lo que ese joven lleva dentro. No me gusta desvelar emociones ajenas, pero no había percibido eso en una persona desde que…
—No sigas —cortó Victoria—. Sé a qué te refieres. Hablaré con Qaydar al respecto.
Shail las miró a ambas, intrigado.
—¿De qué estáis hablando?
Victoria suspiró.
—Se trata de alguien a quien conozco —simplificó—. Tengo un asunto pendiente con él, pero es algo estrictamente personal, algo que debo solucionar yo sola. Os agradecería que no lo comentarais a nadie más.
—¿Ni siquiera a Jack?
—Especialmente a él.
Shail y Zaisei cruzaron una mirada, pero no hicieron más comentarios.
Finalmente se despidieron de Victoria y la dejaron sola en las almenas. Al marcharse, Zaisei dirigió una mirada significativa a la muchacha, una mirada que quería decir: «Tenemos que hablar». Victoria asintió casi imperceptiblemente. Por un lado, temía desvelar el secreto que había guardado tan celosamente durante aquellos tres meses. Por otro, la aliviaba inmensamente la posibilidad de poder confesárselo a alguien más. A alguien que fuese una mujer. Lo cierto era que, aunque no se lo había dicho a Jack, echaba mucho de menos a su abuela. Ante Jack se mostraba serena y segura de sí misma, para no preocuparlo; pero no dejaba de ser una madre primeriza y anhelaba pedir consejo a otra mujer más experimentada. Y, aunque Zaisei no había tenido hijos aún, sí era unos años mayor que ella.
Con un suspiro, Victoria volvió a entrar y descendió por las escaleras, preocupada. El aviso de Zaisei con respecto al mago que había venido desde la Torre de Kazlunn no le había cogido del todo desprevenida. Hacía tiempo que sabía que Yaren estudiaba con Qaydar.
Acudió a reunirse con el Archimago y lo encontró en las habitaciones que le habían asignado.
—Has tardado en venir a verme, Victoria —sonrió Qaydar.
—No deberías haberlo traído —dijo ella sin rodeos—. Aquí corre peligro. Si Jack se entera de que está aquí…
—Me dijiste que Jack no lo conocía.
—No le ha visto nunca, pero ha oído hablar de él.
El Archimago la miró fijamente.
—Intentó hacerte daño, ¿verdad? Cuando estabas convaleciente. El fue la persona que…
—No le guardo rencor —cortó Victoria—. Pero necesito saber si has hecho progresos con él.
Qaydar sacudió la cabeza con un suspiro.
—Se está volviendo cada vez más inestable. Intento enseñarle de la misma forma que a los demás, pero algunos hechizos simplemente parecen estar fuera de su alcance… en concreto, todos aquellos conjuros que implican un trabajo con seres vivos.
—Las plantas se marchitan, los animales enferman, las personas sufren —adivinó Victoria—. Eso es lo que provoca su magia.
—Y más que eso. Cada vez que utiliza su poder, sufre un intenso dolor. A pesar de eso, insiste en seguir practicando porque se niega a ser menos que el resto de aprendices. No quiere quedarse atrás. De modo que, cuanto más tiempo pasa con nosotros, más prolonga su agonía, y más se agria su carácter.
—¿No has podido hacer nada por él, pues?
—Sigo estudiando su caso, pero por el momento solo puedo tratar de aliviarle con hechizos curativos; sin embargo, el efecto le dura mucho menos que al resto de las personas, como si la oscuridad que hay dentro de él absorbiese cada pequeña gota de luz que tratamos de introducir en su alma. Además, tengo la sensación de que calmando su dolor solo curo los síntomas, pero no voy a la raíz del problema. Por eso lo he traído.
Victoria cerró los ojos un momento. Suponía que tarde o temprano sucedería aquello.
Unas semanas atrás, ella y Jack habían visitado la Torre de Kazlunn, y la joven había hablado con Qaydar acerca de Yaren. No había llegado a verle entonces, porque se las había arreglado para evitarlo. Pero el Archimago le había insinuado que tratara de hacer algo por él. Victoria, no obstante, se había negado. Podía renovar su magia, eso era cierto; pero temía que, al hacerlo, no consiguiera otra cosa que remover la energía negativa que habitaba en Yaren, provocándole aún más dolor y sufrimiento.
—¿Crees que tratará de volver a atacarte? —inquirió Qaydar—. ¿Por eso lo evitas?
Victoria negó con la cabeza.
—Sabe que he recuperado mi poder; puede que aún conserve la esperanza de que sea capaz de ayudarlo. Temo matar esa esperanza, Qaydar. Tengo miedo de no ser capaz de hacer ya nada por él. Soy la responsable de la oscuridad que nubla su alma; no quiero tapar también el último rayo de luz que pueda llegar hasta ella.
—¿Tan segura estás de que no funcionaría?
Victoria sacudió la cabeza.
—¿Cómo limpiarías un océano contaminado, Qaydar? Es más fácil ensuciar las cosas que limpiarlas. Y puede que, al intentarlo, no hagamos sino empeorarlo todo. Antes de intentarlo, quiero estar segura de que es la opción correcta. O la única opción.
Qaydar asintió.
—Entiendo —murmuró.
Christian llegó al desfiladero entre el segundo y el tercer atardecer.
No había muchos que pudieran acercarse a aquel lugar. Todos los sheks lo tenían terminantemente prohibido, por seguridad. Christian era una excepción, no solo por ser uno de los pocos que sabían lo que estaba sucediendo allí realmente, sino porque su parte humana lo hacía más difícil de detectar. Lo que Gerde estaba llevando a cabo en aquel lugar era tan importante, tan crucial para los sheks, que todos se mantenían alejados para no llamar la atención sobre él. Su base principal estaba más lejos, al norte, cerca de la Sima. Pero, aunque todas las serpientes se encontraban allí, aquello no era más que un señuelo.
Christian se detuvo en la entrada del desfiladero y contempló la pantalla que flotaba a medio metro del suelo. Era de color rojizo y mostraba una textura fluida, cambiante. No parecía sólida y, no obstante, no podía verse lo que había detrás.
Una Puerta.
Aquello era el resultado de varios meses de trabajo. Romper el tejido interdimensional había resultado complicado, y mantenerlo estable, todavía más. Aquella era la Puerta por la que se exiliarían los sheks cuando llegase el momento, si todo marchaba bien.
Christian la contempló con gesto crítico. Era demasiado pequeña para que entrase un shek a través de ella. Pero, por el momento, Gerde no necesitaba nada más, y una Puerta mucho más grande sería fácilmente detectable.
El shek miró a su alrededor. Junto a la pared rocosa crecía un pequeño árbol-vivienda, demasiado estrecho como para que Gerde se sintiera cómoda, pero suficiente como casa improvisada. Entre sus raíces gateaba un bebé.
Christian tardó unos segundos en reconocer a Saissh. Se acercó y se acuclilló junto a ella para observarla de cerca.
Había crecido mucho en los últimos tiempos. Más de lo normal.
El shek se quedó mirando, pensativo, cómo la niña jugaba con una corteza medio suelta. No pudo evitar acordarse de Victoria y de su bebé, y sintió el impulso de coger a Saissh en brazos… solo para ver qué tal lo hacía. Sonrió para sí mismo y sacudió la cabeza. Por primera vez, sintió que la añoranza lo devoraba por dentro, y cerró los ojos para sentir a Victoria al otro lado de su percepción. Ella seguía llevando puesto su anillo, pero, por alguna razón, eso ya no le bastaba. La echaba de menos. Necesitaba verla.
Un ruido lo hizo volver a la realidad, y se incorporó, con cautela. Pero solo era Assher, que había salido del árbol para vigilar al bebé, y lo contemplaba con cierto recelo.
—Gerde no está aquí —dijo abruptamente—. Ha ido… a esa otra parte —añadió, señalando la Puerta con un gesto.
—Lo imaginaba —asintió Christian—. No importa, esperaré. Tengo que hablar con ella.
—¿Qué estabas haciendo con la niña? —inquirió Assher de pronto.
—Advertir lo mucho que ha crecido. Cuando Gerde me la mostró por primera vez tenía unos pocos meses de vida, y ahora ya gatea.
—Y casi anda —asintió Assher con orgullo—. Pero sé que eso no es normal en un bebé humano. Fue esa diosa, la que hace crecer las cosas.
—¿Wina? —Christian lo miró fijamente—. ¿La presencia de Wina la afectó? ¿La hizo desarrollarse más deprisa?
Assher asintió.
—Los szish la alejaron todo lo que pudieron, pero creció igualmente. Cuando Gerde la vio, dijo que no habría sido tan mala idea dejar que se desarrollara un poco más. Creo que tiene ganas de que se haga mayor y pueda empezar a aprender magia también.
Christian entornó los ojos, pensativo, pero no dijo nada.
—Yo también crecí —añadió Assher—, la noche en que… —calló, de pronto, pero Christian sabía que quería decir: «la noche en que estuviste a punto de matarme»—. La noche en que evacuamos el campamento porque llegaron dos de los dioses.
Christian le echó un breve vistazo y comprobó que, en efecto, el szish estaba un poco más alto.
—Pero a mí no me afectó —dijo—. Sigo igual que siempre.
—Porque tú ya eres adulto —replicó Assher—. Ya no puedes crecer más, solo envejecer. Y Wina no hace envejecer las cosas, las desarrolla.
¿Adulto? Christian sonrió. Cierto, tenía casi veinte años. El tiempo transcurría de una forma tan extraña que a veces lo olvidaba. Aquellos tres meses, por ejemplo, se habían deslizado por su vida de forma lenta y perezosa, y le habían parecido una eternidad. Y, no obstante, el tiempo que había transcurrido desde su regreso a Idhún, con la Resistencia, hasta la caída de Ashran, parecía haber pasado tan vertiginosamente como un torbellino.
Contempló, pensativo, cómo Assher recogía a Saissh y la llevaba en brazos al interior del árbol.
«Me sorprende que Gerde te deje cuidarla», le comentó, telepáticamente, para no tener que alzar la voz.
«Sabe que no voy a volver a traicionarla», le respondió el joven szish desde el interior del árbol. «Supongo que es mucho más de lo que puede decirse de ti».
Christian sonrió de nuevo, sin sentirse ofendido en absoluto. Assher lo temía, lo respetaba y lo odiaba al mismo tiempo, pero, desde la noche en que Gerde había engañado a los dioses, se atrevía a plantarle cara porque le guardaba rencor por haber tratado de matarlo. Era, además, su manera de desafiarlo a enfrentarse a él por Gerde. Creía que lo había atacado para poder quedarse con ella.
Christian nunca se había molestado en decirle que no tenía el menor interés en matarlo, y mucho menos en «arrebatarle» a Gerde. Tampoco le explicó cuál era el destino que su idolatrada feérica le tenía reservado. Ya se enteraría por sí mismo.
Se volvió de nuevo hacia la Puerta, cuyo contorno centelleaba suavemente, indicando un cambio. Se acercó y la observó con curiosidad. La superficie, de color cárdeno apagado, se ondulaba, como movida por una ligera brisa. Una figura apareció entonces al otro lado, como un fantasma. Christian aguardó. Conocía muy bien aquella silueta.
Pronto, Gerde atravesó el umbral, tambaleándose. Christian la recogió en brazos cuando ya caía al suelo.
—Kirtash —dijo Gerde, con esfuerzo—. ¿Qué haces aquí? Van a florecer los brotes de ardécala.
Christian no respondió. La acomodó un poco mejor, sobre el suelo, y aguardó a que se recuperara un poco. No tenía nada de particular que Gerde volviera de un viaje desorientada y exhausta, y diciendo cosas absurdas. Le sucedía siempre.
—He inventado una planta nueva —dijo ella—. Tiene dos colores, ¿sabes? Pardo y pálido. Como la piel de Saissh. Pero es demasiado pronto para plantarla. La ardécala aún no ha florecido.
—Gerde, no hay tiempo para eso —replicó Christian—. Tenemos que marcharnos cuanto antes. No hay tiempo para pequeños detalles.
—No, no, la ardécala es importante. Tiene que cubrir todo el suelo, ¿entiendes? Para que se pueda respirar. —De pronto, pareció a punto de llorar—. Millones de años. El trabajo de millones de años… he de hacerlo en tan poco tiempo, tan poco tiempo… yo sola. No puedo hacerlo, no puedo hacerlo. Moriremos todos.
Christian quiso decirle algo, pero no encontró las palabras.
En aquel momento llegó Assher, con Saissh en brazos. Se la tendió a Gerde, sin una palabra.
—Hola, pequeña —la saludó el hada, sonriendo débilmente.
Cerró los ojos un momento e inspiró hondo. Poco a poco fue regresando a la realidad.
—Llevadme a mi árbol —dijo entonces.
Assher se apresuró a incorporarla, adelantándose a Christian. El joven contempló unos instantes cómo los dos se alejaban juntos, con lentitud. A sus pies gateaba Saissh, y el shek se inclinó para recogerla.
La niña trató de zafarse y, cuando Christian la alzó entre sus brazos, se echó a llorar escandalosamente.
Aún apoyada en Assher, Gerde se volvió y le sonrió, socarrona.
—¿Practicando para cuando seas papá, Kirtash? —se burló.
—Solo es un bebé —respondió Christian con indiferencia. Cargó con ella, a pesar de sus lloros y pataleos, y la llevó de vuelta al árbol.
Cuando Gerde se sentó en el interior del árbol, con la espalda apoyada en la madera del tronco, pareció sentirse mucho mejor. Christian dejó a Saissh cerca de ella y aguardó. Por fin, Gerde abrió los ojos para mirarlo.
—Hacía tiempo que no te veía —comentó—. ¿Cómo van las cosas en Nandelt?
Christian inclinó la cabeza.
—Se acerca el día de la coronación de Alsan —dijo—. Los líderes de los sangrecaliente se han reunido en Vanis para la ceremonia. Y el ejército de los Nuevos Dragones crece día tras día —añadió—. Se preparan para atacarnos.
—Eso ya lo sabíamos.
—El ataque es inminente. Probablemente aguarden a que Alsan acceda al trono, pero no esperarán mucho más.
Gerde entornó los ojos, pensativa.
—¿Qué pasa con los magos?
—Hay once nuevos magos en la Torre de Kazlunn —informó Christian—. Pero puede que haya más. —Hizo una pausa y añadió—: Yaren está entre ellos.
El hada inclinó la cabeza.
—Lo sospechaba —comentó solamente—. Bien, no creo que debamos preocuparnos. Por lo que parece, Victoria ha recuperado su poder, así que sabrá defenderse perfectamente de alguien como él.
Christian no dijo nada.
—¿Y el dragón? —quiso saber Gerde—. El de verdad, quiero decir.
—Sigue en Vanis, por lo que sé. Apoyando a su amigo Alsan. Se ha unido a los Nuevos Dragones, o a los caballeros de Nurgon, o a ambos, no lo sé. No he hablado con él.
—Qué gracioso. Como si él quisiera hablar contigo.
Christian no respondió.
—¿Y los caballeros? —siguió preguntando Gerde.
—Han iniciado una campaña para reclutar a nuevos discípulos para la Academia. Los están entrenando con mucha intensidad. También ellos quieren recuperar la gloria perdida.
—Ya veo —comentó Gerde—. ¿Y Victoria? ¿La has visto?
—No —repuso Christian—; pero sé que está bien, al igual que su bebé.
Gerde no hizo ningún comentario.
En las últimas semanas, Christian no había pasado mucho tiempo con los suyos. Sin embargo, a pesar de que ejercía de espía para Gerde y, por lo tanto, tenía tiempo de sobra para rondar por Vanissar y ver a Victoria, no se había acercado al castillo de Alsan, pero no por miedo a ser descubierto, sino porque no quería comprometerla a ella.
—Los sangrecaliente se preparan para atacar —murmuró entonces Gerde—. Pero yo necesito un poco más de tiempo. Lo último que quiero es un grupo de dragones de madera hostigando a mis sheks. Odio que me distraigan cuando estoy haciendo algo importante.
—¿Cuánto tiempo más necesitas? —preguntó Christian, inquieto.
Gerde le dirigió una aviesa sonrisa.
—Hasta que nazca el bebé de Victoria, por ejemplo.
El shek frunció el ceño.
—No estás hablando en serio. Hay cosas más importantes que ese niño. ¿Te vas a quedar a esperarlo mientras los Seis siguen buscándote y los Nuevos Dragones atacan nuestra base? No tardarán en encontrar este lugar, Gerde. No puedes arriesgarlo todo por un bebé.
—No, es verdad. Entonces, tendremos que llevarnos a Victoria con nosotros, ¿no crees?
Christian suspiró.
—No es una buena idea.
—Ni te imaginas lo que podría hacer con ese niño, si es lo que creo que puede ser —añadió Gerde—. Tendría más potencial que Assher y Saissh juntos. Y si es en gran parte humano, como imagino… no me dará tantos problemas como tú.
—Puede que no sea hijo mío —le recordó Christian.
—Entonces, lo mataremos —repuso Gerde con indiferencia.
Christian alzó la cabeza.
—Ya te advertí que no voy a permitir que toques a ese niño.
—No estás en situación de exigir nada, Kirtash. Pero, ya que no pareces entenderlo, voy a aclararte un par de cosas. Si me veo obligada a marcharme de aquí antes de tiempo, no tendré ningún motivo para mantener con vida a tu unicornio, ni a su bebé, porque, al igual que tú, no me servirán ya de nada. Así que los mataré antes de irme…, será mi regalo para los sangrecaliente… y para ti —añadió, con una sonrisa.
Christian no dijo nada.
—De modo que, si quieres que sigan con vida, tendrás que conseguirme más tiempo. Necesito tiempo para terminar de prepararlo todo, tiempo para que nazca el bebé de Victoria… Y si los sangrecaliente atacan, se acabará ese tiempo. Porque entonces, los sheks no tendrán más remedio que salir a la luz, y los Seis nos encontrarán… y se acabará todo.
—Entiendo —dijo Christian a media voz.
—Te conviene que ese bebé sea hijo tuyo, Kirtash, y te conviene entregármelo en ese caso. Porque, de lo contrario, los mataré a ambos. Ya sabes: si no me es útil, no vale la pena que siga viva. ¿Me he explicado bien?
—Con total claridad.
—Bien —suspiró Gerde—. Entonces vete a Nandelt y deten a los Nuevos Dragones.
Christian la miró, sin estar seguro de haber oído bien.
—¿Que detenga a los Nuevos Dragones? ¿Yo solo?
—Oh, vamos, si no son más que humanos montados en dragones de juguete —rió Gerde—. Sabotea sus máquinas, o mejor aún: habla con tu amigo el dragón y dile que no le conviene que nos ataquen.
—No es mi amigo.
—Compartís la misma mujer: eso une mucho —sonrió Gerde—. Estoy segura de que comprenderá que se lo pides por el bien de Victoria. Dile que estoy dispuesta a aguardar hasta el final de su embarazo, aunque solo sea por curiosidad, para ver qué clase de criatura nace de ella. Pero que mi curiosidad se evaporará rápidamente como vea uno solo de sus dragones de madera sobrevolando los Picos de Fuego.
—¿Y le cuento también que estás dispuesta a matar a Victoria y al bebé, en el caso de que sea hijo suyo? —replicó Christian—. ¿O que te lo llevarás contigo si resulta que es mío?
—No creo que necesite saber tanto —sonrió Gerde—. ¿No te parece?
El shek no respondió.
—Vamos, vete —lo echó ella—. No querrás perderte la coronación de nuestro amigo el príncipe, ¿verdad?
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Zaisei en voz baja.
Victoria dudó.
—No estoy segura —dijo por fin—. Han sido tres meses en Idhún, pero no sé cuántos han pasado en la Tierra. Vuestros meses duran solo veintiún días…, pero son días más largos.
Estaban ambas en una habitación apartada, sentadas junto a la ventana. Habían acudido allí después de la comida, para poder hablar con tranquilidad.
Zaisei inclinó la cabeza.
—Las mujeres humanas tardan entre ocho y nueve lunas rojas en dar a luz —dijo—. Las celestes, un poco menos —le dirigió una mirada crítica—. No tardarás en notar que se te ensancha la cintura.
—Ya lo estoy notando —murmuró Victoria—. Y me encuentro mal por las mañanas, y me duele el pecho. Lo cierto es que no me está sentando muy bien todo esto.
Zaisei sonrió.
—Eso es completamente normal. He convivido con mujeres embarazadas en el Oráculo. Al principio tenían muchas molestias, pero luego se les pasó. Los últimos meses traen consigo molestias… de otro tipo.
Victoria enterró el rostro entre las manos. Zaisei le pasó un brazo por los hombros.
—No tengas miedo. No estás sola. El vínculo que hay entre Jack y tú es fuerte y verdadero. Eso es lo más importante a la hora de traer hijos al mundo: que sean fruto del amor…
La celeste no terminó la frase, porque percibió la súbita inquietud que inundó el corazón de Victoria. Lo comprendió todo de pronto. Se separó un poco de ella y la miró, con ojos muy abiertos.
Victoria alzó la cabeza y le devolvió la mirada.
—¿Qué ocurre?
—Tu bebé… ¿no es de Jack? —preguntó Zaisei, en susurro.
Victoria abrió la boca, pero no fue capaz de responder, al principio.
—No será de Kirtash, ¿verdad? —musitó la celeste, muy preocupada—. Victoria, ¿no te habrá…?
—No —cortó ella, con firmeza—. No tienes por qué inquietarte por eso, Zaisei. Te aseguro que mi bebé es fruto del amor. Pero no sé de qué amor —añadió, con una sonrisa.
—Oh. Entiendo.
—Zaisei, tú sabes lo que siento por él, sabes que es mutuo.
La celeste sacudió la cabeza.
—La última vez que vi a Kirtash, acababa de clavar una espada en el pecho de Jack.
—Lo sé —murmuró Victoria—. Puedo asegurarte que lo sentí como si me la hubiese clavado a mí.
—Sí —asintió Zaisei—. Lo recuerdo. Yo también estaba allí. Y sé cómo te sentiste. Por esa razón quisiste matarlo después.
Pero Victoria negó con la cabeza.
—No, te equivocas. Por mucho que lo odiara entonces, no actué así por venganza. Solo trataba de enmendar mi error.
—No lo entiendo.
Victoria suspiró.
—No pude evitar enamorarme de él, Zaisei, a pesar de que éramos enemigos. Pero una vez… cuando aún luchábamos en bandos contrarios… le pedí que perdonara la vida a Jack, y lo hizo… por mí. Entonces tuve una sensación extraña. Pensé que no valía la pena seguir luchando, que era absurdo pelear, y que el odio no tenía ningún sentido. Que el amor era mucho más poderoso. Que podía solucionar todos los problemas y cambiarlo todo. Qué tontería, ¿verdad?
—No es ninguna tontería. Así pensamos los celestes.
—Christian… Kirtash, se unió a nosotros por mí, porque me quería. Jack lo aceptó a regañadientes, y Alsan lo hizo porque no tuvo más remedio, pero desde el principio estaba en contra. Y yo sé lo que opinaba de nuestra relación: que solo podía traernos problemas, no solo a mí, sino a todos los miembros de la Resistencia. Yo no quise creerle. Me negué a admitir que la única forma de solucionarlo todo fuera seguir odiando, seguir luchando, incluso contra aquellos a los que amas.
»Pero entonces… sucedió aquello, en los Picos de Fuego. Christian y Jack se pelearon y fue Christian quien venció.
—No pudiste evitar pensar que había sido culpa tuya —dijo Zaisei.
Victoria asintió.
—Pensé que había estado equivocada: que Alsan había tenido razón desde el principio; que había sido una estúpida teniendo fe en mis sentimientos, y que mi error era el motivo de que Jack estuviese muerto. Tenía que hacer lo que no había hecho en su día: luchar contra mi enemigo, matarlo, por mucho que lo amase. Eso no devolvería la vida a Jack, pero era lo menos que podía hacer por mi gente. Porque quise morir entonces, ¿sabes? Pero no podía marcharme y dejar las cosas así. Sin hacer nada para corregir mi estúpido error.
Zaisei tragó saliva. El dolor de Victoria al recordar aquel episodio era tan intenso que le hacía daño a ella también. Pero entonces, de pronto, la joven sonrió.
—¿Y sabes una cosa? No había sido un error. Fue el propio Jack quien me lo hizo ver, cuando él mismo evitó que yo matase a Christian.
—¿De veras hizo eso? —preguntó Zaisei, impresionada.
—Sí —sonrió Victoria—. Los dos pueden ser muy cargantes a veces, porque cuando no discuten están obsesionados por protegerme, pero los quiero muchísimo. Y cuanto más tiempo pasamos juntos, más sólido e intenso es lo que siento por ellos.
—Es porque tenéis una historia juntos. Pero… ¿no has pensado… en optar por uno de los dos?
Victoria la miró fijamente.
—¿Y romper un lazo?
Había dado en el clavo. Zaisei palideció un poco.
—Es cierto —admitió en voz baja—. Romperías un lazo.
—No puedo hacerles eso a ninguno de los dos. No puedo romperles el corazón a estas alturas… mirar a Jack, o a Christian, a los ojos, y mentirle, y decirle que no lo quiero más a mi lado, que prefiero estar con «el otro». Christian no me creería. Me diría que no es eso lo que siento de verdad, y tendría razón. Y, por mucho que se lo pidiera, no se marcharía sin más, no mientras estuviese seguro de que le quiero todavía. Y en cuanto a Jack…
—No lo aceptaría —murmuró Zaisei.
—¿Te imaginas si, después de todo lo que hemos pasado juntos, le digo que quiero dejarle para estar con Christian? —sacudió la cabeza—. Le dolería más que saber que no tengo preferencias.
—No las tienes, ¿verdad? —quiso asegurarse la celeste.
—No, no las tengo. Pero si algún día decido romper mi relación con uno de los dos, será con Jack. Y el día en que lo haga no será porque quiera más a Christian, sino porque habré llegado a la conclusión de que él será más feliz solo que conmigo. Con respecto a Christian, no tengo dudas. Sé que él me prefiere a su lado, y que no le importa que esté Jack también. Y en cuanto a Jack… si un día llego a tener la certeza de que no puedo hacerlo feliz…
—¿Le mirarías a los ojos y le dirías que ya no sientes nada por él, que prefieres estar con el shek?
—Y si lo hiciera, le mentiría como una miserable. Y le partiría el corazón. Pero si he de hacerlo por su bien, Zaisei, te aseguro que lo haré.
La celeste suspiró, pensativa.
—Si Jack fuera un celeste, no tendría sentido que lo intentaras siquiera. El sabría que le quieres, de todos modos.
—Debería saberlo ya —murmuró Victoria—, sin necesidad de leer mi mente, como hace Christian, o de sentir lo que yo siento, como puedes hacer tú. Pero no es el caso, así que supongo que, de ser necesario, sí podría tratar de engañarlo para echarle de mi lado.
—Eso solo os haría sufrir a los dos —le advirtió Zaisei, un poco asustada; la idea de mentir para romper un lazo deliberadamente le parecía especialmente cruel, por lo que trató de cambiar de tema—. ¿Y qué va a pasar cuando nazca el niño? ¿Hará que tengas preferencias… por uno de los dos?
Victoria sonrió.
—Lo dudo mucho. Pero si es hijo de Christian… puede que Jack simplemente no pueda aceptarlo. Le he dicho que comprendería que quisiera romper nuestra relación si resulta que mi bebé no es hijo suyo, o por cualquier otro motivo. Dice que no tiene intención de hacer tal cosa, y que cuando aceptó seguir a mi lado, aun sabiendo que yo estaba con Christian, sabía que esto podía suceder. Pero supongo que en el fondo tiene miedo. Supongo que, si cambia de opinión, yo no podría reprochárselo.
Zaisei sacudió la cabeza.
—¿Y el shek? ¿Qué hará él si das a luz al hijo de un dragón? ¿Te daría la espalda?
Victoria sonrió.
—No —dijo solamente, segura y convencida.
Zaisei sonrió. Acarició con suavidad el vientre de Victoria.
—Te deseo que nazca sano y que sea feliz —dijo—. Independientemente de quién de los dos lo engendrara dentro de ti.
—Muchas gracias —respondió Victoria, emocionada—. Lo cierto es que estoy muy ilusionada con este niño. Si pudiese elegir… me encantaría que fuesen dos. Y que uno tuviera los ojos de Christian, y el otro, la sonrisa de Jack.
Zaisei, que encontraba que los ojos del shek eran fríos e inhumanos, se estremeció al imaginar un bebé con semejantes características. Pero la alegría de Victoria era sincera… y contagiosa. La celeste sonrió a su vez, y la abrazó, con cariño. Victoria parpadeó para retener las lágrimas.
—Estoy muy sensible últimamente, parezco tonta —se disculpó, secándose los ojos.
—Es normal, en tu estado —dijo Zaisei.
—No le había contado esto a nadie —dijo Victoria en voz baja—. Solo se lo he dicho a Jack y a Christian, y bueno… Jack está ilusionado también, pero tiene miedo, y además le preocupa lo que va a pasar entre nosotros si resulta que mi bebé no es suyo. Y en cuanto a Christian… —vaciló; lo cierto era que no había vuelto a verle, ni a hablar con él, desde la noche en que le había dicho que estaba embarazada—. No lo veo mucho últimamente. No es bien recibido aquí.
Zaisei reflexionó.
—Si el shek es el padre de tu bebé, tendrás problemas, Victoria.
—Lo sé —asintió ella.
—¿Es él consciente de eso?
—Supongo que sí. Y creo que por eso se mantiene alejado.
—Se mantiene alejado porque es un cobarde —cortó entonces una voz desde la puerta—. Para pelear siempre está a punto, pero lo de asumir responsabilidades no va con el.
Las dos jóvenes se volvieron, sobresaltadas. Jack las estaba mirando, muy serio.
—Jack… —empezó Victoria, pero él se llevó un dedo a los labios e hizo un gesto con la cabeza, indicándole que por el pasillo se acercaba alguien más. Oyeron las voces de Alsan y Shail.
Jack se inclinó junto a Victoria. La tomó de las manos y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Victoria —dijo en voz baja—. No podemos mantener esto en secreto mucho más tiempo. Tenemos que decirlo, hacerlo público.
—¿Hacerlo público? —repitió Victoria—. ¿Para que se convierta en un asunto de estado?
—¿Y cómo piensas ocultarlo, entonces?
Victoria no dijo nada.
—Tarde o temprano, todo el mundo se enterará —insistió Jack.
—¿Se enterará, de qué? —dijo la voz de Shail tras ellos.
Jack respiró hondo. Se incorporó, y tiró con suavidad de Victoria, para que se levantara también. Después, sostuvo la mirada de Alsan y Shail, con aplomo.
—Victoria está embarazada —anunció; rodeó sus hombros con el brazo y añadió, con una amplia sonrisa—. Vamos a tener un bebé.
Los días siguientes fueron una locura para todo el mundo.
Aunque Alsan habría preferido que la ceremonia de la coronación fuese algo sobrio y discreto, la presencia de tantos personajes importantes en su castillo exigía un mínimo de protocolo, y convertiría el acto en algo más multitudinario de lo que había imaginado.
Por esta razón, tanto él como Covan tuvieron mucho trabajo aquellos días, y sus amigos no dudaron en ayudarles en todo lo que pudieron. No solo había que atender a los invitados y a sus respectivos cortejos, sino que, además, sería necesario organizar un banquete digno de ellos para después de la coronación…, por no hablar de la coordinación de los diferentes homenajes que se iban a realizar. Tanawe había enviado a tres de sus dragones, que obsequiarían a los presentes con una exhibición aérea; los nuevos caballeros de Nurgon tenían intención de presentar sus respetos al futuro rey en un desfile, y los nuevos hechiceros habían preparado un pequeño espectáculo de magia. Victoria hizo notar que no podría hacerse todo eso en el patio del castillo, y que habría que buscar, por tanto, un lugar más amplio, tal vez fuera de las murallas de la ciudad.
—Esto no es un espectáculo, es una coronación —protestó Alsan—. No tiene que verse como una fiesta, es algo serio y solemne.
—En otras circunstancias, lo sería —repuso Victoria—. Pero la gente necesita una fiesta, necesita recuperar la confianza. ¿Crees que los dragones, los magos y los caballeros van a hacer una exhibición solo para honrar al nuevo rey? Necesitan mostrar al mundo quiénes son. Necesitan creer, unos y otros, que no se han extinguido después del reinado de Ashran.
Alsan la miró, pensativo.
—Puede que tengas razón —admitió—. Pero yo quería reservar todo eso para otra ocasión especial —añadió, con una sonrisa significativa.
Victoria sonrió a su vez, pero se sentía inquieta. Alsan había recibido con gran satisfacción la noticia de su embarazo, pero solo porque estaba convencido de que Jack era el padre de la criatura. Aquello parecía haberlo reconciliado con Victoria: la joven no solamente había estado consagrando a nuevos magos, sino que, además, había estrechado su relación con Jack, de forma concluyente. Como debía ser.
Victoria, sin embargo, no se sentía cómoda con aquella situación. No le importaba que Alsan creyese que su bebé era hijo de Jack, porque había muchas posibilidades de que así fuera. Lo que realmente temía era todo lo que implicaba aquello que Alsan estaba sugiriendo: convertir el nacimiento de su hijo en una fiesta pública.
Aunque todavía no lo habían anunciado oficialmente, para no eclipsar la ceremonia de la coronación, la noticia se había difundido ya por el castillo. Jack y Victoria habían recibido la felicitación de amigos y conocidos, entre ellos Qaydar, quien ya les había preguntado si creían que su hijo heredaría el poder de Victoria de conceder la magia.
Y vendrían más. Por unas razones o por otras, el nacimiento de aquel bebé despertaría gran expectación. Todos querrían saber más acerca de él: qué aspecto tendría, si sería un ser extraordinario o un bebé humano corriente… Y cada día que pasaba, Victoria deseaba con más fuerza que su hijo fuese un niño normal y no llegase a manifestar nunca ningún poder, ni capacidad de transformación.
—Lo cierto es que preferiría que el nacimiento de mi bebé fuese algo más… privado —le confesó a Alsan, con una forzada sonrisa.
—También yo preferiría que la coronación fuese un poco más íntima —señaló el príncipe—, pero, como tú misma has dicho, la gente necesita una fiesta, y recuperar la confianza. Esta ceremonia, junto con la celebración por el nacimiento de vuestro hijo, nos unirá a todos mucho más, ¿no es cierto?
—Y por eso estoy dispuesta a afrontarlo, aunque sabes que prefiero pasar desapercibida —respondió Victoria, con firmeza—. Pero no quiero eso para mi hijo. Quiero que lleve una vida normal, al menos hasta que sea lo bastante mayor para decidir lo que quiere hacer, si quiere ser… un personaje público e importante o, por el contrario, prefiere ser una persona anónima y llevar una vida tranquila.
—Por el simple hecho de ser quien es, no llevará una vida tranquila, Victoria —replicó Alsan, muy serio—. Es hijo del último dragón y del último unicornio. Aun cuando no llegue a tener ningún poder especial, su mera existencia ya es un símbolo para mucha gente. Y eso conlleva obligaciones. De la misma manera que quien nace príncipe debe asumir la responsabilidad de gobernar un pueblo, y esforzarse en estar a la altura de las circunstancias, lo quiera o no.
Victoria no dijo nada. Apretó los labios y murmuró:
—Doy por hecho, entonces, que puedo empezar a organizarlo todo para que la coronación se lleve a cabo a las afueras de la ciudad.
—Sí… —suspiró Alsan—. Te agradecería mucho que te ocupases de ello. No obstante —añadió—, lo de la víspera…
—Eso sí que no tiene por qué ser un espectáculo público —lo tranquilizó Victoria—, y podemos hacerlo en el patio del castillo. Ya había pensado en ello.
Alsan sonrió.
—Gracias —dijo solamente.
No habían vuelto a hablar del tema, pero Victoria había cumplido su parte con diligencia. El día antes de la coronación, cuando el segundo de los soles ya se hundía por el horizonte, todo estuvo preparado para la prueba a la que Alsan se sometería, y que decidiría si al día siguiente ceñiría él la corona o, por el contrario, sería Covan el nuevo rey de Vanissar.
Habían preparado una fila de asientos en el patio del castillo. Alsan sabía cuál era el suyo: se trataba de la silla de hierro con cadenas a la que estaría sujeto toda la noche. Aunque Victoria se había ocupado de que el orfebre forjara aquella silla con adornos y filigranas, y la coronara con el escudo de armas de Vanissar, no dejaba de ser un trono de hierro con cadenas.
—Lo encuentras humillante, ¿verdad? —le preguntó Shail aquella tarde.
Alsan no contestó enseguida.
Se habían reunido, junto con Jack, en un pequeño balcón que daba al patio del castillo, para tomar un respiro antes de la prueba que decidiría el futuro de Alsan. Desde allí habían contemplado el primer atardecer, y ahora asistían al segundo. Pero no tenían prisa. Se merecían aquel descanso, y Alsan necesitaba la compañía de sus amigos.
—Sería humillante si esas cadenas hubieran de retenerme —dijo Alsan al cabo de un rato—. Pero no serán necesarias, porque no me transformaré.
—Te deseo todo lo mejor como rey, entonces —murmuró Jack—. Pero debes empezar a plantearte que, si se lo debes a ese brazalete, vas a depender de él el resto de tu vida.
Alsan le dirigió una mirada severa.
—Se lo debo a los dioses —corrigió—. Su poder mantiene cautiva a la bestia que hay en mí.
—Pero no la ha arrancado de tu interior, Alsan. Sigue ahí.
—Si me extraen el espíritu de la bestia, moriré. ¿Es eso lo que sugieres que haga?
—Claro que no —replicó Jack, molesto—. Quiero que seas rey, si es lo que deseas. Pero sobre todo quiero que tú estés bien. Y que recuerdes que sin ese brazalete volverías a ser el de antes.
—Por eso no me lo quito nunca. Por eso nadie debe saber lo que sucederá si lo pierdo —añadió Alsan, y sus palabras contenían no solo una advertencia, sino también, le pareció entrever a Jack, una velada amenaza.
No insistió en el tema.
—¿Y qué hay de ti? —le preguntó Shail, recostándose sobre su asiento—. Zaisei me ha dicho que Victoria está ya de tres meses. ¿Le habéis puesto ya nombre? —añadió, con una sonrisa.
—Lo cierto es que no. Ni siquiera sabemos si va a ser niño o niña…, aunque Victoria dice que preferiría que fuese una niña.
—¿Y eso?
Jack sonrió. También él había planteado lo mismo, y la respuesta de Victoria, medio en broma, medio en serio, lo había hecho reír: «¡Porque creo que ya hay demasiados hombres en mi vida!». No obstante, no creía que Alsan lo encontrara gracioso, de modo que dijo, sin contestar a la pregunta:
—No hay modo de saberlo antes de que nazca, ¿verdad? No hay ecografías en Idhún.
—¿Eco-qué?
—Olvídalo —rió Jack.
—¿No habéis pensado en que bendigan vuestra unión? —dijo entonces Alsan, de pronto—. Ya sé que no es necesario, pero… bueno, la gente habla mucho, y existen rumores acerca de una relación entre Victoria y Kirtash…
—No son rumores, es un hecho —cortó Jack.
—Un hecho pasado —replicó Alsan, con firmeza—. Pero si formalizáis vuestra unión públicamente, no quedará ya ninguna duda acerca de la lealtad de Victoria a nuestra causa.
Jack se echó hacia atrás, un poco desconcertado.
—¿Cómo, quieres que nos casemos? ¿Por motivos políticos?
—¿Por motivos políticos, dices? —repitió Alsan, tan ofendido como si lo hubiese insultado—. ¡Por supuesto que no! ¡Ya sabes que eso es imposible!
—No, no lo sabe —intervino Shail, conciliador; se volvió hacia él—. Verás, Jack, hace siglos que en Idhún ya no existen enlaces por cuestiones políticas o económicas, o por cualquier otro motivo que no sea un sentimiento sincero. El matrimonio, como ceremonia, o como institución, desapareció de nuestra cultura hace mucho tiempo. Desde que fueron los celestes los encargados de la ceremonia de unión.
»Todo empezó cuando un sacerdote celeste tuvo que oficiar el enlace entre dos príncipes humanos. Imagínate la situación: ante un público de nobles, reyes y embajadores de otras razas, el sacerdote trató de pronunciar varias veces las palabras que unirían a la pareja en matrimonio, pero no lo consiguió. Terminó alzando la cabeza y diciendo, en voz alta: «Lo siento, no puedo bendecir una unión que no existe. Estas dos personas no se aman».
—¿En serio? —dijo Jack, estupefacto—. ¿Y qué pasó?
—Buscaron a otro sacerdote y llevaron a término la ceremonia, aunque la novia no paraba de llorar. Pero el episodio fue muy comentado, y, desde entonces, cada vez más parejas empezaron a exigir que fuese un celeste quien los casara, para demostrar así al mundo que su amor era sincero. Puedes imaginarte el resto. Lo que empezó como una moda romántica, se convirtió en una revolución.
—Con el tiempo, el matrimonio desapareció como tal —prosiguió Alsan, más calmado—. Lo cierto es que, desde el punto de vista de los celestes, tiene su lógica: una unión no existe porque lo diga un sacerdote, existe porque dos personas se aman, independientemente de lo que diga un sacerdote. Así que ahora la ceremonia se llama «bendecir la unión», y solo pueden oficiarla los sacerdotes celestes. Si dos personas no se aman, la ceremonia no puede llevarse a cabo, porque no hay ninguna unión que bendecir.
—¿Y son infalibles los sacerdotes celestes? ¿Cómo pueden saber que dos personas se quieren de verdad?
—Ellos dicen que existen lazos entre las personas —explicó Shail—. Lazos que las unen: de amor, de amistad, cariño… Para nosotros es algo abstracto, pero para ellos es muy real, porque de verdad pueden ver esos lazos y las relaciones que existen entre las personas, igual que pueden ver la ropa que llevan. Dicen que el lazo que une a dos personas que están enamoradas tiene un color y una intensidad especiales. Para ellos, por tanto, los ritos de matrimonio de otras razas no tenían ningún sentido: ellos saben que son dos personas que se aman las que crean ese lazo, y no una ceremonia, sea quien sea el que la oficie. De modo que se limitan a dar testimonio de que ese lazo existe, y a bendecir a la pareja, deseándoles que el lazo perdure y que sean muy felices. Lo hacen los sacerdotes por conservar un poco la tradición, pero cualquier celeste podría realizar una ceremonia de unión.
—¿Y no mienten nunca al respecto?
—No pueden. Para ellos, los lazos son algo sagrado: no pueden fingir que un lazo existe, si no ha existido nunca, o si hace tiempo que se ha roto… y al contrario.
»Todo esto cambió nuestra concepción del mundo. Los celestes son muy discretos, no hablan de lazos ajenos a no ser que se les pregunte, y en aquella época, de pronto, todo el mundo empezó a preguntar. Imagina todo lo que implicó. Las demás razas descubrimos de pronto que podían existir lazos de amor entre personas de distintas razas, edad, condición, o situación social, del mismo sexo… Los lazos estaban en todas partes, y nosotros no los veíamos. Supongo que, en cierto modo, a los celestes debió de parecerles hasta gracioso. Fue como si todos los demás hubiésemos descubierto de pronto que existían los soles, después de haber sido alumbrados por ellos durante milenios.
—Todos los enamorados reivindicaron su derecho a amarse —añadió Alsan, con una sonrisa—. Fue una época bastante caótica, pero las iglesias reaccionaron bien. Decidieron reformar la idea que tenían del matrimonio y dejar a los celestes que se ocuparan de esos asuntos.
Y cambiaron muchas cosas, entre ellas, los matrimonios políticos.
—Eso es bonito —opinó Jack—. Ojalá las cosas fueran así en la Tierra.
—No tenéis a los celestes —replicó Shail, con una amplia sonrisa—. Y lo siento por vosotros. No solo son una raza encantadora, sino que además nos han enseñado mucho acerca de las relaciones y los sentimientos.
—Supongo que ahora entiendes un poco mejor mi comentario de antes —dijo Alsan—. Entre Victoria y tú ya existe un lazo lo bastante fuerte como para que valga la pena molestar a un sacerdote celeste para que oficie una ceremonia. Lo único que hará es confirmar que estáis enamorados, sin más. Y lo estáis, ¿no?
—Claro que sí —replicó Jack, rápidamente.
—Bueno, piénsatelo. Creo que sería bueno para todos que celebrásemos vuestra unión, antes o después del nacimiento del bebé, como queráis. Este tipo de cosas animan a la gente y les hacen sentir mejor, sobre todo en tiempos difíciles. De hecho, sería buena idea que el propio Ha-Din oficiase la ceremonia…
—Eh, eh, no corras tanto —protestó Jack—. No he dicho que sí. Tengo que pensarlo y, por supuesto, hablarlo con Victoria.
—Estará de acuerdo. No hay ningún motivo para que te diga que no, ¿verdad? Además, va a tener un hijo tuyo.
—¿Y? —preguntó Jack, sin entender a dónde quería parar.
—Bueno… un hijo no implica necesariamente un lazo, pero vosotros ya estáis enamorados, y esto os unirá todavía más. Ahora sois una familia, con bendición o sin ella. Y no sabes lo feliz que me hace la idea. Por eso quiero celebrarlo públicamente, y que sea el mismo Padre de la Iglesia de los Soles quien declare ante todos que sí, que existe un lazo entre vosotros. Y que, ahora que Victoria está más unida a ti de lo que jamás estuvo a Kirtash, es muy probable que termine desterrando a ese shek de su vida para siempre. Después de todo, tú eres el padre de su bebé.
Sonreía, orgulloso y emocionado, pero Jack no pudo evitar sentirse incómodo.
—De todas formas he de hablarlo con Victoria —repitió.
Alsan le quitó importancia con un gesto.
—A todas las futuras madres les encanta declarar que están felizmente enamoradas del padre de su hijo —le aseguró—. Puede que proteste un poco ante la idea de que sea una ceremonia pública, pero no te dirá que no. Al fin y al cabo, vais a tener un bebé.
—Deja de repetir eso, por favor —murmuró Jack, sintiéndose cada vez peor—. Ya te he dicho que hemos de hablarlo.
—Y además, tenemos otros asuntos más urgentes que atender —añadió Shail, detectando la creciente tensión de Jack—. El tercero de los soles empieza a declinar.
Sobrevino un breve silencio. Después, Alsan se puso en pie.
—Bajemos, pues —dijo solamente.
Momentos después, los tres salían al patio. Allí los aguardaban ya Covan y Victoria, y poco después salió Gaedalu, acompañada de Zaisei. Cuando el último de los soles ya se ponía por el horizonte, aparecieron Qaydar, Ha-Din y la reina Erive de Raheld, seguida de Denyal, de los Nuevos Dragones.
Todos ellos iban a ejercer como testigos. No obstante, otras personas los acompañaban. Dos caballeros de Nurgon y media docena de soldados del castillo, bien armados, rodearon a Alsan. Junto a Qaydar habían llegado dos magos más. Uno de ellos era Yber, el hechicero gigante que, tiempo atrás, había sido capaz de contener al príncipe de Vanissar en una de sus transformaciones.
Los testigos ocuparon sus respectivos asientos. Iba a ser una noche muy larga, pero Alsan se mostraba sereno. Reaccionó con naturalidad cuando los caballeros lo condujeron hasta la silla, lo hicieron sentarse y lo rodearon con fuertes cadenas.
—Solo por seguridad —le aseguraron, y Alsan asintió. Lo había hablado con Covan, y sabía que aquello era necesario.
Denyal, Covan y Jack se cercioraron de que las cadenas estaban bien puestas. Antes de separarse de él, Jack oprimió con suavidad el brazo de Alsan, para darle ánimos. Después, regresó junto a Victoria y se sentó a su lado. Se tomaron de la mano, inquietos.
También Shail estaba nervioso. Había cruzado un par de frases cariñosas con Zaisei, pero después había retrocedido hasta el pie de la muralla, donde estaba Yber, y ambos intercambiaban impresiones en voz baja.
Los demás, simplemente callaban y esperaban.
Poco a poco, el cielo se fue oscureciendo, y aparecieron las primeras estrellas. Todos aguardaban, en tensión.
Por fin, las lunas aparecieron en el horizonte, redondas, perfectas. Primero se dejó ver Ilea, la luna verde, brillante y magnífica. La siguió Ayea, la pequeña luna roja, zambulléndose en el cielo nocturno. Y, por último, hizo su aparición, en medio de las otras dos, ocupando el vértice inferior del triángulo, la reina de la noche idhunita, la bellísima Erea, la luna de plata, donde, según la tradición, habitaban los dioses.
Todos contemplaron, sobrecogidos, el triple plenilunio que se alzaba sobre sus cabezas, mientras en otras partes de la ciudad ya sonaba música de fiesta, celebrando la inminente llegada del año nuevo, como siempre hacían en aquellas fechas.
Pero en aquella ocasión se festejaban, además, dos cosas más: que a la mañana siguiente Vanissar tendría por fin un nuevo rey, y que ya había pasado un año desde la derrota de Ashran, el Nigromante, y de sus sheks, en la batalla de Awa.
Fue esto lo que recordaron también Jack y Victoria. Por un momento, cruzaron una mirada, y Jack oprimió la mano de Victoria con más fuerza.
Un año.
Un año desde aquella noche fatídica en que Victoria había tenido que elegir, entregando su cuerno, y su vida, para salvar la de sus seres queridos. Un año desde la noche en que había ardido el cielo, llevándose consigo las vidas de cientos de sheks, y la de Allegra, la abuela de Victoria. Un año desde la caída de la Torre de Drackwen, desde la muerte de Sheziss.
Un año desde la derrota de Ashran, el Nigromante.
Victoria bajó la cabeza, conmovida, y dedicó un pensamiento a su abuela. También se acordó de Christian. Hacía exactamente un año, los tres se habían enfrentado a su enemigo, juntos. La tríada.
¿Dónde estaba Christian ahora?
Procuró no pensar en ello, y alzó la cabeza para mirar a Alsan.
También hacía un año que Alsan se había transformado en la bestia sanguinaria que había acabado con la vida de su propio hermano… y aquella era la razón, se recordó a sí misma, por la que estaban allí aquella noche.
Pero el rostro de Alsan no había cambiado en esta ocasión. Inmóvil como una estatua, encadenado a su trono de hierro, contemplaba la belleza del Triple Plenilunio.
Seguía siendo él.
Los testigos aún aguardaron un largo rato, antes de que la voz telepática de Gaedalu llegara a las mentes de todos.
«Ha superado la prueba», dijo solamente.
—Yo prefiero esperar un poco más —dijo Covan—. No debemos dejar nada al azar.
Gaedalu no dijo nada, pero entornó los ojos. Jack se preguntó si Covan pretendía de verdad obligar a las personas más ilustres de Idhún a permanecer despiertos en una silla toda la noche de fin de año. Por lo visto, el maestro de armas pareció pensar lo mismo, porque añadió:
—Si estáis demasiado fatigada, Madre Venerable, podéis retiraros. Los caballeros y yo nos quedaremos velando al príncipe.
Nadie se movió.
La primera en marcharse, no obstante, fue la reina Erive de Raheld. Un rato más tarde, se levantó y declaró que se retiraba a sus habitaciones. Se despidió de los presentes y, antes de irse, se inclinó brevemente ante Alsan.
—Alteza… —saludó—. Nos veremos mañana, en vuestra coronación.
Alsan le respondió con cortesía y se disculpó por no poder levantarse. Sus palabras, impregnadas de humor, hicieron sonreír a todo el mundo.
Victoria llegó a ver cómo se retiraban también Gaedalu, cuando su piel empezó a resecarse, y Zaisei, que se fue con ella. Después, el sueño le fue cerrando lentamente los ojos…
Se despertó con las primeras luces del alba. Seguía en su silla; se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Jack.
—¿Qué ha pasado? —murmuró, un poco aturdida.
—Sssshh —la hizo callar Jack, en voz baja—. Mira.
Victoria alzó la cabeza y vio que Alsan todavía estaba encadenado a su silla, y que Yber, el gigante, se hallaba tras él. Por un momento, se sintió inquieta, pero entonces vio que todo parecía seguir igual que horas atrás; las ropas de Alsan estaban intactas y ni la silla de hierro ni las cadenas parecían haber sufrido desperfectos.
Yber estaba, justamente, arrancando las cadenas que habían retenido a Alsan hasta entonces. Cuando cayeron al suelo, con estrépito, despertando a Shail, que también se había quedado dormido contra el muro, Alsan se levantó, despacio, moviendo los brazos para desentumecerlos. No parecía molesto por haber sido sometido a aquella prueba, y tampoco contento por haberla superado. Mostraba en su rostro una expresión extraña, distante y, a la vez, reflexiva.
Covan se adelantó entonces unos pasos. Los dos caballeros que lo habían acompañado lo seguían de cerca.
Ambos, príncipe y maestro, cruzaron una larga mirada. Después, lentamente, Covan hincó la rodilla ante Alsan, y los caballeros lo imitaron.
—¡Suml-ar-Alsan, rey de Vanissar! —dijeron al unísono.
A Jack le pareció que era una escena tremendamente solemne, por lo que se levantó de su asiento. Victoria lo imitó.
Alsan inclinó la cabeza y tendió la mano a Covan para ayudarle a levantarse. Después, los dos hombres se unieron en un abrazo fraternal.
Sin embargo, los ojos de Alsan miraban más allá, por encima del hombro de Covan. Jack no pudo evitar volverse para seguir la dirección de su mirada.
Las sillas de los testigos estaban casi todas vacías ya. Qaydar se había retirado poco antes del primer amanecer, y los soldados también habían vuelto a sus puestos hacía un buen rato.
Denyal, en cambio, seguía allí. Se había quedado un poco más alejado, junto a la puerta, y contemplaba la escena con los ojos entornados. Jack lo vio llevarse la mano al muñón de su brazo izquierdo y sacudir la cabeza para, seguidamente, dar media vuelta y marcharse, sin dirigir a Alsan una sola palabra.
Y, no obstante, no era a él a quien miraba Alsan.
Había una persona, aparte de Jack y de Victoria, que no se había movido de su silla.
Era Ha-Din, el celeste, el Padre Venerable.
Jack no había tenido ocasión de hablar con él desde su llegada a Vanissar, y lo cierto era que tampoco había acudido a su encuentro. Temía que Ha-Din percibiera sus dudas con respecto al embarazo de Victoria y, aunque Zaisei le había asegurado que su miedo e inseguridad podían ser fácilmente interpretables como los temores de un padre primerizo, Jack se sentía inquieto de todos modos.
Ahora, no obstante, los ojos de Ha-Din estaban clavados en Alsan. No sonreía, pero tampoco lo observaba con reprobación. Jack detectó un rastro de inquietud en su expresión, como si hubiera captado en Alsan algo que no terminaba de gustarle, pero no pudiera definir de qué se trataba.
Finalmente, Ha-Din se levantó y, con una forzada sonrisa, inclinó la cabeza ante Alsan. El joven correspondió al gesto.
Jack no era un celeste, pero, a pesar de eso, percibió con claridad la tensión existente entre los dos.
Después, Ha-Din dio media vuelta y se dirigió a sus habitaciones.
Alsan dejó de prestarle atención. Shail estaba ya junto a él, y los dos comentaban, sonrientes, los resultados de la prueba.
—¿Qué está pasando? —murmuró Victoria, desconcertada.
—¿Tú también te has dado cuenta? —dijo Jack, preocupado.
No pudieron hablar más, porque en aquel momento, Shail les indicó con un gesto que se acercaran. Jack inspiró hondo.
—Ven —dijo, tomando de la mano a Victoria—. Vamos a felicitar al nuevo rey de Vanissar.