VI
Un momento de respiro

Avazaban lenta y pesadamente, sin apenas detenerse. Elegían caminos anchos y despejados, porque les resultaban más cómodos, por lo que mucha gente los vio. Y, aunque casi todos salían huyendo al verlos, lo cierto era que no había nada que temer. Tenían un aspecto imponente, eso era verdad, y pocos habitantes de Nandelt habían visto a uno de cerca alguna vez. Por eso toda una comitiva de cientos de individuos no podía dejar de llamar la atención. Pese a ello, los valientes que se quedaron a observarlos se llevaron una decepción. A no ser que se atrevieran a salirles al paso, los recién llegados no prestaban atención a los humanos. Se limitaban a seguir su camino; cruzaban las aldeas sin saludar a nadie, lo cual tampoco era tan extraño, puesto que la mayoría se ocultaban al verlos.

Los pocos que osaron dirigirse a alguno de ellos obtuvieron, para su sorpresa, una respuesta amable. Estaban de paso, dijeron. No, no tenían intención de herir a nadie, respondieron, con desconcierto ¿por qué razón habrían de hacerlo? Cuando se les señalaba que habían destrozado algunas cosechas bajo sus enormes pies, ellos se mostraban confundidos. Para algunos humanos, era la señal de que mentían.

Pero para los que, como Shail, conocían las costumbres de los gigantes, aquella actitud no tenía nada de contradictoria.

No había campos de cultivo en Nanhai. Pocos gigantes habían cruzado alguna vez el Anillo de Hielo y, por tanto, no sabían hasta qué punto podía resultar destructor que ellos «estuviesen de paso».

El mago no tuvo problemas en localizar a la comitiva de gigantes. Ciertamente, llamaban mucho la atención.

Iban por el camino que conducía directamente a Les. En su trayecto atravesarían aún varias aldeas, pero la voz había corrido deprisa y, para cuando los gigantes llegaran a cualquier lugar habitado, no quedaría nadie para recibirlos. En espera de noticias del rey en funciones, los ciudadanos de Les estaban reforzando las defensas de la ciudad…, por si acaso.

Cuando Shail los alcanzó por fin, comprendió cómo se habían sentido los campesinos con los que se habían topado. Ciertamente, el mago había tratado con gigantes; incluso había desarrollado cierta amistad con Yber, el mago, y con Ymur, el sacerdote del Gran Oráculo. Por no hablar de Ydeon, el forjador de espadas. Los tres eran impresionantes; incluso Yber, que era un poco más bajo que el común de los gigantes.

Pero ver a tantos gigantes a la vez…

Shail se sintió de pronto muy pequeño. Sobrecogido, se sentó junto al camino, para verlos pasar.

No tardó en darse cuenta de que, aunque iban todos en la misma dirección, no formaban realmente un grupo. Habían decidido que tenían que ir a otra parte, y eso hacían, pero cada uno por su cuenta. Si coincidían todos en el mismo camino se debía a que ese era el camino más directo.

La mayoría no se percataban de su presencia. Algunos volvían la cabeza y lo miraban con cierta curiosidad y, cuando Shail saludaba, alzaban la mano para corresponder al saludo, pero poco más.

Aprovechó que dos de los gigantes se habían detenido cerca de él. Uno de ellos era un niño… un niño más alto y fornido que Shail, pero un niño, al fin y al cabo. Parecía que había perdido algo, porque rebuscaba en su bolsa, sin mucho éxito. Su madre esperaba a su lado, con paciencia.

Ninguno de los dos prestó atención a Shail hasta que este los saludó en voz alta. Entonces alzaron la cabeza y clavaron en él sus ojos rojizos.

—Buenas tardes, humano —dijo la madre, con cierta amabilidad—. ¿Qué se te ofrece?

—He sido enviado para daros la bienvenida al reino de Vanissar —respondió Shail—. A todos vosotros.

La giganta se mostró desconcertada.

—¿Vanissar? ¿Qué es eso? Creía que estábamos en Nandelt.

—Esto es Nandelt —rió Shail—. Pero Nandelt es una tierra tan grande que los humanos la hemos dividido en reinos más pequeños, y cada uno de ellos tiene un nombre. Ahora mismo nos encontramos en Vanissar.

—Entiendo —asintió la madre—. ¿Y nos dan la bienvenida, dices? Qué amables. Lo cierto es que no hemos visto mucha gente durante nuestro viaje.

—Os temen, sin duda, pero no se lo tengáis en cuenta. No están acostumbrados a ver gigantes por aquí.

—Tampoco yo había visto nunca un humano —dijo el niño gigante, mirándolo con curiosidad—. Y hay muchos más como tú, ¿verdad? ¿Vendrán todos a darnos la bienvenida?

—No creo. En realidad, yo vengo en nombre del rey de Vanissar, que os saluda en representación de todas las gentes de su reino. Me envía también para preguntaros hacia dónde os dirigís y cuál es el destino de vuestro viaje.

Ella se mostró sorprendida.

—¿Por qué quiere saberlo? No lo conocemos de nada.

—Bueno, es normal que una comitiva de gigantes despierte el interés de cualquier humano, y más aún, el de un rey, si esa comitiva atraviesa su reino.

—Ah —entendió la giganta—. Cuando te refieres a «nuestro viaje», estabas hablando de todos los gigantes, ¿verdad? No solo de nosotros dos.

—Eso es —asintió Shail, recordando que los gigantes no estaban acostumbrados a pensar como una colectividad.

El niño tiraba de la ropa de su madre.

—Mamá, ¿qué es un rey?

—Así llaman los humanos al que manda sobre todos los demás, hijo.

El niño pareció encontrar el concepto muy extravagante, porque sonrió ampliamente, pensando que su madre le estaba tomando el pelo.

—¿Que manda sobre todos los demás? ¿Para qué? ¿Y cómo consigue que todos le hagan caso?

—Es largo de explicar —respondió Shail—, pero dejémoslo en que el rey de Vanissar representa a todas las gentes de Vanissar. Y me envía a mí para representarlo a él. Debería hablar con el gigante que os representa a vosotros, pero sospecho que no lo tenéis.

—Bueno —dijo la giganta, un poco perpleja—. Si lo que quieres saber es a dónde vamos nosotros dos, te diré que nos dirigimos al sur, a la llamada Cordillera de Nandelt.

Le contó lo que Shail ya sospechaba: que los movimientos sísmicos, los aludes y los corrimientos de tierras estaban haciendo Nanhai inhabitable, y que los gigantes emigraban a lugares más benignos.

—Nuestra caverna quedó sepultada —murmuró la giganta—. Podríamos haberla despejado, o haber buscado otra, pero no me pareció seguro…

—… Y optaste por abandonar Nanhai…, como muchos otros.

—Supongo que los otros se marchan por el mismo motivo. No sé, pregúntales tú mismo.

—¿Uno por uno? —casi rió Shail.

—Al menos, hasta que tengamos a alguien que nos represente —sonrió la giganta—. Pero no creo que haya muchos gigantes dispuestos a dedicar tanto tiempo a conocer a todos los demás, sus vidas, sus familias, sus circunstancias, sus opiniones… para poder hablar por ellos. Sería muy trabajoso, ¿no es cierto?

Riendo entre dientes, la giganta prosiguió su camino, seguida de su hijo. Shail se quedó quieto un momento, preguntándose si realmente ella no había entendido el concepto de «rey», o si simplemente le estaba tomando el pelo.

Caminó durante todo el día junto a los gigantes, hablando con unos y con otros, y cosechó historias semejantes. Iban a la Cordillera de Nandelt porque Nanhai no les parecía seguro…, aunque algunos de ellos tenían intención de instalarse un poco más al sur, cerca de los Picos de Fuego; y un gigante joven y aventurero le confió su deseo de conocer la Cordillera Cambiante. Historias semejantes, pero no iguales. Por el momento, sin embargo, sus pasos los llevaban por el mismo camino.

Excepto a uno de ellos.

Al caer la tarde, cuando remontaban una colina, Shail vio que uno de los gigantes se separaba de los demás y tomaba un sendero que iba hacia el oeste. Bajó corriendo por la ladera y lo siguió.

Tardó bastante en alcanzarlo. Cuando el gigante se dio la vuelta, lentamente, clavó sus ojos cansados en el mago, que estaba sin resuello tras la carrera.

—¿Me seguías, hechicero? —preguntó él.

Shail alzó la cabeza. Habría querido decir que lo reconoció por su rostro, por su aspecto; pero lo cierto es que fue la túnica que llevaba lo que le dio la pista.

—¡Ymur! —exclamó, gratamente sorprendido.

Era ya noche cerrada cuando Victoria salió de la habitación. Se había cubierto los hombros con una capa, aunque en realidad no hacía frío. Atrás dejaba a Jack, profundamente dormido. Como cada noche, se había despedido de él con un beso y una caricia.

Aún no le había dicho a dónde iba cuando se escabullía entre las sombras, como una ladrona. Sin duda, si él le preguntaba con suficiente insistencia, acabaría por contárselo, aunque prefiriera guardárselo para sí, al menos por el momento. Pero, de todas formas, los últimos acontecimientos habían hecho que Jack se olvidara casi por completo de aquel detalle.

Mientras recorría en silencio los pasillos del palacio real de Vanissar, Victoria meditó sobre las últimas conversaciones que habían mantenido.

Ambos estaban de acuerdo en que, de momento, era mejor no comentar con nadie el hecho de que Victoria estaba encinta. Terminarían por darse cuenta, sin duda, pero todavía faltaba bastante para eso y, tal y como estaban las cosas, ni siquiera podían tener la certeza de que Idhún seguiría en su sitio para entonces.

No obstante, cuando hablaban de ello, sí hacían planes de futuro. Lo más seguro para Victoria era regresar a la Tierra, había dicho Jack, y Christian estaría de acuerdo en cuanto le hicieran partícipe de aquel secreto que, por el momento, solo conocían Victoria y él… y Gerde.

La joven había replicado que no pensaba marcharse sin ellos. No iba a dejar atrás a ninguno de los dos, no otra vez; o, al menos, no, mientras Idhún no fuese un lugar seguro. Jack protestó un poco, pero lo comprendía, en el fondo. Cualquiera de los dos podía ser el padre del bebé de Victoria. Si no había sido capaz de decidir entre ambos, cuando aquella elección dependía solo de ella, ¿cómo iba a dar la espalda a uno de los dos, o a ambos, ahora, en aquella situación?

Sin embargo, si no se marchaban los tres, la otra opción que quedaba pasaba por derrotar a Gerde, o por permitir que ella se apoderase de la Tierra y dejase Idhún en paz, lo cual parecía corresponderse con los planes de Christian. Ninguna de las dos posibilidades les resultaba tranquilizadora.

Así que habían terminado hablando de si iba a ser niño o niña, de qué nombre le pondrían…

No obstante, la conversación se había apagado cuando apenas habían sugerido un par de nombres.

—No es que no se me ocurra nada más —había dicho Jack—. Es que no sé si es a mí a quien le corresponde elegirlo.

Su voz había sonado un poco más dura de lo que pretendía. Victoria había tardado un poco en contestar.

—¿Quieres decir que vas a esperar nueve meses para decidir si lo quieres o no? —dijo entonces, con suavidad—. ¿Y qué vas a hacer mientras tanto? ¿Comerte las uñas? ¿Pensar en lo que harás si resulta que tiene los ojos azules?

Jack desvió la mirada, confuso.

—¿Y si resulta que sí los tiene? —replicó—. ¿Es mejor hacerme ilusiones para que luego…?

—Para que luego, ¿qué? Jack, ¿de verdad quieres desentenderte hasta que nazca el niño? Si no es hijo tuyo no tienes por qué responsabilizarte de él, pero… ¿lo odiarías, lo despreciarías, lo ignorarías?

—No lo sé —reconoció Jack—. Supongo que la pobre criatura no tendría la culpa de tener sangre de shek; bastante desgracia tendría ya con eso, ¿no? —añadió, burlón—. Así que supongo que yo podría ser para ella… «el tío Jack», o algo parecido. ¿Eso me da derecho a ponerle nombre?

—Te da derecho a comentar tus preferencias, que serán muy tenidas en cuenta —respondió Victoria—. No solo porque vienen del tío Jack, sino porque podrían ser las preferencias de «papá».

Jack se rió, a su pesar.

—Todo esto es bastante confuso —dijo—. Si quieres que te diga la verdad, todavía no sé si quiero ser papá o prefiero quedarme en tío.

—Entonces no protestes —zanjó Victoria, con una sonrisa.

Pero sabía que, aunque Jack se estaba tomando aquel asunto con buen humor, en el fondo tenía miedo y dudas… igual que ella.

La joven sacudió la cabeza y siguió recorriendo el palacio, en dirección a la escalinata que llevaba hasta la entrada principal. Habría gente vigilando, pero no se fijarían en ella. Si lo deseaba, nadie se fijaba en ella.

Se detuvo a mitad de pasillo, no obstante, porque oyó una voz.

No solía prestar atención a las conversaciones que podían oírse, en forma de murmullos apagados, tras las puertas del castillo. Pero en esta ocasión lo hizo, porque la voz era la de Alsan, porque hablaba bastante alto, como si estuviese alterado… y porque había pronunciado la palabra «Kirtash».

Se acercó, con sigilo, y prestó atención.

—… No conseguiremos nada si sigue escondiéndose, eso está claro. Todavía no he logrado que Jack me diga si lo vio en Drackwen o no. Es demasiado escurridizo… —hizo una pausa y continuó—. ¿Usarla como cebo? Es una treta muy sucia. No es así como quiero comportarme ahora que tengo la posibilidad de recuperar la confianza de mi gente. —De nuevo pausa—. Tal vez, pero no puedo arriesgarme.

Parecía estar hablando solo y, por un momento, Victoria temió que hubiese perdido el juicio. Se le ocurrió entonces que su interlocutor podía no tener voz. No era muy probable que Alsan escondiese a un shek en su habitación, así que debía de tratarse de un varu. «Gaedalu», pensó Victoria, y siguió escuchando. Sospechaba que no solo hablaban de Christian… sino también de ella misma.

—Esa es otra posibilidad —admitió Alsan—, aunque implicaría tener que mentir, y es algo con lo que tampoco estoy de acuerdo. Además, no es algo que pueda fingirse fácilmente. Tendría que dar explicaciones a demasiadas personas. —Breve silencio—. ¡No pienso ponerla en peligro de verdad! —replicó, alzando un poco más la voz; la bajó de nuevo para añadir—. Si es una traidora, me ocuparé de que sea castigada, pero no de esa manera. No, Madre Venerable; tiene que haber otro modo de atraer a Kirtash. Un modo más seguro, quiero decir. Es un enemigo peligroso. Si le preparamos una trampa, sospechará inmediatamente. Sería mucho mejor si lográramos capturarlo en combate, o cuando esté desprevenido. Aunque tengamos que esperar…

Alsan calló de pronto, como si le hubiesen recordado que otras personas podían estar escuchando. Victoria no oyó nada más. Si la conversación continuaba, lo hacía a nivel mental, en un enlace telepático al que ella no estaba invitada. Se retiró de la puerta, en silencio, y reemprendió el camino hacia su habitación.

Había olvidado por completo que tenía pensado salir. La conversación que había escuchado la había dejado profundamente preocupada.

Sabía que Gaedalu odiaba a Christian, y que a Alsan no le caía bien. Pero parecían muy decididos a unir sus fuerzas para hacer algo al respecto, hasta el punto de considerar la posibilidad de usarla a ella, a Victoria, como cebo para atraerlo a una trampa. Sí, sin duda él acudiría en su ayuda si detectaba que estaba en peligro. Pero ¿qué sucedería después?

Reflexionó. Alsan era un estratega inteligente, no provocaría un enfrentamiento contra alguien como Christian sin un plan previo. Podían sorprender al shek, pero no dañarlo o capturarlo, a no ser que contaran con Jack… o con una flota de dragones artificiales. Pero Victoria sospechaba que no era eso lo que tenían en mente…

Con una sincronicidad escalofriante, Shiskatchegg empezó entonces a emitir una suave luz parpadeante, que sobresaltó a Victoria cuando ya enfilaba el pasillo en el que estaba su habitación.

Christian estaba allí.

Tenía que ser una casualidad, se dijo Victoria y, sin embargo, no dejaba de resultar siniestra. Bien; Alsan y Gaedalu estaban todavía atando cabos importantes de su plan, así que no estarían preparados para enfrentarse a él si llegaban a descubrirlo.

Victoria dio media vuelta y corrió al encuentro de Christian dejándose guiar por la señal del anillo.

Lo encontró en las almenas. Se había sentado entre dos de ellas, y la aguardaba, aparentemente en calma. Victoria sonrió para sí, recordando aquellos encuentros en la casa de su abuela. Se reunió con él.

—No deberías haber venido —fue lo primero que le dijo, sin embargo—. Estás en peligro.

Christian ladeó la cabeza.

—Qué curioso; yo creía que eras tú la que tenía problemas.

Victoria recordó la conversación que acababa de oír, y se estremeció.

—Hablo en serio, Christian. Tienes enemigos aquí, ya lo sabes. Y creo que pueden hacerte daño.

—Correré el riesgo, al menos por esta noche. Pero tenía que verte.

Victoria se derritió bajo la intensa mirada del shek, con la sinceridad que impregnaba sus palabras. Suspiró y se acercó un poco más a él. Era la primera vez que estaban a solas desde que habían regresado de la Tierra.

Trató de sobreponerse.

—Bueno, pues ya me has visto, estoy bien. Y ahora, vete.

Christian sonrió.

—No tan deprisa. He recorrido un largo camino, ¿sabes? He venido para verte, pero también porque tengo que hablar contigo…, acerca de lo de la otra noche.

Victoria suspiró.

—Jack no te perdonará que te quedases mirando cómo Gerde lo mangoneaba y lo torturaba —dijo, y algo en el tono de su voz alertó a Christian de que ella se lo reprochaba también—. Supongo que había una razón. Una de esas razones que solo conoces tú y que no revelas a nadie.

—Quería que Jack experimentara lo que supone enfrentarse a Gerde. No lo olvidará fácilmente, así que se mantendrá alejado durante un tiempo.

—¿Solo por eso? ¿Y si… y si lo hubiese matado?

—Sé que no lo habría hecho, por muchos motivos. Uno de ellos tiene que ver contigo y conmigo.

Victoria lo miró, interrogante.

—Jack ya no es rival para Gerde. Los Seis no han formulado una nueva profecía, y eso significa que han dejado de prestaros atención, que ya no contáis con su apoyo. Si os enfrentáis a Gerde, no podréis vencer.

»Gerde lo sabe. Sin duda disfrutaría matándoos a los dos, pero sabe que, si te hace daño, me perderá, y todavía me necesita. En cuanto a Jack… si él muere, yo acudiría a tu lado, y eso me obligaría a abandonar a Gerde, cosa que a ella no le interesa, de momento. Por otra parte, ella considera que Jack es lo único que se interpone entre tu y yo, así que no lo eliminará, solo para molestarme. Le gusta hacerme sufrir —añadió, con sorna.

—¿Te guarda rencor? Se supone que es una diosa, ¿no?

—Mientras no alteren significativamente sus planes, se permite a sí misma esos pequeños caprichos. Además —añadió—, creo que Jack le ha gustado. Supongo que la próxima vez que se enfrente a ella, no retirará el hechizo simplemente porque tú se lo pidas.

Victoria movió la cabeza.

—A veces me cuesta aceptar que seas tan frío… que racionalices de esa forma el miedo y el sufrimiento… que todo tenga un sentido para tu mente, incluso cosas que ningún corazón asimilaría con facilidad.

—La explicación más sencilla es que soy un traidor, ¿verdad? —sonrió él—. Debe de ser un alivio poder dividir el mundo en conceptos simples: traidor o no traidor… Hay una serie de requisitos; si los cumples, estás en un lado, y si no, en otro… Pero ¿y si hubiera más variables, un comportamiento que no encaja con ninguno de esos dos conceptos contrapuestos?

—Sin duda todos te comprenderíamos mejor si nos explicaras qué variables son esas.

—No puedo hacerlo, Victoria. Debéis quedaros con los vuestros, con la Resistencia, con los sangrecaliente. No hay alternativa para vosotros. Por eso no tiene sentido que os cuente todo lo que sé.

Victoria desvió la mirada.

—Puede que ya sea tarde —murmuró—. Alsan está convencido de que yo sí soy una traidora.

Christian esbozó una sonrisa sarcástica.

—He oído que van a hacerlo rey —comentó, mordaz.

Ella le dirigió una mirada de reproche.

—¿Para eso has venido? ¿Para volver a repetirme que me mantenga al margen?

—No. —Christian se puso serio de pronto—. He venido porque Gerde sabe algo acerca de ti, algo importante que no me has contado. Y quiero saber qué es.

Victoria retrocedió un paso, turbada.

—Si es un secreto no tienes por qué confiármelo —prosiguió Christian—, pero desde el momento en que Gerde lo supo, ya no es un secreto. Me bastará con sostenerte la mirada un par de minutos para saberlo, pero prefiero que me lo cuentes tú.

Victoria inspiró hondo y alzó la cabeza.

—Iba a contártelo de todas formas —dijo—. Y no porque lo sepa Gerde, sino porque creo que debes saberlo. Estoy embarazada, Christian.

El no dijo nada. La miró fijamente, serio y sereno, y sus ojos azules parecieron atravesarla como una daga de hielo.

—No sé cómo lo supo Gerde —prosiguió Victoria, incómoda—. Cuando nos vimos, aún no se lo había contado a Jack, así que nadie lo sabía, aparte de mí.

—Entiendo —dijo Christian—. Imagino que Gerde seguirá tu embarazo con mucho interés, y eso significa que te dejará en paz, por lo menos en los próximos meses. Después, tendremos que poneros a salvo, a ti y al bebé.

—Jack había sugerido marcharnos a la Tierra.

—Puede ser una opción, pero no es viable ahora mismo.

—¿Por Shizuko?

—No; porque Gerde planea exiliarse allí con todos los sheks, así que te encontraría de todos modos.

Victoria no dijo nada. Se sentía cansada y a la vez aliviada, como si se hubiese liberado de una pesada carga…, aunque sabía que los problemas acababan de empezar.

Christian la miró un momento y la atrajo hacia sí para abrazarla.

—No tengas miedo —le dijo—. Te juro que haré lo posible por protegeros, a ti y a tu bebé. Pero ahora he de volver con Gerde. Por el momento tendremos que estar separados, pero vendré a verte…

—No —cortó ella, casi al borde de las lágrimas—. No vengas. Estarás en peligro si lo haces, y yo me las arreglaré bien, en serio.

Christian dudó un momento, pero finalmente asintió.

—Lo dejo en manos de Jack, pues. Pero prométeme que no volveréis a acercaros a Gerde. A veces es un poco imprevisible, ¿sabes? Y yo no soy rival para ella. Si cambia de idea y decide mataros, no habrá nada que yo pueda hacer. Así que no volváis a cruzaros en su camino.

Se puso en pie para despedirse de ella. Cruzaron una larga mirada que culminó con un beso. Victoria lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Ten cuidado —le pidió.

Christian asintió.

Cuando estaba a punto de marcharse, Victoria lo llamó de nuevo.

—No me has preguntado quién es el padre de mi bebé —le dijo en voz baja.

Él la miró, un tanto sorprendido.

—No me ha parecido un dato relevante —comentó. Victoria sonrió.

Al día siguiente, Alsan recibió noticias de Shail. A través de un mensajero, le hacía saber que el éxodo de los gigantes era totalmente pacífico, y que simplemente estaban de paso, cruzando Nandelt de camino hacia las montañas del sur. También le contaba que se había encontrado con Ymur, y que este se dirigía a la Torre de Kazlunn.

—Por lo visto, tiene intención de hablar con Qaydar —les explicó Alsan a Jack y a Victoria—. La situación en Nanhai se ha vuelto insostenible. Ymur está empezando a tomarse en serio la teoría de que Ashran se transformó en el Séptimo dios, allí, en el Gran Oráculo, y quiere investigar un poco más acerca de su pasado. Está convencido de que Qaydar tiene que saber algo de él.

»Shail lo acompaña, porque también siente curiosidad. Por otra parte, hace tiempo que no tenemos noticias de los magos de Kazlunn, y lo cierto es que también yo quiero saber qué están haciendo, si tienen algún plan para detener esto o simplemente prefieren actuar como si no pasara nada. El silencio de Qaydar me tiene intrigado, y a la vez me preocupa.

Victoria sonrió levemente. Alsan detectó el gesto y frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Entretanto, los gigantes siguen avanzando, y la gente está asustada; incluso en algunas aldeas se han preparado para defenderse de lo que creen una invasión. Ya he hablado con Covan: vamos a dedicar los próximos días a asegurarnos de que no se producen incidentes. Tanawe enviará también un par de dragones, y no estaría de más que tú les acompañaras, Jack. Tu presencia tranquilizará a los habitantes de Les cuando los gigantes lleguen a las puertas de la ciudad.

—Claro, contad conmigo —asintió Jack—. ¿Eso quiere decir, entonces, que los preparativos para el ataque a Drackwen se retrasan?

Alsan lo hizo callar con una mirada feroz.

—Te agradecería que no divulgases nuestros planes, Jack —lo riñó, con sequedad.

El joven se mostró desconcertado.

—Pero si no he… —empezó—. Pero si no se lo he contado a nadie, salvo a… ah —entendió, dirigiendo una mirada fugaz a Victoria—. No encontré ninguna razón para ocultárselo —añadió, con más firmeza—. Ella sabe que hace tiempo que andamos buscando el modo de enfrentarnos a Gerde.

—¿Ninguna razón? ¿El hecho de que Kirtash esté en el bando enemigo no te parece una buena razón?

Victoria se levantó, con gesto cansado.

—No hace falta que discutáis por mí —dijo—. No es mi intención entrometerme en vuestros planes de batalla, ya lo sabéis.

Alsan le dirigió una larga mirada.

—Si conocieras los detalles —le dijo—, si supieses cuándo va a ser el ataque, con qué fuerzas contamos y cuál es nuestra estrategia… ¿no se lo contarías a Kirtash?

—Haría lo posible porque él no saliese perjudicado —replicó ella—, pero no tengo la menor intención de defender a Gerde. Y, si no me equivoco, lucháis contra ella.

—… Y contra sus aliados —matizó Alsan.

—Puede que para ti sea lo mismo, pero para mí, no lo es. Yo lucharé contra Gerde si hace falta. Y contra sus aliados. Pero no contra Christian.

Alsan sostuvo su mirada.

—No hace mucho me pediste ayuda para matar a Kirtash —le recordó—. Pensé que habías recobrado la cordura por fin, pero veo que me equivoqué.

—No fue así —respondió Victoria con suavidad—. Entonces no recuperé la cordura, sino que la perdí. Y tú lo sabías, y por eso no quisiste acompañarme.

Alsan no supo qué decir. Con un suspiro, Victoria abandonó la estancia, y los dos se quedaron a solas.

—¿Se puede saber qué te pasa? —estalló Jack—. ¡No dejas de meterte con ella!

—¿Has averiguado ya qué te ocultaba, Jack? —contraatacó Alsan, implacable.

—Sí —replicó el joven, con serenidad—. Y no tiene nada que ver con lo que tú sospechas. De todas formas, lo que ella me ha confiado es un asunto personal, así que no puedo contártelo. Sé que no confías en Victoria, pero… ¿confías en mí?

Alsan le dirigió una larga mirada.

—Sí —capituló, con un suspiro—. Confío en ti, Jack. Espero que sepas lo que estás haciendo.

«Yo también», se dijo el dragón para sí.

Allí…, un poco más lejos…

Siempre parecía estar un poco más lejos. Demasiado lejos para tratar de llegar rápidamente y en silencio. Gerde contempló aquellas luces que brillaban en la distancia, y deseó verlas más de cerca. Sospechaba que allí podía estar el objeto de su búsqueda. Si solo…

Estaba ya a punto de decidirse a dar un paso adelante cuando percibió que había alguien cerca de su cuerpo físico. Regresó inmediatamente. Tenía motivos para prestar atención a lo que sucedía en el plano material, pero en esta ocasión lo hizo con más alivio que alarma o enfado. Aunque había dejado claro que no quería que la interrumpieran, en aquel momento lo agradeció.

«Pero volveré», se dijo. «Tengo que ver si más allá se encuentra lo que estoy buscando».

Poco a poco, su esencia regresó a su cuerpo.

Christian se había quedado contemplándola, sentada en mitad de aquel hexágono, completamente inmóvil, con los ojos en blanco. Había clavado la vista en su esbelto cuello, deseando cerrar las manos en torno a él, y estrangularla… volver a matarla otra vez, y para siempre.

No había día que no lo deseara. Pero, al mismo tiempo, el poder que Gerde ejercía sobre él le impedía acercarse más… a menos que fuera para besarla.

El joven había logrado mantener las distancias. Sabía que, cuanto más se resistiera él, más disfrutaría Gerde. Podría haber hecho que cayera rendido a sus pies con apenas un gesto, como había hecho con Jack unos días atrás. Pero entonces el juego habría terminado.

Christian sabía que Gerde disfrutaba viendo cómo luchaba por su libertad, día tras día. El shek sufría con la idea de estar a su merced; en el momento en que eso dejara de importarle, dejaría de sufrir… y Gerde quería que sufriese, que supiera lo que era sentirse inferior, sentirse bajo el dominio de alguien.

No era este el único motivo por el que no trataría de matarla. Había uno que para él era más poderoso, más importante que el deseo.

Los ojos de Gerde recuperaron su color normal. Christian esperó mientras, lentamente, volvía en sí.

—Kirtash —murmuró el hada, aún un poco aturdida—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me has interrumpido? Oh —dijo de pronto, al entenderlo; su rostro se iluminó con una sonrisa—. Ya has hablado con ella. ¿Y bien? ¿Te ha dicho quién es el responsable?

Christian la miró fijamente.

—Supiste que estaba embarazada con solo mirarla —dijo—. ¿Por qué necesitas que yo te diga quién es el padre de su hijo?

Gerde frunció levemente el ceño.

—No es tan difícil detectar una vida creciendo en el interior de una mujer, Kirtash. Pero es demasiado pronto para poder echar un vistazo a su alma. La esencia de esa criatura es en gran parte humana, y está arropada por la esencia de su madre. Hasta que no crezca y se desarrolle más no será posible detectar en ella vestigios de una esencia de dragón… o de shek. Supongo que entenderás la importancia que puede tener ese dato para el futuro de la criatura…

Los ojos de Christian se estrecharon hasta convertirse en dos finas rayas azules.

—No te atrevas a tocar a ese niño —siseó.

Gerde lo miró, divertida.

—¿Así que es tuyo, al fin y al cabo? Porque no creo que seas tan estúpido como para desafiarme por el hijo de un dragón.

—Me es indiferente. Es el hijo de Victoria, y con eso me basta.

Gerde se levantó con un ágil movimiento. Sacudió la melena y lo miró por encima del hombro.

—No debería darte igual. Si es hijo tuyo, también me pertenece a mí. Parte de su alma me rendirá culto siempre, y lo sabes.

—¿Cómo puedes estar tan segura? Es el hijo de un unicornio. Los sangrecaliente lo reclamarán…

Gerde se echó a reír.

—Kirtash, Kirtash, ¿cómo puedes ser tan ingenuo? Los sangre-caliente no lo reclamarán. Lo rechazarán, tratarán de matarlo si saben que es en parte shek. Ellos son así —sonrió—. ¿Por qué, si no, estás tú aquí? ¿Te aceptarían entre ellos, a pesar de que tienes un alma humana? No, Kirtash. Nadie olvidará, ni por un instante, que eres un shek. Pero aquí, ya ves…, a pesar de que eres en parte humano, te acogemos entre nosotros. ¿Qué te hace pensar que sería diferente con tus hijos?

Christian dio un paso atrás.

—Para mí no cambia nada. No quiero que tengas nada que ver con ese niño, ni que le hagas daño, ni que lo manipules…

—… ¿como hago contigo? ¿Y cómo crees que vas a impedirlo?

Cristian alzó la cabeza y la miró, desafiante.

—No te pertenece —dijo, con serenidad—. Si es en parte dragón, no tienes nada que ver con él. Y si lleva mi sangre… me aseguraré de que no tengas poder sobre él… igual que no lo tienes sobre mí.

—¡Qué descarado! —exclamó ella, lanzándole una mirada incendiaria—. ¿Cómo te atreves a decir que no tengo poder sobre ti? ¿Quieres que te lo demuestre?

—Puedes hacer todas las demostraciones que quieras. Puedes humillarme, puedes anular mi voluntad…, pero hay una parte de mí que nunca será tuya, y lo sabes.

Gerde no dijo nada al principio, pero su rostro se había congestionado en una mueca de rabia.

—Algún día arrancaré ese anillo de su dedo, Kirtash —siseó—. Y entonces ya no te quedará nada. Sí… me llevaré a ese niño que crece en su vientre, y le arrebataré tu anillo… y después la mataré. Ella morirá, pero tú quedarás con vida para poder echarla de menos. Y serás mi esclavo, en cuerpo y alma, pero mantendré sus recuerdos en tu mente… para que sepas… para que sufras… siempre. Eso será para ti un castigo peor que la muerte, ¿no crees?

Christian no dijo nada. Dio media vuelta y salió del árbol, furioso. A sus espaldas, Gerde reía.

Alguien, sin embargo, había escuchado toda la conversación desde las sombras. En otras circunstancias, tal vez lo habrían descubierto; pero Gerde solía estar algo desorientada después de sus viajes por el plano inmaterial, y el shek se encontraba demasiado alterado como para preocuparse por nada más.

Y era para estarlo, se dijo Yaren.

La pequeña Victoria iba a ser mamá. Qué gran noticia.

Gerde tenía interés en ese niño, de modo que aguardaría a que naciera, y mantendría a Victoria a salvo hasta entonces. Después, probablemente, la mataría. De forma certera y efectiva. No la dejaría viva para que sufriera, porque eso alimentaría las esperanzas de Kirtash. No; la eliminaría…

Gerde quería que Kirtash sufriera, y Yaren quería que Victoria sufriera. Que sufriera mucho, igual que estaba sufriendo él.

Sacudió la cabeza y se alejó del árbol en silencio. En otros tiempos, la idea de abandonar a Gerde le habría parecido monstruosa, pero en aquel momento no le pareció tan grave. Sabía por qué. El hada ya no tenía interés en él y, por tanto, había relajado el hechizo que lo mantenía atado a su voluntad.

A Yaren no le parecía tan espantoso vivir bajo el embrujo de Gerde. Incluso ahora, cuando su voluntad volvía a pertenecerle, no entendía por qué Kirtash la valoraba tanto. El tiempo que había pasado con Gerde no había borrado la huella de dolor y angustia que aquella magia corrupta había dejado en su alma, pero lo había aliviado, en cierto sentido.

Lamentó que hubiese acabado. Pero, por otro lado, ahora era libre para enfrentarse a Victoria.

Se deslizó por el campamento de los szish. Cada paso que daba le producía dolor, como si mil agujas pinchasen cada uno de sus músculos. La magia era como su sangre, recorría todo su cuerpo, y llegaba hasta su cerebro, llenándolo de pensamientos lúgubres y ominosos.

«Sabrás lo que es el dolor, Victoria», se juró a sí mismo, olvidando, como hacía a menudo, que el unicornio había experimentado ese mismo dolor, tiempo atrás, y que era el sufrimiento de su propio corazón lo que le había transmitido. «Pronto… lo sabrás».

No notaron su ausencia hasta la mañana siguiente.

Fue la propia Gerde quien preguntó por él. Lo buscaron por todo el campamento, pero el mago había desaparecido. El hada no le concedió mayor importancia, pero Christian, preocupado, salió en su busca. Sabía lo mucho que Yaren odiaba a Victoria y temía lo que podría llegar a hacer si la encontraba.

Así pues, emprendió el vuelo en dirección a Nandelt, pero no encontró ni rastro del mago. No llegó a adentrarse en Vanissar: era imposible que Yaren hubiese llegado antes que él.

Iba a sobrevolar de nuevo las montañas, cuando algo llamó su atención: un inmenso torbellino, una espiral de nubes que rotaban sobre los Picos de Fuego, y avanzaban, lenta pero inexorablemente, hacia Drackwen.

Dio media vuelta y regresó al campamento.

—No he encontrado a Yaren —dijo, cuando se presentó de nuevo ante Gerde—. Pero…

—… pero has visto algo todavía más preocupante —adivinó Gerde—. Yohavir viene hacia aquí.

—Me temo que sí. Y Wina sigue rondando por Alis Lithban, así que estamos en una situación muy delicada.

—Son los sheks —dijo Gerde—. Eissesh y los demás. Están entrando y saliendo de Umadhun constantemente. Era cuestión de tiempo que alguno de los Seis los detectara.

—¿Qué hacemos, pues? —Gerde frunció el ceño, pensativa.

—Podemos huir hacia Raden —dijo—, pero es un sitio demasiado abierto para mi gusto, y acabarían por encontrarnos… Vete de aquí —le ordenó de pronto—. Necesito pensar.

Aquella noche, cuando Victoria iba a salir de la habitación, la voz de Jack la sobresaltó.

—No deberías andar por ahí de noche, Victoria. Sabes que puedes meterte en problemas.

La joven se volvió hacia él, un poco preocupada.

—No tenía intención de despertarte —dijo en voz baja—. Lo siento.

Jack se incorporó sobre la cama, con un suspiro.

—No lo has hecho; es que yo no podía dormir.

—Deberías descansar. Mañana saldremos muy temprano.

—¿Saldremos? —repitió Jack—. ¿Tú también vienes a Les?

—Si Alsan no se opone, sí.

Jack la miró un momento.

—Ven, siéntate a mi lado —le pidió—. Tenemos que hablar.

Victoria lo hizo.

—Sé que viste a Christian la otra noche —dijo Jack sin rodeos—. Noté su presencia en el castillo.

Victoria inclinó la cabeza.

—Sí, es cierto. No te lo dije porque no quería ponerte en un compromiso con Alsan. Ya es bastante malo que desconfíe de mí.

—No es que me moleste, pero, si te reúnes con él a escondidas, ¿por qué me lo ocultas a mí también?

Ella se rió suavemente.

—Pero si no lo hago, Jack. No tenía ninguna cita con él, se presentó de improviso. Vino porque Gerde le insinuó algo acerca de mí, y estaba preocupado. Pero es la única vez que nos hemos visto a solas desde que regresamos de la Tierra. No considero que tenga que mentirte con respecto a mi relación con Christian, ya lo sabes.

—¿Le hablaste de… lo tuyo? —le preguntó Jack en voz baja.

—Sí, se lo dije.

—¿Y aun así… se fue? ¿Volvió con Gerde?

—Yo le pedí que se marchara. Aquí corre peligro, así que…

—Pero… ¿cómo se lo tomó?

—Con bastante tranquilidad. Ya lo conoces. Lo único que dijo es que habría que encontrar un lugar para poner al bebé a salvo de Gerde. Hablamos de la posibilidad de ir a la Tierra, pero no le pareció buena idea, porque Gerde y los sheks planean exiliarse allí.

—Sí, y él los está ayudando —apostilló Jack, con un resoplido—. Supongo que es su manera de salvar a Idhún…, condenando a la Tierra. Otra de sus brillantes ideas.

—¿Crees que lo hace por eso? Los Seis no seguirán a Gerde hasta la Tierra, ¿verdad?

—No lo creo. Pero, aun así… lo que él está haciendo no me parece bien. Los humanos de la Tierra no merecen tener que sufrir a Gerde, y además, en el caso de que nuestro mundo tuviera sus propios dioses, ¿cómo la recibirían? Cargarle el problema a otro no me parece una buena opción.

Victoria no dijo nada. Jack la miró.

—¿Y tú? Ibas a salir, ¿no? ¿Llegas tarde a alguna parte?

Ella negó con la cabeza.

—No me espera nadie. Iba solo a dar un paseo.

—¿A dar un paseo? —repitió Jack, incrédulo—. ¿A estas horas? ¿Todas las noches?

Victoria sonrió.

—¿Alguna vez has salido de noche a contemplar las estrellas, para ver si veías una estrella fugaz?

—Sí, muchas veces —respondió él, sin entender a dónde quería ir a parar.

—Pasas las horas mirando el cielo, observando las estrellas —prosiguió Victoria—. Y todas te parecen igual de hermosas. Sin embargo, lo que estás esperando es una estrella especial, una estrella fugaz. Ese tipo de estrella que sabes que solo vas a ver tú, durante un instante, y solo porque estabas mirando. ¿Alguna vez has visto una estrella fugaz? ¿Y le has pedido un deseo?

—Sí, claro. Como todos.

—Esa estrella fugaz es, en ese momento, tu estrella. Y depositas en ella tus sueños, tus ilusiones… y a lo mejor se cumplen; o tal vez la estrella no estuviese escuchando en ese momento. No importa; lo que cuenta es que levantas la cabeza hacia el cielo para ver las estrellas, para encontrar esa estrella fugaz con la que compartes tu corazón un breve instante… aunque luego el deseo que formulaste al verla no llegue a cumplirse nunca.

Jack le dirigió una larga mirada.

—¿Es eso lo que haces por las noches? ¿Buscar estrellas fugaces?

Victoria sonrió.

—Más o menos. ¿Quieres acompañarme esta noche? La pregunta cogió a Jack por sorpresa. —¿Yo? Pero…

—Deberías dormir —añadió Victoria—, pero si te vas a quedar más tranquilo viéndolo con tus propios ojos, entonces ven conmigo. Es difícil explicarlo con palabras.

Jack dudó un momento, pero terminó por asentir.

—De acuerdo. Dame un minuto para vestirme, enseguida estaré listo.

Rando fue el primero en divisar el cuarto sol aquella noche.

Se había adelantado a los otros para reconocer el terreno desde el aire, y, tras franquear una pequeña cadena montañosa, lo vio a lo lejos: una esfera de llamas que latía como si de un corazón volcánico se tratase.

No se molestó en aproximarse más. Dio media vuelta, regresó con los demás y les habló de lo que había visto.

—No podremos acercarnos mucho más —dijo—. Detrás de las montañas hará demasiado calor como para poder resistirlo.

Los yan esbozaron una sonrisa de autosuficiencia. Llevaban toda su vida soportando las elevadas temperaturas de un desierto que ardía bajo tres soles. El calor no los asustaba.

—Recordad a los nómadas —les advirtió Rando, y la sonrisa se borró de sus rostros.

«Ya están todos en Umadhun», dijo Eissesh. «Salvo los sheks de Kash-Tar. Sussh no considera que ellos estén en peligro. Su mayor preocupación son ahora los rebeldes».

«Testarudo», pensó Gerde; no se molestó en hablar, porque habría tenido que gritar para hacerse oír en medio del vendaval que azotaba el campamento, y era consciente de que el shek captaba sus pensamientos. «No entiendo por qué se aferra tan obstinadamente a ese pedazo de tierra reseca. Ya no queda nada que defender».

«No considera que tenga que retroceder ante los sangrecaliente Para él, los únicos rivales dignos de los sheks eran los dragones».

«Eso es porque no ha sentido en sus escamas la presencia de ninguno de los Seis. Pero, cuando lo haga… ya será demasiado tarde. ¿Qué hay de los szish?», preguntó de pronto, cambiando de tema.

«No llegarán a tiempo a la Sima», respondió Eissesh, «pero han buscado refugio en las montañas».

«Bien», asintió ella. «Ya puedes irte con ellos, Eissesh. A Umadhun, o con los szish, lo que creas conveniente. Pero asegúrate de que alguien se queda con ellos para evitar que se acerquen demasiado a la zona de los volcanes».

«¿Y tú?», preguntó la gran serpiente, entornando los párpados.

«Yo tengo mis propios planes», se limitó a responder Gerde.

«¿No nos vas a acompañar a Umadhun?».

«¿Y arriesgarme a que los Seis me encierren en ese mundo muerto? Ni hablar. No, Eissesh. Tengo una idea mejor. Si sale bien, nos dará un momento de respiro. Si no sale bien… habrá que empezar de nuevo».

Eissesh no preguntó qué significaba aquello. Se despidió con un gesto, abrió las alas y alzó el vuelo. Una ráfaga de aire más violenta que las demás agitó con furia la larga cabellera de Gerde, pero ella no se inmutó. Contempló, pensativa, cómo se alejaba el shek, y después, haciendo caso omiso del furioso silbido del viento, que anunciaba la proximidad del dios Yohavir, paseó la mirada por el campamento, que estaba totalmente desierto.

A excepción de su árbol-vivienda, donde lo esperaban dos personas.

Cuando entró, Christian alzó la cabeza para mirarla. Estaba pálido, pero sereno. Junto a él se hallaba Assher. Se sentía inquieto, porque Gerde había ordenado que todos los szish buscaran refugio en las montañas… todos, salvo él. Y aún no conocía la razón.

Christian sí lo sabía, pero no se lo dijo. La lógica le decía que lo más prudente era salir de allí, huir a Umadhun que, ahora que sabía dónde estaba, se le antojaba un lugar bastante más seguro y tranquilo que Idhún en aquellos momentos. Pero Gerde le había ordenado que se quedara; y no solo eso, sino que, además, había una razón para que lo hiciese. Christian sabía que alguien tenía que cubrirle las espaldas a la Séptima diosa, y Gerde sabía que el shek estaba dispuesto a hacerlo, no solo porque se lo había ordenado, sino también porque convenía a sus propios planes.

El hada paseó la mirada por el interior de la estancia. El hexágono seguía allí, pintado en el suelo, sobre la corteza del árbol. Gerde entornó los ojos y, sin una palabra, ocupó su lugar en el centro. Christian habría jurado que la había visto temblar, aunque solo fuese un breve instante.

El shek también se sentó, pero fuera del hexágono. Ordenó a Assher a que se sentara junto a él, y el szish, tras dirigir una mirada dubitativa a Gerde, obedeció.

Gerde inspiró hondo y cerró los ojos. Los volvió a abrir enseguida, sin embargo, para mirar a Christian y a Assher.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —murmuró, pero lo cierto era que Assher no lo sabía. Christian, no obstante, asintió.

Trató de relajarse, pero sus músculos seguían en tensión. Percibió que el szish lo miraba, interrogante. No le devolvió la mirada.

Gerde cerró los párpados de nuevo. Su respiración fue haciéndose cada vez más lenta, y Christian se sorprendió a sí mismo conteniendo el aliento. Cuando, por fin, Gerde abrió los ojos otra vez, sus pupilas habían desaparecido, y su rostro era completamente inexpresivo, apenas una fría máscara de mármol.

La Séptima diosa había abandonado su envoltura carnal para viajar por otros planos.

Su aspecto era inquietante, pero, a pesar de ello, Christian no podía apartar la mirada de ella. Assher, en cambio, desviaba la vista hacia cualquier otra parte, intentando no pensar en el violento silbido del viento. Fue él quien se dio cuenta de que el árbol-vivienda de Gerde había empezado a crecer, lenta y silenciosamente.

Quiso indicárselo al shek, pero no se atrevió a moverse, por miedo a romper la concentración de Gerde.

No hacía falta, de todas formas. Christian ya sabía que Wina y Yohavir se estaban acercando. Y, ahora que la Séptima diosa se había liberado de su cuerpo mortal, no tardarían en descubrirla.

La esencia de Gerde se deslizó, veloz, por las fronteras entre planos. Conocía el lugar que había tratado de visitar en viajes anteriores, pero en esta ocasión, tomó el sentido contrario, y se apresuró a alejarse de él todo lo que pudo.

Las distintas dimensiones tomaron forma ante ella, como un amplio abanico de posibilidades. Gerde las fue descartando, una tras otra, velozmente. Advirtió entonces una dimensión lo bastante alejada como para llevar a cabo sus propósitos. Una dimensión lo bastante extensa como para que los otros Seis tardaran en encontrarla. Llegó hasta allí, pero permaneció en el plano inmaterial, sin descender al mundo físico. Y, entonces, lanzó una señal.

Rápida como el pensamiento, trató de regresar a su cuerpo, que estaba en Idhún. Con un poco de suerte los Seis la seguirían hasta el plano inmaterial de aquella dimensión; pero, para cuando llegaran, ella ya estaría de vuelta.

Las cosas no salieron como esperaba. Una presencia se interpuso entre ella y su objetivo. Allí, en el plano inmaterial, todos los dioses eran iguales, pero entre ellos se conocían. Y hacía muchos milenios que la Séptima diosa conocía el nombre de aquella presencia, porque no era la primera vez que se enfrentaban.

«Irial», pensó.

¿Cómo había llegado tan deprisa? La Séptima comprendió que se debía a que Irial no estaba en el plano físico, no había descendido aún a Idhún, como los otros cinco. Un error de cálculo que podía costarle muy caro…

Gerde percibió la alegría de Irial, su sensación de triunfo al haberla hallado por fin. Sabía que los otros cinco no tardarían en llegar, porque los Seis estaban estrechamente conectados entre sí. Y no se trataba solo de que hubiesen creado un par de mundos juntos. Los Seis habían estado mucho más unidos desde que se habían librado de la Séptima.

Pero entretanto… antes de que llegaran todos… había un breve instante, una posibilidad mínima… de regresar…

Muy lejos de allí, en el plano físico del mundo conocido como Idhún, en un árbol que había crecido al pie de los Picos de Fuego, dos mortales temían por sus vidas.

El viento huracanado amenazaba con arrancar el árbol de cuajo; y el árbol, por su parte, se esmeraba en crecer cada vez más, hacia arriba, y hacia abajo, por lo que sus raíces, más largas y fuertes, seguían aferrándolo al suelo con obstinación.

En el interior, Assher se encogía sobre sí mismo, aterrorizado. Christian estaba sereno, pero solo en apariencia. No había apartado la mirada de Gerde. Estudiaba su rostro con atención, tratando de adivinar, a través de él, lo que estaba sucediendo en el plano de los dioses.

Gerde no tenía la menor intención de enfrentarse a ellos. Trató de huir, de regresar a su cuerpo…, pero la esencia de Irial la rodeaba, la hostigaba, la obligaba a plantarle cara.

Gerde sabía que Irial trataba de cortarle su única posibilidad de huida, que buscaba el fino hilo que la unía con su cuerpo material, para romperlo e impedirle que volviese a escapar. Si lo lograba, la Séptima diosa estaría atrapada en el plano inmaterial y ya no podría esconderse de la mirada de los Seis.

No tenía la menor intención de que eso sucediese. Pero también había previsto aquella posibilidad.

Irial la obligó a retroceder un poco más. Gerde concentró más energías en evitarla. El vínculo que la unía al mundo material fue haciéndose cada vez más débil…

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Assher—. ¡Hemos de escapar!

Trató de llegar hasta Gerde, para arrastrarla fuera del hexágono, pero Christian se lo impidió.

—¡Quieto! —le gritó, para hacerse oír por encima del aullido del viento y de los chasquidos de la madera a su alrededor—. ¡No debemos moverla del sitio!

Se había quedado muy cerca de Gerde, y aferraba el brazo del szish con fuerza. Assher intentó liberarse, pero Christian no lo soltó. Seguía con la mirada clavada en el rostro de Gerde, que continuaba pálido e inexpresivo.

—¿A qué estás esperando? —preguntó Assher, aterrado.

—A que vuelva —respondió Christian—. O a que no lo haga.

El szish quiso retroceder, pero él no se lo permitió. Seguía reteniéndolo junto a sí, con firmeza.

Gerde seguía huyendo. Sabía que, cuanto más tiempo pasase en aquella dimensión, y cuanto más lejos viajase, más se debilitaría el vínculo con su cuerpo mortal. Pero no tenía otra opción: Irial estaba por todas partes, por todas partes… y Gerde se dio cuenta, con horror, de que ya no era capaz de encontrar el hilo que la unía a la vida mortal…

Ajeno a los gritos de Assher, al ensordecedor rugido del viento, al hecho de que, al crecer sin control, el árbol-vivienda iba reduciendo cada vez más sus espacios huecos, Christian seguía mirando fijamente a Gerde.

Le pareció ver un cambio. Para asegurarse, alargó la mano que tenía libre y tomó la muñeca de Gerde, casi con delicadeza.

No le encontró pulso.

—Maldita sea —murmuró el shek.

Tiró de Assher hacia sí. El szish se debatió, y trató de liberarse con un hechizo, pero Christian fue más rápido. Lo volvió hacia él, con determinación, y lo miró a los ojos.

En medio del caos producido por los dioses, a pesar de su miedo y de su confusión, Assher fue plenamente consciente de lo que pretendía el shek. Un pánico irracional recorrió su espina dorsal cuando su mirada se encontró con aquellos ojos de hielo. Quiso suplicar por su vida, pero no le quedaba voz.

Allí…, el hilo. Gerde descubrió, con alivio, que su vínculo con el plano material seguía existiendo. Se aferró a él.

En aquel momento, otras cinco presencias irrumpieron con fuerza en aquella dimensión. Irial se retiró un poco, tal vez para acudir a su encuentro…

Allí… un pequeño espacio.

La Séptima diosa se escabulló, tal y como había hecho siempre, milenio tras milenio, y se apresuró a volver, a través de las distintas dimensiones, hasta el cuerpo que la aguardaba al otro lado: un cuerpo pequeño y miserable, pero que era capaz de garantizarle un mínimo de seguridad.

Su condena… su prisión.

Assher sintió de pronto que el hielo se retiraba de su mente y podía respirar de nuevo. Se dejó caer, agotado, sin poder creerse que siguiera vivo. Enfocó la vista y miró a su alrededor, temeroso.

Junto a él estaba Christian. Assher retrocedió un poco, por instinto. Pero el shek no le estaba prestando atención.

Sostenía en brazos a Gerde, que había vuelto en sí. Sus ojos volvían a ser completamente negros, y sus mejillas habían recuperado algo de color. Y, aunque parecía estar agotada, sonreía.

Fue entonces cuando Assher se dio cuenta de que la calma había regresado al árbol. El viento había cesado de soplar. Las plantas habían detenido su desaforado crecimiento.

—Los he engañado, Kirtash —susurró Gerde, con esfuerzo—. Los he engañado a todos.

Christian entendió lo que eso significaba.

Gerde se las había arreglado para atraer a los dioses de vuelta a su dimensión. Los Seis habían abandonado Idhún… aunque solo fuera de forma temporal. El shek cerró los ojos un momento, agotado.

—¿Cuánto tardarán en volver? —preguntó, con voz neutra.

—No tanto como quisiéramos —respondió Gerde, cansada; cerró los ojos y cayó profundamente dormida.

Habían salido del castillo sin el menor percance. Jack no había tratado de esconderse, pero nadie le había impedido salir, aunque había visto dudar a los guardias. Sospechaba que alertarían a Alsan si no regresaban en un tiempo prudencial, pero no le importaba. No tenían nada que ocultar, le dijo a Victoria cuando se adentraron en las calles de la ciudad.

Sin embargo, ella había movido la cabeza, preocupada.

Lo había conducido hasta las afueras de la ciudad, donde habían llamado a la puerta de una casa pequeña, coronada por una cúpula, al estilo de Celestia. Les había abierto la puerta un anciano celeste, quien, a pesar de lo tardío de la hora, no pareció dar muestras de sorpresa al ver a Victoria.

—Pensaba que no vendríais esta noche, dama Lunnaris —murmuró, sonriendo.

—Me he retrasado un poco —respondió ella, devolviéndole la sonrisa—. Espero no haberos despertado.

—Farlei está ya en la cama, pero yo os aguardaba despierto. Pasad; el pájaro está durmiendo, pero ha descansado bastante. Lo encontraréis donde siempre.

—Gracias, Man-Bim.

Cruzaron la casa, un hogar sencillo y agradable, y llegaron al patio trasero. Allí, sobre una percha, dormitaba un enorme y precioso haai, con la cabeza bajo el ala. Victoria lo acarició y le habló con palabras dulces cuando se despertó.

—Se llama Inga —dijo en voz baja—. Pertenece a Man-Bim, pero me lo presta siempre que quiero salir de la ciudad.

—¿Salir de la ciudad? —repitió Jack—. ¿Para ir a dónde?

—A buscar estrellas fugaces —sonrió ella.

Inga podía cargar con los dos, y Victoria tenía ya cierta destreza en montar pájaros haai, de modo que no tuvieron problemas con el despegue. Jack no dijo nada cuando el pájaro planeó sobre la ciudad de Vanis y enfiló hacia el oeste. Parecía que se movía al azar sin ningún rumbo determinado. Victoria mantenía las riendas sueltas y permitía al animal volar a donde le pareciese.

Jack no tardó en dejar a un lado su inquietud para disfrutar del paseo. Solo había viajado en haai en una ocasión, antes de aprender a transformarse en dragón, y le había gustado. Además, las lunas brillaban sobre los dos, cómplices, y la brisa de la noche susurraba con dulzura en sus oídos.

Finalmente, Inga había descendido cerca de un bosquecillo. Victoria y Jack habían desmontado de su lomo y lo habían dejado chapotear en un arroyo.

Ahora paseaban por entre los árboles, aparentemente sin rumbo. Jack empezaba a sospechar para qué habían acudido allí. Pero Victoria parecía cada vez más intranquila. Miraba a su alrededor, buscando algo, o a alguien, tal vez. Sin embargo, el bosque seguía en silencio.

—Deberías darte prisa en hacer lo que quiera que tengas que hacer —dijo Jack—. Queda un largo camino de vuelta a la ciudad, y tenemos que levantarnos con el primer amanecer.

—Lo sé —asintió ella—. Pero hemos ido a parar demasiado lejos de cualquier lugar habitado. Hay una aldea cerca del río… aunque no sé si tendremos tiempo de llegar y dar una vuelta antes de que se nos haga demasiado tarde para regresar.

Jack sonrió, comprendiendo que su intuición era acertada.

—¿Tus estrellas fugaces son personas, Victoria?

Ella respondió con una amplia sonrisa. Jack rodeó sus hombros con el brazo.

—Pues no lo fuerces —le aconsejó—. Haz lo que sueles hacer todas las noches, no importa que yo esté o no presente. No tienes que demostrarme nada. Si no hay suerte esta noche, tal vez mañana encuentres lo que buscas.

Victoria no dijo nada. Se había quedado mirándolo fijamente, y Jack se sintió inquieto.

—¿Qué ocurre?

—Que estaba equivocada —respondió ella, con cierta dulzura—. Sí he visto una estrella fugaz esta noche.

Mientras hablaba, se fue transformando lentamente en unicornio. Jack dejó escapar una exclamación de sorpresa, y la miró, conmovido.

No era la primera vez que la veía así. Sin embargo, Victoria no solía adoptar su otra forma, o al menos, no con la misma frecuencia con que lo hacía Jack.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Jack aguardó a que el unicornio se acercara a él. No se movió cuando sintió sus suaves crines acariciándole el brazo. Victoria alzó la cabeza, y su cuerno rozó dulcemente la mejilla de él.

Y algo lo llenó por dentro, un torrente cálido y renovador que recorrió sus venas, haciéndolo sentir más vivo de lo que había estado jamás. El muchacho cayó de rodillas sobre la hierba, maravillado y, cuando Victoria apoyó la cabeza sobre su hombro, él rodeó su cuello con los brazos y enterró el rostro en sus crines, para que ella no viera que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No deberías haber hecho esto —susurró Jack, al cabo de un rato—. Soy un dragón, así que seré un desastre como mago. No deberías desperdiciar tu magia conmigo.

—No es así como funciona —sonrió Victoria—. No se debe encadenar la entrega de la magia a razones lógicas. Tiene que nacer del corazón.

Jack alzó la cabeza. Victoria había vuelto a transformarse en humana, y lo miraba, intensamente. Jack se sentó en el suelo, todavía maravillado. Victoria se acomodó sobre la hierba, junto a él.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? —le preguntó él.

—Desde que volví de la Tierra. Es decir, en cuanto recuperé mis poderes.

—¿Y has encontrado a mucha gente desde entonces? —quiso saber Jack, entusiasmado—. ¿Cuántos son? ¿Quiénes son?

—No pienso decírtelo —replicó ella—. Es un secreto entre ellos y yo.

Jack sacudió la cabeza, perplejo.

—Pero ¿por qué?

—Porque debe ser un regalo y no una carga. Deben ser ellos quienes decidan si quieren desarrollarlo o no. Sabes… no todo el mundo quiere abandonarlo todo para estudiar en una escuela de hechicería, por mucho que Qaydar se empeñe en pensar lo contrario. Y tal y como están las cosas… ser un mago puede no ser una ventaja. ¿Me entiendes?

—Creo que sí. Kimara, por ejemplo, echaba de menos su tierra cuando estaba estudiando con Qaydar.

—No se trata solo de eso. Gerde está utilizando un cuerno de unicornio para crear magos leales a su causa. Qaydar quiere que utilice el mío para crear magos leales a la suya. No veo una gran diferencia, Jack.

El se volvió para mirarla, sorprendido.

—¿Que no ves gran diferencia? —repitió—. ¿Cómo puedes decir eso?

—Lo que quiero decir es que los dos quieren tener a los magos a su servicio. Y yo creo que los magos deberían ser libres para decidir qué van a hacer con el don que se les ha otorgado. ¿Entiendes?

»Los líderes de la Orden Mágica siempre han anhelado hacerse con el control del proceso de creación de magos, pero no han podido nunca gobernar a los unicornios. Ahora, aparte de Gerde, yo soy la única que puede conceder la magia, y tengo también una identidad humana, por lo que Qaydar tiene la posibilidad de controlarme a mí y de obtener lo que sus predecesores nunca consiguieron. Los unicornios eran seres indómitos: nadie podía capturarlos ni controlar sus movimientos. En cambio, yo vivo como humana, entre los humanos. No puedo ni salir por las noches sin que se me pidan explicaciones. ¿Comprendes? No quieren dejarme libre, Jack. Tienen miedo de perderme, miedo de perder la magia. Pero es que la magia no les pertenece a ellos, sino a todo el mundo. Y, en los tiempos que corremos, con la Orden Mágica a punto de desaparecer, Qaydar no dejará pasar esta oportunidad. Por eso debo seguir actuando por mi cuenta.

—Se enterará de todas formas, Victoria. Alguna de las personas a las que les has entregado la magia acudirá a la Torre de Kazlunn.

—Lo sé: ya lo están haciendo. Por eso llegará un momento en que tenga que marcharme… al menos, hasta que Qaydar comprenda que no debe imponer sus reglas, que los magos no le pertenecen.

—Marcharte, ¿a dónde? Victoria, vas a tener un bebé…

—Ya lo sé —cortó ella en voz baja—. Fue así como lo supe, ¿entiendes? En una ocasión me transformé en unicornio y, al regresar a mi cuerpo humano, sentí ahí… algo distinto. No sé cuánto tiempo llevaba creciendo dentro de mí, pero en ese momento, supe que estaba allí… Y tengo que cuidar de él, porque puedo asumir que haya gente que quiera utilizar mi poder para sus propios fines… Ashran, Gerde, Qaydar…, me da igual. Pero no pienso permitir que le suceda lo mismo a mi hijo. Así que a veces deseo que sea un chiquillo humano normal, y otras veces quiero, por el bien de Idhún, que herede mi capacidad de entregar la magia, para que alguien siga consagrando nuevos magos cuando yo no esté. Pero los unicornios nunca fueron esclavos de nadie, ¿sabes? Y no quiero ese futuro para él.

Jack la miró, en silencio. Algo en su rostro le reveló que Victoria estaba recordando la forma en que Ashran la había utilizado, arrebatándole salvajemente la magia, primero, y amputando su cuerno después.

—Habrá otros como él —comprendió. Victoria no respondió.

—También a Ashran le entregó la magia un unicornio —dijo Jack—. Y a Gerde. Incluso antes de ser recipientes del Séptimo dios, ya eran sus aliados.

—Pedimos deseos cuando vemos una estrella fugaz —le recordó Victoria—. Pero no siempre las estrellas escuchan.

Parecía triste. Jack la abrazó.

—¿Sientes que sea así?

—No, no es eso. Es que a veces dudo de que todo esto valga la pena. Muchas noches regreso sin haber encontrado a nadie que despierte en mí el deseo de compartir la magia con él. Y no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando yo no esté. La magia va a morir en Idhún de todas formas, Jack, haga lo que haga. Una sola persona no puede asumir el trabajo de toda una raza. Yo voy a seguir haciendo lo que debo hacer, pero no servirá de nada, ¿sabes? Si Idhún sobrevive a esto, dentro de varios siglos, cuando haya muerto el último mago, cuando yo ya no esté…

—Entiendo lo que quieres decir —dijo Jack—. Yo me siento igual. Yo solo contra toda la raza shek. Se supone que he de seguir luchando, y ni siquiera estoy seguro de que sea lo correcto, aunque Alsan se empeñe en decirme que sí.

Permanecieron un rato en silencio, abrazados, contemplando las lunas, hasta que Jack volvió a la realidad.

—Se hace tarde —dijo—, y debemos irnos. Además, tienes que devolverle el pájaro a su dueño, ¿verdad? ¿De qué lo conoces? —preguntó, con curiosidad—. ¿Cómo es que te lo presta?

Victoria no respondió, pero Jack lo adivinó enseguida.

—Es una de tus estrellas fugaces —comprendió, con una sonrisa.

—Una de esas estrellas que prefieren llevar una vida tranquila, en lugar de abandonarlo todo para seguir los designios de la Orden Mágica —respondió ella, con suavidad—. Una de esas estrellas que Qaydar no debe conocer.

—Entiendo —asintió Jack—. En cualquier caso, tenemos mucho que hacer.

Victoria asintió. Se levantó y llamó a Inga con un silbido. Momentos después, los dos remontaban el vuelo, a lomos del haai, de regreso al castillo de Vanissar.

Ydeon y Shail llegaron a la Torre de Kazlunn más tarde de lo que esperaban. Shail había calculado que alcanzarían sus puertas con el tercer atardecer, pero la noche los había sorprendido en mitad del camino. Para tener las piernas tan largas, el gigante era asombrosamente lento. Se detenía a observarlo todo, con interés, y no parecía tener ninguna prisa.

Cuando, por fin, llegaron a los pies de la torre, era ya noche cerrada, y Shail dudó que los dejaran entrar.

Se llevó una sorpresa, sin embargo. Cuando llamaron a la puerta, les abrieron enseguida, y los condujeron a la presencia de Qaydar.

El Archimago estaba en su despacho, trabajando, a pesar de lo avanzado de la hora. Cuando alzó la cabeza hacia ellos, no detectaron ni una sombra de cansancio en su mirada. Al contrario; Shail no recordaba haberlo visto nunca tan contento.

Le presentó a Ymur, y le habló de los motivos por los que habían acudido a la Torre.

—Conocí a Ashran, sí —confirmó Qaydar—. Coincidimos en esta misma torre, cuando él no era más que un aprendiz. Pero no recuerdo que destacara especialmente. Solo sé que a veces se metía en problemas por buscar en la biblioteca libros muy por encima de su nivel. No sabría deciros si era ambicioso, o solo extraordinariamente curioso. Puede que las dos cosas.

—Me gustaría consultar los volúmenes de vuestra biblioteca, si no tenéis inconveniente —dijo Ymur.

—Los volúmenes de nuestra biblioteca están escritos en idhunaico arcano, sacerdote.

El gigante hizo un gesto despreocupado.

—Oh, no me refería a los libros de magia. Me interesan más los libros de historia. Los conocimientos sobre el mundo que atesora la Orden. Imagino que todo ello estará escrito en idhunaico común, ¿no es cierto?

—Sí…, pero os recuerdo que algunos magos permanecimos quince años encerrados en esta torre, cuando resistíamos al imperio de Ashran. Os aseguro que tuvimos mucho tiempo para buscar información sobre él. No encontramos nada.

—Tal vez porque no buscasteis la información adecuada —intervino Shail—. Lo que Ymur desea saber es dónde encontró Ashran algo que le llevara a interesarse por el Séptimo dios, y de qué se trataba exactamente. Qaydar los miró, pensativo.

—Bien —dijo, por fin—, supongo que se nos puede haber pasado algo por alto. Aunque no veo qué utilidad puede tener todo esto, ahora que Ashran está muerto.

—Pero Gerde no lo está —murmuró Shail—, y su poder es muy similar al que tuvo Ashran en su día.

Qaydar asintió.

—De acuerdo, pues. No quiero entreteneros más; sin duda estáis cansados.

Los acompañó hasta el pasillo. Allí los esperaba un sirviente para guiarlos a sus habitaciones, pero solo se llevó consigo a Ymur. Fue el propio Qaydar quien escoltó a Shail, y este adivinó que quería hablar con él.

No se equivocó.

—¿Cómo está Victoria?

—Bien… Se encuentra en Vanissar, con Alsan y Jack. Regresó de la Tierra completamente curada —añadió, con una sonrisa.

Qaydar sonrió a su vez.

—Lo sé —dijo—. ¿Habéis hablado acerca de ello? ¿Te ha dicho cuántos son?

—¿Cuántos son? —repitió Shail, perplejo.

—Me refiero a los magos que ha consagrado. De momento, nos han llegado tres.

—¿Tres magos? ¿Aparte de Kimara?

—Veo que no lo sabías —comprendió Qaydar—. En estos últimos días han llegado varias personas que decían poseer el don de la magia: un silfo y dos humanos. Y decían la verdad: ahora mismo, la Orden cuenta con tres aprendices más.

—Vaya, es una gran noticia —respondió Shail, con sinceridad—. Pero ¿cómo sabemos que son magos consagrados por Victoria, y no por Gerde?

—Porque todos ellos dijeron haber visto al unicornio. Tú sabes lo que se siente cuando se ve un unicornio, Shail. No podían estar fingiéndolo.

Shail no respondió. Todavía estaba asimilando la noticia.

—Me sorprende que no te lo haya dicho —comentó Qaydar. Shail recordó las escapadas de Victoria, el recelo de Alsan, la reticencia de ella a hablar del tema. Sonrió.

—Sí que lo hizo. A su manera, lo hizo.

Los rebeldes de Kash-Tar tardaron unas horas más en subir las montañas. Pero, cuando llegaron a una de las cimas y contemplaron el horizonte, se mostraron desconcertados.

Allí no había nada. Solo tres soles, como siempre, asomando por el horizonte.

Rando, desde el aire, también lo había visto. Se apresuró a aterrizar junto a sus compañeros.

—¡Estaba allí ayer por la noche! —exclamó, desde la escotilla superior de Ogadrak—. ¡Lo juro!

Goser iba a replicar, cuando, de pronto, uno de sus hombres lanzó un grito de advertencia. Los yan clavaron sus ojos rojizos en el horizonte. Los humanos hicieron lo mismo, pero tuvieron que apartar la mirada enseguida, porque los soles los deslumbraban.

La luz solar, sin embargo, nunca había dañado la vista de los yan, a quienes nadie podía igualar en descifrar las señales del desierto.

—¿Qué hay? —preguntó el otro piloto.

Los yan tardaron un poco en contestar, y esto era extraño en ellos.

—Sheks —dijo entonces Goser, entornando los ojos.

Rando dejó caer a un lado la tapa de la escotilla, anonadado.

—No es posible —musitó.

Los yan ya murmuraban entre ellos, recelosos.

—¡Elhumanonoshatraicionado! —dijo alguien.

—¡Noshallevadodirectosaunatrampa!

La mirada de Rando se cruzó con la de Kimara. Detectó un rastro de dolor y decepción en los ojos de ella; pero se endurecieron en seguida.

—¡Traidor! —le escupió.

—Medaigualqueseaunatrampa —dijo entonces Goser, sacando una de sus dos hachas y enarbolándola amenazadoramente—. Yovoyaluchar; ¿quiénviene?

Todos los yan lanzaron su grito de guerra. Los humanos se lo pensaron un poco más.

—Y tú —dijo entonces Goser, señalando a Rando con el extremo de su hacha—, vendrásconnosotros.

Poco a poco, Gerde fue recuperando fuerzas. Durmió durante todo el día, y, cuando abrió los ojos, Christian estaba a su lado.

—¿Se han ido? —fue lo primero que preguntó, con esfuerzo.

—Sí, Gerde, se han ido —respondió él—. Pero no tardarán en darse cuenta de que has regresado, y volverán para buscarte.

—Es igual: tenemos un respiro. Tenemos tiempo para terminar de prepararlo todo.

El shek no respondió.

—Pero si regresan antes de tiempo —prosiguió Gerde—, tendremos que escapar de aquí. No puedo enfrentarme a ellos otra vez, y estoy cansada de luchar.

—¿Cuánto tiempo?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé. Estas cosas van lentas, pero los Seis tienen prisa. Puede que tu unicornio tenga suerte —añadió, burlona—. Puede que tenga que marcharme antes de que ella dé a luz. Claro que se quedaría atrás, con seis dioses furiosos buscándome por todo el mundo, pero… así es la vida. ¿Y tú, Kirtash? ¿Te salvarías conmigo, o te condenarías con ella?

—Me salvaría con ella —respondió él, con una sonrisa.

—Eso no depende de ti —replicó Gerde—. Aunque quieras creer que sí.

Las dos facciones chocaron entre el segundo y el tercer atardecer.

El grupo de serpientes no era muy numeroso. Si los rebeldes no hubiesen estado tan cegados por la ira, tal vez se habrían preguntado cómo era posible que tres sheks y dos pelotones de szish fueran los responsables de tanta destrucción. Y, probablemente, los sheks también habrían llegado a la misma conclusión que ellos, de no haberles enloquecido el odio cuando detectaron a los dos dragones artificiales.

Rando no tuvo más remedio que defenderse. Los sheks se abalanzaron sobre él y sobre el otro dragón, obligándolos a luchar. Y, en un primer momento, Rando respondió a la provocación, y Ogadrak rugió sobre las arenas de Kash-Tar, vomitando su fuego contra las serpientes. No obstante, en una de las temerarias maniobras típicas de él, al piloto le pareció ver una figura que corría hacia el corazón del desierto, alejándose de la batalla. Batió las alas y se elevó más alto para verla mejor. Sí, no cabía duda. Era un szish, y escapaba de los suyos, sin importarle que sus pies se hundiesen en la arena hasta los tobillos, desentendiéndose de la lucha que se desarrollaba a sus espaldas.

Rando tuvo un presentimiento. Trató de desembarazarse del shek que lo seguía y planeó sobre la figura fugitiva. No pudo confirmar su identidad pero, de todas formas, descendió en picado sobre el szish y sacó las garras.

El fugitivo se volvió hacia él y ejecutó un hechizo de ataque. Ogadrak se tambaleó cuando la magia impactó en una de sus alas, perforándola.

—¡Au! —exclamó Rando, tan dolido como si el golpe lo hubiese recibido él mismo.

No se arredró, sin embargo. Movió las palancas, con determinación, y Ogadrak enganchó limpiamente al szish entre sus garras. Batió las alas y logró elevarse un poco más, aunque algo escorado, mientras su prisionero pataleaba con todas sus fuerzas.

Pero Rando no tuvo tiempo de felicitarse por su habilidad. Oyó un siseo tras él, un siseo que le heló la sangre, y descubrió que uno de los sheks lo estaba siguiendo.

—¡Déjame en paz! —le gritó, aun sabiendo que no lo oiría desde fuera—. ¡Que estoy desertando!

Dio una vuelta de campana en el aire, para despistar al shek, olvidando por un momento que llevaba un szish entre las garras. «Esto no me lo va a perdonar», pensó.

Se volvió con brusquedad contra el shek y vomitó su fuego contra él. La serpiente chilló, furiosa, y retrocedió, pero Rando, temerariamente, bajó la cabeza de Ogadrak y embistió de nuevo, con los cuernos por delante. Sintió el tremendo golpe que dio el cuerpo de la serpiente cuando chocó contra el dragón, pero no se detuvo. Volvió a atacar, una y otra vez.

Le resultó un poco difícil, porque en esta ocasión no podía utilizar las garras delanteras, que ahora sostenían al szish, y que solían resultarle muy útiles a la hora de aferrar los resbaladizos cuerpos de las serpientes. Pero, finalmente, logró lanzar una nueva llamarada al rostro de la serpiente, cegándola. La dejó retorciéndose de dolor en el aire y escapó de allí, todo lo deprisa que fue capaz.

A sus espaldas, la batalla proseguía con tanta fiereza que nadie se percató de que se marchaba.

Aterrizó cuando los tres soles ya estaban muy altos, junto a un pequeño oasis que apenas consistía en un pozo al pie de un par de árboles. Dejó a Ogadrak en precario equilibrio sobre sus patas traseras y depositó con cuidado a su prisionero sobre la arena.

Que, como había imaginado, no era prisionero, sino prisionera.

—¡Te hasss vuelto loco! —le gritó Ersha cuando bajó del dragón—. ¿Qué tengo que hacer para librarme de ti, ssssangrecaliente?

—¡Hey! —protestó Rando, ofendido—. ¡Te he ayudado a escapar! ¿No era eso lo que querías?

—¡Podía esssscapar yo sssola, muchasss graciasss! —siseó ella—. ¡Por poco me matassss!

Rando sacudió la cabeza.

—Bueno, no ha sido tan terrible. Ya estamos aquí, ¿no? —le dirigió una breve mirada—. Deduzco que no te creyeron.

—Losss sssheksss examinaron mi mente y vieron misss recuerdosss. Creyeron que había algo y por essso fuimosss a investigar. —Le lanzó una mirada incendiaria—. No teníaisss que essstar allí. ¿Dónde ha ido la essssfera de fuego?

—No lo sé. Pero no pienso perder el tiempo peleando mientras esa cosa siga por ahí suelta.

La szish rió brevemente.

—Essso fue lo que yo pensssé. Mientrasss veníamosss de Kosssh hemosss visssto cossssasss… todo un oassissss carbonizado. Inclussso el agua de la laguna sssse evaporó. Y la guarnición de ssszisssh que había allí…

—No sigas —se estremeció Rando—. Me lo imagino.

—Mientrasss essstaba peleando contra vosssotrosss —prosiguió Ersha—, imaginé que la bola de fuego volvía y nosss sssorprendía allí… luchando unosss contra otrossss… —se encogió de hombros—. No tuve ganasss de essstar allí cuando volviera… asssí que me temo que he desssertado… como tú —añadió, con una sonrisa siniestra.

Pero Rando hizo un gesto despreocupado.

—No es para tanto —dijo—. Lo de desertar, quiero decir. No es la primera vez que lo hago.

Sin embargo, se volvió un momento para contemplar el horizonte, con cierta tristeza. Ersha advirtió el gesto.

—¿Acassso dejasss a alguien atrássss, humano?

—Tal vez —respondió Rando, con una sonrisa enigmática—. Tal vez.

Días después, un cuarto mago llegó a la Torre de Kazlunn. Para entonces, Shail ya se había marchado a Vanissar, e Ymur estaba encerrado en la biblioteca. Qaydar lo recibió en su despacho y lo interrogó a fondo. Había comprobado que, en efecto, la magia latía en él…, pero lo hacía de una forma extraña, devorándolo por dentro, produciéndole un intenso sufrimiento. El Archimago sospechó que aquello podría ser obra de Gerde.

—Fue Victoria quien me entregó la magia —dijo el hechicero, adivinando lo que pensaba—. La llaman también Lunnaris, el último unicornio.

Le habló de Victoria; le contó que la había guiado hasta la Torre de Drackwen, primero, y hasta la Torre de Kazlunn, después, porque ella tenía intención de matar a Kirtash, a quien hacía responsable de la muerte del último dragón. Le dijo las fechas exactas en que aquello había sucedido. Qaydar sabía que decía la verdad. Pocas personas sabían lo que había pasado con Victoria en aquellos momentos tan difíciles para todos.

Pero no se le ocurrió relacionar a Yaren con el individuo que, según le habían contado, había atacado a Victoria tiempo atrás. Nadie le había dado demasiados detalles.

—Y había algo extraño en su mirada —concluyó Yaren—. Suelen describir a los unicornios como criaturas llenas de luz, pero ella era siniestra. Nadie era capaz de mirarla a los ojos sin sentir un escalofrío.

Qaydar no respondió. No podía dudar de la palabra de Yaren. El mismo había experimentado una profunda sensación de terror al mirar a Victoria la noche en que había abandonado Nurgon para ir en busca de Kirtash.

Yaren malinterpretó su silencio.

—Fue antes de que ella perdiera su poder tras enfrentarse a Ashran —explicó—. Sé que tenéis motivos para dudar, pero…

—¿Has venido aquí porque tienes intención de unirte a la Orden Mágica? —interrumpió Qaydar.

Yaren inspiró hondo.

—Quiero estudiar magia aquí, en la torre. Lo he pensado mucho y me he dado cuenta de que solo aquí podré desarrollar el don que me ha sido entregado. Solicito que me admitáis como aprendiz. Os lo ruego.

—¿Sabías que no eres el único nuevo aprendiz?

—He oído hablar de una mujer de Kash-Tar…

—No me estoy refiriendo a ella. Hablo de personas que han llegado en los últimos días.

El mago comprendió.

—Victoria —susurró—. Victoria ha recuperado su poder.

Se echó hacia atrás, consternado. Una mezcla de confusos sentimientos inundó su corazón: rabia, envidia, odio, impotencia… y un débil rayo de esperanza.

—Veo que no lo sabías. Bien, tampoco yo sabía que hubiese consagrado a más magos, aparte de Kimara, antes de derrotar a Ashran. Nunca me ha hablado de ti.

La esperanza murió, ahogada por el dolor y la rabia, por aquella magia siniestra que aniquilaba despiadadamente todos los sentimientos positivos que nacían en él.

—No me sorprende —dijo—. No soy precisamente su mejor obra.

Hablaba lentamente, como si pronunciar cada palabra le costara un tremendo esfuerzo. Qaydar lo miró, compasivo, pero también intrigado.

—¿Cómo es posible que la magia del unicornio haya tenido este efecto tan demoledor en ti?

Yaren esbozó una torcida sonrisa.

—Todo el mundo se equivoca al principio y mejora con la práctica —dijo—. Los unicornios no son una excepción.